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Lecciones de Nuevo Mundo: la estética de la palabra en el Inca Garcilaso de la Vega

María Antonia Garcés


The Johns Hopkins University Baltimore, Maryland, EE. UU.



En 1586 un mestizo peruano radicado en Montilla (Córdoba) escribe a Felipe II para brindarle las primicias culturales ofrecidas a Europa por un nativo del Nuevo Mundo, «en especial por los de Perú y más en particular por los de la gran ciudad del Cuzco» (Prólogo, Diálogos de amor, 1590)1. La audacia del peruano no tiene límites. Si en el título y dedicatoria de su obra el autor subraya su diferencia, identificándose como «indio» y, posteriormente, como Inca en el nombre que asume desde este momento -Garcilaso Inca de la Vega- el singular tributo que envía al rey no deja de causar asombro2. Se trata de su traducción al castellano del tratado filosófico intitulado Dialoghi d'Amore (Diálogos de amor), del humanista Judah Abrabanel, más conocido en España como León Hebreo3.

Pero allende estos temas filosóficos, que presumiblemente están fuera del alcance de un «indio», el escritor avanza otros propósitos. Haciendo honor a su condición de mestizo, símbolo del encuentro entre dos mundos, el primer «hombre de letras hispanoamericano» intenta inaugurar un diálogo con el Viejo Mundo, es decir, hacer oír la voz del hombre americano, hasta entonces silenciada. Su carta a Felipe II explicita estos designios a la vez que ofrece al rey su próxima versión de la historia de su tierra, en la cual se propone examinar «las costumbres, ritos y ceremonias de ella, y... sus antigüallas, las cuales, como propio hijo, podré decir mejor que otro que no lo sea» (Prólogo, Diálogos 8).

Con este osado giro, el Inca esboza el anteproyecto de sus futuros libros, que aparece ya como un plan original para una etnohistoria cultural de su pueblo4. Pero el texto del peruano nos depara otras sorpresas. Sus palabras también translucen su íntimo desacuerdo con las crónicas del Perú, desacuerdo que surge con mayor claridad en su segunda dedicatoria de los Diálogos a Felipe II [1589]. Aquí el escritor reitera su intención de elaborar «otra [relación] de las costumbres, ritos y ceremonias que en la gentilidad de los incas... se guardaban en sus reinos para que su Majestad las vea desde su origen y principio, escritas con alguna más certidumbre y propiedad de lo que hasta ahora se han escrito» (Prólogo, Diálogos 13)5.

Las frases del Inca Garcilaso señalan dos problemas fundamentales en las relaciones de los cronistas contemporáneos: el problema de la verdad (la «certidumbre») que se encuentra íntimamente ligado al conocimiento y uso exacto del lenguaje; y, el problema del estilo, caracterizado por la pobreza estilística (la «[im]propiedad») con que los españoles describen la realidad americana. Estas preocupaciones llevan a Garcilaso a reescribir la historia del Perú desde sus orígenes, labor que va a asumir como «traductor» de la lengua (y cultura) que han sido distorsionadas por las representaciones de los historiadores peninsulares. Apelando a su valioso conocimiento de la lengua quechua y a sus estrechos vínculos con la aristocracia cuzqueña, el autor propone el retorno a las fuentes originarias de su cultura -es decir, a la lengua de sus ancestros- como único medio de desentrañar el verdadero simbolismo del lenguaje y civilización de los antiguos peruanos.

La aguda percepción que tiene el Inca Garcilaso de las discrepancias entre la visión europea del mundo americano y una verdadera comprensión de esta multifacética realidad, no sólo se refleja desde sus primeras cartas a Felipe II sino que se percibe en su aproximación al lenguaje como la clave del significado en el estudio de la historia. Esto implica que para Garcilaso la conquista del Nuevo Mundo representa primordialmente un conflicto de discursos. Mi ensayo se propone explorar la naturaleza de este conflicto, tal como se evidencia en las distintas versiones que brinda el cronista del mito de origen de los Incas, conocido como el Mito de los hermanos Ayar. Esta narrativa constituye el núcleo significante de Comentarios reales, el texto paradigmático que articula y define el tono de la obra.

El relato de «aquestas fábulas y verdades, como yo las mamé» (Comentarios II, X) -como dirá más tarde el escritor al referirse a las leyendas de su pueblo- lleva la huella textual de lo que de niño absorbió Garcilaso en los pechos de la madre, del mundo simbólico que está implícito en el lenguaje. Junto con la leche materna, el huahua [niño de pecho] asimila un ethos o visión específica del mundo. Esta implica modos de pensar, ideales, valores: «la antigua sabiduría del pueblo regido por los hijos del sol» -son palabras de Max Hernández (1987). Asimismo el niño percibe el dolor de quienes ven derrumbarse su imperio hasta la extinción, de quienes ven trocarse su señorío en esclavitud. La versión del Inca Garcilaso de las fábulas primigenias de los Incas se construye entonces, como una especie de palimpsesto, donde debajo del discurso de la retórica historiográfica humanística -que el escritor maneja a la perfección- se agita el discurso de la lengua quechua, con su herencia de símbolos y formas conceptuales, que irrumpe en el primero continuamente.

