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Leer a Kafka

Francisco Ynduráin Hernández





Al cumplirse el primer centenario del nacimiento del escritor checo Franz Kafka (Praga, 3 de agosto de 1883), una renovada atención hacia su obra nos está demostrando su actualidad y vigencia, que no necesitaba del estímulo conmemorativo. Kafka está ya instalado entre los novelistas mayores de principios de siglo, cuyas creaciones no parecen haber sido superadas todavía por los posteriores: baste citar a Joyce, Proust, Mann, Musil. Claro está que ello es muy opinable y uno se abstiene de proponerlo como opinión personal, recordando lo de: «opinión, parada del pensamiento».

Aunque muy sabidos, no parece ocioso recordar algunos de los datos de nuestro escritor y su ambiente. Su breve vida (muere de apenas cuarenta y dos años) ocurre en un medio familiar de holgada situación económica, y con muy acusadas discrepancias con el padre, hasta el punto de haberle creado posiblemente un complejo la autoridad y prepotencia paternas, su duro trato (véase Carta al padre, Brief an den Valer, de 1919). Su ascendencia judía, más acusada en la madre, le solicitó desde el campo sionista, cuyo primer congreso se había celebrado en 1897, y, especialmente, por su mejor amigo, Max Brod, que sería después su albacea y el que nos conservó casi toda la obra inédita del escritor. Otra solicitación, la de una sociedad teosófica -según nos dice en sus Diarios-, también fue rechazada. Redujo su compromiso a la escritura, con la curiosa, paradoja de haber dejado dispuesto y rogado reiteradamente que se destruyese toda su obra inédita, precisamente la más extensa y de más entidad. Si se doctoró en Derecho, en la Universidad alemana de Praga, y si trabajó en dos compañías de seguros, o si viajó -París, Weimar, Suiza, etc.- hay algo indeficiente y radical en su vocación y entrega: la de escritor, casi exclusivamente en prosa, desde aforismos, diarios, relatos, apuntes, cuentos... y tres grandes novelas, inconclusas, y de publicación póstuma. Parece, pues, que resulta válido lo que nos dejó escrito en sus Diarios, al considerar la invitación del doctor Rudolf Steiner (1861-1925) a ingresar en la sociedad antroposófica que había fundado: «Mi felicidad, mis capacidades y toda posibilidad de ser útil en algún sentido siempre se han referido a la literatura. Y en este estado he experimentado ciertamente estados (no muchos) que en mi espíritu se aproximan bastante a los estados de clarividencia que usted describe, señor doctor; en estos estados [...] me parece haber llegado no solo al límite de mí mismo, sino también al límite de la Cuenta y Razón, n.° 13, septiembre-octubre 1983 humanidad en general» (cito por la edición Diarios, 1910-1923, Buenos Aires, Emecé, 1953. La compilación del texto es de Max Brod, y el citado lleva la fecha de 28 marzo de 1911). Releamos la última frase, ahora, desde nuestra perspectiva.

Si se repasa la totalidad de los escritos que nos han llegado, sin olvidar que destruyó no pocos, llegamos a la conclusión de que Kafka fue esencial, exclusivamente, escritor, lo cual, anticiparé, se me presenta como vocación ineluctable que, por una parte, le hacía ver y considerar todo sub specie scripturae, al mismo tiempo que buscaba, además, llegar «al límite de la humanidad», como acabamos de leerle. Trataré de mostrar el porqué, el cómo.

