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Capítulo VI

Continuación del precedente

     Determinado don Alberto a verificar el matrimonio sin la menor dilación, no quiso atender a las súplicas de su sobrino ni a las lágrimas de su hija. Persuadido de que la felicidad de Matilde dependía de este enlace, desplegaba el mayor tesón en apresurarlo; y aunque ya no le quedase duda de la absoluta repugnancia de la doncella, creíala efecto de una antipatía pueril o de un capricho, y miraba como obligación suya romper por todo y no meterse en escrúpulos de monja, cuando nada menos se trataba que de acreditarse de buen padre y de hombre capaz de establecer cuerda y ventajosamente la familia.

     Sin embargo, no procedió en aquel mismo día a la conclusión de tan grave asunto, ya por la distancia a que se hallaban de la capital de la provincia, ya por haber visto que su precipitación había desazonado a Matilde hasta el punto de ponerla enferma. Resolvió aguardar cosa de una semana, conferenciar en el ínterin con su prudente sobrino, y ver el modo de llevar a debido efecto este matrimonio sin ruidos, alborotos, disensiones domésticas, súbitas pataletas, ni demás lances que trae consigo el mal forjado empeño de obrar sin reflexión ni madurez. Y mientras entendía en esto, quiso ocuparse también de la alianza entre Leonor y Perceval, repasando con respecto a éste los informes que había mandado pedir por el conducto de su amado brigadier. Desanimábale que hubiese salido mentiroso el galán don Federico en lo que dijo de haber sido íntimo del conde de Almanza, pues al verse encarar con el ilustre guerrero a quien dieron sus hazañas este título, tuvo que recurrir a la escusa de que su amigo era otro militar que llevaba el mismo dictado. Nadie trató de abochornarle echándole en cara lo falso de esta suposición; pero todos conocieron que se lo imponía la fatua pretensión de haber querido pasar por amigo y compañero del bravo coronel que tanto se distinguiera en la batalla de Vitoria.

     Los informes exigidos por el brigadier a los oficiales gaditanos de su regimiento no tardaron en llegar. Según ellos, Federico Perceval, hijo de una familia de Cádiz bastante conocida por tener tienda abierta de varios géneros, disipó en poco tiempo su legítima haciendo frecuentes viajes a Madrid y gastando en el regimiento con una esplendidez poco correspondiente a sus haberes. Parece que llevado de la esperanza de casarse con una señora, aunque muy entrada en años, extremadamente rica, dejó el servicio militar, queriendo por medio de este himeneo recuperar las riquezas que había desperdiciado; pero la tienda de su padre echó tal borrón a su alcurnia, que desvaneció en un momento la pasión de la insensata dueña, y quedó mi hombre, como suele decirse, sin hogar y sin bandera. Desde entonces no tuvo más arbitrio que andar de Ceca en Meca atisbando viudas, persuadiendo doncellas, suavizando padres y tutores, y buscando en fin alguna persona menos escrupulosa o ladina que la pícara vieja, que no pudo digerir el palitroque de la tienda. Lo más curioso del caso era que, o por satisfacer su natural vanidad, o por figurarse que fuese más conveniente a sus miras, entraba en cualquiera parte con aires de gran señor, y refería sus desgracias, ponderaba la rancia antigüedad de sus pergaminos, el venerable carácter de sus abuelos, deslumbrando a los incautos, embaucando a los tontos, y dejando para los discretos cierto olor a petardo y a miseria. Por lo demás, sus inclinaciones no eran del todo perversas, de manera que descortezándolo y quitándole ese barniz de fatuidad, podía aún sacarse partido de su despejado caletre con sólo ponerlo en ocasión de lucirlo en alguna honorífica carrera.

     Estos informes desconcertaron el ánimo que había hecho don Alberto de enlazar en santo nudo a Perceval y Leonor. Pesábale en extremo desbaratar un matrimonio, fraguado en su testaruda mollera para halagar la amorosa inclinación que creyó advertir en la muchacha, y recompensar las oficiosas atenciones que debía al caballero. Bien es cierto que la esperanza que daban de poder todavía aprovechar su agudeza natural, le movía casi a sujetarlo a la prueba; pero desechó semejante idea como perjudicial al futuro bienestar de su candorosa sobrina, y atúvose a su primer pensamiento de alejarlo de la casa, y cortar con él toda suerte de conexiones. Resuelto ya, sólo estaba espiando una ocasión propicia en que limpiarla de su aliñada personita, y quedar por consiguiente más suelto y desembarazado para volver todo su aquel a la boda del brigadier con Matilde.

     Entre tanto esta joven no podía menos de admirar el hidalgo y generoso comportamiento de su primo. Cuanto más lo veía y estudiaba, reconocía nuevas prendas en él y nuevos motivos de respetarle y quererle. A pesar de lo ocurrido, lejos de manifestarse con ella áspero o desdeñoso, tratábala con más blandura, con más persuasión y agrado, manifestándose, si no amante apasionado y tierno, franco y desinteresado amigo. Sorprendíale la profunda tristeza de su prima, y el notar en sus palabras y modales cierta reserva no tanto ya dimanada de la propia convicción de su ascendiente y sus gracias, como hija de alguna pena interior no menos disimulada que aflictiva; bien que, lejos ahora de evitar su presencia, mostraba complacerse a su lado, y aún buscaba algunas veces su encuentro. No obstante tales demostraciones de buena amistad e inteligencia, sorprendióse viéndola entrar una mañana en su cuarto y anunciarle que le deseaba hablar sin testigos.

