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Las sorpresas del Goncourt

(Segunda parte)

Ricardo Gullón





Con el Goncourt todo es posible. Incluso que resulte premiado un escritor «puro». Decíamos ayer (ayer hizo un año) que los premios literarios están sujetos al mismo ritmo de azares e imponderables que la ruleta o el «treinta y cuarenta». Puede la bolita favorecer a una dama de equívoca conducta como a un honesto padre de familia numerosa. Así, ahora, el premio Goncourt 1951 le fue atribuido a quien mejor lo merecía: a Julián Gracq, por la novela titulada Le rivage des Syrtes.

¿No es esto una sorpresa? Para mí lo es, pues si la virtud, según dicen, resulta siempre recompensada, en los certámenes literarios los mejores se ven a menudo preteridos. (Claro, se dirá, que en letras y artes no es posible identificar a los mejores con los más virtuosos.) Esta vez, además, se da la circunstancia insólita de haber sido premiado un escritor resueltamente adverso a los premios literarios, contra los cuales escribió el pasado año una feroz requisitoria. Gracq advirtió de antemano que renunciaría al premio si se lo concedían, y así lo ha hecho, negándose a participar en los tumultos, exhibiciones y festivales posteriores al lauro. El Jurado, informado de la actitud del novelista, consideró que nadie, ni siquiera el autor de la obra, podía impedirle declarar que Le rivage des Syrtes era la mejor novela del año, y lo declaró por mayoría de votos, (¡Bravo por los académicos de chez Drouant!)

La novela de Gracq es una deliciosa narración escrita con lenguaje admirable, suntuoso y preciso. Está impregnada de finísimas auras imaginativas, y, si por su tono y su cadencia parece una narración prerromántica, en su nitidez revela lo que se llama un espíritu de estirpe clásica. Espléndido testimonio de cómo las supuestas oposiciones no son sino facetas de un alma cuyo signo, como la de todos los grandes, es la diversidad.

Le rivage des Syrtes, principal escenario de la novela, es el punto en donde vive sus sueños el joven Aldo, destinado en un destacamento naval de la señoría de Orsenna, país que desde siglos antes se encuentra en estado de guerra con la nación situada al otro lado del mar: el Farghestan. La tierra enemiga, misteriosa y cercana, atrae la curiosidad de Aldo; en su corazón, curiosidad y amor se mezclan apasionadamente. Y la guerra, dormida hasta entonces, renace de la curiosidad, del miedo, de la ambición...

Relato magistralmente orquestado, de técnica perfecta, que en las descripciones recuerda alguna vez al Valle-Inclán de las Sonatas. Y también novela de sugerencias, cuajada de puntos secretos y significantes, que abren caminos a la reflexión y al ensueño. La mezcla de realidad y poesía, de invención y observación, da a la obra de Gracq un carácter peculiar que la separa y distingue de las construidas con arreglo a los patrones del día. El autor ha pasado por el surrealismo, y de él y de los grandes románticos alemanes aprendió el arte de transportar la realidad a climas de alta tensión lírica.

Y es curioso, sí, en verdad sorprendente, que los Goncourt hayan elegido tal escritor y tal libro. No se trata de literatura comprometida, ni tremendista, ni siquiera delicadamente pornográfica. No tiene las cualidades que suelen atraer al gran público: es límpido, profundo y secreto. Ni facilidades ni halagos. Tan sólo una vigorosa corriente de poesía y una intensa vibración de humanidad y de sentimiento. Julien Gracq es, simplemente, un gran escritor.





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