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Capítulo IX

Conversación sumamente original de tres gitanas

     Con la angustia que oprimía el pecho de Leonor y las ideas de claustro y de retiro que desde algunos días la ocupaban, no podía menos de causar grande impresión en ella aquel inesperado término de su solitario paseo. Figuróse que favoreciendo la Providencia sus miras, la llevaba a tan sagrado asilo como para persuadirla a que dejase el mundo, y buscase en la quietud del claustro la tranquilidad de ánimo que procurarla no pudieron la ingenuidad de su carácter ni la inocencia de su conducta. Subió pues apresuradamente los tres escalones de la capilla, y metióse en ella dando al paso limosna a unas andrajosas viejas que humildemente la pedían sentadas al mismo umbral de la puerta. Apenas se halló dentro púsose de rodillas con objeto de ofrecer al Todopoderoso el inocente sacrificio de sus propias inclinaciones; y hubiera pronunciado sin duda el terrible juramento, que para un alma cándida cual la suya fuera más que suficiente al efecto de encerrarla en un monasterio, a no haberla distraído la conversación que tenían entre tanto las tres viejas pordioseras desde la parte de afuera.

     -¿Qué es lo que dices ahora? -gritaba la una en tono de reprensión a su compañera- ¿Anduve o no anduve acertada en mi pronóstico? Vaya, habla, mujer: veamos si aún te atreves a compararme con ese sucio pingajo de la tía Carátula en lo que atañe a las cosas de mi arte.

     -Digo -respondió la otra con voz destemplada y cascarrona- que no andas fuera de tino por lo que respecta a esta pobre niña que tan devotamente se ha entrado en la iglesia; mas no por esto dejo de tener muchísima fe en los vaticinios de la tía Carátula y en sus diabólicos conjuros.

     -¡Pues malditas seáis las dos! ¿Qué ha hecho hasta el día de hoy para cobrar ese crédito?

     -¿Qué ha hecho, hermana? -observó la vieja que aún no había tomado cartas en la conversación- Ahí es una friolera; yo misma presencié como anunciaba al mercader de Motril que si seguía andando por la falda de la sierra le saldrían ladrones antes que llegase a la venta. Ella fue la que previno al cosechero de Málaga sobre la recia tormenta que le arrancaría de cuajo las cepas de sus dilatadas vides, y la que prometió pingüe capellanía a don Silvestre cuando no era más que simple sacristán de monjas. Ahora, si estas y otras muchas cosas no dan a la tía Carátula un razonable crédito entre las más ladinas gitanas del contorno, dígote Marta, que alcanzo poco de achaque de hechicerías.

     -Y tan poco -repuso Marta- que un aprendiz de saludador sería muy suficiente para hacerte perder el juicio. Ven acá, desmemoriada: ¿quién disimuló tus canas, suavizó tus arrugas y dio al incómodo chillido de tu voz un metal apacible y sonoro, si no esa misma pecadora que te está hablando? Pues ¿no te acuerdas ya de cuando quisiste pasar por moza, y alucinar con el blando meneo de tu cuerpo al rico tabernero que vino para recuperar la salud hará cosa de seis años? No niego algún tanto de manejo a la Carátula; pero hoy mismo se cumpla el plazo de que me lleven los diablos si no me atreviese a sonrojarla a sus mismas barbas.

     -Mucho decir es ese, Marta, puesto que para afrentar y provocar a la Carátula se necesita un corazón lleno de cerdas.

     -Como no tuviera yo aliento para empresas de más sustancia, maldito si me valía tres ducados al año este peligroso oficio. A la media noche quisiera yo ver a la tía esa corriendo los campos como yo en tiempos que cuelgan a algún malhechor para sacarle los dientes y arrancarle los cabellos. Porque has de saber, boba, que la que logra quedarse con tales ingredientes antes que penda el cadáver veinticuatro horas en la horca, no hay para qué recele que desligue alma viviente sus venenosos maleficios.

     -¡Oiga...! he aquí porque te saliste aquella noche del pajar sin embargo de la bárbara tormenta que corría.

     -Mucho; y si te confiase la que armé no pondrías en duda cuanto te llevo indicado acerca de los señores de la quinta.

     -Paréceme que empiezo a columbrar lo mucho que vales, y digo que la tía Carátula debía tenerse por muy dichosa de barrer con la lengua el polvo de tus abarcas. Pero cuéntame por tu vida ese extraño maleficio, que no podrá menos de darnos lección y entretenimiento.

     -El caso es que lavando, hace ya muchos meses, en el Torrente del Avestruz en días que pasaba muy rápido, asomó a deshora por el lado opuesto un caballero tan galán y airoso, que se atrajo al momento mi atención, haciendo nacer en mi pecho el desesperado deseo de remozarme, peinar rizados bucles en vez de ásperas canas, y seducir todavía con mi juvenil donaire en lugar de haber de arrastrarme apoyado el corvo cuerpo en ese robusto báculo.

