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Lectores de libros de caballerías

José Manuel Lucía Megías

Mª Carmen Marín Pina (coaut.)





Cervantes basa su Quijote en un conocimiento del género de los libros de caballerías que habla por sí solo de su popularidad a principios del siglo XVII. Además del hidalgo manchego, muchos de los personajes que desfilan por la novela, el cura, el barbero, el ventero, la rica labradora Dorotea, Luscinda, Palomeque, el canónigo, el primo, Sansón Carrasco, los Duques, entre otros, demuestran haber leído libros de caballerías o, al menos, conocer algo de su poética. El retrato que brinda Cervantes de los lectores del género es el de un público mayoritario que abarca desde la nobleza, representada por los Duques y en su escalafón menor por un hidalgo rural como don Quijote, hasta el humilde ventero Palomeque, un público muy distinto al que sin duda el género tuvo en sus inicios. En la Edad Media los relatos de caballerías eran lectura eminentemente cortesana y estaban destinados a receptores cultos familiarizados con el mundo de la caballería. El impulso dado en los reinados de Alfonso XI y Juan II a los ideales caballerescos determina en estos primeros siglos la buena acogida de estos libros en la nobleza, que, en perfecta simbiosis entre vida y literatura, toma de ellos motivos para sus fiestas caballerescas, se apropia de su onomástica, los tiene como preciados objetos -recuérdese por ejemplo el rico códice miniado del Zifar de finales del siglo XV- y determina una transmisión activa, sometiendo los textos a una constante revisión y reescritura, muy clara y evidente en las distintas versiones del Amadís de Gaula medieval. La lectura de los tempranos libros de caballerías era inicialmente colectiva y se realizaba en voz alta -como hace la doncella del Zifar al leer la Estoria de don Iván para Roboán-, dejando sus marcas de oralidad en una serie de fórmulas narrativas de apelación a los oyentes y en una concepción episódica del relato, fragmentado en infinidad de secuencias narrativas, rasgos que nunca llegarán a borrarse por completo y que pasarán a ser definitorios del género.

En el otoño de la Edad Media, la corte de los Reyes Católicos, al utilizar la caballería como instrumento político, revitaliza de nuevo el género, que encuentra ahora en el novedoso invento de la imprenta su mejor aliado para crecer y llegar no sólo a la aristocracia y a la nobleza, sino a un sector de público más amplio, a clases sociales medias como los burgueses enriquecidos. El auge de los libros de caballerías a lo largo de todo el siglo XVI va estrechamente unido al de la imprenta y, merced a una íntima relación entre creación e industria, entre literatura y estrategia comercial, se convierten en el primer género editorial, el más exitoso a lo largo de los Siglos de Oro. El número de ejemplares de cada tirada, los más de ochenta títulos originales, las reediciones de la mayoría de los títulos, por no mencionar las numerosas traducciones a otros idiomas, son cifras que hablan por sí solas del éxito de este género editorial, dirigido por avispados libreros e impresores, vivo y en constante renovación hasta bien entrado el XVII, aunque como género literario se agote antes. Como demuestran los registros de la biblioteca de Fernando Colón o los inventarios de libreros e impresores como Ayala, Boyer o Cristóbal López, tan importantes como los de las bibliotecas privadas para entender el alcance del género, el precio de estos extensos libros era caro y por ello don Quijote tuvo que vender muchas hanegas de tierra de sembradura para poder comprarlos y reunir su rica biblioteca. Sin embargo, no hay que olvidar que los mismos libros podían prestarse y circulaban libremente entre grupos de familiares, amigos y conocidos, como demuestra el apunte recogido en el inventario de la biblioteca de Martí Johan de Galba, quien prestó «hun libre appellat Guarino Mesquino lo qual te mestre Torres Gantes» o la carta de Pedro de Acuña a Constanza de Avellaneda pidiendo un Clarián y un Morgante de la biblioteca del conde Gondomar y «porque no tenemos aquí en qué leer» (Real Biblioteca, ms. 11/2545, fols. 68v-69r), sin olvidar que don Quijote también ofrece los suyos a Cardenio para que se los lleve a Luscinda que, a su vez, lee de prestado (DQ, I, 24). Por otro lado, los libros se vendían más baratos en almonedas y subastas -compárense, por ejemplo, los precios del Cristalián de doña Brianda de la Cerda comprado por un tal Pedro de Lara por dos reales (1602), frente a los dieciséis reales en que está tasado en la librería de Cristóbal López (1606)-, y, en muchos casos, se alquilaban. Esta última práctica la recuerdan, entre otros, Juan Arce de Otálora en sus Coloquios de Palatino y Pinciano y Mateo Alemán en el libro tercero de la segunda parte del Guzmán de Alfarache, a propósito de esas mujeres que gastan sus dineros en alquilar libros de caballerías antes que en vestidos:

Otras muy curiosas, que dejándose de vestir, gastan sus dineros alquilando libros y, porque leyeron en Don Belianís, en Amadís o en Esplandián, si no lo sacó acaso del Caballero del Febo, los peligros y malandanzas en que aquellos desafortunados caballeros andaban por la infanta Magalona, que debía de ser alguna dama bien dispuesta, les parece que ya ellas tienen a la puerta el palafrén, el enano y la dueña con el señor Agrajes, que les diga el camino de aquellas espesas florestas y selvas, para que no toquen a el castillo encantado, de donde van a parar en otro, y, sallándoles a el encuentro un león descabezado, las lleva con buen talante donde son servidas y regaladas de muchos y diversos manjares, que ya les parece que los comen y que se hallan en ello, durmiendo en aquellas camas tan regaladas y blandas con tanta quietud y regalo, sin saber quién lo trae ni de dónde les viene, porque todo es encantamento.