Toda su obra ha quedado escrita en alemán, y su formación cultural, sus autores predilectos, lo han sido los de esta lengua, aunque no haya dejado de asomarse a firmas francesas -Pascal, Flaubert -y al ensayista y filósofo danés Kierkegaard. No me consta que haya escrito en checo. No estará de más recordar que en sus años de vida, hasta la proclamación de independencia de la República de Checoslovaquia (14 de noviembre de 1918), su tierra nativa formaba parte del conglomerado austro-húngaro, no muy bien soldado, y con aspiraciones independentistas en cada unidad de raza o lengua. Así se comprende que los checos actuales no suelen reconocer a Kafka como uno de sus escritores nacionales (ni tampoco a Rilke, por motivos parecidos). No hace mucho me lo afirmaba un colega praguense, para quien eran checos auténticos el poeta y cuentista Jan Neruda, cuyos Cuentos de la Mala Strana -barrio de Praga- hemos podido leer en la Colección Austral. Ni nos llegaba tampoco a la altura de Kafka el humorista Jaroslav Yazek, autor de un chistoso libro satírico, burlesca caricatura de las tropas «imperiales» en la guerra de 1914-1918, en boca de un recluta que algo tiene de nuestro Sancho Panza, con muchos menos registros. Me refiero a la única edición que pude haber, The Good Soldier Schweik, prohibida incluso en inglés durante muchos años. Ahora parece que hay edición en español: decepcionante.

Los últimos días de Kafka, en un sanatorio no lejos de Viena, han sido reconstruidos por primera vez, gracias a Rotraut Hackermüller. El enfermo afrontó con serena consciencia el trance final, y fue llevado al cementerio de la comunidad judía de Praga.

La prensa vienesa no le dedicó más líneas que las de un solo artículo, siete días después, de Antón Kuhn en Die Stunde, diario no muy serio. Allí trasparece una como adivinación de la fama futura que habría de merecer la todavía inédita obra del novelista. (No he podido ver el original, pero sí la versión lusa en JL, Lisboa, núm. 66, 30 de agosto-12 de septiembre 1983, páginas 20-21).

El caso es que Kafka pensó y escribió en alemán, sin haber perdido sus raíces de tierra y sangre. Acaso deba a esta amalgama la genialidad de pensamiento y visión, de escritura, marcados, además, por un estado enfermizo, con una tuberculosis, entonces incurable. Pero hay que dejar ancho campo al misterio de la persona y la personalidad. Si venimos ahora a una primera ojeada sobre su obra, ocurre que lo más y lo mejor de ella se publicó después de su muerte y gracias, como ya se ha dicho, y es tan sabido, a que su colaborador y albacea, el también judío y sionista, Max Brod, incumpliera la voluntad del testador, que condenó a la destrucción todos sus escritos. Las obras completas no aparecieron hasta 1935-1937, si bien antes ya nos había dado Brod El proceso (1925), El castillo (1926) y Amerika (1927). Inacabadas las tres, aunque con el texto suficiente para dejar una marca en la novela de cualquier tiempo y país. Son las tres novelas básicas de su producción toda, si a ellas añadimos la que publicó el autor, Der Verwandlung (1915, que suele traducirse por Transformación y Metamorfosis). Lo publicado por iniciativa del propio autor son prosas de menor empeño, bien que con la inconfundible marca personal: JVLeúfítactón, t¿l juicio, cií níédrico rural, Un ayunador profesional (Ein Hunger-Künstler), El fogonero, que luego pasaría, como primer capítulo, a Amerika. Aparte colaboraciones en periódicos y revistas literarias.