     -¿Y lo lograste, comadre?

     -No, simple: no hay arte para tanto, en razón a que está el mulo muy cascado y hediondo; pero juré a lo menos en lo interior de mi ánima servir con todos mis alcances a tan cumplido y elegante mozo. Pues señor; con un secreto conjuro que pronuncié allí mismo obliguéle a entrar en conversación conmigo, y preguntóme con mucho halago si dirigirle sabría al vado por donde más en breve llegase a casa de don Alberto. Por supuesto que me ofrecí con apacible talante a su servicio; y como a nosotras nada se nos oculta, a pocas vueltas vine en conocimiento de como andaba perdido de amores por esa estirada rapaza que llegó de luengas tierras.

     -Por Matilde dirás, buena Marta.

     -Por Matilde, y tú has de ver con el tiempo como todo se hace público.

     -Pues proseguid, hermana, que se nos cae la baba de escucharos: quiera Dios haya pronto buena boda y buen entierro, y podamos pillar razonable limosna, o por lo menos sabrosa y abundante merienda.

     -Cachaza, Úrsula, que ni la boda ha de faltar, ni a su tiempo tal difunto, que en tropel acuda a las honras cuanta gente pordiosea desde Motril a Granada.

     -Huelgo de saberlo; pero veamos en qué paró lo del gallardo mozalbete.

     -A eso voy, curiosa hembra. Al advertirlo pues tan perdidamente flechado, me le ofrecí para enterarle de los pormenores de la casa y ponerle como un guante el rabioso can de la vieja Margarita; y como se precia de liberal en extremo, regalóme veinte reales con los que me equipé de aquel jubón que llevaba de plañidera en las honras del alcalde de Almuñécar, y compré unos alicates, cuatro cabos de vela, y el farol que me servía para salir del pajar tan a deshora. Todo mi afán era que hubiese ahorcado por la cercanías, a fin de preparar mis conjuros. Favorecióme la suerte con haber echado la garra la señora justicia al intrépido Talega, ladrón el más bellaco y cruel de esta comarca. Ni a nosotras perdonaba el muy infame, siete veces azotado; pues que no pudiendo robarnos, nos insultaba y escarnecía por esos caminos reales. Colgáronle en fin para escarmiento de pícaros, y en cuanto dio la media noche miré si estabais durmiendo, y abrí la puerta quedito, y eché unas yescas y encendí el farol, y... pero ¡ay hermanas!... que estaba la noche como garganta de lobo en punto a lóbrega y borrascosa, y a cada paso me parecía tropezar con un hoyo, no que con un barranco, tal vez contra una fantasma que me iban a causar la mutilación o la muerte. La negra honrilla y el deseo de hacer bien me sostuvieron en tan apurado trance, de suerte que no volví pie atrás, antes con no visto denuedo enderecé mis pasos hacia el apartado sitio donde bamboleaba colgado de alta horca el inmundo cadáver de Talega. Viendo, sin embargo, al levantar la luz para tomarle el alcance su rostro desencajado y lívido, el hediondo gesto y la asperísima cabellera, me cogió una alferecía, y empecé a dar diente con diente cual si fuese llegada mi última hora.

     -¡Qué horror! -exclamaron a un tiempo las dos viejas arrimándose mucho a la supersticiosa gitana.

     -Pues no fue esto lo más terrible, comadres, sino que me pareció como si aquel sucio espantajo abriese los ojos para mirarme, menease los labios para reprenderme, levantase los brazos para herirme, y...

     -¿Y no echaste a correr?

     -¿Qué es correr? Allí me mantuve más arraigada que la Giralda de Sevilla, hasta que recobrando la serenidad y hostigada por el cebo de la maldita ganancia, arrojéme furiosa al cadáver fétido, y cual si luchase con él a puros bocados le desgarré los vestidos, y arranquéle los dientes y los cabellos, y un pedazo de la pringada soga con que le apretaron los verdugos el gaznate por hombre sin ley, codiciador de ajenas bolsas y vidas. Confieso que en medio de esta operación infernal salió de entre los árboles un tristísimo suspiro, y arrojaron las nubes tan inesperado trueno, que a pesar de toda mi audacia y sangre fría deslicéme bonitamente por las estiradas piernas del ahorcado, y en cuanto puse la punta de los pies en la tierra empecé a correr de tal modo que no me alcanzara el más ágil podenco de todo el reino.

     -¿Y suspiró en efecto?

     -No sé que decirte, Brígida; pero paréceme que se resintió de veras de la violencia con que yo le arrancaba la recia dentadura.

