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ArribaAbajo3.ª lección

Comedias de Bartolomé de Torres Naharro


En la lección pasada describimos los primeros y mal afirmados pasos de la musa dramática española. Acciones sencillas y sin interés, dignas del nombre de églogas que se les daba, embellecidas tal vez con un lenguaje más agradable y suelto que el de los siglos anteriores, tal vez con una versificación más llena y movimientos poéticos, fueron la diversión de los grandes y príncipes españoles hasta los primeros años del siglo XVI. Juan de la Encina fue el dramaturgo de esta primer época de nuestro teatro, al cual procuraron imitar, aunque con las mejoras que hacía diariamente la lengua, los autores cómicos sus contemporáneos.

Tiempo era ya de que se dilatase la esfera de la acción dramática. Conocíanse en toda Europa, y eran comunes en todas las librerías de los hombres de gusto, las obras clásicas de la antigüedad en este género, Sófocles, Eurípides, Terencio, Séneca y Plauto, empezaron a ser familiares a nuestros literatos. Era necesario, pues, para llamar la atención, e inspirar interés al público, dar más complicación a la fábula, aumentar el número de los personajes, y las riquezas de la escena. Procuráronse estos resultados por dos caminos diferentes. Uno, que parecía entonces el más natural, la traducción o imitación de los antiguos: otro, más difícil por más original, pero que logró al fin la preferencia, la creación de fábulas novelescas.

Abrió el primero Francisco de Villalobos, médico de Fernando el Católico y después de Carlos V, que tradujo el Anfitrión de Plauto, cercenadas algunas cosas   —48→   del primer monólogo de Mercurio. La traducción es en prosa, ya sumamente fácil y correcta, como puede verse en el monólogo de Alcumena y en el primer diálogo con su verdadero marido Anfitrión, inserto por el señor Moratín en sus Orígenes del teatro español.

Nadie ignora la fábula de Anfitrión. Júpiter, enamorado de Alcmena, toma la figura de su marido Anfitrión, y Mercurio su confidente la de Sosia, criado de aquél. Estaba Anfitrión ocupado en una guerra contra los enemigos de Tebas, y aprovecha Júpiter para entrar a ver su esposa el momento en que ya se sabía en Tebas la victoria conseguida por Anfitrión, cual estaba próximo a volver. Alcmena o Alcumena, como la llama Villalobos, le recibe como a su marido; pasa con él una noche, la cual se finge por el poeta que duró doble tiempo que otra de las demás noches del año. ¡Tanto tiempo era necesario para engendrar al gran Hércules que nació de este adulterio! Después, y estando todavía allí Mercurio y Júpiter, vienen Anfitrión y Sosia: es claro que presentados en la escena en diversas ocasiones el verdadero y el falso Anfitrión, y el verdadero y falso Sosia, deben resultar grandes contiendas entre marido y mujer, las cuales decide Júpiter al fin de la comedia anunciándose, por el Fulminador del rayo, y obligando a Anfitrión, como dice Molière en la imitación que hizo de esta comedia de Plauto, a tragar la píldora aunque bien dorada.

Poco antes de llegar el verdadero Anfitrión, habiéndose ya despedido el falso, dice Alcmena el siguiente monólogo, que leo para hacer ver cuán exacta es la observación del señor Moratín sobre los progresos que habla ya hecho en aquella época el lenguaje.

ALCUMENA.-  «Harto poca cosa es el placer que se pisa en esta vida y en todas sus edades para con las tristezas y molestias de ella».



Este para con, equivale a en comparación de. Modo   —49→   de hablar adverbial que sería de desear se hubiese conservado en nuestra lengua. Debo advertir que todo esto es traducción de Plauto.

«Así se compra bien lo uno por lo otro en la edad de los hombres. Así ha placido a los dioses, que siempre tras el deleite se siga la compañía del dolor; que si algún bien se alcanza, sea mayor el daño y mal que de allí redunda. Esto tengo yo agora por experiencia en mi casa, y por mí misma lo sé; que se me dio un rato de deleite cuando pude alcanzar de ver a mi marido por espacio de una noche, y este se me partió luego antes que amaneciese».



Obsérvese que el pude alcanzar de ver es pude conseguir o lograr ver. La preposición de anterior al infinitivo, en cualquiera que la usase hoy parecería un galicismo. Pero es de notar que aún no estaba formada ni con mucho la lengua francesa, cuando este modismo existía ya en la nuestra.

«Paresce que quedo sola sin alguna compañía, en apartarse de aquí aquel a quien yo amo sobre todos».



En por el; en apartarse, al apartarse. Esto también parecería ahora un galicismo, mayormente si se atiende a que el gerundio francés, lleva siempre antepuesta la partícula en.

«Más pasión me queda de la ida de mi marido, que placer me dio su venida; mas esto me hace bienaventurada, que a lo menos venció por batalla a los enemigos; y en volver él a su casa con mucha honra, me da consolación. Sea de mí absente, con tal que alcanzada la gloriosa alabanza, se retraya a su casa. Yo sufriré mucho el absencia suya con fuerte y firme ánimo, pues que tal galardón se me da, que vuelva mi marido vencedor de la batalla: esto habré yo por gran bien, porque la virtud es muy buen premio de los trabajos. La virtud en verdad a todas las cosas precede. La libertad, la salud, la vida, la hacienda, los padres, la patria y los hijos, con la virtud se defienden y se guardan: la virtud contiene en sí todas las   —50→   cosas; todos los bienes están en quien está la virtud».



Ahora llega el verdadero Anfitrión con su criado Sosia, y dice:

ANFITRIÓN.-  «Anfitrión alegre saluda a su deseada mujer, a la cual sola estima por la mejor de todas cuantas hay en Tebas, cuya bondad es famosa entre todos los ciudadanos».



Obsérvese el uso del participio deseada. Es el mismo uso propio de la lengua latina: deseada, una cosa que se ha echado de menos, que se ha conocido su falta, y de la que se ha estado privado.

  «¿Has estado buena? ¿Has deseado mi venida?

SOSIA.-  Nunca vi cosa más deseada. Ninguno le saluda más que a un perro».



Dice esto Sosia porque ignoraba la extrañeza que les causaba la venida de quien creían acababa de irse antes de amanecer.

ANFITRIÓN.-  «Y como te veo preñada, y como te veo embarnecida, alégrome.

ALCUMENA.-  Ruégote por Dios que me digas, ¿por qué me saludas para burlar de mí, y me hablas tan amorosamente como si de poco acá no me hubieses visto, como si agora fuese la primera vez que llegas a tu casa viniendo de la guerra? Así me hablas, como si de mucho tiempo acá no me vieras.

ANFITRIÓN.-  Antes te certifico que yo no te haya visto en alguna parte, si agora no, después que me partí a la guerra.

  . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . .

ALCUMENA.-  ¿Probaisme quizá por ver lo que tengo en el corazón? Mas dime, ¿por qué os volvisteis tan presto? ¿Hobo algún agüero que te hiciese tardar, o detenerte alguna tempestad que no te fueses a tus huestes como poco ha me dijiste?

ANFITRIÓN.-  ¿Poco ha? ¿Qué? ¿Tan poco?

ALCUMENA.-  Tiéntasme: poquito ha, muy poquito, agora.

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ANFITRIÓN.-  ¿Cómo puede ser esto que dices, poquito ha, y agora?

ALCUMENA.-  ¿Qué piensas que tengo de hacer sino burlar de ti, pues que burlas de mí? Que dices que llegaste agora de nuevo, y aun agora partiste de aquí.

ANFITRIÓN.-  Esta muger desvariando está...».



Esta comedia se imprimió por la primera vez en Zaragoza en 1515, y es la primera de nuestro teatro escrita en prosa. Ignórase si se representó: yo creo que era preciso para sufrirla que los oyentes fuesen personas instruidas en la literatura antigua. El vulgo español de aquella época nada sabía, nada entendía de las fábulas del paganismo, y los nombres de Júpiter, Mercurio y Hércules le eran enteramente desconocidos.

La comedia novelesca reconoce por su inventor a Bartolomé de Torres Naharro, extremeño, que después de cautivo en Argel y rescatado, pasó, a vivir a Roma, fue eclesiástico, y escribió ocho comedias. Siete de ellas imprimió en Roma en 1517, con privilegio que para ello le dio León X, gran favorecedor de las letras. Dio a su colección el título de Propaladia, que después se reimprimió en España, añadida la Calamita, aunque con muchas enmiendas que mandó hacer la Inquisición.

Las comedias de Naharro están escritas en versos de ocho sílabas, tal vez de pie quebrado. Están divididas en cinco actos, o jornadas, como los dramas de los antiguos: y en muchas de ellas hizo hablar a los actores en varios idiomas, como castellano, italiano, francés, latín y portugués; lo cual pudo también haber sido imitación de la variedad de dialectos que introdujo Homero en sus inmortales poemas. Estas comedias se representaron en Nápoles y en Roma, donde era entonces muy común el conocimiento de la lengua castellana; y es de creer que también se representaron en España, salvas las que en ellas hiciese la Inquisición.

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De las ocho comedias de Naharro pertenecen al género novelesco la Serafina, la Himenea, la Aquilana y la Calamita. Pertenecen a la descripción de costumbres la Soldadesca, la Tinelaria y la Jacinta. La Trofea es un elogio, puesto en acción, de las conquistas de don Manuel, rey de Portugal, en África y en Indias, no sin introducir en él el personaje alegórico de la Fama, el mitológico de Apolo, que hace versos en honor del rey, y algunos pastores graciosos o bobos, que amenizan la acción, precisamente lánguida y fría. También escribió Naharro un diálogo entre dos peregrinos al nacimiento de Nuestro Señor, composición que pertenece al género sencillo de Juan de la Encina.

