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Latinoamérica, el astillero astillado

Una lectura de la Santa María de Onetti como metáfora de Latinoamérica

Carlos Franz



«El profesor me preguntó si el nombre Santamaría me era conocido. Le dije que toda América del Sur y del Centro estaba salpicada de ciudades o pueblos que llevaban ese nombre».


Juan Carlos Onetti, Cuando ya no importe (p. 21).                






Para comenzar, una anécdota vivida en uno de los tantos «astilleros astillados» latinoamericanos. Hace varios años volví a ver en Buenos Aires, en la calle Florida entre Paraguay y la avenida Córdoba, las vitrinas de Harrods. La gran tienda por departamentos, la primera que existió en Sudamérica, sucursal de su homónima en Londres. Recordé cuando, siendo niño, mi padre me trajo alguna vez a Harrods y yo entré, intimidado, a mirarlo comprarse camisas, o algo así. Había regresado a Buenos Aires muchas veces pero, por algún motivo, nunca a la tienda. No obstante, al volver a verla descubrí que significaba algo para mí: Harrods era emblema de una Argentina que alcancé a conocer y vivir: próspera, segura, desarrollada. (Un economista en Harvard me contaba que hoy Argentina es estudiado en clases como el único caso, medido y registrado, de un país que logró el desarrollo, y después retrocedió). Treinta años después -más o menos- urdí un pretexto para enfrentarme a esa nostalgia y decidí que iba a cortarme el pelo en las peluquerías de Harrods. Así que entré y empecé a buscarlas. Las señales correspondían a una época previa al shopping mall y la tarea no era fácil. Casi no había clientes. Al fondo de los vastos salones de ventas, poblados por una mezcla rara de lavadoras anticuadas y perfumería nacional, sólo se divisaba una dependienta demasiado atareada con un radio a pilas como para preguntarle nada. Por fin, subiendo y bajando, perdiéndome y orientándome solo en ese vasto almacén casi deshabitado, llegué a los subterráneos. Allí, marmóreo como unas termas romanas, hallé por fin el salón de las peluquerías. Desde atrás de una columna, un poco deslumbrado, como si se preguntara quién de nosotros dos era real, el único fígaro, un anciano todavía imponente dentro de su batín blanco, se me acercó. Recuerdo los intensos ojos celestes y la piel blancuzca y ajada: un lejano pero innegable parecido con Boris Karloff. Me recostó en el sillón y me estudió con una desconfianza que yo le retribuía. Finalmente, venció a su prevención o su repugnancia y decidió atacar mi melena. Honrando su profesión, el fígaro resultó locuaz. Me contó que llevaba cuarenta años en esos sótanos de Harrods. Evocó épocas de gloria cuando los veinte sillones de la barbería estaban siempre ocupados y en la pizarrita junto al espejo él tenía citas para dos días. ¿Y qué pasó?, le pregunté, entre ingenuo y acongojado. Y Boris Karloff me miró por el espejo, con el dedo meñique sobre el gatillo de la tijera puntuda, enarbolada sobre mi cabeza. Me miró como si no pudiera creer mi estupidez, y me contestó: «¿Y qué iba a pasar? Lo de siempre. Todo se pudrió, como el país».

«Todo se pudrió, como el país». He pensado en esta frase releyendo la saga que Onetti sitúa en su mítica Santa María, en unas orillas imprecisas del medio Paraná o del Río de la Plata, en una comisura del Cono Sur. La desesperanza del barbero, la consabida furia ante la derrota que no alcanza para rebeldía y que, en el fondo, no se distingue de la resignación. La familiaridad hecha destino con la mala suerte. Efectivamente, Harrods terminó por cerrar y permanece así mismo hoy, vacío y fantasmal, ocupando una inmensa manzana en el corazón de Buenos Aires. Pero dejémosle la palabra a Onetti, que lo dice, en cada página casi, mucho mejor:

«... la exasperante, la histérica comedia de trabajo, de empresa, de prosperidad, que decoraban los muebles (derrotados por el uso y la polilla, apresurándose a exhibir su calidad de leña)».


(El astillero, p. 75).                


A que no suena esa frase de El astillero a una descripción de los salones de Harrods: ese astillero vacío anclado en el corazón de un Buenos Aires en permanente desguace (desguace espaciado por crueles intervalos de optimismo, sólo para que duela más).

O no sólo Harrods, ni Buenos Aires; ni siquiera Argentina o el Uruguay o el Cono Sur de América. Entre las muchas interpretaciones que alienta un texto polivalente y ambiguo por definición como es la obra onettiana, desde la metafísica -una justificación existencialista del desánimo- hasta la ¿puramente? literaria: la creación de un universo verbal signado por la autonomía reflectante de la imaginación, está también aquella que escojo desarrollar simplemente porque me duele más.

Santa María como una metáfora de la desconstrucción -y no hablo de la operación lingüística- de Latinoamérica. De su destino cerrado, de su fallo, de su esperanza continuamente defraudada, y renovada sólo -como decía- para que duela más el fracaso al que retornamos, cíclicamente. Desconstrucción del significado no en pos de un sentido, sino precisamente para encubrir el sinsentido. Latinoamérica, nuestro astillero astillado.