Al examinar algunas de las contradicciones y maniobras retóricas del texto, me propongo leer el Mito de los Ayar del Inca Garcilaso como un tejido de redes simbólicas que se desdoblan constantemente para revelar las tensiones entre los términos y niveles que lo conforman. A la vez, la exploración de estas ricas contraposiciones permite descubrir la voz del «otro» en el discurso del escritor andino. Este «otro», que se escuda bajo la rara maestría de la prosa del Inca Garcilaso, se manifiesta en las maneras de pensar y formas discursivas de aquella lengua que el autor «mamó en la leche», lengua que deja su marca entrañable en su escritura.


La censura y el Nuevo Mundo

Pero antes de acceder al texto de Garcilaso, situémonos en la época. A fines del siglo XV y principios del XVI, la división de las iglesias y la descomposición social revelan el desmembramiento de las estructuras y principios básicos del Medioevo. El descubrimiento de otras religiones en el Nuevo Mundo, África y Asia, amenaza con resquebrajar los códigos teológicos y sociológicos que sostienen a la Europa medieval. En España, en las postrimerías del siglo XV y albores del XVI, la obsesión con la «herejía» -es decir, con la alteridad- lleva a la Inquisición a enviar a la hoguera, o a prisión perpetua por obstinación en sus creencias, a miles de conversos de origen judío (Kamen 1990: 62-66). En este ambiente de delirio colectivo se refinan los procedimientos de persecución contra los heréticos y se elaboran los primeros índices españoles de libros prohibidos6. Basta recordar en este contexto los famosos procesos contra humanistas de la talla de Antonio de Nebrija (1444-1552), Ignacio de Loyola (1491-1596), Fray Luis de León (1527-1591), y Francisco Sánchez de las Brozas, alias «El Brocence» (1523-1600), para citar sólo algunos cuantos (Márquez 1980)7. El mismo Inca Garcilaso sufre los rigores de la Inquisición que recoge su traducción de los Diálogos de amor y prohíbe su reedición, por no ser obra apta para el vulgo (Prólogo, Historia general del Perú)8.

Pero hay algo más. Con el descubrimiento del Nuevo Mundo y de las «bárbaras» costumbres de los indios americanos, la fe y la moral del Imperio se ven singularmente amenazadas. Desde Américo Vespucci y González de Oviedo en adelante, los relatos etnográficos sobre América contienen descripciones de actividades sexuales no aprobadas y de ritos y ceremonias, considerados como diabólicos. Confrontados por religiones exóticas, los españoles transportan al demonio y a su aliada, la bruja, al escenario americano9. Ante el peligro que emana del Nuevo Continente, el Consejo de Indias actúa sagazmente. Los decretos reales sobre los libros suprimidos o expurgados revelan la ordenanza, mas no el motivo de la prohibición. Si, a mediados de siglo, la Historia general de las Indias [1552] de Francisco López de Gómara se proscribe misteriosamente apenas aparecida (1553), hacia la década del 70, la política de Felipe II en relación con sus reinos de ultramar se pronuncia tajantemente10. Las obras de Fray Bernardino de Sahagún se suprimen por orden explícita del rey, quien prohíbe que se escriba, en ninguna forma o lengua, sobre las supersticiones y maneras de vivir de los indios por cuanto esto atenta contra la religión del Imperio (Bataillon 1963: 15)11. Estas tácticas explicarían, según Marcel Bataillon, la supresión de tres capítulos esenciales en la reedición sevillana de la Historia del Perú de Agustín de Zárate [1577], capítulos que precisamente describen los mitos y costumbres de los antiguos peruanos.

Para la misma época en el Perú, bajo el gobierno del Virrey Francisco de Toledo, se intensifica la campaña de extirpación de idolatrías, que emprende la sistemática destrucción de las estructuras significantes de los hombres andinos. Francisco de Toledo favorece también una versión del pasado andino en la que los Incas son tildados de «tiranos», lo que permite presentar la invasión española de los Andes como una necesaria «liberación» del yugo incaico. Consciente de manejar una información y un idioma -el runa simi- que los españoles desconocen, el Inca apela a su conocimiento de la lengua materna para refutar a los cronistas del Perú y, en especial, a los autores llamados toledanos, a quienes rectifica continuamente en su obra12. Pero la polémica con estos autores se camufla con argucias andinas. Me refiero a las omisiones, rodeos, reticencias o modos de eludir, que, como ha anotado Durand (1966: 70), constituyen algunas de las estrategias utilizadas por el Inca Garcilaso, para salvar al Imperio peruano de las imputaciones de ciertos cronistas. Sorteando con singular pericia los escollos de la censura, el Inca presenta sus «correcciones» a los cronistas como «complementaciones»: «que mi intención no es contradecirles, sino servirles de comento y glosa de intérprete en muchos vocablos indios, que, como extranjeros en aquella lengua, interpretaron fuera de la propiedad de ella («Proemio al lector», Comentarios)13. Es de admirar, en este contexto, la audacia del Inca Garcilaso quien se arma de sutilezas andinas para reconstruir la historia de su patria, al mismos tiempo que intenta desvirtuar las imágenes europeas del «bárbaro» americano.




