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Lengua y habla en las novelas de Miguel Delibes

Manuel Alvar


Universidad Complutense, Madrid



Delibes no es melindroso en el empleo de un lenguaje poco académico; a veces diríamos descuidado. Para cualquier no castellano es una agresión el uso del leísmo y del laísmo, tan del habla de Valladolid y del occidente peninsular. Pero casi siempre el uso de la lengua intenta crear un clima real, así el vocabulario dialectal, que aflora -como vamos a ver- más en las gentes populares o rurales que en las burguesas; o en una lengua conversacional que trata de colocarnos en el ambiente de los hablantes, o el metalenguaje -riquísimo- de sus experiencias cazadoras. Pero todo esto exige que lo acertemos a valorar con su propio sentido, porque lo que está fuera de cualquier duda es que Delibes posee el pulso de la lengua, y, por eso, es dueño de una multitud de registros que hacen ser a sus criaturas seres vivos e identificados con la realidad en que habitan. Creo que nada más lejos del novelista que las pretensiones de destruir el lenguaje; por el contrario, trata de darle la validez más ajustada en cada momento, lo que es aceptar una convención social, pero la única que puede justificar la existencia de cualquier lengua y, en definitiva, la existencia del hombre como tal. Porque el académico Delibes no es un academicista, como no lo somos ninguno de los lingüistas que pertenecemos a la Academia. Por encima de todo, y de todos, está el lenguaje como instrumento, esa convención que nos viene impuesta y gracias a la cual podemos entendernos. Pretender destruir el lenguaje es pretender destruir nuestras posibilidades de comunicación, abandonarnos al caos, que sería lo más opuesto a lo que el novelista intenta hacer. Porque no se trata del poeta lírico que puede escribir para un pequeño cenáculo de iniciados, y aun entonces habría muchos hilos que enmadejar, sino la necesidad de quien crea una obra para multitudes, cuanto más nutridas mejor, que no son escoliastas o exégetas, sino -simplemente- lectores. Y el lector puede ser de muy heterogéneo talante: el conocedor de la literatura y el simple curioso, o el historiador y el sociólogo que buscan los testimonios que no se encuentran en otro sitio, o el lingüista y el etnólogo. Para todos escribe el narrador por más que su pretensión inicial no tenga en consideración tantos y sutiles hechos para los que su obra resulta tener validez. No cabe destrucción del lenguaje, sino engrandecimiento; no desmembración, sino articulación; no dispersión, sino integración. Por eso Delibes reacciona con pocas contemplaciones cuando se le plantea el problema.

Yo no creo en la destrucción del lenguaje, la considero una broma. El lenguaje destruido dejaría de ser comunicación y pienso que el lenguaje, si no sirve como vehículo de comunicación, no sirve para nada. Suponer que ello comportaría una renovación artística me parece una sandez1.


He aquí unas palabras -escasas- muy claras y precisas. El lenguaje es un hecho colectivo, en el que estamos inmersos y del que no podemos zafarnos. Pero no cabe lamentarse: la lengua es cárcel, si no la sabemos usar o nosotros no somos, como diría Unamuno, otra cosa que «un cacho de mansedumbre»; pero la lengua es nuestra libertad porque nos da la experiencia de millones de hablantes que nos han legado un instrumento que no tenemos que inventar para cada una de nuestras necesidad es y al que podemos moldear como los dedos del alfarero a la pella de barro2. Para mí esta es la cuestión en la obra de Delibes, o en la de cualquier narrador que merezca contar y ser contado: el instrumento lo recibimos, pero lo usamos personalmente. A esto, desde los días de Vossler, se le llama estilo. Y Delibes tiene el suyo propio y trata de tener -hemos dicho que crea seres vivos- el de cada uno de sus entes de ficción, como, con palabras distintas de las mías, señaló Francisco Umbral3. Hablando con César Alonso de los Ríos, el narrador cuenta cómo descubrió la vieja fórmula del «escribo como hablo», que era el canon que postularon los grandes clásicos del siglo XVI y que se había perdido por mil complicados barroquismos. La literatura no es engolamiento y grandilocuencia, sino usar la lengua para unos fines de comunicación que, desde el Génesis, no han sido la declamación ni el gorgorito. Bien cerca de Valladolid nació aquel prodigio al que llamamos Bernal Díaz del Castillo y él, soldado sin letras (es un humilde decir), al escribir su Verdadera historia deja caer, lisa y llanamente, unas palabras que para mí son ejemplares:

en cuanto a la retórica [de su historia], que va según nuestro hablar de Castilla la Vieja, y que en estos tiempos se tiene por más agradable, porque no van razones hermoseadas ni policía dorada, que suelen poner los que han escrito, si no todo a las buenas llanas, y que debajo de esta verdad se encierra todo bien hablar4.


Delibes ha descubierto esta gran lección en un paisano suyo que escribía cuatrocientos años atrás, y es que ser clásico es ser vida y no arqueología, algo que no veremos, pero esperamos que algún día sea nuestro novelista. Al menos quede aquí una buena declaración de principios:

A raíz del Nadal empiezo a leer un poco obras de ficción y entonces llego al convencimiento de que, abandonando la retórica y escribiendo como hablo, tal vez pueda mejorar la cosa

Así fue como entré en ese cambio del lenguaje, o de técnica, o de las dos cosas a que te refieres. En El camino me despojé por vez primera de lo postizo y salí a cuerpo limpio. Si en el asunto mejoro o no, yo no soy quien para decirlo5.


Sí, «salí a cuerpo limpio» es decir «todo a las buenas llanas», máxima lección del buen hablar. Por eso los personajes de Delibes hablan como saben, no como les imponen. Ahí están los registros -tan diferentes- que usan el triste de don Eloy y la criatura natural que es la Desi. Como arribes de riada, el pensionista y la sirviente conviven una Navidad y el recuerdo les atenaza; entonces las evocaciones tienen un mismo valor íntimo, pero se enuncian de manera harto diferente. Diríamos la distinta formalización de unos mismos contenidos: habla el hombre que está ya en el último tramo y responde la moza que apenas si empieza a vivir:

Hace muchos años, en tal día como hoy [...] nos disfrazábamos y el tío hacía un concurso de chistes y otro de poesía y otro de villancicos y en cada uno daba un duro de plata de premio [...]

Allá en mi pueblo, en tal noche como hoy, Marcos, mi mediohermano, que era inocente, hacía una zambomba con el cuerpo del lechón y nos daba la murga6.


