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Indice

Latín y vulgar. Ideas sobre la lengua en la Castilla del siglo XV

Luis Fernández Gallardo

Puntos de vista sobre el latín

Entre elocuencia e identidad estamental

Cabe atribuir a Alonso de Cartagena (1385-1456) la primera valoración coherente y fundada en España de las realizaciones humanísticas italianas. Su primer contacto con ellas tuvo lugar en Portugal, a lo largo de las sucesivas misiones diplomáticas que desempeñó en la corte lusa entre 1421 y 1426. Si desde el punto de vista político tales embajadas no fueron especialmente brillantes, desde el cultural y literario se pueden calificar de decisivas: en ellas tuvo el humanismo castellano uno de sus impulsos más importantes. Desde una profunda vocación por el estudio, que se volcaría hacia una rigurosa formación jurídica y escolástica, el entonces deán compostelano aprovechó los amplios espacios de ocio que el lento trámite diplomático deparaba para trabar conocimiento con los hombres de letras lusos. Con orgullo no disimulado, referiría años más tarde el prestigio que de sus prendas intelectuales se difundió en los cenáculos intelectuales lusos1. La evocación de sus experiencias durante su embajada en Portugal deja entrever coloquios, tertulias, en las que junto a la discusión sobre determinados temas, inevitablemente las respectivas excelencias patrias, conforme a los hábitos universitarios de la época, en que la disputatio desempeñaba un papel clave, tenía lugar, asimismo, el intercambio de libros2. Tal es el contexto en que el embajador castellano tuvo conocimiento de la labor traductora de Leonardo Bruni, de sus versiones latinas de los discursos de Esquines y Demóstenes y del opúsculo de San Basilio en que se exhorta al estudio de los autores antiguos. Así, se le revelaba una de las facetas más señaladas del quehacer humanístico, la recuperación del legado literario griego por medio de cuidadas traducciones al latín. Junto con las realizaciones del humanismo, sus textos, don Alonso trababa conocimiento con sus valores. Quien le mostró los libros mencionados, era «ex illis quidam, qui eloquentiae operam dederant», esto es, uno de los valedores de la renovación del saber a través de la depuración del latín, de la recuperación de su prístina cualidad elocuente, que se identificaba con el latín clásico.

Precisamente, la posición de Alonso de Cartagena ante el humanismo se definirá en primer lugar frente a las repercusiones de orden epistémico del programa humanístico. Y es que, junto a la ponderación entusiasta de las perspectivas abiertas por el estudio del griego, representado por los trabajos de Bruni, mostraría su disconformidad con la idea central sobre la que descansaba el quehacer humanístico: el fundamento de toda cultura reside en las artes del lenguaje, esto es, la elocuencia, que es la base del saber. En tales términos se cifra su primera valoración de los logros humanistas, realizada desde una disposición admirativa hacia las aportaciones del humanismo en el ámbito de los estudios griegos, pero, a su vez, desde la consecuente asunción de los supuestos epistémicos escolásticos.

En su Memoriale virtutum, obra redactada en el curso de dicha misión diplomática, en torno a 1425, se incluyen unas reflexiones sobre el estilo que adquieren pleno sentido en el marco de la discusión en torno al primado de elocuencia propuesto por los humanistas -posición que cabe suponer ardientemente defendida por quien mostrara a don Alonso las traducciones de Bruni. Como si quisiera curarse en salud y prevenir la censura de los cultores lusos de la elocuencia, declara la llaneza de su latín, en oposición a la elevación retórica; mas no se trata del sólito recurso a la falsa modestia, sino de la justificación de un registro idiomático adecuado a una finalidad docente3. Acaso con la expresión «verbis utilibus» estuviera defendiendo la propiedad de los abundantes grecismos que tomados de las fuentes utilizadas salpican el latín del Memoriale, en tanto que «altum modum loquendi» apuntaría a la depuración del léxico conforme al modelo ciceroniano. El contenido y naturaleza del Memoriale, un compendio de la doctrina ética aristotélica, le ofrecía una ocasión idónea para deslindar los ámbitos de la elocuencia y la ciencia. Con respecto a la moral se distingue entre acción y reflexión, entre la exhortación al cultivo de la virtud y entre la indagación de su naturaleza; a aquella correspondería la elocuencia, a esta la ciencia. Puesto que la finalidad del Memoriale no es incitar a la virtud, sino investigar su naturaleza, no procedería el recurso a la elocuencia, pues no se trataba de persuadir sino de alcanzar sólidas conclusiones4. Así, pues, el más temprano testimonio castellano de estimación de la cualidad elocuente del latín constituye una tácita requisitoria del supuesto fundamental de la actividad de los humanistas.

En el fondo de la argumentación de don Alonso se sitúa una concepción de la lengua latina totalmente distinta a la mantenida por los humanistas italianos. Para estos el latín que había servido de vehículo del saber medieval constituía la degeneración de una lengua en la que se había expresado una cultura que representó una de las cimas de la creación humana. Precisamente Leonardo Bruni, cuyas traducciones del griego revelaron a Alonso de Cartagena las perspectivas abiertas por el saber humanístico, había consignado a comienzos de siglo (1401) una de las más vigorosas afirmaciones de la concepción de la elocuencia como fundamento de la cultura, al poner en boca de Niccolò Niccoli una demoledora crítica de la postración de las distintas ramas del saber (filosofía, dialéctica, gramática, retórica) debida a la corrupción de la lengua latina5. Así, los grecismos que proliferaban en las versiones latinas tradicionales de Aristóteles y que constituirían el vocabulario técnico de los escolásticos son calificados de «verba aspera, inepta, dissona» (p. 56). Y es que para Bruni, como para aquellos humanistas más clasicistas, la lengua latina alcanzó su perfección en la época clásica; el latín de Cicerón se erige en modelo, en norma única a la que se ha de adecuar todo tipo de expresión, incluida la actividad científica, dado que saber y elocuencia son inseparables.

Por el contrario, para Alonso de Cartagena el latín -como toda lengua- es ante todo un instrumento de comunicación profundamente enraizado en la vida social. En el escrito polémico contra Bruni, precisaría las ideas y planteamientos que aparecen esbozados en el Memoriale virtutum. La discusión sobre la idoneidad de la versión tradicional de la Ética de Aristóteles se centra en el nivel léxico. Frente al rechazo sistemático por parte de Bruni de los neologismos introducidos por el «vetus interpres», que sustituiría por términos o perífrasis ajustados al modelo ciceroniano, el castellano afirmará la licitud del calco neológico, mostrando el absurdo a que conduciría un extremado purismo, pues en buena lógica, habría que proscribir vocablos imprescindibles como «grammatica», «logica», «rhetorica», «philosophia», «theologia»6. Y es que una lengua es un organismo vivo que evoluciona al compás de las transformaciones de la sociedad; esto es especialmente patente en lo relativo al vocabulario. De ahí que lejos de inmovilizarse en una norma inalterable, el latín muestre una flexibilidad que le permite satisfacer las necesidades de sus usuarios y, por tanto, incorporar voces de otras lenguas. Esa capacidad para dar respuesta a las demandas de la sociedad constituye una dimensión de la lengua de la que Alonso de Cartagena revela una aguda conciencia.

Ello le permite valorar las variantes del latín, que para Bruni solo presentan una consideración estética, como modalidades7 que desempeñan una determinada función. Así, identifica la elocuencia reivindicada por los humanistas como presupuesto de todo saber con la retórica, lo que le permite delimitar con precisión su ámbito de acción. A este respecto, el prólogo a su traducción de la Retórica de Cicerón contiene unas significativas precisiones que adquieren cabal sentido en el marco de las discusiones con los valedores lusos de la elocuencia, del humanismo. A una concepción estrechamente formalista de la elocuencia, atenta a la exornación de la lengua, añade don Alonso la doctrina tradicional, que define la retórica por su finalidad persuasiva en el marco de la actividad judicial8. La genuina naturaleza de la retórica no consistiría tanto en su función ornamental cuanto en la persuasiva. La limitación de la elocuencia a su cometido suasorio va a constituir el argumento clave que Alonso de Cartagena utilizaría en el debate con los hombres de letras portugueses. Las pretensiones de los valedores de la elocuencia a una suerte de hegemonía epistémica, a la subordinación de la expresión del discurso científico a las exigencias retóricas, quedaban, de este modo, confutadas, con lo que carecía de fundamento la crítica de la calidad estética del latín escolástico.

En efecto, las consecuencias de la exacta delimitación de la función de la elocuencia hallarían pleno desarrollo en el opúsculo polémico contra Bruni, donde se da un paso adelante en la línea argumental esbozada en el prólogo a la versión de la Rhetórica de Cicerón. Ahora, la discusión se centra en la idoneidad de la versión tradicional de la Ética de Aristóteles. Los argumentos demoledores de Bruni van a recibir una fundada y rigurosa crítica; Alonso de Cartagena parte de la consideración de la naturaleza lingüística del discurso científico, al que compete el rigor expositivo y no la elegancia, que, por otra parte, puede conducir al error9. Así, pues, lo que desde la perspectiva estrictamente estética de los humanistas se consideraba expresión de una latinidad degenerada no era, desde una rigurosa concepción de la naturaleza de la retórica, sino una modalidad adaptada a las necesidades de la expresión del saber científico. Lo que Bruni denunciara como inepcia del «vetus interpres», como deturpación de la pureza original del latín, no era sino la respuesta de una lengua viva a los desafíos de la sociedad a la que servía de medio de comunicación. La creación neológica, el préstamo léxico del griego, vendría a satisfacer la necesidad de designar nuevos ámbitos de realidad -en el caso que le ocupaba, el entramado conceptual de la doctrina ética aristotélica. Frente a una visión estática de la lengua, inmovilizada en una modalidad que, en virtud de sus cualidades elocuentes y el prestigio de sus más conspicuos representantes, se erige en norma absoluta, Alonso de Cartagena sugiere una concepción dinámica: el latín ha de adaptarse a las necesidades designativas de sus usuarios y por muy copiosa que fuera la lengua de Cicerón se imponía forjar nuevos vocablos que expresaran idóneamente las nuevas realidades.

En ese aguda conciencia de la adecuación de las diversas modalidades de la lengua a la finalidad comunicativa -rigurosamente argumentada en lo que respecta a la ciencia y a la elocuencia- tal vez se sitúe una raíz ética y social. En efecto, Aristóteles había definido una serie de virtudes en cuya práctica estaba implicado el uso del lenguaje: amabilidad, sinceridad y agudeza. Como buen conocedor de la doctrina aristotélica no se le podían escapar a don Alonso las distintas perspectivas morales que planteaba el uso de la palabra. La virtud denominada eutrapelia presentaba ya en Aristóteles una acusada dimensión social que el glosador castellano adaptaría a la realidad de su tiempo. En efecto, para el Estagirita esta virtud venía a representar algo así como una forma de excelencia en las relaciones de la buena sociedad, que permitía diferenciar al «hombre distinguido y libre» del «servil», al «hombre educado» del «que no tiene educación»10. Don Alonso actualizará la inoperante oposición siervos-libres proponiendo un tipo de hombre selecto que se identifica con el cortesano11. Los términos que definen el perfil de esos «curiales» que se proponen como modelo humano de la virtud mencionada apuntan al tipo social que adquiriría pleno desarrollo en la centuria siguiente12: «docti», «discrete» y, sobre todo, el término «graciosus», con que se identifica al «eutrapellus». Así, pues, para Alonso de Cartagena, la lengua presenta unas variedades que se corresponden con las diferencias sociales de clase y estamento. Al curial pertenece una modalidad idiomática que lo distingue del siervo -esto es, de quien se ocupa en menesteres serviles. Es de notar cómo el letrado castellano se revela deudor de los valores sociales caballerescos, aunque modifica la usual oposición entre cortesano y aldeano13, ampliando el segundo término para incluir el estado llano en general. La intensa inspiración aristotélica del pensamiento de don Alonso condicionó, por tanto, una concepción del lenguaje muy sensible a la adecuación a la realidad social14.