(II, libro III, cap. 3)                


Fuera de la ficción, la documentación encontrada demuestra que no sólo las mujeres poco pudientes, sino también las «damas de la corte» recurrían al alquiler de libros de caballerías, como desvelan dos recibos de gastos fechados en el Alcázar madrileño en 1567 de Isabel de Valois y en los que se especifica que se ha de pagar al barrendero Pedro de Valdivielso la cantidad de «doze reales que costó de alquilar un libro del Cavallero del Febo que tuvieron las damas cierto tiempo» y otros «doze reales que han costado ciertos libros de cavallerías que las damas han alquilado», en este caso sin especificar títulos.

Todos estos factores, sin olvidar por supuesto la transmisión oral, a la que volveremos más adelante, hay que tenerlos en cuenta a la hora de determinar el público de los libros de caballerías en los Siglos de Oro. En un principio, siguen siendo lectura de corte y el público prioritario y mayoritario es la aristocracia y la nobleza. Un entramado de indicios lo confirman, desde los inventarios de bibliotecas nobiliarias exhumados, aunque sorprendentemente se registran muy pocos ejemplares de libros de caballerías en proporción con sus tiradas y siempre se han de analizar con cautela porque la posesión no implica lectura, hasta las relaciones de justas y fiestas, pasando por las críticas de los moralistas o las propias dedicatorias de estos libros, indicios todos ellos que hablan de una lectura cortesana, propia de las clases altas. Está todavía por estudiar la correspondencia entre particulares, que permitirán comprender cómo la nobleza siempre tuvo presente las historias y personajes caballerescos en su vida cotidiana. De 1572 se datan las cartas que se envían doña Magdalena de Bobadilla y don Juan de Silva, conde de Portalegre, dando noticias de las novedades de la corte en Miraflores. Crónica social en clave, ya que sus nombres y los de otros cortesanos se encubren bajo los de los personajes de Amadís de Gaula, como se aprecia en el inicio de la misiva de Magdalena:

La saudosa Corisandra, a su caballero D. Florestán salud le envió.

Si en la falta de la mía hallarla pudieres, pues por otras cartas habrás sabido será tu causa, sólo diré en ésta lo que ha pasado después que llegamos a Miraflores, que se pasa el tiempo en matar venados y coger flores y escoger entre ellas las que llaman pensamientos y no tenerle de cosa que dé pesadumbre. Mavilia por librarse de ella hizo tantas suertes en D. Grumedán que determinó mudarse a Olinda la Mesurada, y para ponerle por obra, encerrose con su amigo D. Gavilán el Cuidador, y con todos los disfavores que Mavilia le hacía, muy recatado de que no le oyesen acertó a llegar Durín y oyó decir a D. Grumedán: «Ya no hay fuerzas para sufrir las sinrazones de la señora Mavilia. Debe pensar que tengo años para sufrillo, y engáñase, y yo estaría más si porfiase a querer a quien no me quiere»... y tras esto otras cosas, que vinieron a parar en que se quería mudar a Olinda y que aquel día había venido con ella y le había contentado mucho y se lo había dado a entender. D. Gavilán le respondía que se le pasaría el enojo. Durín fue a reír este cuento con la señora Estrelleta y ella avisó a Mavilia de que Olinda y Grasinda, que son grandes amigas, andaban muy victoriosas pensando que esto era hacerles tiro, y por estorbarles este gusto determinaron que no pasase adelante, y así Mavilia habló a D. Grumedán, y él fue tan pagado que quedó como solía.


(BNE, Mss/981, fol. 269v-270v)                


La nómina de lectores ilustres de estos libros se abre siempre con la realeza, con la reina Isabel la Católica en cuyo poder obran varios libros artúricos, seguida de Carlos V e Isabel de Portugal, ambos al parecer grandes aficionados según las anécdotas recogidas por Luis Zapata en su Miscelánea, como la que tiene como protagonista a doña María Manuel, una de las damas de la emperatriz, que se encargaba de leer libros de caballerías al emperador Carlos V y a su mujer durante la siesta. Un día, comenzó su lectura con las siguientes palabras:

«Capítulo de cómo don Cristóbal Osorio, hijo del Marqués de Villanueva, casaría con Doña María Manuel, dama de la Emperatriz, reina de España, si el Emperador para después de los días de su padre le hiciese merced de la encomienda de Estopa».


La escena, llena de intención, terminará con un final feliz, de corte caballeresco:

El Emperador dijo:

-Torna a leer ese capítulo, Doña María.

Ella tornó a lo mismo, de la misma manera, y la Emperatriz añadió, diciendo:

-Señor, muy buen capítulo y muy justo es aquello.

