Lengua y sociedad: las constituciones políticas de América
Manuel Alvar
América es un intrincado laberinto en el que mil circunstancias históricas, políticas, sociales hacen que los problemas europeos adquieran inusitadas connotaciones. Dar una vuelta más al torniquete de la estratigrafía social, de la distribución de las naciones indígenas, del mestizaje o de la integración no es lo que pretendo en este momento. Que todos estos problemas repercuten sobre la lingüística es evidente y más de una vez he tratado de ello, pero lo que quisiera ver ahora no es una cuestión particular, puesto que aún necesitamos muchas monografías para tentar la síntesis abrazadora, sino ver unos cuantos problemas, precisamente porque nunca se han enfrentado desde mi perspectiva actual.
Pretendo analizar todas las Constituciones de todos los pueblos de América en cuanto tocan problemas lingüísticos. Evidentemente, un planteamiento semejante afecta de inmediato a los hechos sociales; no lo olvidemos: las Constituciones se llaman «políticas», esto es, afectan al arte, doctrina u opinión referente al gobierno del Estado. Hecho social. La unión lingüística y política va a ser la andadura sociolingüística por la que vamos a discurrir.
A raíz de la Independencia, las naciones americanas fueron adoptando posturas más o menos radicalizadas con respecto a lo que había sido la situación anterior; sin embargo, los problemas lingüísticos sólo trascienden por caminos indirectos. Hubo países que mantuvieron durante años la legislación española: en otros, las Cortes de Cádiz tuvieron enorme trascendencia; en muchos, por último, fue la Constitución de los Estados Unidos quien vino a marcar su impronta. Que la tendencia liberal o el ejemplo del Norte significaran no poco para los pueblos de América, parece lógico y necesario; sin embargo, permítaseme un botón de muestra que justifica la primera de mis afirmaciones;
Sin embargo, y
también parece lógico, hubo una pretensión de
ruptura con la antigua metrópoli, aunque los esperados
beneficios quedaran muchas veces -según veremos- en
pretextos para especulaciones teóricas y los legisladores
descendieran a cuestiones como las que preocupan a la Asamblea
Nacional Constituyente de la República Federal de
Centro-América. En un lejano 23 de julio de 1823 se
consideraba «que los tratamientos y
títulos de distinción son ajenos a un sistema de
igualdad legal»
, pero no podía por menos que
reconocerse «que los funcionarios y
ciudadanos no deben tener otro título que el que sea propio
de las funciones que ejercen, ni más distintivo que el que
merezcan por sus virtudes cívicas»
. De ideas tales
salieron tantos y tantos títulos sociales que iban a
proyectar su existencia sobre la lingüística una vez
que se abolió «la distinción
del don»
. He aquí un primer motivo que
afecta a los problemas que tratamos de considerar.
Ángel
Rosenblat ha señalado cómo el «disputado
privilegio» de usar el don había sufrido mil
peripecias hasta la Real Cédula de «Gracias al
sacar» (1795), en que por mil reales de vellón se
podía comprar, y así aún duraban las cosas en
Lima por 1818; después, en Cuba, se podía adquirir
por los negros que hubieran prestado «relevantes
servicios». En España, a pesar de la
generalización del uso, don sigue siendo una marca
distintiva que no se envileció. Acaso haya que ver en esto
una diferencia entre españoles y americanos: para
aquéllos, don implica, sí, tratamiento de
distinción social y, además, es signo de familiaridad
respetuosa: sobre el don se asienta un principio de
estratigrafía cultural o económica. Y con él
basta. En el Nuevo Mundo, como querían los legisladores de
Centro-América, los «ciudadanos no
deben tener otro título que el que sea propio de las
funciones que ejercen»
, y así proliferó
toda una inacabable teoría de licenciados, doctores,
arquitectos, ingenieros, que, incluso en la
conversación más informal, nos abruman a los llanos
españoles. Bien es verdad que las cañas se tornaron
lanzas, si es que ya no lo eran desde antes; esa mezcla de aparente
igualación y de negación del privilegio vemos que
tiene insospechadas realizaciones: en Cuba los negros, al obtener
la libertad, alcanzaron también los títulos de los
demás ciudadanos, y emplearon el don, que les
estaba vedado; de ahí que las clases altas abandonaran ese
título de tratamiento; en Santo Domingo, por 1850, el uso de
don no connotaba ningún privilegio y se
generalizó, como en España (a gentes de cierto decoro
económico y mayores de treinta años). En otros sitios
don nunca dejó de usarse; en algunos se
perdió cuando las clases más pobres se dieron cuenta
que los ricos habían dejado de emplearlo; en los más,
don se está generalizando como fórmula
cortés, en Ecuador doña es sinónimo
de «india adulta casada».
Este complejo panorama no obedece a motivos generales, sino que, partiendo de una situación sociológica, multitud de normas regionales forzaron los resultados que conocemos hoy. Porque, en efecto, las Constituciones de todos los pueblos de Hispanoamérica procuran ajustarse al principio de igualdad de todos los ciudadanos y eliminaron preeminencias, mayorazgos, vinculaciones, etc., que significaran cualquier situación de prestigio o que hereditariamente se pudiera transmitir, pero sólo en la Federación de Centro-América se produjo la supresión constitucional del don. Las cosas caminaron en cada sitio por sus propios pasos: se mantuvo el tratamiento a la española, se generalizó y vino a envilecerse, se restringió a ciertos niveles sociales (título académico, edad o cualquier otro tipo de respeto), se condicionó a nuevas ordenaciones político-sociales como en la Argentina de Rosas, etc. El don, que en España ya no era privilegio de sangre -sino de las obras, fue buscado afanosamente por las gentes de menor prestigio, y desapareció. Sin embargo, la situación española fue vuelta a admitir e incluso se extendió en algunos países, pero no pudo con la caterva de doctores, licenciados, maestros, ingenieros, arquitectos con que se había complicado el uso bastante simple del don. Y doctor es -tantas veces- cualquier cosa menos doctor, o licenciado, o don... La democratización extinguió, pero, en contrapartida, también generalizó y, al extenderse, los mismos democratizadores se diferenciaron dejándolo para negros e indios.