Entre sus comedias novelescas es muy notable la Aquilana, porque es la primera en que se observa aquella falta de respeto a la historia, que se observó después en Lope, Calderón y demás dramáticos del siglo XVII. La fábula es la siguiente. Don Bermudo, rey de León, tiene una hija llamada Felicina, que es amada, no sin correspondencia, de Aquilano, joven extranjero, a quien el rey quería mucho, aunque ignoraba su origen y familia: pero sabedor don Bermudo de los amores de Aquilano por el médico que asistía a éste, se enfurece, y trata de degollarle. Entonces se descubre que el degollando es hijo del rey de Hungría, y Bermudo le casa con su hija. El médico supo los amores de Aquilano por la alteración de su pulso al ver a la infanta, fábula o historia tomada de un rey de Siria, que deseando saber el motivo de la tristeza mortal que devoraba a su hijo, averiguó por medio del médico que el príncipe perecía de amores de la reina su madrastra.

La combinación de un príncipe disfrazado que enamora a una princesa de otro reino, se ha repetido muchas veces en nuestro teatro y con mejor éxito que en la Aquilana de Naharro, en la cual se falta a cada momento al gran principio dramático de que los incidentes   —53→   tengan su razón en los sucesos anteriores. Llevar a un hombre al cadalso por la declaración de su pulso, es burlarse de los espectadores.

De las otras tres comedias novelescas de Naharro, en la que hay más vida y movimiento es en la Calamita; pero Moratín no quiso insertarla en la colección por dos razones: la primera, por algunas escenas lúbricas e indecentes entre Divina, la criada de Calamita, y un estudiante disfrazado de mujer; la segunda, porque el nudo de la fábula consiste en la inconcebible brutalidad de Euticio, padre de Floribundo, que da orden a sus criados de que maten a su hijo si lo ven entrar en casa de su amada Calamita. Las correcciones paternales no llegan nunca a tanto. Sin embargo, no podemos menos de leer el soliloquio de Floribundo, en que dándose la enhorabuena de haber elegido a Calamita por esposa, da consejos para hacer bien esta elección. Los versos son muy bellos, y anuncian ya un idioma que se acerca a la perfección.


Quien ha de tomar mujer
por su vida,
tome la más escondida
para su seguridad;
la que en virtud y bondad
fuere criada y nacida.
La muy en mucho tenida
por hermosa,
esta diz que es peligrosa;
la muy sabida, mudable;
la muy rica intolerable,
soberbia la generosa.
La complida en cualquier cosa
y acabada,
menos que todas me agrada,
porque, según mi pensar,
mala cosa es de guardar
la de todos deseada.



Aquí el adjetivo generosa tiene otro sentido que el   —54→   que en la actualidad la da nuestro idioma generalmente. Quiere decir noble de nacimiento, no noble de ideas ni de sentimientos.

La única pieza novelesca que analizaremos de Naharro, será, pues, la Himenea, que incluye el señor Moratín en su colección; no tanto por ser la más regular de todas y más ajustada a las leyes de verosimilitud teatral, cuanto porque en ella está tratado el amor de una manera más noble, y muy propia de esta pasión, como se sentía en aquella época caballerosa.

La fabula es tan sencilla, que sólo consiste en el amor de Himeneo a Febea, correspondido de ésta, y mal visto del marqués, hermano de la dama, el cual receloso, y andando sobre aviso, llegó a sorprenderlos en su misma casa: Himeneo huyó; el marqués quiso dar muerte a su hermana; pero el amante sobrevino con sus criados, y persuadió al celoso hermano, que remediara su honor de una manera menos sangrienta, consintiendo en que se casasen.

De este sencillo asuntó sacó Naharro las cinco jornadas de la comedia. En la primera pasea Himeneo con sus criados Eliso y Bóreas la calle de su dama, y expresa su pasión en los versos siguientes que la dirige, y que sirven de exposición a la comedia.


Guarde Dios, señora mía,
vuestra graciosa presencia,
mi sola felicidad;
aunque es sobrada osadía
sin tomar vuestra licencia,
daros yo mi libertad.
Pero en mi primer miraros,
tan ciego de amor me vi,
que cuando miré por mí
fue tarde para hablaros,
hasta agora,
que de mí sois ya señora.
Habeisme muerto de amores,
y dejaisme aquí en la plaza
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donde publique mis yerros;
como aquellos cazadores
que des que matan la caza
la dejan para los perros.
Donde quiera que me halle
diré siempre que es mal hecho,
pues yo vos guardo en mi pecho
vos me dejéis en la calle.
¡Bien me viene
que sin culpa muera y pene!



Los dos versos sin tomar vuestra licencia, daros yo mi libertad, si no estuvieran aquí, parecerían de una comedia de Calderón. Todo este monólogo por otra parte semeja mucho a las trovas de los cultivadores de la gaya ciencia; a aquella especie de metafísica amorosa que en la corte de Roberto, rey de Nápoles, primero, después en la de don Juan de Aragón, y luego en todas, se introdujo al fin de la edad media.

Deja Himeneo a sus criados que guarden la calle; pero ellos, que ni son valientes, ni enamorados, huyen del marqués y de Turpedio, su lacayo, apenas éstos se presentan. ¡Mal dije que no eran enamorados, pues Bóreas confía a Eliso que está enamorado de Doresta, doncella de Febea: pero estos amores lacayunos no son de los que despiertan la valentía!

En la segunda jornada vuelve Himeneo con sus criados y músicos a la calle de su dama. Los músicos cantan versos análogos a la situación del amante. Empiezan dos cantando los siguientes:


Tan ufano está el querer
con cuantos males padesce,
que el corazón se enloquece
de placer
con tan justo padescer.



Luego dice uno solo:


La pena con que fatigo
esme tan favorecida,
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que de envidiosa la vida
ya no quiere estar conmigo.
Ella se quiere perder:
vuestra merced lo meresce.



No he encontrado en ninguna parte el verbo fatigar como neutro; siempre se dice fatigar a otro en activo, o fatigarse que es recíproco; pero aquí la pena con que fatigo significa la pena con que estoy fatigado.

CANTOR 1.º y 2.º
Y el corazón se enloquesce
de placer
con tan justo padescer.
CANTOR 1.º y 2.º
Es más preciosa ventura
vuestra pena
que cualquiera gloria agena.
CANTOR 2.º
La pena que vos causáis,
los suspiros, el tormento,
con vuestro merescimiento
todo lo glorificáis.
CANTOR 1.º y 2.º
Mas codiciosa dejáis
vuestra pena,
que cualquiera gloria agena.
CANTOR 1.º
Los que nunca os conoscieron
penaran por conosceros,
y los que gozan de veros
porque más ante no os vieron.
CANTOR 1.º y 2.º
Que por mayor bien tuvieron
vuestra pena,
que cualquiera gloria agena.


Es menester observar el uso del pronombre posesivo vuestro. Vuestra pena aquí no es la pena que vos teneis, sino la pena que vos causáis. Aquí concluye la canción.

Febea favorece a Himeneo hablándole por la ventana, y prometiéndole que a la noche siguiente le dará entrada en su casa. Cuando ya Himeneo y los suyos se retiran, entran en la escena el marqués y su criado, que se resuelven a acudir más a tiempo a la noche siguiente.

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La tercera jornada es de día. Bóreas enamora a Doresta, y Turpedio, que finge también amarla, es despreciado. Todo este acto pudiera suprimirse, porque en nada contribuye a la acción.

En la cuarta jornada entra Himeneo en casa de Febea, dejando a la puerta sus criados, los cuales huyen apenas llega el marqués, dejando Bóreas su capa, por la cual le conoce Turpedio. El marqués, conociendo que Himeneo está dentro de la casa, rompe la puerta, y entra también.

En la quinta y última jornada el marqués amenaza a su hermana con la muerte, habiéndose ya escapado Himeneo; la aconseja que cuide de su alma, y que se confiese con el paje Turpedio. Esto era conforme a la opinión antiguamente recibida, de que cuando no era posible confesarse con un confesor idóneo, servía la confesión hecha con cualquier fiel aunque fuese seglar. Entre los marineros ha existido y aún existe según parece esta creencia, señaladamente en los casos de naufragio. Febea en aquellos momentos, que cree los últimos de su vida, se halla tan mal dispuesta para morir, que dice paladinamente al marqués que su único pesar es no haber condescendido enteramente con los deseos de Himeneo. Véanse sus expresiones:


Hablemos cómo la suerte,
me ha traído en este punto,
do yo y mi bien todo junto
moriremos de una muerte:
mas primero
quiero contar cómo muero.
Yo muero por un amor,
que por su mucho querer
fue mi querido y amado,
gentil y noble señor,
tal que por su merecer
es mi mal bien empleado.
No me queda otro pesar
de la triste vida mía,
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sino que cuando podía,
nunca fui para gozar,
ni gocé
lo que tanto deseé.
Muero con este deseo,
y el corazón me revienta
con el dolor amoroso;
mas si creyera a Himeneo,
no muriera descontenta,
ni le dejara quejoso.
¡Bien haya quien me maldice!
Pues lo que él más me rogaba
yo más que él lo deseaba:
no sé por qué no lo hice.
¡Guay de mí,
que muero así como así!
No me quejo de que muero,
pues soy mortal como creo;
mas de la muerte traidora,
que si viniera primero
que conociera a Himeneo
viniera mucho en buen hora.
Mas viniendo de esta suerte,
tan sin razón a mi ver,
¿cuál será el hombre o muger
que no le duela mi muerte,
contemplando
por qué y dónde, cómo y cuándo?
Yo nunca hice traición:
si maté, yo no sé a quién,
si robé, no lo he sabido;
mi querer fue con razón,
y si quise, hice bien
en querer a mi marido.
Cuanto más que las doncellas,
mientra que tiempo tuvieren,
harán mal sino murieren
por los que mueren por ellas;
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pues muriendo,
dejan sus famas viviendo.