El Emperador dijo:

-Leed más adelante, que no sabéis bien leer, que dice: «Sea mucho enhorabuena».

Entonces ella besó las manos al Emperador y a la Emperatriz por la merced.


Es también bien conocida la estrecha relación entre el emperador y un curioso poema caballeresco espiritual, Le Chevalier délibéré (1483) de Olivier de la Marche, en cuya traducción al castellano, firmada por Hernando de Acuña, estuvo presente en un inicio la mano de Carlos V, si se toman por ciertas las noticias que Guillermo Van Male, su ayuda de cámara, escribiera en una carta a Luis de Flandes en 1551:

Este libro, traducido por el mismo César en sus ratos de ocio, fue entregado a Fernando de Acuña, custodio de Sajonia, para que lo adaptase al metro hispano, lo cual hizo magníficamente; al Emperador, no hay duda, se le debe el trabajo original de la traducción, pues atendió admirablemente no sólo la lengua, sino también la poesía y la significación de las palabras; y lo que es excesiva modestia por su parte, no permitió que se escribiera alabanza alguna de su mérito, ni siquiera en el proemio, por más que yo se lo rogara y le advirtiera de la grave injuria, tanto para con tan honestísimo quehacer como para con su siglo.


La afición la heredan sus hijas, pues la princesa doña Juana, tras sus conversaciones espirituales con san Ignacio de Loyola, toma el firme propósito de hacer una limpia de los libros de caballerías de que estaba atestada la biblioteca de Palacio, sin embargo, quizá sus consejos nunca desterraron por completo la afición y, pocos años después, Feliciano de Silva dedica a su hermana María de Austria la IV Parte de Florisel de Niquea y Beatriz Bernal, a su hermano, el príncipe Felipe, su Cristalián de España (1545). La generación de Felipe II sigue apasionándose por estas lecturas y la reina Isabel de Valois y sus damas, recurrían, como ya se ha dicho, al alquiler para hacerse con ellos. Antonio de Torquemada dedicará también su Olivante de Laura al rey Felipe II, y lo hará alabando su lectura:

¿Y qué cosa hay más digna de ser leída de los reyes que la historia, de la cual tantos avisos y ejemplos de virtud, así civil como bélica, así para la paz como para la guerra, se sacan? Como aun V. M. puede ver por esta dulce historia de Olivante de Laura, que entre otros libros antiguos de Francia truje, y la hice traducir de lengua griega en castellana, pareciéndome que era digna de venir a las reales manos de V. M. porque con ella tuviese alguna recreación y entretenimiento entre tan grandes y justas ocupaciones como V. M. tiene en la administración de tantos y reinos y señoríos, y en la defensión de la santa fe católica. Es historia muy dulce y apacible y llena de cosas muy hazañosas y de varios acaecimientos y hechos casi increíbles de príncipes de gran valor y ánimo.


Y no olvidemos las fiestas caballerescas que María de Hungría ideó en Binches en 1549 para su sobrino, el entonces príncipe Felipe, en el conocido como «felicísimo viaje», analizadas en este mismo volumen por Alberto del Río Nogueras.

Las dedicatorias de los libros de caballerías apuntan también, en la mayoría de los casos, a un público selecto y exquisito, escogido entre la nobleza más destacada de la época, un público con el que los escritores posteriores a Montalvo quieren emparentar el género. Así por ejemplo, si el ciclo español palmeriniano está dedicado al joven Luis de Córdoba, el futuro yerno del Gran Capitán (Palmerín de Olivia y Primaleón), y a Pedro Álvarez Osorio y a su esposa María Pimentel, marqueses de Astorga (Platir), el amadisiano se dirige a Juan de la Cerda, segundo duque de Medinaceli (Florisando), al duque de Coimbra, el hijo bastardo de Juan II de Portugal (Lisuarte de Grecia, 1526), a Diego Hurtado de Mendoza, tercer duque del Infantado (Amadís de Grecia), a Francisco de Zúñiga de Sotomayor, tercer duque de Béjar (Cuarta parte de Florisel de Niquea) y a Luis Cristóbal Ponce de León, segundo duque de Arcos (Silves de la Selva).

El gusto de la nobleza por los libros de caballerías es habitual a lo largo de los Siglos de Oro. Hernando Alonso de Herrera, en el prólogo de su Disputatio adversus Aristotelem aristotelicosque sequaces, indica que uno de los elogios que puede hacerse de la obra Agricultura es la de haber alejado a los lectores nobles de los libros de caballerías. La cita corresponde a 1517, en el momento de mayor auge de este tipo de obras:

Buena parte de la gente noble, que pasaba tiempo en leer hablillas de Amadís, Leonís y otras consejas, ahora, desde que han topado con mejor materia, de buena gana pasan el día y pasan la noche en leerla y releerla y darla a la memoria, ni se meten ya en juegos ni en otras varias ocupaciones.