No me voy a detener en el análisis de sus novelas mayores, tantas veces estudiadas, para venir a un punto que considero nodular en el mundo novelesco y en el texto kafkianos. Y ocurre que ya me ha salido, inevitable, este adjetivo que subrayo, categorizador por antonomasia. Cuando André Gide (adaptador de El proceso al teatro, con J. L. Barrault: ver ed. París, Gallimard, 1947) hubo pasado de la Francia ocupada por los alemanes a la de Vichy (conozco a quien le ayudó a pasarse, mi amigo y colega, exiliado, Salvador Aguado-Andreut), quiso poner agua por medio y llegarse a Túnez. Para ello hubo de embarcar en Marsella y llenar infinidad de complicados requisitos en oficinas, ventanillas, con sellos, visas, interrogatorios, etc., hasta ganarle el obsesivo sentimiento de «ne pas encore être en regle», y comenta, resumiendo: «Tout cela, tres Kafka. Je songe sans cesse au procés. Sil fallait tant de formalités pour mourir [...] De quoi construiré un conté admirable: «Vous ne pouvez partir comme qa...» Journal, 1939-49, París, Gallimard, 1954, página 116). De aquí al meollo de la condición de los personajes kafkianos apenas hay un paso: estamos en ese núcleo medular desde el que se pueden entender y explicar las más de las páginas kafkianas y aun kafkeskas, si a este segundo adjetivo le adjudicamos un deterioro. Parece demasiado simplista, pero es que afecta a algo radicalmente humano, a la situación del hombre en el mundo, de este ser-parala-muerte, envuelto en lo inexplicable, en el absurdo, abierto en perpetua interrogación, buscador eviterno de una seguridad. Alguien ha propuesto como uno de los archetypal myths el de la busca (Northrop Frye); pero, sin rechazar tal interpretación, me parece mejor expresado, con más resonancias connotatorias en el francés, la quéte, aunque el motivo sea muy anterior a su Graal. Sin entrar en perseguir el motivo de buscas y nostalgias, retornos logrados o frustrados en lo heroico o, sencillamente, en lo cotidiano, hay la urgente solicitación de lo más grave, lo trascendente. He aquí el tema, el motor de las dos novelas en que veo más ceñido, y creado, el afán del hombre, de tantos y tantos hombres no acogidos a fe segura o a indiferencia total. Y aun en los que profesan o adoptan una u otra postura, ¿no suele quedar más o menos subyacente el resquicio de la duda? Kafka ha tocado uno de esos puntos que piden respuesta a cada hombre, puesto que, recordemos a Montaigne-: «chaqué homme porte la forme entíére de l'humaine condition» (Essais, III, 2).

Pero, se me dirá, esto queda al alcance de todos. Sí, más o menos; pero no con el mismo grado de conciencia y autopercepción ni mucho menos con el talento literario y la apasionada entrega de un Kafka. Habrá que plantearse, pues, el problema de la escritura, de esa maravilla que nos ha ganado a tantos y tantos y que sigue con fuerza y valor acrecidos después de tantos ecos y respuestas en las mentes más altas. Mucho habría que escribir -que pensar, claro- antes de llegar a proponer un dictamen, aproximado siquiera, para caracterizar el arte de Kafka. Por de pronto, su novelar nos resulta nuevo, distinto, y esto a la zaga de una dilatada y gloriosa tradición novelesca y novelizante. Por supuesto el it's different -elogio made in USA- no nos basta: también la estolidez puede ser diferente. Que su lectura nos inquiete y hasta conturbe no se debe solo a los problemas y cuestiones que provoca, con toda su gravedad implicada y sugerida, no revelada; sino que nos gana por esa convivencia de lo más verista y aun verosímil, de lo «realista», con un mundo que es puro misterio y, como tal, más apremiante su solicitación, su llamada sin respuesta. La observación de un entorno normal, vulgar incluso, notada con rara meticulosidad, atendiendo al pequeño detalle, se involucra con una situación totalmente imprecisa. ¿Dónde, cuándo ocurren las inquietantes aventuras a un funcionario de banca o a un agrimensor -profesiones deliberadamente normales y hasta vulgares-, que no llevan más marca de identidad personal que un «Joseph K...» o de un «K» simplemente (proceso y castillo); pero que se mueven en un entorno de irrealidad inexplicable? El sentido de presuntiva culpabilidad en el detenido, de una culpabilidad ni expresa ni sospechada, pero que pesa; la espera y busca de medios para llegar al castillo donde reside no sabemos quién, ni con qué poderes, son otros tantos misterios que no se nos han de desvelar.