     -Te aseguro que sólo de oírte, ¡oh Marta!, se me ponen los pelos de punta; mal año para la tía Carátula y aún para su maestra la bellaca Celestina, la propia que pasearon en triunfo por las calles de Granada, en orden a llevar a debido efecto una acción que se ha considerado siempre como el último esfuerzo de la gitanesca brujería. Ahora bien: doy por supuesto que cargaste con las apestadas reliquias de Talega, y las escondiste en el pajar y armaste a deshora un bárbaro maleficio; ¿cuál fue el éxito de tan espinoso trabajo?

     -El que debía esperarse. Poco me curaba de saber ya lo que pasaba en la quinta, harto segura de lo infalible de mi medicina: sólo de cuando en cuando asomaba por allí para recibir albricias del caballero, contar a la dama mil lindezas y liberalidades suyas, y persuadir a Margarita que en él les guardaba el cielo un fecundísimo tesoro. Todo iba, como digo, a las mil maravillas, cuando una noche al recogerme, como tenemos de costumbre, en el pajar, acerté a pasar por enfrente de esta misma capilla y parecióme vislumbrar alguna luz por las sutiles rendijas de la puerta. Subo de un brinco esos toscos escalones, póngome en acecho, y descubro por el hueco de la cerradura a la señorita Matilde que con lento y atentado paso se dirigía al presbiterio. Aguardábanla allí el sacristán y el cura, mientras el amable caballero del torrente le daba la mano, la animaba, la arrullaba, la persuadía, hasta llevarla a las mismas plantas del sacerdote donde recibieron entrambos la bendición nupcial. ¡Oh! y cómo aplaudí entonces mi esfuerzo y el recóndito secreto del maleficio. Bien se me alcanzó que la cosa iba de oculto, por lo que no falté al día siguiente a la quinta para felicitar secretamente al caballero. Suspenso se quedó de tal noticia; y tanto para que callase como para remunerar mis servicios, regalóme espléndido, y aún me prometió otras holganzas si continuaba en ser discreta.

     -¡Vaya con la señora Marta! ¡Y qué mina hallasteis tan inesperada y fecunda!

     -Pues oiga, hermana, mi buen trabajo me cuesta: tome el farol y pruébelo, a ver si no le flaquean las piernas cuando perciba a lo lejos y en medio de las tinieblas nocturnas la mala peste que arrojan de sí los ahorcados.

     -Digo -replicó Brígida- que la señora Marta tiene razón en cuanto a que su hacienda es fruto legítimo de sus sudores; mas no por eso debía dejar de hacernos merced, siquiera de una saya de bayeta, o alguna manta verde en que abrigarnos cuando repita la estación sus inclemencias.

     -No procedí yo de esta suerte cuando me deparó la fortuna un protector de tanto aquel como el contrabandista Becerra.

     -Pues montas -insistió la Brígida- que nos has de regalar, comadre, o de lo contrario ya puedes echar a mi lengua cien candados. ¡Bonita soy yo para dejar de cumplir con mis deberes de cristiana, y aguantar tales embelecos contra un señor tan caritativo como el amo de la quinta!

     No haya más, comadres, que yo prometo agasajaros con dos onzas del tabaco que le robé tiempo atrás a Fray Ambrosio, el limosnero capuchino que suele recorrer esos pueblos tan provisto de santas amonestaciones para los adultos, de consejos para los ancianos, y de estampitas para los niños. Al canto su par de medias azules bien remendadas y limpias; y si no me muestro más garbosa, atribuidlo a que ese pendón de mi hija me roba cuanto me encuentra.

     -Basta con lo dicho, Marta; y si otra vez te regalasen los novios, no andarás tan escasa con tus amigas.

     -Por supuesto: así se me presentara ocasión de hacerles merced como aquella en que cierta hembra de mi rancho previno, según supe después, al perfumado señorito, que en la feria de ahí de Alama estaban alborotadas las gentes hasta haber insultado al mismo don Alberto. Todavía el otro no se había presentado en la quinta, pero iba a caza de ocasión propicia para ello; y asiendo de los cabellos la que se le anunciaba, corrió a la feria, y sacó la cara por el viejo, y gritó más que nadie, y todos se le pusieron tamañitos, de modo que se granjeó el agradecimiento de don Alberto y la admiración de toda su familia.

     -Pues no dejaría de untarle las manos por tan señalado favor.

     -Pero era la hija del torero Malamuerte, y por consiguiente como si lo hubiese tomado el mismo diablo.

     -¡El diantre de la rapaza! Porque se ve con un palmito de cara y más erguida que un ciprés, no piensa más que en pulirse y repulirse, concurrir a las ferias, bailar el zorongo, repiquetear la cachucha, y consultar el aliño de su preciada personita con todos los arroyuelos de la comarca.

     -He aquí porqué le deseo el mismo fin que a la orgullosa Matilde, así como mucho amor y muchísima buenandanza a la angelical doncella que está orando en la capilla.

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