A estos versos, ni muy decorosos ni muy propios del trance en que se encuentra, pero llenos de pasión, responde el marqués con un lugar común acerca de la necesidad de morir. En esto sobreviene Himeneo, que hace presente al ofendido hermano la nobleza de su sangre, y sus méritos para casar con Febea. El marqués conviene en ello, pero se queja aún de la manera poco decorosa con que habían tratado sus amores. Himeneo satisface también a esto; se hacen las amistades, se contrata el matrimonio de Himeneo y Febea, y paralelamente, como después se hizo costumbre en el teatro, el de Bóreas y Doresta. La comedia concluye yéndose todos a casa de Himeneo cantando un villancico; costumbre y modo de acabar las representaciones introducido por Juan de la Encina, y cuyo nombre indica una música aldeana y pastoril. El villancico es este:


¡Victoria, victoria,
los mis vencedores,
victoria en amores!
¡Victoria, mis ojos!
Cantad, si llorastes,
pues os escapastes
de tantos enojos:
de ricos despojos
seréis gozadores.
¡Victoria en amores!



Esta contraposición cantad si llorastes es mala; porque es propio de los ojos llorar, mas no cantar.

Bien se ve que por más sencilla que sea la fábula, de la Himenea, es un portento de complicación y de artificio, comparada con las obras dramáticas de Juan de la Encina y de otros antecesores de Naharro, que ni aun podían dividirse en actos o jornadas. Naharro dio un paso de gigante en la carrera dramática, dando al drama una competente extensión, e introduciendo fábulas complicadas.

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En esta comedia, y en general en las demás de su género, usó Naharro de poca sal cómica. El único rasgo satírico, y al mismo tiempo característico de un hombre de pocas obligaciones como era Eliso, a pesar de lo poético de su nombre, está en los versos que este interlocutor dice a su compañero Bóreas en el primer acto.


¿Y no has leído aquel texto
que maldito debe ser
hombre que en hombre se fía?
Pues si verdad es aquesto,
quien se fiase en muger,
muy más maldito sería.
A la fe, para gozallas
y no perderse tras ellas,
oíllas y no creellas,
sacudillas y dejallas.



Ésta es la cartilla de los amantes del Avapiés. El rasgo satírico y gracioso está en los versos que siguen:


No lo digo
porque las soy enemigo.



Las sirve aquí de dativo de plural. En el actual estado de la lengua, las es acusativo femenino del mismo número.

El estilo de Naharro, generalmente hablando, es puro y muy conforme a la comedia novelesca que él mismo creó.

En esta comedia de la Himenea, y en la Calamita de que hablamos antes, se observan bastante bien las unidades de tiempo, de acción y de lugar; porque en el lugar no hay más variación, que desde la calle al interior de la casa de Febea. La duración del tiempo es desde la prima noche de un día, hasta la noche, algo entrada, del siguiente. Mas yo no creo que estuviese en la intención de Naharro la observancia de estas reglas, que no observa en la Aquilana, ni en otras de sus composiciones. Pero en la Himenea la acción era tan escasa que, como ya hemos visto, tuvo que   —61→   introducir un acto puramente episódico, y bastante cansado.

Pasemos ya a examinar sus comedias de costumbres, género también introducido y creado por él, porque antes no era conocido. Llamaremos comedias de costumbres aquellas en las cuales se atiende más a la descripción de los caracteres, de los usos, de los vicios y de las virtudes, que no a la acción misma de la pieza. Todos hemos visto la comedia de Rojas intitulada ¡Lo que son mujeres!, en la cual no hay acción ninguna; allí sólo hay cuatro galanes y dos damas, de los que cada uno tiene su carácter particular, que se describe en la pieza, con las costumbres anejas a este carácter. Una composición semejante es la de los Enfadosos de Molière (Les facheux): otra es la de Esopo, que ha quedado en el Repertorio del teatro francés. Esopo, introducido en una corte, no es sino el medio de describir los diversos caracteres de los cortesanos. Otra es también el Mercurio galante, comedia que toma su título de un periódico que había en Francia desde el primer tercio del siglo XVIII, y a cuya redacción se supone que vienen varios personajes a presentar obras para que se inserten en el Mercurio; y estos personajes son los que se describen en la pieza.

Tales son las comedias que llamaremos de costumbres, que son más bien unos cuadros sucesivos de caracteres, de modales, de vicios y virtudes, que no acciones dramáticas.

Semejantes a éstas son la Soldadesca, la Tinelaria y la Jacinta de Naharro; pero la Soldadesca y la Tinelaria tienen el efecto de ser sumamente inmundas una y otra. La acción en la Soldadesca es la siguiente: Un capitán que tiene comisión de reunir en Italia un cuerpo de infantería para que sirva en las tropas del Papa, recluta a personas de varias naciones, pero la mayor parte soldados españoles licenciados (porque parece que entonces no teníamos guerra), o españoles   —62→   pobres que habían pasado a Italia a hacer fortuna. Las gracias de estos hombres así que llegan a una casa de campo, son requestar a las criadas, y robar al amo el dinero y todo cuanto tiene. El plan que formaron era robar una porción de dinero, y llevarse a España algunas mujeres, unas para ellos y otras para surtir una casa de mancebía, que entonces eran permitidas en España. En fin, todo cuanto puede suponerse de malo en unos aventureros sin hogar y sin principios ningunos de moral, todo se halla en esta comedia, descrito a la verdad con bastante gracia y soltura.

La Tinelaria es de otra especie: sube la maldad un puntito más alto. Su nombre lo toma, así como la Soldadesca de la profesión de soldado, de la palabra Tinelo, que significa o significaba entonces lo mismo que Office en francés y Gazapón en Navarra: es decir, aquel sitio en que se reúne la familia de escalera abajo de los grandes señores. Se figura pues el Tinelo de un cardenal, y en él reunidos todos los comensales de escalera abajo de una casa. He aquí la descripción que hace de esta comedia Moratín, que es como suya.

«La escena es en Roma en casa de un cardenal. La acción se reduce a que sus criados, con lo que hurtan, comen y gastan y viven en la mayor disolución y abandono. Al acabar la primera jornada se van a almorzar; la tercera se gasta toda en comer: en la quinta cenan y se emborrachan. Desde el primero al último de los personajes (que llegan a veinte y dos), todos son ladrones, glotones, borrachos, maldicientes, blasfemos, provocativos y disolutos. El autor acudió al arbitrio infeliz de introducir diferentes idiomas para animar el diálogo: uno habla en latín, otro en francés, otro en italiano, otro en valenciano, otro en portugués, y los demás en castellano. Esta greguería políglota, y el número excesivo de personajes que pone a un tiempo en la escena, producen una   —63→   confusión intolerable. A pesar de tantas nulidades, no deja de hallarse uno u otro pasaje escrito con inteligencia. Véase el siguiente diálogo entre el despensero del cardenal y la lavandera su amiga».



A la lavandera amiga la pone el nombre de Lucrecia, y a el despensero el de Barrabás.

LUCRECIA
Buenos días te dé Dios.
BARRABÁS
¡Oh qué milagro tamaño!
Y buenas noches a vos,
porque es la mitad del año.
LUCRECIA
¿He tardado?
BARRABÁS
Tanto que me has enojado
para hacer maravillas.
LUCRECIA
Por tu vida que he esperado
que tocaren campanillas.
BARRABÁS
¡Qué placer!
Dime, ¿quién debe atender,
si presumes como sueles,
los manteles al comer,
o el comer a los manteles?


Aquí atender está por esperar, que hoy sería un galicismo.

LUCRECIA
No sé nada:
como quier que fui criada,
donde siempre fui servida,
sé muy poco de colada
y menos de aquesta vida.
BARRABÁS
¡Guay de mí!
Diez años ha que te vi
morar en el Burgo viejo
y siempre te conocí
lavandera de concejo.
LUCRECIA
¡Cómo qué!
Pues no ha más que me casé.
Mira si bien has mentido,
pues harto estuve a la fe
con el ruin de mi marido.
BARRABÁS
Si querrás,
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dime cuántos años has:
no me niegues la verdad.
LUCRECIA
Veinte, por Dios, y no más
he hecho por Navidad.
BARRABÁS
Ora pues,
no quiero ser descortés;
pero así me ayude Dios,
que creo que ha veinte y tres
que dices que has veinte y dos.


Si querrás es aquí si quieres o si quisieres. Esta expresión, que se halla en los mismos términos en una égloga de Valbuena, le ha sido censurada. Yo bien sé que en el día no es permitido ni a poeta ni a prosista usarla; pero a Valbuena en la época en que escribió, le era lícito decirla: tenía en su apoyo autoridades tan grandes como son las de ésta y Naharro, que lo dice así en otras partes, y la de Juan de la Encina, en quien también se encuentra.

Lo de ha 23 años que dices que has 22 es una imitación del dicho de Cicerón, a quien refiriéndole que una dama romana porfiaba en que no tenía más que 25 años, contestó: «verdad es, porque hace 10 años que la he oído decir lo mismo». En lo que sigue no hay nada de importante.

