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Arriba16.ª lección

Comedias de Tirso de Molina, Guillén de Castro y Miguel Sánchez, el Divino


La comedia del Burlador de Sevilla y Convidado de Piedra, que ha merecido en los países extranjeros el honor de la imitación, es considerada como poema dramático, una de las composiciones más interesantes y defectuosas de Tirso; y no creo que me engaño mucho diciendo que fue una de las primeras obras de su juventud. El mérito verdadero de este drama consiste todo en la invención de la fábula y en el carácter bien sostenido del protagonista.

Don Juan Tenorio, perteneciente a una familia ilustre de Sevilla muy conocida en la historia, e hijo de don Diego Tenorio, privado del rey don Alonso el Onceno, que tenía su corte en aquella capital, era un joven valiente y dotado de las prendas propias de un caballero, excepto del respeto debido al bello sexo. Su pasión dominante era triunfar de la honestidad de las mujeres y dejarlas burladas y entregadas a la ignominia. Las numerosas maldades que cometió por este defecto, y que pasaban por travesuras entre los jóvenes desalmados, hicieron que se le diese por nombre de guerra el Burlador de Sevilla. Su padre, afligido por las malas inclinaciones del hijo, le hizo viajar, y le envió a Nápoles con su tío don Pedro Tenorio, embajador de Castilla en aquella corte. Allí, bajo el nombre fingido del duque Octavio, su amigo, se introdujo en el cuarto de Isabela, amante de Octavio, y la gozó. El drama comienza en el momento que Isabela conoce la burla, y don Juan huye. Su tío, temeroso de las consecuencias de una injuria tan atroz hecha a dos   —318→   familias poderosas, le envía a España. Al llegar a las playas de Tarragona naufraga su buque, escapa de las ondas medio muerto, halla socorro y hospitalidad en la choza de Tisbia, una pescadora de aquella costa y testigo del naufragio, y paga tantos beneficios seduciéndola bajo palabra de esposo, burlándola como a las demás, y huyendo en un caballo que era propiedad de la misma Tisbia.

Al principio del segundo está ya el Burlador en Sevilla, donde su padre trata de casarle con doña Ana de Ulloa, hija de don Gonzalo de Ulloa, comendador de Calatrava; pero esta señora quería a su primo el marqués de la Mota. Don Juan Tenorio se encontró con este caballero, antiguo amigo suyo y compañero de liviandades; y sabiendo sus amoríos, procuró lograr una capa suya, y se introdujo en casa de doña Ana; pero el amor de esta señora no estaba tan adelantado como el de Isabela. Desconoció a su amante en el poco respeto de don Juan, dio voces, acudió su anciano padre, cortó la retirada al agresor, y don Juan tuvo que matarlo para abrirse paso. Huyendo de la justicia se dirige a Lebrija; pero al pasar por Dos Hermanas, vio una boda de villanos, gustole la novia, tuvo medios de seducirla persuadiéndola que sería su esposo, la separó del novio y la burló. En este episodio acaba el segundo acto y comienza el tercero.

Después de una acción tan ruin, muda de parecer y se vuelve a Sevilla, creyendo estar más seguro en el asilo de la iglesia; bien que de noche se retiraba a una casa que había tomado en una calle escusada. En el convento de San Francisco, donde se refugió, vio el magnífico sepulcro erigido a don Gonzalo de Ulloa con su estatua de piedra encima, y con este letrero:


«Aquí aguarda del Señor
el más leal caballero
la venganza de un traidor».



El desalmado don Juan Tenorio, leyendo este mote, resentido de él, llama a don Gonzalo buen viejo y barbas   —319→   de piedra, se ríe de la venganza que podrá tomar, y al despedirse le convida a cenar aquella noche en su casa, para hacer en ella el desafío.

El convidado de piedra no faltó. Apenas se sentó don Juan a la mesa llaman a la puerta. Catalinón su criado va a abrir, y vuelve aterrado sin poder dar razón de lo que había visto. Don Juan, que nada teme, va a la puerta, y dice:

DON JUAN
¿Quién va?
LA ESTATUA
Soy yo.
DON JUAN
¿Quién sois vos?
LA ESTATUA
Soy el caballero honrado
que a cenar has convidado.
DON JUAN
Cena habrá para los dos.


La presencia de ánimo y el valor que indica esta respuesta, no se desmienten en toda la escena. Tenorio manda dar silla al convidado, le hace plato, cena él mismo, bebe, le convida a beber, le pregunta si quiere que canten durante el convite según la costumbre del siglo en que se escribió la comedia, y manifestando el convidado deseos de quedar solo con él, hace quitar la mesa; cierra la puerta, y tratándole como a alma del otro mundo, le pregunta si tiene necesidad de sufragios. don Gonzalo le pide que vaya a cenar con él a su sepulcro la noche siguiente, y don Juan lo promete. La estatua se retira; y sólo después que ha desaparecido su contrario, siente estremecimiento y algunos latidos de la conciencia. Pero pronto vuelve en sí resuelto a cumplir su promesa, gloriándose en la reputación que va a adquirir de valeroso cuando se divulgue tan extraordinario suceso.

Don Juan acude al convite a la hora señalada, que eran las diez de la noche; ya le esperaba don Gonzalo. La mesa es un ataúd, los sirvientes esqueletos enlutados, las viandas víboras y alacranes, el vino hiel y vinagre, la música recuerdos temerosos de la inexorable justicia de Dios. Al fin, don Gonzalo pide la mano   —320→   al Burlador, que siente abrasarse por ella todo el interior de su cuerpo. Su intrepidez no se desmiente, tira de la daga, y sólo da golpes al aire, hasta que faltándole el aliento, cae difunto a los pies de su enemigo.