La lengua materna

Es así como este «indio nacido entre indios» y criado al fragor de las guerras entre los conquistadores españoles escribirá una de las más grandes obras etnográficas y literarias del siglo XVII, los Comentarios reales de los Incas [1609]14. Este «indio antártico» que acomete su primera empresa literaria con «temeridad soldadesca» (Prólogo, Diálogos), se ha preparado con este ambicioso ejercicio para su papel de narrador de las tradiciones incaicas ante un público europeo, papel en el que su figura de mestizo surge como metáfora del traductor:

yo he procurado traducir fielmente de mi lengua materna, que es la del Inca, en la ajena, que es la castellana [esta relación del origen de sus Reyes], aunque no la he escrito con la majestad de palabras que el Inca habló ni con toda la significación que de aquel lenguaje tienen... Antes la he acortado, quitando algunas cosas que pudieran hacerla odiosa.


(Comentarios I, XVII)                


Las palabras de Garcilaso no sólo remiten a una diferencia lingüística que requiere una interpretación de los signos por medio de los códigos de otro lenguaje, sino que revelan la noción de «otra» realidad. Esta realidad -la realidad americana- presupone otras categorías de pensamiento y, específicamente, una concepción distinta del lenguaje15.

Comentarios reales constituye un esfuerzo monumental para acercar el Viejo Mundo a esa «otra» realidad del Mundo Nuevo. Así, en los primeros capítulos de su obra, el escritor entreteje una delicada trama narrativa que prepara al lector para acceder a la historia del Tawantin Suyu desde las categorías conceptuales que caracterizaban el discurso del siglo XVI sobre América. La obra del Inca Garcilaso se construye, entonces, como una serie de respuestas a un subtexto implícito constituido por los intensos debates contemporáneos sobre la naturaleza del Nuevo Mundo y sus habitantes16. Igualmente, pensando en su audiencia europea, el Inca yuxtapone la historia, fábulas y costumbres de los antiguos peruanos a la historia y leyendas de la Antigüedad Clásica: «El que las leyere podrá cotejarlas a su gusto, que muchas hallará semejantes a las antiguas, así de la Santa Escritura como de las... fábulas de la gentilidad antigua» (Comentarios I, XIX).

Su erudita reinterpretación de la historia del Tawantin Suyu no sólo corrige las representaciones de los cronistas -que tergiversan la realidad americana «como corrompen los españoles todos los vocablos que toman del lenguaje de los indios» (Comentarios I, IV) - sino que subvierte las hipótesis tradicionales con que el mundo indígena era aprehendido. Íntimamente preocupado por la «reputación universal en que están los indios», Garcilaso se empeña en exaltar, desde sus obras más tempranas, las facultades intelectuales del hombre americano, demostrando que los habitantes del Nuevo Mundo pueden deslumbrar a los españoles por la sofisticación y refinamiento de sus culturas. Esta posición del escritor andino se revela ya en un pasaje especialmente emotivo de La Florida:

«porque comúnmente [los indios] son tenidos por gente simple, sin razón ni entendimiento, y que en paz y en guerra [son] poco más que bestias, y que conforme a esto no pudieron hacer ni decir cosas dignas de memoria..., como algunas que hasta aquí parece que se han dicho, y adelante con el favor del cielo diremos».


(I, Libro II, Cap. 22)                


De igual modo, mientras el Virrey Francisco Toledo y sus seguidores intentan convertir a la conquista española en una «liberación» de la tiranía de los Incas, Garcilaso aspira a reivindicar su herencia amerindia por medio de la conquista de la palabra; es decir, mediante la apropiación del discurso de las tradiciones retóricas humanísticas, que eleva a sus más altos niveles de expresión. Ello lo lleva a proponer un enfoque de tipo filológico y hermenéutico para abordar la reinterpretación de la historia del Incario17. Su confrontación con el pasado lo remite a la fuente originaria de la historia incaica, la tradición oral de sus antepasados, cantares épicos y relatos familiares que el traductor ha guardado en el corazón -«es frase de ellos por decir en la memoria» (I, XV) -como antes habían sido guardados en la memoria colectiva de su pueblo18.

La obra del Inca Garcilaso emerge, por tanto, de las formas artísticas orales de su pueblo, donde historia y mito se funden en un tejido de cantos que constituye la «historia sagrada» de una sociedad19. Su discurso, conscientemente dirigido al lector europeo ávido de noticias del Nuevo Mundo, también se inscribe dentro de las categorías del otro discurso, mítico universal, que otorga a las épocas anteriores a la aparición de los dioses y primeros héroes civilizadores las características de un mundo que se hunde en el caos y la oquedad. Esto quizás explique la división radical que hace el escritor de la historia andina, en dos edades: una primera época de barbarie en que vivían los habitantes del Perú antes de la accesión de los Incas; y otra posterior, época de civilización y cultura, contada a partir del advenimiento del primero de sus reyes, Manco Cápac (I, IX)20.




El «ombligo» del texto

El texto de Comentarios reales se teje por consiguiente, en torno a la figura legendaria de Manco Cápac, héroe civilizador que establece las bases de la organización política y social del Incario. Igualmente, si el Cuzco -nombre que en quechua significa ombligo- funciona como centro del Tawantin Suyu, quisiera sugerir que el mito primigenio de los Incas opera también como centro u ombligo de Comentarios reales. Existe una correlación estrecha entre ambos objetos. Estos no sólo remiten a la búsqueda del bien perdido sino que la gesta del héroe civilizador, Manco Cápac, se construye en forma paralela a la de la ciudad sagrada. El mito de los orígenes constituye así el punto nodal y estilístico de Comentarios reales, del cual se desprende la historia cultural del Imperio americano21.