La Jacinta es otra cosa: carece a la verdad de acción, porque la escena es en el camino de Roma, cerca de una casa de campo, donde vivía una señora joven y hermosa, llamada Divina, la cual tenía por costumbre hospedar a los que pasaban por su castillo, para saber de ellos las novedades que ocurrían, porque ella vivía retirada en aquella casa. Se presentan tres peregrinos; uno que habiendo procurado siempre servir bien a sus amos, no había encontrado ningún señor que se pagase de sus servicios; otro que desengañado de la falsedad de los malos amigos, huía del trato de la sociedad; otro que escarmentado de las vanidades del mundo y engaños de los hombres, trataba de meterse en religión, para   —65→   pasar en paz el resto de sus días. Un criado de la señora Divina los encuentra, los llama, los conduce al castillo, los agasaja muy bien; la señora tiene conversación con ellos, y últimamente, porque acabase de algún modo la comedia, se concluye con el casamiento de la señora con Jacinto, a quien elige, y que es el que había buscado señores y no había encontrado ninguno bueno. He aquí el juicio de Moratín acerca del lenguaje, porque en cuanto a acción ya está visto que es ninguna.

«Su mérito consiste en el decoro de los caracteres, la solidez filosófica de las máximas en que abunda, la pureza del lenguaje, la elegancia de estilo, la fluidez de su versificación».



Este es un gran mérito, y principalmente en calidad de comedia de costumbres, o de cuadros de moral. La descripción que hace de los caracteres de los tres peregrinos, y después de la señora Divina, son muy buenos. He aquí lo que dice Jacinto acerca de los malos señores a quienes había servido.


Sabrás que desde la cuna,
sin un punto de reposo,
no me acuerdo vez alguna
poderme llamar dichoso:
de servir muy codicioso,
no de vivir vagabundo,
me hace ir al cabo del mundo
tras un señor virtuoso.
Sabe Dios cuánto me holgara
de saber algún oficio,
porque en tan ruin ejercicio
tan buen tiempo no gastara:
pero ¿quién jamás pensara
donde son tantos señores,
que un señor no se hallara
para buenos servidores?
Aquellos son los traidores
que decimos las verdades,
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y los que ensayan maldades
suceden en los favores.
Todos están concertados
de traer todas sus vidas,
las bestias muy guarnecidas
y los siervos despojados.
Tienen puestos sus cuidados
en continuo atesorar,
sacando algunos ducados
que se gastan en cazar;
y si quieren algo dar,
no lo dan a pobrecicos,
sino a aquellos que son ricos,
que es echar agua en el mar.



Fenicio habla después contra la codicia.


Pues o ciega criatura,
que con este mundo vives,
que en cabo de él no recibes
sino sola sepultura,
¿no miras que es gran locura
si deja tu pensamiento
lo que para siempre dura
por lo que dura un momento?



Obsérvense las siguientes reflexiones, que son muy hermosas:


Que este mundo todo es viento;
pues de pobres ni de ricos,
ni de grandes ni de chicos,
ninguno vive contento.
¡Oh loco el hombre y muger
con cuanto puede afanarse,
que piensa de contentarse
por más haberes haber!
Que si bien por carecer
se duele la pobre gente,
no veo que por tener
algún rico se contente:
porque en el siglo presente
—67→
muy más grande ser conviene
el temor que el rico tiene,
que el dolor que el pobre siente.



Esto es magnífico. El temor del rico de que le roben su dinero, es más que la privación del pobre que carece de lo necesario.

Con motivo de la buena acogida que le da Divina, Jacinto hace el siguiente encomio de las buenas prendas del bello sexo:


Pues esto digo en favor
de las que corren fortuna,
pero digamos de alguna
que tiene un poco de amor.
¡Con cuánta pena y dolor,
por poco mal que sintáis,
anda y torna en derredor,
demandándoos cómo estáis,
diciéndoos qué le mandáis,
consolándoos como suele,
preguntándoos dónde os duele,
porfiándoos que comáis!
Hela ya muy afligida
a decir misas por vos,
y a rogar contino a Dios
que os mande salud y vida;
su comer y su bebida
sospiros, lágrimas son;
llora, gime, plañe y crida
de todo su corazón.
No puede ningún varón
pagalle complidamente
las lágrimas solamente
que deja en cada rincón.
Pues de esto bien informados,
que otro bien no hubiere en ellas
a todas y a cualquier de ellas
somos todos obligados:
cuanto más que sus cuidados,
—68→
sus grandezas, sus hazañas,
son servir a sus amados
con obras y lindas mañas;
y en los tiempos de sus sañas,
cuando partís, ellas lloran,
cuando tornáis, os adoran
con el alma e las entrañas...
¡Qué gloria de nuestra pena,
qué alivio de nuestro afán!
Sin duda no hay cosa buena
donde mugeres no van.
La gente sin capitán
es la casa sin muger,
y sin ella es el placer
como la mesa sin pan.



Estos versos debían halagar mucho a una nación, como era la española en aquel siglo, caballerosa, enamorada e idólatra al bello sexo.

Vemos, pues, que Naharro debe mirarse como inventor de dos géneros de comedias muy diferentes entre sí: una de acción, que nosotros hemos llamado novelesca, porque estas acciones casi todas se toman, o de ellas puede formarse una novela; lo cual era también gusto del siglo; otra, la comedia de costumbres o cuadros morales.

Estos géneros creó Naharro sustituyendo a la primitiva sencillez de las églogas de Juan de la Encina un interés y un diálogo verdaderamente dramático. Al mismo tiempo, o casi en los mismos años, Vasco Díaz Tanco, de Fregenal, escribía tres tragedias sacadas todas de la Escritura, una intitulada Absalón, la otra Amán, y la última Jonatás. Se han perdido y no se sabe de ellas: por consiguiente ni podemos hablar de su mérito ni de su género. Yo creo que estas tragedias serían más bien imitaciones de las griegas, bien o mal hechas, que no otra cosa. Precisamente, sus asuntos se separan mucho de los que había tratado Naharro, pues son asuntos de historia sagrada. Por   —69→   otra parte, Tanco era hombre de mucha erudición: he aquí la noticia de su vida que nos da Moratín.

«Vasco Díaz Tanco, natural de Fregenal en Extremadura, dedicó a Felipe II siendo príncipe una historia de los turcos, sacada de lo que escribieron sobre esta materia Paulo Jovio y otros autores, y la intituló Palinodia. Publicó además otra obra intitulada Los veinte triunfos; otra sobre los títulos de dignidades temporales y mayorazgos de España; otra con el título de Jardín del alma cristiana, impresa en Valladolid año de 1552, y en esta dice que siendo joven escribió las tres tragedias mencionadas de Absalón, Amán y Jonatás. Nadie asegura haberlas visto: se ignora si se imprimieron o se representaron; pero no pudiendo dudar que el autor las compuso, he creído poder suponer su existencia con alguna probabilidad hacia el año de 1520, aunque, no con una absoluta certeza. Puede creerse que Vasco Díaz murió por los años de 1560».



Por consiguiente debemos suponer que este hombre ilustrado, tratando de hacer una tragedia, para cuyo género no existía modelo ninguno en España, es natural tomase la organización dramática de su fábula de la imitación de los griegos.

El género de Naharro fue imitado, pero la mayor parte de las comedias que inmediatamente después de él se escribieron, en las que se introducía la pintura de costumbres, fueron prohibidas por la Inquisición. Estas prohibiciones no se deben contemplar como injustas, en atención a que hemos visto ya la libertad que se tomaba el patriarca de este género, que era Naharro: de consiguiente puede inferirse la que usarían los imitadores, de ninguno de los que han quedado nada digno de memoria. Imitan siempre éstos mas bien los defectos que no las bellezas de sus modelos.

Entre las comedias escritas a imitación del género de Naharro, desde la segunda decena del siglo hasta   —70→   el año 44, en que apareció Lope de Rueda, y que forma un período muy notable en nuestra historia dramática, solamente hay una digna de atención, que es la Castidad de Lucrecia, en la cual sirve de acción la violación de Lucrecia por Tarquino, la muerte de ésta y la libertad de Roma. No falta en medio de tan noble y trágico asunto su Bobo o gracioso. Digo que es notable, porque es la primera comedia histórica, o tomada de un hecho histórico, que existe en castellano. Al mismo tiempo escribió Cristóbal del Castillejo, poeta muy digno de atención en los versos cortos por su dulzura, por su fácil elocución y por su gracia, una farsa intitulada Constanza, que es bastante obscena.

Continuaron con el título de autos, las composiciones sagradas, al nacimiento del Bautista, al de nuestro Redentor, y al encuentro de los dos discípulos después de la resurrección del Señor, cuando iban a parar al castillo de Emaus, sin haber en ellos más de notar que la sustitución de los nombres de autos o de coloquios al de églogas, que desapareció así que murió o acabó de componer Encina.

En el período que, como ya hemos dicho, debe acabar en el año 44, escribió Fernán Pérez de la Oliva, tres composiciones en prosa, imitadas de otras tantas antiguas: el Anfitrión de Plauto, la Venganza de Agamenón, y Hécuba triste. Es decir, que cultivó en estas traducciones el género clásico de los antiguos. Pero las composiciones de Fernán Pérez de la Oliva no fueron representadas, ni pudo ninguna servir para representarse. Dice Moratín de él, que así como Molière imitó a Plauto en su Avaro y en el Anfitrión mejorándolos, así Fernán Pérez de la Oliva desfiguró a Plauto, y le imitó empeorándole y quitándole lo que tiene de gracioso. De Hécuba triste cita una escena en la cual se ve de qué manera al sentimiento natural de dolor de la viuda de Príamo, y reina destronada de Troya, se sustituyen expresiones ya un   —71→   poco alambicadas, y en las cuales se trata de manifestar más ingenio que naturalidad. Habla Polixena, hija de Hécuba, que va a ser sacrificada ante el túmulo de Aquiles, con su madre. Hécuba sabía el destino cruel que los griegos querían dar a su hija.

POLIXENA.-  ¿Qué es esto, madre, que lloras con tan tristes gemidos? ¿Qué quieren estos hombres armados?

HÉCUBA.-  Vienen, hija, por ti. ¡Oh, hija triste, a qué tálamo te han de llevar!