De aquí la multiplicidad de lecturas que estas obras disparan: desde la puramente literaria, por su arte, hasta las implicadas en los problemas trascendidos que acosan al hombre: su porqué y para qué, su destino, el futuro post mortem, el sentido del pecado, tan presente desde la Biblia y el Paraíso terrenal. Aquí, muy probablemente, reside el último trasfondo de la concepción kafkiana del ser humano. Y aún hay quien la ha relacionado con la polémica disyuntiva entre predestinación y libre albedrío, incluso admitiendo y subsumiendo los dos términos contrapuestos en aceptación simultánea en su vigencia. Pero por el camino de las interpretaciones que han intentado resumir lo kafkiano radical obtendríamos un variado haz de respuestas, válida cada una, sin exclusivismo.

He mencionado anteriormente la palabra «misterio», precisamente porque entiendo por ella lo que no tiene explicación racional ni imaginaria, y con ese término he evitado otro, que suele aplicarse a esta obra, cuando se la incluye en la literatura «fantástica». No me es posible ahora entrar en la discusión de una categoría literaria -y de más amplio radio- como es el de «lo fantástico», que tiene ya una bibliografía desconcertante, no siempre basada en cada caso sobre textos bastantes como para construir una teoría válida: Coleridge, Poe, Ortega y Gasset, Todorov, Papini, Vargas Llosa, o los resúmenes de la Barrenechea y de Ana González, esta con aportación personal. Los tengo presentes; pero ninguno agota «lo Kafka». Para mí hay otra cima en este campo de lo fantástico misterioso -si vale la simplificación- y desde otra mente y sensibilidad muy distintas: la novela Pedro Páramo, de nuestro Juan Rulfo, con esa su quintaesencia, que vale más que fárragos. Quede, por ahora, ahí el asunto, no sin alejar a Kafka del método de la parábola y de la alegoría, que recubren algo muy concreto y ofrecido a elucidación.

Para dar somera cuenta de la fortuna que la obra del checo-alemán ha tenido en la posteridad, que es la que hace la historia y va decantando valores, ha de recordarse la tardía publicación de lo mejor de su obra, cuyas fechas más señaladas pueden verse en los ya citados Diarios publicados por Max Brod (Buenos, Aires, Emecé, 1963).

Durante la cruda persecución de judíos durante el nazismo, sus libros estuvieron prohibidos en Alemania. Ni tuvieron mejor suerte entre nosotros, mientras editoriales argentinas (Losada, Emecé) nos ganaron, una vez más, la delantera, y a las traducciones de Borges y del expatriado Vogelmann hubimos de acudir para poder leer a Kafka, aunque en libros de no fácil acceso. Cierto que antes ya había sido dado a conocer en España -cómo no- gracias a la Revista de Occidente, donde apareció en dos números -1925 y 1926- una traducción de La metamorfosis, luego en libro. También una recensión, debida a Tenreko, de Der Prozess, XVI, núm. 48. La primera traducción de esta novela creo que fue la de Vicente Mendívil (Buenos Aires, Losada, 1931). A partir de la década de los setenta hay ya toda suerte de ediciones, incluso con traducción al euskera y al catalán. (Unas Obras completas, en Barcelona, Planeta, 1971, con la vida del autor, por Carlos Puyol).

Probablemente el escritor en español que más haya atendido a la obra de Kafka sea Borges. Muy recientemente nos ha dicho que empezó a estudiar su primer alemán (1916) en unos cuentos del checo, y su mundo «fantástico» -el del argentino- tiene múltiples raíces, las de sus fabulosas lecturas, tan ricas como raras. Véase, por ejemplo, su ensayo «Kafka y sus precursores» -fechado en Buenos Aires en 1951, y ahora en Nuevas inquisiciones, Buenos Aires, Emecé, 1960-, donde se remonta hasta Zenón de Elea y su paradoja del movimiento, y, más convincente, llega a Kierkegaard. En la Antología de cuentos breves y extraordinarios, seleccionada con su amigo y colaborador Bioy Casares, acogen el cuento de Kafka «El silencio de las sirenas» (Buenos Aires, Raigal, 1955). Todavía, en el cuento «El congreso» escribe Borges: «El opaco principio quiere imitar las ficciones de Kafka» (ahora en El libro de arena, Buenos Aires, Ultramar Emecé, 1975; pero escrito en 1955). No veo la imitación, pero me parece muy en la línea kafkiana el lema que Borges ha tomado de Diderot para este libro: Jacques le fataliste et son maitre: «lis s'acheminérent vers un cháteau inmense, au frontispice duquel on lisait: "Je n'appartiens a personne et j'appartiens a tout le monde. Vous y étiez avant que d'y entrer, et vous y serez quand vous en sortirez" (1769)». ¿No parece texto tomado de El castillo, de Kafka?