Sí,
acabamos de ver, un cambio social afectó a un hecho
lingüístico bien concreto, otros hechos sociales
suscitan problemas lingüísticos, aunque a estos
tengamos que buscarlos en formulaciones no expresas. De una u otra
forma, nacional es cualquier persona nacida en el territorio del
Estado (o que cumple unos determinados requisitos), pero no todos
los que poseen la nacionalidad son ciudadanos. Y en esta
valoración surgen ya, de nuevo, los problemas
lingüísticos. Porque para ser ciudadano es necesario
«saber leer y escribir». Esta condición, en
principio, encerraba un anhelo puramente utópico: se
confiaba que con el cambio político se llegaría a una
situación paradisíaca de igualdad, de libertad y de
cultura. Por eso los prohombres que redactaron la
Constitución argentina, suspendieron a los analfabetos los
derechos de ciudadanía; los legisladores creían que,
en 1830, todos los venezolanos tendrían instrucción
elemental; los bolivianos, en 1836; los colombianos, en 1840; los
argentinos, en 1841; los costarricenses, en 1853 los
nicaragüenses, en 1858... Sin embargo, la dura experiencia
hizo olvidar los sueños, y las Constituciones venezolanas
van descendiendo a la realidad: la de 1830 dice que «esta condición [la de haber alcanzado la
alfabetización] no sería obligatoria hasta el tiempo
que designe la ley»
, o la de 1857, hasta 1880: medio
siglo se habían rebasado los presupuestos iniciales y los
resultados habían descorazonado al legislador; cuando entra
en vigor la Constitución de 1874, para ser ciudadano ya no
se exige saber leer y escribir, y así van
desgranándose una sarta de cuerpos doctrinales que se han
olvidado del presupuesto inicial hasta que en 1949, para ejercer
sus derechos cívicos, se vuelve a exigir a los venezolanos
el saber leer y escribir. En Colombia podríamos ejemplificar
con testimonios bien semejantes a los que acabo de aducir, y, una
vez más el desajuste entre la utopía inicial y la
realidad histórica; otra vez, el abandono de un ideal
difícilmente alcanzable.
Acabamos de
exponer cómo las Constituciones de América se
encuentran dentro de un amplio proceso de igualación
democrática que no es exclusivo de los países del
Nuevo Mundo. Fuerzas nacidas de la Revolución Francesa
están actuando para crear un nuevo concepto de sociedad y,
para alcanzarlo, pugnan la utopía y el realismo:
bastaría con leer la política lingüística
que se desprende de las encuestas de Grégoire para tener
conciencia clara de ello; los modernos intérpretes llegan a
la conclusión que de aquellas especulaciones se desprenden:
«tous les hommes sont des hommes»
. Pero
para que todos los hombres alcancen unos límites más
altos que el simple de ser hombre es preciso dotarlos de
instrucción: por muy paradisíacos que sean los
ideales, por muy igualitario que sea el propósito del
legislador, por mucho que todos los hombres sean hombres, hay un
límite establecido: es el de los niveles culturales. Unos
países de América tienen conciencia del problema y
exigen la alfabetización; otros, cierran los ojos y ocultan,
como el avestruz, la cabeza bajo el ala, como si el problema no
existiera, ¿pero es que acaso ha desaparecido? Ser hombre no
es sólo caminar, como un bípedo implume, es tener los
mismos derechos que los demás porque hay capacidad para
exigirlos y ejercicio consciente de responsabilidad. Cuando la
Enmienda de 1875 dice que el gobierno federal de Estados
Unidos no necesita intervenir en cuestiones estatales, reconoce un
primer derecho de cualquier organización responsable de la
convivencia ciudadana: estar alfabetizado es una exigencia
mínima para tener derechos de ciudadano, esto es, deberes de
ser hombre totalmente responsable.
Si no se posee esa cultura mínima, pero imprescindible, el hombre está en la misma situación que el siervo medieval: la nación moderna se basa en la igualdad de derechos y obligaciones de todos sus componentes; porque si esas Constituciones de América han exigido muchas veces que, para votar, el hombre no debe depender de otro (por ejemplo, como criado) y debe tener bienes (para ser independiente), no menos cierto es que la libertad sólo se alcanza con la responsabilidad que da el conocimiento: decir que todo hombre es ciudadano con sólo haber cumplido veintiún años, es poner en su mano un derecho que no sabe usar, sino que va a emplear conforme a los dictados de los nuevos señores feudales. Sí, todos los hombres han de ser iguales, pero para serlo no basta con una utópica -e irrealizable- declaración de principios.
Los bienes de la cultura son, pues, imprescindibles para alcanzar cualquier otro derecho y son, en sí mismos, un acto de liberación. Estamos en un camino cierto, pero esos niveles deseados exigen planificación, puesta en marcha, aceptación o captación, todo un programa muy difícil de poder cumplir, pero sin encararlo todo queda en declamaciones más dignas del olvido que de cualquier otra cosa. Y el hombre que no sabe sus derechos y que no los conoce para ejercerlos, se queda en una triste condición en la que los derechos civiles serán para él como la inesperada limosna que le viene a la mano, los derechos políticos le están vedados y los derechos sociales no los logra porque difícilmente alcanza ese mínimo de economía que le permite vivir con la dignidad que el hombre debe exigir. Si todo esto se queda en preciosidades como la que voy a transcribir, para nada servirá el haber pensado en los problemas, pero aún quedará la duda acerca de la sinceridad. Ejemplifiquemos con algo que nos dará pie para más que comentarios estilísticos: el Plan de Tegucigalpa (24-12-1953) del Coronel Carlos Castillo Armas permite transcribir cosas como éstas:
Evidentemente, se ha confundido alfabetización con castellanizaron, pero no es esto lo que interesa aquí, sino la prolijidad con que se usa la palabra: sobra casi todo y aún se mezclan elementos que son, simplemente, motivos de propaganda. Tanta palabra no es sino expresión de algo que va a convertirse en instrumento de poder: el beso de Minerva, al que expresamente se alude, hace siglos que dejó de ser milagroso, la Patria es una palabra vacía cuando se usa interesadamente, lo que se pretende no necesita de solemnidad, sino de eficacia. Y basta contemplar unas descamadas cifras para que la única responsabilidad posible sea la de ponerse a laborar con olvido de aburridas ampulosidades.