Esta es la fábula dramática, debida al genio de Tirso, que ha corrido toda la Europa, e interesádola, ya en las comedias francesas, una de Tomás Corneille, otra de Molière, ya en los acentos que inspiró al célebre Mozart que la puso en ópera, ya finalmente en bailes pantomímicos. Voltaire atribuyó el interés que inspiraba este drama a cierto tráfago y movimiento teatral que reina en todo él; pero no es esa mi opinión. La intención de Tirso fue presentar un carácter maligno e intrépido, capaz de luchar hasta el último suspiro contra las fuerzas invisibles del cielo, justamente irritado contra él. Este carácter, por muy fantástico que sea, es sumamente teatral e interesante. Su tipo se halla en la misma antigüedad clásica. Ayax y Capaneo fueron los Tenorios de la Italia y de la Tebaida. Admitida la hipótesis de las potencias sobrenaturales y de la eterna justicia, es sumamente dramático que el mismo don Gonzalo, víctima del delito de don Juan, y objeto de su burla después de muerto, sea el instrumento de su castigo. Había además otro motivo de interés, propio del siglo caballeroso en que Tirso escribía. Los espectadores veían a un caballero vengando sus injurias aun después de muerto; y esta combinación dramática era muy conforme con las preocupaciones, comunes entonces, acerca del honor.

Fuera del carácter de don Juan y las últimas escenas, el resto del drama es sumamente irregular aun en el género novelesco y no contiene bellezas de elocución, antes está escrito con suma incorrección. Don Antonio Zamora, poeta cómico de principios del siglo XVIII, la refundió, redujo la escena a Sevilla, disminuyó el número de las mujeres burladas por Don Juan, y así produjo un drama más regular, que es   —321→   el que actualmente se representa cuando se pone esta fábula en el teatro.

Me parece que lo dicho en la lección anterior y en la presente basta para formar juicio del mérito de Tirso de Molina. Vengamos ya a la comedia de Don Guillén de Castro, coetáneo suyo, intitulada Las mocedades del Cid, primera parte: drama célebre en la historia del arte, porque dio motivo a la creación de la tragedia francesa, y a la composición del gran Corneille, digna de su genio.

Rodrigo de Vivar, a quien los moros dieron el nombre del Cid (que en su lengua significa señor), es armado caballero por el rey don Fernando el Magno al principio del primer acto. Asisten a esta ceremonia Diego Laínez, padre de Rodrigo; Lozano, conde de Orgaz, su hija Jimena, amante correspondida del doncel, la infanta doña Urraca, hija del rey, que le calzó la espuela, y otros muchos señores y caballeros de la corte.

Retiradas las damas y Rodrigo después de la ceremonia, el rey junta su consejo para nombrar ayo a su hijo el príncipe don Sancho, y propone a Diego Laínez. El conde Lozano, que había solicitado aquel destino, habla contra este nombramiento, se irrita de las réplicas del anciano, le da un bofetón, y se retira sin que el rey se atreva a castigar la demasía del orgulloso magnate. Laínez se retira lloroso a su casa, ve sus armas, prueba sus fuerzas para la venganza de su agravio, y se encuentra incapaz de pelear. Llama a sus tres hijos sucesivamente, y les aprieta la mano hasta lastimarlos. Los dos primeros se quejan y lloran; pero Rodrigo, que fue el último llamado, le dice irritado:


    Padre, soltad en mal hora:
soltad, padre, en hora mala.
Si no fuérades mi padre,
diéraos una bofetada.



«Ya no fuera la primera», le responde el anciano,   —322→   alegre al ver el denuedo de su hijo; le refiere su agravio y le incita a la venganza. De este momento empieza en su corazón la lid entre el honor ofendido y el amor. El honor triunfa, busca al ofensor, le da muerte y se escapa, peleando, de los amigos y valedores del conde que querían matarle. Así concluye el primer acto.

En el segundo se queja por dos veces al rey la infelice Jimena de la muerte de su padre y pide la cabeza del amante, que no cesa de adorar, y que con un cuerpo de 500 caballos de su familia, huyendo del enojo del rey, sale a la frontera a pelear contra los moros; los derrota en un sangriento combate, y somete a cuatro reyezuelos acostumbrados a hacer daño en las tierras de Castilla. Termina el segundo acto la segunda queja de doña Jimena, en la cual se valió el autor del célebre romance


    Sentado está el señor rey
en su silla de respaldo.



Al principio del tercero, mientras el Cid hace una romería a Santiago de Galicia, vuelve a quejarse Jimena por tercera vez, glosando también otro romance antiguo. El rey, por consejo de Arias Gonzalo para probar si el odio de la joven huérfana era tan enérgico como manifestaba, hace llegar a la sala de su audiencia un criado con la noticia fingida de la muerte de Rodrigo. Jimena se turba al oírla; pero diciéndola al momento que fue una industria para que manifestase su corazón, irritada y corrida pide licencia al rey para buscar un campeón que haga armas contra Rodrigo, prometiéndole su mano si es caballero. Disputábase entonces entre los reyes de Castilla y Aragón la plaza de Calahorra, y don Martín González, caballero aragonés de fuerzas gigantescas y temido en toda España por su valor y hazañas, viene a proponer al rey Fernando que se decida la suerte de aquella ciudad sin guerra por un duelo particular de hombre a hombre. Llega entonces el Cid de Santiago, promete   —323→   salir al desafío con don Martín, que enamorado de la hermosura de Jimena, se propone también por campeón suyo y es aceptado. Rodrigo pelea con don Martín y le mata; pero envía a decir a Jimena que el vencedor de la batalla la lleva la cabeza de su enemigo. Con esta noticia se desmaya, y al volver en sí, descubre su amor en presencia del rey y de toda la corte. Rodrigo se presenta, se postra a los pies de su amada y le pide que le dé muerte o termine sus penas. Jimena, aunque avergonzada, cede a los ruegos del rey, del príncipe, de toda la corte, y más que todo a su amor, y da la mano al Cid.