POLIXENA.-  ¿Cómo, di, madre, entre tantas desventuras me quieren casar?

HÉCUBA.-  Sí, hija Polixena, adonde nunca me veas.

POLIXENA.-  El esposo, ¿quién es?, ¿adónde está?

HÉCUBA.-  Está con los muertos.

POLIXENA.-  ¡Ay madre mía! ¿Con hombre muerto me quieren casar?

HÉCUBA.-  Sí, hija mía, con muerto, muerta te han de casar.



Todo esto es poner el dolor en antítesis, y por consiguiente echar a perder la descripción de este sentimiento tan hermoso y natural.

Hemos llegado ya a la época de Lope de Rueda, el cual reunió los dos géneros en que trabajó Naharro, porque mezcló el género novelesco con el género de costumbres, y pintura de los caracteres. Entonces dio otro paso el drama español: pero antes de entrar en el estudio y análisis de las comedias de Lope de Rueda, quiero emplear una lección en el examen de la Celestina, composición anterior a los tiempos de Naharro, y que es una de las primeras en el género literario que existe en el Parnaso Español. Es uno de los padres de la lengua el autor de la Celestina. Es al tiempo mismo, el que pudo haber indicado en la especie de novela dramática que compuso a Naharro, a Rueda y los que les sucedieron, la marcha que debía seguirse en la composición de un drama; porque en   —72→   efecto, la Celestina nunca habrá sido un drama escénico. Tiene unas dimensiones colosales, y abunda en episodios. Sería un drama si pudiera representarse en la China, donde principia el drama por la mañana, y los espectadores se van a sus negocios, o a comer, y cenar, y sigue.

Este género de la Celestina fue imitado después: yo conozco o tengo noticia de tres composiciones o de tres novelas dramáticas. Así llamo a esos dramas largos, o a esas novelas puestas en acción. Uno es la Tebaida, que no he tenido nunca en la mano; otro es la Eufrosina, escrita originalmente en portugués, de la que he visto una traducción; y otro la Dorotea de Lope de Vega. No me acuerdo haber visto más composiciones de este género, que es propio nuestro. Tampoco me acuerdo haberle visto en ninguna otra nación extranjera, a no ser que se cite la Aminta del Taso, y el Pastor fido, que es una verdadera novela pastoril, puesta en acción. Por consiguiente hablaremos de este género, y del mérito particular de la Celestina, en la lección inmediata.



  —73→  

ArribaAbajo4.ª lección

De la Celestina


La tragicomedia de Calisto y Melibea, intitulada también la Celestina, fue escrita o concluida por un autor que, aunque aparenta guardar el anónimo, declara su nombre y su patria en unos versos acrósticos de arte mayor, que anteceden al drama, y cuyas iniciales dicen: El bachiller Fernando de Rojas acabó la comedia de Calisto y Melibea, e fue nascido en la Puebla de Montalván. Y por si algún lector no caía en esta artificiosa manera, por desgracia tan imitada después, de declarar su nombre, su obra y su patria, Alonso de Proaza, editor de la impresión de 1502, puso con otros versos que se hallan al fin de la edición, éstos:


«No quiere mi pluma, ni manda razón
que quede la fama de aqueste gran hombre,
ni su digna gloria, ni su claro nombre,
cubierto de olvido por nuestra ocasión».



Ocasión significa aquí causa, culpa.


«Por ende juntemos de cada renglón
de sus once coplas la letra primera,
las cuales descubren por sabia manera
su nombre, su tierra, su clara nación».



En esas once coplas, a pesar de ser acrósticas, no deja de haber algunos versos buenos, como éstos que siguen, los cuales parecerían imitados del Taso, a no ser porque este insigne poeta aún no era nacido.


«Como el doliente que píldora amarga
o la recela o no puede tragar,
métela dentro de dulce manjar;
engáñase el gusto, salud se le alarga».



  —74→  

«E de l'inganno suo vita riceve» dice el Homero de Sorrento.

En los mismos versos, en el prólogo y en la dedicatoria a un amigo dice Rojas, que la primera parte o primer acto de esta composición, fue escrita por un poeta anterior, que no sabe si es Juan de Mena, o Rodrigo de Cota, con el título de comedia, y que él añadió en unas vacaciones los otros veinte, intitulándola tragicomedia, por el fin desgraciado de la mayor parte de los que intervienen principalmente en el drama. El primer acto, que contiene la exposición y presenta los principales caracteres y el nudo de la fábula, no pudiéndose atribuir a Juan de Mena, en cuyo tiempo no estaba la lengua tan formada como se manifiesta en la prosa y en los pocos versos de la Celestina, se ha atribuido generalmente a Rodrigo de Cota, autor del diálogo entre el Amor y un Viejo, que ya hemos analizado, y cuyo estilo y dicción se acercan más que el de otro autor del siglo XV, al de la Celestina.

El bachiller Fernando de Rojas, en su prólogo, en su dedicatoria, en sus versos, y aun en el mismo título de la obra, manifiesta que el objeto moral de la composición no es otro, que el de apartar a los jóvenes del amor vicioso, poniendo a la vista el deshonor y los peligros a que se exponen los que a él se entregan; señaladamente cuando se valen de terceras como la Celestina, vieja codiciosa y embaucadora, con sus puntas y collares de hechicera.

Sin embargo, hay pasiones, que ni aun para el escarmiento deben describirse; seguramente el amor vicioso es una de ellas. Los incentivos que llevan al abismo, son siempre más fuertes que el temor de despeñarse. No hablamos aquí del amor, considerado como una pasión moral; sino del meramente físico, como es el que se describe en la novela dramática de Rojas. Por otra parte, la descripción de las costumbres, demasiado verdadera y descubierta, de las terceras,   —75→   de las rameras y de los rufianes, debe incomodar a todo hombre de una educación culta; tanto más, cuanto está perfectamente hecha. Esta reflexión moral, y la manía de ostentar erudición, filosofía e historia, es lo único que tacharemos en la Celestina. Pero la inmoralidad del argumento es suficiente motivo para que tengamos por la prohibición que lanzó contra ella el Santo Oficio; bien que con el dolor de haber de censurar tan severamente una obra que forma época en la historia del idioma castellano, y que sirvió, por decirlo así, de tránsito desde el habla de Alonso el Sabio, hasta la del inmortal autor del Quijote.

En efecto, la Celestina, en materia de lenguaje, es una composición clásica, y bajo ese aspecto nunca será suficientemente estudiada. Como abraza todos los géneros posibles, desde el vehemente y oratorio, hasta el más bajo y familiar, es un repertorio de las diversas formas de estilo que poseía nuestro idioma en aquella época.

Pero no es éste el único mérito de la tragicomedia. A pesar de que ni la extensión de la obra, ni su división en 21 actos, ni su argumento bastante inmundo permitían representarla en una época en que no se conocían más representaciones que las églogas de Juan de la Encina, abunda sin embargo en bellezas dramáticas. Viveza y sal en los diálogos, aunque algunas veces es la sal con que Plauto frotó al auditorio romano: rasgos profundos de costumbres, ya serios, ya cómicos; movimientos poéticos, expresados en una prosa elevada; y sobre todo, suma verdad en la descripción de los caracteres, hacen sospechar con razón que Naharro, Lope de Rueda y sus imitadores en el género de la comedia novelesca, se propusieron seguir por modelo al autor de la Celestina; aunque reduciendo sus dramas a dimensiones más a propósito para la representación. Esta intención de imitar a Rojas es evidente en la comedia Himenea que analizamos en la lección anterior, donde además   —76→   del peligro de muerte a que se expone Febea, están tomados, o por mejor decir robados de la Celestina, los artificios con que los criados de Himeneo encubren su miedo, cuando acompañan a su señor a la calle de su dama.

La fábula de la Celestina es la siguiente: Calisto, enamorado de Melibea, pone a Celestina por tercera para conseguirla. La tercera, con varios pretextos, se introduce en casa de la doncella; y con la discreción que, según doctrina de Cervantes, era necesaria para ejercer bien su oficio, lleva a punto las cosas, que Melibea admite a su amante en el jardín o huerto de su casa. El enamorado Calisto regala magníficamente a Celestina: sus criados Sempronio y Pármeno, que frecuentaban la casa de ésta, la cual los tenía entretenidos con dos rameras, exigen de ella que les dé parte en el regalo. La vieja se niega a ello y los insulta, y ellos la matan; pero cogidos in fragranti por la justicia al arrojarse de una tapia, de cuyo golpe quedaron casi muertos, son llevados a la plaza pública y degollados.

Sus queridas Elicia y Areusa incitan a un fanfarrón y rufián, llamado Centurio, para que dé muerte a Calisto, o por lo menos perturbe sus amores con Melibea, causa de la ruina de sus amantes y de su madre Celestina. El fanfarrón, que deseaba complacerlas sin exponerse, encarga el negocio a Traso, un pillo que reunido con otros trata de espantar a Sosia y Tristán, que guardaban la escala por donde había subido Calisto una noche al jardín de Melibea. Calisto, oyendo el ruido, quiere bajar por la escala para socorrer a los suyos; pero con la precipitación pone un pie en falso, cae y se mata. Melibea sube al terrado de su casa, se despide de su padre que estaba en el primer piso, y se mata, arrojándose al patio.

La escena varía frecuentemente, a las casas de Calisto, Melibea y Celestina; y el autor de los sumarios de los actos tiene gran cuidado de salvar la verosimilitud   —77→   material y el enlace de las escenas. Esto es poco interesante, porque nos está llamando la atención una grande inverosimilitud moral, que es el mayor defecto de esta composición, considérese como novela o como drama.

Calisto es caballero, rico, joven, dotado de valor y de cuantas prendas pueden hacerle amable. Véase la descripción que de él hace Celestina, abogando en favor suyo con Melibea, para que le envíe una reliquia y la oración de Santa Apolonia para curarle el mal de muelas, de que le finge enfermo.