La
Constitución de Estados Unidos, la primera de
América, no se planteó el problema de su lengua
nacional, por más que existan recelos nacionales que
llevaron -ya en las luchas de la independencia- al intento de
reemplazar el inglés por el hebreo o el griego. Sin embargo,
los Principios generales de interpretación son de
un valor precioso en estos momentos. Así es fundamental la
Consideración general sobre el significado de las
palabras utilizadas: «las palabras
deben tomarse en su sentido natural y obvio, ya que la
interpretación de la Constitución de los Estados
Unidos se encuentra necesariamente influenciada por el hecho de que
sus disposiciones están redactadas en el lenguaje del
derecho común inglés, y deben ser leídas a la
luz de su historia»
. Naturalmente, nada que tenga que ver
con los indios, que para nada contaron, según veremos, y
nada con los estados en los que la lengua fuera francés o,
luego, español, salvo en el caso específico de Puerto
Rico, al que tendré que referirme.
Cuando el Poder Legislativo necesita aclarar conceptos, especifica con absoluta coherencia cuáles son los principios por los que se rige. Así el artículo VI, párrafo II:
Un tratado es un acuerdo solemne entre naciones. Las palabras tratado y nación, sin embargo, son palabras de nuestro idioma. |
La política
de los Derechos de las personas dio lugar a la
Enmienda 5 de la Constitución (actos de 1926 y
1927), de tal forma que, durante la dominación en Filipinas,
se consideró inconstitucional una ley que prohibía a
«los comerciantes chinos llevar su
contabilidad en chino»
, y ello porque les privaba de
libertad y bienes; sin embargo, un año después, se
ordenó «el cumplimiento de una ley
de Hawai que prohibía el mantenimiento de escuelas de
idiomas extranjeros, salvo permiso escrito y pago de una cuota
basada en la asistencia»
.
Como se ve, son
cosas diferentes: una afecta a los derechos de las personas; otra,
al derecho público. Sin embargo, la situación en
Puerto Rico tenía muy claras precisiones: la ley Foraker
decía tajantemente que todas las «actuaciones ante el tribunal supremo de los
Estados Unidos deberán realizarse en idioma
inglés»
. Es harto sabido el empeño
americano por imponer el inglés en Puerto Rico, por ello
exigió que el comisionado residente debiera saber leer y
escribir en inglés, que el gobernador fuera ciudadano de
Estados Unidos y supiera leer y escribir en la lengua nacional y el
presidente retuvo hasta 1948 el nombramiento del comisionado de
educación, que lo hacía directamente. Resumiendo
mucho una situación que sería larga de describir,
baste señalar que, el 28 de agosto de 1898, el general en
jefe norteamericano emitía una proclama, cuya solemnidad es
propia de la ocasión: «En la causa
de la libertad, de la justicia y de la humanidad sus fuerzas
militares [de E. U.] han
venido a ocupar la isla de Puerto Rico»
, veinticuatro
horas después a los jefes de sus unidades les hacía
saber que «el poder del ocupante
militar» es «absoluto y supremo»
; el doctor
S. Clark, comisionado del gobierno norteamericano (1899)
manifestaba el más grosero desprecio por la lengua de los
puertorriqueños, y las políticas de Brumbraugh
(1900-1905), Falkner (1905-1916) y Miller (1916-1934) fueron
caprichosas hasta tal extremo de que «los
primeros maestros de inglés fueron simplemente ex soldados
del ejército invasor: ninguno de ellos sabía
español y algunos sabían poco
inglés»
. Las conclusiones a las que Clark
pretendía llegar eran un sarcasmo: con tales docentes se iba
a mejorar la economía, iba a brotar la democracia y se iba a
comprender la cultura yanki; Falkner, a partir de 1905,
eliminó el español de todos los grados de
educación, de modo que había impuesto el
inglés en el 98% de las escuelas (1912). Los resultados
fueron -según el testimonio norteamericano-
catastróficos y «se volvió
a la realidad»
, aunque en 1946 aún podían
vetarse leyes puertorriqueñas que pretendían hacer
del español el único idioma de la enseñanza y,
en 1977, se condicionaba la ayuda educacional a que la
enseñanza fuera en inglés.
La
declaración constitucional de una lengua nacional se hace
muy tardíamente. Es problema que no interesa, porque no se
siente, y aún hay naciones hoy que, con su fuerte
personalidad y sus preocupaciones indigenistas, todavía no
han formulado constitucionalmente cuál es su lengua nacional
(Méjico, Colombia). Pero antes de pasar adelante,
detengámonos un momento en Haití y Brasil: en ambos
países el problema -idéntico en el fondo- es distinto
en su manifestación. En definitiva, y una vez más
resultado de la historia. Haití posee una primera
constitución de 1801, en ella se dice: «Santo Domingo en toda su extensión,
así como Samaná, la Tortuga, Gonave, Cayemitas,
Ille-à-Vaches, Saona y otras islas adyacentes, constituyen
el territorio de una sola Colonia, que forma parte del Imperio
francés, pero que se rige por leyes especiales»
,
pero ya, en el artículo 77 y último de la
Constitución, «el General en Jefe
Toussaint Louverture queda encargado de remitir la presente
Constitución al Gobierno francés para su
sanción; sin embargo, ante la ausencia de leyes, la urgencia
de salir de este estado de peligro, la necesidad de restablecer
prontamente los cultivos [...], el General en Jefe queda
autorizado, en nombre del bien público, a ponerla en
ejecución en toda la extensión de la
colonia»
. Desde el 8 de julio en que se promulga el texto
hasta la respuesta de Napoleón (27 Brumario del año
X) media poco tiempo: el Emperador de los franceses dice aceptar
unas cosas, pero rechaza otras «contrarias a la dignidad y la soberanía
del pueblo francés»
, organiza «una gran expedición mandada por su
cuñado Leclerc»
, que, en los primeros días
de 1802, desembarcó en la Española; Louverture,
detenido en mayo y enviado a Francia, moría el 17 de marzo
de 1803. Con este acto, se ha dicho «los
franceses, sin saberlo, habían roto de manera irrevocable
cualquier futura colaboración política, social y
económica entre los dos países»
.