Esta es la célebre fábula dramática de Guillén de Castro. No he analizado toda la comedia, porque no es mi intento dar a conocer su mérito artístico, y así he omitido de propósito muchas escenas episódicas e inútiles, como el amor de la infanta doña Urraca al Cid, el terror del príncipe don Sancho al ver un venablo ensangrentado en manos de aquella princesa, el repartimiento que hace don Fernando de su reino entre sus hijos, y la escena en que San Lázaro, disfrazado de leproso, recibe socorro del Cid cuando iba a Santiago, y se le aparece después glorioso. Yo he querido ceñirme en mi análisis, despreciadas estas escenas que afean el drama, a la acción verdadera, que es el amor de Rodrigo y Jimena, y sus luchas interiores entre lo que debían a sus padres, el uno agraviado y el otro muerto, y los deseos de sus corazones. Esta combinación produce situaciones llenas de pasión, de ternura, de piedad verdaderamente trágica. Para convencernos de su mérito, basta saber que el gran Corneille adoptó con muy poca variación, necesaria para sostener las unidades de tiempo y de lugar, no sólo la fábula, sino también el plan, el movimiento y hasta escenas enteras de Guillén de Castro.

Séame permitido hacer una observación que he verificado, y que quisiera que verificaran también todos los que hacen el honor de escucharme, y han   —324→   emprendido conmigo el estudio del teatro español. He leído muy cuidadosamente todos los dramas de Corneille compuestos antes del Cid, la tragedia de Clitandro, la Galería del Palacio, la Plaza Real, la Viuda, la Criada, y si bien se encuentran en ellas rasgos del genio inmortal que creó después el teatro francés, todas ellas, aunque muy ajustadas a las unidades, es decir, a las leyes de la verosimilitud material, en las cuales se hacía consistir entonces en Francia el arte dramático, todas ellas pecan contra la verosimilitud moral. Ni los personajes dicen lo que deben decir, atendidos sus caracteres y precedentes, ni los lances e incidentes, aunque muchos y variados, porque Corneille poseía el don de la invención, nacen de la acción misma, ni en fin el total de ella excita interés, Así que estas piezas desaparecieron del teatro apenas se presentó el Cid, y sólo se conservan en las ediciones de aquel gran poeta como monumentos de la infancia del arte.

En la tragedia del Cid fue donde comenzó el gran Corneille a adquirir aquel tacto dramático, aquel arte de expresión noble e interesante, aquel tono de diálogo rápido y sostenido, ya tierno, ya sublime, que caracteriza al autor del Cinna y de los Horacios. Pero vemos que en aquella tragedia siguió el plan del drama de Guillén de Castro, y casi tradujo sus pensamientos. ¿Será, pues, una temeridad decir, que en una comedia española de uno de nuestros autores de segunda clase se formó del padre del teatro francés, cuando es un hecho cierto que nada bueno había hecho hasta que se dedicó a imitarla?, y ¿qué importa que las Mocedades del Cid estén plagadas de defectos considerables, si en ella había insertado un genio que se desconocía a sí mismo, el núcleo de una obra perfecta? ¿La caída de una pera no mostró al gran Newton la ley que retiene o los astros en su órbita? Pues entre las confusas escenas de Guillén de Castro halló Corneille la verdadera tragedia clásica: ¿quién será quien se atreva después   —325→   de esta que a mí me parece demostración, a imitar a los Nasarre y a los Velázquez, y a despreciar nuestro teatro del siglo XVII sólo porque no se sujetó a las leyes del teatro francés, cuando la tragedia y la comedia de este teatro nacieron de la mina copiosísima del nuestro? En cuanto a la tragedia ya lo hemos visto; en cuanto a la comedia se verá cuando lleguemos a Ruiz de Alarcón.

Sólo nos resta leer algunas de las escenas que Corneille tomó casi al pie de la letra de nuestro dramático. Sea la primera el monólogo del Cid cuando sabe el agravio de su padre.

CID
Suspenso, de afligido,
estoy. Fortuna, ¿es cierto lo que veo?
Tan en mi daño ha sido
tu mudanza, que es tuya y no lo creo.
¿Posible pudo ser que permitiese
tu inclemencia que fuese
mi padre el ofendido (¡estraña pena!)
y el ofensor el padre de Jimena?
¿Que haré, suerte atrevida,
si él es el alma que me dio la vida?
¿Qué haré (¡terrible calma!)
si ella es la vida que me tiene el alma?
Mezclar quisiera en confianza tuya
mi sangre con la suya:
¿y he de verter su sangre (¡brava pena!),
yo he matar al padre de Jimena?
Mas ya ofende esta duda
al santo honor que mi opinión sustenta;
razón es que sacuda
de amor el yugo, y la cerviz exenta
acuda a lo que soy, que habiendo sido
mi padre el ofendido
poco importa que fuese (¡amarga pena!)
el ofensor el padre de Jimena.
¿Qué imagino?, pues que tengo
más valor que pocos años
—326→
para vengar a mi padre
matando al conde Lozano.
¿Qué importa el bando temido
del poderoso contrario,
aunque tenga en las montañas
mil amigos asturianos?
¿Y qué importa que en la corte
del rey de León Fernando
sea su voto el primero,
y en guerra el mejor su brazo?
Todo es poco, todo es nada
en descuento de un agravio,
el primero que se ha hecho
a la sangre de Lain Calvo.
Darame el cielo ventura
si la tierra me da campo,
aunque es la primera vez
que doy el valor al brazo.
Llevaré esta espada vieja
de Mudarra el castellano,
aunque está bota y mohosa
por la muerte de su amo.
Y si le pierdo el respeto
quiero que admita en descargo
del ceñírmela ofendido
lo que le digo turbado.
«Haz cuenta, valiente espada,
que otro Mudarra te ciñe,
y que con mi brazo riñe
por su honra maltratada.
Bien sé que te correrás
de venir a mi poder;
mas no te podrás correr
de verme echar paso atrás.
Tan fuerte como tu acero
me verás en campo armado:
segundo dueño has cobrado
tan bueno como el primero.
—327→
Pues cuando alguno me venza
corrido del torpe hecho,
hasta la cruz en mi pecho
te esconderé de vergüenza».


