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Lectura de Miró: proposiciones

Francisco Ynduráin Hernández


Universidad Complutense

Al amigo y colega Francisco Sánchez-Castañer, tan buen conocedor de Miró





Una visión, que aspira a ser sintética, de la obra de Gabriel Miró debe empezar por anotar que el escritor se nos fue cuando era muy presumible esperar todavía lo más granado de su escritura. No fue precisamente un malogrado, pero había fundadas expectativas de nuevas páginas con su bellísima prosa, testimonio de una delicada sensibilidad, de imaginativa valiente y sofrenada al mismo tiempo.

No es fácil resumir la varia minerva mironiana, aunque de inmediato se nos ofrece una peculiaridad al considerar su obra en conjunto, y es la condición singular y distinta de muchos de sus escritos, que eluden y no entran en clasificaciones formularlas. Lo autobiográfico -ese doble suyo, Sigüenza-, los libros de andar y ver para contarlo, la novela, las «figuras» más bien que estampas, todo ello acordado en una prosa poética, que tiene tal calidad no tanto por efectos sonoros o de vocabulario, sino y muy acusadamente por lo que llamaré, sin más, un estado de gracia lírica, un talante o actitud de escritor que se sitúa ante seres, objetos y acciones en disposición de respuesta sentimental, sensible y sensitiva. Pero no se crea que apunto desde esta socorrida evocación rubeniana a un «modernismo» más o menos fiel. No, porque al igual que los mejores escritores entre los poetas -Antonio y Manuel Machado, Juan Ramón- no se resignaron a ser epígonos del modernismo, Miró supo también hallar expresión nueva distinta y personal, liberándose de exquisiteces de similor o de exotismos prefabricados. Su honda y cálida humanidad no condescendió con un modo lírico de remedo, sino que se nos comunicó desde su peculiar y auténtico modo.

Por otra parte, el contacto físico y espiritual con tierras, costas y marinas de su Levante le pusieron en comunicación y comunión con su entorno de tan marcados contrastes, desde el vergel al erial, no menos que con personas, plantas y animales, incluso con los más humildes y menos literaturizados, los insectos (con perdón de Fabre).

También es muy digno de nota el intermitente pero sostenido enlazar con motivos bíblicos, tanto en figuras como en adivinaciones de un paisaje remoto y presentido en semejanzas. Alguien tan autorizado como Pedro Salinas ha escrito que Miró había dedicado largas horas a lecturas de la Biblia cuando trabajaba en Barcelona; pero, sin olvidar este dato, habremos de tener en cuenta otros, no menos decisivos, para rastrear los orígenes de esa afinidad electiva por el biblismo: su madre parece que le hizo aficionarse a esa literatura, y ya en Del Vivir (1901) nos encontramos con que lleva como exergo o lema un pasaje del Libro de Job (el cap. XXX), y luego se nos da una cita del Ecclesiastés. Y ya sabemos cómo, o más bien cuánto, suelen influir lecturas o relatos que han ilustrado nuestra infancia y primera adolescencia, la huella duradera, conformadora y pregnante que nos ha dejado impresa en la memoria del corazón.

Todavía me parece advertir otra motivación en esa vena bíblica, y es la analogía que Miró adivinaba y presentía entre el paisaje de su propia tierra y el de la Tierra santa por antonomasia, con la que, además de las evocaciones de carácter sacro, percibía casi semejanzas en terrazgo, plantas, luz y color. Si a esto añadimos que Miró necesitaba de una situación ambiental realística para personajes y hechos de su narrativa, situación captada por testimonio de todos los sentidos, de nuevo se nos ofrece nuevo fundamento para la fusión de uno y otro paisaje en las opuestas orillas del Mediterráneo. Cierto que lo sensorial no se quedará en ese grado de recepción, pues ya sabemos cómo trasmutó las impresiones de los sentidos exteriores en vivencias mucho más complejas, espiritualizadas y trascendidas: he aquí uno de los rasgos más peculiares del arte literario de nuestro escritor.