Las traducciones de Kafka publicadas en Buenos Aires pudieron ser incentivo, junto con los estudios sobre el mismo autor de Mallea y la señora de Gándara, para que Ramón Gómez de la Serna dedicara al escritor checo uno de sus Nuevos retratos contemporáneos (Buenos Aires, Ed. Sudamericana, 1945): «Yo tengo que escribir sobre nuestro contemporáneo más complejo y más miserable», donde la voz «miserable» la entiendo como «digno de compasión», ateniéndome a su étimo. El «retrato» no añade nada sustancial a la imagen que teníamos del novelista.

Por su parte, Giovanni Papini escribió un relato «a la manera de», inconcluso adrede, como los de Kafka: «El regreso», que salió en II libro ñero, tampoco parece especialmente memorable. Hubo traducción española en la edición de Buenos Aires, Mundo Moderno, 1945.

El poeta y novelista Marcos Ricardo Barnatán me parece haber puntualizado las relaciones entre el checo y el argentino, en su libro Jorge Luis Borges (Madrid, Júcar, 1972), a través de la cabala: «Kafka, hombre nacido en las entrañas mismas de la Kábala, en la vieja judería de Praga, está mucho más alejado de ella que Borges. El laberinto de Kafka es un laberinto de sombras, del que se sabe condenado a no salir jamás. Mientras Borges ofrece una solución, una esperanza de escape, la misma que los rabinos cifran en los tiempos mesiánicos, Kafka nos recuerda que los pasillos tienen una longitud infinita». En lo que viene a coincidir con Borges cuando escribe en el prólogo a su traducción castellana de La metamorfosis: «El motivo de la infinita postergación rige sus cuentos» (página 96). Pero yo me siento muy profano en materia de kábalas y cabalas sobre ello: lo siento, es una limitación. Más incierta parece la huella de Kafka entre nuestros escritores (en Barnatán puede haber, como en Cansinos Asséns, una afinidad sefardí), por lo que evitaré el inseguro camino de las influencias. Alguien ha visto un rastro en Francisco Ayala, en Carlos Edmundo de Ory, en Javier Smith, y yo la veo en la novela inédita del malogrado M. Derqui, La persecución, tan próxima a El proceso... Lo que sí tiene entidad observable, aunque solo sea de bulto, es que la novela reciente en España ha buscado y sigue tras el mundo de lo fantástico, con variedad de enfoques y sentidos: Benet, Torrente Ballester, Germán Sánchez-Espeso, José María Guelbenzu, Savater y tantos más. Aventuro la hipótesis de que esa veta fantástica -si vale la simplificación- no ha dejado de tener estímulo y ejemplo en la novela hispanoamericana, por lo menos.

Otra interpretación, entre tantas, la que vincula el pensamiento religioso de Kafka con el jansenismo (Groethuysen). O la de Erich Fromm, que relaciona el sentimiento de culpa que abruma al protagonista de El héroe con la teología calvinista: el hombre es condenado o absuelto sin conocer las razones. Pero las ocultas autoridades de la novela son sórdidas y corrompidas, mientras que el Dios de Calvino está envuelto en gloriosa majestad (Fromm, Ética y psicoanálisis, México, FCE, 1953, págs. 169 y sigs.).