La del desafío del conde, que imitó Corneille mejorándola.

CID
¿Conde?
CONDE
¿Quién es?
CID
A esta parte
quiero decirte quién soy.
CONDE
¿Qué me quieres?
CID
Quiero hablarte.
Aquel viejo que está allí,
¿sabes quién es?
CONDE
Ya lo sé.
¿Por qué lo dices?
CID
¿Por qué?
Habla bajo, escucha.
CONDE
Di.
CID
¿No sabes que fue despojos
de honra y valor?
CONDE
Sí sería.
CID
¿Y que es sangre suya y mía
la que yo tengo en los ojos
sabes?
CONDE
Y el saberlo (acorta
razones) ¿qué ha de importar?
CID
Si vamos a otro lugar
sabrás lo mucho que importa.
CONDE
Quita, rapaz: ¿puede ser?
Vete, novel caballero,
vete y aprende primero
a pelear y a vencer;
y podrás después honrarte
de verte por mí vencido,
sin que yo quede corrido
de vencerte y de matarte.
Deja ahora tus agravios,
porque nunca acierta bien
venganzas con sangre, quien
tiene la leche en los labios.
CID
En ti quiero comenzar
a pelear y aprender,
y verás si sé vencer,
veré si sabes matar,
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y mi espada mal regida
te dirá en mi brazo diestro,
que el corazón es maestro
de esta ciencia no aprendida.
Y quedaré satisfecho
mezclando entre mis agravios
esta leche de mis labios
y esa sangre de tu pecho.
. . . . . . . . . . . . . .
CID
Cualquier sombra de esta casa
es sagrado para ti.
JIMENA
¿Contra mi padre, señor?
CID
Y así no te mato ahora.
JIMENA
Oye.
CID
¡Perdonad, señora!,
que soy hijo de mi honor.
Sígueme, conde.
CONDE
Rapaz,
con soberbia de gigante,
matarete si delante
te me pones; vete en paz,
vete, vete, sino quieres
que como en cierta ocasión
di a tu padre un bofetón,
te dé a ti mil puntapiés.
CID
Ya es tu insolencia sobrada.


Esta escena está mejorada por Corneille porque pasa entre los dos solos: como el conde rehúsa combatir con Rodrigo, bajo el pretexto de su corta edad, le dice últimamente el conde en Corneille: ¿Estás harto de vivir?, y responde el Cid: ¿y tú temes morir? Entonces se resuelve, van al campo y le mata.

Diego Laínez, manifestando su alegría por ver su honor vengado de la manera que está, y Jimena refiriendo la muerte de su padre, dicen:

JIMENA
Esta sangre limpia y clara
en mis ojos considera.
DIEGO
Si esa sangre no saliera,
¿cómo mi sangre quedara?
JIMENA
Señor, mi padre he perdido.
—329→
DIEGO
Señora, mi honor he cobrado.
JIMENA
Fue el vasallo más honrado.
DIEGO
Sabe el cielo quién lo ha sido;
pero no os quiero afligir:
sois muger, decid, señora.
JIMENA
Esta sangre dirá ahora
lo que no acierto a decir,
y de mi justa querella
justicia así pediré,
porque yo sólo sabré
mezclar lágrimas con ella.
Yo vi con mis propios ojos
teñido el luciente acero;
mira si con causa muero
entre tan justos enojos.
Yo llegué casi sin vida
y sin alma ¡triste yo!,
a mi padre, que me habló
por la boca de la herida.
Atajole la razón
la muerte, que fue cruel,
y escribió en este papel
con sangre mi obligación.
A tus ojos poner quiero
letras que en mi alma están,
y en los míos como imán
sacan lágrimas de acero;
y aunque el pecho se desangre
en su misma fortaleza,
costar tiene una cabeza
cada gota de esta sangre.
REY
Levantad.
DIEGO
Yo vi, señor,
que en aquel pecho enemigo
la espada de mi Rodrigo
entraba a buscar mi honor.
Llegué y hallele sin vida,
y puse con alma exenta
el corazón en mi afrenta
—330→
y los dedos en su herida.
Lavé con sangre el lugar
adonde la mancha estaba;
porque el honor que se lava,
con sangre se ha de lavar.
Tú, señor, que la ocasión
viste de mi agravio, advierte
en mi cara de la suerte
que se venga un bofetón,
que no quedara contento
ni lograda mi esperanza
sino vieras la venganza
adonde viste la afrenta.
Ahora, si en la malicia
que a tu respeto obligó
la venganza me tocó,
ya te toca la justicia:
hazla en mí, rey soberano,
pues es propio de tu alteza
castigar en la cabeza
los delitos de la mano.
Y sólo fue mano mía
Rodrigo, yo fui el cruel,
que quise buscar en él
las manos que no tenía.
Con mi cabeza cortada
quede Jimena contenta,
que mi sangre sin mi afrenta
saldrá limpia y saldrá honrada.


