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ArribaAbajo8.ª lección

Comedias de Juan de la Cueva, Cristóbal de Virués, Andrés Rey de Artieda, y Miguel Cervantes de Saavedra


Juan de la Cueva, natural de Sevilla, fue, aunque en una escala muy inferior, semejante a Lope de Vega, en la afluencia de su vena poética, en la variedad de los géneros que cultivó y en la corrección de sus versos, siempre fluidos, pero que pocas veces dejan de ser preciosos. Limitándonos al género dramático, fue inventor de la comedia histórica, y el primero que introdujo en el teatro reyes y grandes personajes, y sitios, asaltos de ciudades; pero conservó en sus composiciones las mismas formas novelescas del drama de Naharro.

Su imaginación, más desarreglada que rica, no le permitió inventar nada, sino echar a perder todos los argumentos que tocó. Casi nada interesante se encuentra en sus dramas, porque en todos ellos falta a la verosimilitud moral. Si pinta a Bernardo del Carpio, queriendo hacer de él un héroe, sólo saca un insufrible baladrón. Si quiere describir un príncipe tirano, como en dos comedias que llevan este título, le hace cometer atrocidades inauditas que horrorizan, y que están fuera de la naturaleza humana. Estos dos dramas son los primeros de nuestro teatro, que forman una misma historia. Esta costumbre se adoptó después, y muchas comedias tuvieron segunda, tercera, y hasta quinta parte.

Los recursos de Juan de la Cueva en las piezas novelescas de su invención, se reducen a encantamientos, hechicerías, furias, deidades mitológicas y tramoyas   —156→   teatrales. Introdujo en los dramas todo género de metros, octavas, quintillas, estanzas líricas; costumbre que se arraigó en nuestro teatro.

En medio de tantos defectos que hacen intolerables sus composiciones, y de la desigualdad constante de su estilo, hay algunos trozos bien escritos, de cuya noticia ni queremos ni debemos defraudar a nuestros oyentes.

En la comedia del Cerco de Zamora, distribuida en cuatro jornadas, como todas las de Juan de la Cueva, un soldado desde la muralla de la plaza avisa al rey don Sancho de la traición de Bellido Dolfos; e intercala en su razonamiento algunos versos de un romance antiguo: «artificio ingenioso, dice el señor Moratín, que siempre produce muy buen efecto en la escena, si se aplica con oportunidad como él lo hizo». Los versos son éstos:


   Rey don Sancho, rey don Sancho,
no dirás que no te aviso;
que del cerco de Zamora
un traidor había salido.
Llámase Bellido Dolfos,
hijo de Dolfos Bellido:
cuatro traiciones ha hecho,
y con ésta serán cinco.



En la comedia de La Libertad de España por Bernardo del Carpio, después de un razonamiento furibundo e insufrible de este personaje, pone en su boca la siguiente octava contra Carlo Magno y los Pares de Francia:


   Si en el centro del mar por más seguro,
Carlos, a ti y tus doce pares lleva el miedo,
o al reino horrible del Erebo oscuro
temiendo lo que en todos hacer puedo,
en su profundidad no os aseguro,
que allá os irá buscando mi denuedo;
y si al cielo os subís, allá la muerte
os iré a dar con este brazo fuerte.



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Éstos no son los peores versos de Juan de la Cueva, si se exceptúa el cuarto, puesto solamente por la rima, pero no son a propósito en boca de un héroe.

Esta comedia acaba con el siguiente desatino, repetido muchas veces en los dramas de Juan de la Cueva. Lograda la victoria de Roncesvalles, en que Bernardo solo dio muerte a todos los doce pares, desciende Marte del cielo, corona a Bernardo, y le dice:


   Yo só el Dios Marte, que tan alto hecho
quise remunerar, tu esfuerzo y maña:
y esta corona de laurel te endono
y por segundo Marte te corono.



Maña es ridículo después de esfuerzo y de un alto hecho. Pero los dos últimos versos son buenos; y es sensible que hayamos perdido el verbo endonar de buen sonido y formación, del cual sólo se usa hoy en estilo festivo, cuando se quiere afectar un arcaísmo. El verbo dar no tiene su fuerza, aunque le es sinónimo, ni suena tan bien para la poesía. En general deben conservarse cuantas voces anticuadas se puedan: no disminuyamos la riqueza del idioma ni los recursos de la versificación.

En La Constancia de Arcelina, drama disparatado si los hay, Orbante por complacer a su amigo Fulcino evoca a Tesifona, una de las furias del Averno. Los versos de esta escena son muy buenos y correctos generalmente hablando.

ORBANTE
¿Del dulce fuego del amor que aspira
tu firme pecho eres conmovido,
fiel Fulcino, a despreciar la ira
del reino horrible del eterno olvido?
¿Y quieres ver (que su crueldad no admira
tu escelso corazón de amor regido)
los que habitan el triste río Aqueronte
y los del encendido Flegetonte?
¿Y quieres por mi apremio poderoso
que parar haga de Yxión la rueda,
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que tenga Ticio de su mal reposo,
que Sísifo en descanso verse pueda
que deje el Can trifauce el espantoso
ladrido, y salir fuera les conceda
a las terribles Furias y a mi mando
vengan, el reino de Plutón dejando?
FULCINO
Cuando por mi amistad, amigo Orbante,
hicieres que pervierta el movimiento
el sol, que no se mueva el cielo errante,
que del infierno pare el cruel tormento,
entenderé de tu amistad constante
que es poco, y esto ha dado atrevimiento
a mi necesidad pedir tu amparo
por entender que no has de serme avaro.
ORBANTE
Para que se confirme en esta parte
lo que entiendes de mí, Fulcino amigo,
y ¡cuánto gusto mío es agradarte
y verte libre de cruel castigo,
a aquella parte cumple desviarte
en tanto que con magno apremio ligo
al rey Estigio del sulfúreo infierno
y a los ministros del castigo eterno!...
Agora es tiempo ¡oh tú Plutón potente!
que des lugar al fuerte encanto mío
sin que impida ningún inconveniente
lo que demando y lo que ver confío;
y es que envíes con priesa diligente
un alma de tu estigio señorío,
a ver la luz del mundo que aborrece
y a declarar un caso que se ofrece...
Si así no lo hicieres, dura guerra
a tu reino daré con nuevos males:
con luz heriré el centro que te encierra
mostrando tus cavernas infernales;
tus tres jueces, que aquel que en vida yerra
condenan a las penas eternales,
quitaré de su asiento y duro mando
si no me das, Plutón, lo que demando.
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TESIFONA
Potente Orbante, cuyo fuerte encanto
al reino de Plutón todo ha movido
de tal suerte, que puesto en grave espanto
el uso del tormento ha suspendido:
mira qué pides, no te tardes tanto,
que sólo a que tu mando sea cumplido
me envía el rey de la región oscura
a ver la luz a los dañados dura.


En el mismo drama se queja Arcelina, fugitiva y oculta en las asperezas de los montes, de su triste suerte.

ARCELINA
Injusto y severo amor,
que me traes a tal estremo
que ausente la vida temo
porque vivo en tal dolor.
¿Qué puedo hacer ¡ay, cuitada!
del cielo tan perseguida
y del mundo aborrecida
y de Menalcio apartada?
Huyendo la cruda muerte
que a mi hermana di, ¡ay cruel!
ausente vivo de aquel
que causó mi acerba suerte;
en estas malezas moro,
sola, entre animales brutos,
comiendo silvestres frutos,
bebiendo el agua que lloro.
Paso el día suspirando
de ansias y recelos llena,
revuelta en mi culpa y pena,
la noche en vela llorando
miro, ¡ay sin ventura! al cielo,
a quien enemiga soy,
cuéntole el mal en que estoy,
y no hallo en él consuelo...
Es tal el temor que tengo
y el amor que en mi alma está,
que acometo a ir allá,
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y queriendo ir me detengo.
Con sobresaltos resuelvo
esconderme en la espesura,
donde nada me asegura,
y a mi acerbo llanto vuelvo.
Del silbo del ganadero,
del canto del ruiseñor,
del aire si hace rumor
me sobresalto y altero.


En la comedia del Infamador, que seguramente sirvió de tipo a Tirso de Molina para la del Burlador de Sevilla, pone la siguiente descripción en boca de una Celestina, maltratada por la dama que iba a seducir.

TEODORA
Pensando el caso contar
se me renuevan mis penas
y la sangre por las venas
siento de temor helar.
Mas siendo de ti mandada,
aunque huye la memoria
renovar la triste historia
de mí, te será contada:
sabrás, Lucino, qué fue.
Voime a casa de Eliodora,
y siendo oportuna hora
a hablar con ella entré.
Hallela en un corredor
de muchas dueñas cercada
ricamente aderezada
revuelta con su labor.
    Levantáronse en el punto
que yo entré, y ella, alargando
su mano, y la mía tomando,
me sentó consigo junto.
    Quedando solo con ella
(que era lo que deseaba),
queriendo hablar no osaba,
y osando paraba al vella.
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Al fin sacudí el temor
y apresté la lengua muda,
viendo que al osado ayuda
fortuna con su favor.
    Díjela: bella Eliodora,
mi bien y señora mía,
perdonalde esta osadía
a vuestra sierva Teodora.
Yo vengo sólo a deciros
que deis lugar que Lucino
(pues cual sabéis es tan dino)
ose ocuparse en serviros.
Notoria es su gentileza,
discreción y cortesía.
Su donaire y bizarría,
su hacienda y su franqueza.
No tenéis en qué dudar,
bien podéis corresponder,
que tan ilustre muger
tal varón debe gozar.
Ella, que estaba aguardando
el fin de mi pretensión,
en oyendo esta razón
dio un grito al cielo mirando.
Y dijo: dime, traidora,
¿qué has visto en mí, qué has oído,
o qué siente ese perdido
del nombre y ser de Eliodora?
Si las cosas que contemplo,
no impidiesen mi ira fiera,
a bocados te comiera
dando de quien soy ejemplo.
En diciendo esto se fue,
y las dueñas acudieron,
y de mí todas asieron,
que sola entre ellas quedé.
Las unas me destocaban,
las otras me descubrían,
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otras recio me herían
con mil golpes que me daban.
Después de estar muy cansadas
de tratarme como digo,
dijeron: este castigo
no nos deja bien vengadas.
Los cabellos me cortaron
con crudeza que da espanto,
y sin tocado ni manto
en la calle me arrojaron.


Estos versos prueban que no faltaba a Juan de la Cueva talento para la comedia de costumbres, sino juicio y corrección.

La misma vieja, que también era hechicera, acompañada de otras dos mujercillas, hace el siguiente conjuro:

TEODORA
Pon la vista al Oriente
en tanto que aderezo
estos lienzos mojados en la onda
de Flegetón ardiente,
y pongo el aderezo
para que el triste Averno me responda.
Si de la estancia honda
donde tiene su asiento
del Erebo la reina poderosa,
espíritu saliere u otra cosa,
ten cuenta, y mira el viento
si cuervo o si paloma pareciere,
o siniestra corneja se ofreciere.
TERENCINA
Con prósperas señales
de fatídico agüero
se nos demuestra el cielo generoso
en ocasiones tales;
si en esto es verdadero
el disponer del hado venturoso,
hoy será victorioso
Lucino desdeñado,
que en este punto con ligero vuelo
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dos palomas bajar vide del cielo
que Venus ha enviado
y sobre un verde mirto se pusieron,
y cogiendo dos ramos de él, se fueron.
TEODORA
Tiende en torno esos lizos
por donde yo derramo
estas cenizas del Tinacrio monte
y con fuertes hechizos
a responderme llamo
los espíritus negros de Aqueronte.
Antes que el horizonte
se cubra, ¡oh triste Huerco!
a quien con ronca voz fuerzo y apremio,
dale a mis obras el debido premio.
Y ponme en este cerco
una señal que el fin que intento aclare
por donde yo lo que será declare.
TERENCINA
Por la virtud que tiene
esta esponjosa piedra,
desde el nevado Cáucaso traída,
que en este vaso viene,
por esta blanda yedra
que en la cumbre del Hemo fue cogida,
que luego sea movida
tu voluntad al ruego,
¡oh Plutón! ¡oh Proserpina hermosa!
y sin negarnos al intento cosa
nos deis aviso luego
si la demanda mía y de Teodora
moverán hoy el pecho de Eliodora.