Las Constituciones se van a seguir efímeramente: la del Emperador Jacques Dessalines (1805), las del Sur y Norte (1806), la real de 1811, las de 1816, 1843, 1846, pero ya en la de 1849 se dice:
El empleo de las lenguas de uso en Haití es libre y sólo podrá ser regulado por la ley en lo relativo a los actos de la autoridad pública y asuntos judiciales. |
Después, de una u otra forma, se irán repitiendo los preceptos relacionados con éste, hasta el silencio, que conducirá al reconocimiento del francés como lengua oficial en 1935. Luego vendrá la legalización del crèole.
Decía antes
que la situación brasileña era semejante, pero que se
manifestaba de forma distinta. En efecto, se trataba de afianzar la
personalidad nacional a través de la lengua, pero esa lengua
se llama portugués. Esto impone a los legisladores
brasileños una pugna entre los sentimientos nacionalistas y
una realidad lingüística, que, en nuestros propios
días, afectará incluso a técnicos de
reconocida solvencia. La Constitución de 1934 hace una
referencia concreta a la lengua del país; entre las
obligaciones de la Unión, está la de mantener la
libertad de enseñanza, pero en los establecimientos
particulares deberá ser impartida «no
idioma pàtrio, salvo o de línguas
extrangeiras»
. Del mismo modo, la
Constitución de 1946 dice tajantemente: «O
ensino primário é obligatorio e só será
dado na língua nacional»
. Brasil -otro
país más en una larga serie- recoge
tardíamente los problemas lingüísticos: los
diluye en vaguedades que de evidentes acaban por no decir nada.
Haití prescinde de nomenclaturas, recurre al anonimato
lingüístico, reconoce el francés y, luego, lo
atenúa. Brasil sigue, por idénticos motivos, los dos
primeros caminos y ahí se detiene. En Filipinas, antes de
llegar a una solución definitiva, y también como
resultados históricos bien recientes, se plantea el problema
en estos términos:
Tras este largo
periplo llegamos a los pueblos «de la
América que tiene sangre indígena, / que aún
reza a Jesucristo y aún habla en Español»
.
En esos pueblos los problemas de nomenclatura
lingüística sólo tardíamente se reflejan
en sus Constituciones: herencia, al fin y al cabo, de esa triple
enseñanza española, francesa y norteamericana. De tal
modo que la primera vez que se habla de lengua nacional es en
Ecuador, en 1929.
Si en el año 1929 en Ecuador aparece por vez primera en Hispanoamérica la denominación de la lengua nacional, hemos de inferir que el hecho viene motivado por el sentimiento de perfeccionar en todos sus extremos los cuerpos legales: desde un principio se establece cuáles son los límites de la nación, quiénes son los naturales de ella, quiénes sus ciudadanos, cuál la forma de regirse y las mil circunstancias que establecen un gobierno de derecho. Lógicamente, el último precepto que se formula es el que afecta al propio instrumento en que se redactan las leyes, porque está ahí, de manera inequívoca, en cada una de las palabras que se escriben.
Tenemos, pues, que la conciencia de la propia lengua nacional sólo cobra sentido en época tardía. Cada país se encuentra inserto en su propia realidad y la lengua le es tan suya como el paisaje, los monumentos o cualesquiera otros bienes culturales. Dentro de este ámbito no se pensó en dar situación legal a lo que es innegablemente propio, y sólo en una aspiración al perfeccionamiento jurídico es cuando se habla de la «propiedad» llamada lengua: incluso entonces algunos países ni se preocupan en declararlo. La lengua está ahí, propia e inarrebatable, no como las bellezas naturales que se pueden destruir, ni como los bienes artísticos que se pueden robar. Si Estados Unidos, constitucionalmente, no declaró cuál fuera su propia lengua, sí se amparó en ella para perfilar su propia entidad legal; si Méjico o Colombia no la reconocieron oficialmente, no por eso la dejan en desamparo o carecen de sensibilidad hacia los problemas lingüísticos que deben arrostrar. No, la lengua es un bien propio, íntimo e inalienable, que no se nos puede arrebatar sino con la vida, mientras que otras posesiones -incluso culturales- pueden ser condicionadas por manos mercenarias. De ahí, por eso, las Constituciones se preocuparán por la conservación de los bienes heredados y más raramente de los lingüísticos.
Cómo llaman las Constituciones de América a la lengua oficial de cada país responde a una postura que no es sólo afectiva, nacionalista, arcaizante o como queramos llamarla; se trata, ni más ni menos, de qué denominación ha cobrado arraigo en las naciones de Hispanoamérica y, como elementos de contraste, cómo reaccionan ante un problema afín los pueblos que no hablan español. Porque ese frío concepto jurídico de «oficialidad» lleva implícitos otros de objetividad, de superación de posturas polémicas, de visiones más comprensivas y, por qué no, de arraigo total de asuntos que han quedado superados bajo una determinada fórmula, sea la tradicional, sea la innovadora. Es decir, lo que un día fue un principio movido por disposiciones sentimentales, es hoy un motivo de lingüística social, de sociolingüística o -más ampliamente- de relación entre sociedad y cultura, más allá de un simple elemento psicológico.