     -¿A mí, señorita? -dijo el joven.

     -A usted, puesto que en nadie resplandece tanta generosidad y virtud. Conozco que mi desvío causa la desgracia de un anciano a quien todo lo debo, al propio tiempo que me hace pasar con usted por una muchacha ingrata o puerilmente caprichosa. ¡Ah! No soy lo uno ni lo otro; y admiro tanto las nobilísimas calidades que le recomiendan, como me desplacían en otro tiempo los efectos de una educación sólida, considerada por mí como vulgar y plebeya.

     -¡Amiga mía! ¡Dulce e inconsiderada amiga! Hábleme usted sin repugnancia y sin empacho en caso de que necesite alguno que tierna y apasionadamente la proteja. Tal vez ni mi presencia ni mis palabras revelan toda la bondad de mi corazón; pero póngalo usted a prueba, Matilde, y no se quejará, lo juro, de haberme hecho depositarlo de sus secretos.

     -Parece -dijo Matilde- que mi padre ha recibido por conducto de usted informes no muy satisfactorios concernientes al señor de Perceval.

     -Y que lo ponen en un predicamento muy poco favorable, pues casi lo hacen pasar por un caballero de industria.

     -¡Cielos! -exclamó Matilde- ¿Sería cierto? Acaso lo calumnian; acaso, amado primo, lo denigran, porque no es dado a todos distinguirse como usted, ni granjearse el aprecio de cuantos nos rodean, ni...

     -Conozco que es a usted sensible esta desgracia, por cuanto va en ella embebida la de una persona tan candorosa e inocente como nuestra prima Leonor; pero las noticias son duplicadas, exactísimos los datos, y las personas que los franquean merecen toda mi confianza.

     -¿Luego no hay que esperar? ¿Luego no queda otro recurso que mirarlo como un hombre de poca delicadeza, un falsario, un seductor...?

     -A lo menos, si no del todo, pudieran acomodársele en gran parte estos dictados.

     -¡En gran parte! Amado primo; ¡en gran parte...

     -Dígolo en razón a que llegamos a tiempo para que Leonor no sea víctima de sus planes.

     -¿Y qué diría usted como supiese que no a ella sino a mí se hubiesen dirigido sus obsequios?

     -Que don Alberto y Leonor y yo y todos nos habíamos equivocado groseramente.

     -Sí señor -exclamó la joven echándose en el sofá- se han equivocado ustedes; y este hombre, este petardista, este supuesto grande, este insidioso seductor... hace ya cuatro meses que es mi marido...

     -¡Marido de usted!

     -Con todas las ceremonias de costumbre, verificadas en el mismo oratorio de la quinta, a presencia de testigos, y bajo la autorización del cura de la capilla. ¡Ay de mí! Mi propia imaginación me ha perdido... Yo, que veía en su persona cuanto ofrece de más culto la nobleza, de más delicado la sociedad, de más pundonoroso la milicia, sólo ya contemplo en él un hombre deshonrado y ruin, abusando con estudiada blandura de una joven poco cauta y de un complaciente anciano que idolatraba en ella.

     -¡Matilde! ¡Amiga mía! No se desasosiegue usted: el mal es irremediable, y esos suspiros, ese desorden, esas lágrimas no harán más que desazonarla a usted y desazonarnos a todos. Mis deseos serían retarlo, echarle el guante, castigar su impúdica osadía; pero el esposo de Matilde, el esposo de una joven tan linda y apreciable merece otra consideración y otros favores.

     -¡Infame...! Bien que ocupada siempre de lecturas frívolas, bien que apasionada a las fugitivas ilusiones de la juventud primera, mi corazón permanecía recto y sencillo, obediente siempre a la voz paternal, sumiso a los preceptos de la religión... ¡Ah! No siento mi deshonor, no el sacrificio de mis dichas ni el vergonzoso delito de haber cedido a una seducción que carece de disculpa, sino el fiero golpe que va a recibir ese anciano respetable, cuya carrera no ha sido más que una serie de beneficios y de virtudes.

     -¡Ah! Sí: no trataré de disimular a usted, pues sería en balde, que semejante contratiempo colmará de indignación y disgusto al indulgente don Alberto; pero me echaré a sus plantas, abrazaré sus rodillas, prometeré, si es necesario, dejar inmediatamente el servicio, y no salir de la quinta, y formar parte de la familia, a trueque de que la perdone a usted y bendiga un matrimonio indiscreto.

     -¡Hombre generoso...!

     -Y si pareciera más acertado dar al señor de Perceval un medio de volver por sí mismo y presentarse al mundo con algún prestigio, lo colocaré en mi regimiento, avivaré su estímulo, elogiaré su audacia, y a lo menos nadie podrá reconocer en el esposo de Matilde el antiguo petardista ni el infatuado tendero.

     -Y yo ¿qué haré para manifestar a usted el exaltado agradecimiento que su corazón magnánimo me inspira? ¡Ay de mí! Un medio, un solo medio me queda con que pagar tan sagrada deuda, pero costoso, sí, sumamente costoso a mi alma desde que se halla como suspensa admirando al primero de los hombres en el que locamente suponía incapaz de elevados sentimientos.

     Al decir esto quedóse en el mismo sofá apoyada en la mano la mejilla, y melancólicamente embebida en tristes cavilaciones. Contemplóla don Luis algunos instantes compadeciendo su deplorable situación, pero entrando al mismo tiempo Perceval con aire algo suspicaz y descortés, salióse del aposento temiendo no ser dueño de sí mismo al encontrarse tan de sopetón con el seductor de Matilde.

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