El señor Moratín elogiando estos versos, censura que el autor los pusiese en boca de seres tan despreciables. No podemos dar nuestro asenso a una censura tan rígida, que si es justa, debe también recaer sobre la escena de Calisto y Melibea, en que evoca Celestina los dioses infernales. Aunque fuesen mujerzuelas de la plebe más ínfima, en la hipótesis de que tuviesen trato con los espíritus del Averno y   —164→   de que pudiesen mandarlos (hipótesi verosímil para los auditorios del siglo XVI), no debe extrañarse que el lenguaje y las fórmulas de las evocaciones sean más elevados que el estilo común de su humilde clase, y digna de las inteligencias invisibles con quienes hablan. ¡Ojalá no tuviéramos que echar en cara a Juan de la Cueva otro defecto!

Al concluir el examen de sus obras, no podemos dejar de observar que introdujo en el teatro español dos innovaciones importantes. La primera fue el uso de todas las riquezas de la poesía castellana, empleadas a la verdad sin discernimiento, pero que otros poetas más juiciosos podían ya a su ejemplo prodigar con oportunidad. La segunda fue haber extendido el dominio de la musa teatral a los argumentos históricos: en lo que abrió una riquísima mina a los poetas que le sucedieron.

Cristóbal de Virués, valenciano y militar de profesión, siguió el mismo género de Juan de la Cueva, y exageró sus vicios en las composiciones dramáticas que dio a luz con el título bien merecido de tragedias, pues exceptuando una de que hablaremos después, en todas las demás perece mucha gente. En la de Atila furioso mueren de diferentes maneras cincuenta y seis personas y la tripulación de una galera, que fue quemada. Los caracteres por lo general son atroces; las situaciones amatorias, indecentes; las trágicas, horribles, y hasta nauseosas; y ninguno de estos defectos está resarcido con el mérito de la versificación, que tal vez nos hace perdonar mucho en los dramas de Juan de la Cueva.

Dividió sus tragedias en tres jornadas, que él llamó partes. La de La gran Semíramis tiene la misma división. En la parte primera casa Semíramis con Nino, rey de Asiria. En la segunda da muerte a su marido y usurpa el trono. En la tercera muere a manos de su hijo. De esta monstruosa composición no hablaríamos si no hubiese tomado el asunto de ella   —165→   Calderón para sus dos comedias, primera y segunda parte de la Hija del Aire, que analizaremos cuando lleguemos a hablar de este poeta.

La única composición en que Virués renunció al delirio de su fantasía y manifestó querer someterse a las reglas clásicas de los antiguos, fue la tragedia de Elisa Dido, dividida en cinco actos, de los cuales cada uno acaba en un coro. Las unidades de lugar y de tiempo están bien observadas: la acción sencilla. Dido, resuelta a conservar la fe a las cenizas de su marido, sigue solicitada por Yarbas, rey de Numidia, que quiere casarse con ella, envía contra él un ejército que es vencido. Finge entonces admitir la pretensión del númida, prepara la hoguera como para un sacrificio, y se da la muerte en ella. Esta acción está involucrada con los amores episódicos de dos generales suyos, que la aman, aunque no son correspondidos, y con las quejas de dos damas de la reina a quienes antes habían obsequiado. Estos episodios ridículos hacen insufrible la lectura del drama, y probablemente su representación.

Los únicos versos de Virués que el señor Moratín ha creído dignos de ser copiados en sus Orígenes, son los de un coro de la Dido en que se declama en versos bastante prosaicos contra la tiranía del amor, y los siguientes de la Semíramis, en que esta princesa expresa a su hijo Ninias su incestuosa pasión:

SEMÍRAMIS
Mayor dolor que la muerte
me causará el alejarte,
que mi tormento más fuerte
será no poder mirarte,
pues mi mayor gloria es verte.
Muera, y sea en tu presencia,
(que muerte será gustosa)
y no viva yo en ausencia,
que es muerte más rigorosa
y más áspera sentencia.
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   No puedo sin ti pasar,
no puedo sin ti vivir:
por fuerza te he de buscar,
por fuerza te he de seguir,
por fuerza te he de alcanzar.
No puedes huir de mí,
que he de correr mucho yo
pues quiere que sea así
el cruel que me hirió
dejándote sano a ti.


Hame parecido suficiente esta muestra para probar el corto mérito de Virués como poeta. Estos versos, que no serían tan despreciables en tiempo de Naharro, eran ya prosa pura en la segunda mitad del siglo XVI, cuando tantos y tan excelentes poetas habían enriquecido nuestra lengua y versificación.

Andrés Rey de Artieda caballero aragonés, fue militar de profesión. Recibió tres heridas en la batalla de Lepanto. Ya antes en la de Mulberg se había distinguido atravesando a nado el Elba con la espada en la boca, con otros españoles, y apoderádose a vista del enemigo de unas barcas que sirvieron al ejército de Carlos V para pasar el río. En su juventud había enseñado astronomía en Barcelona antes de dejar la carrera de las letras por la de las armas. Compuso una tragedia y tres comedias; pero sólo ha quedado de ellas la noticia de sus títulos. Si nos hemos detenido algo en su biografía, ha sido por mostrar que en aquel siglo de oro de nuestra literatura la juventud española, al mismo tiempo que emprendía grandes y gloriosas hazañas, cultivaba las letras y las ciencias.

Hemos llegado a Miguel Cervantes de Saavedra. Confieso que me cuesta repugnancia hablar del genio más grande que ha existido en nuestra nación, considerándolo solamente como versificador y como poeta cómico, y verme obligado a olvidarme del autor del Quijote, para entrar en el examen de sus composiciones dramáticas. ¡Cuánto más agradable sería para   —167→   mí el análisis de esta obra inmortal, que el triste espectáculo de un Cervantes confundido entre los Cuevas, Alonsos de la Vega y Virués, y acaso inferior a ellos! Pero la misma celebridad de su nombre me impide pasar en silencio lo que fue como poeta dramático. Cumpliré, pues, mi deber, aunque con repugnancia y brevedad. Yo me vengaré algún día, cuando al tratar de las obras en prosa, llegue la ocasión de examinar la Epopeya del héroe de la Mancha.

Cervantes conocía de sí mismo que no había nacido poeta, entendiendo por esta palabra, no creador o inventor, que es su sentido original, sino versificador. Su talento, tan grande, tan rico, tan variado en la prosa, quedaba reducido casi a nada entre las ligaduras del número y del consonante. Es tan difícil de explicar este fenómeno ideológico, como el empeño que siempre tuvo Cervantes en versificar, a pesar del constante mal éxito de sus ensayos.

Las composiciones dramáticas que quedan de él están escritas en verso, excepto algunos entremeses en prosa, en los cuales vuelve a aparecer la gallardía de dicción y sal nunca desmentida del autor del Quijote. Los más célebres de sus dramas son Los Tratos de Argel, la tragedia de Numancia, y la comedia Confusa. Esta última parece que fue lo mejor que escribió para el teatro, y obtuvo muchos aplausos; pero se ha perdido. Su autor la llamó comedia de capa y espada, denominación admitida ya en su tiempo para distinguir las que tenían por interlocutores personas particulares, y para cuya representación no necesitaban los actores más que el traje usual español, de los dramas históricos en que se usaba más aparato en vestidos y decoraciones.

Los Tratos de Argel y la Numancia son dos dramas en el género de los de Juan de la Cueva. En ellos se mezclan personajes alegóricos con los verdaderos. Poca acción, muchos episodios, los defectos comunes de aquel tiempo, y ninguna idea luminosa,   —168→   ninguna grande invención que anuncie el genio creador, nos hacen leer estos dramas con cierta lástima de su autor. No así las comedias que escribió después de 1588, y que en nuestro tiempo dio a luz don Blas Nasarre. No hay lector tan animoso que pueda leer una entera sin descansar muchas veces.

Sólo añadiremos que Cervantes, aun en las cosas que compuso de menos mérito, aun en las comedias publicadas por Nasarre, es siempre puro, castizo, el primer padre de la lengua. Bajo este aspecto nada hay despreciable en sus escritos.

Para justificar lo que hemos dicho de la versificación de Cervantes en sus composiciones dramáticas, leeremos dos pequeños trozos; uno de Saavedra en Los Tratos de Argel, quejándose de la esclavitud, que no carece de movimiento y pasión; y otro de España, personaje alegórico de la Numancia, hablando con el Duero. Ambos los cita Moratín en sus Orígenes como los mejores de estos dramas.


. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Cuando llegué vencido en esta tierra
tan nombrada en el mundo, que en su seno
tanto pirata encubre, acoge y cierra,
no pude al llanto detener el freno;
que a pesar mío, sin saber lo que era
me vi el marchito rostro de agua lleno
ofreciendo a mis ojos la ribera
y el monte donde el grande Carlos tuvo
levantada en el aire su bandera.
Y el mar que tanto esfuerzo no sostuvo,
pues movido de envidia de su gloria
airado entonces más que nunca estuvo.
Y estas cosas volviendo en mi memoria
las lágrimas trujeran a los ojos
forzadas de desgracia tan notoria;
pero si el alto cielo en darme enojos
no está con mi ventura conjurado,
y aquí no lleva muerte mis despojos,
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cuando me vea en más feliz estado,
o si la suerte o si el favor me ayuda,
a verme ante Filipo arrodillado
mi temerosa lengua cuasi muda
pienso mover en la real presencia,
de adulación y de mentir desnuda,
diciendo: alto señor, cuya potencia
sujetas traes las bárbaras naciones
al desabrido yugo de obediencia...
todos de allá, cual yo, puestas las manos
las rodillas por tierra, sollozando
cercados de tormentos inhumanos,
poderoso señor, te están rogando
vuelvas los ojos de misericordia
a los suyos que están siempre llorando;
y pues te deja agora la discordia
que tanto te ha oprimido y fatigado
y a más andar te sigue la concordia,
haz, buen rey, que por ti sea acabado
lo que con tanta audacia y valor tanto
fue por tu amado padre comenzado.
Con sólo ver que vas, pondrás espanto
a la bárbara gente, que adivino
ya desde aquí su pérdida y quebranto.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Duero gentil, que con torcidas vueltas
humedeces gran parte de mi seno,
ansí en tus aguas siempre veas envueltas
arenas de oro, cual el Tajo ameno,
y ansí las ninfas fugitivas sueltas,
de que está el verde prado y bosque lleno,
vengan humildes a tus aguas claras,
y en prestarte favor no sean avaras,
que prestes a mis ásperos lamentos
atento oído, o que a escucharlos vengas,
y aunque dejes un rato tus contentos
suplícote que en nada te detengas.
Si tú con tus continuos movimientos
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de estos fieros romanos no me vengas,
cerrado veo ya cualquier camino
a la salud del pueblo numantino.



Hemos concluido la reseña de los poetas dramáticos que mediaron entre Lope de Rueda y Lope de Vega, que siguieron, cumplieron y alguna vez exageraron el sistema novelesco de Torres Naharro. Réstanos hablar de los que cultivaron en el mismo período, que llega hasta la última decena el siglo XVI, el género clásico, y se dedicaron a imitar o traducir las comedias y tragedias de griegos y romanos.



