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"Las últimas lunas", lúcida, tierna, amarga, irónica reflexión sobre la vejez

Juan Ignacio García Garzón





En el último capítulo de su libro de memorias El tiempo amarillo, de inminente aparición, habla Fernando Fernán-Gómez de la vejez y reproduce un poema de juventud en el que escribe que «los viejos nacen viejos de repente / (...) Nadie ha visto antes a este viejo, / cuando aún no lo era». El protagonista de Las últimas lunas reflexiona de modo parecido y afirma haber tenido conciencia cierta de su envejecimiento al hacerse transparente a los ojos de los demás, cuando hombres y mujeres han dejado de mirar al hombre que antes era y no ven al anciano que hoy es, como si no existiera. Furio Bordon, galardonado autor italiano, ha escrito una obra sobre la vejez no a la manera trágica y furiosa de Shakespeare en El rey Lear, sino transida de serena ironía, de lúcida amargura, de tierna y culta resignación tiznada de sarcasmo. Marcello Mastroianni la representó durante dos años y obtuvo los máximos premios teatrales italianos, fue su despedida de los escenarios. En España la protagoniza un espléndido Juan Luis Galiardo, matizado y sabio.

Un viejo profesor, en esa frontera incierta de la edad aún no arrasada por la senectud, espera en su cuarto -que antes había sido de su nieto- la llegada de su hijo que lo llevará a una residencia de la tercera edad; se conserva razonablemente bien, tanto de mente como de salud, aunque admite que lo mejor que puede hacer es retirarse y dejar su habitación para que la familia de su hijo no tenga necesidad de mudarse a un piso más grande. Está, como él dice, entre Bach, cuya música escucha, y el Pato Donald, cuyas historietas le prestan sus nietos y que, junto a otros personajes de Disney, le contemplan desde el arrasado papel de las paredes de la habitación

Mientras aguarda, habla con su esposa, muerta aún joven, un espíritu idealizado, estilizado, ante el que repasa acontecimientos y achaques; una especie de monólogo desdoblado, eficaz recurso teatral que permite a Bordon una dialéctica entre el tiempo presente y el pasado de la que resulta una reflexión sobre la vejez tan descarnada como rezumante de lirismo, tan alejada de la sensiblería como sensible, tan terrible como bella. Palpitante de vida al filo de las últimas lunas.

Al primer actor redondo, de casi una hora, se agrada un segundo, una coda final sobreañadida, en la que el anciano, tiempo después y ya en la residencia, se refugia en un sótano para regar una minúscula mata de albahaca ante la que desovilla sus reflexiones, no sin antes ahuyentar el recuerdo de su esposa, porque no quiere hacerla compartir una situación sórdida y triste (por cierto, que aquí tal vez se hayan exagerado los tonos lúgubres de la escenografía, presentando un asilo de ancianos en clave casi de miseria dickensiana, lo que quizás podría haberse resuelto menos tremendamente con técnicas de iluminación, mejor sugeridoras de los paisajes vitales del protagonista). Es ésta una parte que debilita la perfección de la anterior al volver a campo antes trillado.

La dirección de José Luis García Sánchez, habitualmente volcado en el cine -no sé si antes había dirigido o no teatro-, es magistralmente sobria, exacta. Y la interpretación de Galiardo, ya lo he anticipado, un verdadero recital, una lección de interpretación. Carmen Elías, bellísima y justa, le da brillante réplica.





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