La saga

Santa María nace en la imaginación de Juan María Brausen, personaje central de La vida breve (1950), la cuarta novela de Onetti. Brausen la imagina -no la sueña- durante la duermevela de una siesta, como parte de un guión que le han encargado. La imagina como la secreción -esto es esencial- de un personaje que será el molde y el álter ego de varios otros: ese desganado y escéptico cuarentón que es el médico de Santa María: Díaz Grey. Tras esa fundación, la ciudad imaginaria se desarrolla y crece en Para una tumba sin nombre (1959), pero fundamentalmente en El astillero (1961) y Juntacadáveres (1964), las dos novelas esenciales que la habitan -y no es inexacto el verbo, pues la novela onettiana, como Don Quijote, se conoce y se habita a sí misma. El ciclo, punteado también por algunos cuentos, se cierra con Dejemos hablar al viento (1979). Porque la casi póstuma Cuando ya no importe, es preferible que no nos importe.

¿Cómo es Santa María? Pues, indescriptible o vaga; y al mismo tiempo exacta e inolvidable. Precisa hasta el costumbrismo en su Plaza Nueva, en el bar Berna, o en el Hotel Plaza, en la iglesia del padre Bergner, en la consulta médica de Díaz Grey. Y fantasmal, diluida en la llovizna que viene del río, o en el calor pegajoso del verano pampero, cuando caminamos por otras calles: «una calle de muros leprosos cubiertos casi todos por la espuma seca de las enredaderas».

(El astillero, p. 215).                


(Un alto: ¿No suenan acaso esas líneas a tango, ese pesimismo urbano hecho canción, o, como quiso Borges, ese pensamiento triste que se baila? Recordemos la letra de Sur, el tango de Troilo y Manzi, por ejemplo: «Sur,/ paredón y después.../ Sur,/ una luz de almacén.../ Ya nunca me verás como me vieras,/ recostado en la vidriera/ y esperándote./ Ya nunca alumbraré con las estrellas/ nuestra marcha sin querellas/ por las noches de Pompeya.../ Las calles y las lunas suburbanas,/ y mi amor y tu ventana/ todo ha muerto, ya lo sé...»).

Santa María está en la orilla, en el doble sentido que esto tiene en la pampa: ribera de río o mar, y orilla de la ciudad con el campo, línea imaginaria por excelencia, pues no hay accidente geográfico que la marque, descontado el ocasional ombú. Así es que en Santa María, siempre y no muy lejos, está el campo, por todos lados, pues ésta es una urbe salida hace poco de la nada rural, de la pampa llana. Próxima hay una colonia de inmigrantes suizo alemanes, dedicados al agro. Corriente arriba está Puerto Astillero, la esperanza fabril y su fracaso. Y muy cerca, siempre, está el río. Su «lámina ilesa», como la llama el narrador plural, en alguna parte. El río enorme, inconmovible o «ileso», del cual jamás -creo- percibimos la otra orilla. De modo que lo mismo podríamos estar frente a la mar océano o a la pampa inagotable, o al paisaje geométrico de un sueño. Pero es un río navegable -y esto es oscuramente vital- que tanto trae todo lo que ha llegado a Santa María, como se lleva todo lo que huye de ella. Un río que no deja de pasar por su costa, indiferente o amenazante, pero siempre en marcha, metáfora atávica de lo transitorio, y de lo eterno. Tan largo que no se sabe dónde comienza, y tan ancho que no es posible precisar dónde va a diluirse.

Pero dejémosle la palabra al viento, es decir a Onetti:

«El terreno de Santa María no tiene ninguna elevación de importancia; la ciudad, la Colonia, el paisaje total que puede descubrirse desde un avión, baja sin violencia, llenando un semicírculo hasta tocar el río; hacia el interior la tierra es llana y pareja...».


(Juntacadáveres, p. 155).                


Hasta allí el paisaje es abstracto como una alegoría, o una síntesis. Pero entonces el narrador pone en duda incluso esto, declarándolo patrimonio de la imaginación, del proyecto continuo de la voluntad de ser que en esa región es pura voluntad de soñar:

«Nunca antes hubo nada o, por lo menos, nada más que una extensión de playa, de campo, junto al río. Yo inventé la plaza y su estatua, hice la iglesia, distribuí manzanas de edificación hacia la costa, puse el paseo junto al muelle, determiné el sitio que iba a ocupar la Colonia».


(Ídem, p. 155).                


¿Pero de quién es esa estatua que el narrador puso en la Plaza? Pues, ¿de quién iba a ser? De Juan María Brausen, por supuesto, el que primero soñó con ella. Estatua del narrador, del inventor, a sí mismo. A su sueño eternamente condenado a ser sólo eso.