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ArribaAbajo9.ª lección

Comedias de Virués, Argensola, y demás entre los dos Lopes


Hemos recorrido y escudriñado las diferentes formas que tomó el teatro español desde las farsas y misterios hasta la época de Lope de Vega. En sus principios fue como mezcla de juegos los más groseros con las abstracciones escolásticas. Se introdujo en nuestras composiciones escénicas el gusto y la moda de los personajes alegóricos. Juan de la Encina dio un carácter bucólico a nuestro teatro, introduciendo figuras pastoriles: mas no dio interés ni a los personajes ni a la acción, generalmente corta como la de las églogas y mal fraguada. Torres Naharro fue el primero que presentó composiciones de regular extensión con acción interesante, y que dio al drama un carácter novelesco. Imitó este género Lope de Rueda, y lo perfeccionó con la buena descripción de algunos vicios de la humanidad; bien que sus personajes cómicos siempre son formados de la clase más baja de la sociedad. Timoneda siguió de cerca sus pasos con bastante felicidad. Juan de la Cueva, Virués y otros, extendieron a la historia el imperio de la poesía dramática, la enriquecieron con todas las reglas de la versificación; pero nada hicieron, nada crearon para su perfección: antes bien, llevaron al extremo el desarreglo de la acción, la mezcla de hechiceros y de personajes alegóricos, y la indecencia y brutalidad de las costumbres escénicas. Puede decirse que a fines del siglo XVI estaba ya corrompido el drama español creado por Naharro.

Era necesario un genio para sacarlo de aquel estado   —172→   de abyección. Este genio pareció, y fue Lope de Vega; pero antes de entrar en el estudio de las obras dramáticas de este grande hombre, y del carácter particular que les imprimió, no debemos dejar incompleta una parte muy notable de nuestra historia literaria, ni omitir los esfuerzos que hicieron varios literatos del siglo XVI, para introducir en nuestro teatro el gusto y la regularidad clásica de los griegos y latinos. Estos esfuerzos fueron simultáneos con los progresos y desmejoras que hizo o sufrió el drama novelesco de Naharro.

Ya hemos visto que Timoneda, aunque imitador del género de Lope de Rueda, escribió los Menecmos, comedia clásica tanto por su origen como por su forma; y que Virués, el más desatinado quizá de los imitadores de Naharro, compuso la tragedia de Elisa Dido, sometiéndose en toda ella a las unidades de Aristóteles, aunque no por eso tenga mérito de ninguna especie esta composición.

Pero hubo otros autores dramáticos que consagraron exclusivamente sus plumas al drama clásico, ya traduciendo las obras de los antiguos, ya componiendo otras a su imitación. El primero de estos escritores que yo sepa, fue Francisco de Villalobos, médico del emperador Carlos V, que tradujo el Anfitrión de Plauto, y de cuyo estilo presentamos algunas muestras en una de las lecciones pasadas. Fernán Pérez de Oliva tradujo después la misma comedia; y hasta el insigne poeta épico Camoens, tuvo la dignación de trasladar en versos portugueses las sales festivas de Mercurio y de Sosia.

Pedro Simón Abril, uno de los mejores humanistas que ha poseído España, tradujo en prosa castellana las seis comedias de Terencio, el Pluto de Aristófanes, y la Medea de Eurípides: pero según las apariencias, estas comedias no se tradujeron para representarse. Sólo las publicó el traductor castellano como un trabajo útil a los que emprendiesen el estudio de   —173→   la latinidad o de la lengua griega. Su intención fue mostrar cómo debían verter al castellano las gracias de aquellos dos poetas.

Éstos fueron los cortos adelantos que hizo entre nosotros la comedia clásica en el siglo XVI. Ninguna fue original: no se hizo más que traducir en este género. Parece que la naturaleza separó en aquel siglo el espíritu de invención cómica de la instrucción literaria. Nuestros humanistas no supieron escribir comedias: cuando un batidor de oro, como Lope de Rueda, y un librero, como Timoneda hallaban en su genio recursos, independientes de la imitación de los antiguos, para entretener al auditorio y excitar sus aplausos.

Pero no sucedió lo mismo con el género trágico. Poetas de primer orden, como Bermúdez y Argensola, se dedicaron a él siguiendo las reglas clásicas, y escribieron tragedias originales, que es necesario estudiar aunque sólo sirva este estudio para conocer con cuánta razón el público español prefirió a la atrocidad y monotonía de estas tragedias los dramas de Lope de Vega.

El primer autor trágico conocido en nuestro teatro, fue Vasco Díaz Tanco, natural del Fregenal, que escribió las tragedias sagradas de Absalón, Amón y Jonatás. Pero estas tragedias, escritas a principios del siglo XVI, se han perdido, y no podemos juzgar de su mérito como dramas, ni de su elocución. En el primer tercio del mismo siglo tradujo el maestro Fernán Pérez de Oliva, uno de nuestros más apreciables filólogos, la Venganza de Agamenón, tragedia de Sófocles, y la Hécuba triste de Eurípides en prosa castellana, y por consiguiente despojadas de toda la fuerza que presta a los pensamientos sublimes la magia de la versificación.

Es verdad que si alguna cosa pudiera suplir en el drama trágico la falta de la poesía, sería la prosa del maestro Oliva, admirable por su número y elegancia   —174→   para la época en que escribió. Leeremos algunos trozos para muestra, tomados de una y otra traducción.

Nadie ignora la historia de Orestes. Clitemnestra dio muerte a su marido Agamenón, cuando volvía triunfante de Troya; y dio su mano y la corona de Argos a su cómplice el adúltero Egisto. Era entonces niño Orestes, hijo de Agamenón; y, por el cuidado de su hermana mayor Electra, huyó del puñal del asesino a otros climas. Mientras Clitemnestra gozaba los frutos del adulterio y de la venganza, Electra, tratada como esclava por Egisto y por su misma madre, se consumía en lágrimas. Orestes llegó en fin a la edad de la fuerza, volvió a Argos fingiendo que traía el cadáver de sí mismo, anunciando su propia muerte, se da a conocer a su hermana, da muerte a su madre, y después a Egisto, que llega a palacio alegre con la noticia falsa que ya le habían dado de la muerte de Orestes.

La acción comienza en el mismo momento que Orestes llega a Argos acompañado de su pedagogo.

Las personas que hablan en esta escena son Ayo y Orestes.

AYO.-  «Éstos son, Orestes, los campos de Grecia, do te han traído tus altos deseos: aquélla que ves lejos, es Argos, la antigua ciudad. Y mira a esta otra parte verás Io, hija de Ínaco, la que cobró su figura en las riberas del Nilo. Y a tu parte izquierda se parece el templo de Juno, de altos edificios, cerca de do están los valles do sacrifican lobos los sacerdotes de Apolo. Reconoce pues, agora, a Micenas, esta ciudad que delante tienes grande y torreada, do tu alma mora: ésta es aquélla do tú siempre has tenido tus nobles pensamientos.

Aquí tu hermana Electra te libró de los cuchillos de tu madre, y te me dio que te criase en buenas costumbres, y te animase siempre a ser vengador de la muerte de tu padre. Aquella casa principal que más alta ves, es la morada de los Pelópidas. ensuciada   —175→   con la sangre de Agamenón tu padre: donde tú eres venido a ganar gloria en la venganza. Agora, pues, ensalza tu ánimo, pensando a cuánto te obliga la virtud de tu padre. Acuérdate de sus heridas, y contempla la gloria de los tiranos sus enemigos que por ellas ganaron, y tendrás bastante atrevimiento para cumplir la empresa que tomaste. Ya la noche es pasada, y el sol muestra las puntas de sus rayos: así que nos queda poco tiempo de tomar consejo; pues es menester habernos antes determinado que las gentes salgan de sus ejercicios. Mirad, pues, vosotros Orestes y Pílades, que para la brevedad del tiempo la diligencia es el remedio, y que la negligencia deja pasar las buenas ocasiones».



Esto se escribía a principios del siglo XVI, y no hay ningún escritor de nuestro tiempo, aun de los mejores, que dejara de reconocer como suya esta frase, este número, esta dicción.

Este razonamiento del Ayo prueba cómo debe entenderse la unidad de lugar, tomada de los poetas griegos, y que se ha querido erigir en un dogma dramático. Esta unidad era necesaria en un teatro de tan vasta extensión que se representaban en él a un mismo tiempo las ciudades de Micenas y de Argos, campos extendidos, el bosque de Io, el templo de Juno, y los valles de Apolo. Era preciso, pues, que la escena fuese permanente. En nuestros teatros no existe esa necesidad: no son tan vastos, y por medio de bastidores y telones pueden representarse diferentes sitios. Y así la unidad de lugar debe ser para nosotros un principio de verosimilitud material, una máxima de convención que no debe infringirse arbitrariamente; pero que tampoco debe ligar al poeta tan estrechamente que falte a la verosimilitud moral aglomerando en un solo sitio sucesos que han debido pasar en diferentes partes, o suprima por esta causa escenas muy interesantes.

Las quejas de Electra cuando aparece en el teatro   —176→   por primera vez, son un modelo de la elocuencia del sentimiento.

ELECTRA.-  «¡O tierra, o aire, o lumbres que en el cielo resplandecéis, testigos sois de mis llantos, decidme si sabréis hasta cuándo durará mi vida atormentada! ¡Ya no hay gentes que no sientan mis gemidos, ni lugar de mi morada que no mane con mis lágrimas! Todos saben mis querellas, y nadie me da consuelo: ¿mas qué consuelo puede haber para mí, que estoy puesta entre tales dolores, cuales son la muerte de mi padre y la vida de mi madre? Mi padre después que venció a los troyanos en guerra de perdurable memoria, después que esclareció su nombre, y estableció las cosas de Grecia, al tiempo que venía a descansar en su casa, como al puerto de sus trabajos, donde por ellos fuese honrado, donde le sirviesen las gentes que fueron salvas por su esfuerzo y su consejo, la malvada de mi madre, con quien él quería comunicar su gloria, lo mató mientras él buscaba manera de ponerse una vestidura, que por su amor vestía. Y tú, Egisto, vencido de sucio amor en que conversas con mi madre, le ayudaste hiriendo la cabeza de mi padre con hachas, a tal priesa, que el esfuerzo y fortaleza no hubiese lugar de hallar remedio. ¡O padre mío, en las crudas batallas de do veniste vencedor no hallaste peligro do murieses, y hállaslo en tu casa! ¡No pudo enemigo tuyo quitarte la vida, y pudo tu muger! ¡Ay que los males no ofenden sino do hallan confianza! La malicia conocida pocas fuerzas tiene. ¡O madre traidora a quien ninguna reverencia debo, pues solamente me pariste para llorar tus malos hechos! Dime, ¿cómo pudiste matar a quien tanto de ti confiaba que te dio lugar para hacerlo? ¿No miraste el infierno lleno de penas, aparejado por castigar las maldades de las gentes? ¿No miraste el merecimiento de Agamenón? ¿No nuestra orfandad? ¿No las leyes que naturaleza acatan? Todo el género humano debería tomar venganza de la grande   —177→   ofensa que le has hecho en corromper tan fieramente las santas leyes del ayuntamiento en que él se conserva. Aunque por otra parte me parece que alguna razón tuviste de matar a mi padre; porque no era digna cosa que de tal marido fueses muger. ¡O mi padre! ¡Padre de esta hija desventurada, que de sus ojos ha vertido más lágrimas que tú de tus heridas vertiste sangre! Si me vieses agora en vil servidumbre, ligero te sería el dolor de tu muerte. Verías tu hija, a quien tanto amaste, aborrecida en su casa: veríasla maltratada por serte piadosa: veríasla hecha fuente de lágrimas por ti: pero no quiero por serte piadosa desearte mal: no quiero que veas lo que aún da gran dolor. Veo yo, desventurada, a Egisto en tu reino usar tus ornamentos reales; veo su cabeza compuesta con aquella corona que de la tuya quitó; veo tu cetro en sus manos, que derramaron tu sangre, las cuales por ser más crueles no han derramado la mía, pues me fueran piadosas si con la muerte me hubieran librado de tantos males cuantos muestro en mis gemidos. Salid, furias infernales, pues no hay misericordia en las gentes: salid furias, infernales, y emplead vuestra crueldad en hombres tan dañados, porque sepan las gentes que han visto estas maldades, que sois vosotras constituidas para venganza».