Castellano es la denominación de la lengua no
sólo en Ecuador, sino en otros países. En
Panamá, la llamada «constitución espuria»
,
inspirada por Arnulfo Arias, consideraba el castellano
como idioma oficial y el Estado se comprometía a «velar por su pureza, conservación y
enseñanza en todo el país»
. En Paraguay,
los partidos Revolucionario Febrerista y Liberal Radical hablaron
de castellano, mientras que el Partido de la
Asociación Nacional Republicana o Partido Colorado postulaba
por español. Por lo demás,
castellano es terminología usada en las
Constituciones de El Salvador y Venezuela.
Resulta
sorprendente la poca virtualidad actual que tiene una palabra que
gozó de enorme prestigio y que, indudablemente,
continúa teniéndolo. El hecho cierto es que en
Colombia, español, a pesar del castellano
de sus gramáticos del siglo pasado, es término que va
ganando en difusión y que ya aparecía una y otra vez
en los antiguos textos legales. Así en la viejísima
Constitución de la República de Tunja
(9-12-1811) se hablaba de que «en la
capital habrá una universidad en que se enseñe la
Gramática española»
y, en la
Constitución de la República de Colombia
(4-8-1846) se hace una precisa referencia a los «países de lengua
española»
; los países de
Centro-América (Guatemala, Honduras, Nicaragua) y
Panamá también prefieren español. En
Paraguay, y a pesar de las denominaciones que se usaron en los
Anteproyectos constitucionales de 1967, al Proyecto de la
Convención Nacional Constituyente (1967) sólo
llegó español.
Notable, y motivo
de admiración, es el caso de Cuba. El Proyecto de
reforma de la ley constitucional dice: «El idioma oficial de la República es el
castellano»
, pero la Constitución de 1940
modifica el enunciado: «El idioma oficial
de la República es el español»
.
Sabemos qué motivaciones existieron, y en parte ya han sido
historiadas: el artículo sexto de la Constitución de
1940 se discutió en la Asamblea «con vivos debates sobre si debía
consignarse español o
castellano»
. Para Jorge Mañach,
castellano en España, era denominación
regionalista y centralista; señaló, además,
que en las «instituciones docentes y
académicas la palabra castellano tiende a ser
sustituida por el adjetivo español [...] Castilla
ha dejado de ser un factor histórico, y la palabra
castellano es un vestigio arqueológico dentro de la
lengua»
. El convencional Aurelio Álvarez, promotor
del debate, defendió castellano frente a
español, aunque sus razones desde la perspectiva
cubana carecían de sentido. Cuando quiso aducir un argumento
supremo recurrió al artículo cuarto de la
Constitución republicana española («El castellano es el idioma
oficial»
) con el que perdió sus fuerzas
persuasivas; el delegado doctor Pelayo Cuervo Navarro dijo
textualmente: «Este problema fue
hondamente discutido [en las cortes republicanas] y por el concepto
español se decidieron Ortega y Gasset, Miguel de
Unamuno y la propia Academia Española, entendiendo que el
vocablo castellano era algo separatista y que el idioma
era el español»
, con lo que vino a
resultar que los argumentos de las cortes republicanas para emplear
castellano fueron los que valieron para que en Cuba
triunfara español.
Nos hemos apartado mucho de lo que habitualmente sabíamos y decíamos, acerca de las preferencias americanas en las designaciones de nuestra lengua. En las Constituciones estudiadas español parece ser el término dominante, cuando se trata de dar nomenclaturas. Las razones que enumeró Amado Alonso parece que han dejado de ser operativas o, a lo menos, exclusivamente funcionales. Hay alternancias en uno u otro sentido, pero español sigue siendo término dominante en el conjunto. Y hay algún caso -bien notable, por cierto- en que la incoherencia española dio pie a que en Cuba modificaran lo que consideraron inexacto.
Los planteamientos de la oficialidad suscitan, de inmediato, la situación de las otras lenguas de cada nación. Lógicamente nada afecta a lenguas importadas, nunca tenidas en cuenta, ni siquiera en países (como Argentina y Uruguay) que fomentaron la inmigración; así pues, todo queda reducido al enfrentamiento de español y lenguas indígenas, pero -lógicamente- hasta la formulación puramente lingüística ha sido necesaria una serie de pasos que significaron el reconocimiento de una dualidad social, sin embargo la exposición de los problemas se manifiesta muy entreverada. Por eso expondré, en primer lugar, los temas lingüísticos, pues los puramente políticos tienen que relacionarse con ellos (procesos de integración a través de la lengua) y podré enlazar el status indígena con la situación de los negros. Voy a proceder con este orden.
Las Constituciones del Ecuador presentan los siguientes motivos que ahora interesan:
En Perú, donde tantos y tantos problemas se han intentado resolver, la Constitución del 12 de julio de 1979 llega a una serie de soluciones que se formulan en los siguientes artículos:
Los enunciados
quedan claros, y responden a lo que exige la política -y la
ciencia- de hoy: respeto a los grupos raciales, educación en
lengua nativa en un nivel primario, oficialidad -en toda la
superficie del Estado- de la única lengua vehicular,
cooficialidad regional de otras dos, procurando no llegar a la
«ghettización» lingüística del
país, que impediría al Perú seguir siendo
Perú; además, «erradicación del analfabetismo»
como tarea principal del Estado, motivo que tendrá que ver,
y no poco, con el de la incorporación de las masas
indígenas. Y, como trasfondo, un principio integrador y no
destructor: Perú es hoy, una realidad que no puede
prescindir de otras realidades que lo han formado; por eso, en el
Preámbulo de la Constitución, los
legisladores evocan el pasado autóctono, «la fusión cultural y humana cumplida
durante el Virreinato»
, la gesta de los Libertadores de
América y «el largo combate del
pueblo para alcanzar un régimen de libertad y
justicia»
.