Para abordar esa historia, Garcilaso expone tres versiones diferentes de esta fábula originaria. Me extenderé especialmente en el análisis de la primera leyenda, que se desarrolla a lo largo de los capítulos XV, XVI y XVII del Libro Primero de Comentarios reales. Este relato parece haber sido elaborado por la panaca, de la madre y parientes cuzqueños del escritor, mientras que las otras dos versiones del mito presuntamente surgen de la «gente común» que vive fuera del Cuzco22. Nos encontramos aquí ante algunas variantes de un mito de origen: una primera versión, asignada a las élites cuzqueñas, y dos versiones adicionales, atribuidas a los «extranjeros» que habitan en la periferia de la ciudad imperial23.

La primera fábula representa una versión más elaborada de la última fase del mito de los hermanos Ayar, por el cual los Incas dieron cuenta de sus principios y civilización. La historia es la siguiente: una pareja de hermanos, creada por el Sol, emerge del lago Titicaca, y se dirige hacia el norte donde ha de establecer asiento. En el camino los hermanos se detienen en Pacárec Tampu, venta de donde salen al amanecer. Al llegar al cerro de Huanacauri, al mediodía del Cuzco, los héroes deciden asentarse allí. La pareja divide luego su rumbo. El varón toma hacia el norte y la mujer hacia el sur, en un viaje civilizador en el que van subyugando a las tribus salvajes que viven entre las peñas, enseñándoles a trabajar la tierra y a adorar el Sol. En la división de funciones atribuidas a los sexos, al varón le corresponde la enseñanza de la agricultura y la arquitectura; y a la mujer, la del hilado y tejidos de algodón y lana. Desde este momento se establecen las dos parcialidades complementarias (Hanan y Urin) que han de determinar la historia del incario -el varón y sus seguidores forman la parcialidad del Hanan Cuzco (Cuzco el alto), y la mujer y sus vasallos, la parcialidad del Urin Cuzco (Cuzo el bajo). Posteriormente se revela que los héroes civilizadores del Imperio son hijos del Sol y de la Luna y que sus nombres son: Manco Cápac y Mama Ocllo Huaco (I, XVII)24.

En el capítulo subsiguiente de la obra (I, XVIII), el escritor resume dos variantes de este mito originario. La segunda fábula, que parece inaugurar la división cuatripartita del Tawantin Suyu [las cuatro partes del mundo], narra la historia de un poderoso varón que aparece en Tiahuanacu, después del diluvio, y reparte el mundo entre cuatro Reyes. El primero, Manco Cápac, parte hacia el norte y funda la ciudad del Cuzco. Los otros tres (Colla, Tocay y Panahua) presuntamente desaparecen sin que nadie sepa decir qué fue de ellos25.

La tercera leyenda, atribuida por Garcilaso a los indios que viven al oriente y norte del Cuzco, esboza el clásico Mito de los hermanos Ayar tal como lo conocemos hoy. En esta historia, cuatro hombres y cuatro mujeres, todos hermanos, surgen de la ventaja central de un puesto llamado Paucartampu [posada o casa preciosa, de finos colores]. El primero, Manco Cápac [Manco = fundador], funda la ciudad del Cuzco, en compañía de su mujer, Mama Ocllo [Madre Regordeta/Nutriente]. Los nombres de sus hermanos son: Ayar Cachi (Ancestro Sal), Ayar Uchu [Ancestro Ají] y Ayar Sauca [Ancestro Regocijo]26. Ambos relatos se interrumpen con la misteriosa desaparición de los héroes, mientras que Garcilaso procede a criticar la confusión lingüística de sus informantes indios:

[todo] esto lo dicen por tantos rodeos, tan sin orden y concierto, que más se saca por conjeturas de lo que querrán decir que por el discurso y orden de sus palabras. Sólo afirman en que Manco Cápac fue el primer Rey y que de él descienden los demás Reyes.


(I, XVIII)                





Las «maneras de contar»

Tanto en el caso de los cronistas que escriben sobre el Perú como en el de los indios que cuentan los mitos originarios de los Incas, la crítica de Garcilaso apunta fundamentalmente al problema del «estilo». Parece necesario examinar entonces, la forma en que el mismo escritor compone su historia. Son patentes las diferencias que existen entre el primer mito de origen, respaldado por Garcilaso, y las otras dos versiones del mismo, que el escritor pretende desvirtuar. La primera fábula no sólo se distingue por su elaborado desarrollo a lo largo de tres capítulos de Comentarios reales sino que se identifica por medio de títulos que remiten a las categorías de discurso histórico: «El origen de los Incas Reyes del Perú» (I, XV); «La fundación del Cuzco, ciudad imperial» (I, XVI); y «Lo que redujo el primer Inca, Manco Cápac» (I, XVII). En cambio, las leyendas que Garcilaso obtiene de los indios que viven fuera del Cuzco se subdistinguen como «Fábulas historiales» (I, XVIII) -como productos del imaginario- como si el escritor estableciera una conexión entre la verdad histórica y el culto del bien decir.