El caso más complejo de enmarañamiento lingüístico es el del bedel cazador. Lorenzo es un hombre de pueblo y su habla tiene rasgos populares, pero es empleado en un centro docente y tiene una cierta cultura mal asimilada; además es cazador y maneja con soltura el habla del grupo y luego -de emigrante- su sistema lingüístico de raíz norteña, es decir arcaizante, choca con otro de cuño meridional, es decir innovador. Los desajustes libran batalla en este azacaneado funcionario y no serán de poca monta a la hora de tomar decisiones. Pero sobre esto volveremos.

Lorenzo hablaría como las gentes de su tierra, usando y abusando de caer por 'tirar, derribar, cobrar' (caímos dos liebres, no caigo ninguna), quedar por 'dejar', candar por 'cerrar' (la boca o la cartera), mancar por 'lastimar, dañar' (un zapato), pero empleaba también los coloquialismos léxicos, sintácticos o fraseológicos de su estrato social (gibar 'fastidiar', abollarse 'entristecerse', cabrearse 'enfadarse, amoscarse', ponerse de mal café, [colocarse] tras mío y santas pascuas 'asunto concluido', subirse a la parra 'montar en cólera', salir de naja 'escaparse, huir precipitadamente', etc.), pero por su condición de semiinstruido, escribe una jerga de los más ramplones medios de comunicación (usualmente, inusual, constatar, y ese auténtico galimatías que a los locutores y periodistas les resultan los tiempos verbales sirviera, manejara, atendiera, salió todos con valor de perfecto absoluto o indefinido). Y, cuando llega a Chile, la lengua -precisamente por comprensible- le resulta sorprendente; Delibes lo denuncia desde su conciencia de creador, aunque tal vez los términos de su ecuación no sean comparables; sí lo son los resultados a que se llega en la parcela lingüística de que estamos tratando7:

Se ríe de la forma de hablar de aquellos hombres y acaba cogido en su propia trampa. Este paso insensible de un lenguaje que de entrada manifiesta aborrecer y acaba captándose, revela, por otra parte, la facilidad con que los españoles perdemos lo que consideramos tan esencial y que, en otro orden de cosas, lo hemos comprobado con esta invasión de cafeterías, cocacola, pantalones vaqueros...


El Diario de un emigrante empieza el 24 de enero; el 15 de marzo Lorenzo y su mujer embarcan en Barcelona, llegan a Buenos Aires el 30 y el 2 de abril entran en Santiago. En tan pocos días, el emigrante ha cobrado conciencia de su propia condición y, en el mundo que siente hostil, sólo la lengua viene a ser el asidero para salvaguardar su propia personalidad, y el manadero de nostalgias; después será la amargura de la soledad. Valgan estos dos textos; uno del día 5 de abril, recién llegados; otro del 3 de septiembre, cuando la incomunicación parcial va abriendo fisuras en el alma que se creía fuerte8:

De regreso, la chavala se emperró en poner la radio a ver si cogíamos España. La cogimos y sólo de sentir el habla de allá se me puso el corazón como una pasa.

[...] Va para tres meses que no oigo hablar español como Dios manda. Se dice pronto.


Entre tanto, la colisión se va produciendo: el primer chilenismo9 se usa a distancia, cuando trata de reproducir la lengua del tío Egidio (boletos, plata), lo mismo que afloran otros en labios que han aprendido el español de Sudamérica o que tratan de remedar el habla (ché, churro, 'mujer estupenda'). Los problemas comienzan en Mendonza, el 2 de abril: hay que cambiar de tren y tomar o despachar las valijas, y aquí se produce la primera colisión lingüística:

Ya quemado le dije que qué coños querían decir con eso de despacharlas, que eso no era cristiano, y entonces el gilí se atocinó y nos pusimos los dos a voces. Menos mal que terció uno que me hizo ver que facturar y despachar eran una misma cosa


(p. 206).                


Después vendrán otra, y otra, y otra. Son, unas veces, los consabidos desajustes de que todos hablamos10 y que a todos nos han creado enojosas situaciones:

Ni sé que se habrá querido decir la gilí con eso de los cabros, pero se me hace que con esta fulana habrá que andar con ojo


(p. 208).                


También son maneras de hablar. El chalado parece como que me hubiera adivinado el pensamiento y me salió con que la polla es acá la lotería, que ellos dicen la polla, a lo que nosotros decimos la lotería


(p. 221).                


O son los chilenismos específicos, que más de una vez nos han sorprendido; recuerdo un paseo por Santiago de Chile y el restregón en los ojos ante la muestra que había a nuestro alcance «Frutería El Coñito». Uno piensa en la relatividad de todo, incluso de lo que ya se sabe; pero al bueno de Lorenzo no se le podía exigir la misma comprensión que al profesor de dialectología:

A la tarde me llegué al Consulado. De regreso me colé en un bar y el cipote del mostrador de que me oyó hablar me salió con que ¡pucha, un coño! Ya le dije que sin ofender y el torda recogió velas y que había querido decir español


(p. 213)11.                


Y es que la razón estaba de parte de aquel hombre que en su risa «dijo que todo eso del lenguaje es una chorrada y a un chileno que hable como un libro, a lo mejor se le toma en España por un deslenguado y a la recíproca» (p. 226). Ni tampoco le faltaban motivos al amostazado Lorenzo en su discusión con la mucama («la gilí de ella me salió con que si provisional quería decir provisorio. De mal café la respondí que sería ella la que con provisorio quería decir provisional», p. 270)12. Los desajustes están en la lengua y en la interpretación del mundo a través de la lengua. El castellano se trasplantó, tuvo sus cambios semánticos como resultado de la historia, lo estamos viendo; pero hubo antes un proceso de adaptación, y los colonizadores llamaron a las cosas por el parecido que tuvieran con las que ellos sabían de Castilla, y así los mismos significantes se aplican a significados diferentes. Lo que no fue previsible es que un día llegara a Chile el emigrante Lorenzo, que tuviera afición a la caza y al cobrar «un bicho raro parigual que las avefrías», un pastor se empeñara en llamarle codorniz:

Ya le dije que a las codornices me las conozco como si las hubiera parido y el cipote porfió que cómo no, que al tiro la reconocería y que era un macho, no más. Le dejé en su idea por no llevarle la contraria y echar la mañana a perros.

[...] La señora Verdeja y don Juanito porfían que lo del moño es una codorniz. Ya les dije que será para ellos, por su capricho. ¡No te amuela! Si esto es una codorniz, yo soy teniente coronel


(p. 267).                