Pero si hay un grupo de lectores fieles a los libros de caballerías, que parece aumentar con el tiempo -si tenemos en cuenta la multiplicación de los comentarios negativos en tantos libros- es el público femenino. Numerosos son los libros de caballerías que se han dedicado a mujeres nobles, como Febo el Troyano, Florando de Inglaterra, Palmerín de Inglaterra, Valerián de Hungría o la IV Parte de Florisel de Niquea representantes visibles, con nombre propio y apellido, de todas aquellas otras atrevidas mujeres, seglares y monjas que, burlando el dictado de moralistas, confesores, padres y maridos leen con gusto estos libros que también fueron escritos pensando en ellas. Feliciano de Silva en su IV Parte de Florisel de Niquea, dedicado a la reina doña María, esposa de Maximiliano, escribe en el prólogo: «Va escrito en el estilo que me pareció que se debería para ser vista para tal alta y sapientísima princesa y juntamente mi edad me demandaban».

La lectura femenina del género es ya incuestionable y, amén de otras pruebas, los propios libros son los que mejor lo demuestran con pasajes doctrinales a ellas dedicados -recuérdense, por ejemplo, los consejos que el sabio Zenofor da a su hija, un sucinto espejo de princesas, apropiado también para la receptora del libro doña Mencía de Mendoza y para el gobierno de la mujer en general, en el Valerián de Hungría- o con personajes femeninos del tipo de la doncella andante o la virgo bellatrix, que comienza con Florinda en el Platir, libro dedicado a los marqueses de Astorga, en que las aventuras y proezas de caballeros y damas se colocan en un mismo plano.

Cuanto más que la historia es muy apacible y los ejemplos muy provechosos, así de varones como de notables mujeres que se señalaron en el esfuerzo de las armas, como fue aquella heroica mujer Florinda, hija del rey Tarnaes, Rey de Lacedemonia, todo para doctrina y pasatiempo de todos.


A partir de este momento, la presencia femenina en el campo de batalla será cada vez más habitual y victoriosa. En Silves de la Selva (1546) de Pedro de Luján, la infanta Pantasilea llegará recibir la orden de caballerías de mano del rey Amadís:

El rey Amadís le dijo:

-Señora y hermosa infanta, ¿queréis recibir la orden de caballerías según la costumbre de vuestra tierra os da licencia?

-Sí, quiero -dijo ella.

-Pues jurad de defender a todos aquellos que vuestra ayuda hubieren menester, especialmente a dueñas y doncellas.

-Sí, juro -dijo la infanta.


Beatriz Bernal será la primera autora -y única, ya que la mención a la dueña Augustóbriga del Palmerín de Olivia y del Primaleón, no ha de tenerse en cuenta- de un libro de caballerías castellano: Cristalián de España, publicado en 1545 en Valladolid, que contará incluso con una traducción al italiano. En el ámbito portugués, contamos con otra autora de libros de caballerías, a principios del siglo XVII: Leonor Coutinho, a quien se le atribuye la Crónica do Imperador Beliandro, que gozará de una apreciable difusión manuscrita.

Los mil y un males que les puede venir a las mujeres de la lectura de los libros de caballerías se convierten en un lugar común en las críticas al género a finales del siglo XVI. Un amplio panorama de lectoras femeninas como el que ofrece Pedro de Vega en su Declaración de los siete salmos penitenciales de 1599:

Muchos varones doctísimos, celadores del bien de las almas, deseando desterrar de las manos de la doncella, de la viuda, y a veces de la monja y de muchos otros las Dianas, Amadises y demás libros profanos (de los cuales no menos dañosos están llenos de vanidad y mentiras), han escrito traslados santos en nuestra lengua vulgar.


Pero entre todos los peligros que les acecha a las lectoras de libros de caballerías se repite como una letanía el de convertir estos textos en puerta por las que las doncellas conocen la sexualidad y las viudas y casadas la añoran. No hay mejor imagen que la que Benito Remigio Noydens retratara en su Historia moral del Dios Momo, de 1666, que lleva por subtítulo «Enseñanza de príncipes y súbditos y destierro de novelas y libros de caballerías», que viene a mostrar el éxito entre los lectores de este tipo de obras más allá de bien entrado el siglo XVII:

No miren las doncellas a los que las miran dos veces, y cuando no pueden retirarse de la conversación con la modestia de su rostro, con la madureza en sus acciones y atención a sus palabras, detengan sus afectos y estorben sus atrevimientos, huyan de los libros, de las novelas y caballerías, llenos de amores, estupros, de encantos y estragos. Son unas píldoras doradas que con capa de gustoso entretenimiento lisonjean los ojos, para llenar las bocas de amarguras y tosigar el alma de veneno. Yo me acuerdo haber leído de un hombre sumamente vicioso que, hallándose amartelado de una y sin esperanza de conquistarla, por fuerza se resolvió a cogerla con engaño y maña y, haciéndole poner los ojos en uno d'estos libros con título de entretenimiento, le puso en corazón tales ideas de amores que, componiéndola a su ejemplo, descompusieron en ella y arruinaron el honesto estado de su recato y de su vergüenza.