Porque, según se nos informa en un paréntesis de El astillero, cuando ese monumento se inauguró fue objeto de una de esas graves discusiones históricas que rodean a la estatuaria -versión pétrea de la historia- en Latinoamérica. Cito:

«(... se calificó de antihistórico y absurdo el emplazamiento de la estatua que obligaba al Fundador a un eterno galope hacia el sur, a un regreso como arrepentido hacia la planicie remota que había abandonado para darnos nombre y futuro.)»


(Ídem, p. 205).                


La estatua del Fundador parece querer huir de su fundación, de nosotros, sus imaginados habitantes, «como arrepentido». Terrible metáfora, acaso, de lo que pensarían hoy de nosotros nuestros «padres fundadores».




Del verano de nuestro entusiasmo

En un brillante ensayo sobre la ciudad imaginaria de Comala, Juan Villoro nos informa que el espacio rulfiano ha sido subinterpretado. Se lo juzga más local y menos universal de lo que es. El color local de los Altos de Jalisco no nos deja ver la pintura global -el desierto mundial- en la obra de Rulfo. En el caso de Onetti ha sucedido, me parece, algo inverso. Aunque se han hecho todo tipo de lecturas de su obra, priman las esencialistas, las que ven la gran metáfora metafísica y universal: ese existencialismo del desánimo que mencionaba al comienzo, y dejan de ver o ningunean su procedencia de lo local, su plausible anclaje histórico. La ficción sanmariana de Onetti, quiero proponer aquí, es también -y no menos que metafísica- una física carnal y fantasmal de nuestras patrias, si bien transustanciada por una operación eucarística universalizadora.

Alfonso Reyes quiso, hermosamente, latinoamericanizar aquel aserto tolstoiano: si quieres ser universal escribe sobre tu aldea. Reyes corrigió: si quieres ser provechosamente nacional, debes ser generosamente universal.

Es en este sentido, creo, que Onetti es provechosamente nacional o regional hispanoamericano, precisamente porque universalizó nuestro modo -que no es nuestra moda- del desaliento.

La saga de Santa María -como anticipé- se desarrolla fundamentalmente en dos novelas: El astillero y Juntacadáveres, en el orden cronológico de su publicación que es, sin embargo, el inverso de sus tramas: Onetti escribió el final en su primera novela y luego fue a investigar los antecedentes -que no las causas, siempre incognoscibles- de ese final, en la segunda. Esto debe tenerse en cuenta: la historia de Larsen o Juntacadáveres comenzó por el final; en ella la corrupción es, más que una promesa, una premisa.

¿Quién, o mejor dicho «qué», es Larsen? De las muchas aproximaciones a su misterio elijo ésta, no menos enigmática pero sí más representativa que otras de las que prodiga Onetti:

«No es una persona: es, como todos los habitantes de esta franja del río, una determinada intensidad de existencia que ocupa, se envasa en la forma de su particular manía, de su particular idiotez».


(Juntacadáveres, p. 26).                


Es representativa esta definición por lo que ella misma subraya: «como todos los habitantes de esta franja del río...», nos dice. Y, de hecho, la descripción no corresponde a Larsen sino a otro de sus espejos, de los cuales él es sólo el más «intenso»: hombres cerca de o entrados en la cincuentena, engordados, entre rabiosos y resignados, entre ávidos y definitivamente desalentados. Como si ya conocieran demasiado bien -al igual que su autor- el final hacia el cual no van, sino del cual vienen.

A tal punto son estas versiones de Larsen intercambiables, que lo que se dice de él puede decirse de la ciudad. También Santa María es sólo una determinada intensidad de la existencia supuesta en esa franja imprecisa de un río innominado. Y lo «determinado» en ellos y en su urbe es, pronto lo sabemos, el destino mismo. En Onetti no se gastan palabras inútiles; las palabras ya vienen gastadas e inútiles, y ése es precisamente su sentido. (Ezra Pound, tan querido de Onetti, afirmó: «Poetry is language charged with meaning to the uttermost degree»). Con que, reafirmémoslo: aquello «determinado» en Santa María y sus gentes es el determinismo de sus vidas agotadas y agostadas.

En Juntacadáveres, ese tal Larsen -un oscuro proxeneta que lleva treinta años viviendo de las mujeres- ha llegado a Santa María atraído por la propuesta de trabajo del boticario y concejal, Euclides Barthé. La oferta consiste en encargarse de la creación, organización y administración de un prostíbulo para la ciudad. Se trata de la fundación -subrayémoslo- de una empresa «de interés público», como la denomina Barthé. Una obra de progreso, pragmática (idea menos descabellada de lo que parece: ya Bernard de Mandeville, por ejemplo, preconizaba los beneficios sociales de los burdeles).