Las cosas no tienen remedio. A través de la palabra se identifican las aves; cuestión de nominalismo que trasciende la capacidad de las entendederas del cazador. Fracasado en su intuición lingüística, se denigra a las pobres aves cobradas, como se increpa a quien tiene usos idiomáticos diferentes que los nuestros. Cazar fácilmente, no tiene emoción y «estas perdices son medio maricas» (p. 230)13 y, aunque están buenas en el plato, «no es que sean las de allá, con ese gusto a bravío que le enciende a uno la sangre» (p. 232). Pero las cosas no tienen remedio, un viernes 3 de septiembre se escribe: «Dentro de 30 años uno ha amasado unos pitos, se compra un carro que le zumba el bolo y para allá [...] Porque por vueltas que se le dé, como está aquí provisorio» (p. 301). Y entre el desafío y la claudicación, una larga teoría de aceptaciones, que van señalando la aclimatación de la lengua a una nueva realidad, por más que el hombre se quede como el alma de Garibay, pendiente de un cielo que ha perdido y sin apoyar los pies en una tierra que no le pertenece.

Se ha producido una nueva fusión del narrador con su criatura. Resulta sorprendente la capacidad de vocabulario que Delibes captó en ese contacto; es él quien aprendió para que Lorenzo escribiera, pero no deja de ser importante la postura que el novelista había tomado, y que iba a condicionarle aquella novela que todavía no existía ni en proyecto, pero ya sabemos la razón:

Diario de un cazador salía el mismo día que yo cogía el avión para Chile. Me llevaron el primer ejemplar al aeropuerto. De manera que mi lectura del Diario de un cazador durante la travesía me dejó tan reciente la conciencia de Lorenzo que, cuando me enfrenté con Sudamérica, lo vi todo a través de los ojos del cazador14.


Alguna vez Delibes dice que «este lenguaje rural -porque no tiene que ver con el popular- sigue aún llamándome la atención»15. Necesitamos aclarar o matizar: el novelista distingue entre rural (o habla de campesinos, cazadores, rateros, pescadores y admira en ellos «la propiedad con que definen sus problemas o la topografía que les circunda») y popular (o habla urbana de carácter barriobajero). Pero entre ambos registros hay otro, el coloquial de las ciudades, tan distanciado de la vulgaridad como del arcaísmo conservador. Algo que puede ser un proceso de integración lingüística, del mismo modo que en la urbe se cumple otro proceso de integración social, porque el lenguaje urbano es «expresión de unos comportamientos que son opuestos a los rurales y que hacen hablar a la vida de la ciudad de una manera específica»; frente al estatismo de la sociedad rural, que se caracteriza lingüísticamente por la limitación de intereses, el ciudadano «participa en muchas representaciones simultáneas y es miembro de una serie de estratos»16. Es decir, los personajes rurales de Delibes tienen un mundo muy limitado y a él condicionan las posibilidades de expresión que, por afectar a un orbe restringido, son enormemente matizadas y precisas. Por el contrario, la ciudad funde multitud de intereses y unifica diversidad de metasistemas que conviven y se condicionan mutuamente; entonces la semántica puede hacerse más deslizante y los significados resultan más imprecisos. Poseemos una obra de Delibes que nos resulta muy ilustrativa, me refiero a El príncipe destronado. Se trata de la lengua, los diversos niveles de lengua, en una familia burguesa: el grupo social se define por sus hábitos («papá mondaba delicadamente una naranja auxiliándose del tenedor y del cuchillo, sin tocarla con un dedo», p. 67), por las referencias a un status que denuncian ciertos elementos ambientales (leen Paris-Match, tienen un cenicero de Murano, el suelo de la habitación es de tarima encerada, la pitillera es de oro, pgs. 71, 73), y, también por unos amores ilícitos muy bien caracterizados dentro del grupo. Pero con la casa se vinculan los hijos, las criadas, el chofer, los novios. Todos van estableciendo unos recursos bien diferenciados por la pertenencia a un conjunto o por las relaciones con los individuos de otro.

Vítora y la Domi, las criadas, denuncian continuamente su origen por vulgarismos y ruralismos («Si no lloras al lavarte la cara, te bajo conmigo a por la leche donde el señor Avelino», p. 13 ; «dila buenos días», p. 14 ; «¡Concho!, eso digo yo, pero ¿por qué todo lo malo tiene que tocarla a una?», p. 25 ; «el crío este tiene cada cacho salida», p. 109; «yo no sé qué hacer con esta cría; me se duerme toda, no hago vida de ella», p. 143) y, lógicamente, el niño aprende la lengua de las criadas, pues, dentro de la doctrina de Platón, ellas son nuestros primeros maestros de retóricas («Me se ha mojado el cañón. Sécamele», p. 15; «vio salir un demonio de los infiernos a por él», p. 67 ; «como no me se hace bola», p. 156) y junto a ellas la jerga infantil que traen los hermanos (cole, tele, chiflar 'gustar apasionadamente'). Y así se va formando una lengua coloquial en la que, como diría Mamá con sentido ambiguo: «en esta casa son muchos los que dicen cosas inconvenientes. Luego nos extrañamos de que los niños hablen lo que no deben» (p. 72).

Este conglomerado nada simple se hace más complejo aún con gentes que, del mismo nivel, son ajenas a la familia. Para no repetir quiero fijarme sólo en Femio, el novio de la Vito, que irrumpe en la casa con su uniforme de soldado. Para un niño lleno de fantasías, esa inesperada presencia es una descarga de emociones, pero nos interesa su registro idiomático. Se trata de un hombre plebeyo, don Juan de criadas en los paseos domingueros, chulo y engreído ante la moza llegada del pueblo. Su lengua se acomoda a este conjunto de relaciones, en las que el mundo de una sexualidad incipiente le produce reacciones de macho rijoso. Su lengua, soez y ambigua, pretende dominar a la novia: «Si tú tienes hoy mala leche, yo la tengo peor. -No enseñes esas cosas a la criatura [...] -¡Qué jodío chico! No piensa más que en matar, parece un general [...] Parla como una persona mayor. Vaya pico que se gasta. [...] ¿El andoba? No se ahorca por cien millones, ya ves tú» (pgs. 103-105). Gitanismos (gicho), coloquialismos (quitó hierro, te lo tomas por donde quema), eufemismos de transparente contrasentido (tengo lo otro), ambigüedades (tu papá apunta por lo fino, me gusta lo blanco, deslizando la mano por el escote), vulgarismos (aquí, por la tercera persona), jergalismos (barbo 'duro'), etc. Todo, acompañado del gesto suficiente del chulo («sacó otro Celta y lo encendió entornando los ojos y haciendo pantalla con las manos», p. 108), sirve para caracterizar a un hombre, que se identifica por el registro de su habla más que por cualquier otro motivo.