Algunos aristócratas y nobles se convirtieron en auténticos coleccionistas de libros de caballerías, como es el caso de Fernando de Aragón, duque de Calabria, que reunió casi una treintena, entre ellos buena parte del ciclo amadisiano y el de los clarianes, dos ejemplares de Palmerín de Olivia, Tristán de Leonís, Félix Magno, Florambel, Lidamor de Escocia, Lucidante de Tracia y el Claribalte que le dedicara Fernández de Oviedo, junto a otros de tradición italiana y relatos caballerescos breves. No menos rica resulta también la biblioteca de Alonso Osorio, VII marqués de Astorga, en cuyo inventario de 1575 figuran una veintena de títulos de libros de caballerías, que desaparecen por completo, como por arte de encantamiento, en el realizado en 1593. Los motivos que explican tal cambio pueden obedecer a la sustitución de los cánones de lectura o bien a una censura más efectiva, por entonces comandada por los jesuitas y de la que puede hacerse eco Cervantes en el escrutinio y expurgo de la biblioteca del hidalgo manchego. Tres años antes de la publicación del Quijote, fray José de Jesús María, en la Primera Parte de las Excelencias de la Virtud y Castidad (1601), pedía con insistencia que se cumplieran las leyes «haciendo rigurosa visita de todas las librerías particulares y generales y sacando de ellas todos los libros fabulosos», es decir, que se procediera al expurgo. Una de las bibliotecas caballerescas más completas es la que el cronista y embajador Diego Sarmiento de Acuña, conde de Gondomar, reunió en su biblioteca de la Casa del Sol (Valladolid), compuesta de los siguientes títulos en castellano, según el inventario de 1623, algunos de ellos realmente curiosos, como el Taurismundo, del que conocemos su existencia gracias a esta alusión:

  • [1] Doña Beatriz Bernal, Historia de don Cristalian y Luzescanio. Alcalá de Hen[ares], 1586, f.
  • [2] Palmerin de Oliua. Toledo, 1580, f.
  • [3] Tercera y 4.ª parte del Principe don Belianis de Grecia. Burgos, 1579, f.
  • [4] Libro primero y 2.do de Don Belianis de Grecia. Burgos, 1587, f.
  • [5] Primera parte dela Chronica de Taurismundo hijo de Solismundo Emperador de Grecia, por Diego de Cibdad. Lisboa, 1549, f.
  • [6] Hechos de Primaleon hijo del Emperador Palmerin... Lisboa, 1598, f.
  • [7] Chronica de Don Florisel de Niquea y el fuerte Anaxartes. Çaragoça, 1584, f.
  • [8] Tercera parte dela Chronica de Don Florisel de Niquea, f.
  • [9] El Ramo que de los quatro libros de Amadis de Gaula sale llamada las Sergas de Esplandian, Alcala de Henares, 1588, f.
  • [10] Don Juan de Silua, Historia del Principe don Policisne de Boecia. Valladolid, 1602, f.
  • [11] Historia de Guarino Mezquino. Burgos, 1548, f.
  • [12] Chronica de Amadis de Gaula. Sin principio. Alcala de Henares, 1580, f.
  • [13] La demanda del Santo Grial con los fechos de Lançarote y de Galaz su hijo. Seuilla, 1535, f.
  • [14] Cauallero del Phebo y su Hermano Rosicler. Medina del campo, 1583, 2 vols., f.
  • [15] Historia del cauallero Cifar. falta el principio. Siuilla, 1512, f.
  • [16] Chronica de Lisuarte de Grecia y de Perion de Gaula. Çaragoça, 1587, f.

Junto a los castellanos, las traducciones italianas también van a gozar de una considerable presencia en la Casa del Sol, en total suman nueve entradas:

  • [it.1] I quatro libri di Amadis di Gaula. Venetia, 1560, 8.º
  • [it.2] Splandiano et le sue prodezze scritte dal Maestro Elisa: batte. Venezia, 1560, 8.º
  • [it.3] Primaleone et Polendo suo fratello. Venetia, 1559, 8.º
  • [it.4] Aggiunta al secondo volume di Don Rogello di Grecia. Venetia, 1564, 8.º
  • [it.5] Il terzo libro della historia di don Cristaliano et l'infante Lucescanio. Venetia, 1558, 8.º [senza principio].
  • [it.6] Don Florisando et le sue gran proddezze. Venetia, 15 50, 8.º
  • [it.7] La historia di don Florisello et Anassarte. Venetia, 1608, 2 vols., 8.º
  • [it.8] Palmerino d'Oliua valorosissimo Caualliere. Venetia, 1544, 8.º
  • [it.9] Palmerino d'Inghilterra. Venetia, 1584, 3 vols., 8.º

Además de los libros de caballerías castellanos e italianos, el género caballeresco se expande en la biblioteca de Gondomar a otras lenguas, como el portugués: [pt. 1] Chronica do famoso caualleyro Palmerín de Ynglaterra. Feita por Francisco de Moraes. Lisboa, 1592, 2 vols., f.; y el francés: [fr. 1] Le quatriesme et cinquesme liure d'Amadis de Gaule. Traduicts par Nicolas Herbery. Paris, 1555, 8.º y [fr. 2] Le preux chevalier Artus de Bretaigne. Paris, 1536, 8.º

Fuera de los círculos cortesanos, los libros de caballerías cuentan con lectores en los medios urbanos pertenecientes a una burguesía o clase media, algunos de relieve como el bachiller y abogado Fernando de Rojas, cuya biblioteca revela una afición por el género que difícilmente se podría adivinar sólo con la lectura de La Celestina, o como el letrado Juan de Valdés, que en su Diálogo de la lengua se acerca al género con ojos críticos, haciendo valoraciones sobre su estilo, sobre la afectación y el descuido de Montalvo, pero prefiriendo su lectura a la de otros textos caballerescos, al tiempo que ofrece una imagen del modo en que se leían, se devoraban estos textos entre la juventud:

VALDÉS.-  Entre los que han escrito cosas de su cabeza comúnmente se tiene por mejor estilo el del que escribió los cuatro libros de Amadís de Gaula, y pienso tienen razón, bien que en muchas partes va demasiadamente afectado, y otras muy descuidado; unas veces alza el estilo al cielo y otras lo abaja al suelo, pero al fin, así a los cuatro libros de Amadís, como a los de Palmerín y Primaleón, que por cierto respeto han ganado crédito conmigo, terné y juzgaré siempre por mejores que esotros Esplandián, Florisando, Lisuarte, Caballero de la Cruz, y que a los otros no menos mentirosos que éstos: Guarino Mesquino, La linda Melusina, Reinaldos de Montalbán, con la Trapisonda y Oliveros que es titulado de Castilla, los cuales, demás de ser mentirosísimos, son tan mal compuestos, así por decir las mentiras muy desvergonzadas, como por tener el estilo desbaratado, que no hay buen estómago que los pueda leer.

MARCIO.-  ¿Habéislos vos leído?

VALDÉS.-  Sí que los he leído.

MARCIO.-  ¿Todos?

VALDÉS.-  Todos.

MARCIO.-  ¿Cómo es posible?

VALDÉS.-  Diez años, los mejores de mi vida, que gasté en palacios y cortes, no me empleé en ejercicio más virtuoso que en leer estas mentiras, en las cuales tomaba tanto sabor que me comía las manos tras ellas. Y mirad qué cosa es tener el gusto estragado: que si tomaba en la mano un libro de los romanzados en latín que son de historiadores verdaderos, o a lo menos que son tenidos por tales, no podía acabar conmigo de leerlos.


La misma Teresa de Jesús, descendiente en último término de una familia de mercaderes y de hombres de negocios judeoconversos, ofrece en su Libro de la vida una estampa de sus lecturas juveniles, siguiendo el modelo de su madre:

Considero algunas veces, cuan mal lo hacen los padres, que no procuran que vean sus hijos siempre cosas de virtud de todas maneras; porque con serlo tanto mi madre (como he dicho) de lo bueno no tomé tanto en llegando a uso de razón, ni casi liada; y lo malo me dañó mucho. Era aficionada a libros de caballerías, y no tan mal tomaba este pasatiempo, como yo le tomé para mí; porque no perdía su labor, sino desenvolvíamonos para leer en ellos: y por ventura lo hacía para no pensar en grandes trabajos que tenía, y ocupar sus hijos que no anduviesen en otras cosas perdidos. D'esto le pesaba tanto a mi padre, que se había de tener aviso a que no lo viese. Yo comencé a quedarme en costumbre de leerlos; y aquella pequeña falta que en ella vi, me comenzó a enfriar los deseos y comenzar a faltar en lo demás; y parecíame no era malo, con gastar muchas horas del día y de la noche en tan vano ejercicio, aunque escondida de mi padre.

...Era tan en extremo lo que en esto me embebía que, si no tenía libro nuevo, no me parece tenía contento. Comencé a traer galas y a desear contentar en parecer bien, con mucho cuidado de manos y cabello y olores y todas las vanidades que en esto podía tener, que eran hartas, por ser muy curiosa. No tenía mala intención, porque no quisiera yo que nadie ofendiera a Dios por mí. Durome mucha curiosidad de limpieza demasiada y cosas que me parecía a mí no eran ningún pecado, muchos años.


De las cortes, que siempre han favorecido los mimetismos sociales, los libros de caballerías pasan, también a otros estratos sociales, al poder de hidalgos, letrados, algunos clérigos, mercaderes, artesanos, familiarizados todos ellos con la escritura y la lectura por razón de oficio. Así lo revelan los inventarios y aunque basar la sociología de la lectura en ellos puede resultar engañoso, en este caso son uno de los pocos indicios que permiten valorar la recepción del género en estos grupos. Así, por ejemplo, varias mujeres poseedoras de libros de caballerías en Valladolid son mujeres de negociantes, escribanos, regidores y plateros. Los nueve comerciantes valencianos identificados por Berger entre 1478 y 1558 como dueños de libros de caballerías son en su mayoría ricos, con una formación cultural obligada y con tiempo libre para dedicarse, como las clases nobles, al pasatiempo de la lectura. En Cataluña también se han encontrado testimonios similares referidos a comerciantes, algunos documentos con puntualizaciones tan curiosas como las del mercader Daniel Brunell (1542), que hace separación de bienes dentro de su biblioteca y de los veinticuatro libros que poseía se señala que seis eran de su viuda Demetria, castellana de procedencia, y tres de ellos eran libros de caballerías: Palmerín de Olivia, Primaleón y Platir. Seis comerciantes y un artesano de la diócesis de Cuenca interrogados por la Inquisición entre 1560 y 1610, confiesan también haber leído libros de caballerías junto a libros de devoción y vidas de santos, como otros individuos más acomodados, aunque en este caso los libros eran de segunda mano. En este grupo podrían entrar también los labradores ricos, esos que por su dinero aspiran a emparentar con los nobles y que tan bien representados están en la comedia lopesca y en el Quijote en la figura de Dorotea y sus padres. Labradora era también en origen la familia de Román Ramírez, morisco de Deza, dueño de más de una veintena de libros de caballerías que oía leer de niño a su padre y luego él declamaba ante los nobles hasta ser condenado finalmente por la Inquisición. Este juicio de finales del siglo XVI ha permitido conocer cómo en los saraos de la época, los libros de caballerías tenían su sitio, como así lo relata don Pedro Díaz de Carabantes:

la noche de antes, hallándose el dicho Román en casa de Antonio del Río, unos caballeros que estaban allí jugando y folgándose en casa del Oidor don Gil Ramírez de Arellano, algunos de los que allí estaban que le conocían dijeron al dicho Román:

-Ca, díganos un pedazo de tal libro de caballerías, que allí le señalaron, y de tal capítulo d'él.

Y el dicho Román sacó un papel en blanco de la faldriquera e, mirando a él como leyendo esa escritura, dijo un gran pedazo del libro y capítulo que le señalaron, y que lo mismo hacía si le señalaran esa o parte de la Biblia o Sagrada Escritura, lo cual confirmáronles los más de los que allí estaban, diciendo algunos que se habían hallado presentes a ello y confirmando todo lo sobrescrito.


El miedo a que su prodigiosa memoria pudiera tenerse por hija del demonio -como así fue-, le lleva a Román Ramírez a revelar lo que se esconde tras esta aparente diversión, y lo hará con el único libro de caballerías escrito por una mujer:

Dijo que él quiere decir y revelar el secreto d'este negocio y el orden de cómo leía, cosa que no la ha dicho a ánima viviente ni lo pensaba decir; y que si otra cosa hay en ello más de lo que dijere mal fuego le queme. Y que lo que pasa es que este confesante tomaba en la memoria cuantos libros y capítulos tenían el libro de Don Cristalián y la sustancia de las aventuras y los nombres de las ciudades, reinos, caballeros y princesas que en dichos libros se contenían, y esto lo encomendaba muy bien a la memoria; y después, cuando lo recitaba, alargaba y acortaba en las razones cuanto quería, teniendo siempre cuidado de concluir con la sustancia de las aventuras, de suerte que a todos los que le oían recitar les parecía que iba muy puntual y que no alteraba en nada de las razones y lenguaje de los mismos libros, y que en efecto de verdad, si alguien fuese mirando por el libro de donde éste recitaba, vería que, aunque no faltaba en la sustancia de las aventuras ni en los nombres, faltaba en muchas de las razones y añadía otras que no estaban allí escritas; y que esto lo puede hacer cualquier persona que tenga buen entendimiento, habilidad y memoria y que no hay otro misterio en esto; y que, como este confesante comenzó a cobrar fama de hombre de mucha memoria y a tener cabida con caballeros y señores en razón de entretenerlos con estas lecturas y se lo pagaban o hacían mercedes y le llevaban a saraos de damas y a otros entretenimientos, se dio este confesante más a ello y lo estudiaba con más cuidado.


Y para que no quedara ninguna duda de su profesión y habilidad, que no es otra que la de juglar de libros de caballerías castellanos, prosigue el citado relato inquisitorial:

Y luego recitó de memoria el capítulo primero del segundo libro de Don Cristalián, y el capítulo segundo, refiriendo unas batallas y pareció ser cuentos de caballerías; y dijo el dicho Román Ramírez que pudiera alargar aquellas batallas y el cuento d'ellas cuatro horas y que era más la traza e inventiva que este confesante tenía que no lo que sabe de memoria de los dichos libros; y que su señoría podía hacer la experiencia, mandando traer el dicho libro de Don Cristalián y viendo por él lo que éste recita de memoria y que así hallaría su señoría que este confesante dice la sustancia de las aventuras, y añade y quita razones como le parece.


Fuera de estos grupos es muy difícil precisar cuál pudo ser la recepción de estos «trastos viejos de barbería», como los llama Gracián en El Criticón (II, crisi I), en otras capas sociales, a los que podrían llegar muchas de estas aventuras gracias a los pliegos de cordel caballerescos. Los documentos revelan que a duras penas logran hacerse hueco entre la clerecía y las profesiones liberales, pues están ausentes de las bibliotecas de los profesionales de la cultura. No menos complejo resulta medir la recepción del género entre el público más humilde, entre simples y modestos jornaleros y labradores en los que el grado de analfabetismo era mayor que en el resto de la sociedad y quienes sólo podrían acceder a los mismos a través de una lectura en voz alta, como sugieren Arce de Otálora en los ya citados Coloquios de Palatino y Pinciano o el mismo Cervantes en el Quijote (I-XXXII). Sus testimonios, sin embargo, son literarios y como tales no necesariamente verdaderos, máxime cuando se relacionan con otros de la misma obra con los que entran en contradicción. La información brindada por Arce de Otálora sobre la lectura oral de esos jornaleros y oficiales que sentados en las gradas de la catedral de Sevilla escuchaban leer libros de caballerías es un rumor, un dicho que recoge sin contrastar, pues como luego él mismo explica al hablar de los pasatiempos en los que se entretienen los diferentes estados los domingos, la distracción de los jornaleros y oficiales son los bolos y las cartas, sin hablar para nada de sus recreos con la lectura. Con idéntica cautela hay que interpretar el pasaje cervantino en el que el ventero informa de ese pasatiempo entre los segadores en los ratos de ocio que les deja el tiempo de siega y que pasan oyendo leer libros de caballerías, estampa inverosímil por la dureza de su trabajo y por la ignorancia y analfabetismo de los segadores, en su mayoría gallegos y, por tanto, desconocedores del castellano. Tampoco queda claro el conocimiento real que personajes como Maritornes pueden tener del género, pues aunque diga sentirse atraída por las escenas de amor, hay que cuestionarse el grado de comprensión que podía tener de estos libros cuando en otro momento (I, XVI) confiesa que la jerigonza de don Quijote le suena a griego. A falta de otros indicios más fiables que estos estupendos documentos literarios, hoy por hoy es muy difícil medir la recepción del género entre el público más humilde y analfabeto, por mucho que en su caso se trate siempre de una difusión oral.