Ahora bien, una cosa son las variedades sociales de una lengua y otra las variedades en función de la situación comunicativa -que es el ámbito en el que se sitúa el planteamiento del letrado castellano en la discusión sobre la elocuencia de la lengua latina. Mas para este ambas confluyen dada su concepción estamental del saber -téngase en cuenta que la elocuencia es considerada desde el punto de vista de su idoneidad para la expresión del discurso científico. En efecto, en el prólogo a su versión de De senectute, incluyó una digresión acerca de la naturaleza estamental del saber: al hilo del tópico aristotélico sobre la vocación cognoscitiva del hombre, se ve precisado, de modo harto significativo, a limitar el alcance de la invitación al saber implícita en el «locus» aristotélico, mostrando -y ahí se revela inequívocamente el celo corporativista del letrado- los peligros que se derivarían de la dedicación universal al estudio15. El saber, pues, constituye la actividad específica de un estamento social: los letrados.

De este modo, se va perfilando una concepción del latín escolástico -pues este era, a fin de cuentas, el que vindicaba don Alonso frente a Bruni-, como sociolecto, como modalidad idiomática estamental, que a más de servir a una determinada finalidad comunicativa, la expresión del saber científico, contribuía, asimismo, a reforzar la identidad social de los letrados, en la medida en que su dominio les garantizaba el monopolio del saber formalizado sobre el paradigma escolástico16. Y es precisamente este sentimiento corporativista, de identidad estamental, el que está en la base de la vindicación del latín escolástico que ante los hombres de letras lusos y ante Bruni hiciera Alonso de Cartagena. Aun cuando sus ideas al respecto evolucionarían con los años, al compás de su relación cada vez más intensa con los humanistas italianos, desde el neto exclusivismo de sus primeras declaraciones hasta el reconocimiento de la pertinencia de la elocuencia en el discurso científico17, no dejaría de mantener una actitud corporativista en su concepción del latín. Son sumamente reveladoras las observaciones que incluyó en su Duodenarium para justificar el uso de la lengua del Lacio para responder a las cuestiones planteadas por su dilecto amigo Fernán Pérez de Guzmán. Si el castellano es la lengua propia del estamento caballeresco, el latín lo es del orden eclesiástico18. Ahora bien, no se trata solo de mera correspondencia estamental, pues la puntualización añadida apunta a la transmisión del saber, esto es, a una función comunicativa específica. Con la expresión «scolasticis viris», Alonso de Cartagena se estaba refiriendo a los cultores del estudio y el saber. Aunque -como se verá más abajo- el adjetivo «scolasticus» es utilizado en esta misma obra en un contexto en el que se asocia a la expresión «studia humanitatis», es probable que en el caso que nos ocupa designara únicamente a los universitarios, a los profesionales del saber. Mas lo decisivo viene a ser la precisión que sigue, la subordinación a la doctrina de la Santa Sede. Es entonces cuando se revela la genuina naturaleza de la concepción del latín como lengua de cultura que sostiene el prelado burgalés. Ciertamente, la situación -no hay que perder de vista que el Duodenarium es una obra didáctica dirigida a un laico- determinaba una tesitura magistral, por lo que habrá que suponer que acentuaba las cautelas acerca de la idoneidad del saber difundido fuera de los círculos académicos y profesionales. Aun así, se perfila una idea del saber sobre el que impera el control de la Iglesia19. El latín no es solo ámbito de comunicación del conocimiento, sino garantía de la comunidad de creencias sobre que reposa la ortodoxia.

De este modo, se precisa el carácter que asumiera la defensa del latín escolástico frente a la vindicación de la elocuencia por parte de los letrados lusos y frente a las críticas de Bruni. La denostada jerga escolástica constituiría el vehículo de expresión de un saber sancionado por la Iglesia.

«An latina lingua Romanorum esset peculiare idioma»

En la reflexión castellana sobre el latín estuvo presente, asimismo, la perspectiva diacrónica. La célebre polémica originada en la discusión que tuvo lugar en 1435, en la antecámara de Eugenio IV, entre Leonardo Bruni, Biondo Flavio, Antonio Loschi, Cencio Rustici, Andrea Fiocchi y Poggio Bracciolini, sobre la lengua hablada en la antigua Roma20 halló temprano eco en Castilla. Habría que precisar: no la polémica en sí, el contraste y discusión de las posiciones enfrentadas, sino solo la opinión de una de ellas. Loschi, Rustici y Bruni sostenían una radical diferencia entre la lengua del pueblo y la de oradores y poetas; por el contrario, Biondo y Poggio afirmaban que pueblo y oradores y escritores compartían la misma lengua. Polémica fecunda que contribuyó a precisar la consideración de la naturaleza del latín, de su relación con las lenguas vulgares y de las variedades sociales de la lengua, sentó las bases de uno de los tópicos fundamentales del humanismo, la cuestión de la lengua.

De nuevo Alonso de Cartagena desempeñó un papel mentor en lo que atañe a la difusión en España de algunas de las ideas enunciadas con ocasión de esta polémica. Al responder a la cuestión planteada por Pérez de Guzmán sobre el número de lenguas surgidas tras la confusión babélica21, el obispo de Burgos incluyó una rigurosa exposición sobre el lenguaje, que constituye un valioso documento sobre las ideas lingüísticas en la Castilla del siglo XV. Al tratar de la lengua original, el hebreo, y de su condición sagrada, se imponía la consideración de las otras dos lenguas en que se hizo patente la palabra de Dios, griego y latín22 y, por tanto, explicar por qué esta última no figuraba entre las 72 surgidas de la confusión babélica. La respuesta se funda en que el latín no es una lengua nacional, pues no corresponde a ningún pueblo o nación, dado su carácter artificial23. Tal afirmación no dejaba de ser una evidencia para la situación lingüística del Medievo. Don Alonso acude en apoyo de su afirmación a la tradición que identificaba latín y lengua escrita, por cuanto remontaba a unas circunstancias en que era la única que disponía de dicho canal de comunicación24. Mas la situación del latín a fines del Medievo se extiende a cualquier época, esto es, se extrapola su condición de lengua artificial a toda su historia, negándose, por tanto, el que en algún momento hubiese sido una lengua materna. Y para corroborar este extremo acude a la tesis que su amigo Bruni había sostenido en la polémica mencionada.

No deja de ser significativo el modo como el obispo burgalés presenta el planteo que hace suyo. En primer lugar, muestra hábilmente la imposibilidad, lógicamente desde la perspectiva de la realidad de su tiempo, de un acceso universal al conocimiento de la lengua latina25 -hasta aquí, su experiencia personal, el sentido común, cabría decir-, para, a continuación, como si de un silogismo bien trabado se tratara, afirmar que la lengua de Virgilio y Cicerón solo era accesible a los doctos, esto es, a quienes la habían aprendido en la escuela -y en este punto se inclina hacia la tesis de su amigo Bruni26. Muy significativamente, la afirmación de la diglosia en la antigua Roma se presenta, mediante retórica interrogación, como una evidencia impuesta por el sentido común, de modo análogo a la convicción que sus fautores italianos mostraron en la polémica27. Ahora bien, en la terminología utilizada, don Alonso revela una cierta peculiaridad con respecto a la manejada en la polémica, indicio tal vez de que refleja un estadio más arcaico -o una veta menos difundida- de la tradición relativa a la naturaleza artificial del latín28.

En la ceñida exposición de sus argumentos, el obispo de Burgos introduce un elemento de discusión que no afloraría en los textos de la polémica sino en sus últimas etapas: el paralelo con el griego moderno. Aduce su propio testimonio: pudo constatar que algunos que manejaban los textos griegos ignoraban el griego vulgar y, viceversa, quienes utilizaban este no podían entender el griego de los doctos29. La referida experiencia personal ha de remitir a su misión diplomática en Basilea. En efecto, don Alonso tuvo una destacada participación en la cuestión griega; de seguro, observaría cómo algunos de sus doctos amigos que leían a los autores griegos no podían entenderse con miembros de las legaciones griegas. Revela, por tanto, una aguda sensibilidad lingüística en la apelación a la lengua hablada, hecho tanto más notable cuanto que escaso en los debates que los humanistas italianos mantenían sobre la lengua30. Cabe plantearse la originalidad del argumento aportado: ¿responde a una reflexión propia o recoge observaciones de labios de quienes le pusieron al tanto del debate en cuestión? Y es que la situación de la lengua griega constituiría un elemento de discusión esgrimido para defender las dos tesis enfrentadas31. ¿Circularía oralmente el paralelo con la otra lengua sabia antes de que lo incluyera Guarino? El que tanto este como el prelado burgalés consignen expresamente el carácter personal de sus observaciones abona la independencia de ambos planteamientos. Desde esta perspectiva, se pone claramente de manifiesto la calidad de la argumentación de la contribución, ciertamente modesta, de Alonso de Cartagena a un importante capítulo en la historia del humanismo.

La perspectiva histórica no está ausente en sus consideraciones. Al referirse a la denominación de la lengua hablada antiguamente en Albania y parte de Italia como latina -opinión que no comparte- estaba planteando tácitamente la cuestión de marras. Mas zanja la discusión afirmando la naturaleza magistral, no natural del latín. Como si quisiera echar su cuarto a espadas en la erudita polémica, añade para corroborar su aserto las noticias que las Etymologiae ofrecían sobre los cuatro tipos de lengua latina, sin que haga precisión alguna a la segunda de las señaladas por San Isidoro, denominada, precisamente, «latina»32. Aun cuando niega tajantemente el carácter de lengua natural del latín, de la lengua de Cicerón y Virgilio, no se pronuncia sobre la continuidad de la hablada por el pueblo -no deja de ser significativo el que eluda el planteo directo de los humanistas italianos, los antiguos romanos, y se refiera a «albani et nonnulli Ytaliae populi» para quedarse, líneas más adelante, con solo los primeros. Así, se elude la cuestión del origen de las lenguas vulgares. Y es que no hay que perder de vista el carácter estrictamente erudito, humanístico, de la polémica, que solo con la intervención de Alberti se abriría a una amplia perspectiva que abarcara la consideración de la lengua vulgar33. Por otra parte, el interés del prelado burgalés se orienta hacia la neta caracterización del latín como lengua solo accesible a través de la escuela, por cuanto esta era la garantía para el monopolio que sobre su uso ejercían los letrados. Y solo desde tales premisas adquiere sentido el excurso sobre la naturaleza del latín, en el que la inclusión de la tesis de Bruni fue hábilmente utilizada -con una perspectiva social completamente distinta34- para sustentar su concepción estamental del saber.