Santa María -«declarada ciudad unos meses atrás»- es una población emergida de lo rural a lo urbano, recientemente, y ya precisa las comodidades y la libertad de costumbres de la modernidad. Entre ellas, podemos colegir, el desahogo venéreo que una racionalización comercial del deseo no vinculado por el contrato conyugal, puede otorgar. El boticario quiere traer este progreso ilustrado a su ciudad, quizá por algún oscuro interés personal (o en aras de la libertad general). El médico Díaz Grey lo comprende y desde su escepticismo, tan similar pero menos rabioso que el de Larsen (determinado por otra «intensidad de existencia»), reflexiona:

«Tal vez aspire, en el fondo, a que coloquen un cartel iluminado, Gran Prostíbulo Barthé, o a que la justicia anónima y popular termine por bautizarlo así».


(Juntacadáveres, p. 25).                


Sin embargo, como siempre ocurre con las propuestas de progreso -aunque sea corrupto- en Latinoamérica, la fundación encuentra obstáculos inesperados -pero muy sabidos, contramarchas de una moral hipócrita- y tarda años en concretarse. Mientras tanto -acumulando una sorda ira- Larsen vegeta como contable en el periódico El Liberal, uno de los tres que hay en la ciudad. (El nombre del periódico no es arbitrario, como nada en esta densa urdimbre de significados; El Liberal es en la práctica el diario conservador; cosas de Latinoamérica).

Eventualmente, Barthé, mediante una oscura negociación política, consigue los votos que le faltaban en el concejo del municipio, y el proyecto se echa a andar. La novela comienza precisamente con la llegada de Larsen y las tres putas, más o menos derrengadas y viejas, que ha ido a contratar posiblemente a Buenos Aires, en medio de un caluroso atardecer de verano. Toda la acción de la novela -pero acción es un sustantivo que calza mal con el transcurrir en espiral de las tramas onettianas- ocurre durante ese caluroso verano.

En el trayecto de la estación a la casita celeste cerca de la costa que Larsen ha alquilado para el prostíbulo, las putas y su cafiche -su chulo- irán pasando por una ciudad cerrada «a cal y canto», vacía, como muerta. Las fuerzas vivas ya se han puesto en movimiento. Y mediante esta demostración de un silencio como de muerte -como si estuvieran muertos para esta provocación que les hace la vida- manifiestan su rechazo a esa iniciativa municipal. No todos, claro. Está el joven rebelde Jorge Malabía, que espera a las mujeres y las sigue. Habrá muchos clientes nocturnos que no lo reconocerán ni a sí mismos, de día. Pero este rechazo vertebra el conflicto del libro hasta el previsible final cuando la ética de las buenas conciencias, encarnada por el padre Bergner desde su púlpito en la iglesia, triunfa, y Larsen -el concesionario, conste, no el promotor político del proyecto- es expulsado ignominiosamente, manu militari, de la ciudad, y su prostíbulo es cerrado.

Pero antes de eso, cuando la utopía aún es posible, éste es Larsen, hablándole de su sueño empresarial a su promotor político, el boticario y concejal Barthé:

«...había creído que podría al fin tener un negocio propio y dirigirlo como se me diera la gana, sin que nadie viniera a meter la nariz. Estaba seguro de que con usted eso iba a ser posible. Una concesión al firme y durable, y elegirlo yo todo, los muebles, las mujeres, el horario, el trato. Hasta los perfumes y el rouge y los polvos, pensaba; se los iba a comprar a usted, claro, los iba a elegir yo mismo...».


(Juntacadáveres, p. 59).                


Nótese el irónico tono de utopía, de sueño empresarial, de emprendedor, se diría hoy día, que anima a Larsen. Y que se corresponde perfectamente con el propósito del boticario Barthé, quien representa el pensamiento avanzado, científico, el partido liberal, por oposición a las fuerzas retrógradas, conservadoras, en Santa María.

Ese sueño de progreso topa con las fuerzas reaccionarias de la ciudad que no en vano se llama Santa María (como Buenos Aires, incidentalmente, que se llama: Santa María de los Buenos Aires). Y en ese choque el progreso se lleva la peor parte. En la Santa María de Onetti progresar es prostituirse. En un sentido literal y también de alcances universales: la «invasión» de la modernidad nos trae progreso, pero a la vez corrompe nuestras costumbres ancestrales, la tecnología extranjera cancela nuestros usos, el capital nos compra, la globalidad pincha nuestra burbuja.

Para hacer más gráfico el dolor de esta paradoja, el progreso en Santa María viene signado por una iniciativa trufada no sólo de absurdo -kafkiano-, sino también de corrupción. Mal que mal, Larsen es un explotador profesional de mujeres. Y, en cambio, las fuerzas conservadoras, enarbolando la pureza de las costumbres tradicionales, están por la ilegalización del corrupto y su expulsión.

Pero el ángulo más interesante -desde la perspectiva de lectura que he escogido- para apreciar la magnitud simbólica del fracaso de Larsen en su negocio es, precisamente, su aspecto empresarial. La concesión municipal es derogada. La libre empresa es vencida por las fuerzas premodernas de la ciudad que algunos querían liberalizar. La ciudad se queda sin prostíbulo. Junto con la expulsión de las prostitutas, la amante del joven Malabía, Julita, la loca -y en la clave de la novela «loca» significa la liberada del orden social-, se suicida colgándose.