Orestes con el artificio de traer en un ataúd el cadáver que él finge que es el suyo, se introduce en el palacio de Clitemnestra, y da la muerte a su madre: después de esto hecho llega Egisto alegre porque le habían dado la falsa noticia de la muerte de Orestes y dice:

EGISTO.-  «¡O casas reales, do los días pasaba con temor, y las noches en sobresalto! Agora que ha salido de vosotras la sospecha me seréis muy alegre morada, donde yo vengado de mis enemigos, con mis amigos gozaré los placeres reales. Ya no es tiempo de armas, ni de pensar en muerte, sino de emplear la vida en fiestas de alegría. Quiero ir a Clitemnestra, porque   —178→   su placer y el mío crecerán cuando fueren juntos. ¿Pero qué hombres son estos que vienen a mí demudados? ¿Sus puñales sacan de lugares escondidos? ¡O desventurado de mí, que aquellas manchas de sangre señales me son de lo que quieren hacer!».



Veamos la última escena en que Orestes conduce a Egisto al lugar de su suplicio.

Escena XIII

ELECTRA.- CORO.- ORESTES.- PÍLADES.- EGISTO

ORESTES.-  «Así merecen tales reyes en sus casas ser recibidos.

EGISTO.-  ¿De qué manera?

ORESTES.-  De la que ves que ternemos, si sabes para qué se suelen sacar los puñales.

EGISTO.-  ¿Qué os he hecho yo, mancebos?

ORESTES.-  Mayores males que con tu vida puedes pagar.

EGISTO.-  ¿Vosotros no teméis el castigo que habréis de los míos?

ORESTES.-  No es tuyo lo que hurtaste.

EGISTO.-  Agora conozco que tú eres Orestes, el cual si hubieses memoria de la virtud de tu padre, me habrías compasión.

ORESTES.-  Cuanto él fue mejor, más tú mereces la muerte.

ELECTRA.-  Hermano, no dilates la muerte de éste; y si por ventura cansaste tu brazo en la muerte de tu madre, dame ese puñal, que yo con él en un momento le daré mil heridas.

ORESTES.-  No es este el lugar donde ha de morir: quiero que le matemos do él mató a nuestro padre, porque viendo que de él se toma allí venganza, le sea la muerte doblada.

EGISTO.-  Llevadme pues, presto, que no hay mayor tormento que la vida con hora determinada de morir.

ORESTES.-  Esa es otra causa porque no mueres tan   —179→   presto: queremos primero atormentarte con dejarte pensar el estado en que te hallas.

EGISTO.-  Dadme presto la muerte, pues la vida no me queréis dar: mirad que el don que os pido, a los enemigos no se suele negar.

ELECTRA.-  Nunca Egisto demandó cosa con tanta razón como la muerte, según la tiene merecida. Tú, hermano, no se la niegues; mas antes cumple esta su voluntad cuan presto pudieres, pues que presto la fortuna suele quitar sus buenas ocasiones. Ve, pues, a cumplir esta tan justa venganza, que yo y esta mi compañía te seguiremos.

ORESTES.-  Ten, Pílades, de esotro brazo, llevaremos a éste do reciba el galardón de su merecimiento.

EGISTO.-  Corona, estado y señoríos, lazos que sois de la muerte, quedaos agora a escarnecer los otros hombres, que conmigo hecho habéis ya vuestro oficio».



Estas últimas palabras de Egisto, no se hallan en la Electra, título que dio Sófocles a su tragedia. Son imitación del siguiente dístico latino:


Inveni portum: Sors et fortuna valete.
Sat me lusistis; ludite nunc alios.



No es esta sola la alteración que el maestro Oliva hizo en la tragedia original. Suprimió los coros, añadió el personaje de Pílades, pospuso la escena entre Clitemnestra y su hija Electra, y en el diálogo quitó y añadió a su placer.

Pero no quitó la alegría bárbara de Electra al ver matar a su madre, ni añadió la resistencia interior de Orestes al vengar la muerte de su padre atravesando el pecho de la que le dio el ser, alteraciones que todos los trágicos modernos que han puesto en escena a Clitemnestra, a Semíramis, a Erifile, muertas por sus hijos, han tenido buen cuidado de hacer. Esta diferencia entre el teatro griego y el moderno, aunque no sea clásico, es esencial y depende de la diferencia de principios religiosos y morales.

  —180→  

Entre los griegos la venganza de la sangre paterna derramada era una obligación tan estrecha, que no excluía del castigo a ninguna persona. Así Orestes atravesó sin remordimiento, sin señal ninguna de pesar, y aun con cierta alegría, el seno de su madre. Electra le animaba a la maldad con sus gritos; y los espectadores ni extrañaban aquella atrocidad, ni la manera de ejecutarla, porque uno y otro eran conformes a los principios de su moral. ¿Se sufriría esto en nuestro teatro? No. Nuestros principios morales y religiosos prohíben la venganza; y aunque las nociones erróneas del honor la presenten tal vez como permitida, nunca a costa de los sentimientos sagrados de la piedad filial.

¡Cosa extraña! Un héroe como Temístocles se dejaba amenazar con un bastón; pero hubiera vertido la sangre de su misma madre en venganza de la de su padre. Nadie cometería ahora semejante parricidio; pero tampoco ningún hombre de honor sufriría que le amenazasen impunemente con un palo.

De Hécuba triste leímos ya algunos trozos en una de las lecciones anteriores. En ella no hizo el maestro Oliva tantas alteraciones: conservó los casos y se atuvo más fielmente a la letra del original, que es una tragedia de Eurípides cuya acción es el sacrificio de Polixena en el sepulcro de Aquiles y la venganza que tomó Hécuba de la muerte de su hijo Polidoro, asesinado por Polimnéstor, rey de Tracia. Estas dos traducciones se hallan impresas en el tomo VI del Parnaso español, con las tragedias de Bermúdez y de Argensola, que son las únicas de que nos queda que hablar.

Fray Gerónimo Bermúdez, natural de Galicia, que floreció a mediados del siglo XVI, escribió dos tragedias, intituladas Nise lastimosa y Nise laureada. Nise es anagrama del nombre de la célebre y desgraciada Inés de Castro, querida del príncipe don Pedro, después rey de Portugal. La acción de la primer tragedia   —181→   es la muerte de Inés por orden de Alonso, rey de Portugal, padre y antecesor de don Pedro. La de la segunda, la venganza que don Pedro tomó, siendo rey, de los que aconsejaron a su padre aquella atrocidad, y la coronación de doña Inés ya muerta como reina legítima.

El autor siguió en la una y otra composición las reglas materiales del teatro griego, pues hasta coros puso en ambas. La acción de la primera es tan sencilla, que no se hubiera extrañado en el teatro de Atenas. Los versos generalmente hablando son incorrectos, pues el estilo es grave, sentencioso y digno del género. En nuestro entender es la mejor tragedia original de nuestro teatro primitivo. Está dividida en cinco actos: la mejor escena es la del acto IV en que Inés desarmó con sus lágrimas la ira del rey don Alonso que la había condenado a muerte.

Pero el defecto de esta pieza, así como el de otras muchas de su género, es la falta de acción: casi toda ella se reduce a razonamientos largos y algunas veces insufribles. Ni el gusto de la nación ni el del siglo podían prestarse a esta clase de espectáculos. Leeremos algunos trozos de la tragedia para justificar la idea que de ella hemos dado.

El príncipe don Pedro, aconsejado por su secretario para que dejase los amores de doña Inés de Castro, por los cuales el rey y su consejo tenían ya determinado perseguir a doña Inés, dice así:

PEDRO
Hombres de entrañas fieras y dañadas,
¿qué me queréis? ¿Qué sinrazón os hago
en amar de esta suerte a quien me paga
con otro tal amor? A quien el mundo,
a quien todo este reino, a quien vosotros,
que así me perseguís, debéis servicio,
y gracias a los cielos que quisieron
con cosa tan divina enriqueceros.
Hombres que procuráis mi mal y muerte,
poné los ojos donde yo los míos
de mi alma y corazón, y veréis luego
—182→
la ceguera en que estáis. ¿Qué monarquía
de aquel acatamiento glorioso
colgada no estará? Y aquella cara
que tanto aborrecéis, ¿no es más que humana?
¿En cuerpo tan hermoso, al alma hermosa,
discreta, noble, honesta, casta y pura,
qué tachas podéis dar? ¿O qué virtudes,
qué gracias, qué excelencias, qué riquezas
no están atesoradas en su pecho,
para que de ellas vayan a la parte
sus deudos, y la tenga en mi casa?


La mayor parte de esta tragedia está en versos sueltos. Debo advertir como una observación propia del arte, que de todos los versos que se escriben, el más difícil es el suelto, porque no admite debilidad alguna: la menor falla en él es conocida al momento; pero una de las más notables faltas que pueden cometerse es faltar a lo que el oído espera. El oído quiere conceptos libres sin asonantes ni consonantes; si se nota alguno aconsonantado o asonantado, es defecto que no se puede tolerar. Este defecto comete Bermúdez, y no es extraño, porque aún no estaba el arte en la perfección a que luego llegó.

Un defecto de este trozo es que los versos son asonantes, y los versos sueltos no sufren consonante alguno ni asonante, no sufren cortes que caigan en la misma sílaba. Es menester ya que no hay variedad, ya que no hay esta especie de armonía ni consonancia, que se supla con la variedad en los cortes: por eso se le da al poeta la libertad de expresarse en verso suelto. En nuestro idioma son muy pocos los versos sueltos que tienen mérito, muy pocos; mas los hay en italiano de esa especie de versificación que es más cultivada entre ellos, porque en la tragedia italiana el verso no es como entre nosotros el romance endecasílabo con asonantes, sino el verso sin asonante ni consonante, el verso desligado, suelto: por eso han tenido más motivo de cultivarle.

  —183→  

Al fin del primer acto se introducen dos coros de damas de Coimbra. El primero canta las fuerzas y el poderío del amor: el segundo, que está en versos cortos de siete sílabas, pero también sueltos, es todavía mejor que el primero.


   También el mar sagrado
se abrasa en este fuego:
también allá Neptuno
por Menalipe andubo,
y por Medusa ardiendo.
También las ninfas suelen
en el húmedo abismo
de sus cristales fríos,
arder en esta llama;
también las voladoras
y las músicas aves,
y aquella sobre todas
de Júpiter amiga,
no pueden con sus alas
huir de amor, que tiene
las suyas más ligeras.
¡Qué guerras, qué batallas
por sus amores hacen
los toros! ¡Qué braveza
los mansos ciervos muestran!
Pues los leones bravos
y los crueles tigres,
heridos de esta yerba,
¡qué mansos parecen!
¿Qué cosa hay en el mundo
que del amor se libre?
Antes el mundo todo
visible, y que no vemos,
no es otra cosa en suma
si bien se considera,
que un espíritu inmenso,
una dulce armonía,
un fuerte y ciego mudo,
—184→
una süave liga
de amor con que las cosas
están trabadas todas.
Amor puro las cría,
amor puro las guarda,
en puro amor respiran,
en puro amor acaban,
el cual nunca se acaba.
Seríamos peores
los hombres que las fieras,
si amor no fuese cebo
de nuestros corazones.