La reflexión surgida al calor de la polémica iniciada de modo casual en la antecámara del Papa iba a hallar inesperados ecos en Castilla. La traducción del comentario de Benvenuto de Imola a la Divina comedia de Dante incluyó una versión de la epístola de Guarino de Verona a Leonello d'Este35, príncipe de Ferrara y su discípulo favorito, en que refuta ideas análogas a las de Bruni, que se hallaban extendidas en los círculos ferrareses36. El segundo testimonio castellano se inclina, pues, por la tesis contraria a la sostenida por el obispo de Burgos. Y es que venía a sustentar un planteamiento completamente distinto al de Alonso de Cartagena: la vindicación de la lengua castellana, que se incluye de modo algo extemporáneo. En efecto, tras el breve «accessus» al magno poema de Dante, el adaptador castellano se propone exponer unas nociones sobre la forma de escribir y pronunciar italiano, para una mejor comprensión por parte del lector hispano. En este punto, abruptamente, decide incluir unas observaciones sobre «nuestra lengua castellana»37. Su concepción es enteramente latinizante: el castellano no es sino un latín que ha sufrido el impacto del aporte árabe38. Por tanto, había que garantizar la introducción en España del latín genuino, no de una forma degradada como, en buena lógica, según la tesis de quienes sostenían una diglosia en la antigua Roma, habría que suponer traerían los legionarios que conquistaron y colonizaron la antigua Hispania, por lo que se imponía refutar dicha opinión. Para ello, se acoge a la aportación de Guarino a la polémica sobre la lengua hablada por los antiguos romanos. Y para evitar la errónea identificación del «latín romano» con la lengua del «vulgo romano» coetáneo suyo, introduce una precisión que anuncia elementos de la polémica que mantenían los humanistas sobre la lengua hablada en la antigua Roma: para afirmar la genuina latinidad de la lengua romana invocada, la califica de «verdadera latina literata» (p. 52). El adjetivo «literata» apunta directamente a la terminología de la polémica y, en especial, a la cabal reflexión de Guarino sobre la noción de «littera». Y al plantearse el origen de la lengua latina, el anónimo autor aborda de lleno la polémica, asumiendo la tesis de la comunidad de lengua en la antigua Roma39. En este punto, incluye una versión libre del opúsculo de Guarino.

En efecto, el anónimo traductor procede con libérrimo criterio adaptador. Así, suprime aquellos pormenores y citas que supondrían una considerable dificultad para el lector lego castellano, a la vez que incluye largas apostillas en que se ilustran determinados extremos de la epístola con ejemplos extraídos de la realidad social y lingüística castellana. Pero además, desarrolla por su cuenta y riesgo, apartándose incluso de la doctrina de Guarino, algunas ideas en un esfuerzo por comprender el panorama lingüístico de su tiempo, castellano e italiano, con el que se impone reconocerle familiarizado. Pues la traducción de la epístola no era una finalidad en sí, sino un medio para ilustrar y precisar su concepción de la lengua castellana, no dudará en glosar en la dirección que le conviniera el texto del humanista veronés.

Asimismo, la perspectiva social contemplada por el adaptador castellano difiere sustancialmente del planteo de Guarino. Para este el dominio de la «lingua grammatica», esto es, el latín, no determina una neta división social, pues distingue solo entre «eruditis», por un lado, y «rusticis operariis militibus et mulierculis», incluyendo, por tanto, en el mismo grupo a caballeros, labradores y artesanos -póngase la despectiva referencia a las mujerzuelas en el haber del lastre misógino que incluso los humanistas arrastraban-, que se oponen en bloque a los doctos, si no es que el término «eruditis» apuntara a la comunidad humanística: en tal caso se sugeriría una divisoria social tendente a afirmar el papel mentor de los humanistas40. El adaptador castellano rellena la neutra, desde el punto de vista social, referencia de Guarino a quienes se afanan en aprender la lengua de los doctos con un preciso contenido: «los grandes señores y nobles honbres» (p. 55). Ahora bien, no se está sugiriendo que estos se esforzaban en aprender latín, sino solo que se tomaban «espensas y trabajos» para que «hablasen recta mente e se guardasen de hazer herrores en su lengua» (p. 55). El posesivo desvela la clave de la estrategia argumentativa del autor del Tratado y el sentido de la inclusión de la polémica sobre la lengua hablada por los antiguos romanos. Su horizonte social es inequívocamente cortesano41; no piensa, ni mucho menos, en un programa cultural para la nobleza de sesgo latinizante, sino en la depuración del castellano y la neta diferenciación del uso cortesano respecto del rústico. La reordenación de las coordenadas sociales en que se enmarca la reflexión lingüística se observa más netamente en otro pasaje en que Guarino expone el doble concepto de «latinitas»; allí, la oposición «urbanos ac rusticos», términos que sirven para abarcan la comunidad en el uso del latín por parte de los antiguos romanos, se toma «çeuiles e nobles como rusticos»42. Lo que en Guarino era una terminología que poseía un sentido histórico concreto, adquiere un preciso contenido social en la pluma del castellano: se toma expresión de la conciencia de clase del estamento caballeresco, que afirma su identidad en el plano de la cultura.

La adaptación de la epístola al propósito y a la circunstancia lingüística del autor del Tratado lleva a este a apartarse de la doctrina de Guarino en algunos aspectos significativos. Es de destacar el sentido e importancia que adquiere la calificación de «romana» referida a la lengua latina. El uso decidido de dicho adjetivo venía condicionado por su empeño en establecer inequívocamente la naturaleza latina del castellano: al ser el término «romance» el nexo etimológico, el adjetivo «romana» venía a ser la garantía del vínculo. Para Guarino, siguiendo en este punto el esquema evolutivo de San Isidoro, «romana» designaba el tercer período de la «latina locutio»43. Muy significativamente, cuando el autor del Tratado traduce tal pasaje, evita el calificativo de romana, porque la calidad «romana» del latín no podía reducirse a un mero y transitorio período histórico, sino que definía su propia naturaleza. De ahí que al adaptar el paso en que Guarino aduce que las arengas de los jefes militares a las tropas, las alocuciones de cónsules y tribunos al pueblo y los discursos de los oradores en el foro, estaban todos ellos compuestos «latinis et romanis, idest litteralibus, verbis», funde lo que para el humanista veronés eran términos complementarios en un compacto sintagma: «lengua latina romana, digo gramática literal»44.

De modo coherente con su concepción del castellano como lengua latina, el autor del Tratado identifica la lengua italiana de su tiempo -nótese que no establece diferencia alguna en el variopinto mosaico dialectal de la Italia medieval-, con ese antiguo latín «sine ratione sine regulis»45. Tal afirmación no es gratuita; situada tras la larga apostilla con que se pretende ilustrar el doble concepto de «latinitas» mediante las diferencias en el castellano rústico y cortesano, respectivamente, constituía una tácita afirmación de la superioridad de este sobre el vulgar italiano, en la medida en que este se hallaba aún más contaminado de barbarismos. De este modo, la lección sobre el magno poema de Dante, junto con las extensas precisiones lingüísticas, adquiere el carácter de «defensa del castellano» -entiéndase, de su modalidad cortesana-, fundada en el mantenimiento más acusado de su prístina naturaleza latina.

Asimismo, cabe observar ciertas diferencias en el valor de la terminología con que se teje la trama argumentativa de ambas exposiciones. El autor castellano simplifica el sofisticado análisis gramatical de Guarino. Así, al traducir el adjetivo «grammaticam», con que Guarino, enunciando la cuestión que va a tratar, califica la lengua que hipotéticamente hablaron lo antiguos, lo glosa ofreciendo una definición que se aparta del tenor literal del texto original. Toma el término como sustantivo, para poder acomodarlo a la doctrina isidoriana46. Se constata, pues, el esfuerzo por adaptar los conceptos manejados por el humanista italiano a un horizonte intelectual accesible a un lector castellano; en esa situación, la venerable enciclopedia isidoriana ofrecía una respuesta óptima. Tal vez la inclusión de dicha glosa sea un indicio del esfuerzo del traductor por comprender el sutil y complejo análisis de la noción de «littera» y sus derivados llevado a cabo por el humanista veronés.

Ahora bien, el adaptador castellano no ignora el uso del término «grammatica» como adjetivo; diríase que lo prefiere al, en rigor etimológico, equivalente latino «litteralis»47. Es más, parece desconfiar de la plena eficacia designativa de este último, por lo que, en otro pasaje, lo refuerza pleonásticamente con su vocablo preferido48. Lo que en Guarino no era sino un uso ocasional, exigido por su probidad erudita, se toma en su traductor castellano práctica sistemática. Y es que sobre el humanista veronés pesaba tal vez en exceso el significado que había acumulado el término «grammatica» como equivalente a latín, por lo que acude al adjetivo «litteralis» para referirse a la cualidad de una lengua de ser representada por medio de la escritura49. Es posible, asimismo, que cierto purismo idiomático le moviera a decidirse resueltamente por el vocablo latino. En la preferencia del autor del Tratado por el término griego, a más de que no le fuera familiar su significado de lengua latina, hubo de influir la coherencia con la doctrina isidoriana -invocada para glosar precisamente el pasaje en que Guarino lo aduce- que establecía la dependencia etimológica entre «grammatica» y «littera»50.

Se constata, pues, la presencia en Castilla de las voces que contendieron en una polémica que, en principio limitada a los círculos y preocupaciones humanísticas, trascendió pronto el ámbito de la mera curiosidad erudita y anticuaría para incluir una amplia reflexión lingüística que proporcionaría el marco idóneo para la legitimación teórica de las lenguas y las literaturas vulgares. La breve trayectoria representada por los dos testimonios examinados reflejaría este proceso. El primero de ellos se sitúa en la esfera restricta del planteamiento eminentemente erudito -aunque no hay que perder de vista el carácter divulgador del Duodenarium, obra dedicada a un laico. La invocación de la tesis de la diglosia en la antigua Roma apuntaba a la salvaguarda del monopolio del saber que ejercían los letrados por medio de su conocimiento del latín, desde unos presupuestos y actitudes culturales netamente conservadoras51. El siguiente, refleja, por el contrario, la apertura a un planteamiento que incluye la consideración de las lenguas vernáculas. El autor del Tratado, que, puesto en el trance de traducir el comentario de la Divina Comedia, siente la necesidad de pregonar las excelencias de su lengua castellana, se servirá de la tesis opuesta a la sostenida por Alonso de Cartagena para defender el origen latino del castellano.

Sobre la lengua castellana

Orígenes e hitos

No es casual que la primera reflexión sobre la naturaleza latina del castellano se deba a Alfonso X, promotor de la empresa cultural de mayores dimensiones en la España medieval y decidido valedor del vernáculo. En ocasiones utiliza la expresión «nuestro latín» para designar inequívocamente a la lengua castellana. Ahora bien, no creemos que en tal sintagma se exprese conciencia alguna de la naturaleza latina del castellano52. Sin descartar la interpretación propuesta por Niederehe53, tal vez la clave de la intrigante expresión resida en la concepción del latín como «sermo litteralis» propia de las doctrinas lingüísticas del Medievo. En efecto, si «sermo litteralis» significa lengua latina y «litteraliter loqui», hablar latín, cabría suponer que, a la inversa, con el término latín se designara una «lengua literal», esto es, una lengua que puede ser representada sistemática y regularmente mediante letras. Y aquí entraría en consideración el ambicioso proyecto lingüístico de Alfonso X: su pretensión de hacer del castellano una lengua de cultura, que habría de desempeñar, por tanto, la función que hasta entonces le había sido encomendada al latín. El castellano no es solo mera lengua hablada, sino que aspira a su transmisión por medio de la escritura. El proyecto de difusión cultural emprendido por Alfonso X conllevaba un esfuerzo de depuración de la lengua -que se plasma en el ideal de claridad de estilo formulado en la expresión «castellano drecho»54-, que había de tener su correspondiente regularización ortográfica, lo cual iba a manifestar la idoneidad del castellano -en realidad, como cualquier otra lengua- para su representación escrita. El castellano se revelaba, pues, como «sermo litteralis»55; su aptitud para la transmisión del saber por medio de la escritura le situaba a la par que el latín56. Por tanto, «nuestro latín», más que reflejar la conciencia de la raíz o la naturaleza latina del castellano, expresaría, simplemente, la condición de lengua sometida a la regularidad fonética, por cuanto capaz de ser representada por medio de letras, condición de la posesión de una estructura susceptible de ser descrita mediante la ciencia gramatical; en definitiva, las propiedades del latín que lo facultaban para ser lengua de cultura.