Sin necesidad de acudir a la más que palmaria evidencia en textos que obligadamente nos llevan de la mano del autor hasta ambientaciones en paisajes bíblicos, podemos espigar tal tendencia asociativa incluso cuando la relación evocadora no parecía exigible. Así, leemos en El humo dormido que «los labradores de Jijona sienten el ahínco agrícola del antiguo israelita» (cap. «Nuño el Viejo»), o calificará como «huertos galileos» los que ve en su tierra nativa. Probablemente el lector medio no obtendrá todas las claves implícitas en ese adjetivo, que nos remite a una lectura contextual ancha y profunda si hemos de no perder el trasfondo que bien cabe atribuir al escritor. Probablemente no hay escritor español moderno que haya captado con tanta asimilación el encanto y misterio de un paisaje que no conoció y de unas historias y libros poéticos o sapienciales intuitivamente asimilados. La excepción a mi aserto -condición para que la regla se cumpla- sería la de Unamuno, tan empapado en Viejo y Nuevo Testamento, pero por otras razones y con otra sensibilidad. Unamuno puso un hermoso prólogo a Las cerezas del cementerio, en la edición conmemorativa de 1932. Allí recuerda don Miguel cómo y cuándo conoció al levantino, y la visita que hicieron al entonces ruinoso monasterio de Poblet con la inquietante escena de Miró enfrentado a una lechuza, dos pares de ojos glaucos, como los de Palas Atenea -glaukopis la llama Homero-, y sigue Unamuno: «Porque la mirada glauca y serena de Miró ilumina cuanto mira y en una luz difusa, como en una neblina de lumbre plenilunar en que todo se exterioriza».

Mucho menos afortunado y notablemente injusto se manifestó el por tantos otros motivos y razones admirable Ortega y Gasset, quien parece haberse obstinado en no entender la novela de El obispo leproso, sencillamente por no haber adoptado el punto de vista exigible para su lectura. Verdad es que al final de su poco feliz artículo, don José parece que echó a barato lo antes escrito: «Más vale concluir reconociendo que no he dicho nada sobre Gabriel Miró» (en El obispo leproso. Novela por Gabriel Miró, recogido en El espíritu de la letra [1927]). Diré, en justa compensación, que ha sido Ortega, entre nosotros y anticipándose a mucho de lo que la crítica posterior ha visto, quien más fina y penetrante crítica ha hecho del género novelesco, desde Cervantes a Proust. Si no tuviéramos tanta superstición extranjerizante, en nuestro filósofo hubiéramos encontrado base y algo más que gérmenes para una teoría de la novela. Aún estamos a tiempo de beneficiar tan sugeridor caudal.

Volviendo a mi planteamiento anterior, repetiré, perogrullescamente, que cada obra demanda una adecuación lectora, acomodada a su calidad y condición peculiares y diferenciales. Lo que ocurre es que las más de las obras están concebidas y escritas sobre falsilla y no nos solicitan acomodación ocasional. Lo contrario de lo que provoca la obra de Miró y por varios motivos. El primero en orden y entidad quizá sea el de prestar atención a las matizaciones de su lenguaje en constante recreación y con una variedad de registros que van desde la lengua más culta, literaria, a la hablada y local, aunque sin concesiones facilonas al color o al pintoresquismo. Además, el lector habrá de estar muy alerta para no perderse un rico y discreto juego de modulaciones en la creación verbal, terreno en el que Miró se muestra, en ocasiones, felizmente inventivo. Ya en Del vivir (1903) ensaya esa capacidad derivativa del español, en la que luego no persistirá con reiteración: «Enfrente azadonaba un hombre. Otro pasó copleando sobre un jumento grande. Su canturreo tembloreaba por el portantillo de la bestia». Años más adelante nos encontraremos con «almas ideálicas», unos cuervos «croajando» (en Las cerezas del cementerio). Pero habría de hacerse un vocabulario de la obra completa para tener una base sobre la que establecer caracteres y evolución dentro de sus escritos.