Al narrar la idílica historia de Manco Cápac y Mama Ocllo Huaco, el Inca se remite a un recuerdo de infancia de entrañable sabor familiar. El pasaje evoca una conversación sostenida en casa de la madre, entre el joven mestizo y un anciano pariente, «que era el que daba cuenta [de estas historias]» (I, XV), -el que tenía a su cargo la tradición oral. A partir de este momento, el texto se desdobla en una proyección autobiográfica que se mueve en dos planos: el plano escritural (el del texto mismo) y el de la persona que sirve como eje al proceso narrativo -en este caso, el sabio «historiador» de las tradiciones incaicas27. Así, es el anciano Cuso Huallpa, tío-abuelo de Garcilaso, quien toma la palabra a lo largo de estos capítulos para responder a la pregunta del mozo: «¿Qué sabéis del origen y principio de nuestros reyes?» (I, IX)28.

Mediante la creación de un diálogo o discurso que ilumina un oscuro acontecimiento del pasado, Garcilaso revela su conocimiento de las estrategias retóricas de los humanistas italianos, así como de las técnicas historiográficas de la antigüedad clásica desarrollada por Tucídides29. A la vez, el diálogo del muchacho con el tío-abuelo recrea, con singular expresividad, el rito de transmisión del conocimiento -de padre a hijo- en una cultura oral. Una aseveración del escritor en ese sentido ilumina esta escena. Al explicar el uso de los quipus (nudos) que servían de dispositivos mnemónicos para los Incas, Garcilaso, relata cómo estas tradiciones eran conservadas por los amautas (filósofos), los quipucamayos (historiadores) y harauicos (poetas), y transmitidos de «padre a hijo» como enseñanzas sagradas (Comentarios VI, IX).

El eco de Tucídides le imparte una dimensión «histórica» al texto, al convertir el relato del viejo Inca en una «cita» textual específica (Zamora 1982: 45). No deja de causar asombro que Garcilaso describa la narración de su pariente como una relación, vale decir, como un testimonio legal cuyo propósito era brindar información a la corona española sobre las expediciones militares o exploratorias30. Sin duda, la alusión a la relación de este contexto resulta irónica, pues es precisamente el anciano narrador de la leyenda traducida por Garcilaso quien ostenta las cualidades de elocuencia y concordia que adornan las más elevadas producciones retóricas de la historiografía renacentista31. Igualmente, la comparación implícita entre el discurso del historiador Inca y los relatos de los cronistas españoles es devastadora. Una vez más, es el relator de los orígenes míticos de los Incas quien, como elocuente orador, alcanza los más altos niveles de excelencia estilística en la tradición retórica clásica, mientras que sus congéneres europeos que «corrompen» la lengua quechua, se ven literalmente maniatados por las estructuras legales y sintácticas de la tediosa relación32.

El relato de Cusi Huallpa se destaca indudablemente como uno de los textos más hermosos y mejor hilados de Comentarios reales. Su tono grave, de estilo elegíaco, exalta la dignidad y virtud del anciano narrador, a la vez que glorifica el corpus de tradiciones que constituye la «historia» oficial del Incario. La preocupación con las formas estéticas y la armonía de los ritmos sintácticos, con su encanto auditivo, recuerdan el juicio de Cicerón, quien considera a la historia como la obra máxima de la oratoria33. Al referirse a la historia como magistra vitae, Cicerón insiste en el compromiso estético del orador/historiador, que debe apelar, por medio de las armonías del ritmo, a las emociones de su audiencia para moverla a la acción (Struever 1970: 28). Esto es lo que logra el Inca Garcilaso merced a la elegancia y riqueza de su estilo que ilumina la «historia» y fisionomía moral de sus ancestros, en un giro que establece una íntima conexión entre el estilo del sabio orador y el «estilo» (carácter y cualidades) del héroe legendario que canta a la gesta. Los matices poéticos del pasaje también refuerzan el efecto de veracidad alcanzado por el texto del historiador Inca, ilusión creada por el artificio y galanura de la «traducción» de Garcilaso.




La «lengua cortesana»

La autoridad de la fuente citada por Garcilaso y la validez de la «historia» que de aquí se desprende se basan en dos hechos fundamentales. Primero, el viejo Cusi Huallpa es un quechua-hablante. Asimismo, parece hablar la lengua quechua con elocuencia, como insinúa Garcilaso al referirse a la majestuosidad y profunda significación que tienen sus palabras. Los comentarios de Garcilaso a este respecto, aunados a su exquisita reproducción del texto oral de Cusi Huallpa, sugieren que el anciano orador posee un manejo elegantísimo del Runa Simi o lengua general del Perú, que el Padre Blas Valera denomina, en una glosa del Inca Garcilaso, la «lengua cortesana» del Cuzco (Comentarios, V, VI)34. Esta afirmación es importante puesto que, al descalificar las leyendas de los indios que viven fuera del Cuzco, Garcilaso arguye que lo hace por la confusión e insuficiencia lingüística de sus relatos. La mención del enrevesado etilo de estos indios, extraños al Cuzco, merece alguna atención dado el contraste con la refinada elocución del urbano «historiador» que narra la primera leyenda de los Incas.