Y es que la afirmación del castellano como vehículo de expresión del proyecto cultural alfonsí implicaba la delimitación de su autonomía frente al latín57. La situación sería completamente distinta dos siglos más tarde, cuando cunda la fiebre latinizante. En la forja del castellano como lengua de una literatura que pretende emular los logros de la Antigüedad la latinización será la vía que en distintos grados de aplicación -desde los excesos de Mena hasta la sabia mesura de Femando de Rojas- se seguirá. La dignificación del castellano requería la atribución de una prosapia ilustre. No es casual que sea entonces, a mediados del siglo XV, cuando surja la necesidad de mostrar la semejanza del castellano con el latín, llegándose a afirmar resueltamente la relación genética entre ambas lenguas.

El anónimo compilador de un vocabulario que se ha convenido en fechar en el segundo tercio del siglo XV58 ofrece uno de los más tempranos testimonios del reconocimiento de la latinidad del castellano. Mas precisamente por pionero, no deja de ser vacilante. Así, por un lado afirma la estrecha semejanza entre ambas lenguas para, a continuación, mostrar el origen latino del castellano, solo que limitándolo a una significativa porción de su léxico59. El inciso en que se pondera la calidad del latín, su calidad de lengua sagrada, junto con el hebreo y el griego, adquiere pleno sentido desde la perspectiva de la exaltación del castellano. Mas, por otro, la apelación al origen latino del castellano no conlleva la mimesis latinizante como medio para la depuración idiomática. Es más, llega al extremo de equiparar la adopción de vocablos latinos con la de italianos, franceses o catalanes, considerando todo ello como manifestación de la corrupción del idioma. Aun cuando el pasaje no es del todo claro, cabría entender que para el autor del Vocabulario tales préstamos léxicos constituirían un modo de barbarizar60.

Tales vacilaciones se toman resuelta afirmación en el Tratado, probablemente posterior. Ya no se trata solo de la génesis del léxico castellano, sino de la lengua en su conjunto. Sobre un sencillo razonamiento etimológico se funda la naturaleza latina del castellano: su denominación como romance, que para el anónimo autor es sinónimo de romana, por lo tanto latina61. El reconocimiento de la raíz latina viene a ser acicate para la depuración de la lengua en una dirección latinizante. Así, dado que la oposición entre las hablas cortesana y rústica viene a ilustrar los conceptos de solecismo y barbarismo, se colige que el castellano será tanto más puro cuanto menos se aparte del latín. El autor del Tratado tiene en mente ante todo el nivel léxico, el que más fácilmente le permite comparar con otras lenguas vulgares el grado de desviación respecto del latín. Y, en efecto, tras la exposición del concepto de barbarismo, incluye la referencia al cuidado que los nobles, los cortesanos, muestran por que sus hijos cultiven el hablar «puro, apartado de todo viçio»62. El nexo consecutivo «ansy» que la introduce revela la estrecha relación entre pureza y léxico.

En las dos obras anteriores la atribución del origen latino al castellano se basaba en la evidencia de la analogía observada en el vocabulario, más estrecha a juicio del autor del Tratado que en el caso italiano. Mas faltaba dotar a la inferencia meramente formal de dimensión histórica. En su De vita beata, Juan de Lucena pone en boca de Alonso de Cartagena un conato de esbozo histórico-lingüístico, en que se perfila el origen latino. Simple aplicación del esquema historiográfico de las sucesivas invasiones que se sucedieron sobre España, que preside la conciencia histórica hispana conforme a la interpretación canónica establecida por la Primera Crónica General, establece los siguientes períodos: prerromano o bárbaro, romano y posterior a la invasión musulmana63. Así, al planteo del Tratado, solo atento a la deturpación de la originaria latinidad mediante la invasión de arabismos, se añade un punto de partida: la introducción del latín en España por los romanos. El posesivo «nuestra» no expresa vindicación alguna de raíces prerromanas; ha de entenderse simplemente en el sentido de lengua hablada en «nuestro» solar hispano o castellano.

En Nebrija culmina lo que no dejaba de ser una serie progresiva de tanteos en la adscripción de la condición de latina a la lengua castellana, que se afirmaba vigorosa en el exterior como timbre de gloria, lo cual suscitó la reserva de los humanistas italianos64. El prólogo a su Gramática castellana precisa la vaga referencia -más bien sugerencia- histórica de Lucena. Conforme al esquema evolutivo que traza de las lenguas que han acompañado a imperios, el origen o niñez del castellano vienen a situarse «en el tiempo de los juezes τ reies de Castilla τ de León»65. Así, el castellano no es simplemente latín, sino una lengua con personalidad histórica propia, aunque lingüísticamente dependiente66. Ahora bien, la esencial condición de Nebrija como humanista en la más neta línea clasicista no podía por menos que manifestarse en la valoración del vulgar desde la perspectiva de sus orígenes latinos: «no es otra cosa la lengua castellana, sino latín corrompido»67. Se produce, pues, una tensión no resuelta entre el latinista que siente un instintivo desvío ante el vernáculo y el decidido valedor del castellano.

El Nebrisense mantiene la concepción del castellano como latín arabizado; mas lo que no dejaba de ser una mera constatación lexicográfica en el Tratado y en el Vocabulario se inserta ahora en el esquema evolutivo de la lengua latina, que en última instancia derivaba de las Etymologiae isidorianas68, por lo que el aporte árabe se valora explícitamente como testimonio de la degeneración de la pureza originaria del latín. La condena del arabismo69 responde a unas circunstancias históricas precisas: el proyecto de unidad nacional que alienta los esfuerzos de los Reyes Católicos en la conquista de Granada70. Aquellos hombres de letras que pusieron su pluma al servicio de la magna empresa promovida por Isabel y Femando contribuirían decisivamente a un cambio en la estimación del legado cultural árabe71, a su exclusión de la nueva identidad nacional que se estaba forjando y que en la lengua hallaría el argumento más poderoso. Ahora bien, precisamente porque en su visión del hecho lingüístico predominaba la dimensión política, Nebrija destacará en el origen del castellano no su filiación latina, sino el momento histórico en que surge: el mito fundacional, la leyenda de los jueces de Castilla72. De este modo, en vez de las raíces latinas, se invoca el prestigio de uno de los hitos de la historia de Castilla para la exaltación del castellano.

Nebrija contempla una perspectiva más amplia que sus predecesores. No se limita a fijar unos orígenes prestigiosos a la lengua encomiada, sino que, aplicando el esquema evolutivo con que mostraba la correspondencia entre el desarrollo de la lengua y la evolución del poderío político, identifica la fase de vigor y plenitud con la prosa de Alfonso el Sabio. No es casual que presidan la enumeración de las obras en que se mostró excelente el castellano las Partidas73: la justificación de la propia Gramática radicaba en la «necessidad de recibir las leies quel vencedor pone al vencido» (p. 102). De este modo, se reforzaba el argumento de la relación entre poderío político y vigor de la lengua. No es el Nebrisense el primero en vindicar la excelencia del castellano de Alfonso el Sabio. Ya el autor del Vocabulario había elogiado precisamente la prosa de las Partidas como modelo de elocuencia castellana74. No obstante, Nebrija omite el elogio del castellano de Alfonso el Sabio -que no el de su persona75-, mostrando, por el contrario, su posterior expansión. Y es que su interés se centra no tanto en la calidad elocuente de la lengua, cuanto en su dimensión política. Por otra parte, a diferencia del Vocabulario, carente de perspectiva histórica76, en la Gramática, la adopción del esquema evolutivo que permitía trazar en paralelo el destino de la lengua con el del poder político obligaba a posponer la obligada ponderación de las cualidades elocuentes del castellano a un presente que es vivido como plenitud77. Mas tal estimación no reposa sobre evidencia alguna de las realizaciones poéticas y literarias de su tiempo. Y en este punto se descubre lo que de retórica política tiene la apelación a la plenitud alcanzada por la lengua castellana: más bien referida a las inmensas posibilidades de expansión que ofrecía la política de los Reyes Católicos.

La elocuencia vulgar

La proliferación de traducciones de autores clásicos en Castilla a lo largo del siglo XV representó un poderoso acicate para la reflexión sobre las posibilidades expresivas del castellano78. Dos planteamientos opuestos venían a condicionarla. Por un lado, las obvias dificultades que planteaba la tarea de verter al romance el texto latino empujaban inevitablemente al traductor al desalentado reconocimiento de la incapacidad de la lengua vernácula para aprehender los contenidos del latín79. Por otro, el hecho de que el comitente de algunas traducciones fuese el mismo rey les confería inevitablemente una dimensión política de que se hacen eco los prólogos. La lengua oficial del reino no podía en modo alguno presentarse menesterosa de aptitudes elocuentes, lo que obligaba a argumentar las excelencias del castellano. Esta ingente actividad tiene lugar en una época caracterizada por la apertura de Castilla a la cultura italiana. El que ya se hubiera resuelto en Italia, en el marco de la reflexión humanística, el debate sobre la idoneidad del vernáculo para la transmisión del saber científico, amén de su dignidad literaria, no solo facilitaría la elaboración de argumentos para la consagración del castellano como lengua de cultura, sino que contribuiría a eliminar los recelos y escrúpulos que embargaran a los hombres de letras castellanos ante el uso del vernáculo.

Uno de los más tempranos testimonios del reconocimiento de una fisonomía propia y genuina del castellano -primer paso en la estimación de sus cualidades elocuentes- figura en el prólogo de Alonso de Cartagena a su versión de la Retórica de Cicerón. Entre las consideraciones que va engarzando para justificar su proceder en la traducción, introduce una observación de capital importancia: «como cada lengua tenga su manera de fablar»80. Ciertamente, no sería lícito ver en ella más allá de una mera observación empírica, fruto del esfuerzo continuado por verter al castellano el período ciceroniano, de la dificultad por hallar la equivalencia castellana de la estructura sintáctica latina81. Y es que era en el nivel sintáctico donde con mayor claridad se revelaba la imposibilidad de la traducción «ad verbum», opción que, en definitiva, estaba rebatiendo don Alonso. No obstante, la decidida afirmación de la especificidad elocutiva de cada lengua constituye un primer -y necesario- paso en el reconocimiento de una elocuencia propia, que, a su vez, permitirá la emancipación del vernáculo respecto de la tutela ejercida por el latín. Y, sin embargo, en el ámbito estricto de la traducción, era inevitable la constatación de la superioridad de la elocuencia latina sobre los remedos vernáculos. Aun así, Alonso de Cartagena no descargaría la culpa en la supuesta incapacidad expresiva del castellano, sino que asumiría humildemente sus limitaciones, lo que no dejaba de ser un tácito reconocimiento de la posibilidad de reproducir en lengua vernácula la «dulzura» elocutiva del latín82.