Todo estaba, sin embargo, oscura y a la vez determinadamente previsto. En el primer capítulo de Juntacadáveres, tan pronto Larsen pone el pie en la estación de trenes con su trío de putas,

«sospechó que la tentación de decir absurdos procedía de aquella amenaza de cansancio, de aquel miedo al acabamiento que lo había cercado en los últimos meses, desde el día en que creyó que había llegado por fin la hora del desquite, la hora de palpar los hermosos sueños y en que aceptó la duda de que tal vez hubiera llegado demasiado tarde».


(Ídem, p. 10).                


La posibilidad de realizar los hermosos sueños -entre nosotros, en esta determinada intensidad de la existencia latinoamericana- parece que siempre nos llegara demasiado tarde y, además, ya corrompida por nuestro temor ella.

Toda esa rebosante intensidad de frustración acopiada se gatilla una vez y otra, soltándose en un desenfreno de optimismo que, sin embargo, se sabe condenado de antemano por el propio pesimismo acumulado.




Al invierno de nuestro descontento

Así como Juntacadáveres transcurre durante un pegajoso verano, El astillero, la continuación pre-escrita de la saga sanmariana, es una novela del invierno. Llueve o llovizna constantemente en ella. La lluvia que viene de la vasta expansión del río entra por los vidrios faltantes -¡y cómo faltan esos vidrios!- en la oficina fantasmal que Larsen ocupa en el astillero.

Han pasado cinco años desde que Larsen fue expulsado de Santa María. Ahora vuelve. Porque sí, sin que ni él mismo sepa, al comienzo, el pretexto que lo trae a «la ciudad odiada». Así lo ve volver el narrador plural, que nunca está seguro de nada:

«Algunos insisten en su actitud de resucitado, en los modos con que, exageradamente, casi en caricatura, intentó reproducir la pereza, la ironía, el atenuado desdén de las posturas y las expresiones de cinco años antes; recuerdan su afán por ser descubierto e identificado, el par de dedos ansioso, listo para subir hasta el ala del sombrero ante cualquier síntoma de saludo, a cualquier ojo que insinuara la sorpresa de un reencuentro».


(El astillero, p. 60).                


Poco después, llevado por la pura inactividad, Larsen descubre un propósito para su regreso. Pero es más propio -en Santa María- decir que el propósito lo descubre a él, el destino va en su busca. Descubre o es descubierto por el gigantesco complejo en ruinas del astillero que languidece río arriba. Y cerca de él, la mansión del propietario, Jeremías Petrus, habitada por la hija idiota de éste, Angélica Inés.

El propósito «amanece», como se dice bellamente en inglés, en la conciencia de Larsen. Dos semanas después de su llegada, el narrador nos relata:

«... todos lo vimos en la vereda de la iglesia, cuando terminaba la misa de once, artero, viejo y empolvado, con un diminuto ramo de violetas que apoyaba contra el corazón. Vimos a la hija de Jeremías Petrus -única, idiota, soltera- pasar frente a Larsen, arrastrando al padre feroz y giboso, casi sonreír a las violetas, parpadear con terror y deslumbramiento, inclinar hacia el suelo, un paso después, la boca en trompa, los inquietos ojos que parecían bizcos».


(Ídem, p. 62).                


El antiguo proxeneta cincuentón ha ideado cortejar a la heredera retrasada y, al mismo tiempo, ofrecerse como Gerente General del astillero quebrado, en ruinas. O sea, ya que el éxito es imposible, decide engañarse con un fracaso seguro. Pretender una novia que no vale la pena tener, y suponerse empresario de un buque fantasma (el astillero ya no construye o repara barcos, sino que se hunde él mismo), es la nueva empresa de Larsen. Y ésta es su sede:

«... miró el par de grúas herrumbradas, el edificio gris, cúbico, excesivo en el paisaje llano, las letras enormes, carcomidas, que apenas susurraban como un gigante afónico, Jeremías Petrus & Cia. [...] ...y a su espalda el incomprensible edificio de cemento, la rampa vacía de barcos, de obreros, las grúas de hierro viejo que habrían de chirriar y quebrarse en cuanto alguien quisiera ponerlas en movimiento».


(Ídem, p. 63).                


Es preciso no engañarse: Larsen no cree en la posibilidad real de estas empresas, en ruinas, la sentimental y la económica, sino que decide actuar como si creyera en ellas. Es decir, para no engañarnos nosotros, los lectores, es importante estar atento a la manera cínica y deliberada, y a la vez indispensable, con la que Larsen se engaña a sí mismo. A pesar de que todo a su alrededor está podrido -hasta la «esponja de las maderas»- y él lo sabe, decide creer -sin creer- porque es un modo como cualquier otro de seguir viviendo. Como juegan a creer los únicos dos funcionarios que sobreviven en el astillero, Gálvez y Kunz.