Quizá pueda inferirse a partir de estos datos, que los relatores indios que no pueden contarse entre los ciudadanos del Cuzco, tampoco conocen bien el Runa Simi [lengua del hombre] sino que hablan el Ahua Simi [lengua de los extranjeros]. Al describir la estrategia incaica de la imposición del Runa Simi en las provincias del Tawantin Suyu, Garcilaso alude a su propósito imperial, de índole unificadora (Comentarios VII, I). El escritor destaca que esta política también buscaba la creación de una armonía (lingüística) en el Imperio Inca para que las gentes de las naciones extrañas que, «por no entenderse unas a otras se tenían por enemigas, ... hablándose y comunicándose lo interior de su corazón se amasen unos a otros como si fuesen de una familia y parentela» (Comentarios VI, I).

En la época en que Garcilaso escribe estas líneas la armonía lingüística creada en el Incario gracias a la extensiva difusión del Runa Simi ha desaparecido. Lo que queda es, según el Padre Blas Valera, una lengua «tan corrupta que parece ya otra lengua diferente»; o una «confusión y multitud de lenguas» que entorpece la evangelización europea (Comentarios VII, III). Valera atribuye este desorden a las guerras entre los conquistadores españoles, hecho que Garcilaso ratifica luego abiertamente, en su Historia general del Perú35. Los Comentarios de Garcilaso sugieren que la Conquista ha sumido al Imperio peruano en un caos tan violento como el descrito en sus disquisiciones sobre la primera edad.

Por lo demás, el Inca tiene especial cuidado de reproducir un pasaje en que el Padre Blas Valera compara la lengua general del Perú con el latín culto:

la lengua cortesana tiene este don..., que a los indios... les es de tanto provecho como a nosotros la lengua latina, porque... les hace más agudos de entendimiento... y más ingeniosos... y de bárbaros los trueca en hombres políticos y más urbanos.


(Comentarios VII, IV)                


La alusión a la lengua latina en este contexto no es fortuita pues la espléndida narración del viejo Inca recuerda la oratoria de la antigüedad clásica, hecho que Garcilaso recalca al comparar insistentemente al Tawantin Suyu con la República romana. Uno de los aspectos más sugestivos del paralelo entre las dos ciudades parece ser la destreza lingüística de sus ciudadanos, como la que demuestra el anciano Cusi Huallpa, quien logra representar, a través de su cultivado discurso, el ethos y logos del pueblo incaico. El Padre Blas Valera establece también una asociación entre la retórica y la nobleza de carácter, al manifestar que los indios que aprenden la lengua cortesana «parecen más nobles, más adornados y más capaces en sus entendimientos» cuando retornan a sus tierras (Comentarios VII, IV). El sacerdote aduce que, al escoger gobernadores para las distintas provincias, los Incas daban preferencia a los que hablaban con solvencia la lengua cortesana.




La ética de la palabra

En su estudio sobre la influencia de las teorías filológicas y hermenéuticas de la España del siglo XVII en los Comentarios reales del Inca Garcilaso, Margarita Zamora hace hincapié en que el escritor no se circunscribe a un tipo particular de discurso sino que utiliza un sin número de modelos retóricos y literarios para construir su obra. La autora sugiere que la lengua quechua y los relatos orales de los antiguos peruanos son el «pretexta» al cual el texto de Comentarios reales sirve de traducción a «comentarios». Sin embargo, aunque Zamora señala la relevancia de la lengua quechua como texto originario de la obra del Inca Garcilaso, parece desconocer la importancia de la cultura incaica como estructura simbólica y conceptual en el escritor mestizo.

Trascendiendo estos planteamientos, quisiera insistir, en la doble filiación de la obra del escritor peruano, rescatando así su vertiente incaica36. Deseo proponer, en ese sentido, que la lengua quechua (el Runa Simi) con su herencia de símbolos y formas sintácticas no sólo constituye el «pretexto» sino el «subtexto» o texto del inconsciente en la obra del Inca Garcilaso37. No está de más recordar que el inconsciente, según Freud y Lacan, es ese capítulo de la historia individual que ha sido borrado o censurado por el sujeto. Esta verdad está escrita en los recuerdos impenetrables de la infancia, en la evolución semántica individual, en la tradición, y aun en las leyendas particulares o familiares que constituyen la historia de cada ser hablante (Lacan 1971: 80).

Si «el inconsciente está estructurado como un lenguaje», como ha dicho muchas veces Lacan, es en la secuencia discursiva, en la red de significantes, donde la palabra sofocada tiende a hacerse escuchar. Más allá de las estructuras formales de la lengua paterna en que Garcilaso se mueve con pericia, fluye el río sonoro de la lengua materna -el Runa Simi que va trazando y tejiendo una ambigua trama de deseos entrecruzados. Este cruce de imágenes y de deseos que aflora en la superficie novelesca del texto de Garcilaso, revela el mítico reencuentro del sujeto con el bien perdido, aventura que remite al acervo de símbolos del pasado andino. Max Hernández propone, en este sentido, que Garcilaso no fue sólo un observador-participante de su cultura sino que fue un «portador de símbolos» (1991). El símbolo es, en palabras de Hernández (1991), «el enlace viviente que une hombre, lengua y cultura». Clifford Geertz (1973:127) también ha subrayado la relevancia del símbolo como factor aglutinante del caudal de significados mediante el cual cada individuo interpreta sus experiencias y organiza su comportamiento. Ahora bien: la «otra cara» del discurso del escritor mestizo nos remite a los símbolos y formas conceptuales de la lengua que el autor «mamó en la leche», matriz en que se nutre y de la cual surge el sujeto que identifica como el Inca Garcilaso38.