Sobre este trozo tenemos que hacer algunas observaciones. La primera es que es muy difícil hacer versos buenos, versos que sean de un número ligero, de siete sílabas, libres como son estos. La razón filosófica es ésta: el verso endecasílabo, puede variar más bien los cortes, pueden las pausas de la armonía y sentido hacerse en diferentes sílabas: no así en el verso de siete sílabas, que apenas es susceptible de un corte, y así es que entre nuestros escritores clásicos no me acuerdo de ninguno que haya hecho estos versos épticos libres sino es el bachiller Francisco de la Torre, que trae una composición filosófica en este metro. Generalmente el verso de siete sílabas cuando se usa solo sin mezcla del endecasílabo cuya fracción es, se usa en romance, es decir, asonantado en versos pareados. En una tragedia que tiene por objeto la muerte de Inés de Castro y sus amores desgraciados con un príncipe de la edad media, en una tragedia en donde no faltan alusiones a las verdades y principios de la religión cristiana, es un absurdo hablar de Neptuno y de si ardió por Menalipe y por Medusa, en una palabra, esta mezcla de mitología antigua con otros principios tan diferentes. No es esto decir, como han querido decir algunos para quienes todo lo clásico es malo, que es una simpleza usar de la fábula en las composiciones que en el día escriba   —185→   un poeta, no; pero cuando el poeta haya adoptado un principio religioso, no debe confundirlo con otro. Un poeta puede en el día, por ejemplo, hacer una invocación a Venus y a Cupido, quejándose de sus amoríos, esto es lícito a cualquier poeta; pero en una composición donde se hayan introducido ya los principios del cristianismo, hacer esto sería una absurdidad. Todos han tachado a Camoens haber aludido a Baco y a Venus en su poema de las Lusiadas cuando en el mismo poema habla del Padre Eterno, habla de San Juan Bautista, y habla, en fin, de otros personajes de nuestra religión.

Otro de los coros en el acto segundo, en el cual el rey don Alonso, dudoso entre el pesar que dará a su hijo dando muerte a Inés de Castro y los males que se seguirán al reino si la de Castro vive y es esposa del príncipe don Pedro, hablando el coro de las mortificaciones y penas que afligen a los reyes, dice:


Tristes pobrezas nadie las desee;
ciegas riquezas nadie las procure;
la bienaventuranza de esta vida
es medianía.
Príncipes, reyes y monarcas sumos,
sobre nosotros vuestros pies tenéis;
sobre vosotros la cruel fortuna
tiene los suyos.



Esta es una magnífica estanza: es una imitación de Horacio en su Rerum timor...


   Sopla en los altos montes más el viento;
los más crecidos árboles derriba:
rompe también las más hinchadas velas
la tramontana.
Como sosiegan en el mar las ondas,
así sosiegan estos pechos llenos,
nunca quietos, nunca satisfechos,
nunca seguros.



La tranquilidad de los reyes es como la del mar ¡hermosa comparación! Estos versos son sáficos y   —186→   adónicos. El poeta a lo menos así los quiso hacer, y esto me da motivo para hablar de los defectos de esta clase de versificación que se hayan cometido en estos versos.

Nuestro verso heroico, que es el endecasílabo, se divide en dos géneros muy diferentes: uno es el que tiene acentuada la sexta silaba. «El dulce lamentar de dos pastores»: el tar de lamentar está acentuado: éste es el endecasílabo propio. Otro es el sáfico, llamado así por los latinos; pero como nuestro idioma no admite la prosodia latina porque no tenemos cantidad en nuestras palabras, nos valemos de acentos, y en el verso sáfico ha de tener acentuada la cuarta y la octava sílaba, de modo que para el endecasílabo propio hasta tener la sexta, pero para el sáfico ha de tener la cuarta y la octava, dos sílabas acentuadas; esta regla no está aquí enteramente observada.

La bienaventuranza de esta vida: no es verso: ni tiene acento en la cuarta ni en la sexta, no es pues sáfico.

...tenéis: esta terminación en agudo es pocas veces permitida en castellano; la usa bastante Bermúdez y otros poetas; pero después que se perfeccionó por Lope de Vega y Góngora nuestra versificación acentuada, a no ser que la composición misma lo exija, a semejanza de las italianas, no concluyen bien los últimos versos en agudos.

...Derriba: No es sáfico, porque aunque tiene acentuada la cuarta, no tiene la octava, que es el les de árboles. Es mal sáfico porque el acento está al fin de dicción y no debe ponerse así, ni el corte sobre la octava.

El adónico, que es el verso pequeño que acompaña a los sáficos, no puede tener más medida, sino una semejanza con los latinos. Nadie ignora que el adónico tiene un sáfico y un adónico: es necesario que la primera sílaba sea acentuada: de todos estos adónicos no hay más que dos que estén acentuados.

  —187→  

Tienen los suyos: es bueno.

Nunca seguros: también.

Pero la tramontana no es adónico.

Ni el otro, es medianía, lo es, aunque puede pasar: para adónico es menester la primera y cuarta sílaba acentuadas, por eso es adónico, aunque malo.

El razonamiento de Inés al rey don Alonso cuando le anuncia que está condenada a muerte, es éste:


. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
    Venid también vosotras: a tal punto
no me dejéis: pedid misericordia,
pedid misericordia para aquesta
tan inocente cuanto desdichada:
llorad el desamparo de estos niños
tan tiernos, y sin madre. Mis amores,
el padre veis aquí de vuestro padre,
aquel es vuestro abuelo, y señor nuestro;
la mano le besad: a su clemencia
os entregad; pedirle que la emplee
en esta vuestra madre, cuya vida
os vienen a robar.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
       Señor mío,
esta es la triste madre de tus nietos:
estos son hijos de aquel hijo tuyo,
legítimo heredero de tu reino:
esta es aquella triste muger flaca
contra quien vienes de crueza armado
aquí, señor, me tienes: tu mandado
bastaba solo para que aquí donde
agora estoy, sin falta te esperara
en ti, y en mi inocencia confiada.



Hay aquí un verso malo que hace un excelente efecto por el sitio donde está, pero es un verso feble (tan inocente cuanto desdichada).

El rey la dice que está condenada a muerte por las culpas que ha cometido contra él.

REY
Tus pecados.
—188→
INÉS
Pecados contra ti: ¿tan gran pecado
es querer bien a quien a mí me quiere?
¿Si amor con muerte pagas, con qué piensas,
señor, pagar el odio? Amé a tu hijo,
no le maté, que amor amor merece.


Este antítesis es admirable.

El rey se ablanda con las lágrimas de Inés, pero sus consejeros Pacheco y Coello le aconsejan que la dé muerte inexorable, y hay el siguiente diálogo entre le rey y ellos:

REY
No veo culpa que merezca pena.
COELLO
¿Aun hoy la viste, y no la ves agora?
REY
Mas quiero perdonar que ser injusto.
COELLO
Injusto es quien perdona justa pena.
REY
Antes en ese estremo pecar quiero
que en la crueldad, pecado abominable.
PACHECO
No se consiente al rey pecar en nada.
REY
Soy hombre.
COELLO
Pero rey.
REY
El rey perdona.


La Nise laureada es muy inferior. En ella el rey que ya es don Pedro, da en la cara con el látigo de montar a los asesinos de Inés. Uno de los personajes trágicos que se introducen, es el verdugo, que se chancea cruelmente con Coello y Pacheco, a quienes se les sacan los corazones en la misma escena, al uno por las espaldas y al otro por el pecho. Esta pieza es un delirio de atrocidad, sin más mérito que de algunos versos medianos de cuando en cuando como él siguiente coro:

CORO
¡O corazones
más que de tigres!
¡O manos crudas
más que de fieras!
¡Cómo pudisteis
tan inocente,
tan apurada
sangre verter!


  —189→  

Apurada está aquí por pura.

Lupercio Leonardo de Argensola, uno de nuestros más célebres poetas líricos, escribió tres tragedias, la Isabela, la Alejandra y la Filis, que fueron escritas en el último tercio del siglo XVI. Sólo se conservan las dos primeras, que se hallan reimpresas en el tomo VI del Parnaso español.

La acción de la Isabela es la siguiente. El rey moro de Zaragoza está enamorado de una cristiana. Muley, uno de sus capitanes más favorecidos, la ama también. Audalla, un consejero viejo del rey, la ama también; de modo que Isabela tiene tres amantes, todos moros; pero ella ama a Muley, el cual la ha prometido si te corresponde hacerse cristiano y abrir las puertas de Zaragoza a don Pedro, rey de Aragón. El rey descubre esto: hay otra intriga amorosa además. Aja, hermana del rey, está enamorada de Muley, y rabiosa porque no le corresponde; y Adulce, príncipe de una ciudad vecina, está enamorado de Aja. Todos estos juegos y combinaciones amorosas no anuncian nada trágico: pero el rey descubre sucesivamente que Muley y Audalla son amantes de Isabela, y los manda degollar. Aja, enfadada de que Muley su amante haya sido degollado, degüella a su hermano: antes ya habían sido degollados los padres de Isabela y esta también: de suerte que hay un cúmulo de necedades, pues no queda nadie, porque Aja se tira de una torre a un río: pero mejor que yo lo dice Moratín.

«Carece esta fábula de unidad, sencillez, distribución y verosimilitud, y por consecuencia de interés. El rey, Audalla y Muley, enamorados de Isabela; Aja e Isabela, enamoradas de Muley; Adulce, enamorado de Aja, complican y embrollan la acción: ni el suplicio, ni la hoguera, ni tres cadáveres y dos cabezas sangrientas en el teatro, ni el furor recíproco de morir y matar que reina en todo el drama, son medios suficientes a producir la compasión trágica:   —190→   sólo pueden excitar el repugnante hastío del horror. Algunas escenas están muy bien escritas, pero en composiciones de esta naturaleza el lenguaje castizo, el estilo elegante, la versificación fluida y numerosa, aunque son partes muy interesantes, no son las únicas».



A pesar de todas estas necedades se guarda la forma clásica en la tragedia, y hay en ella algunos versos buenos, dignos de Argensola, dignos de la fama que como poeta lírico y versificador tiene tan justamente adquirida.

La otra tragedia tiene esta acción: Acoreo ha muerto a su rey Tolomeo, y le ha quitado el trono con la vida; dio también muerte a su mujer y se casó con Alejandra, princesa célebre por su hermosura, y mucho más por su maldad y sus malos procederes. Esta Alejandra tenía algunos amoríos: el rey los descubre, y conforme los va descubriendo los va matando, y después da a Alejandra un veneno: ésta lo bebe, y entonces Orodante, que era hijo del rey muerto Tolomeo, y estaba huido, vuelve al reino: estaba enamorado de una princesa llamada Sila, hermana del tirano Acoreo, que muerto éste se refugia a una torre. Orodante sube al alto de ella, y apenas llega cuando Sila le da de puñaladas, y no pudiendo ella huir de las tropas que la cercaban, se tira de la torre abajo. Por consiguiente me parece que hemos dicho ya lo bastante de estas dos tragedias, que son peores que las de Bermúdez, aunque con una forma más regular, más clásica.