Lo que no me resisto a preterir es el eco que nuestro autor ha tenido en otros escritores a la hora de teorizar. Críticos a su vez, no han podido menos de proponer lecturas más o menos conclusivas. Antes he mencionado a Gide, y vuelvo a su -Journal (28 agosto 1940, ahora), algo que me reafirma en lo que arriba expuse; «Releo -traduzco- El proceso, de Kafka, con una admiración más viva aún si es posible que cuando descubrí este libro prestigioso. Por hábil que sea el prefacio de Groethuysen (al frente de la edición de París, Gallimard, que tengo a la vista), no me satisface apenas [...] El libro de K. escapa a toda explicación racional; el realismo de sus pinturas invade sin cesar lo imaginario, y no sabría decir qué es lo que más admiro allí: la notación naturalista de un universo fantástico[...] o la rara audacia de los quiebros hacia lo raro. Hay mucho que aprender aquí. La angustia que este libro respira es, a ratos, insoportable casi, pues cómo no decirse continuamente: este ser acosado soy yo» (págs. 50-51, de la ed. París, Gallimard, 1954). Creo que Gide ha dado con la fórmula justa de un arte en que conviven sin extrañeza en la escritura lo más concreto real con algo misterioso que provoca nuestra angustia, en respuesta a la del protagonista. (Por cierto, se me hace raro que el excelente erudito Mario Wandruszka no haya incluido la del checo en su fino análisis y copiosa recogida: Angst und Muí, Stuttgart, 1950, y sí la de Sartre, entre tantos otros.)

Sería prolijo el apuntar solo los juicios que Kafka ha suscitado en otros autores. Me limitaré, pues, a registrar dos recepciones de esa obra en plumas de muy diferente signo, y que, desde luego, han marcado y dejado huella en las literaturas de la última postguerra.

Así en los existencialistas, como cuando Sartre analiza la novela de Maurice Blanchot Aminadab (1942) y la compara con lo fantástico en Kafka: «Aminadab, ou du fantastique comme langage» (apud. Situations, II, París, 1947). Pero el luego disidente del existencialismo sartriano, Camus, entenderá mucho mejor y con más honda problemática en su ensayo «L'espoir et l'absurde dans l'oeuvre de Franz Kafka» (recogido en Le Mythe de Sisyphe, París, 1953). Dejando a otros el análisis estético, se limita al de la filosofía implícita, de un existencialismo que consiste en «la deificación del absurdo, aniquilando la esperanza terrestre para salvarnos por la esperanza verdadera». No pretendo resumir tan denso ensayo en esta frase, que, por otra parte, me parece central. Por último, y haciendo omisión de la copiosa bibliografía que ya parecía abrumadora a un crítico inglés hacia 1950, me limitaré a comentar lo que encuentro en una de las corrientes más notables en la narrativa próxima, la del nouveau román antes de su bautismo, en Nathalie Sarraute, por ejemplo. Su ensayo De Dostóievs-ki a Kafka supone una atención al escritor checo que se remonta hasta 1947, año en que lo empezó a estudiar, llegando a la conclusión de que este había logrado dar forma expresiva a zonas del hombre que no alcanzó el ruso. Ve a ambos en una línea progresiva, de modo que: «tandis que la quéte des personnages de Dostoievski les conduit a rechercher une sorte d'inteirpenétration, de fusión totale et toujours possible des ames [los héroes de las novelas de Kafka], par la profondeur de la souffrance humaine, par la détresse et l'abandon total qu'elle revele, cette humble recherche déborde le plan psychologique et peut se préter á toutes les interpretations métaphysiques» (apud. L'ére du soupgon, Essais sur le román, París, Gallimard, 1956).

De la psicología a la metafísica: campo abierto a tantas y tantas especulaciones, en ambos planos.