Poco es lo que las
Constituciones hablan sobre las lenguas indígenas, y ese
poco más bien parece trivial o utópico, pero, a pesar
de los pesares, matizado de conceptos de menos valer. Porque es
trivial decir que las lenguas indígenas son elementos de
cultura nacional, como se dice en Ecuador o Paraguay, y aun eso
«en cuanto convenga a la convivencia y a
la integración nacional»
; es decir, el Partido
Revolucionario Febrerista de Paraguay lo que pretendía era
mantener una situación que, en definitiva, debería
desindianizar al indio; sigue siendo trivial reducir el
carácter de «idioma
nativo»
al guaraní (Paraguay). Porque es
utópico pretender la protección y conservación
de una lengua, si no se arbitran los medios para hacerlo; irreal,
es decir que el Estado procurará la «evolución y perfeccionamiento»
de una lengua, ¿cómo? Y es concepto de menos valer
llamar dialectos a las lenguas aborígenes, tal y
como ocurre en muchos sitios de América. Queda, pues, ese
aislado testimonio del Ecuador y Perú donde se dice
claramente que -en las zonas de predominante población
indígena- además del castellano se usará la
lengua aborigen.
Se ve de manera nítida que cuanto concierne a las lenguas indígenas viene a quedar bastante lejos de la realidad. Es un problema que se siente, pero que resulta enojoso y, además, no se ve con claridad. Porque raro es el país donde al hablar de alfabetización no se quiere decir castellanización, con lo que todo queda aún más entenebrecido. Es un asunto sobre el que se ha escrito no poco, pero que interesa en este momento por cuanto las Constituciones son cuerpos legales de obligado cumplimiento, pero si no se han visto bien los problemas, ¿qué es lo que se va a cumplir? Rara es la nación de Hispanoamérica que no tiene conciencia de los hechos, pero -rara también- la que acierta a solucionarlos.
El equilibrio racial de América no sólo se perturbó con la presencia de gentes europeas, sino por la de africanos que trajeron los blancos para las explotaciones mineras y agrícolas, toda vez que la población indígena había disminuido de manera alarmante. Así como los indios eran -teóricamente al menos- hombres libres, los negros eran esclavos, y a ellos hay que referir la libertad que en las Constituciones hispanoamericanas se les reconoce. Pero, antes de llegar a ello, es necesario situar la cuestión en un plano más general.
En Estados Unidos,
la esclavitud no fue abolida hasta después de la guerra de
Secesión. Antes se habían discutido muchas
consideraciones legales y se había establecido que la
exigencia de devolver los negros fugitivos a sus amos demuestra que
los negros «y sus descendientes no
estaban comprendidos dentro del término ciudadano
usado por la Constitución»
(1857), y en ello
abunda el mismo dictamen del poder legislativo cuando distingue
entre inmigración e introducción,
términos que afectan a la raza africana para designar,
respectivamente, a la libertad (si un negro libre llegaba era
emigrante) o esclavitud (si llegaba como esclavo era introducido y
debía pagarse por él el derecho de
importación). Todavía en 1906 se podía
discutir sobre el significado de servidumbre y el de
esclavitud; aquélla, con un sentido más
amplio, trataba de «prohibir todo resabio
y condiciones de la esclavitud africana»
, pero la
Enmienda número 13 declaraba nulo cualquier tipo de
esclavitud «desarrollado mediante el
peonaje mejicano o el sistema chino del trabajo de
coolies»
. Cuando en 1881 se dictamina la
Enmienda 14, su finalidad era conceder los derechos de
ciudadanía a las gentes de color.
Si esto, como el trato a los indios, implicaba unos principios de discriminación racial, también es cierto que en otros sitios existió racismo contra los blancos. Así, en Haití, donde, una y otra vez, nos enfrentaremos con textos como los que ya figuran en la Constitución de 1805:
Entre estas situaciones extremas -Estados Unidos y Haití- Iberoamérica ofrece, desde su propia Independencia, una situación mucho más humana y racional. Como principio es abolida la esclavitud; los esclavos que pisan territorio de las Repúblicas quedan -por ello mismo- liberados, y no pueden obtener el título de ciudadanos, o lo pierden, si lo poseen, los hombres que practiquen el odioso comercio.
Las cosas fueron
distintas en Panamá. El destino de la República de
América Central estuvo signado por aquellos miles y miles de
hombres que vinieron a construir el Canal, o, lo que es lo mismo,
que determinaron la propia existencia de Panamá como Estado.
De ahí que los principios de nacionalidad tuvieran que ser
distintos que en otras partes: el país se había
desgajado de Colombia en 1903, emigrantes de 91 naciones
habían llegado a la llamada de la obra gigantesca, hizo
falta absorber a todas estas gentes cuya misión se
había cumplido, pero que no podían o no
querían regresar a su patria de origen... Los legisladores
panameños tuvieron que hacer frente a situaciones
anómalas y conflictivas y se decidió arbitrar
diversos procedimientos: vino a resultar entonces que sólo
la lengua fue el factor aglutinante. Los panameños por
nacimiento fueron «los nacidos bajo la
jurisdicción de la República, cualquiera que sea la
nacionalidad de sus padres, siempre que ninguno de estos sea de
inmigración prohibida»
. Y he aquí que la
ordenación social viene a vincularse a la lengua, por cuanto
la legislación estima que son de inmigración
prohibida los individuos de «raza
negra cuyo idioma originario no sea el
castellano»
y, lógicamente, cualesquiera
otras razas (amarilla, hindúes, de Asia Menor, africanas del
norte) que no hablan español. Lo cierto es que lo de las
razas no está determinado con exactitud, por cuanto se
intenta reducir los grupos étnicos a las principales
naciones de origen; sólo una cosa se impone con evidencia:
la Torre de Babel que iba a resultar de aquel amasijo de gentes
tuvo que organizarse para que el caos no fuera la única
fuerza vital. Y la lengua fue el principio que se buscó para
establecer el orden: por eso no se aceptaron las ampliaciones que
no estuvieran subordinadas al principio de la unidad
lingüística. Panamá, apenas al día
siguiente de su nacimiento, tenía que manifestar su propio
sentir nacional; más aún, hacerlo sensible a gentes
que moraban en su tierra, pero que no se identificaban con ella por
nada de lo que los sociólogos llaman hábitos o mores
(religión, costumbres, psicología, etc.) y, a pesar de que todo podía
adquirirse o no ser diferenciador (raza, religión,
tradiciones, etc.), era
imprescindible un instrumento que abriera la comunicación y
salvara a esos miles de hombres de la marginación. Y el
Estado, cuya obligación suprema es la de integrar dentro de
la idea de Nación, no pudo renunciar al instrumento que une
a los hombres más que nada, y se asió a la lengua
como principio ineludible para lograr la integración
nacional.