Gálvez, el Gerente Administrativo que vive en una casilla de madera, una vieja timonera de un pesquero desguazado, con su mujer. Y Kunz, el Gerente Técnico, que habita una covacha del astillero, y observa todo el día un álbum de estampillas, o copia en un pergamino el plano azul de una perforadora.

Ambos sobreviven pagándose sus sueldos a sí mismos mediante el recurso de vender las máquinas viejas y herrumbradas de la fábrica, por el valor del metal, al peso, a unos «rusos» que se presentan una vez al mes con un camión. Así, el astillero que desguazaba buques va siendo desguazado él mismo, poco a poco: devorado por sus propios empleados que, a falta de otra cosa, se alimentan de la fábrica que debería alimentarlos.

Gálvez le anota a Larsen en los libros de contabilidad, cada mes, un sueldo de 5.000 pesos que nunca cobrará, por supuesto, pero que suena adecuado a la dignidad de su cargo. Pronto, hambriento y humillado, Larsen acepta su parte en las ventas clandestinas de chatarra.

Espléndida imagen del discurso de la dignidad -personal e institucional- que camufla al fracaso social y económico, y la consiguiente corrupción en nuestras sociedades. Se trabaja en tareas improductivas, para cobrar un dinero que no paga lo que necesitamos. Sólo queda el recurso a la corrupción, a corrompernos -mucho o poquito- y sacar algo de lo que se corrompe en torno nuestro.

El éxito en una empresa fracasada, se me ocurre, ha de ser fracasar totalmente. Larsen lo sabe o lo sospecha (en Santa María todo saber es sospecha).

Luego de semanas o meses inverificables -el narrador nunca está seguro-, pero siempre en el invierno de este descontento, allí donde no pasa nada ocurren dos cosas súbitas: el pretendido Gerente Administrativo, el señor Gálvez, renuncia y desaparece, es decir, huye. Y el viejo Petrus es encarcelado en Santa María, acusado de emitir títulos falsos, acciones sin respaldo de capital para solventar su empresa fantasma.

Larsen va a la cárcel a ver a Petrus, y allí ocurre otra de esas paradojas que en Santa María son necesidad: Larsen se pone una vez más al servicio de este patrón de la farsa. Incluso en esas circunstancias no quiere o no puede dejar de engañarse. La razón -pero sería mejor en Santa María hablar siempre de la sinrazón- se ha expuesto a todo lo largo del libro:

«Fuera de la farsa, que había aceptado literalmente como un empleo, no había más que el invierno, la vejez, el no tener donde ir...».


(Ídem, p. 123).                


Es decir -digo yo-, llega un momento en nuestros países y en nuestras vidas cuando el engaño es la única verdad que nos queda.

Tras lo cual se me hace inevitable que Larsen compruebe lo que él y nosotros veníamos sospechando:

«... sintió el aire mordiendo y enrarecido; estuvo buscando la luna pero no encontró más que la plata tímida del resplandor. Fue entonces que aceptó sin reparos la convicción de estar muerto».


(Ídem, p. 223).                


Podría escribirse un tratado sobre las diversas maneras de estar muerto -o de que la vida sea un morir- en las ciudades imaginarias americanas. Evocar la Yoknapatawpha de Faulkner en su As I lay dying, donde Addie Bundren ve desde el lecho de muerte a su marido preparando su ataúd, sin envidiar en absoluto a los vivos; y al contrario, despreciándolos, pues es su superior.

Recordar el modo de morir en el páramo de Pedro Páramo, donde los muertos sufren resignadamente el limbo entre el más acá y el más allá que habitan. No poder morir del todo es su problema. Comala y Santa María se miran desde las orillas opuestas del mismo río, la sequía del páramo muerto y la infinita fertilidad de la pampa húmeda y viva, comparten ese Estigia: los que en Comala no pueden irse al más allá, y en Santa María los que están en el más allá, por muy acá que se encuentren. Maneras de morir es lo que nos sobra en Hispanoamérica.

Siempre descendiendo en esta geografía imaginaria, hacia el sur, en Macondo el tiempo predicho en los cuadernos de Melquíades es la forma que tienen sus habitantes de morir en vida: «Porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra».

(Cien años de soledad, p. 548).                


Yoknapatawpha, atrapada en una agonía continua.

Comala, ciudad fantástica de muertos conformes, intensa y católicamente resignados.

Macondo, donde no hay una segunda oportunidad.

Santa María, donde los vivos saben que están muertos, aunque sigan viviendo.

En Santa María se muere de antemano: se nace así: «Me parieron y aquí estoy» (El astillero, p. 179), dice una mujer, resumiendo su vida. Los vivos sospechan muy pronto que están, en el fondo, aniquilados: yerta la esperanza, marchita la posibilidad y hasta el deseo de la libertad. Sólo queda discurrir en qué engaño o farsa ocupar el tiempo:

«... hasta el día remoto en que su muerte dejara de ser un suceso privado».


(Ídem, p. 223).                