En último resultado, en el género cómico y clásico no hubo nada original, nada propio nuestro en el siglo XVI, o antes de Lope de Vega, porque todas las comedias de este género que se compusieron entonces fueron traducciones. En el género trágico no hubo de originalidad más que las dos tragedias de Bermúdez, y estas dos de Argensola, que no merecen ciertamente mención ninguna, y sólo deben estudiarse   —191→   como las composiciones de un padre de nuestra lengua y de nuestra poesía. Reflexiones poéticas y de lenguaje se encontrarán siempre en todo lo que escribió Argensola, pero consideradas como composiciones dramáticas no tienen mérito alguno. No creo que tampoco se querrá considerar como modelo la tragedia de Nise laureada, en que el verdugo dice a los dos acusados «que van a ser amigos y tratarse sin cumplimiento, etc.», y en que se sacan vivos los corazones en el teatro. Por consiguiente la única composición buena, digna de alguna atención a pesar de su monotonía y poca acción, es la de Nise lastimosa. No debemos olvidar este hecho de que en el género clásico no hubo más que una composición dramática tolerable, y aun esa no se sabe que se representase, a lo menos yo no tengo noticia de que se hubiese ejecutado en el teatro: no hubo en todo el siglo XVI, en el cual imitamos toda la poesía lírica, bucólica, elegiaca y aun epopeya, todos los buenos modelos y autores griegos y latinos, no hubo en el dramático más que una composición clásica original digna de alguna atención. Esto en el género clásico, porque aun la comedia de los Menecmos de Timoneda de que ya hemos hablado, y que es una excelente composición, no se puede llamar original, pues su antecedente es una comedia de Plauto, y no es propiamente más que una imitación o refundición. Este hecho, a saber, que habiendo en todos géneros de composición poética imitado a los antiguos en este siglo XVI, y aun en algunas sobresalido en gran manera como en el género bucólico, y elegiaco en el dramático imitado de los antiguos, no se hizo nada de provecho, sino la tragedia del P. Bermúdez, lo debemos consignar en la memoria, mayormente cuando en el género novelesco inventado por Naharro vienen las composiciones de éste, y algunas son buenas, las de Lope de Rueda, que son mejores y las de Timoneda.

Con estos hechos, pues, y estos antecedentes, podremos   —192→   entrar ya a estudiar la nueva forma que dio al teatro español Lope de Vega, el carácter de su género, el mérito de su género. Mi intención es probar que este género de Lope de Vega, prescindiendo de los defectos de ejecución de los cuales hablaré, es un género que no debe ser despreciado ni desechado; es un género de que han sacado grandes recursos los teatros extranjeros; es un género que es propio y esencialmente español, y que será muy difícil escribir en otro género composiciones dramáticas que puedan producir grande efecto sobre el auditorio. Esta explicación, que es la más importante de todo el curso, la empezaré en la lección siguiente.



  —193→  

ArribaAbajo10.ª lección

Primera de Lope de Vega


En Lope de Vega concluyó su obra el señor Moratín, limitada a la descripción de los Orígenes del teatro español. Por consiguiente carecemos de texto para el estudio de las épocas de este insigne dramático y siguientes. Nasarre en el discurso que antecede a su edición de las comedias de Cervantes y Velázquez en sus Orígenes de la poesía española, se manifiestan demasiado enemigos de nuestro teatro antiguo para que merezcan ni aun ser leídos. Los que prefieren las insufribles tragedias de Montiano y Luyando a los dramas de Lope, Calderón y Moreto, demostraron bastantemente que carecían de gusto y de justicia, y que decidieron la cuestión sin haberla entendido. Moratín el padre, hombre de más genio y conocimientos que Velázquez y Nasarre, siguió sin embargo sus mismas opiniones, que eran las de los literatos de su época, es decir, de la segunda mitad del siglo XVIII, y escribió como prólogo de su infelicísima comedia la Petimetra, un discurso en que trataba de probar que Lope, Tirso, Calderón y Moreto, habían hecho muy mal en interesar a los espectadores de sus dramas, y en no haber dado al teatro composiciones tan insípidas como la Petimetra. Todas estas opiniones nacieron en la época que hemos designado de la preocupación universal que hubo entre nuestros literatos a favor de la literatura francesa. Leíase a Racine, Corneille y Voltaire, aprendíase de memoria el arte poético de Boileau, y nuestros antiguos poetas dramáticos quedaron condenados al olvido, hasta el grande Moreto, autor de la comedia De fuera vendrá quien de   —194→   casa nos echará, drama que representaban tan neciamente nuestros literatos. En vano Huerta, hombre de más instinto poético que genio ni instrucción, trató de demostrar el mérito de nuestro antiguo teatro, saqueado sin piedad en el siglo XVII por los dramaturgos franceses: en vano el gran Corneille había confesado con la sinceridad propia del verdadero genio, lo mucho que debió a nuestros dramáticos. Quedó como una verdad inconcusa entre los literatos españoles del siglo XVIII, que las comedias escritas en el siglo anterior debían condenarse al fuego como los libros de caballerías de don Quijote.

Mi objeto en los estudios que vamos a emprender, es apelar de esta sentencia injusta y mostrar lo bueno y lo malo de aquel teatro.

El que lo dio su verdadero carácter fue Lope de Vega; talento de primer orden, hombre instruido en todo lo que se sabía en su tiempo; genio universal, favorecido con la frecuente inspiración de las musas en todos los ramos de poesía que cultivó con más o menos éxito, pero que carecía de los conocimientos y del tino filosófico necesarios para distinguir la erudición bien dirigida de la pedantería, la verdadera fluidez en la versificación del prosaísmo, y el mérito de los trozos de poesía inspirada de los que sólo eran renglones de un cierto número de sílabas. No hay buen poeta que no haya quemado un gran número de versos suyos mejores que una inmensa parte de los que se conservan de Lope de Vega; pero no nos olvidemos de decir, que cuando es bueno, cuando escribe dictándole las musas, pocos hay que le igualen.

En cuanto al estado del teatro en su tiempo, hay que hacer algunas observaciones materiales que tuvieron grande influencia en el giro que él comunicó a la poesía dramática. En el tiempo que empezaron a representarse sus comedias, esto es, en la penúltima docena del siglo XVI, se habían construido en Madrid los dos teatros del Príncipe y de la Cruz, pero   —195→   era árbitro de ellos el vulgo, porque en la corte del emperador Carlos V y del rey Felipe II, sólo se representaban comedias y dramas italianos. Hasta Felipe IV, esto es, hasta 1621 no entró en palacio la musa española de la escena, porque Felipe III, su antecesor, príncipe demasiado devoto, no conocía diversiones. Las prácticas de devoción eran su único recreo en los momentos que le dejaba libre el grave peso del imperio español: carga demasiado grande para sus débiles fuerzas.

La corte, pues, tomaba poca o ninguna parte en las diversiones teatrales: como no se habían formado en Madrid las academias literarias, tan frecuentes después, y que el mismo Lope de Vega contribuyó a formar, la literatura, la poesía y el buen gusto estaban, por decirlo así, diseminados en todas las provincias; y en Madrid, que empezaba entonces a ser corte, habiendo sido antes muy varia e inconstante la residencia de los reyes, no existía aún ningún cuerpo, ninguna institución literaria que pudiese servir como de norma y modelo del buen gusto. Las compañías cómicas, que hasta entonces corrían las provincias, se fijaron en fin en Madrid y en las ciudades principales; pero los teatros no subsistían sino por la paga que dejaban a la puerta los espectadores, y éstos eran por consiguiente árbitros del mérito de piezas y actores.

En cuanto a las piezas no podían juzgar de ellas sino por las ideas y lecturas habituales de la gente acomodada, y éstas en aquella época se reducían a novelas y libros de caballería, porque aún no había escrito Cervantes su Quijote, y los que eran más instruidos en la clase de ingenios legos, esto es, que no seguían carrera literaria, se dedicaban a la lectura de las grandes hazañas (algunas aunque verdaderas, tan increíbles quizá como las novelas más fabulosas) que emprendieron y llevaron al cabo los españoles en aquel siglo. De un auditorio embebido en lecturas de esta   —196→   especie y en las ideas que les son consiguientes, de una nación cuyo carácter, todo de acción, se había formado en una lid religiosa y continua de ocho siglos, terminada por victorias brillantes y por una supremacía militar y política reconocida en toda Europa, y extendida a un mundo nuevo, ¿podía exigirse que se contentase con una fábula sencilla, llena de diálogos interminables? Querían ver en el teatro batallas, amores, celos, desafíos; en fin, todo lo que estaban acostumbrados a hacer. ¿Podrían los espectadores de aquel tiempo enfrenar su imaginación a ver sólo lo que pasaba en un sitio determinado, cuando muchos de ellos estaban acostumbrados a volar de un extremo a otro del universo en medio de peligros de toda especie? Lope de Vega dice en su Arte nuevo de hacer comedias.


[...] La cólera
de un español sentado no se templa,
sino le representan en dos horas
hasta el final juicio desde el Génesis.



Estos versos revelan en el que los escribió un gran conocimiento instintivo de la nación y del auditorio para el cual tenía que escribir: prueban que los españoles necesitaban de mucha acción en las composiciones teatrales; y por consiguiente que no era posible sujetar el drama a las reglas de la verosimilitud material en nuestro teatro.

Lope, hombre de vastísima lectura y erudición, conocía los modelos de la antigüedad griega y romana; la poética de Aristóteles, la carta de Horacio a los Pisones, en fin, las reglas y preceptos de la dramática en los géneros que conocieron los antiguos. Pero ya hemos visto que atendido el estado material de nuestra escena en su tiempo, era imposible resucitar el sistema sencillo de los griegos.

No le era menos imposible, atendiendo a los modelos que dejaron sus antecesores. Ya hemos visto que las obras de Naharro, Lope de Rueda, Timoneda,   —197→   Virués y Juan de la Cueva, pertenecían todas con muy pocas excepciones al género novelesco, de acción, de aventuras, de lances imprevistos. Hemos visto también que las imitaciones de los antiguos en el género cómico, más complicado entre los romanos que entre los griegos, y más parecido al novelesco que al género trágico, lograron alguna aceptación entre nosotros; pero que en cuanto a tragedias, sólo se escribió una en el gusto de los antiguos, que fue la Nise laureada del P. Bermúdez; pues en la Nise lastimosa, arrebatado del gusto antiquísimo de los españoles en mezclar lo serio con lo burlesco, introdujo por gracioso el menos festivo de los personajes, que es el verdugo, diciendo chanzas al arrancar el corazón a los asesinos de doña Inés de Castro. En fin, hemos visto que Lupercio de Argensola, queriendo dar más acción a sus tragedias no hizo más que aglomerar atrocidades.

El genio dramático de Lope de Vega necesitaba un tipo, un género que enriquecer. El de la imitación de los antiguos era antipático con el carácter español de aquella época, y no había producido nada que gustase ni que mereciese gustar: el que había sacado Naharro era más popular, y además había complacido al público, y con mucha razón, en muchos dramas de Lope, de Rueda y de Timoneda. ¿Qué hizo? Encerró los preceptos con seis llaves, como dice en su arte nuevo de hacer comedias, dio libre rienda a su fantasía y a su instinto, cautivó a sus espectadores, se coronó por monarca de la escena, y creó el Drama español, así como Shakespeare creó casi al mismo tiempo el drama inglés.

Hemos dicho que Lope fue creador del drama español, y esta cuestión no se contradice con la que ya hemos asentado de que Naharro fue el primero que escribió comedias novelescas, y que le siguieron Rueda y otros muchos, porque hasta Lope no existieron más que las formas y el esqueleto de este género. Lope   —198→   fue quien le dio, por decirlo así, carnes, movimiento, vida, interés; quien convirtió el esqueleto en una persona. No hizo más que tomar el tipo de sus antecesores, y él lo vistió, desterrando la rudeza primitiva, y lo adornó con todas las alas de la poesía; introdujo en él una acción interesante, bien expuesta y bien seguida; dio color y carácter fijo a los personajes; en una palabra, convirtió en verdadero drama lo que antes sólo era un agregado de escenas.