Lo que no dejaba de ser sino un acceso tangencial a la cuestión de la especificidad de los recursos expresivos de cada lengua adquirirá años más tarde un desarrollo más detenido y meditado en el Duodenarium. Como corresponde al rigor característico de su proceder intelectual, la adecuada ponderación de la obra literaria de sus amigos Pérez de Guzmán y el Marqués de Santillana exigía la previa afirmación de la legitimidad de la elocuencia vernácula. A este respecto, el prelado burgalés desciende a la arena polémica sobre la dignidad de las lenguas vulgares; refuta la opinión de quienes negaban la posibilidad de una elocuencia vernácula83. La identificación del indefinido «qui» proporcionaría la clave sobre un aspecto clave en la evolución de las ideas lingüísticas en la Castilla del Cuatrocientos: ¿se refiere a una opinión que corría en los círculos literarios castellanos o a los humanistas italianos que por aquellos años discutían sobre la dignidad de la lengua vernácula? Ciertamente, cabría suponer que tal confutación apuntaba a la lastimera, pero no menos tópica, queja sobre las limitaciones del castellano, común entre los traductores, mas don Alonso se refiere a la posibilidad de una elocuencia vernácula, no a la imitación o emulación castellana de la dicción latina. Por tanto, es lo más probable que tuviera en mente el debate que ocupaba a sus doctos amigos italianos. La amistad que le unía con Bruni hace más que verosímil que estuviera al tanto de sus opiniones sobre la definitiva consagración del toscano como lengua de cultura, que encontraran cabal expresión en su Vita di Dante84. Así, pues, se comprueba cómo en la maduración de la conciencia de la lengua castellana fue, una vez más, decisivo el influjo italiano, que proporcionó los conceptos con que se alzaría la fundamentación de su dignidad85.

Alonso de Cartagena elabora una acabada argumentación en defensa de la dignidad de las lenguas vulgares, sobre la base de un concepto de retórica que excede las meras consideraciones formales de la lengua. La afirmación que le sirve de punto de partida viene a situar en un mismo plano el latín y las lenguas vulgares: cada lengua posee su propia retórica. El paso adelante que representa tal planteo con respecto al consignado en el prólogo a su versión de la Retórica de Cicerón es probable que responda más que a un desarrollo interno de sus propios argumentos a la influencia de Bruni, a quien le unía por aquel entonces una estrecha y amistad86. Ahora bien, para sustentar convincentemente su tesis ha de hacer explícita su concepción de la retórica, en la que se advierte un cierto distanciamiento con respecto al esteticismo que observara entre los humanistas italianos, para mantenerse más fiel a las fuentes doctrinales tradicionales. En efecto, hace residir la genuina naturaleza de la retórica no solo en la mera cualidad de las palabras, sino en la función y efecto comunicativos87, lo cual pone de manifiesto un riguroso planteamiento del hecho lingüístico. A su vez, el desplazamiento del centro de atención desde la mera forma al contenido, venía a descubrir un cierto escepticismo sobre la idoneidad de la estricta belleza formal como única meta de la retórica88. La reflexión del obispo de Burgos sobre la naturaleza de las lenguas vernáculas se revelaba, así, extraordinariamente fecunda para la configuración del castellano literario, libre del agobiante mimetismo latinizante a que lo someterían Villena y Juan de Mena.

En el nivel léxico iba a encontrar argumentos sólidos para afirmar las aptitudes elocuentes del castellano. A diferencia de la queja tópica entre los traductores que se aplicaban a los grandes poetas, el obispo de Burgos ofrece una reflexión sobre las posibilidades expresivas del castellano que, en última instancia, constituye una vindicación de la elocuencia vernácula. Debido precisamente a la aguda conciencia que tiene de la diversidad de modalidades expresivas que posee una lengua en función de su finalidad comunicativa, va a ofrecer una solución a la carencia de equivalentes vernáculos del copioso léxico latino. En efecto, el carácter científico89 de algunos de los textos de Séneca que hubo de traducir requería un cuidado especial en la elección de los vocablos castellanos90. Por un lado, la claridad propia de la exposición científica exigía un vocabulario de un neto perfil semántico que garantizara la inequívoca transmisión del saber91. Por otro, la carencia de términos castellanos que se correspondieran exactamente con la precisa terminología latina suponía un problema añadido al esfuerzo de claridad expresiva. Alonso de Cartagena siente las limitaciones léxicas del castellano a este respecto con mayor intensidad debido, precisamente, a su conciencia de las repercusiones doctrinales que conllevaba el uso de la terminología científica. Mas la solución dada, una decidida apuesta por el cultismo necesario, supuso un paso decisivo en el reconocimiento del castellano como lengua de cultura.

La rigurosa argumentación de la idoneidad del cultismo contiene planteamientos de especial interés de cara a la fundamentación de las aspiraciones del castellano a erigirse en lengua de cultura. En efecto, don Alonso, tras una rigurosa consideración de las exigencias que plantea la traducción del léxico científico, viene a delimitar una modalidad del castellano capaz de ser vehículo del conocimiento científico. Con aguda conciencia de la adecuación de las distintas modalidades de la lengua a la finalidad comunicativa, distingue dos niveles: uno que denomina «nuestro común hablar», esto es, el nivel coloquial, y otro, que se correspondería con el culto o científico92. Aunque podría pensarse que la expresión «nuestro común hablar» remite a la lengua vernácula, parece más bien referirse a un nivel o registro idiomático: el que corresponde al uso cotidiano, coloquial de cualquier lengua, incluida la latina. Si en la traducción se elude la forma propia del «común hablar», se colige que esta se sitúa en la tesitura o registro idiomático propio de la «discusión científica». Por tanto, la oposición no se establece entre «común hablar» y «latín», sino entre el primer término y «disputaçion de çiençia». Y esta se daría tanto en latín como en castellano.

Una vez reconocida la aptitud de la lengua castellana para la expresión del saber científico93, había que responder al desafío de la creación neológica, dada la carencia de vocablos vernáculos para designar aquellas realidades otrora limitadas a su expresión en latín. Alonso de Cartagena opta decididamente por el cultismo94. Ahora bien, no cabe interpretar tal planteo como legitimación de la moda latinizante que cundió en esta época y que tuvo su máximo exponente en Mena, pues el recurso a la incorporación de vocablos latinos solo se contempla en el ámbito de la exposición científica. La apelación a los grecismos que cuajaban las traducciones latinas medievales de autores griegos -que tanto criticarían los humanistas- para justificar los cultismos castellanos no dejaba de ser audaz: venía a poner en pie de igualdad el latín escolástico, el latín de los medios universitarios, y el castellano. A la lengua vernácula se le reconoce, así, la dignidad de vehículo del conocimiento científico.

Modelos y normas

Se constata una aguda conciencia de la heterogeneidad de la lengua castellana en la reflexión lingüística que se desarrolla en Castilla durante el siglo XV. El reconocimiento de distintas variedades idiomáticas constituye el supuesto para una propuesta normativa, que no obedece a criterios de idoneidad de las estructuras propiamente lingüísticas, sino a factores sociales y políticos95. Aun cuando se observa el predominio de un planteamiento de orden estrictamente social, no son ajenas consideraciones de carácter geográfico. La corte se erige en referencia normativa del buen castellano, lo cual no es sino la proyección en el plano lingüístico de su vitalidad como ámbito de producción de cultura96 y del prestigio que irradia, imponiéndose como modelo en los más variados órdenes de la vida social. Así, cuando Juan de Lucena, por boca de Alonso de Cartagena, hace una elocuente defensa de la dignidad del castellano, toma como referencia la corte para medir su proximidad con el latín97, dando por supuesto que la lengua cortesana constituye un modelo.

El autor del Vocabulario ofrece el más acabado testimonio de la preeminencia del castellano de la corte. Su planteamiento tiene un contenido de clase que se manifiesta en una agresiva oposición entre cultura campesina y cortesanía98: presenta una imagen del campesino sobre la que se acumula toda serie de descalificaciones, llegando al extremo de identificarlos con salvajes99, lo que no era sino negarles calidad humana, forma máxima de degradación. El habla del campesino es un compendio de los vicios del idioma. Es más, su ineptitud idiomática viene a ser la causa de la degradación de la lengua100. A la hora de ilustrar la corrupción del castellano, se ofrecen ejemplos tomados de Toledo -se cita la localidad de la Sisla-: muy significativamente, junto a los sólitos acortamientos, apócopes y síncopas, se aduce el uso del término «zagal», de origen árabe, en vez de «mancebo» (p. 82), indicio de que en aquellos dobletes que contaban con étimo árabe, este era sentido como vulgarismo101.

Frente al campesinado causante de la corrupción del castellano, se perfila una nobleza depositaria y garante de la corrección idiomática, especialmente aquella que reside en la corte102, la cual se erige, pues, en modelo y norma de comportamiento lingüístico. Discreción y saber son las cualidades que avalan la excelencia del castellano de la corte. De este modo, el autor del Vocabulario se hace eco de la transformación que en los valores nobiliarios se estaba produciendo a lo largo de la centuria, dando lugar a la integración dentro del «ethos» belígero de elementos de la cultura letrada, de lo cual es su expresión más destacada la valoración de la discreción y el saber como virtudes propias del estamento caballeresco. La discreción y el saber que se manifestaban en el uso diestro del idioma apuntan inequívocamente al quehacer literario que se desarrollaba en la corte, a la poesía cortesana. El acusado conceptismo de la poesía cancioneril contribuía a que se otorgara un especial relieve a la agudeza y al ingenio como cualidades propias del quehacer poético103. Dado el gusto que cundía entre los poetas cuatrocentistas por el cultismo, habrá que suponer que ese castellano óptimo de los cortesanos que tiene en mente el autor del Vocabulario -que no tiene por qué corresponderse con la realidad- tomaría como modelo y referencia el latín, especialmente en los niveles fonológico y léxico, lo que viene a ser corroborado con su concepción de la naturaleza esencialmente latina del castellano104. En la consideración del uso cuidadoso de la lengua como virtud propia del noble habría que ver un anticipo del cortesano como tipo y modelo social que en el célebre diálogo de Castiglione encontraría su más acabada formulación105.

El contenido intensamente social que presenta la corte en el Vocabulario se mitiga en el Tratado para incluir una dimensión geográfica. La corte ya no implica una excelencia social encamada en la nobleza, opuesta a la infrahumanidad campesina, sino que apunta, más bien, a un espacio de cultura superador de las limitaciones provincianas. Así, la oposición no se plantea entre nobles y campesinos, sino entre el noble criado en Vizcaya y el educado en la corte, en el momento en que se plantea la necesidad que tendría el noble nacido en aquellas tierras de un maestro que le enseñara a hablar como es debido antes de ir a la corte del rey106. Y es que, a pesar de la intensa inspiración cortesana de este opúsculo, su contenido social carece de la beligerancia del Vocabulario, donde la identidad cortesana -esto es, caballeresca- se afirma en su neta confrontación con la cultura campesina. El eje de oposición que viene a distinguir las variedades del castellano ya no sigue la divisoria social, sino que delimita espacios culturales, entre los cuales la ciudad se perfila como ámbito civilizador107. El peso de los valores estamentales no podía por menos que imponerse en la reflexión lingüística que desarrolla el autor del Tratado, de manera que la oposición campo/ciudad viene a incorporar finalmente un contenido social al sustituirse el segundo término por cortesanos y palaciegos108.

Lo que en el Tratado era un atisbo en la propuesta de la norma cortesana como superación de peculiaridades locales, adquiere pleno desarrollo unos años más tarde en Micer Gonzalo de Santa María. Antes de declarar la idoneidad de la lengua cortesana, ofrece un detallado juicio de las distintas variedades regionales del castellano que rechaza como inadecuadas desde el punto de vista normativo: Galicia, Vizcaya, Asturias, Tierra de Campos (Castilla la Vieja y parte de León), Andalucía109. Muy significativamente, opone las tierras al norte del Sistema Bético y Andalucía, caracterizando a las primeras de rudeza, de donde se colige que siente una mayor estima por la variedad andaluza de castellano, de la que critica la abundancia de arabismos110. Se libra, pues, de la exigente crítica del jurista aragonés el área que cabría denominar toledana: ¿acaso porque estaría sugiriendo tácitamente el habla de Toledo como modelo del castellano? Más bien, dado el intenso tono propagandista que presenta el prólogo de las Vidas de los santos religiosos, orientado a suscitar una amable acogida en los círculos cortesanos, habría que relacionar la excepción que se hace del área toledana en la visión crítica de las distintas variedades regionales del castellano con la admiración que mostraba la reina Isabel por el alto nivel cultural de Toledo111.