He tratado de
exponer una serie de realidades socio-lingüísticas que
se condicionan mutuamente. Nada sale de la nada, y todos estos
informes tienen que ver -social y lingüísticamente- con
la historia. La andadura libre de los pueblos de América no
lo es tanto que no descubramos conexiones y dependencias, pero, si
es cierto que la Historia se hereda siempre, no lo es menos que los
hombres pueden condicionarla en la medida de sus limitadas
posibilidades. Y he aquí un primer problema con el que nos
hemos enfrentado: resulta sorprendente que algo con apariencia de
tan poco relieve como las fórmulas de tratamiento y, en
particular, la supresión del uso de don llegue nada
menos que a formularse con carácter preceptivo en alguna
Constitución. Pero no hay problemas pequeños: tras
esas tres letras había todo un mundo que vibraba,
llamémoslo anhelos de igualdad, deseos de superación,
reacción nacionalista. Lo que ocurre es que las cosas no se
reducen al designio de una legislación, sino que caen en un
estanque inmenso llamado sociedad. Allí es imprescindible
acertar si la piedra va a descender pausadamente hasta el fondo o
va a encrespar la superficie de las aguas. Y esto ha venido a
ocurrir ahora: ni quienes perdieron la preeminencia, ni quienes
pretendieron alcanzarla quedaron impasibles. La fórmula de
tratamiento se convirtió en bienes nullius, se desdeñó por
aplebeyada, se sustituyó por una cohorte de nuevos
títulos, se mantuvo encastillada en sus viejos prestigios.
Cada naciente sociedad heredó lo que la Colonia fue en
aquellas parcelas restringidas y, lo que no se tuvo como
previsible, tras un tumultuoso desasosiego las lenguas empezaron a
tranquilizarse y el pobre don volvió a «enderezar al fin su paso»
hacia los
manaderos de donde había salido. Y es que tras la ruptura,
también los espíritus se serenaron, aunque en un
minúsculo problema lingüístico había otro
social muy grande y, sin querer, al pretender la libertad, se
había venido a cumplir otra discriminación. Porque
don no era sólo un privilegio, era -y es-
más aún, un reconocimiento social no de sangre, no
económico, sino de cultura, de dignidad por el servicio a la
colectividad. Y lo que en España siguió siendo, en
América se tuvo que inventar y el doctor, el
licenciado acabaron por no ser otra cosa que
fórmulas que indicaron el servilismo de quienes adulan a los
que no llegaron ni a doctores ni a licenciados.
Porque la
independencia no fue una varita mágica que dio, con su solo
amago, igualdad y libertad. La utopía estuvo en creer que,
diciéndolo, todos los hombres eran iguales. Iguales,
sí, ante una ley cargada de idealismo; desiguales ante una
sociedad que deshaciendo unos privilegios mantenía otros
tipos de desigualdad. El gran soñador Simón
Bolívar cayó en la añagaza y redactó la
Constitución vitalicia o, en su honor, llamada bolivariana,
que en su versión primitiva decía que para ser
elector, cualquier hombre «debe saber
escribir sus votaciones, firmar su nombre y leer las leyes [...] Ha
de profesar una ciencia o un arte que le asegure un alimento
honesto»
. Esto era tan hermoso que -virtualmente- todas
las Constituciones lo aceptaron. Pero ¿y los fueros de la
realidad? Escribir y leer, ¿qué lengua?
¿Cómo ganar -así, sin más- un alimento
honesto con una ciencia y un arte? Resulta que se había
marginado a millones de americanos con esas sencillas y hermosas
palabras. Se empezaron a matizar: se proponían las fechas en
que la instrucción debía poseerse, se retrasaban -las
fechas- uno y otro día y al final, hubo que olvidarlas. Otra
vez el problema lingüístico había incidido en el
político: el hombre estaba vivo, actuante, pero no todos
podían comunicarse porque no poseían ese instrumento
que es la lengua, y sin él no se adquiere la ciencia y ni
demasiadas artes. Lo que empezó con una fórmula de
tratamiento quería conducir a la igualdad legal, pero las
propias leyes olvidaron que había millones de americanos que
no habían podido ser iguales, que no lo eran, que
tardarían decenios y decenios en llegar a serlo. Y esto no
por culpa de nadie, sino que la sociedad que había nacido
seguía siendo una sociedad occidental y había que
empezar por dar el primer paso, precisamente, el de la igualdad.
Pero igualdad quiere decir que cualquier hombre que sirva a los
intereses colectivos debe ser ciudadano porque trabaja para que la
sociedad se logre. Eliminarlo por no saber leer y escribir es otra
forma de explotación, aunque se pensara -otra vez la
utopía- que la libertad sólo se logra en la cultura
elemental. Entonces se ve como exigencia mínima para ser
ciudadano la alfabetización. La Historia ha hecho volver los
ojos hacia la tierra donde posamos nuestras plantas: para ser
iguales todos tenemos que disponer -cuando menos- de las bases de
esa igualdad. Surge una nueva cuestión: la necesidad de
crear la educación para todos.
