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Lengua y sociedad: las constituciones políticas de América

Manuel Alvar




ArribaAbajoIntroducción

América es un intrincado laberinto en el que mil circunstancias históricas, políticas, sociales hacen que los problemas europeos adquieran inusitadas connotaciones. Dar una vuelta más al torniquete de la estratigrafía social, de la distribución de las naciones indígenas, del mestizaje o de la integración no es lo que pretendo en este momento. Que todos estos problemas repercuten sobre la lingüística es evidente y más de una vez he tratado de ello, pero lo que quisiera ver ahora no es una cuestión particular, puesto que aún necesitamos muchas monografías para tentar la síntesis abrazadora, sino ver unos cuantos problemas, precisamente porque nunca se han enfrentado desde mi perspectiva actual.

Pretendo analizar todas las Constituciones de todos los pueblos de América en cuanto tocan problemas lingüísticos. Evidentemente, un planteamiento semejante afecta de inmediato a los hechos sociales; no lo olvidemos: las Constituciones se llaman «políticas», esto es, afectan al arte, doctrina u opinión referente al gobierno del Estado. Hecho social. La unión lingüística y política va a ser la andadura sociolingüística por la que vamos a discurrir.






ArribaAbajoLa Independencia y el tratamiento de don

A raíz de la Independencia, las naciones americanas fueron adoptando posturas más o menos radicalizadas con respecto a lo que había sido la situación anterior; sin embargo, los problemas lingüísticos sólo trascienden por caminos indirectos. Hubo países que mantuvieron durante años la legislación española: en otros, las Cortes de Cádiz tuvieron enorme trascendencia; en muchos, por último, fue la Constitución de los Estados Unidos quien vino a marcar su impronta. Que la tendencia liberal o el ejemplo del Norte significaran no poco para los pueblos de América, parece lógico y necesario; sin embargo, permítaseme un botón de muestra que justifica la primera de mis afirmaciones;

Hasta 1880, en que se promulgaron los códigos hondureños, estuvo en vigor el viejo cuerpo legal español, apenas modificado. Las Siete Partidas regían la vida civil y las «Ordenanzas de Bilbao», anacrónicas en España, la vida mercantil.



Sin embargo, y también parece lógico, hubo una pretensión de ruptura con la antigua metrópoli, aunque los esperados beneficios quedaran muchas veces -según veremos- en pretextos para especulaciones teóricas y los legisladores descendieran a cuestiones como las que preocupan a la Asamblea Nacional Constituyente de la República Federal de Centro-América. En un lejano 23 de julio de 1823 se consideraba «que los tratamientos y títulos de distinción son ajenos a un sistema de igualdad legal», pero no podía por menos que reconocerse «que los funcionarios y ciudadanos no deben tener otro título que el que sea propio de las funciones que ejercen, ni más distintivo que el que merezcan por sus virtudes cívicas». De ideas tales salieron tantos y tantos títulos sociales que iban a proyectar su existencia sobre la lingüística una vez que se abolió «la distinción del don». He aquí un primer motivo que afecta a los problemas que tratamos de considerar.