En realidad, el modelo de lengua que se esfuerza en proponer Micer Gonzalo apunta a un castellano como «lengua estándar», que tenga validez en todos los territorios de la Corona, por lo que debe eliminar todos aquellos elementos marcadamente localistas. Para argumentar el carácter unificador que ofrece la lengua cortesana, recurre a una interesante analogía: «Ca el vocablo debe ser como la moneda... que en ninguna tierra de las mismas del príncipe que la batió se rehúse...» (p. 404). El símil procede de Quintiliano, aunque este lo había referido al uso112, lo que viene a revelar que en la mente del jurista aragonés estaba el elevar el habla cortesana a la condición de «uso», esto es, de referencia normativa de la lengua. Y ahí es donde, precisamente, adquiere plena justificación la consideración de la corte como modelo idiomático. El jurista aragonés apela al carácter itinerante de la corte para afirmar hábilmente que de cada lugar toma lo mejor, de manera que la lengua cortesana es el resultado del aquilatamiento de las excelencias de las distintas regiones de la Corona113. De este modo, la presencia omnímoda de la corte en todo el territorio de la Corona, merced a su movilidad adquiere un carácter integrador y vertebrador de la identidad del reino en su faceta más básica, la lengua114. Frente a cualquier pretensión de superioridad local, se alza la excelencia cortesana. El símil con que se ilustra tal afirmación viene a desplazar el criterio regional hacia el social. En efecto, la superioridad de la corte sobre las distintas ciudades de la Corona no se funda en la superación de las limitaciones que para la plena efectividad comunicativa en todo el territorio de la Corona suponían las peculiaridades locales, sino en la superioridad intelectual de los cortesanos. La diferencia entre la lengua cortesana y la de las ciudades del reino es la que media entre el habla del hombre de pro y la del villano y soez. La precisión que se añade es sumamente significativa, pues viene a negar la superioridad de cualquier variedad local o regional del castellano: «haun que hayan ambos nacido en una misma ciudad e barrio»115. Y es que la corte se compone de nobles, letrados y embajadores, que añaden con sus continuas andanzas un toque cosmopolita. Muy significativamente Micer Gonzalo se demora en la referencia al componente «letrado»116. Diríase que en este punto se expresa vigorosa la conciencia estamental del letrado que se sabe piedra fundamental de la nueva monarquía.

Dado el acusado componente propagandístico, de exaltación cortesana, que presenta el prólogo de las Vidas de los santos religiosos, unido a la expresión de una intensa conciencia estamental, merced a la cual la figura del letrado adquiere un ascendiente intelectual y, por ende, moral en el entorno cortesano, se impone considerar que la reflexión sobre la preeminencia de la lengua cortesana obedece a un planteamiento genuino y no deudor de la doctrina que Dante expuso en De vulgari eloquentia. En su estudio pionero en que rescataba del olvido el prólogo de Micer Gonzalo, que en Nebrija hallaría plena resonancia, se sugirió la presencia de «ecos apagados de Dante», con dos referencias concretas: la doble naturaleza de la corte, como casa común del reino, por un lado, y como regla y norma, por otro117. Ahora bien, De vulgari eloquentia tuvo una difusión muy limitada entre los humanistas. A su vez, las analogías no son tan cercanas. Micer Gonzalo, no dice que la corte sea «totius regni communis domus»; simplemente se refiere a su carácter itinerante y que, por tanto, está presente en todo el reino, que no es lo mismo; la segunda analogía es más cercana, pero Dante se refiere a la curialidad en general, esto es, a la condición normativa de la corte en todas las manifestaciones de la vida social, mientras que el jurista aragonés, solo a la de modelo idiomático, lo que, por otra parte, es una inferencia lógica de la excelencia intelectual de los cortesanos. Por otra parte, la valoración de la lengua cortesana como norma lingüística aparece ya en textos castellanos cuatrocentistas como el Tratado y el Vocabulario118, de ahí que lo más probable es que Gonzalo de Santa María desarrolle una idea arraigada en los medios intelectuales castellanos.

Nebrija, por el contrario, en su esfuerzo por definir las normas a que ha de ajustarse la regularización del castellano, abstrae la diversidad regional que perspicazmente captara Micer Gonzalo y concibe el castellano, la lengua cuyo sistema va a describir, como si fuese homogénea, lo que le ahorra el problema de escoger la variante regional que había de tomar como referencia para formular la norma119. A diferencia de quienes le precedieron en la reflexión sobre el castellano, obvia el modelo áulico. La norma que propone no se define según un criterio social, el buen castellano no es patrimonio de ningún estamento social. Tal vez la ambigüedad de su posición social, la propia de los humanistas, que en España había de acentuarse, y la vocación de servicio a la Corona, le liberara de compromisos y limitaciones estamentales, de manera que pudiera abordar la consideración del castellano desde una perspectiva nacional, que era, a fin de cuentas, la más adecuada para que suscitara el interés de la reina Isabel, en la medida en que podía, de este modo, producir dividendos políticos.

A su vez, la doctrina retórica de Quintiliano le ofrecía cabal respuesta sobre el criterio con que había de definir la modalidad idónea de una lengua: el uso, una de las propiedades del «sermo»120. Quintiliano constituye el fundamento teórico de la Gramática: así, la exposición introductoria sobre la naturaleza de la gramática y sus partes se acoge a la venerable autoridad del orador romano121. No carece tampoco de ambigüedades la reflexión de Nebrija en este punto. Por un lado, reconoce el alto grado de excelencia que el castellano ha alcanzado en su momento122. Mas por otro, constata la carencia actual de quienes podían validar un uso123. En la base de tal diagnóstico se sitúa la insatisfacción ante la literatura castellana coetánea124. Así, la regla o norma del castellano es más un proyecto que una realidad -a diferencia de los predecesores cuatrocentistas que hallaban en la corte un acabado modelo. Su carencia no es sino una prueba más de lo mucho que en el ámbito de las letras y la cultura quedaba, a juicio de Nebrija, por hacer en España y, por tanto, un poderoso acicate para proseguir en la lucha sin cuartel que emprendiera contra la «barbarie». Ahora bien, es el caso que tales declaraciones se contradicen con la alegación de diversos autores (Santillana, Mena, Jorge Manrique), amén de la poesía popular, para ilustrar diversos puntos de la descripción gramatical, lo que induce a suponer que la constatación del vacío normativo obedece más a una estrategia de Nebrija para avalar su propia propuesta. Y para ello, recaba el apoyo de la reina, que considera inminente: más bien pendiente de que esta pudiera valorar el alcance de su empresa, para lo que establece un plazo indefinido: «hasta que entrevenga la autoridad de Vuestra Alteza», esto es, confiado en que la iniciativa regia seguirá indefectiblemente a su exhortación. Es probable que Nebrija jugara con la ambigüedad del término «autoridad» en dicho contexto, pues referido a la reina obviamente apuntaba a la política, en tanto que, en la medida en que esta se ejercía sobre el uso de lengua, venía a sugerir una de las cualidades que, según Quintiliano, había de reunir el «sermo» (Institutio oratoria, I, 6, 1). Y es que lo que estaba sugiriendo era ni más ni menos la intervención de la reina en la regularización del castellano en virtud de las atribuciones de la autoridad regia. La acción normativa sobre la lengua del reino, pues tal era, en última instancia, el sentido de la búsqueda del patrocinio de la reina, vendría a representar, de este modo, una expresión más de la amplia labor legislativa realizada por los Reyes Católicos, de la cual Nebrija revela una aguda conciencia, cuando apela a la potestad de Isabel, extendida tanto a la lengua cuanto a la vida social en su totalidad125.

Las realizaciones

La conciencia de la dignidad de la lengua castellana se revela no solo en la explícita ponderación de sus cualidades elocuentes, sino, de un modo indirecto, en la valoración de aquellas realizaciones que tienen su fundamento en el uso del castellano. La madurez alcanzada por el castellano como lengua literaria tendrá su correspondiente manifestación en la vigorosa afirmación de los valores propios que se observa en los círculos literarios126. Una vez más, hay que reconocer un papel mentor a Alonso de Cartagena. Su Duodenarium, obra escrita bajo la sugestión de la experiencia basiliense, tan fructífera desde el punto de vista literario e intelectual127, marca un punto de inflexión. Si hasta entonces la obra que servía de referencia al buen castellano eran las Partidas -como se ha observado en el Tratado-, el obispo de Burgos, sin dejar de reconocer la calidad elocuente de la magna obra legislativa de Alfonso X128, traslada al presente el referente del buen castellano, a los escritores de su generación.

Pleno de significación se revela el uso de la expresión emblemática de los afanes renacientes, «studia humanitatis», que en el Duodenarium encuentra su segunda aparición129, para referirse al quehacer intelectual de Fernán Pérez de Guzmán130. El deíctico «hiis» apunta inequívocamente a las tareas que entonces ocupaban el docto ocio del señor de Batres. Parece referirse al tipo de actividad estudiosa que está en la base de las cuestiones planteadas, esto es, no solo la creación literaria en el más amplio sentido del término, sino la lectura y traducción de autores antiguos131. Sumamente significativa es la presencia de la expresión que nos ocupa junto a referencias escolásticas132. De este modo, se perfila un ámbito del quehacer intelectual que se caracteriza ante todo por la vocación estudiosa, el afán por acumular conocimientos por medio de la lectura, pero, asimismo, por medio del coloquio y la discusión con doctos varones133. Ahora bien, lo característico de la concepción que de los «studia humanitatis» mantiene Alonso de Cartagena -en la que hay que reconocer un elocuente testimonio de lo que se ha convenido en denominar «humanismo vernáculo»134- es la natural asunción de que el castellano es digno vehículo para su cultivo. No puede, por tanto, ser más definitiva la afirmación de la dignidad del castellano.

Quien mostrara una aguda conciencia de la identidad estamental expresada en el uso del latín iba a ser, paradójicamente, uno de los más entusiastas valedores de la literatura vulgar que a mediados del siglo XV podía exhibir sus frutos más granados. En efecto, el mejor argumento que el prelado burgalés podía alegar para sostener las excelencias del castellano era remitir a sus realizaciones literarias. Aunque podía aportar muchos otros autores, se va a limitar a dos con los que le une una estrecha amistad: el Marqués de Santillana y el propio Fernán Pérez de Guzmán.

Dominando el escenario literario castellano figura el primero. De su obra destaca don Alonso los Proverbios, cuya sentenciosa gravedad compara con los Disticha Catonis. Asimismo, destaca una obra desconocida del Marqués de Santillana, de cuyo proyecto tenía cabal noticia el obispo de Burgos; es más, diríase que él mismo fuera el destinatario de tal obra: una colección de biografías de los doce reyes hispanos homónimos suyos. El emblemático dígito delata el modelo de Suetonio que subyace en esta obra135.