Quisiera avanzar entonces, a manera de hipótesis, que la devoción a la pureza del lenguaje y a la expresión retórica más elevada es característica del Cuzco -la realidad americana- como lo afirma reiteradamente Garcilaso en sus Comentarios. En su bellísimo Prólogo al Vocabulario de la lengua qquichua o del Inca de Diego González Holguín ([1609] 1989), Raúl Porras Barrenechea indica que el Cuzco, capital del Imperio peruano, fue también la capital de la nobleza discursiva, que «impuso su tono y ritmo a toda la extensión hablada del Runa Simi» (Prólogo xli)39. El quechua, lengua de un pueblo amante de la moderación y el equilibrio, abunda en palabras que expresan ese afán por la armonía, de carácter estético. De hecho, aquella lengua «tan galana» que Garcilaso se esfuerza en rescatar para los mestizos y criollos, sus hermanos, refleja en sus propios vocablos el culto por la pureza del lenguaje. El desdén hacia los bárbaros que pronuncian mal la lengua se refleja en el vocablo uparuna. Ccuru Kallu es el que habla mal y confusamente. Mattu simi significa «barbarismo» y matusimiyoc «el que habla impropiamente». En cambio, hablar de manera refinada es Rymaita o simicta ccazcachini: «hablar elegantemente y expresarse bien».

Finalmente, la perfección lingüística se expresa por Hayaquen allinta rimani, que significa «hablar cosas admirables» o hablar con un pulimiento especial (Prólogo, Vocabulario qquichua, xli).

Al describir a los indios que viven en las remotas provincias del Imperio, sumidos en una confusión de lenguas y dialectos, Garcilaso recalca que son «tan extranjeros y bárbaros en la lengua como los castellanos» (Comentarios V, XXII)40. La mención de los españoles como modelos de «barbarismo» en relación con el lenguaje no es accidental. El Inca alude constantemente en su obra a la violencia devastadora de la conquista, comprendida en principio, como la corrupción de la lengua quechua y la concomitante destrucción de las instituciones culturales del Tawantin Suyu41. Desde sus primeras cartas a Felipe II, el escritor insiste en la pobreza estilística de las crónicas, que distorsionan los valores del mundo americano. En el «Proemio al lector» que abre Comentarios reales, Garcilaso expresa que es «verdad... que [los cronistas] tocan muchas cosas de las muy grandes que aquella república tenía, pero escríbenlas tan cortamente que aún las muy notorias para mi (de la manera que las dicen) las entiendo mal» (énfasis añadido)42.

El modelo de «conquista» de Garcilaso ofrece a sus lectores, en el que Manco Cápac subyuga a los pueblos bárbaros por medio de la palabra, no sólo representa una crítica encubierta a la violencia de la conquista española, sino que se erige como el modelo paradigmático de Comentarios reales. La «Conquista» es para el Inca Garcilaso, la «conquista» de la palabra, como lo demuestra su exquisito manejo de la retórica historiográfica renacentista, con el que logra reivindicar el carácter y civilización de los antiguos peruanos.

Viene al caso hacer una breve digresión. Se ha discutido mucho el valor historiográfico de la obra del Inca Garcilaso. Es indudable que al cantar las glorias de la patria derrotada, el autor idealiza la historia del Incario. También es cierto que el tipo de conquista que Garcilaso atribuye a sus ancestros no pertenece sólo al mundo de los sueños. Hoy sabemos que la expansión del imperio incaico no se dio únicamente bajo la acción militar directa. Antes de iniciar una campaña, los incas enviaban embajadas invitando a la sumisión «voluntaria». Basándose en el tradicional sistema de reciprocidad familiar andina, los embajadores del Inca explicaban las ventajas del sometimiento al Estado, prometiendo la conservación de las huacas locales, la prosperidad de la región y la continuidad de los curacas regionales como funcionarios de la administración incaica. Se trataba de establecer una red de lealtades y de obligaciones conjuntas que presentaría la dominación imperial bajo un sesgo halagüeño. Por su parte, el Estado se comprometía a responder con «generosidad» a sus vasallos, quienes se veían recompensados por sus esfuerzos con «regalos» rituales y «beneficios» (Stern 1986: 51ff). Estas transacciones políticas o sociales se organizaban mediante diversos acuerdos43. Cabe deducir que estos rituales de reciprocidad entre el Inca y el jefe o jefes de una confederación de linajes se llevaban a cabo mediante un complejo sistema de fórmulas retóricas, en las que la pericia discursiva resultaba decisiva.

Unas páginas hondamente significativas de la Historia General del Perú [1617] (1960) ilustran estas hipótesis. Al narrar la captura de Atahualpa para las huestes españolas, el Inca Garcilaso deja entrever su preocupación por el estatuto de la palabra en el contexto del encuentro entre dos mundos. Su dramática descripción de los sucesos de Cajamarca se erige en torno a la escena del lenguaje, es decir, en torno a los discursos pronunciados por los embajadores de Atahualpa y de Francisco Pizarro -Titu Atauchi, hermano del Inca, y Hernando de Soto, enviado del Capitán español. La minuciosa reconstrucción que hace Garcilaso de la oratoria de los emisarios de ambos bandos, así como su transcripción del majestuoso parlamento de Atahualpa ante los invasores, revelan la importancia de estos encuentros discursivos en el mundo andino.