En otro nivel se sitúa el habla de los padres. Son, ya lo sabemos, gentes de posición más que acomodada. Los lingüistas dirían que su idiolecto se adapta en cada momento a las necesidades expresivas y participa de los condicionantes geográficos17 y de los de clase. Así el Padre, empecinado en sus obsesiones bélicas, utilizará unos recursos propagandísticos que han incrustado en su conciencia, y de los que no se puede desprender («¿Y qué quieres que te diga de la guerra? Fue una causa santa», p. 68), otros coloquiales, que facilitan el fácil juego de significados («¿Más discos [de música]? ¿Te parecen pocos discos todavía? Mira, Quico, en este mundo cada cual tiene su disco ['preocupación, obsesión') y si no lo toca revienta», p. 72), algunos de solemnidad retórica («Lo que a mí me molesta es que siendo uno un hombre positivamente honrado, alguien venga a poner en duda la honradez de sus ideas. Si yo soy honrado, mis ideas serán honradas», p. 74) u otros en los que se mezcla el rasgo plebeyo con la pretendida exquisitez del parvenu («¿Habrá un cacho visqui para un sediento? [...] Un glace, esposa », p. 59). Frente a él, la mujer pertenece a un mundo distinto: sus ideas políticas son las que más fácilmente afloran porque son el motivo aparente de la escisión conyugal y, lógicamente, una ideología política significa una religiosidad distinta, y con ella una moral, y, todo reunido, una distinta visión del mundo. Su lengua es el espejo, pretendidamente objetivo de la realidad («Si en esta vida ves antes la paja en el ojo ajeno que la viga en el propio, serás un desgraciado. Lo primero que has de aprender en este mundo es a ser imparcial. Y lo segundo, a ser imparcial» 18; «Nunca creas que tú eres la verdad, hijo», p. 76) o mediante el recurso del estilo indirecto libre el novelista la aproxima al mundo mental de sus inferiores («Mamá dijo que la cocina no era lugar para los niños y que al cuarto de jugar [...] y le dijo a la Domi que a ver si era capaz de entretenerlos [...] y que si podía pasar media hora tranquila sin oír a los niños y sin que hicieran alguna se daría por satisfecha, porque estaba aburrida de niños y de seguir así terminaría en el manicomio», p. 89). Pero este aparente equilibrio se rompe en los momentos de tensión; es entonces el hombre -otro rasgo con significado social- quien aplebeya su habla con los recursos de la chabacanería: «Ve y di a tu madre que se vaya a freír puñetas. Hazme este favor, hijito» (p. 76). Y la palabra en Quico deja un remusgo de insatisfacción: «Cuando la tía Cuqui le dijo a Mamá "fríes una cabeza de ajo en un dedo de aceite", el niño se incorporó: ¿Es una cabeza de ajo una puñeta, tía Cuqui?» (p. 88).

He aquí muy diversos niveles de habla ciudadana: desde el de las inmigrantes rurales hasta el rico que usa pitillera de oro y llama glace al hielo: entre ambos extremos lo que es el proceso integrador del habla urbana, por más que no todos los hablantes utilicen todos los registros. Porque la ciudad nivela, siempre y cuando el usuario aspire a la nivelación; porque puede haber quien forcejee por no salir de su gueto lingüístico y seguir siendo un marginado, tal los hampones que en la lengua, en los gestos o en las actitudes encuentran usos y mores para mantener un distanciamiento que quieren hacer rentable.

Pero en el habla urbana hay unos principios de escisión a los que llamaríamos lingüística social o dialectología vertical. Son los niveles que establecen los diferentes grados de cultura, que pueden determinar, como la capacidad económica, una distinción en estratos superpuestos, pero, así y todo, es más fácil la interacción de unos grupos sobre otros que en la estática sociedad rural. Delibes nos da una notable lección: los servidores conviven con los acomodados, el chófer con las criadas, los niños con todos, y quedan los grupos extradomésticos con los que todos se relacionan en mil esferas de vinculaciones diferentes. La novela resulta ser otro ámbito de convivencia, donde se reflejan todos esos integrantes de la complejidad social. Y el novelista intenta estar en su sitio, no como demiurgo omnisciente, sino como testigo de una realidad plural y, en el ámbito de la Vítora, su lenguaje es coloquial («Y le besaba a lo loco», p. 11), y en el infantil, necesita de apoyos lingüísticos como el polisíndeton de las narraciones de los niños («y la bola reventó -¡¡boooooom!!- y el Conejo y Porky volaron por los aires y aterrizaron en un alero y al mirarse el uno al otro vieron que Porky tenía la piel del Conejo y el Conejo la piel del cerdo y Quico y Juan se reían con toda su alma y antes de que se desahogara, la Valen [...] les dijo», pgs. 151-152). Es, lo hemos visto ya, hacerse cada uno de los personajes para que las criaturas sean retazos de vida, y no le nazcan muertas.

Delibes nos ha dado unos niveles de lengua determinados por esa serie de realizaciones a la que llamamos habla. Esto, en sí, es importante, pero no resulta ser todo. En la ciudad coexisten todos esos registros que motivan la heterogénea estructura lingüística de una urbe, pero en otra novela, El disputado voto del señor Cayo, las cosas funcionan de manera diversa. De una parte, el lenguaje ciudadano, zafio, tosco, paupérrimo; de otra, el rural, exacto, matizado, riquísimo. Sólo una crítica miope ha podido ver en esta novela una anécdota externa y no enterarse de su preciso planteamiento. Es -y lo veremos luego más ampliamente- la lucha de la ciudad contra el campo o, con palabras que suenan bien a los oídos de un humanista, el menosprecio de corte y alabanza de aldea, bien que no en unos planos utópicos, sino en una realidad que, al fin, acaba desesperanzadamente.