La selección de estas obras como testimonio del excelente castellano del Marqués ofrece aspectos de notable interés. En primer lugar, cabría observar que ambas obras -especialmente la segunda- vendrían a representar la producción del momento136. Pero esta explicación es incompleta, pues la Comedieta de Ponza es solo un año anterior a los Proverbios a la vez que por aquellas calendas, don Íñigo López estaba embarcado en una ambiciosa empresa poética: la composición de sonetos137, ensayo fallido de aclimatar las formas italianas en la poesía castellana, lo que indica que la referencia de don Alonso a esas dos obras responde a una selección consciente. Selección hecha desde los presupuestos intelectuales del prelado burgalés, sobre los que gravita una intensa preocupación ética, era lógico que atrajeran ante todo su atención los Proverbios, debido a su contenido moral y, sobre todo, a su inspiración en autores clásicos138. Por su parte, la colección de biografías de reyes hispanos llamados Alfonso se inscribiría en el género de las galerías de varones ilustres, cuya dimensión moral señalaría Pérez de Guzmán como una necesidad de superar las limitaciones de la historiografía oficial139. Para cada obra, Alonso de Cartagena encuentra un modelo clásico. El primero se imponía por razón del título140. A su vez, el paralelo clásico de la otra obra exigía forzar la numeración de los reyes de Castilla, pues hasta el momento solo había once reyes llamados Alfonso141. Los paralelos clásicos descubren un cierto sentido de emulación142 que, a su vez, ponen de manifiesto el vigor con que se afirma la convicción en la dignidad del castellano.

El elogio de la obra de Pérez de Guzmán presenta un tono más moderado, pues el exquisito sentido del pudor del obispo de Burgos imponía un límite en la extensión de la alabanza de aquel con quien tenía trato cordial. Así, despacha rápidamente la contribución del señor de Batres al buen castellano con sendas referencias a su elocuencia, tal y como se manifestaba en coloquios y en la relación epistolar, y a sus versos, de los que destaca la invención -esto es, los asuntos tratados- y la suavidad de su estilo143. Cabe plantearse el silencio que en su demostración de la excelencia de la elocuencia castellana mantiene respecto a Juan de Mena. Aun cuando todavía, a la altura de 1442, no había escrito su magno poema, ni las Coplas de los pecados mortales, que de seguro interesarían a don Alonso, el vate cordobés gozaba ya del prestigio que le granjeara su Coronación144, obra de amplias pretensiones compuesta para conmemorar el triunfo del Marqués de Santillana sobre los moros con la toma de Huelma (1438). El obispo de Burgos debía de conocer esta obra dada su amistad con don Íñigo. ¿Tal omisión es, por tanto, indicio de un desacuerdo con el sesgo latinizante de la lengua poética de Mena? Aun cuando el estilo mismo de don Alonso, en quien el tino y la mesura presiden el uso de cultismos, motivados por ineludibles necesidades designativas, abonaría tal extremo, es lo más probable que la discrepancia surgiera ante el intenso tono paganizante que ofrece el aparato alegórico exhibido con ostentosa erudición.

Muy significativamente, quien hiciera la más vigorosa defensa de la dignidad de la elocuencia castellana recibiría, a su vez, el elogio que encerraba la definitiva consagración del castellano. El panegírico de Alonso de Cartagena que Lucena pone en labios del Marqués de Santillana, descontada la parte correspondiente de convención que tiene, constituye un documento precioso de la valoración de las realizaciones del castellano del siglo XV. La Filosofía, nacida en Grecia y trasplantada a Roma, recala en España merced a los buenos oficios del obispo de Burgos145. El hecho de que De vita beata se escribiera en Italia otorga especial valor al término vulgar, que viene a apuntar, de este modo, a la cuestión de la lengua y que, por tanto, sitúa la reflexión sobre el castellano en el marco de las discusiones que ocupaban a los humanistas italianos. Lucena distingue entre obra original y traducciones. Con respecto a aquella, señala los temas tratados: «caballería», «república» y «fe cristiana»146, esto es, tres ámbitos de construcción discursiva en que el castellano se revela como instrumento idóneo. Mas, precisamente porque no se trataba de temas inéditos en lengua castellana, el planteo de Lucena adquiere especial significado: sugiere un salto cualitativo en el uso del castellano para tales menesteres. La ponderación del uso del vernáculo en Alonso de Cartagena para tan elevadas cuestiones aparece enmarcada por una curiosa versión del tópico de la «translatio studii». Lucena simplifica en extremo los avatares que la filosofía sufrió desde su origen en Grecia hasta su llegada a España. De este modo, la magna empresa del prelado húrgales habría consistido en difundir en Castilla un saber que entroncaba directamente con la Antigüedad, esto es, conforme a las nuevas directrices renacientes. Y ahí residiría el mérito que perspicazmente subraya Lucena: la utilización del castellano para el menester discursivo propio de los humanistas. Al indicar que escribió de caballería, república y fe cristiana en vulgar, lo que se ponderaba era el uso del castellano en una tesitura radicalmente nueva, dada la calidad doctrinal de la aportación del prelado burgalés en tales temas, que exigía una elevación de sus recursos expresivos -especialmente del léxico. De este modo, el diálogo de Lucena revela una clarividente conciencia del sesgo vernáculo que presenta el humanismo castellano en el siglo XV.

No deja de ser paradójica la valoración que de las letras castellanas coetáneas ofreciera quien había proclamado la perfección lograda de la lengua castellana. Al ponderar Nebrija el alcance cívico de sus afanes estudiosos, extiende una severa reprobación sobre la literatura de ficción que gozaba del aprecio de los lectores de entonces147. El criterio que guía tan riguroso juicio no se funda en la estimación de la lengua, sino que tiene un fundamento moral: la ficción es calificada de mentira. Y es que, desde los presupuestos de la cultura humanística, de la que el Nebrisense era el más conspicuo representante en España, no podía ser otra la estimación de la literatura de ficción. El humanismo mostró escasa sensibilidad ante la literatura de ficción; puesto que los humanistas se hallaban en continuo trance pedagógico, se revelaron incapaces de reconocer autonomía a uno de los fines de la literatura -de la poesía, en definitiva- que consagrara la preceptiva clásica: el entretenimiento, que solo era aceptado cuando pagaba el peaje debido a la utilidad moral. Por otra parte, el cultivo de las lenguas clásicas -en la práctica el latín- como eje y fundamento del programa pedagógico y cultural del humanismo conllevaba de modo inevitable la preterición de las lenguas vulgares y sus literaturas; si bien el sesgo cívico del humanismo florentino condujo al reconocimiento de la dignidad del vernáculo148, el cambio en la estimación de las literaturas vulgares sería más lento. La prevención del moralista junto con el desdén aristocrático condujeron a la incomprensión y a la minusvaloración de las cualidades de las letras vernáculas.

En el juicio de Nebrija resuenan vigorosos los prejuicios humanísticos hacia la ficción -habría que precisar de la ficción expresada en romance. La ficción por la ficción, sin servidumbres ejemplares ni morales, ese espacio creativo que se manifestaba libremente, sin inhibiciones, en las literaturas vulgares, era algo incompatible con la sensibilidad humanística. Nebrija lanza una enmienda a la totalidad de la literatura de ficción, no solo a sus excesos fantásticos. Limitar de este modo el alcance de la crítica del Nebrisense149 es forzar los hechos con vistas a no dejar en fuera de juego al humanismo en el surgimiento de la literatura moderna. Con respecto a las formas, el juicio de Nebrija se matiza considerablemente. La aplicación de las categorías de análisis y descripción de la lengua latina, que tan fecundas se revelarían para algunos aspectos de la Gramática, resultarían nocivos para una valoración de las realizaciones de la poesía vulgar: al no encajar esta en los presupuestos prosódicos clásicos, quedaba desautorizada, por cuanto no constituía sino una deturpación de la norma clásica150. Y es que el sistema de cómputo silábico -del que se mostraron tan ufanos los cultores del mester de clerecía- viene a ser la manifestación prosódica del declinar de aquella excelsa cultura que los humanistas se esforzaban en recuperar. De ahí que el sistema que describe y sistematiza el Nebrisense no deje ser «error» y «vicio», por más que «ia está consentido τ recebido de todos los nuestros» (p. 146).

Y sin embargo, Nebrija se veía obligado a reconocer un «buen uso» de la lengua castellana referido a la poesía151. La ilustración de la detallada casuística de la prosodia castellana se hace conforme a la obra de los poetas coetáneos. El autor más citado es con diferencia Juan de Mena, a quien sigue el Marqués de Santillana. Es obvio, por tanto, que al vate cordobés se concede la preeminencia en el parnaso castellano152. Ahora bien, Mena no es solo ejemplo de las distintas propiedades prosódicas del verso castellano, sino que sirve para ilustrar menudos pormenores de la lengua castellana: así, se le viene a las mientes un verso de la Coronación para ejemplificar el uso de una preposición153. La originalidad de Nebrija en lo que no dejaba de ser una tácita propuesta de canon poético reside en la valoración del romancero. Desde su tajante rechazo de la rima consonante, aduce el ejemplo de una versión perdida del romance de Lanzarote154. Por tanto -y esto no ha sido suficientemente destacado-, para Nebrija, el romancero se mostraba menos alejado de la prosodia clásica que la poesía culta. Asistiríamos, pues, a la revalorización del romancero155, hasta ahora desdeñado por quienes se ocuparon de la preceptiva poética, desde unos presupuestos humanísticos en la más neta línea clasicista. Mucho más reducido es el uso de prosistas como ilustración de diferentes aspectos de la lengua castellana. Solo se cita expresamente a Enrique de Villena (pp. 219 y 222); precisamente, como ejemplo de diversos tipos de hipérbaton156. Resulta, por tanto, que al adalid de la latinidad en España repugnaba el estilo latinizante con que los autores cuatrocentistas se esforzaban por dignificar el castellano157.

El castellano y sus usos políticos

Las primeras reflexiones que testimonian la conciencia madura del castellano no son obra de estudiosos a quienes mueva un celo meramente erudito ni tan siquiera de poetas y hombres de letras que se vieran compelidos a justificar el uso del vulgar como medio de expresión literaria, sino de letrados al servicio de la corona y que contribuyeron notoriamente a la fundamentación doctrinal e ideológica de la Monarquía Trastámara. No es casual que uno de los primeros testimonios de la dimensión política del castellano saliera de la pluma de Alonso de Cartagena, que encarnara de modo paradigmático el tipo de intelectual al servicio de la institución monárquica, al redactar el prólogo de la traducción de Séneca requerida por el rey Juan II. A vueltas con la españolidad de Séneca, a quien en violento quiebro cronológico se hace súbdito del rey castellano, va a ofrecer un planteamiento sumamente interesante sobre el compromiso de la corona con la tutela de la lengua del reino. Al convertir de modo tan expeditivo al moralista cordobés en súbdito de Juan II, su docto traductor no hace sino transferir el prestigio pretérito al presente, en significativo anticipo de la muestra de excelencias patrias que exhibirá Nebrija ante la reina Isabel en la dedicatoria de sus Introductiones158. Pues bien, si el rey castellano se beneficia del prestigio de Séneca, este, en perfecta correspondencia feudo-vasallática, resultaría asimismo favorecido por el rey. La divulgación de la doctrina senequista en lengua castellana va a ser patrocinada por Juan II159. Diríase que se atribuye al rey castellano un proyecto cultural: la difusión del saber por medio de la lengua castellana. Esta adquiere un indudable carácter de seña de identidad nacional («vuestro castellano lenguaje», «vuestra súbdita lengua»). Ahora bien, dado que aún no se ha consumado la unidad lingüística en el reino de Castilla160, cabe plantearse si don Alonso estaba privilegiando una variedad determinada, en concreto la burgalesa, dadas sus raíces familiares; mas no hay que perder de vista, por un lado, el escaso arraigo del prelado burgalés en su ciudad natal, dadas sus obligaciones como curial y como eclesiástico, lo que puliría las aristas más acusadamente locales de su habla161, y, por otro, el contexto cortesano y literario en que se inserta tal planteamiento: más que a la lengua efectivamente hablada por los súbditos del rey castellano, es lo más probable que se refiriera a la modalidad cortesana, a aquella que servía para la expresión de la intensa actividad literaria promovida por Juan II162.