Los problemas se
van ensartando: la sociolingüística no es un par de
montones de cerezas (el de la sociedad y el de la lengua)
mutuamente insolidarios. Sino que es el conjunto único donde
arrastrar de un fruto significa tirar también de muchas
unidades de las que están juntas en la cesta. Al tocar un
problema de lengua, toda la sociedad se ha resentido y,
recíprocamente, al modificarse la sociedad, la lengua ha
tenido que ir adaptándose a la nueva realidad. Para lograr
los fines igualitarios, hay que disponer de «igualdad de oportunidades»
, y esas
oportunidades sólo las da la cultura, que, fatalmente, se
tiene que adquirir a través de una lengua. Entonces se
obliga a una instrucción cuando menos elemental: vienen en
ese momento las declaraciones solemnes, que son políticas,
no lingüísticas, creo que tampoco sociales. Los
prohombres suben al podium de
los gorgoritos y empiezan sus declaraciones. No demasiadas veces
descienden a la realidad precisa: la educación no se
improvisa, hacen falta maestros, es necesaria una inversión
que no es rentable hoy, pero que lo será mañana. Y
pocos países convierten los buenos propósitos en
dignidad para el profesor y en dotaciones para los centros. Y un
buen día se descubren cifras aterradoras: en El Salvador, el
65 % de la población total del país es analfabeto; en
Perú (1940), el 60% o el 75% (1942) o el 35% (1952); en
Puerto Rico, el 28%, etc.
Pero el
número de analfabetos está siempre en relación
con la proporción de indígenas en cada país;
por tanto, es necesaria la integración de esos grupos para
que sus componentes puedan ser ciudadanos de pleno derecho. Esto
suscita unas inmediatas consideraciones: el analfabetismo depende
en gran manera de la pertenencia cultural del hombre. Los blancos o
mestizos dominan el español, en tanto hay grandes masas de
indios que no lo poseen. Verdad ésta de una sencillez
meridiana, y que, sin embargo, no fue sentida hasta muy tarde.
Bolívar, que tan presentes tenía todos los problemas
de América, que pensó en la cultura para todos, que
quiso liberar al indio, no se dio cuenta que todo aquello era -en
esencia- un problema lingüístico. Tan no lo vio que, al
establecer el poder moral de la República, determina entre
las obligaciones de la Cámara «publicar en nuestro idioma las obras
extranjeras más propias para ilustrar la
nación»
. Los problemas subyacentes tendrían
que aflorar pronto. Pero surgieron al querer perfeccionar el propio
articulado de las Constituciones; brotaron entonces como la lengua
del Estado y, en función de ella, qué es lengua
nacional y qué es lengua oficial. De otra
parte el reconocimiento de que las lenguas indígenas
existen, supone la cuestión de una alfabetización que
elimina el desprecio hacia cualquier modalidad, de su valor dentro
del acervo cultural de la nación y de su protección
mediante programas de conservación y defensa, pero nos
movemos muchas veces dentro de la pura utopía:
alfabetización no es sino
castellanización, campesino es
sinónimo de indio, incultura se equipara a
indigenismo. De cualquier manera, el descenso a la
realidad conduce a la hispanización de los nativos como
instrumento para lograr su incorporación a la
organización estatal y como posibilidad de disfrutar de las
ventajas y protección que facilite el Estado. No obstante,
los países de Hispanoamérica tuvieron desde fechas
muy lejanas la preocupación de no marginar a nadie y de no
considerar a los indios como menores colocados bajo la tutela de
blancos y mestizos: las Cortes de Cádiz fueron testimonio de
lo avanzado de estas doctrinas y los cuerpos legales posteriores
han tratado de incorporar a estas gentes en un plano de igualdad
con los demás ciudadanos. Evidente, hay desajustes, pero
evidente la voluntad que rige esta política en todas partes:
reconocer la propiedad de la tierra a las comunidades
indígenas que las poseyeron es todo un símbolo.
Lógicamente
el problema no se hubiera visto en toda su complejidad si los
negros no existieran en nuestras propias preocupaciones. Y
también ahora la legislación de Hispanoamérica
se adelantó a la de los demás pueblos: los matices en
Estados Unidos fueron complicados y, muchas veces,
casuísticos hasta que se adoptó una política
noblemente integradora, pero desde sus mismos orígenes -y
casi sin excepción- los pueblos hispanohablantes abolieron
la esclavitud y no cayeron, como Haití, en un racismo de
signo contrario. Incluso el singular planteamiento que tuvieron las
cosas en Panamá, como resultado de causas
histórico-sociales bien conocidas, no tuvo otro fin que el
de la integración, e integración a través del
español como lengua del Estado. En el lejano 1821, don
José Mariano Méndez decía que en
Centro-América se «hablan
diversos idiomas de mexicano, quiche, sutugil, mam, pocomám,
poconchil, chorti, sinca y otros, pero la lengua general de
casi todos ellos es el castellano»
.
Pero no hemos de
creer que la transculturación sólo ha dado factores
negativos; América Central, por ejemplo, cuando llegaron los
españoles, «era un hacinamiento
de caciques, tribus y algunos señoríos divididos por
odios raciales»
, y algo parecido tendría que
decirse de Méjico; las ciudades bolivianas de hoy «proceden de la época
española»
; la propia conciencia nacional se apoya
en títulos coloniales en fechas tan recientes como el
año de 1957, etc. Que
la lengua jugó un papel primordial es archisabido. El
emperador Agustín de Itúrbide al redactar el Plan
de Iguala que conduciría a la anexión de
Guatemala, escribió melifluamente la cobertura de sus
sentimientos:
Ved la cadena dulcísima que nos une; añadid los otros lazos de la amistad, la dependencia de intereses, la educación e idioma y la conformidad de sentimientos. |
O que un
historiador moderno, en una de las regiones
lingüísticamente más complejas diga: «Se admite siempre que Centro-América es
una [...] por su idioma»
. Lógicamente la verdad se
ampara -sólo- en la unidad del español, no en el
mosaico mil veces roto de las lenguas indígenas.
He aquí cómo la lengua une elementos sociales y la sociedad busca su más firme sostén en la lengua. El primitivo planteamiento de unos principios muy sencillos se ha enrevesado con mil problemas heterogéneos, y heterogéneos porque lengua y política son dos mundos diferentes, aunque mutuamente se condicionen. Y, como tantas veces, lengua y política sólo han cobrado sentido en esa otra realidad harto diferente que es la Historia1.