CELESTINA.-  «¡Y tal enfermo, señora! Por Dios, si bien lo conoscieses, no le juzgases por el que has dicho y mostrado con tu ira. En Dios y en mi alma no tiene hiel; gracias dos mil; en franqueza Alejandre, en esfuerzo Héctor; gesto de un rey, gracioso, alegre; jamás reina en él la tristeza; de noble sangre, como sabes; gran justador. ¡Pues verlo armado! Un San Jorge. Fuerza y esfuerzo, no tuvo Hércules tanta. La presencia y facción, disposición, desenvoltura, otra lengua había menester para las contar: todo junto semeja ángel del cielo. Por fe tengo que no era tan hermoso aquel gentil Narciso que se enamoró de su propia figura, cuando se vido en las aguas de la fuente. Agora, señora, tiénele derribado una sola muela, que jamás cesa el quejar.

MELIBEA.-  ¿Y qué tanto tiempo ha?

CELESTINA.-  Podrá ser, señora, de veinte y tres años: que aquí está Celestina que lo vido nascer, y lo tomó a los pies de su madre.

MELIBEA.-  Ni te pregunto eso, ni tengo necesidad de saber su edad, sino que tanto tiempo ha que tiene el mal.

CELESTINA.-  Señora, ocho días, según lo que he podido colegir, que parece que ha un año en su flaqueza; y el mayor remedio que tiene, es tomar una vihuela, y tañe tantas canciones y tan lastimeras, que no creo fueron otras las que compuso aquel emperador   —78→   y gran músico, Adriano, de la partida del ánima, por sufrir sin desmayo la ya vecina muerte. Que, aunque yo sé poco de música, paresce que hace aquella vihuela hablar. Pues si acaso canta, de mejor gana se paran las aves a le oír, que no a aquel Anfión, de quien se decía que movía los árboles y las piedras con su canto. Siendo este nascido, no alabaran a Orfeo. Ninguna muger le ve, que no alabe a Dios, que así lo pintó; pues si le habla acaso, no es más señora de sí, de lo que él ordena».



En todo este pedazo que hemos leído, no hay una sola frase, una sola expresión, que no se pudiera usar en el estado actual de la lengua. Obsérvese que Celestina, a pesar de su profesión, es muy instruida en historia y mitología. Y no solamente ella, sino hasta los criados y rameras en esta composición son eruditos. Ellos hablan de filosofía, de sistemas morales, de metafísica; de todo se habla allí. Pero éste era el defecto del siglo: en los demás autores se encuentra la misma pedantesca erudición.

Melibea era hija de Pleberio y Alisa, padres nobles, ricos y virtuosos. Véase la descripción que de su hija hace el mismo Pleberio, consultando con su mujer Alisa darla estado.

PLEBERIO.-  «Alisa, amiga mía, el tiempo, según me paresce, se nos va como dicen de entre las manos; corren los días como el agua del río: no hay cosa tan ligera para huir como la vida: la muerte nos sigue y rodea, de la cual somos vecinos, y hacia su bandera nos acostamos, según natura. Y pues somos inciertos, cuándo habemos de ser llamados, viendo tan ciertas señales, debemos echar nuestras barbas en remojo10, y aparejar nuestros fardeles para andar este forzoso camino. Demos nuestra hacienda a dulce sucesor; acompañemos nuestra única hija con marido,   —79→   cual nuestro estado requiere; porque vamos descansados y sin dolor de este mundo. ¿Quién no se hallará gozoso de tomar tal joya en su compañía? En quien caben las cuatro principales cosas que en los casamientos se demandan, conviene a saber: lo primero, discreción, honestidad y virginidad; lo segundo, hermosura; lo tercero, el alto origen y parientes; lo final, riqueza. De todo esto la dotó natura: cualquiera cosa que nos pidan hallarán bien cumplida».



Ahora bien, ni en novela, ni en drama, ni aun en la vida común se verifica que cuando un joven se enamora de una doncella, su igual en nacimiento, riqueza y prendas, solicite su amor por arbitrios tan ruines e indecorosos como la mediación de Celestina. El primer paso es siempre pedirla a sus padres por esposa, y si estos se niegan a ello, o hay algún impedimento para conseguirlo, en él comienza el nudo de la fábula. Pero emplear para lograr los favores de una doncella noble y rica, en lugar del matrimonio, la seducción y la deshonestidad, es quitar desde sus principios a la fábula todo el interés que podría y debería tener, y aun toda la verosimilitud, pues nada se ve en toda la obra que impida el unese casen Calisto y Melibea, sino la voluntad del autor.

«Quodcumque ostendis mihi sic, incredulus odi».



Pero claro es que sin esta inverosimilitud, mal podrían los embustes y hechicerías de Celestina, la inmoralidad de Sempronio y Pármeno, ni la descripción de las costumbres infames de Elicia, Areusa y Centurio. Tan cierto es lo que ya hemos dicho en otra ocasión, que el vicio es incompatible con la belleza en las obras de las artes.

Hemos elogiado la verdad de los caracteres en esta composición. El de Celestina, en su misma fealdad, es perfecto. Se sabe que esta clase de mujeres añadían a todas sus maldades la de fingirse hechiceras; lo que proporciona al autor al fin del acto tercero poner en boca de Celestina un conjuro muy   —80→   semejante al de la Medea de Séneca, en el cual levanta el tono de la elocución, y hace alarde de toda la pompa del estilo.

CELESTINA.-  «Conjúrote, triste Plutón, señor de la profundidad infernal, emperador de la corte dañada, capitán soberbio de los condenados ángeles, señor de los sulfúreos fuegos que los hervientes étneos montes manan, gobernador y vedor de los tormentos, y atormentador de las pecadoras ánimas; regidor de las tres furias, Tesífone, Megera y Aleto, administrador de todas las cosas negras del reino de Estigie y Dite, con todas las lagunas y sombras infernales, y litigioso caos, mantenedor de las volantes harpías con toda la otra compañía de espantables y vaporosas hidras».



Nótese esta mezcla de las fábulas de la mitología, con los principios conocidos del cristianismo.

«Yo, Celestina, tu más conocida cliéntula, te conjuro por la virtud y fuerza de estas bermejas letras, por la sangre de aquella noturna ave, con que están escritas; por la gravedad de aquestos nombres y signos que en este papel se contienen; por la áspera ponzoña de las víboras de que este aceite fue hecho, con el cual unto este hilado; vengas sin tardanza a obedescer mi voluntad, y en ello te envuelvas, y con ello estés, sin un momento te partir, hasta que Melibea con aparejada oportunidad que haya, lo compre; y con ello de tal manera quede enredada, que cuanto más lo mirare, tanto más su corazón se ablande a conceder mi petición; y se le abras y lastimes del crudo y fuerte amor de Calisto, tanto que despedida toda honestidad, se descubra a mí, y me galardone mis pasos y mensaje, y esto hecho, pide y demanda de mí a tu voluntad. Si no lo haces con presto movimiento, ternasme por capital enemigo; heriré con luz tus cárceles tristes y escuras; acusaré cruelmente tus continuas mentiras; apremiaré con mis ásperas palabras tu horrible nombre; y otra y   —81→   otra vez te conjuro. Así, confiando en mi mucho poder, me parto para allá con mi hilado, donde creo te llevo envuelto».



¡Con cuánto temor, y al mismo tiempo, con cuánta malignidad se acerca a la casa de Melibea, guiada de la codicia! ¡Qué bien pretexta ante la señora Alisa, madre de Melibea, el motivo de haber entrado en su casa! Pero sobre todo, ¡con qué arte introduce la conversación con Melibea, primero sobre los males de la vejez, luego sobre la necesidad de socorrer al prójimo, y al fin sobre la enfermedad de Calisto, hasta que la indignación de Melibea la obliga a recoger velas y a reducirse a pedir la oración de Santa Apolonia contra el mal de muelas!

  «Pues si tú me das licencia (dice a la incauta joven), diré la necesidad y causa de mi venida...».



MELIBEA.-  «Di, madre, todas tus necesidades, que si yo las pudiere remediar, de buen grado lo haré por el pasado conocimiento y vecindad, que pone obligación a los buenos.

CELESTINA.-  ¿Mías, señora? Antes ajenas, como tengo dicho: que las mías de mi puerta adentro me las paso, sin que las sienta la tierra, comiendo cuando puedo, bebiendo cuando lo tengo; que con mi pobreza jamás me faltó, gracias a Dios, una blanca para pan, y cuatro para vino, después que enviudé; que antes no tenía yo cuidado de lo buscar, que sobrado estaba en un cuero en mi casa. Uno lleno y otro vacío. Jamás me acosté sin comer una tostada en vino, y dos docenas de sorbos, por amor de la madre, tras cada sopa. Agora, como todo cuelga de mí, en un jarrillo (¡mal pecado!) me lo traen, que no cabe dos azumbres. Seis veces al día tengo de salir por mi pecado con mis canas a cuestas, a le henchir a la taberna... Ha venido esto, señora, por lo que decía de agenas necesidades y no mías.

MELIBEA.-  Pide lo que querrás, sea para quien fuere.

CELESTINA.-  Doncella graciosa y de alto linage, tu   —82→   suave habla y alegre gesto, junto con el aparejo de liberalidad que muestras con esta pobre vieja, me dan osadía a te lo decir. Yo dejo un enfermo a la muerte, que con sola una palabra de tu noble boca salida, que le lleve metida en mi seno, tiene por fe que sanará, según la mucha devoción tiene en tu gentileza.

MELIBEA.-  Vieja honrada, no te entiendo, si más no me declaras tu demanda... No cese tu petición por empacho ni temor.