Tampoco es casual que fuese precisamente un pariente del docto prelado burgalés quien formulara la expresión madura de las aspiraciones imperialistas de la lengua castellana. En efecto, Gonzalo García de Santa María163 se hizo eco, en el prólogo a su traducción de unas vidas de santos, intitulada Las vidas de los santos religiosos, impresa en Zaragoza entre 1486 y 1491, del prefacio de Valla al libro primero de sus Elegantiae, adaptando la afirmación de que allí donde señorea la lengua de Roma, allí está el imperio romano164. De este modo, la tesis sobre la que Nebrija hace descansar la construcción argumental del prólogo a su Gramática de la lengua castellana -«siempre la lengua fue compañera del imperio»165- no sería sino la culminación de una corriente de pensamiento en la que fue consolidándose la conciencia de la lengua castellana no solo como seña de identidad del reino que iba conformándose en estado, sino como uno de los agentes principales de la política exterior castellana. Los tres jalones expuestos describen la evolución la conciencia política del castellano desde una función ilustrada, como medio de la divulgación del saber patrocinado por el monarca, hasta un uso más pragmático, como instrumento y expresión del poder. Se observa un cambio cualitativo entre el planteo de Alonso de Cartagena, cuyas consideraciones sobre la lengua castellana se proyectan sobre el ámbito estrictamente castellano, y el de micer Gonzalo y Nebrija, que contemplan la nueva realidad política resultante de la unión dinástica. Especialmente significativo resulta el planteamiento de micer Gonzalo, por cuanto aragonés, que ofrece un elocuente testimonio del correlato lingüístico de la hegemonía castellana, que reposaba sobre sólidos fundamentos demográficos y económicos. El jurista aragonés reconoce la primacía de Castilla dentro de la unión, por lo que su lengua será la que impere en el conjunto político regido por los Reyes Católicos166. En ello, más que una propuesta, hay que ver el reconocimiento de un hecho: la ineluctable extensión del castellano, que el mismo rey Femando adoptaba167. La decisión de componer un arte para el aprendizaje del castellano, que provocara la extrañeza de la reina Isabel, adquiere pleno sentido en un contexto de imparable expansión de la lengua castellana. A su vez, las precisas circunstancias políticas de las dos últimas décadas del siglo XV determinarían el sesgo imperialista que adquirieron las reflexiones de los valedores del castellano. Hacia fines de 1486, Nebrija presentó una muestra de su Gramática a la reina Isabel; en torno a ese año se ha situado la impresión de Las vidas de los santos religiosos. Así, las manifestaciones de la conciencia hegemónica del castellano se sitúan en el momento en que, iniciada el año anterior una nueva y decisiva fase en la guerra de Granada, se conquista Loja y los principales puntos fortificados de la Vega168. Se siente con ansiedad la inminencia de la caída del reino nazarí; el ambiente propiciaba expectativas mesiánicas169. Tal es, pues, el contexto en que se afirma vigorosa y madura la conciencia del castellano.

Ahora bien, el prólogo de la Gramática fue escrito en 1492, «annus mirabilis» que alentaría aún más los afanes imperialistas. Si el marco político en que micer Gonzalo sitúa la extensión del castellano es el de la unión dinástica, la reflexión que Nebrija desarrolla en 1492 se sitúa en un horizonte político más amplio: la culminación de la empresa secular de la realeza hispana contra los infieles que moraban en España y la subsiguiente proyección internacional de Castilla y Aragón -aunque Nebrija mantiene un enfoque eminentemente castellano. En la idea original del Nebrisense predominaba la dimensión cultural sobre la estrictamente política. La afortunada intervención de Hernando de Talavera en la presentación que de un avance de la Gramática hizo su autor ante la reina Isabel en Salamanca iba a decidir el sesgo político de la conciencia del castellano. Para Nebrija, el fin de la guerra de Granada y la enérgica política de restablecimiento del orden social abren las puertas de la paz y la prosperidad, el medio adecuado para el florecimiento de las artes, entre las cuales la gramática ostenta la primacía170. Tal planteamiento constituiría la idea original que alentaría la labor gramatical sobre el castellano. La iniciativa del Nebrisense vendría a ser, de este modo, el correlato lingüístico de la unificación religiosa y política171 (aunque limitada esta última al ámbito castellano). La palabra clave que define su propósito es «uniformidad» (p. 101); al acordar «reduzir en artificio este nuestro lenguaje castellano» (p. 100) no pretendía sino fijar una norma que garantizara la estabilidad de la lengua, condición inexcusable de la perdurabilidad de lo que «de aquí en adelante en él se escriviere» (p. 101).

Esos escritos cuya perduración desea Nebrija no podían ser sino la obra de «cronistas τ estoriadores» (p. 101). En la inexcusable apelación al deseo de gloria y fama de todo monarca, que, merced a la elocuente pluma de sus cronistas, ve perpetuada la memoria de sus «loables hechos» (p. 101)172, habría que ver la constatación de un hecho objetivo: la sensación de arcaísmo que suscitaba la historiografía vernácula, trátese de las crónicas generales o de las particulares, tanto más intensa cuanto que el tránsito al siglo XVI es una época en que evoluciona rápidamente el castellano para adquirir el perfil moderno. La caducidad que tácitamente se atribuye al legado historial castellano adquiere pleno sentido en el marco de las preocupaciones historiográficas de Nebrija, que poco después se embarcaría en la redacción de su Muestra de la Historia de las Antigüedades de España, de la que consta que en 1495 ya se había iniciado. Dada la crítica severa que extiende en ella sobre historias y crónicas vernáculas hispanas -que alcanza incluso a la General Estoria de Alfonso el Sabio173-, la referencia a los beneficios que la fijación del castellano merced a su Gramática reportaría al quehacer historial adquiere inevitablemente el carácter de promoción personal, de tácita ofrenda de sus cualidades como historiador al servicio de la corona.

Con todo, no dejaría de ser subsidiaria la justificación de la propuesta normativa por mor de sus dividendos historiales. Más cercana a la idea original del Nebrisense acerca de las posibilidades y utilidad de una tal Gramática estaría el segundo de los argumentos esgrimidos: su carácter propedéutico con respecto al estudio del latín174, en lo cual habría que ver una suerte de punto de inflexión en el trayecto que va desde las expectativas de quien labra un terreno virgen, atisba horizontes ignotos, a la decepción -¿acaso ante el escepticismo de la reina Isabel? Ante la incomprensión sobre el alcance de su iniciativa, el egregio humanista se repliega hacia el terreno en que ejerce un dominio soberano e indiscutido, la lengua latina, cuyo estudio constituye la piedra angular de su proyecto pedagógico y cultural, fiel servidor de las propuestas e iniciativas de la reina Isabel175.

Y sin embargo, la más conspicua y clarividente justificación de la Gramática habría sido sugerida por Hernando de Talavera. Si el tenor literal del prólogo refleja fielmente el planteamiento del entonces obispo de Ávila, este se habría hecho eco de unas aspiraciones imperialistas a las que infunde un intenso tono profético176. El término «bárbaros» apunta inequívocamente a la heterogeneidad y distancia culturales con que se estimaba a los musulmanes177, por lo que el horizonte contemplado por Fray Hernando es, en primer lugar, el reino nazarí; mas, dado que la propaganda regia presentaría la toma de Granada como un primer paso en una serie de conquistas que culminarían con la recuperación de Tierra Santa178, esas «naciones de peregrinas lenguas», constituirían el espacio sobre el que se proyectan las pretensiones imperiales de los Reyes Católicos: el adjetivo «peregrinas» sugiere el exotismo propio de pueblos remotos y lejanos, un espacio, en definitiva, que las lucubraciones mesiánicas -tan activas, precisamente, en aquella época- tendían a envolver en un aura mítica. A su vez, es probable que el confesor regio tuviera asimismo en mente a los aborígenes canarios179. Mas Nebrija entendió tales palabras referidas no a infieles de confines ignotos, sino a los musulmanes más próximos, a los granadinos: «los enemigos de nuestra fe, que tienen ia necessidad de saber el lenguaje castellano» (p. 102); el adverbio «ia» no puede ser más elocuente: señala una realidad presente, un momento posterior a la conquista de Granada, por cuanto esos infieles han de conocer el castellano para poder obedecer las leyes de sus nuevos monarcas.

Ahora bien, Nebrija corrige la orientación de la mirada imperialista de Fray Hernando, vuelta hacia oriente, Tierra Santa, dirigiéndola hacia el ámbito occidental, sustituyendo las fantasías visionarias de inspiración cruzada por pragmáticas consideraciones políticas. Vizcaínos y navarros en primer lugar (p. 102), que representan las únicas menciones del ámbito hispánico. En ello hay que ver la mezcla de criterios lingüísticos y políticos. El vasco era la única lengua no románica de la corona castellano-aragonesa. Muchos eran los vizcaínos que, apegados a su idioma ancestral, habían de aprender el castellano; no deja de ser significativo que el autor del Tratado cuatrocentista pusiera como ejemplo de aquellos que tienen necesidad de maestros para manejar correctamente el castellano a los vizcaínos180. Los navarros, por su parte, representaban uno de los cinco reinos peninsulares -reducidos a cuatro tras la conquista de Granada-, sobre el cual Castilla gravitaba en sus pretensiones de anexión; Nebrija contribuiría notoriamente a la elaboración del aparato propagandístico que justificara la política intervencionista castellana181. Franceses e italianos (p. 102) representan, a su vez, el horizonte prioritario de la política exterior castellana, una vez concluida la conquista del reino de Granada. Francia era el rival de la corona castellano-aragonesa182 tanto en el ámbito pirenaico -Navarra- como en el italiano -precisamente en 1492 Carlos VIII había establecido una alianza con Milán que podía alterar el siempre delicado equilibrio de la política italiana. Por sus vínculos familiares, no le eran ajenos a Femando el Católico los asuntos del reino de Nápoles. La proyección italiana de la acción exterior de la corona de Aragón183 era una realidad que no se le ocultaba a Nebrija, quien clarividentemente señala Italia como uno de los ámbitos de presencia inmediata de Castilla y su lengua. Finalmente, se indica la utilidad de la Gramática para quienes «tienen algún trato τ conversación en España τ necessidad de nuestra lengua» (102), esto es, colonias de mercaderes extranjeros establecidos en las principales plazas comerciales de la Península, embajadores que acuden a la corte castellano-aragonesa. De este modo, para Nebrija, la difusión del castellano, cuyo instrumento será la Gramática, es la expresión del protagonismo político y económico de Castilla en el Occidente europeo.

Así, pues, las palabras del prólogo de la Gramática, aun cuando inevitablemente, dada la decisiva coyuntura histórica en que fueron escritas, se les ha atribuido un carácter profético, adquieren pleno sentido en el marco de la realidad política del momento: referida no tanto a proyectos visionarios alentados por una propaganda de tono mesiánico, cuanto a una acción exterior atenta a consideraciones pragmáticas. El curso de la exposición permite distinguir entre la fecunda sugerencia de Hernando de Talavera y la asunción de tal planteamiento por parte de Nebrija, quien restringe el alcance expansionista del castellano al horizonte real de la política exterior castellana.

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