El quizá más significado novelista y teorizador del nouveau román -de una de sus maneras-, Alain Robbe-Grillet, ha dedicado también algunas páginas a la obra de Kafka, en el capítulo «A quoi servent les théories» (apud. Pour un nouveau román, París, Gallimard, 1963). El francés para más su atención en lo que llama «realismo» de Kafka, su pasión por describir, que ve como continuación de Flaubert (autor no poco admirado por el checo, ciertamente). Lo que no admite en este es un alegorismo que cierre el texto con interpretación unívoca, tal como se entiende que funciona la alegoría. Lo que denomina efecto alucinatorio, producido por esa lectura, lo ve como efecto de la extraordinaria nitidez de la escritura, no de un flotar brumoso: «Rien n'est plus fantastique, en définitive, que la precisión». Por ejemplo: «Puede ser -traduzco- que las escaleras de Kafka lleven a otra parte, pero están ahí y las miramos peldaño por peldaño, siguiendo los detalles de balaustre y rampa. Puede que sus muros grises oculten otra cosa, pero es en ellos donde la memoria se detiene, sobre sus grietas, sobre sus lagartijas. Hasta aquello que persigue el héroe ("ce dont le héros est en quéte") se disipa ante la pertinacia que pone en su persecución». Pero no se puede admitir la que me parece gravísima amputación a que se somete la novela aludida (El proceso, evidentemente) y el resto de aquellos escritos. Y concluye: «Dans toute l'oeuvre, les irapports de l'homme avec le monde, loin d'avoir un caractére symbolique, sont constamment directs et inmédiats». Justo, en mi opinión, Kafka buscó y dio expresión a lo contrario, bien que dejando la apertura a otras interpretaciones que no fueran las de un solo dogma o credo, y eso él, que estuvo tan cercado por doctrinas de biblismo y Talmud. Incluso quienes crean estar en posesión de una seguridad en el más allá, una fe, pueden leer a Kafka y entender su problemática, su problematicidad. Igualmente, quien carezca de sentido para lo trascendental bien puede adoptar una acomodación lectora, provisional que fuere, para gozar del arte del escritor y compartir la angustia de una busca en pleno absurdo. Robbe-Grillet, muy en su propia línea, parece que solo ha percibido lo que en el estilo kantiano y visión correspondiente viene a coincidir con la suya propia, de voyeur, de captador del chosisme, sin ir más allá. Es una lectura, ni la única ni la más fecunda y aproximada a ese enigma de la intención del autor. Cada cual de estos demanda, exige una disponibilidad lectora adecuada a su texto, con más o menos aperturas en la interpretación.

Que Kafka tenía esa detallada precisión para presentarnos las cosas, no ofrece dudas. Incluso cuando describe algo que no ha visto y tan remoto como Nueva York, en su novela Ainerika, tan adivinatoria de ambientes y personajes: su visión y descripción al pasar sobre el puente de Brooklyn, o aun esa estatua de la Libertad que ve, erróneamente, blandiendo una espada. Como nota levísima, al pasar en viaje por Dresden y ver los nuevos edificios construidos en cemento armado, le «parecer bien, como los de América».

Intentaré ahora una mayor precisión, limitándome a la novela El proceso. El sentimiento de culpabilidad, además de sus orígenes religiosos, pudo haber sido excitado y fomentado por la autoridad paterna, manifestada a veces con rara dureza («Te aplastaré como a un pez»). La novela fue comenzada en 1914, con alternativas de logros y frustraciones, como nos dice en sus Diarios. Poco antes había anotado: «Por primera vez desde hace cierto tiempo, completo fracaso al escribir. La sensación de un procesado» (6 mayo 1912, página 188, ed. cit.). Extraña relación de causa a efecto.