La elección como personajes novelescos de esos politiquillos de tres al cuarto no es oportunismo, sino necesidad. Se trata de dar el testimonio lingüístico de un grupo social; que esté políticamente marcado puede ser condicionante, pero no determinante: en cualquier grupo político hay gentes bien y mal habladas, y, lógicamente, abundarán los elementos negativos en gentes que se creen liberadas de una tradición, por más que estén aherrojadas por otros prejuicios. Ahora bien, la lengua de esos jóvenes hirsutos y violentos hay que buscarla donde pueda darse; de ahí la determinación ideológica, y social, de unas gentes concretas. ¿Sólo se oye ese lenguaje tabernario en un partido político? Pensemos en lo que es el pasotismo, vacío de cualquier contenido, para que la observación superficial aparezca de inmediato superada. Lo que Delibes refleja son unos hábitos lingüísticos más amplios que los de un grupo, por más que no sean generales; por eso su interés aquí y ahora. Pero constreñidos en unos conjuntos digamos progresistas, juveniles, liberados, etc., los hábitos son exclusivamente urbanos. Porque, lejos de la moral, lo que ese lenguaje representa es incultura, pobreza mental, negación del pensamiento. Todo que signifique raciocinio está eliminado de unas estructuras que, de pobres, se tambalean, y la muletilla, el taco, la repetición, son los recursos buscados para salvar el edificio cuarteado. Todos estos ataques a la libertad, sí, a la libertad de la lengua, no son sino el resultado de una intransigencia que no respeta a la libertad de los demás («el alcalde anda como encabronado. Dice que no cede el salón de sesiones ni a San Pedro bendito que baje del cielo, que nos arreglemos en el teleclub y que si queremos concentración de masas, a la Plaza. Chorradas, tu verás», p. 12). Palabrería y más palabrería. Cuando no los términos efímeros de una moda pasajera («-Joder, era demasié, ¿no? -Tampoco es eso, tío», p. 11), el machismo hispánico que suele confundir las circunvoluciones cerebrales con el esperma («¡Ostras!, si es lo justo sacar al Camacho, la Rabal, la Ana Belén y la tira, diciendo que van a votar comunista porque sí, porque les sale de los huevos, que baje Dios y lo vea», p. 21) o que demasiado temeroso de la divinidad, la mezcla -quien lo diría- no con los pucheros, sino con los acolitillos de candidato. No merece la pena convertir estas páginas en un diccionario de malas palabras, y no porque a estas alturas actúe el temor del tabú, sino porque la sordidez del vocabulario ha dejado de significar otra cosa que la pretensión de mostrar una aparente libertad a cambio de abdicar de la propia independencia. Queda, sin embargo, el testimonio de Delibes sobre algo que no puede ignorarse ni silenciarse.

Frente a esta denigración de la lengua, el señor Cayo es la voz de la tierra. Tierra quiere decir fidelidad a unos usos, respeto a la herencia, identificación con lo que es inalienablemente propio. Hay un breve diálogo que nos puede servir de aclaración y ejemplo; la historia lingüística frente a la creación del argot:

El señor Cayo que desde hacia un rato golpeaba la azada contra el suelo, la levantó finalmente, la inspeccionó y dijo como para sí:

-A esta azada hay que mangarla.

-Mangar, ¿es poner mango?

-Natural.

-En la ciudad, mangar es robar


(p. 100).                


He dicho que frente a la imprecisión y la pereza, el lenguaje rural es matizado y vario. Los señoritos llevan su incultura y su ignorancia a cuestas y descubren que van a redimir al redentor, pero esto ahora no importa, sí su manifestación lingüística. El novelista, como tantas veces, se ha convertido en su propio personaje; lo conoce, conoce el mundo y conoce la manera de expresar los dos orbes complementarios. Entonces escribe, con la precisión que el rústico hubiera narrado, si se lo hubiéramos pedido:

El señor Cayo, penduleando la escriña, ascendió por la senda, bordeada ahora de cerezos silvestres y, al alcanzar el teso, se detuvo ante la cancilla que daba acceso a un corral sobre cuyas tapias de piedra se asomaban dos viejos robles. En un rincón, al costado, se levantaba un cobertizo para los aperos y, al fondo, en lugar de tapia, la hornillera con una docena de dujos. Dentro de la cerca, las abejas bordoneaban por todas partes


(p. 87).                


El señor Cayo hubiera narrado así y el Rafa no hubiera salido de su pobreza léxica. Ni hubiera salido ni salió: bastaría seguir leyendo por esas páginas (hasta la 93 cuando menos) para ver en el labriego la encariñada precisión de un vocabulario, el saber aposado de generaciones y generaciones, el amor al trabajo bien hecho. El contraste no tiene color: la libertad lingüística, también es libertad humana. Y no saberlo es herir al hombre. A cambio, y como compensación, cuanto se le ofrece es prohibirle un trabajo que no es amargo sino gustoso.

Aún hemos de considerar una última cuestión a la que habíamos apuntado: el metalenguaje de los cazadores. Para entendernos -y aun cuando el término no deja de tener valoraciones distintas- llamo metalenguaje a lo que en lingüística se dice lengua de segundo grado, que sería el conjunto específico de saberes de una determinada actividad, profesión, etc. Sin salir de un ejemplo de Miguel Delibes, pavo en la lengua de primer grado es «ave gallinácea oriunda de América, etc.», pero en otra de segundo grado, será la acepción familiar de 'hombre soso o incauto' o, la jergal, de 'moneda o billete de cinco pesetas'. Del mismo modo, hay tantos metalenguajes como oficios o actividades, y el de los cazadores es de singular importancia, tanta, que incluso disponemos de un Diccionario de la caza19. Delibes ha visto las cosas en su nivel preciso:

el hombre cazador, como el taurino, dispone de su propia jerga dentro de la jerga popular; esto es, el ser hombre del pueblo ya imprime a la expresión unos giros y unos timitos típicos, pero si al hecho de ser popular se agrega la cualidad de ser cazador, entonces el lenguaje adquiere un último matiz por demás sabroso20.


Cuando Delibes justifica que Lorenzo escriba un diario, cosa -en verdad- bastante insólita en un bedel de instituto, tiene buen cuidado en explicarse, según unos hábitos seguidos por la fauna, es caracterización suya, de sus amigos los cazadores: la vanidad «les lleva a estampar, con mucha frecuencia, sus proezas venatorias en un carnet confidencial». Por eso el «verdadero protagonista de mis Diarios es la palabra, el lenguaje», según hemos confirmado con los análisis anteriores. Pero añadiría más, ensayos como La caza de la perdiz roja (1962), El libro de la caza menor (1964) o Con la escopeta al hombro (1970) son un filón inagotable para nuestro diccionario. Delibes dice que no es feliz escribiendo, protesta por vivir la angustia del tema, por incapacidad para expresar fácilmente lo que quiere decir, etc. Creo que son las quejas que puede aducir cualquier hombre que, pluma en mano, se encare con un mazo de hojas de papel blanco. Pero -son sus palabras:

Esto no me sucede cuando escribo de caza. Para mí, escribir sobre asuntos de caza constituye, en cierto modo, una liberación de los condicionamientos que rigen el resto de mi actividad literaria. Si cazando me siento libre, escribiendo sobre caza reproduzco fielmente aquella placentera sensación, torno a sentirme libre y, por no operar, no opera sobre mi ni la coacción de la forma expresiva21.