CELESTINA.-  El temor perdí, mirando, señora, tu beldad: que no puedo creer que en balde pintase Dios unos gestos más perfectos que otros, más dotados de gracias, más hermosas facciones, sino para hacerlos almacén de virtudes, de misericordia, de compasión, ministros de sus mercedes y dádivas, como a ti.

MELIBEA.-  Por Dios, sin más dilatar, me digas quién es ese doliente.

CELESTINA.-  Bien ternás, señora, noticia en esta ciudad de un caballero mancebo, gentil hombre, de clara sangre, que llaman Calisto.

MELIBEA.-  Ya, ya, ya, buena vieja, no me digas más: no pases adelante. ¿Es ese el doliente por quien has hecho tantas premisas en tu demanda? ¿Por quien has dado tan dañados pasos, desvergonzada, barbuda? ¿Qué, qué siente ese perdido, que con tanta pasión vienes? De locura será su mal. Quemada seas, alcahueta, falsa, hechicera, enemiga de la honestidad, causadora de secretos yerros. Jesú, Jesú, quitámela, Lucrecia, de delante; que me fino, que no me ha dejado gota de sangre en el cuerpo.

CELESTINA.-  (En hora mala vine acá si me falta mi conjuro. Ea, pues, bien sé a quién digo. Ce, hermano, que se va todo a perder).

MELIBEA.-  ¿Aún hablas entre dientes delante de mí, para acrecentar mi enojo y doblar tu pena? ¿Querías condenar mi honestidad por dar vida a un loco; dejar a mí triste por alegrar a él, y llevar tú el provecho de mi perdición, el galardón de mi yerro; perder y   —83→   destruir la casa y honra de mi padre, por ganar la de una vieja maldita como tú?

CELESTINA.-  Por Dios, señora, que me dejes concluir mi dicho, que ni él quedará culpado, ni yo condenada; y verás como es todo más servicio de Dios, que pasos deshonestos; más para dar salud al enfermo, que para dañar la farma al médico. Si pensara, señora, que tan de ligero habías de conjeturar de lo pasado nocibles sospechas, no bastara tu licencia para me dar osadía a hablar cosa que a Calisto ni a otro hombre tocase.

MELIBEA.-  Jesú, no oiga yo mentar más ese loco, salta paredes, fantasma de noche, luengo como cigüeña, figura de paramento mal pintado, si no aquí me caeré muerta. Este es el que otro día me vio, y comenzó a desvariar conmigo en razones, haciendo mucho del galán. Dirasle, buena vieja, que si se pensó que ya era todo suyo y quedaba por él el campo, porque holgué más de sentir sus necedades que castigar su yerro, quise más dejarle por loco, que publicar su atrevimiento...

CELESTINA.-  (Más fuerte estaba Troya, y aun otras más bravas he yo amansado: ninguna tempestad mucho dura).

MELIBEA.-  ¿Qué dices, enemiga? Habla que te pueda oír. ¿Tienes disculpa alguna para satisfacer mi enojo, y escusar tu yerro y osadía?

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . .

¿Qué palabra podrás tú querer para ese tal hombre que a mi bien me estuviese? Responde, pues dices que no has concluido; y quizá pagarás lo pasado.

CELESTINA.-  Una oración, señora, que le dijeron que sabías de Santa Apolonia para el dolor de las muelas: asimismo tu cordón, que es fama que ha tocado las reliquias que hay en Roma y Jerusalén. Aquel caballero que dije pena, y muere de ellas. Esta fue mi venida», etc.



En este acto dejó a Melibea tan clavada la flecha,   —84→   que la obligó a mandarla a llamar, para quejarse de la herida.

Sempronio es maldiciente, perverso, murmurador de su amo y de todos, mal criado, y capaz de cometer cualquier delito. Pármeno, digno de ser alumno de Celestina y de Sempronio. Elicia. y Areusa tienen todos los defectos de su profesión, sin que ninguna virtud los redima. Centurio, tan malo como ellas, es sin embargo cómico por sus fanfarronadas. Véase cómo habla a Elicia y Areusa que le piden vengue en Calisto la muerte de sus amantes.

CENTURIO.-  «Mándame tú, señora, cosa que yo sepa hacer, cosa que sea de mi oficio: un desafío con tres juntos, y si más viniesen que no huya por tu amor; matar un hombre, cortar una pierna o brazo, harpar11 el gesto de alguna que se haya igualado contigo: estas tales cosas antes serán hechas que encomendadas. No me pidas que ande camino, ni que te dé dinero, que bien sabes que no dura conmigo, que tres saltos daré, sin que se me caiga blanca. Ninguno da lo que no tiene: en una casa vivo cual ves, que rodará el majadero por toda ella sin que tropiece. Las alhajas que tengo es el ajuar de la frontera, un jarro desbocado, un asador sin punta, la cama en que me echo está armada sobre aros de broqueles, una talega de dados por almohada; que aunque quiera dar colación, no tengo qué empeñar, sino esta capa harpada que traigo a cuestas.

AREUSA.-  Pues aquí te tengo; a tiempo somos: yo te perdono con condición que me vengues de un caballero que se llama Calisto, que nos ha enojado a mí, y a mi prima.

CENTURIO.-  (¡Oh! Reniego de la condición). ¡Dime luego si está confesado!

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AREUSA.-  No seas tú cara de su ánima.

CENTURIO.-  Pues sea así: enviémosle a comer al infierno sin confesión.

AREUSA.-  Escucha, no atajes mi razón, esta noche le tomarás...

CENTURIO.-  No digas más; al cabo estoy... Pero, dime, ¿cuántos son los que le acompañan?

AREUSA.-  Dos mozos.

CENTURIO.-  Pequeña presa es esa: poco cebo tiene ahí mi espada. Mejor cebara ella en otra parte esta noche, que estaba concertado.

AREUSA.-  Por escusarte lo haces: a otro perro con ese hueso: no es para mí esa dilación: aquí quiero ver si decir y hacer comen juntos a tu mesa.

CENTURIO.-  Si mi espada dijese lo que hace, tiempo le faltaría para hablar. ¿Quién sino ésta puebla los más cementerios? ¿Quién hace ricos los cirujanos de esta tierra? ¿Quién rebana los capacetes de Calatayud sino ella, que los casquetes de Almazán así los corta, como si fuesen hechos de melón? Veinte años ha que me da de comer; por ella soy temido de hombres y querido de mugeres, sino de ti: por ella lo dieron Centurio por nombre a mi abuelo, y Centurio se llamó mi padre, y Centurio me llamo yo.

ELICIA.-  Pues ¿qué hizo la espada porque ganó tu abuelo ese nombre? Dime, ¿por ventura fue por ella capitán de cien hombres?

CENTURIO.-  No; pero fue rufián de cien mugeres.

AREUSA.-  No curemos de linage ni hazañas viejas: si has de hacer lo que te digo, sin dilación determina, porque nos queremos ir.

CENTURIO.-  Más deseo yo la noche por tenerte contenta, que tú por verte vengada. Y porque más se haga todo a tu voluntad, escoge qué muerte quieres que le dé: allí te mostraré un repertorio en que hay setecientas y setenta especies de muertes; verás cuál más te agradare.

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. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . .

AREUSA.-  Díganos alguna que no sea de mucho bullicio.

CENTURIO.-  Las que agora estos días yo uso y más traigo entre manos, son espaldarazos sin sangre, o porradas de pomo de espada, o revés mañoso: a otros agujereo como harnero a puñaladas, tajo largo, estocada temerosa, tiro mortal. Algún día doy palos por dejar holgar mi espada.

ELICIA.-  No pase por Dios más adelante: dele palos, porque quede castigado y no muerto.

CENTURIO.-  Juro por el cuerpo santo de la letanía, no es más en mi brazo derecho dar palos sin matar, que en el sol dejar de dar sus acostumbradas vueltas al cielo».



Ausentes las dos rameras, el valentón muda de lenguaje.

  «Agora quiero pensar, dice, cómo me escusaré de lo prometido. Quiérome hacer doliente; pero ¿qué aprovecha? Que no se apartarán de la demanda cuando sano. Pues si digo que fui allá y que les hice huir, pedirme han señas... yo no las sabré dar; helo todo perdido. Pues ¿qué consejo tomaré que cumpla con mi seguridad y su demanda? Quiero enviar a llamar a Traso el cojo y sus compañeros, y decirles que porque yo estoy ocupado esta noche en otro negocio, vayan a dar un repiquete de broquel, a manera de llevada, para ojear unos garzones, que me fue encomendado; que todo esto es pasos seguros, y donde no conseguirá ningún daño, más de hacerlos y volverse a dormir».



Esta es la escena más cómica que tiene la tragicomedia.

Apartando la vista de estas inmundicias, nos agrada sobremanera el carácter de Calisto, franco y generoso, aunque tan perdidamente enamorado, que casi todas sus hipérboles amorosas son blasfemias. Es cosa muy de notar este abuso del lenguaje en una época en que tan venerada era la religión. He aquí lo que dice Calisto al principio de la pieza.

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CALISTO.-  «En esto veo, Melibea, la grandeza de Dios.

MELIBEA.-  ¿En qué, Calisto?

CALISTO.-  En dar poder a natura que de tan perfecta hermosura te dotase, y hacer a mí inmérito tanta merced que verte alcanzase, y en tan conveniente lugar, que mi secreto dolor manifestarte pudiese. Por cierto los gloriosos sanctos que se deleitan en la visión divina, no gozan más que yo agora en el acatamiento tuyo.

MELIBEA.-  ¿Por tan gran premio tienes esto, Calisto?».



Y en las ediciones más antiguas se hace responder a Calisto, como observa el editor de la más moderna:

  «Téngolo por tanto en verdad, que si Dios me diese en el cielo la silla sobre sus sanctos, no lo ternía por tanta felicidad».