Ángel Rosenblat ha señalado cómo el «disputado privilegio» de usar el don había sufrido mil peripecias hasta la Real Cédula de «Gracias al sacar» (1795), en que por mil reales de vellón se podía comprar, y así aún duraban las cosas en Lima por 1818; después, en Cuba, se podía adquirir por los negros que hubieran prestado «relevantes servicios». En España, a pesar de la generalización del uso, don sigue siendo una marca distintiva que no se envileció. Acaso haya que ver en esto una diferencia entre españoles y americanos: para aquéllos, don implica, sí, tratamiento de distinción social y, además, es signo de familiaridad respetuosa: sobre el don se asienta un principio de estratigrafía cultural o económica. Y con él basta. En el Nuevo Mundo, como querían los legisladores de Centro-América, los «ciudadanos no deben tener otro título que el que sea propio de las funciones que ejercen», y así proliferó toda una inacabable teoría de licenciados, doctores, arquitectos, ingenieros, que, incluso en la conversación más informal, nos abruman a los llanos españoles. Bien es verdad que las cañas se tornaron lanzas, si es que ya no lo eran desde antes; esa mezcla de aparente igualación y de negación del privilegio vemos que tiene insospechadas realizaciones: en Cuba los negros, al obtener la libertad, alcanzaron también los títulos de los demás ciudadanos, y emplearon el don, que les estaba vedado; de ahí que las clases altas abandonaran ese título de tratamiento; en Santo Domingo, por 1850, el uso de don no connotaba ningún privilegio y se generalizó, como en España (a gentes de cierto decoro económico y mayores de treinta años). En otros sitios don nunca dejó de usarse; en algunos se perdió cuando las clases más pobres se dieron cuenta que los ricos habían dejado de emplearlo; en los más, don se está generalizando como fórmula cortés, en Ecuador doña es sinónimo de «india adulta casada».

Este complejo panorama no obedece a motivos generales, sino que, partiendo de una situación sociológica, multitud de normas regionales forzaron los resultados que conocemos hoy. Porque, en efecto, las Constituciones de todos los pueblos de Hispanoamérica procuran ajustarse al principio de igualdad de todos los ciudadanos y eliminaron preeminencias, mayorazgos, vinculaciones, etc., que significaran cualquier situación de prestigio o que hereditariamente se pudiera transmitir, pero sólo en la Federación de Centro-América se produjo la supresión constitucional del don. Las cosas caminaron en cada sitio por sus propios pasos: se mantuvo el tratamiento a la española, se generalizó y vino a envilecerse, se restringió a ciertos niveles sociales (título académico, edad o cualquier otro tipo de respeto), se condicionó a nuevas ordenaciones político-sociales como en la Argentina de Rosas, etc. El don, que en España ya no era privilegio de sangre -sino de las obras, fue buscado afanosamente por las gentes de menor prestigio, y desapareció. Sin embargo, la situación española fue vuelta a admitir e incluso se extendió en algunos países, pero no pudo con la caterva de doctores, licenciados, maestros, ingenieros, arquitectos con que se había complicado el uso bastante simple del don. Y doctor es -tantas veces- cualquier cosa menos doctor, o licenciado, o don... La democratización extinguió, pero, en contrapartida, también generalizó y, al extenderse, los mismos democratizadores se diferenciaron dejándolo para negros e indios.




ArribaAbajoNacionalidad y ciudadanía

Sí, acabamos de ver, un cambio social afectó a un hecho lingüístico bien concreto, otros hechos sociales suscitan problemas lingüísticos, aunque a estos tengamos que buscarlos en formulaciones no expresas. De una u otra forma, nacional es cualquier persona nacida en el territorio del Estado (o que cumple unos determinados requisitos), pero no todos los que poseen la nacionalidad son ciudadanos. Y en esta valoración surgen ya, de nuevo, los problemas lingüísticos. Porque para ser ciudadano es necesario «saber leer y escribir». Esta condición, en principio, encerraba un anhelo puramente utópico: se confiaba que con el cambio político se llegaría a una situación paradisíaca de igualdad, de libertad y de cultura. Por eso los prohombres que redactaron la Constitución argentina, suspendieron a los analfabetos los derechos de ciudadanía; los legisladores creían que, en 1830, todos los venezolanos tendrían instrucción elemental; los bolivianos, en 1836; los colombianos, en 1840; los argentinos, en 1841; los costarricenses, en 1853 los nicaragüenses, en 1858... Sin embargo, la dura experiencia hizo olvidar los sueños, y las Constituciones venezolanas van descendiendo a la realidad: la de 1830 dice que «esta condición [la de haber alcanzado la alfabetización] no sería obligatoria hasta el tiempo que designe la ley», o la de 1857, hasta 1880: medio siglo se habían rebasado los presupuestos iniciales y los resultados habían descorazonado al legislador; cuando entra en vigor la Constitución de 1874, para ser ciudadano ya no se exige saber leer y escribir, y así van desgranándose una sarta de cuerpos doctrinales que se han olvidado del presupuesto inicial hasta que en 1949, para ejercer sus derechos cívicos, se vuelve a exigir a los venezolanos el saber leer y escribir. En Colombia podríamos ejemplificar con testimonios bien semejantes a los que acabo de aducir, y, una vez más el desajuste entre la utopía inicial y la realidad histórica; otra vez, el abandono de un ideal difícilmente alcanzable.