Tendremos que agudizar nuestra capacidad sensorial si hemos de poder acompañar al autor en sus delicadísimas y complejas percepciones desde los sentidos. Habitualmente los escritores acuden al campo sensorio de más obvia y común perceptibilidad: oído y visión. Pero en Miró saltan a primer plano sensaciones olfativas, táctiles y del gusto1 mucho menos literaturizadas entre nosotros, llegando a crear y estimulando en el receptor una como sinfonía sensual entreverada de gozosa o dolorida voluptuosidad, para remontarse no pocas veces hasta las esferas de lo espiritual. No sin razón ha dejado escrito en El obispo leproso: «¡Ay, sensualidad, y cómo nos traspasas de anhelo de infinito!». He aquí una expresión clave desde la cual entenderemos mejor buena parte de la obra de Miró. Si ha habido o hay en nuestras letras escritor que haya obtenido tanto del campo sensorial, confieso que no lo conozco. Y qué bellas imágenes obtiene desde las cosas, como ese «humo dormido», que sirve de título afortunado -no gratuito- a uno de sus libros, título que objetiva memorias y evocaciones entrevistas, entresoñadas más bien, con la tenuidad y evanescencia de ese humo azul que se eleva, se expande y estanca dorando los momentos recordados con su tonalidad ilusionante y fugaz. ¡Hermoso hallazgo! Estamos ante algo que Juan Ramón Jiménez -otro sensitivo excepcional- hubiera podido llamar «realismo májico»; pero aquí de magia personal, mironiana.

Digno de nota es también ese trasformismo de las cosas, de los objetos, trasfundidos y trasmutados por la magia de la percepción: así, en el hombre que se presenta a Sigüenza «con sus manos de hierba y de piedra»; o el retrato del marinero: «un hombre corpulento, de color de roca viva, con barba de rebollar ardiente que le cegaba los labios; de la breña salía la gárgola de su pipa y encima del ceño se le doblaba el cobertizo de la visera de su gorra. Nos hubiera parecido un pedazo vegetal, sin el áncora que traía bordada en la gorra [...]. Nosotros nos subíamos sobre el banco, y arrancábamos esparto de aquellas barbas rurales y tan limpias: hebras duras y retorcidas, azafranadas, amarillentas, musgosas, metálicas; y la peña sonreía sin boca y sin ojos, gigantescamente, mansa y resignada» (El humo dormido, 1919, p. 20/1). Pero en este ejemplo, que habrá de ponerse en relación histórica comparativamente, dentro de la sabida evolución en el estilo mironiano, hay un acusado predominio de un sintagma de la lengua literaria que algunos han llamado «impresionista» y no sin discrepancias: me refiero a la fórmula N de N, como «la gárgola de su pipa», que lleva una metáfora e imagen implícitas. En otra ocasión me he ocupado de este recurso literario -y de la lengua hablada, claro- cuya frecuencia y matices valdría la pena seguir, históricamente desde luego, en nuestro escritor. Valgan como apuntes algunos felices ejemplos, sacados de la segunda redacción de Las cerezas del cementerio (Bibl. Nueva, Madrid, 1926). Lo que me parece más notable en esta fase de su escritura es cómo alterna la fusión metaforizante de lo percibido por los sentidos en los dos planos de la realidad, con la mezcla de sentimentaciones o valores en el plano realístico. Bastará oponer y comparar: «la seda de su frente»; «el dardo de un halcón»; «las dulces ocarinas de los sapos»; con «la brasa del padecimiento»; «se desbordaba el alborozo de una parra»; «las sombras grises del hastío»; «sonaba el enojo de una abeja»... Llama también la atención del lector la potencia evocadora, creadora que el escritor infunde en la palabra sonando. Desde la voz a la imagen, al símbolo abierto, he ahí sus preferencias asociativas. Lo dijo en más de una ocasión, como cuando Unamuno le aclaró que Poblet no significa «pueblecito», sino Pobeda, y ya desde ese sentido Miró comunica, comulga con el paisaje. O en ese pasaje: «La abeja de una palabra recordada lo va abriendo y lo estremece todo» (al comienzo de El humo dormido). Porque Miró, además de las voces en el recuerdo mental, las posee en la memoria auditiva, en esa sensación interior, imagen acústica y cinestésica, embebida en quién sabe qué asociaciones, con regusto paladeado, como en esa nómina regional, tan invivida, del capítulo «Toponimia» (en Años y leguas, 1928): «Bajaba la cuesta, y el auto le seguía, y ya iba diciendo más nombres de lugares de su provincia, escuchados en si mismos, fuera de las resonancias de las serranías: Ibi, Tibi, Famora, Benisa, Jávea [...]. Y vuelta a recordar más diciéndolos él solo y dotándolos de sus memorias: Angres, Ondara, Alcalalí. ¿Es la delicia de la palabra por si misma? Pero es que la palabra no sería deliciosa si no significase una calidad». Y más adelante: «Lengua suya, por complacencia posesiva, genealógica y de densidad por suyo y ser como fue siempre, correspondiendo a su vida y a su paisaje. Si, por ejemplo, se pronuncia Famorca con una o cerrada y breve de Castilla, Famorca no significa nada más que una noticia de diccionario geográfico» (ibid.). Las asociaciones, personalísimas, han brotado desde una imagen acústica para complicarse con vivencias personalísimas. El recuerdo de los nombres en Proust se nos impone.