Así el famoso final que, como casi todo en El astillero, tiene dos versiones. En una de ellas, Larsen huye de Santa María por segunda y última vez. Acabado, enfermo, se embarca en una lancha al amanecer:

«Larsen, abrigado con las bolsas secas que le tiraron, pudo imaginar en detalle la destrucción del edificio del astillero, escuchar el siseo de la ruina y del abatimiento. Pero lo más difícil de sufrir debe haber sido el inconfundible aire caprichoso de septiembre, el primer adelgazado olor de la primavera que se deslizaba incontenible por las fisuras del invierno decrépito. [...] Murió de pulmonía en el Rosario, antes de que terminara la semana, y en los libros del hospital figura completo su nombre verdadero».


(Ídem, p. 233).                





De la ilusión liberal a la corrupción total

«Los gobiernos pasan y todos dicen que sí, que tiene razón; pero pasan y no arreglan».


(El astillero, p. 67).                


Esto protesta la hija de Petrus, Angélica Inés; pero podría protestarlo cualquiera de los habitantes de Santa María, en El astillero (o de las incontables Santa Marías en Latinoamérica).

Petrus, como cualquier otro quijotesco empresario o gobernante latinoamericano quebrado, promete que revitalizará la compañía. Todo es cuestión de movilizar al gobierno, a la justicia. Para eso trota por ministerios y tribunales. Y asegura:

«Todo indica que muy pronto el juez levantará la quiebra y entonces, libres de la fiscalización, verdaderamente asfixiante, burocrática, de la Junta de Acreedores, podremos hacer renacer la empresa...».


(Ídem, p. 77).                


¡Esa «Junta de Acreedores»! A algunos les evocará a la junta de acreedores global que nos asedia, el FMI (siempre es más fácil culpar a Shylock por cobrarnos, que reconocerle habernos prestado). Pero yo prefiero evocar lo que nos debemos a nosotros mismos: evocar nuestras deudas impagas con la modernidad, con la libertad, con la civilización, incluso.

Y cómo no tenerle, a pesar de su mala fama, un cierto cariño a Petrus, ese empresario o líder loco que sueña con levantar la quiebra verdaderamente metafísica que un juez -y acá la idea de fracaso latinoamericano remonta hasta algún juicio original y una condena divina- ha decretado.

Larsen le tiene ese cariño a Petrus. Es, también en esto, inesperado, paradójico. Hoy se diría: políticamente incorrecto. De toda su ira y su mentira -ira mentida-, Larsen destila uno de los escasos momentos de ternura que trizan su cinismo en el curso de esta saga. Cuando, hacia el final, va a visitar a Petrus a la cárcel de Santa María, y éste le repite, contra toda evidencia, que está a un tris de que por fin se haga justicia y de poder reiniciar labores y echar a andar el astillero. Larsen, en vez de desmentirlo de una vez por todas, piensa:

«"Cómo me gustaría darle un abrazo, o jugarme la vida por él o prestarle diez veces más dinero del que pueda necesitar"».

(Ídem, p. 211).                



Pero, claro, no lo hace. No puede ya desengañarlo, ni desengañarse. Y, tal como sus compinches, sigue vendiendo, por trozos, la carroña del astillero que su jefe anciano trata -mentidamente- de salvar. Es decir, acepta plenamente que la corrupción -de la verdad y de la moral y de la vida- serán su verdad, y su moral y su vida. ¿De qué otra cosa vivir cuando él único negocio que nos paga es la corrupción?

La corrupción de la idea liberal de progreso, ilustración, y civilización que animó las primeras décadas latinoamericanas -siempre en lucha contra la barbarie, como lo vio Sarmiento-, se transforma ella misma en «proyecto», alimento, ideología.

El progreso que en Juntacadáveres era la fundación de una empresa de amor pagado -o sea la corrupción del amor-, en El astillero se vuelve una empresa de amor imposible, ya quebrada, ante lo cual sólo queda vivir de los despojos corruptos que quedaron de aquel sueño. Y para no vomitar tanta podredumbre, engañarse con una suerte de activa desidia:

«Lo único que queda para hacer es precisamente eso: cualquier cosa, hacer una cosa detrás de otra, sin interés, sin sentido, como si otro (o mejor otros, un amo para cada acto) le pagara a uno para hacerlas y uno se limitara a cumplir en la mejor forma posible, despreocupado del resultado final de lo que hace. Una cosa y otra cosa sin que importe que salgan bien o mal, sin que nos importe qué quieren decir».


(Ídem, p. 114).                


Difícil formular mejor el trajinar ineficiente, porque sí, del latinoamericano que tantas veces trabaja simplemente porque algo hay que hacer, «sin que importe que salga bien o mal», porque al fin y al cabo, ¿qué diferencia hará el trabajo en su vida? El progreso personal o social es sabidamente imposible, pues no queda en el futuro, sino que pertenece a un pasado que lo frustró de antemano.

«Todo se pudrió, como el país», me decía mi viejo fígaro, en los sótanos de Harrods, ese astillero hundiéndose en el corazón de Buenos Aires.