Refiriéndose a ese diálogo de sordos que constituyó el primer enfrentamiento definitivo entre el Viejo y el Nuevo Mundo. El Inca sugiere que la violencia de aquella confrontación pudiera haberse evitado de haber contado las partes con «un intérprete bien enseñado en ambos lenguajes», una «lengua» que hubiera sabido traducir cabalmente las mesuradas palabras de los respectivos embajadores (Historia VII, XX). En Blas Valera, quien sirve, una vez más, de pantalla para los sentimientos del Inca Garcilaso ante esa escena primaria marcada por la incomunicación: «muchas y muchas veces lloraría [el sacerdote mestizo]] la desdicha de aquel imperio, que por la torpeza del intérprete» parecía haberse perdido.

Este intérprete era un indígena de Puna, que desconocía tanto el castellano como el runa simi, lengua que hablaba «bárbara y corruptamente», como extranjero (Historia VII, XXIII). Su incompetencia y tremendos desaciertos llevan a Garcilaso a manifestar, al recrear el discurso de Hernando de Soto ante Atahualpa, que el «faraute»:

declaró aquellas palabras tan bárbara y torpemente, que muchas dijo en contrario sentido; de manera que... afligió al Inca... [y] enfadó a los oyentes, porque apocó y deshizo la majestas de la embajada como si la enviaran unos hombres muy bárbaros... Por lo cual el Inca, penado por su mala interpretación, dijo: «¿Qué anda éste tartamudeando de una palabra en otras y de un yerro en otro, hablando como mudo?».


(Historia VII, XX)                


La exclamación de Atahualpa, enfatizada por las palabras de Garcilaso («Esto que el Inca dijo tiene mucha más significación en su lenguaje que en la [lengua] castellana») (VII, XX), deja translucir, una vez más, la importancia del culto al lenguaje entre las élites cuzqueñas, culto que, al parecer, es intraducible a la lengua castellana, la cita «textual» de Atahualpa sugiere, en ese sentido, que el balbuceo del intérprete representa una afrenta sin igual para el Inca y sus acompañantes.

En el segundo encuentro con los españoles, Atahualpa opta por hablarle al intérprete en la lengua del Chinchaysuyu, más común en aquellas provincias que el ruma simi (VII, XXIII). La escena tiene lugar en Cajamarca, en aquel día fatídico de 1532 que cambia para siempre la historia americana. Dada la complejidad de los discursos que se pronuncian en esa fecha y la impotencia del traductor para interpretarlos, las palabras del Inca se estrellan contra el muro de la muerte.

Resulta significativo que, al describir ese tránsito brutal entre dos épocas, Garcilaso contraponga el seco y áspero discurso de Fray Vicente Valverde a la refinada elocución de Hernando de Soto y de Atahualpa, quien se destaca por la claridad de su defensa ante los españoles. El escritor se lamenta sin cesar, en estos pasajes, de que en la escena trágica de Cajamarca no hubiera habido intérpretes que «usar[an] sabia y discretamente de las elegancias y maneras de hablar antiguas que los indios tenían» o que utilizaran «las mismas palabras que los indios discretos y curiosos han usurpado de la lengua española», incluyéndolas «elegantísimamente» en su lengua (Historia VII, XXIII)44. Garcilaso retorna insistentemente en su obra al cultismo idiomático y «prolijidad de razonamiento» de los hombres andinos (Historia VII, XXV), aquí encarnados por la figura de Atahualpa, que se yergue como modelo de las complejas prácticas retóricas cultivadas por los antiguos peruanos45.

El culto a la palabra, de origen andino, subvierte el discurso de la historiografía peninsular contemporánea, que se ha mostrado parca en seguir los lineamientos trazados por el pensamiento histórico de los humanistas italianos. La estética de la palabra que rige en la sociedad «salvaje» que describe el Inca Garcilaso resquebraja así los esquemas con que el indígena americano era aprehendido. Como sujeto regido por una «ética de la palabra», ese «otro» -el indio americano- rompe los límites en que había sido encasillado por el pensamiento europeo46. La irrupción de la palabra del «otro» en un texto que es también el texto de un «otro» -el texto del Inca Garcilaso- pone en cuestión el orden simbólico europeo, es decir, el orden del lenguaje.

Para concluir, quisiera proponer que si la figura de Manco Cápac se convierte en el paradigma que rige todo el destino del Incario, el texto que narra el mito originario de los Incas -la escena originaria del lenguaje- constituye el punto nodal de Comentarios reales. Este mito representa el modelo estructural que articula la obra, el ideal estético y ético de aquella civilización que el «hijo» del Imperio del sol presenta al Continente europeo47. De ahí que el Inca llame a este texto, «la primera piedra» del edificio que ha venido construyendo (Comentarios I, XIX), identificándolo como el texto fundador que asume aquí la dimensión de un texto sagrado: la primera historia (escrita) americana del origen de los Incas, Reyes del Perú. Pero «la primera piedra» en la construcción de un espacio cultural americano apunta también al escritor, el Inca Garcilaso de la Vega, quien, como Manco Cápac, inaugura una nueva realidad, irrumpiendo como sujeto de la palabra en el discurso del mundo europeo.








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