La escena entre Jimena y el Cid, antes de salir éste a la guerra contra los moros. Esta escena es de la que dijo Boileau que en vano contra el Cid se darían consejos a su amigo. «Todo París tiene para Rodrigo los ojos de Jimena; y todo París tuvo para Jimena los ojos de Rodrigo».

 

(Sale RODRIGO y arrodíllase delante de JIMENA.)

 
JIMENA
¡Ay afligida!,
que la mitad de mi vida
ha muerto la otra mitad.
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ELVIRA
No es posible consolarte.
JIMENA
¿Qué consuelo he de tomar
       si al vengar
de mi vida la una parte
sin las dos he de quedar?
ELVIRA
Siempre quieres a Rodrigo:
que mató a tu padre mira.
JIMENA
Sí, y aun preso ¡ay, Elvira!,
es mi adorado enemigo.
ELVIRA
¿Piensas perseguirle?
JIMENA
Sí,
que es de mi padre el decoro,
       y así lloro
el buscar lo que perdí
persiguiendo lo que adoro.
ELVIRA
Pues cómo harás no lo entiendo
estimando el matador
y el muerto.
JIMENA
Tengo valor,
y habré de matar muriendo.
Seguirele hasta vengarme.
CID
Mejor es que mi amor firme
       con rendirme
te dé el gusto de matarme
sin la pena de seguirme.
JIMENA
¿Qué has emprendido, qué has hecho?,
¿eres sombra, eres visión?
CID
Pasa el mismo corazón
que pienso que está en tu pecho.
JIMENA
¡Jesús! ¿Rodrigo, Rodrigo,
en mi casa?
CID
Escucha.
JIMENA
Muero.
CID
       Sólo quiero
que oyendo lo que digo
respondas con este acero.

 (Dale su daga.)  

Tu padre el conde Lozano,
en el nombre y en el brío,
puso en las canas del mío
la atrevida injusta mano.
Y aunque me vi sin honor
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se malogró mi esperanza
       en tal mudanza
con tal fuerza, que tu amor
puso en duda mi venganza.
Mas en tan gran desventura
lucharon a mi despecho
contrapuestos en mi pecho,
mi afrenta con tu hermosura.
Y tú, señora, vencieras
a no haber imaginado,
       que afrentado,
por infame aborrecieras
quien quisiste por honrado.
Con este buen pensamiento,
tan hijo de tus hazañas,
de tu padre en las entrañas
entró mi estoque sangriento.
Cobré mi perdido honor;
mas luego a tu amor rendido
       he venido
porque no llames rigor
lo que obligación ha sido.
Donde disculpada veas
con mi pena mi mudanza,
y donde tomes venganza,
si es que venganza deseas.
Toma, y porque a entrambos cuadre
un valor y un albedrío,
       haz con brío
la venganza de tu padre
como hice la del mío.
JIMENA
Rodrigo, Rodrigo ¡ay triste!,
yo confieso, aunque lo sienta,
que en dar venganza a tu afrenta
como caballero hiciste.
No te doy la culpa a ti
de que desdichada soy,
       y tal estoy
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que habré de emplear en mí
la muerte que no te doy.
Sólo te culpo agraviada,
el ver que a mis ojos vienes
a tiempo que aún fresca tienes
mi sangre en mano y espada.
Pero no a mi amor rendido,
sino a ofenderme has llegado
       confiado
de no ser aborrecido
por lo que fuiste adorado.
Mas vete, vete, Rodrigo;
disculpará mi decoro
con quien piensa que te adoro
el saber que te persigo.
Justo fuera sin oírte,
que la muerte hiciera darte;
       mas soy parte
para sólo perseguirte,
pero no para matarte.
Vete, y mira a la salida
no te vean, si es razón
no quitarme la opinión
quien me ha quitado la vida.
CID
Logra mi justa esperanza.
Mátame.
JIMENA
Déjame.
CID
Espera.
       Considera
que el dejarme es la venganza,
que el matarme no lo fuera.
JIMENA
Y aun por eso quiero hacella.
CID
Loco estoy: estás terrible.
¿Me aborreces?
JIMENA
No es posible,
que predominas mi estrella.
CID
Pues tu rigor, ¿qué hacer quiere?
JIMENA
Por mi honor, aunque muger,
       he de hacer
contra ti cuanto pudiere
deseando no poder.
—334→
CID
¡Ay, Jimena!, quién dijera...
JIMENA
¡Ay, Rodrigo!, quién pensara...
CID
¿Que mi dicha se acabara?
JIMENA
¿Y que mi bien feneciera?
Mas ¡ay Dios!, que estoy temblando
de que han de verte saliendo.
CID
¡Qué estoy viendo!
JIMENA
Vete, y déjame penando.
CID
Quédate, ireme muriendo.


El razonamiento de Diego Laínez a su hijo congratulándose de haber lavado su afrenta, razonamiento que ha copiado Corneille.