El lexicógrafo se convierte en cazador; cada página de Delibes es como un apostadero por el que la pasa de mil aves nunca se termina. Papeleta tras papeleta hacen un copioso montón y, al final, hay que recurrir al novelista para identificar aquellos mil nombres y aquellas mil denotaciones que -presa cobrada- están bajo nuestros dedos. Porque no es la exhibición del coleccionista de rarezas, sino la conciencia de lo que sabe que es una criatura diferenciada en un mundo muy complejo. Y el novelista nos da una hermosa lección de cosas: la naturaleza puede ser una, pero el hombre tiene extrañas preferencias a la hora de dar nombre. Y aquí el escritor se transforma: es el científico que sabe que el capricho no existe y que la geografía tiene su sentido a la hora de llamar a cada cosa por su nombre. Es lo que hacemos los dialectólogos cuando nos vamos por trochas y a desmonte para recoger todas esas cosas que tememos perder pronto. Pero esto, ¿cuánto tiempo tardó en saberse? Recuerdo a Rodríguez Marín: recogía canciones, pero no las localizaba; el gran etnógrafo portugués José Leite de Vasconcelos le llamó al orden, y don Francisco, como alumno aventajado, aprendió pronto la lección y rectificó sin rechistar22. Delibes es etnólogo y folklorista, dialectólogo y etimologista. Dios sabe por qué caminos ha aprendido todas esas cosas, pero, sin embargo, las sabe y, además, las sabe contar. Yo propondría a los jóvenes dialectólogos que estudiaran La caza de la ganga23. El maestro empieza su lección («la ganga es uno de los pájaros más misteriosos e insociables de nuestra fauna [...] O sea, que si a la ganga se la oye poco, todavía se la ve menos. Se trata de un ave que nunca se le arrancará al cazador -ni larga, ni corta- a su paso, sino que está ahí, en el aire -en el cielo neblinoso principalmente-, y emite, de cuando en cuando, un gargarismo cadencioso -gaag, gaag- mediante el cual se delata»)24. El maestro ha hecho el enunciado suficiente, el maestro nos ha dado los elementos de juicio. Y sigue con su lección de dialectología:

Empezando por su denominación, la ganga constituye un semillero de equívocos. En tierras de Burgos se la conoce por el nombre de chorla, mientras en tierra de pinares vallisoletanos ha oído llamarla churra. El desacuerdo continúa a la hora de identificarla, ya que a menudo, incluso entre gentes que se precian de pajareras, se la confunde con la ortega, ave tan esquiva e invisible como la chola, pero de más bulto, vientre oscuro y propensión a las salinas y abajos [...] A mi ver, la ganga tiene algo de paloma y algo de perdiz.


Abro un Atlas de los que redactamos los dialectólogos, y Delibes tiene razón. Ganga y ortega son distintas: la primera es la Pterocles alchata y como ganga es conocida, cuando se logra conocer, en Navarra y Aragón; la segunda o Pterocles orientalis es chorla en puntos salpicados de Zaragoza, Huesca y Teruel, pero churra y torra en la provincia de Zaragoza25 y no hablemos de los nombres de la becada, porque a lo mejor nos complican más las cosas. Y si nos vamos a la Andalucía oriental, churra es nombre que salió alguna vez al preguntar por la fúlica, aunque los dialectólogos sabían que se trataba de otro pájaro26. Baste con un botón de muestra: podríamos aprender con Juan Gualberto, el Barbas, perdicero taimado y sentencioso, o con Ursino, el Montaraz, hombre de menos saberes, aunque nada lerdo, pero esto sería el cuento de nunca acabar y los apuntes dejarían de ser apuntes. Lo único cierto es la verdad de estas gentes: tienen su lengua, la mejor que para ellos puede existir y la usan sabiéndola. Qué duda cabe -y no es juicio mío, sino de Fray Luis de León- que en el campo vive el mejor hablar. Por más ajustado, por más preciso, para transmitir una realidad por ahí está, sin ambigüedades y con total precisión; no olvidemos lo que -antes- enseñaban en la escuela: el nombre designa a la cosa, el adjetivo la califica y el verbo la anima. Pero no se pueden mezclar caóticamente nombres, adjetivos y verbos, porque eso es lo que hacen los malos escritores; sólo un nombre, un adjetivo o un verbo son precisos -e insustituibles- en cada ocasión. Y el río de la lengua, si así se utiliza, correrá diáfano y sin embarrarse, como en la verdad de esas criaturas rurales que Delibes nos ha regalado.

Delibes no tiene razón cuando dice que le cuesta trabajo escribir. Delibes tiene razón cuando dice que le gusta escribir de caza. Desde fuera vemos que acierta siempre, y eso es lo que importa. Y acierta porque posee muchos registros de la lengua y sabe cómo usarlos porque sabe dónde tañer para que el instrumento suene sin desafinar. La lengua es un vehículo de comunicación con los lectores y, además, es la transmisión del alma de los personajes que inventa: lejos la destrucción del instrumento, y cada vez más cuidado el afinamiento que se exige para que nada se descompase. Su hallazgo «escribo como hablo» es lo que hace -lo diría Unamuno- que sus libros hablen como hombres, porque son hombres de carne y hueso las criaturas que han nacido. También hay hombres que hablan como libros, pero el novelista no tiene la culpa de la falta de personalidad de los seres. Él ha puesto el registro y ha pulsado: hay adecuación del hombre con su lengua, como la hubo antes del hombre con el paisaje en el que sus ojos se entreabren.