Notaré todavía, aunque sea muy someramente, cómo su escritura nos ofrece una y otra vez, con reiteración muy significativa, la oposición entre vida y muerte, belleza y fealdad, placer y dolor, en esa suma de contradicciones que es nuestro vivir y que alcanza su mejor síntesis en las cerezas del cementerio: allí lo frutal, jugoso, sensual, naciendo de la muerte de la podredumbre. ¿Pensaremos en algo como el eterno retorno nietzscheano que tanto impresioné al otro gran levantino, Azorín? De las posibles confluencias, más que influencias quizá, que nos llevarían a Proust, Maeterlinck, Obermann...

Final. En el ex-libris de Miró -tan pulcro él en el cuidado de sus publicaciones- se nos muestra un barco de vela, anclado, junto al muelle sobre el que avanza un monte abrupto, tocado de una masa de nubes. El mar, como experiencia vivida y como disparadero de imágenes líricas, es algo acusadamente reiterado en su prosa. Es la incitación, y la llamada, al viaje, a un viaje costero, por su Mediterráneo, como lo vemos en su vivir y en su literatura. La añoranza marinera no le abandonó en la meseta madrileña, y Sigüenza-Miró con doble visión: «Parece que en Madrid puede tenerse si no el mar, al menos la emoción del mar. Ha de ser de noche en Rosales; allí, en el paisaje, fermenta una sensación marina: un mar desolado, torvo, plácido, según el firmamento; con luces de costa, de barcas de pesca. Es un consuelo de la falta del mar» (Libro de Sigüenza, 1919, p. 227). Con esto hemos tocado uno de los grandes temas de la literatura inmediatamente anterior a Miró: el paisaje como estado de conciencia o de alma por estimulo de aquél y efusión de éstas. Habría que matizar distinguiendo las aportaciones de escritores dispares y con no pocas notas comunes en el trance de contarnos sus experiencias ante el medio, muchas veces limitado o elegido, buscado en variedad de incitaciones, no pocas.

El liberado enfoque personal, de ensayo o prueba lectora creo que deja abiertos problemas no sistemáticamente apurados.





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