DIEGO
¿Es posible que me hallo
en tus brazos? Hijo, aliento tomo
para en tus alabanzas empleallo:
¿cómo tardaste tanto?, pues de plomo
te puso mi deseo; y pues viniste,
no he de cansarte preguntando el cómo.
Bravamente probaste, bien lo hiciste,
bien mis pasados bríos imitaste,
bien me pagaste el ser que me debiste.
Toca las blancas canas que me honraste,
llega la tierna boca a la megilla
donde la mancha de mi honor quitaste.
Soberbia el alma a tu valor se humilla,
como conservador de la nobleza
que ha honrado tantos reyes en Castilla.
CID
Dame la mano, y alza la cabeza
a quien como la causa se atribuya
si hay en mí algún valor y fortaleza.
DIEGO
Con más razón besara yo la tuya,
pues si yo te di el ser naturalmente,
tú me lo has vuelto a pura fuerza suya.


Otros muchos versos hay o traducidos o imitados; pero bastan las citas que he hecho para conocer con cuánta razón he atribuido el Cid de Corneille a las Mocedades del Cid de Guillén de Castro.

Antes que pasemos al examen del mérito de Calderón,   —335→   debemos dar cuenta de Miguel Sánchez, a quien llamaron sus contemporáneos El Divino, y no sin razón. Sólo he visto de él una comedia, intitulada la Guarda cuidadosa, sin haber podido adquirir ni aun noticia de otro drama del mismo autor, que floreció a fines del siglo XVI y principios del siguiente. Pero si he de juzgar por la Guarda cuidadosa de las demás suyas, es imperdonable el descuido de los impresores de su tiempo. El lenguaje tiene sencillez, corrección, pureza y cierta urbanidad que se acerca a la de Calderón. La versificación, poco armoniosa en lo general, es magnífica y llena de imágenes cuando el poeta quiere. La intención es siempre dramática, y pasa de una situación a otra sin dejar nunca de interesar. Las situaciones, agradables, deducidas siempre de los antecedentes, con tal arte, que no parece que me engaño al decir que esta comedia de intriga es como un tránsito del drama novelesco de Lope de Vega al de Calderón. Se respira además en toda ella una atmósfera campestre, que hace más vivas y animadas las escenas de amor y de celos que se describen. El autor introdujo muchas (y no son las menos agradables) de doble sentido en que dos de los interlocutores, en cuya confidencia está el auditorio, expresan lo que quieren, sin que conozca el sentido que dan a sus palabras otro interlocutor que está presente también y del cual tienen que guardarse.

La fábula es ésta. Leucato, caballero de un país extranjero (que no se nombra aunque parece es el Languedoc), después de un viaje a Valencia de España en compañía de su luja Nisea (para negocios que tampoco se explican), vuelve a su patria y se establece en una serranía, que es el lugar de la escena, donde estaban su castillo y sus estados. El príncipe de aquel país se enamora de Nisea, a quien tenían con poca salud las memorias de Florencio, caballero de Valencia que la había amado y logrado su correspondencia en esta ciudad. El príncipe con el achaque de   —336→   cazar en el monte viene al castillo de Nisea, a tiempo que Florencio llega de Valencia en seguimiento de su amada, tropieza su caballo en un tronco casi a las puertas del castillo, cae, se hace una herida en la cara, y permanece desmayado algún tiempo. Nisea le reconoce, y quiere alojar en su castillo a su amante, que vuelto en sí, y sabiendo el movimiento que hay en la casa por el hospedaje del príncipe y de su comitiva, y observando la pasión de éste en sus miradas y expresiones, se aloja aquella noche en una choza cercana. Aquí concluye el primer acto.

Florencio, cuyas señales nadie había conocido por tener cubierta la cara a causa de su herida, habiendo ido a la ciudad para concluir ciertos negocios, echa la voz de que había muerto por medio de su criado Ariadeno; se disfraza de guarda de monte, es admitido como tal en el castillo de Leucato, y logra que Ariadeno sea admitido como criado del príncipe. Esta situación le proporciona hablar con Nisea, que le dio satisfacción a sus quejas, y también saber las intenciones del otro amante teniendo una espía en su familia.

Florencio, habiendo hablado una noche con Nisea por una reja del castillo, haciendo su guarda como acostumbraba, ve al príncipe, a quien una criada de Nisea había llamado para que hablase con su ama. El príncipe procura desprenderse de aquel testigo incómodo que, avisado por Ariadeno de la intención de su rival, permanece oculto para registrar lo que hacía, y vuelven a encenderse sus celos y sus quejas. En esta situación concluye el acto segundo.

El príncipe, que no logró hablar con Nisea de noche, supo de la criada que había de madrugar; y en efecto Nisea lo había dicho para hablar con su guarda en el monte. Pero habiéndole ya encontrado y estando dándole satisfacción, llegó el príncipe, que también había madrugado para pasear con Nisea. Ésta, afligida por los celos de su amante e irritada de las persecuciones   —337→   del príncipe, pierde la paciencia, y le despide en público con tanta ira que Florencio queda desengañado de sus recelos, y el príncipe, se cura de su pasión, no quedándole de ella más que el deseo de vengarse. Trata, pues, con Trebacio y Ariadeno sus confidentes el modo de hacer una burla a Nisea. Ariadeno, viendo la ocasión oportuna para favorecer a su amo, le aconseja que finja que el guarda es un caballero español, llamado Florencio, que enamorado de Nisea, había venido a servirla disfrazado. Le dice que echada esta voz entre la familia, acaso Nisea caería en el lazo y se enamoraría, o permitiría amoríos, y el príncipe entonces se vengaría de los desprecios que le hacía, viéndola aficionada por la fama de ser un caballero, de un hombre vulgar, que era guarda del monte. El príncipe da en el lazo, la voz se esparce por todas partes. Leucato lo sabe, habla con Nisea, y conoció no solamente que el caballero amaba a su hija, sino que su hija estaba algo aficionada a él: determinado a poner a cubierto su honor, manda llamar un sacerdote, encierra a Florencio en un cuarto, y le intima que allí muere o se casa con su hija. Florencio, que no deseaba otra cosa, se casa o prepara a casarse con Nisea cuando viene el príncipe a ver el efecto de su burla: lo encuentra ya casi concluido todo; habla con Florencio aparte, y éste le dice que todo es cierto, que no le había fingido nada, que era cierto ser Florencio, nacido en Valencia y caballero, que allí había sido muy conocido de Nisea y la enamoró y fue correspondido; que él se hubiera apartado si luego que lo supo su padre no le hubiera obligado a casarse. Entonces toda la ira del príncipe va a descargar sobre Ariadeno, que confiesa de plano: el príncipe se viene a buenas, no conserva resentimiento ninguno, y la boda se hace.