La lectura en voz alta de libros de caballerías se sigue practicando en el siglo XVI y llega hasta el siglo XVII. Desde la realeza, con Carlos V a la cabeza, que mandaba que le leyeran trozos del Belianís de Grecia, hasta las monjas, si hemos de creer autoconfesiones como la de la agustina Mariana de San Ioseph que hacia finales del XVI leía en voz alta libros de caballerías a las monjas enfermas, pasando por las lecturas a bordo en las travesías al Nuevo Mundo, la lectura en común, en voz alta, era muy habitual. Esta forma de lectura oral alterna con la lectura silenciosa y en soledad y en este sentido los libros de caballerías son claves en el tránsito hacia esta modalidad de recepción propia de la novela moderna. La lectura silenciosa se presta más a una lectura prolongada que aísla al individuo y puede provocar peligrosas identificaciones, temidas por los propios moralistas y extremas en el caso del hidalgo manchego y en los ejemplos anecdóticos citados por Alonso López Pinciano en su Filosofía antigua poética o por Francisco de Portugal en su Arte de galantería (Lisboa, 1670):

Vino un caballero muy principal para su casa y halló su mujer, hijas y criadas llorando; sobresaltose y preguntoles muy congojado si algún hijo o deudo se les había muerto. Respondieron ahogadas en lágrimas que no. Replicó más confuso:

-Pues, ¿por qué lloráis?

Dijéronle:

-Señor, ¡hase muerto Amadís!


Aunque estos libros calaron especialmente en la juventud, según se desprende de las críticas de los moralistas, de las confesiones de monjas y escritores como el canciller Ayala, Juan de Valdés o Fernández de Oviedo, o de la propia legislación, que los prohíbe en 1555 para evitar el daño que hacen «a hombres mozos y doncellas», llegaron también, como dice la normativa, «a otros géneros de gentes», a un público tan variopinto como el retratado tempranamente por Páez de Ribera en su Florisando (1510) («personas de diversas calidades, ansí de hombres como mugeres, ansí del palacio como del vulgo»).

Una página particular de la recepción y la lectura de los libros de caballerías la encontramos en los márgenes de algunos de los ejemplares conservados. Folios que han quedado en blanco que se han aprovechado para probationes calami, ensayos de firmas, cuentas y copia de textos y fragmentos que en nada tienen que ver con el contenido del ejemplar. En otras ocasiones, contamos con comentarios de los lectores coetáneos de estas obras, que nos indican curiosas interpretaciones. La Biblioteca Nacional de España conserva un ejemplar de la tercera parte del Florisel de Niquea, impreso en Évora por los herederos de Andrés de Burgos (BNE, R/15451). Un lector, al llegar a dos parlamentos amorosos escritos por Feliciano de Silva en su particular estilo («O desengaño para mayor engaño del amor que yo le tengo buscando con desamor para con desamor para contigo y mi, en la obligación que a mi grandeza soy deudora» y «no dejarla sin razón la sinrazón de amor como en el amor las sinrazones por razones sean acatadas»), ha escrito en sus márgenes: «Que lo entienda D. Quixote» y «Aquí entra don Quixote que lo entiende y no otro».

En la Biblioteca del Monasterio de El Escorial se conserva un pequeño volumen de anotaciones del humanista Álvar Gómez de Castro: ms. K-III-31; entre sus folios 139v y 142v se han conservado anotaciones procedentes de su lectura del Amadís de Gaula. Anotaciones que destacan determinados temas e intereses: el estilo, algunas enseñanzas, aspectos cortesanos... El libro de caballerías que deja de ser un mero texto de entretenimiento para comenzar a convertirse en una autoridad, digna de ser «margeneados» sus folios.

«Aborrecidos de tantos y alabados de muchos más», como dice Cervantes, los libros de caballerías lograron la hazaña de sobrevivir más de un siglo, hasta bien entrado el siglo XVII, porque supieron adaptarse a las exigencias de los lectores de cada momento sin perder nunca su esencia y sus señas de identidad, esas que también hacen del Quijote un libro de caballerías de entretenimiento.





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