Pero no se acaban aquí sus preocupaciones lingüísticas. Otras hay que nos llevan al mundo de la teoría. La Parábola del náufrago es una novela despiadada (por el tirano), piadosa (por el narrador que cuenta). El hombre está urgido por otros hombres y la palabra es el mundo de su evasión; la palabra como instrumento para alcanzar una libertad imposible, que sólo puede florecer en la conciencia íntima de cada uno. Jacinto San José Niño (y no está mal el simbolismo de los tres componentes) vive un mundo en el que la persona está asfixiada por las consignas y los principios instrumentados. Jacinto San José Niño, en un mundo al que han castrado hasta el aire que lleva la voz, quiere ser hombre libre. Y monta su propia teoría, la del hombre acosado, pero que aún no sabe que será cubierto un día por el toisón de los borregos. Antes de llegar a la degradación del sólo «¡Beeeeeeeeeé!», con que el libro acaba, Jacinto San José Niño intenta salvarse en la palabra, pero la palabra será su perdición. En un reconocimiento médico, ya no absurdo, sino más allá de los límites de la paranoia, llega a la conclusión de que no diferencia un cero de una O, si esto ocurre en cosas de tan de poca monta

¿Qué de particular tiene que las palabras confundan y que cada uno dé a la misma palabra significados distintos? Si la imaginación del hombre es tan débil que no acierta a inventar un garabato que diferencia claramente el cero de la O, Jacinto, todo ha de ser confusión, convéncete, porque hay mucha gente interesada en armarla (la confusión) porque de ella (de la confusión) sacan tajada los vivos, ¿te das cuenta?, y la única oportunidad de convivencia que se nos dio a los humanos, la Torre de Babel, la desperdiciamos bien tontamente


(p. 80)                


Aquí se plantean los primeros problemas lingüísticos de nuestro hombre. Se trata de que la palabra sea una entidad unívoca para que la comprensión sea unánime. Es decir, se suscita la cuestión del cambio semántico: cada individuo no da «a la misma palabra significados distintos», porque entonces la comunicación sería imposible, lo que ocurre es que cada hombre está inserto en un grupo o varios grupos sociales que se comportan de manera distinta ante la lengua común y, al trasladar esos metalenguajes desde los límites parciales en los que es comprendido, hasta otros mucho más amplios, y que participara de otros intereses, se produce un desajuste. Pero no se trata de un individuo que modifique la lengua, sino de un grupo que puede condicionarla. Lógicamente, sólo unos pocos lenguajes muy técnicos se situarán en un plano abstracto en el que las palabras tengan una aséptica significación; fuera de ellos, el hombre incluye valoraciones psíquicas que vienen a dar complejidad al signo lingüístico y puede ocurrir que, a través de ellas, se vayan resquebrajando las primitivas unidades. Estos hechos, que son normales y poco catastróficos, a un ser sometido a presiones inhumanas le llevan a desconfiar de las posibilidades, y aun del valor, de la comunicación. Piensa en la Torre de Babel, como total negación del intercambio, o, dentro de cierta racionalidad en una lengua artificial que, por nueva, aún no tenga más valores que los puramente denotativos. Genaro, el hombre degradado a condición perruna, en su vida de social reunía a un grupo esperantista: la idea subyacente era que «merced a un idioma universal, los hombres del mundo entero podrían, al fin, cambiar impresiones, perfeccionarse mutuamente y, a la postre, quizás entenderse a despecho de los prohombres» (p. 81). El planteamiento del problema, tal y como Jacinto lo formula, era la base de cualquier lengua artificial: internacionalidad e invariabilidad léxica. Pero esto se puede entender en una sociedad teóricamente libre, no en cualquiera de las nuestras, que están condicionadas por la garrulería de los prohombres, ni tampoco es posible en el mundo limitado por la tiranía de don Abdón. En el primer caso, el escepticismo de Jacinto afecta a la esencia misma del lenguaje, tal y como el hombre se sirve de él: cierto que es un espléndido instrumento de comunicación, pero, tan pronto como hablan los archipámpanos, se alborota la Humanidad, de forma que si mil quinientos millones de hombres pudieran -todos- hablar entre sí, «el mundo se convertiría en un olla de grillos» (p. 82). Por eso Jacinto se separa pronto de los esperantistas: pretender incluir en el mismo instrumento a todos los grupos sociales y a todos los pueblos, resultará más dañino que beneficioso, pues si en la realidad esto sería otra nueva Torre de Babel, la práctica necesaria en la colonia -campo de concentración en que viven- exige un aislamiento de pequeños grupos solidarios. La postura de Jacinto ha dado un giro completo: Babel convenía porque en su galimatías nadie se entendería con nadie y eso podría ser una especie de felicidad, pero la falacia de la lengua es permitir llegar a la comprensión de todo por todos, y aquí se desciende a la pequeña contingencia que deben tratar de salvar. Antes de llegar, como veremos, a una solución ecléctica, Genaro considera una nueva radicalización que presto abandonará. La vida de su microcosmos está escindida en dos unidades menores: Darío Esteban, el verdugo del diosecillo engañador, y Genaro Martín, el disidente que será degradado a la condición de chucho. En ese mundo insolidario, las palabras sólo sirven para una comunicación negativa, es decir, «para embrollarte y hacerte decir lo que no has dicho»; por eso lo que conviene es aislarse, porque «el día que los genaromartines [= oprimidos] dispongan de un idioma inteligible para interpelar a los DARIOESTEBANES [= opresores], los genaromartines sucumbirán porque nada solivianta tanto a los DARIOESTEBANES como que los genaromartines los interpelen» (p. 85). Aquí está el nudo de la cuestión: ni una lengua universal, que nos enloquecería, ni una común a toda la complejidad de una sociedad, por limitada que la consideremos, pues llevaría a la destrucción del grupo que quisiera pensar por su cuenta. Entonces no queda más remedio que desestimar cualquier tipo de generalización lingüística (ni universalismo ni sociologismo integrador) hay que inventar un lenguaje de grupo, limitado en sus intereses y limitado a quienes se interesen; es decir, un lenguaje añadido a la estructura social en la que se vive para poder sobrevivirse con una partecilla, al menos, de libertad. Genaro está formulando principios archisabidos en lingüística: el problema de la comunicación está en el cerebro, no en los órganos fonadores; por tanto, el cerebro ha de actuar con independencia de lo que se emita. Frente a la palabra-agresión, Jacinto postula la palabra-escudo. Su teoría -tal y como ya la deduzco e intento articular- es «que si se habla, se discute; si se discute, se odia; si se odia, se mata» (p. 94). Ante este pesimismo metafísico, no cabía sino salvar lo que menos pudiera comprometer, dentro del grupo en el que Jacinto, o Genaro, o Baudelio Villamayor o Eutilio Crespo, estaban insertos y se consideraban solidarios: «menos palabras y más cortas». Se habrían resuelto todas las aporías, aunque el movimiento que estaba naciendo, Por la mudez a la paz, iba pronto a tropezar con otras: la falta de prosélitos, la incomprensión del proyecto. Y el lema «ni retórica, ni dialéctica; frase corta, palabra corta, pensamiento largo» vino a sufrir una primera -y fundamental- limitación: lo de pensamiento largo era difícil de conseguir, pues no estaba en la mano -o en las entendederas- de todos y la ideología de Jacinto tuvo que reducirse al plano de la forma de expresión, pues todo lo que afectara al contenido no tenía carácter voluntativo, y por tanto escapaba a las posibilidades del hombre. Así las cosas, los principios pragmáticos se limitaron a decir: «a) No es racional que al hombre se le vaya toda la fuerza por la boca. b) La palabra, hasta el día, apenas ha servido sino como instrumento de agresión o exponente de necedad. c) Con las palabras se construyen paraísos inaccesibles para las piernas y d) y última, cuantas menos palabras pronunciemos y más buenas sean estas, menos y más breves serán la agresividad y la estupidez flotante del mundo» (p. 9).