Veamos algunas pruebas de lo que hemos dicho acerca del mérito poético de Sánchez.

Cuando Florencio cayó del caballo y recibió la herida   —338→   casi a las puertas del castillo donde Nisea le vio, le reconoció y quería hospedarle, le entera en que el príncipe estaba hospedado en el castillo, aunque en aquel momento estaba cazando fuera. Llega el príncipe, y dice:

PRÍNCIPE
Parece este el que cayó.
ARIADENO
¿Ya lo sabes?
PRÍNCIPE
Allá fuera
me han dicho de la manera
que su dicha sucedió:
dicha fue no se matar.
ARIADENO
Muerto le habemos tenido.
PRÍNCIPE
¿Y cómo estás?
FLORENCIO
Con sentido,
que no sé si es mejorar.
PRÍNCIPE
Bien dices; porque con él
se echa más de ver el mal.
ARIADENO
Él habrá quedado tal,
que quisiera estar sin él.
PRÍNCIPE
¿Y en pie te puedes tener?
FLORENCIO
He probado andar un poco.
PRÍNCIPE
¿Podraste ir poco a poco?
FLORENCIO
Habré de hacer por poder.
NISEA
Primero te has de casar
que saques el pie de aquí.
PRÍNCIPE
Según me parece a mí
más provecho lo hará andar;
yo le aconsejo lo cierto.
FLORENCIO
Ya los caballos espero.
ARIADENO
Parécesme caballero.
FLORENCIO
Soy bien nacido y bien muerto.
PRÍNCIPE
¿Español?
FLORENCIO
A tu servicio.
PRÍNCIPE
¿Adónde vas?
FLORENCIO
Caminaba
hacia Italia.
PRÍNCIPE
¿A qué?
FLORENCIO
Llevaba
esperanzas.
PRÍNCIPE
¿Para oficio?
FLORENCIO
Para buena ocupación
con harto honrada ventaja,
pero la fortuna ataja
la más cierta pretensión.
NISEA
Yo fío que estarás bueno,
—339→
y que alegre gozarás
esta tu ventaja y más.
FLORENCIO
Ya voy de esperanza ageno.
PRÍNCIPE
¿Por qué pierdes la esperanza?
FLORENCIO
Porque me dicen, señor,
que tengo competidor;
hombre que puede, alcanza.
PRÍNCIPE
¿Tienes de eso nueva cierta?
FLORENCIO
¿Cuando no lo fue la ruin?
PRÍNCIPE
¿Pues a tan dichoso fin
partías con dicha incierta?
FLORENCIO
Cuando yo partí no había
razón de tener alguna.
Pues tuve a toda fortuna
por mudable, y no la mía.
PRÍNCIPE
¿Dónde hallaste de tu ofensa
nuevas?
FLORENCIO
Por aquí al pasar,
que la nueva del pesar
hállase do no se quiera.
PRÍNCIPE
Quizá para darte en ojos
y desanimarte intenta
engañarte alguno.
FLORENCIO
Cuenta
que lo veo por mis ojos.
NISEA
Pues pienso que te mintieron,
que ellos también mentir saben.
Y esperanzas no se acaben
que tan bien fundadas fueron;
de tu salud trata ahora,
que luego tratarás de ellas;
que de que saldrás con ellas,
yo salgo por fiadora:
no temas competidor,
séase quien se quisier,
que ha de tener su poder
envidia de tu favor.
FLORENCIO
Beso los pies cien mil veces
de quien tal merced me hace.
NISEA
Porque en verdad no deshace
—340→
su poder lo que mereces.
Esas nuevas que te han dado
no te quiten el reposo
porque siempre el poderoso
es el que viene engañado.
Responderán con respeto
todos a tu pretensión;
mas mirando la razón,
que esto hace siempre el discreto.
FLORENCIO
Quien más me favorecía
no me ha tratado verdad.
NISEA
Quizá por más amistad
o por un yerro sería.
Ves aquí al príncipe (espera)
que me dice que ha venido
aquí mil veces, y ha sido
para mí esta la primera;
y si me lo oyera alguno
pensara que lo engañaba.
No estés afligido, acaba.
FLORENCIO
Siempre el triste es importuno.


Florencio no quiso, a pesar de la instancia de Nisea para hablar a sus solas, ser hospedado en la misma casa, y va adonde le lleva una joven aldeana, hija de Sileno, criado de la casa, que tenía su choza cercana; esta aldeana es la que hace el papel bucólico, el papel de pastor, en esta comedia.

