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Lección de Menéndez Pidal en Río de Janeiro

Manuel Alvar





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Spitzer tenía razón: es un «hombre milagro». Más aún, milagros, increíbles, portentosos, a lo largo de su vereda. Porque el charistmas debe ser comunicado para convicción de incrédulos y para fervor de tibios. Nada semejante -como valor, como prueba última- a aquella exposición (25 de agosto-15 de septiembre) que Brasil nos ofreció. Entonces, gracias a la devoción ajena, pudimos comprender la largura de una enseñanza, la granazón sazonada, la sencillez -perfecta- del prodigio.

Portada del catálogo de la exposición de Río

Portada del catálogo de la exposición de Río

El milagro es, sí, el hombre. Milagro su obra. Pero milagro las obras que en los demás ha hecho florecer. Por vez primera, los españoles insolidarios -¿qué otros tópicos?- se habían encontrado de acuerdo. Allí estaba, homogénea, coherente, la labor de muchos, sesenta, años. El milagro mejor que debemos a Menéndez Pidal: haber hecho ver a los filólogos españoles que la misión no se cumple en la guerrilla y que la fortaleza no se rinde al esfuerzo individual. La exposición de Río de Janeiro proclamaba bien a las claras que se había logrado -por don Ramón precisamente- crear una «ciencia tradicional». El partió, para estudiar nuestras gestas, de las obras de Milá y, lo ha dicho reiteradamente, del sedimento que lograron en Menéndez Pelayo; esta disciplina suya nos regaló la mejor ciencia española. Sin embargo, el esfuerzo no resultó baldío. La lección de Menéndez Pidal valió para muchos campos que a su llegada eran secarral. Gracias a él, la historia de la lengua, la gramática histórica, la dialectología, se convirtieron en frondosos estudios, con savia renovada día a día, pero movida por el impulso -largos sesenta años- que les dio don Ramón. También ahora ciencia española de tipo tradicional. Ni en la historia de la lengua ni en la historia de la literatura habrá de reempezar: las piedras sillares bien asentadas pueden sustentar el peso de todos estos años de trabajo.

El milagro fueron las obras (una a una: Infantes de Lara, Cantar de Mío Cid, Gramática Histórica, Orígenes del español, España del Cid...), pero -¿y más?- también el ejemplo, la seguridad en el trabajo, la vocación abnegada, que hizo surgir, para silencio de agoreros, la escuela española de filología.

Tal vimos a don Ramón en Río. No en su propio milagro, sino en todos sus milagros. No en la mano cariñosa ni en la palabra alentadora con que tantas veces nos ha acogido, sino en la generosidad con que trabajó para todos, para que cada uno de nosotros no tuviera que volver, al principio. Recordemos un verso del Cantar del Cid («a todos alcanza honra el que en buen hora cinxó espada») que podría servir de lema a todos nosotros. Don Ramón ha trabajado para hacernos entrega de un espléndido legado; gracias a él, la honra está en todos nosotros. Dura responsabilidad la nuestra si cada mañana no la iniciamos con el propósito de llevar -por modesta que sea- nuestra aportación a la gran obra comenzada.

Esta fue la lección de Río. Hizo falta que alguien dotado de fina sensibilidad nos la mostrara. Y nuestra deuda para con el gran amigo se abrió como un inmenso «Debe». El profesor Ferreira da Cunha -o nosso Celso- nos hizo ver con ojos nuevos la fecundidad sin sosiego, como un Brasil fertilísimo, de la obra de don Ramón. Un día, ante la portada de la Biblioteca Nacional, un gran cartel: «Don Ramón Menéndez Pidal e sua escola. (60 años de filologia espanhola)». Los rostros madrugadores, -Avenida de Río Branco abajo, hacia Fiamengo, hacia Botafogo, hacia Copacabana- se sorprendieron ante aquel insólito anuncio. Hervía la campaña electoral. Vereadores. Senadores. Gobernadores. De pronto aquella inmensa llamada de letras negras. Nada ofrecía -ni el divorcio, ni el petróleo, ni una vida más poética-; nada pedía. Insólito, anacrónico cartel ante las prisas, entre tufaradas de gas oil, de las lotaçoes. Sin embargo, para nosotros, Celso Cunha -o doctor Celso- había presentado la mejor candidatura. Para nosotros, Menéndez Pidal había renovado su milagro... Justamente en Río -apagados los ecos de los discursos, silenciadas las ovaciones al maestro- se había ganado una gran lección, que valía por muchas elecciones.

Allí, sin torceduras, el camino de nuestra mejor ciencia; allí la esperanza -conciencia ya- de nuestro esfuerzo sin descanso; allí el milagro, los milagros, de don Ramón, «esse homem-milagre».





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