Tal fue el origen del contracto, lengua artificial y de grupo que reduce en cuanto es posible los elementos de la lengua común. Pero no podemos olvidar que ha nacido en un medio hostil al individuo y que está motivada por la desconfianza inicial ante todo y ante todos. En una sociedad libre y con unos hombres libres (no sólo políticamente), no hubiera hecho falta inventar nada. Ahora sí: en ese nuevo instrumento hay la pretensión de defenderse de mil peligros, conocidos o ignorados, que amagan. Lo que Jacinto trataba de formular era lo que en lingüística se llama jerga, y participaba de todos los caracteres que les damos: pertenencia a un grupo cerrado de individuos, que -por lo demás, utilizan también la lengua común- sirve como defensa de ese grupo y, por tanto, debe quedar incomprendida por los demás; su creación es voluntaria. Es decir, se trata de disponer de un instrumento de defensa y no de un lenguaje especial como puede ser el de los carpinteros, albañiles, soldados o estudiantes. Claro que se diferencia del argot por no pertenecer a los bajos fondos sociales, sino a un grupo que busca marginarse para poder sobrevivir.

No es ocasión de discutir las ideas de Jacinto sobre eufonía, comprensión, ahorro de tiempo, repristinación de valores y alguna otra cuestión. A veces resultan muy triviales; otras son inconsistentes; las más, quedan ajenas a la cuestión de qué es un argot o una lengua de grupo. Lo curioso es que Jacinto, pienso que sin saberlo, al rechazar las palabras esdrújulas estaba volviendo a los manaderos de nuestra historia lingüística, eliminando las palabras cultas (de tradición eclesiástica, literaria, etc.) para volver a unos hontanares estrictamente populares. Por otra parte, había establecido -lo creía al menos- un nuevo orden para la Humanidad menos palabras y más cortas. Para él, «todo intento de comprensión por la palabra es una utopía» (p. 98), pero utopía y mayor resultaba querer que su código tuviera aceptación universal cuando, si se salía de su mundo, tan inmensamente pequeño, la palabra en su integridad es uno de los pocos lujos permitidos a los mortales. Convocó un congreso de contracto, se anotó su discurso en el libro de actas y ahí acabó todo: se planteó una cuestión gramatical, se discutió, se injuriaron los participantes y se llegó a una nueva y desalentadora conclusión: «Ha sido un fraco. Lo siento. Los homos no tenemos remo». (Lo que en cristiano, sin mucho esfuerzo es: «Ha sido un fracaso. Lo siento. Los humanos no tenemos remedio»). No se había inventado gran cosa, y lo poco no servía para nada. Y es que difícilmente se pueden resolver los problemas universales desde el fondo de un pozo, cuando, además, tiene tapiada la boca.

Jacinto San José Niño no anda solo en sus aspiraciones de crear un lenguaje esotérico. Todos recordamos al zapatero Belarmino de Pérez de Ayala. Pero las pretensiones de los dos personajes son harto distintas: Jacinto parte de una desconfianza inicial que le lleva a rehuir el uso de las palabras; todo su intento es acortarlas y procurar decir lo menos posible; sin embargo, Belarmino parte de una postura optimista: como los poetas, busca el sentido mítico de las palabras y, con ellas, no destruye sino que crea su mundo. Jacinto pretendería llegar, si ello fuera posible, a la mudez total, mientras que Belarmino es un filósofo que contempla el mundo y extrae de él contenidos simbólicos, populares o de etimología intelectualizada de las palabras; da sentido a las onomatopeyas, construye significaciones metafóricas y crea y recrea los mil problemas de la etimología popular. Tras Belarmino están Max Müller y Pierre Janet27, tras Jacinto, un mundo hostil que lo degradará a condiciones borreguiles. Son dos tipos distintos de novela (la intelectual y la sociológica, digámoslo sin más pretensión que las de caracterizar grosso modo), que tienden también a muy otros fines, y dan fe de ello las posturas teóricas de estos personajes. Simplemente, distintos.

Delibes ha recogido un mundo lingüístico riquísimo y variado en la boca de las gentes del pueblo: es la verdad de su obra. Pero el desaliento, la total desesperanza del novelista está en esa crueldad de ver al hombre como enemigo del hombre. Entonces no hay invento posible, sino la mordaza enmudecedora o, peor aún, el sarcasmo con que el desdichado de Jacinto llegará a la desilusión total. Nadie sabe qué es lo justo y qué es lo razonable, porque justicia y razón son tan variopintas como la historia y las palabras. Jacinto habla consigo mismo y nos deja el desaliento total que es la novela entera:

Cada cual maneja su historia y sus palabras, y, como son suyas, puede hacer filigranas con ellas si quiere para acomodarlas a lo que le conviene, Jacinto, convéncete, porque el defecto de la historia. ¿Sabes cual es?, pues sólo uno, mira, que la escriban los vivos, Jacinto, eso, que la historia deberían escribirla los muertos; pero hay una dificultad, Jacinto, ¿sabes?, como tienen las manos tan frías no pueden ni agarrar el palillero, no saben, pero es lo que digo, Jacinto; ¿por qué no les alfabetizamos?


Hemos llegado al final: Delibes, convertido en cada una de sus criaturas, ha utilizado el instrumento lingüístico que permitía crear seres de carne y hueso. Ha sido fiel al principio augustiniano de que en el interior de cada uno de nosotros hay una verdad, buena o mala, pero verdad. Sin embargo, trasplantado a un plano de universalidad, sólo el desencanto le sirve para formular su intento de teoría general. Pensemos en tantos casos de su obra: fe en los hombres y desconfianza en el Hombre.





 
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