FLORELA
¿Pues no hay en aquesta casa
caridad para acogeros,
que suele con forasteros
no ser a veces escasa?
Y sucediendo delante
de ellos la desgracia fiera,
haber movido pudiera
a compasión un diamante.
Partíos a la ciudad,
si es que caminar podéis,
que donde quiera hallaréis
—341→
cortesía y amistad.
Y si como yo imagino,
según fue el daño terrible,
fuera, señor, imposible
proseguir vuestro camino,
mi padre, que en esta orilla
del monte a muy poco espacio,
detrás de aqueste palacio,
tiene una pobre casilla.
Con ella y con cuanto él mande
hará que al menos os sobre
una voluntad de pobre,
que siempre suele ser grande.
No os ha de faltar allí
una cama limpia y blanda,
con las sábanas de holanda
que se guardan para mí.
Colchones que puede encima
tenderse el rey, con cuidado
que desde que se han lavado
no han bajado de la rima.
Cobertor que en las ventanas
ponemos en nuestras fiestas:
mantas, que entre nieve puestas
no sabréis si es nieve o lana.
Almohadas de labor
que jamás se han enfundado,
rodapiés de red labrada
que la cerca el rededor.
Hallarlo has, cuando lo veas,
oliendo todo a tomillo,
y a pecho llano y sencillo,
perfumes de las aldeas.
Tendrás para tu regalo,
si quedarte determinas,
huevos frescos y gallinas,
que no lo hay en casa malo.
Darante fruta estos yermos
—342→
bien sazonada y madura,
y agua fría, clara y pura,
buen convite para enfermos.
El médico vendrá acá,
o cada día, a lo más,
que no como a los demás
te curará desde allá.
Sencilla ofrezco a tus pies
este servicio pequeño,
que aunque no soy de ello dueño,
soy dueño de quien lo es.
Soy sola en casa de padre,
y por eso ansí lo digo,
que aun hoy consuela conmigo
la pérdida de mi madre.
Rogaréselo de veras,
y si duda lloraré,
que lágrimas te daré,
y no serán las primeras.
Que cuando caer te vi
lloré, hartas, yo te digo,
y aunque quise entrar contigo
de pesar no me atreví.
Cuenta con tu hato tuve,
que todos lo habían dejado;
y aunque no estuve a tu lado
en servicio tuyo estuve.
A tener más, más te diera,
mas esta pobre humildad
ofrezco a tu enfermedad,
y a mí por enfermera.


Esta misma joven, habiéndose hospedado en casa de su padre el príncipe, porque Nisea no le quería tener en el palacio, se sale a dormir al campo por librarse de los halagos de los criados del príncipe, y dice este romance:

FLORELA
Encinas de este monte,
entre cuya compañía
—343→
en paz segura ha pasado
sus pocos años mi vida;
fresnos tan amigos míos
ya por la costumbre antigua
que no me pierde en vosotros
la multitud infinita;
yerba de cuyo regazo
la siesta de tantos días
hice cama por mi gusto,
que me diste franca y limpia,
hoy que por necesidad
humilde vengo a pedilla,
y ser quiero vuestro huésped
toda aquesta noche fría,
no me la neguéis piadosos,
ansí os sean siempre amigas
las influencias del cielo,
y sus estrellas benignas;
que aquí me traen perdida
peligros de mi casa y mis desdichas.
Acoged seguramente
una medrosa que fía
de vuestra muda esperanza
más que de su casa misma.
Acogió en ella mi padre,
o por fuerza o por codicia,
al príncipe de esta tierra,
que cual es, tenga la vida.
Quedó en ella, no forzado
de tempestades prolijas,
que éstas hay vez que a los reyes
a tal humildad obligan.
Detiénenle vanidades
y mal miradas porfías
en afrenta del vasallo
mejor que tiene en sus villas.
Si a un padre como a Leucato
le solicitan la hija,
—344→
el mío, que los hospeda
teniéndola, ¿en qué se fía?,
que aunque no soy tan linda,
cuanto al peligro todas son las mismas.
Anda tan entretenido
de esperanzas y mentiras
que llevan tras sí los hombres
adonde quiera que vivan,
que de su honor olvidado
no me guarda, perseguida
de los cortesanos libres
que al amo que traen imitan.
No tengo donde acogerme,
porque la posada es chica,
y es de temer tanto fuego
en una casa pajiza.
Al monte me vengo huyendo,
donde al tronco de una encina
arrimaré la cabeza
segura, aunque no dormida.
Parece que estas retamas
con su seno me convidan,
que hallaré seguro al menos
de traición y de desdichas:
aquí estaré escondida
hasta que venga a defenderme el día.


Concluiremos con el soneto que dice la Guarda cuidadosa cuando empieza su oficio de guarda de monte.

Está junto a un riachuelo que pasa junto a aquella montaña, y le dirige estos versos:

FLORENCIO
Fáciles aguas de este manso río
que por su margen desigual torcida
lleváis vuestra corriente recogida
al valle melancólico y sombrío;
olas cobardes, que os detiene el brío
arena a vuestra costa humedecida,
y de la opuesta peña endurecida
—345→
blandas mojáis el pie, de algas vestido,
¿por qué estáis murmurándome, si digo
que he de elegir sin orden ni discurso
al dueño ingrato de mi vida triste?
Torcida o no, su condición la sigo,
como seguís vosotras vuestro curso,
que fuerza natural mal se resiste.


Estos dos cuartetos son superiores en cuanto a poesía descriptiva: no hay una sola palabra despreciable que puedan parecer ripio.

«¡Arena a vuestra costa humedecida!» es una imagen muy delicada, la arena de los ríos humedecida a costa de los mismos.

En la lección venidera principiaremos nuestros estudios sobre Calderón.




 
 
FIN DEL TOMO PRIMERO