Causa asombro el número de composiciones dramáticas que escribió, pues llegan a 1800 comedias y 400 autos sacramentales. Más de ciento, por confesión del mismo Lope:


      en horas veinte y cuatro
salieron de las musas al teatro.



Era imposible que escribiendo con tanta precipitación, pudieren ser todas iguales en mérito; pero de las que conocemos, ninguna es enteramente despreciable. Siempre hay algo que estudiar en la menos buena, señaladamente en materia de combinaciones y situaciones dramáticas, en las cuales fue el más fecundo y feliz de cuantos ingenios han existido. Puede decirse que Lope inventó y al mismo tiempo apuró cuantas fábulas pueden ponerse en escena, y que no dejó a sus sucesores más mérito que el de imitarle.

El señor Moratín en sus Orígenes del teatro castellano, a pesar de que según sus opiniones no hay ni puede haber verdadero teatro sino el llamado comúnmente clásico, es decir, el ajustado a las reglas del arte que nos dejó la antigüedad, disculpa a Lope de Vega de la acusación que le hacen Nasarre y Velázquez de haber corrompido el drama español. Harto corrompido estaba ya por Cuesta y Virués. Admirado nuestro sabio historiador del talento dramático y la fecundidad de Lope, sólo dice que decoró y que pudiera haberse esperado más. Pero ya hemos visto que atendido el gusto del auditorio, no era lícito ni aun al mismo Lope adoptar otro género que el que siguió.   —199→   El tipo estaba dado, y no era lícito variarlo. Él lo perfeccionó.

Pero debemos pasar más adelante, y mostrar las causas filosóficas que influyeron en el gusto general de los españoles en aquel siglo: causas que no permitían al drama clásico aclimatarse entre nosotros. Ahora no vamos a justificar a Lope de Vega, sino a la nación española.

Nadie ignora que las representaciones escénicas no pueden agradar, como tampoco ninguna obra de literatura, si no satisfacen las necesidades morales e intelectuales de la nación que las lee o ve representar. Nadie ignora tampoco que los españoles cuya cuna fueron las montañas de Asturias y de Sobrarbe, no han debido su existencia como nación independiente sino al principio religioso del cristianismo. Sin él, no hubiera existido la muralla de bronce que se interpuso entre ellos y los musulmanes, ni la necesidad de que uno de los dos pueblos pereciera o fuese arrojado de la Península.

En erecto, ¿por qué los españoles que resistieron doscientos años a la dominación romana, se avinieron después tanto a ella, que fue la provincia más quieta y pacífica del imperio hasta la invasión de los bárbaros? Porque se arraigaron en España los principios sociales de la civilización romana; la religión de los romanos, los usos, las costumbres, las leyes; y no fue difícil hacer adoptar la civilización de Roma a los pueblos que antes no tenían ninguna. ¿Por qué se convirtieron tan pronto los españoles y visigodos en una sola nación, a pesar de la diferencia entre vencedores y vencidos? Porque el principio social era el mismo en ambos pueblos, el cristianismo; y a pesar de las disensiones políticas, por lo menos en el templo, eran todos conciudadanos. Esta comunidad no podía existir entre españoles y musulmanes; la religión de éstos se fundaba en la fuerza: la de los cristianos en la inteligencia y en el progreso. La cruz y   —200→   la media luna no podían coexistir, porque eran inconmensurables entre sí.

Los españoles formaron, pues, una nación, porque eran cristianos, y una monarquía, por la necesidad perpetua de pelear. Esta monarquía llegó a ser absoluta, primero en las ideas de los hombres y después en el hecho, cuando su cetro se extendió a dominios y territorios que el sol no cesaba de alumbrar en su curso diario. La gloria militar y la conquista ahogaron, como sucede siempre, los principios de libertad, que forman la política primitiva de todos los pueblos. El principio religioso y el principio monárquico estaban en su mayor auge en la época del mayor poder de la nación, esto es, a fines del siglo XVI; cuando se incorporó la corona de España, la de Portugal con todos sus vastos dominios en África, en la India y en el Brasil. Por consiguiente las primeras pasiones de los españoles eran la devoción religiosa y la monarquía: la ambición de adquirir gloria por las armas y de ennoblecerse, como habían hecho sus antepasados. El amor, pasión universal de los hombres, exaltada por el clima en la parte física, había recibido una modificación moral por el principio religioso, que ligaba al matrimonio las ideas de protección, de preferencia y de honor. El honor, único tirano de las almas heroicas, unió necesariamente al sentimiento del amor el de los celos, pasión de los pueblos meridionales, y que además nos inocularon los árabes, o por lo menos contribuyeron con su ejemplo a exaltarla.

Hemos recorrido, pues, las principales afecciones de nuestra nación en aquella época: devoción, lealtad, honor, bien o mal entendido, ambición de gloria, idolatría del bello sexo, celos infernales: he aquí los elementos de un caballero español en aquella época.

De aquí se infieren dos consecuencias importantes: la primera, que la esfera dramática en la cual debían   —201→   describirse todas estas pasiones, se habían extendido notablemente en comparación de la de los griegos y romanos, limitada al patriotismo, la venganza y el amor físico: la segunda, que el modo de describirlas debía ser muy diferente, porque el principal interés para los espectadores griegos, era la lucha del héroe con la adversidad: para el auditorio español era la lucha del héroe consigo mismo, esto es, la pugna entre la pasión y el deber: pugna desconocida entre los antiguos, porque sólo tiene de fecha la legislación del cristianismo. Ese fue el cuchillo que Jesús vino a lanzar sobre la tierra, y que expresó muy bien cuando dijo a sus discípulos: non veni pacem mittere sed gladiam.

Ya hemos visto cuando hablamos de la venganza de Agamenón de Sófocles, traducida por Fernán Pérez de Oliva, que Clitemnestra, entregada a los placeres del adulterio y de la venganza, no siente el menor remordimiento ni por el mal trato de su hija, ni por el odio a Orestes, de quien sabía era aborrecida: vemos a Orestes presentarse en la escena, atravesar serenamente a instancias de su misma hermana el pecho de Clitemnestra, de su propia madre; ¿en qué teatro de naciones cristianas podrían sufrirse con serenidad semejantes atrocidades? ¡Un hijo que da la muerte a su madre por vengar a su padre, pero sin remordimiento, sin repugnancia ninguna! ¡Una mujer adúltera que ha dado muerte a su esposo y aborrece a sus hijos! En ningún teatro donde dominase, donde hubiese solamente idea de moral cristiana, podían sufrirse semejantes atrocidades. En el teatro antiguo se sufrían porque eran conformes a las ideas del pueblo mismo: el verdadero contraste del hombre entre la pasión y el deber no nació sino en los teatros cristianos cuando se restablecieron las letras, en el siglo XVI, y aun a fines de él. Los antiguos hasta cierto punto conocieron la lucha, el contraste entre las pasiones. Léase la carta de Elena a Paris entre las   —202→   heroidas de Virgilio, léase la de Fedra a Hipólito entre las mismas, y se verá que estas dos mujeres entregadas a su pasión sólo luchan con la vergüenza, con el temor de lo que de ellas dirían después, mas no luchan con el deber, mas no luchan con la obligación. Esta lucha no era conocida entre los pueblos de la antigüedad, pero de ella no podía prescindirse en un teatro cristiano. El hombre en virtud de los principios del cristianismo está dividido en dos, digámoslo así, el uno que oye y sigue la voz de las pasiones; el otro que refrena las mismas pasiones, que las somete al yugo de la obligación. Esta lucha es justamente la que constituye el mérito de los dramas modernos, y no solamente de los dramas modernos que llamamos novelescos o románticos, porque la palabra no hace al caso, sino aun de estos mismos dramas que llamamos clásicos. Los poetas franceses del siglo VI, Corneille, Racine, y aun en el nuestro Voltaire y sus imitadores, están llenos de estos contrastes. Compárese si no, porque este es el modo de adelantar en materias de buen gusto, la Fedra de Racine con la Fedra de Eurípides y de Séneca. Se verá que en la primera Fedra, en la de los poetas de la antigüedad, Fedra no tiene el menor remordimiento por entregarse a la pasión incestuosa que la devora. ¿Sucede lo mismo en la de Racine? No, porque casi todas las reflexiones de Fedra son a favor de la virtud, así como casi todos sus movimientos son a favor del crimen. Esta es la descripción, este es el contraste que no se vieron jamás en los dramas de Sófocles y de Eurípides y forman todo el mérito de los modernos. Ahora bien, la descripción de este hombre interior luchando consigo mismo no puede hacerse tan sencillamente como la descripción de una lucha genérica.

Orestes llega, se vale de ciertos medios para introducirse en el palacio, da muerte a su madre, da muerte a Egisto, logra su venganza, y la tragedia se acaba, porque está acabada la acción. Esta sencillez   —203→   no puede sufrirse entre nosotros; queremos saber qué es lo que piensa Orestes, cómo siente en su alma la resistencia que en todo corazón noble debe oponer el amor a su madre, la piedad filial, con la obligación de vengar al padre. Esta lucha es la que precisamente interesa en nuestro teatro, y nos hace poner a Orestes en muchas y diversas situaciones para conocer precisamente sus encontrados afectos, sus verdaderos combates interiores, en los cuales unas veces triunfa el deber y otras la pasión, y si no se expresa así, no puede ser la acción perfectamente conocida del espectador. De aquí se infiere una consecuencia muy sencilla, que es: que esta lucha interior de estos afectos se estrellaría con las leyes de la verosimilitud material que nos dejaron los antiguos: esto no puede hacerse ni en el término de 24 horas, ni en un solo lugar, ni en un solo sitio: en una palabra, que las unidades de sitio, tiempo y lugar no pueden ser aplicables a un drama que haya de interesar a los espectadores modernos. Aquí puede hacérseme una objeción muy grave, y es, que ¿cómo Racine, Corneille, Voltaire y otros autores franceses se han hecho célebres por su obediencia a aquellas leyes, sin faltar por eso a la descripción de esos contrastes? ¿Cómo han podido unir esas dos cosas que yo digo son incompatibles? En primer lugar, que para unir estas dos cosas incompatibles, que verdaderamente lo son, han faltado conservando la verosimilitud material, a la verosimilitud moral, porque muchas veces se han visto obligados a reunir en un solo sitio personas que no podían nunca estar juntas en él, porque se han visto obligados a hacer ficciones moralmente inverosímiles, y otras veces se han visto obligados a aglomerar en un solo día un gran número incidentes imposibles de pasar dentro del término de veinte y cuatro horas. Pero hay más, ese contraste que para nosotros es el principal mérito, y debe serlo, del drama moderno, no existe en ellos. Compárense si no en la pieza más perfecta   —204→   de todas las tragedias de Voltaire, que es la Jaira, compárense con cualquiera de las comedias de Calderón en que se trata de pintar un marido celoso, y obsérvese qué inmensa diferencia hay entre una y otra descripción. ¿Qué es Orosman en la tragedia de Voltaire? Un celoso cualquiera: no tiene un carácter particular; todo hombre verdaderamente enamorado, y verdaderamente celoso, digo que hará las cosas que hizo Orosman. No sucede así en Calderón. En cinco diferentes composiciones trata de esta materia, de un marido celoso que quiere vengar su honor, y en cada una de ellas cada uno de estos hombres es un individuo particular que si se presentase ante nosotros le reconoceríamos al momento sin titubear. El Tetrarca de Jerusalén, ama y siente los celos de una manera diversa que don Jaime Antonio de Solís en el médico de su honra, que don Lope de Almeida en a secreto agravio secreta venganza, que don Juan en el pintor de su deshonra; todos son hombres diferentes, y en ellos se ven en diversos amantes pintados los caracteres del amor y de los celos: en ellos se ven diferentes individualidades, permítaseme esta voz que me parece que es la única que puede describir lo que quiero decir, esto es, la pasión descrita en general y aplicada a un hombre en el cual ella se modifica. ¿En qué se parece a esto el Orosman de Voltaire? ¿En qué el terrible moro de Venecia, el terrible Otelo? Pocas expresiones hay en la tragedia de Voltaire, en las cuales se conozca el carácter particular que tomó el amor y los celos en Orosman; pero ¿quién no ve en la tragedia de Shakespeare cuán diferente debe ser la manera de amar y de tener celos en un moro terrible, en un hombre bárbaro acostumbrado al infortunio toda su vida y para quien el amor es toda su esencia, porque es la única sensación agradable que ha experimentado jamás? Desde luego puede concebirse qué efecto debe producir en este hombre la pasión de los celos cuando una vez llegue a poderla   —205→   justificar. Yo quisiera que se comparase el Otelo original de Shakespeare con la tragedia del Otelo refundida y arreglada ya a las leyes del teatro antiguo por Ducis, un célebre humanista francés, que es la misma que tenemos en castellano y la que se echa en nuestros teatros. El Otelo de nuestro teatro por el mero hecho de ser una tragedia arreglada es un desatino, porque yo jamás he podido entender ni en la lectura ni en la representación por qué aquel hombre mata a aquella mujer. ¿Y por qué? Porque los movimientos que se notan en aquel hombre celoso no están bastante justificados con las escenas anteriores, en las cuales debía describirse lo que era antes de amar, para comprender lo que sería después de casado con la que amaba. Si no se ve todo esto con una suma claridad, es imposible se entienda por qué por un pañuelo dio muerte a la mujer a quien adoraba. Esto no se entiende en la tragedia de Ducis. La tragedia de Shakespeare, a pesar de los yeros que en ella puede haber contra las reglas de verosimilitud material, es admirable: la de Ducis es un disparate, porque aunque se observen las reglas de esta verosimilitud, están enteramente olvidadas las reglas de la verosimilitud moral, que es la primera que debe haber en el teatro.