Y Gálvez, el Gerente Administrativo del astillero de Onetti, se lo confirma a Larsen:

«Al fin todo se pudre, todo cría cáscara y hay que tirarlo o venderlo. Para eso está; y para conseguir negocios».


(Ídem, p. 80).                


El astillero, -como el estado latinoamericano y las empresas de éste y las privadas que se crearon al amparo de las protecciones estatales en la era de la política sustitutiva de importaciones y la teoría de la dependencia-, va siendo desguazado y con el producto de la venta de sus metales, por lo que pesa el hierro o el cobre o el acero oxidado, sobreviven -mal- los cesantes disimulados, los gerentes del paro, los burócratas de la ineficiencia y el desconsuelo.

La enajenación de las entrañas de nuestra fábrica en ruinas no acaba en el símil de la venta de lo privatizable y la ruina de lo invendible. Sino que se parece demasiado, también, a la explotación de nuestros recursos naturales -los no renovables- y la depredación de los otros, como para no aprovechar de leer la metáfora de este modo. Nosotros mismos vamos arrancando las cuadernas del barco en el que navegamos para venderlas y pagar un viaje inmóvil, hacia abajo, que nos hunde en un puerto del que no acabamos de salir.

Toda Latinoamérica como un gigantesco astillero astillado, en ruinas. El lugar donde se hacen astillas nuestras ilusiones. La empresa de la modernidad la corrompemos o bien nos viene ya corrupta -como el prostíbulo de Juntacadáveres. El caso es que la aceptamos a medias y luego la boicoteamos. La libertad resulta siempre demasiada para nosotros -la casita celeste cerca de la costa nos atrae y nos asusta. Pronto damos un golpe o armamos una revuelta, alguna revolución. Y expulsamos a los que una vez acogimos como liberadores. Una vez y otra, siempre tan siempre, el astillero donde íbamos a construir los barcos de nuestro progreso cae en quiebra. Por sus vidrios rotos y faltantes se filtra la lluvia helada de la pobreza, la peor: ésa que ya no esperamos que termine.

«Nosotros los pobres» (Ídem, p. 229), murmura Larsen, en un momento de sinceramiento final, cuando renuncia al fingido romance con la heredera idiota y en su lugar se acuesta con la sirvienta y reconoce en su cuarto el entrañable olor a miseria del que quiso escapar, pero que siempre será el suyo.

Nadie sabe -y el que pretenda saberlo no conoce Santa María- las causas remotas, o siquiera las inmediatas, del fracaso latinoamericano. Pero es cierto que en esa orilla nuestra entre la modernidad esperanzada y la antigüedad desilusionada, afantasmado entre los febriles y los airados, también languidece y actúa porque sí un hombre tan acostumbrado a defraudarse que cada nueva ilusión la emprende con la secreta seguridad de perderla. El río de la historia pasa poderoso por nuestras riberas. A veces cargado de mercantes que vienen a vendernos algo, armas, por ejemplo; o bien, sistemas económicos infalibles. Pero pronto, ya lo sabemos, muy pronto, el río queda otra vez vacío e «ileso», como antes de que estuviéramos aquí. Algo pasa en nuestros astilleros que adaptamos mal el barco de la modernidad, y éste se corroe y corrompe incluso antes de navegar.

Mientras tanto, nuestros presidentes y dictadores, nuestros líderes y hombres fuertes, nuestros Jeremías Petrus, siguen prometiéndonos el desarrollo. Sólo tenemos que esperar todavía -siempre- un poquito más. Y llegaremos a vivir para ver abrirse de nuevo los astilleros de la esperanza y la prosperidad, los grandes salones de Harrods, por ejemplo.

Ojalá. Porque si finalmente saliéramos del realismo y se cumpliera en Latinoamérica ese cuento fantástico del desarrollo, una consecuencia no menor sería que podríamos hacer una lectura completamente distinta de la metáfora envuelta en la Santa María de Onetti. Podríamos leerla -como se ha sugerido varias veces- en pura clave literaria y metafísica. Abandonaríamos estas desprestigiadas interpretaciones sociológicas, historicistas y contextuales. Y diríamos que Santa María y Larsen no se refieren a realidad social alguna. Que sólo son metáforas abstractas de la condición del ser humano en cualquier orilla donde se asome al río insondable de la existencia.

Crucemos los dedos; a mí también me gustará leerlo así.








Bibliografía

  • El astillero, Juan Carlos Onetti, Editorial Cátedra, Madrid, 2003.
  • Juntacadáveres, Juan Carlos Onetti, Editorial Alianza, Madrid, 1995.
  • Cuando ya no importe, Juan Carlos Onetti, Editorial Alfaguara, Madrid, 1997.
  • Cien años de soledad, Gabriel García Márquez, Editorial Cátedra, Madrid, 2000.
  • Cuadernos Hispanoamericanos, Edición especial dedicada a Onetti. Números 292-294, Madrid, Oct.-Dic. 1974.
  • «Lección de arena, Pedro Páramo», Juan Villoro, en Efectos personales. Editorial Anagrama, Barcelona, 2001.


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