La novela quedó a falta de la última mano, y Max Brod ha recogido los fragmentos, que no son de fácil encaje en el texto (ver la ed. París, Gallimard, 1957, con el prólogo de Groethuysen). No obstante, el capítulo final parece el cierre definitivo en la redacción del texto. Recordemos: Joseph K..., empleado de banca, denunciado, detenido y en libertad vigilada, pendiente de un proceso que no llega y cuya causa ignora, llevado a un edificio cuyos pasillos, escaleras y oficinas no le conducen a ninguna parte..., sigue, no obstante, llevando su vida de trabajo y relaciones, amorosas incluso. Pero siempre bajo el peso y amenaza o amagos de amenaza de algo desconocido y actuante. En el que ha quedado como capítulo final se nos presenta al acusado conducido por dos agentes -¿de qué, de quién?-, con toda cortesía, hasta una pequeña cantera justo en las afueras de la ciudad -¿de qué ciudad?-. Allí, sin más aclaraciones, se le despoja de sus prendas de vestir, que los agentes pliegan cuidadosamente para, acto seguido, cogerle por el cuello y clavarle un cuchillo en el corazón. El acusado aún tuvo tiempo para poder decir antes de su muerte: «Como un perro».

De aquí las lecturas -interpretaciones- posibles, presumibles, plausibles, siempre, claro es, en relación al contexto y, si a tanto se pudiera llegar, a la mente del autor, que bien pudo ser una mente ambigua intencional o casualmente. El matar a nuestro héroe sobre una piedra, en una cantera, lugar marginal de la ciudad, ¿no nos pone ante una situación de desamparo social, por un lado, y, por otro, deja el cadáver en comunión con la materia inorgánica, esto es, lo más seco e infecundo? Algo así como el retomo desde la nada a la nada. El cuidadoso plegado de las ropas pudiera apuntar a que van a valer para otro «procesado» en la absurda tragicomedia del vivir y ser muerto. Más aún: la frase, las únicas palabras de K: «Como un perro», tienen múltiples lecturas y -sospecho- ninguna en exclusiva: ¿Resignación, lamento, revelación, blasfemia...? ¿Por qué no algo de todo esto y oíros algos más? Recuerdo que Starobinsky probaba a sus actores hasta que conseguía la más variada gama de modulaciones y sentidos en una frase trivial («Esta tarde», por ejemplo). Sobre la de Joseph K... gravita toda la problematicidad de su doble, Franz Kafka, de todos y cada uno de los humanos. ¿Quién sabrá pronunciarla cerrada, unívocamente? Sobre esas pocas palabras gravita nada menos que toda la novela. No dejaré de notar, finalmente, cómo llama la atención la recurrencia del transformismo de persona en bestia en más de un relato. Así, el vulgar viajante de comercio que se despierta en su cama convertido en «insecto monstruoso» (así la traducción de la Revista de Occidente; el texto dice «Ungeziefer»), cuya anatomía se nos dirá minuciosamente y sin sorpresa del transformado. En uno de los escritos inacabados, transmitidos por Brod, «Preparación para boda en el campo», el personaje, Raban, imagina que ha sido convertido en cucaracha, mientras reposa en su cama (véase Wedding Preparations in the Country, Londres, Secker and Warburg, 1956). En «Investigaciones de un perro» se llega a la conclusión de que todo conocimiento es vano. De nuevo, en «La construcción» nos las habernos con una bestia desconocida, que, refugiada en una ingeniosa cueva, dispuesta para defenderse, oye la llegada de un peligro mortal que se va acercando, sin poder evitarlo. De seres irracionales a cosas no hay más de un paso, que Kafka se salta en «La colonia penitenciaria» (Madrid, Alianza Emecé, 1972), donde los reclusos van siendo tatuados por una máquina casi autónoma, un robot (voz debida al checo, Capek, 1920) que los cosifica. En otro nivel, en «La construcción de la muralla china», los trabajadores siguen y siguen trabajando sin saber por qué ni por orden de quién, ni hasta cuándo. El absurdo impregna toda la obra de Kafka; pero un absurdo que no cierra puertas o un resquicio siquiera a una busca incesante, no por frustrada menos acuciante. La lectura segunda, con referencias trascendidas, parece inexcusable en cada página de Kafka. Borges pudo haber apoyado en el checo su granada sentencia: «la inminencia de una revelación que no se produce es, quizá, el hecho estético». Esta sería otra lección: que cada cual obtenga la suya propia.





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