Por todas estas razones, por la naturaleza de la acción que necesitan expresar los dramas modernos, se ve que la sencillez griega y latina era ya imposible en nuestro teatro, y que sólo se puede describir con ella una acción sencilla, pero no lucha interior de las pasiones entre sí, o de las pasiones con el deber, y que era preciso dar más ensanche a este círculo. El auditorio español de aquella época no hacía las reflexiones que yo hago, pero es claro que si hubiera podido hacerlas las hubiera hecho; y su gusto, tiene bastante fuerza para mí para estudiar cuáles eran las ideas y sentimientos de la nación en aquella época, a las cuales tenían que sujetarse por precisión los que escribían para ella. Yo no puedo creer que una nación   —206→   entera como la española apetecía y aplaudía el drama de Lope de Vega, y lo ensalzaba tanto y con tanta vehemencia, y aún en el día se aplaude, sino porque satisfacía las necesidades morales y los sentimientos de la misma nación. Casi al mismo tiempo Shakespeare creaba el drama inglés, y lo creaba con la misma independencia de las reglas antiguas que Lope de Vega; y además tenía el drama inglés, examinándolo en general y sin intención de despreciarlo, otro defecto, que era el de la grosería, cosa de que se encuentran muy pocos ejemplos en Lope y sus imitadores. Estudiemos un poco el drama inglés, porque la conducta de Shakespeare, de ese genio de las tempestades, servirá mucho para hacer conocer la de Lope. ¿Por qué motivo logró tanto aplauso en Inglaterra? ¿Cómo lo logra en el día y lo logrará eternamente mientras exista la nación inglesa? Porque se dirigía a satisfacer las necesidades de la nación inglesa, después de la reforma, después que empezaron a aglomerarse todos los elementos de vaivenes políticos. Porque escribió a fines del reinado de Isabel, en una época en que ya todas las tempestades políticas aglomeradas por los principios de la reforma iban a caer sobre Inglaterra, como en efecto tardaron poco en caer en el reinado siguiente, y mucho más en el de Carlos I. ¿Y diremos que este teatro es despreciable, porque en él no se observa la misma marcha que se observa en el Edipo de Sófocles o en la Electra de Eurípides? Esto no sería justo; sería condenar una nación entera a una cosa imposible, a la falta de gusto: es imposible que una nación entera carezca de gusto, carezca de tacto para aplaudir lo que deba aplaudirse.

Algunos han acusado a Lope de Vega, valiéndose de las mismas expresiones de él, de las expresiones en que él mismo censura su género: estas expresiones están consignadas en su arte nuevo de hacer comedias que existe en el cuarto tomo de la colección de sus   —207→   obras impresa por Sancha. Escribió este arte a principios del siglo XVII; pero ya hemos dicho que empezó a dar comedias desde los años 80 del siglo anterior: a principios del XVII escribió este arte, y fue una de las materias que le señalaron en la Academia de que era individuo, porque ya hemos dicho que en esta época precisamente empezaron a crearse academias literarias en Madrid. A una de ellas pertenecía Lope de Vega, y habiéndose señalado a los individuos varios asuntos en verso o prosa, le tocó a él éste: escribía para literatos instruidos, para hombres que conocían los preceptos de Aristóteles y Horacio. Lope de Vega conocía lo que había hecho, pero no podía defenderlo porque los estudios filosóficos no eran de su época, y se vio, pues, obligado en su arte a disculparse con el gusto del público: se vio precisamente obligado a condenar todo lo que había hecho, y por eso dijo:


   Y cuando he de escribir una comedia
encierro los preceptos con seis llaves,
saco a Terencio y Plauto de mi estudio,
para que no me den voces, que suele
dar gritos la verdad en libros mudos;
y escribo por el arte que inventaron
los que el vulgar aplauso pretendieron,
porque como las paga el vulgo, es justo
hablarlo en necio para darle gusto.



Y al fin del mismo arte, en el cual da algunos preceptos útiles y otros impertinentes, dice:


   Los trages nos dijera Junio Polus
si fuera necesario, que en España
es de las cosas bárbaras que tiene
la comedia presente recibidas,
sacar un turco un cuello de cristiano,
y calzas atacadas un romano.
Mas ninguno de todos llamar puedo
mas bárbaro que yo, pues contra el arte
me atrevo a dar preceptos, y me dejo
—208→
llevar de la vulgar corriente, adonde
me llaman ignorante Italia y Francia.
Pero ¿qué puedo hacer, si tengo escritas
con una, que he acabado esta semana,
cuatrocientas y ochenta y tres comedias,
porque fuera de seis las demás todas
pecaron contra el arte gravemente?



Bien se ve que aquí no trata de formar un sistema: censura sus composiciones porque están contra el arte que conocían los antiguos, que él alaba no por otra razón. Pero el verdadero sentir de Lope de Vega acerca de sus comedias, y que prueba que él las estimaba en más de lo que dijo en el arte, se halla en su Égloga a Claudio, y no sé por qué la llama así, debiéndola llamar epístola. Esta égloga está en el tomo IX de la edición de Sancha, y hablando de los poetas que le siguieron y le imitaron, y algunos de los cuales se habían hecho sus enemigos, dice así:


   Débenme a mí de su principio el arte,
si bien en los preceptos diferencio,
rigores de Terencio,
y no negando parte
a los grandes ingenios, tres o cuatro,
que vieron las infancias del teatro.
    Pintar las iras del armado Achiles,
guardar a los palacios el decoro,
iluminados de oro,
y de lisonjas viles,
la furia del amante sin consejo,
la hermosa dama, el sentencioso viejo.
    Y donde son por ásperas montañas
sayal y angeo, telas y cambrayes,
y frágiles tarayes,
paredes de cabañas,
que mejor que de pórfidos linteles
defienden rayos jambas de laureles.
    Describir el villano al fuego atento
cuando con puntas de cristal las tejas
—209→
detienen las ovejas,
o cuando mira exento
como de trigo y de maduras uvas
se colman trojes y rebosan cubas.
    ¿A quién se debe, Claudio? ¿Y a quién tantas
de celos y de amor definiciones?
¿A quién esclamaciones?
¿A quién figuras, cuantas
retórica inventó? Que en esta parte
es hoy imitación lo que hizo el arte.



Estos versos muestran que él estimaba sus comedias algo más de lo que se veía obligado a confesar cuando hablaba a una academia, cuando ventilaba los principios como literato, y que estimaba en más los aplausos del público que las reglas de Horacio y Aristóteles sancionadas por la antigüedad.

Otra de las acusaciones que se han hecho a Lope, es la mezcla de lo serio con lo jocoso: esto no fue invento de Lope; ya hemos visto que estaba introducido desde los tiempos de Juan de la Encina, lo hemos visto y notado en algunas de sus églogas: es un medio bastante dramático ver cómo el vulgo recibe las ideas y sentimientos y acciones de los altos personajes. Este medio se funda en la expresión de Horacio:

Quidquid delirant Reges, plectuntur Achivi.



Al público le interesan los desaciertos o las grandes acciones de los personajes ilustres: los griegos y romanos tenían un medio para indicar esta transmutación que sufrían los hechos y sentimientos de sus grandes personajes en el vulgo, y este medio eran los coros, para los cuales da reglas Horacio en su epístola a los Pisones. Este ejemplo se imitó en los teatros modernos. Shakespeare en el suyo casi nunca falta a este principio: después de una escena entre los personajes grandes en la cual se versan los grandes intereses del Estado, introduce otra del vulgo, de personas bajas, las cuales hablan de la misma materia, pero de diferente modo, y ejecutan lo mismo   —210→   que los graciosos de nuestras comedias, los cuales graciosos hablan de los intereses y pasiones de sus amos, y a veces con más razón que sus mismos amos, como que éstos están apasionados, y sus criados no. No puede censurarse esto, porque siempre es muy dramático e importante ver pasar las grandes ideas y sentimientos por los cauces del vulgo y ver qué colorido les da.

En cuanto a comedias de santos y autos sacramentales no tenemos nada que decir. Hombres para quienes las procesiones y actos piadosos eran una diversión, bastaba que estas mismas procesiones, actos de devoción y milagros, se representasen para aplaudirlas.

Todas las objeciones que se han hecho, pues, contra el drama español como lo creó Lope de Vega, están disueltas, y solamente nos falta tratar de los dotes y de los defectos de Lope de Vega considerado como un autor dramático, como un poeta dramático. En esta materia entramos en un mar desconocido; no tenemos guía ninguno. Muy poco de esto se ha hablado, porque casi todos los que lo han hecho de nuestro teatro, casi todos nuestros literatos que se han ocupado de él, ha sido para decir que no vale nada: pero es imposible que no valga nada una cosa que fue tan aplaudida y por tanto tiempo por toda una nación, y que aún lo es después de más de cien años; yo no diré que todas, pero muchas de las comedias de Lope se han ejecutado y ejecutan con grande aplauso aun de los inteligentes. Es menester, pues, destruir esa preocupación, que sería muy semejante a la de los ingleses, si dijesen que debía pegarse fuego a las obras de Shakespeare; pero no lo dirán seguramente: son hombres que cuidan más de la gloria de su nación que nosotros.

Sin texto deben seguir las explicaciones sucesivas, porque la obra de Moratín que nos servía de él, acaba aquí: es, pues, preciso que nos guiemos sólo por nuestro propio estudio y escasos conocimientos.