En la página 8.ª tiene con su criado el siguiente diálogo:

SEMPRONIO.-  «Digo que nunca Dios quiera tal: que empiece es de regla lo que agora dijiste.

CALISTO.-  ¿Por qué?

SEMPRONIO.-  Porque lo que dices contradice a la cristiana religión.

CALISTO.-  ¿Qué me da a mí?

  SEMPRONIO.- ¿Tú no eres cristiano?

CALISTO.-  ¿Yo? Melibico soy, e a Melibea adoro en Melibea creo, e a Melibea amo».



No es esto lo peor, sino que más adelante en este mismo acto, cuando se queda solo, dirige una oración al cielo, que es la siguiente:

  «¡O todo poderoso, perdurable Dios! ¡Tú que guías los perdidos, y a los reyes orientales por el estrella precedente a Bethlén trajiste, y en su patria los redujiste! Humildemente te ruego que guíes a mi Sempronio, de manera que convierta mi pena y tristeza en gozo, e yo indigno merezca venir en el deseado fin».



Melibea es joven, apasionada, inexperta. El instinto del pudor la obliga a manifestar en los principios una   —88→   altivez de que después se arrepiente, como se ve en el monólogo con que empieza el acto décimo.

MELIBEA.-  «¡Oh lastimada de mí! ¡Oh mal proveída doncella! ¿Y no me fuera mejor conceder su petición y demanda ayer a Celestina, cuando de parte de aquel señor (cuya vista me cautivó) me fue rogado, y contentarle y sanar a mí, que no venir por fuerza a descubrille mi llaga, cuando no me sea agradescido? ¿Cuando ya desconfiando de mi buena respuesta, haya puesto sus ojos en amor de otra? ¡Cuánta más ventaja tuviera mi prometimiento rogado, que mi ofrescimiento forzoso!».



Pero cuando llega a entregarse a la pasión amorosa, no reconoce freno alguno, si bien siente el remordimiento. Hay un rasgo maravilloso de costumbres en el acto XVI. Melibea escondida oye hablar a sus padres acerca de ponerla en estado; y deseando Pleberio consultar su voluntad, su mujer le responde:

  «¿Quién ha de irse con tan gran novedad a nuestra hija Melibea, que no la espante? ¿Cómo? ¿Piensas que sabe ella qué cosa sean hombres? ¿Si se casan o qué es casar? ¿O que del ayuntamiento de marido y muger se procreen los hijos? ¿Piensas que su virginidad simple le acarrea torpe deseo de lo que no conosce, ni ha entendido jamás? ¿Piensas que sabe errar aun con el pensamiento? No lo creas, señor Pleberio, que si alto o bajo de sangre, o feo o gentil de gesto le mandaras tomar, aquello será su placer, aquello habrá por bueno; que yo sé bien lo que tengo criado en mi guardada hija».



Melibea no puede sufrir estas alabanzas no merecidas, y manda a su criada Lucrecia que entre donde están sus padres para interrumpir una conversación tan desagradable para ella.

MELIBEA.-  «Lucrecia, Lucrecia, corre presto, entra por el postigo y estórbales su habla, interrúmpeles sus alabanzas con algún fingido mensage, sino quieres que vaya yo dando voces como loca, según estoy   —89→   enojada del concepto engañoso que tienen de mi ignorancia».



En el razonamiento que hace a su padre, cuando después de muerto Calisto, se arroja de lo alto de su casa al patio, hay algunos rasgos admirables, otros que no son tan buenos; señaladamente las malditas citas de Clitemnestra, de Medea, de Filipo de Macedonia, del rey Herodes, y otras cosas que no vienen a cuento.

  «Oye, padre viejo, mis últimas palabras: y si como yo espero las rescibes, no culparás mi yerro. Bien ves y oyes este triste y doloroso sentimiento que toda la ciudad hace: bien oíste este clamor de campana, este alharido de gentes, este ahullido de canes, este estrépito de armas; de todo esto soy yo causa. Yo cubrí de luto y gergas en este día casi la mayor parte de la ciudadana caballería; yo dejé muchos sirvientes descubiertos de señor; yo quité muchas raciones a pobres y envergonzantes... Yo fui causa que la tierra goce sin tiempo el mas noble cuerpo y más fresca juventud que al mundo era de nuestra edad criada... Cortaron las hadas sus hilos; cortáronle sin confesión su vida; cortaron mi esperanza, cortaron mi gloria, cortaron mi compañía: ¡Pues qué crueldad sería, padre mío, muriendo él despeñado, que viviese yo penada!».



Esta especie de retruécano anuncia ya desde una época tan lejana los vicios que había de contraer la literatura española en el siglo XVII.

  «¡Oh mi amor, y señor Calisto, espérame, ya voy: detente, si me esperas: no me incuses la tardanza que hago, dando esta última cuenta a mi viejo padre, pues le debo mucho más. ¡Oh padre mío, muy amado! Ruégote, si amor en esta pasada y penosa vida me has tenido, que sean juntas nuestras dos sepulturas: juntas nos hagan las obsequias. Salúdame a mi cara y amada madre: sepa de ti largamente la triste razón porque muero. ¡Gran placer llevo de no verla presente!... Recibe allá tu amada hija. Gran dolor llevo de   —90→   mí, mayor de ti, muy mayor de mi vieja madre. Dios quede contigo y con ella: a él ofrecen mi ánima: pon tú en cobro este cuerpo que allá baja».



El acto último, que es el XXI, contiene las quejas de Pleberio por la muerte de su hija. Hay en él algunas cosas dignas de leerse, aunque pocas, porque domina demasiado la erudición. A vueltas de ella, sin embargo, se encuentran sentimientos sumamente dulces, como estos.

  «Agora perderé contigo, mi desdichada hija, los miedos y temores que cada día me espavorescían: sola tu muerte es la que a mí me hace seguro de sospecha. ¿Qué haré cuando entre en tu cámara y retraimiento, y la halle sola? ¿Qué haré, de que no me respondas si te llamo? ¿Quién me podrá cubrir la gran falta que tú me haces?... Sopuerta mi hija, ¿quién acompañará mi desacompañada morada? ¿E quién terná en regalos mis años que caducan?».



Sigue una invectiva contra el amor, haciendo Pleberio una especie de reseña de los males que ha causado a Celestina, a los criados, a Calisto y Melibea. Luego se queja de su hija porque le dejó solo, y concluye con unas palabras de la Salve.

«¿Por qué no tuviste lástima de tu querida y amada madre? ¿Por qué te mostraste tan cruel con tu viejo padre? ¿Por qué me dejaste penado? ¿Por qué me dejaste triste y solo in hac lacrimarum valle. Que lo dice en latín para mayor elegancia.

Así acaba la tragicomedia.

Hay en ella pocos versos. Lucrecia, criada de Melibea, canta los siguientes mientras ella y su ama esperan a Calisto en el jardín:


«¡Oh quién fuese la hortelana
de aquestas viciosas flores,
por prender cada mañana
al partir a tus amores!
Vístanse nuevas colores
los lirios y el azucena;
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derramen frescos olores,
cuando entre por estrena».



Estrena, en hora buena, aguinaldo. Estas dos significaciones tiene esta palabra antigua, tomada de la francesa étrenne.


«Alegre es la fuente clara
a quien con gran sed la vea;
mas muy más dulce es la cara
de Calisto a Melibea.
Pues aunque más noche sea,
con su vista gozará.
¡Oh cuando saltar le vea,
qué de abrazos le dará!
Saltos de gozo infinitos
da el lobo viendo el ganado;
con las tetas los cabritos;
Melibea con su amado.
Nunca fue más deseado
amador de la su amiga;
ni huerto más visitado,
ni noche tan sin fatiga».



Después cantan las dos:


«Dulces árboles sombrosos,
humillaos cuando veáis
aquellos ojos graciosos
del que tanto deseáis.
Estrellas que relumbráis,
norte y lucero del día,
¿por qué no le despertáis,
si aún duerme mi alegría?».



Luego Melibea sola.


«Papagayos, ruiseñores,
que cantan alborada,
llevad nueva a mis amores,
como espero aquí asentada.
La media noche es pasada,
y no viene;
sabed si hay otra amada
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que lo tiene».



Estos versos están llenos de pasión y de gracia, y son también muy propios de la situación.

El pensamiento de la media noche es pasada, etc., parece imitación de una oda de Safo. El Sr. Conde la ha traducido de este modo:


«La plateada luna
acaba su carrera,
y las vagas pléyadas
a trasponerse empiezan.
Es ya la media noche:
¡Ay que las horas vuelan!
¡Ay que yo velo sola,
y el pérfido no llega!».



Hemos manifestado las principales bellezas de estilo y de dicción que hay en la Celestina, aunque absteniéndonos de leer muchos de los pasajes que tienen más mérito en cuanto a elocución y sales de lenguaje, por ser bastante obscenos.

He hecho un análisis de la fábula de la Celestina, porque el a mi entender la mayor parte de las composiciones dramáticas de Naharro, Lope de Rueda y otros escritores del siglo siguiente al XV imitaron su manera, de modo que puede mirarse como el modelo de la primer comedia española. En la lección siguiente proseguiremos hablando de Lope de Rueda, que dio otro paso en la carrera dramática; pero esta lección no será tan pronto por lo caluroso de la estación; y aunque yo estoy muy agradecido a la bondad de los señores que me honran con su asistencia, me parece que debemos por ahora dar punto a estos actos para continuarlos en refrescando el tiempo, y teniendo mejor local.

Entonces se ampliará la matrícula, a fin de que pueda extenderse a mayor número de alumnos, y se anunciará por los periódicos cuando se vuelvan a continuar las lecciones.