Acabamos de exponer cómo las Constituciones de América se encuentran dentro de un amplio proceso de igualación democrática que no es exclusivo de los países del Nuevo Mundo. Fuerzas nacidas de la Revolución Francesa están actuando para crear un nuevo concepto de sociedad y, para alcanzarlo, pugnan la utopía y el realismo: bastaría con leer la política lingüística que se desprende de las encuestas de Grégoire para tener conciencia clara de ello; los modernos intérpretes llegan a la conclusión que de aquellas especulaciones se desprenden: «tous les hommes sont des hommes». Pero para que todos los hombres alcancen unos límites más altos que el simple de ser hombre es preciso dotarlos de instrucción: por muy paradisíacos que sean los ideales, por muy igualitario que sea el propósito del legislador, por mucho que todos los hombres sean hombres, hay un límite establecido: es el de los niveles culturales. Unos países de América tienen conciencia del problema y exigen la alfabetización; otros, cierran los ojos y ocultan, como el avestruz, la cabeza bajo el ala, como si el problema no existiera, ¿pero es que acaso ha desaparecido? Ser hombre no es sólo caminar, como un bípedo implume, es tener los mismos derechos que los demás porque hay capacidad para exigirlos y ejercicio consciente de responsabilidad. Cuando la Enmienda de 1875 dice que el gobierno federal de Estados Unidos no necesita intervenir en cuestiones estatales, reconoce un primer derecho de cualquier organización responsable de la convivencia ciudadana: estar alfabetizado es una exigencia mínima para tener derechos de ciudadano, esto es, deberes de ser hombre totalmente responsable.

Si no se posee esa cultura mínima, pero imprescindible, el hombre está en la misma situación que el siervo medieval: la nación moderna se basa en la igualdad de derechos y obligaciones de todos sus componentes; porque si esas Constituciones de América han exigido muchas veces que, para votar, el hombre no debe depender de otro (por ejemplo, como criado) y debe tener bienes (para ser independiente), no menos cierto es que la libertad sólo se alcanza con la responsabilidad que da el conocimiento: decir que todo hombre es ciudadano con sólo haber cumplido veintiún años, es poner en su mano un derecho que no sabe usar, sino que va a emplear conforme a los dictados de los nuevos señores feudales. Sí, todos los hombres han de ser iguales, pero para serlo no basta con una utópica -e irrealizable- declaración de principios.

Los bienes de la cultura son, pues, imprescindibles para alcanzar cualquier otro derecho y son, en sí mismos, un acto de liberación. Estamos en un camino cierto, pero esos niveles deseados exigen planificación, puesta en marcha, aceptación o captación, todo un programa muy difícil de poder cumplir, pero sin encararlo todo queda en declamaciones más dignas del olvido que de cualquier otra cosa. Y el hombre que no sabe sus derechos y que no los conoce para ejercerlos, se queda en una triste condición en la que los derechos civiles serán para él como la inesperada limosna que le viene a la mano, los derechos políticos le están vedados y los derechos sociales no los logra porque difícilmente alcanza ese mínimo de economía que le permite vivir con la dignidad que el hombre debe exigir. Si todo esto se queda en preciosidades como la que voy a transcribir, para nada servirá el haber pensado en los problemas, pero aún quedará la duda acerca de la sinceridad. Ejemplifiquemos con algo que nos dará pie para más que comentarios estilísticos: el Plan de Tegucigalpa (24-12-1953) del Coronel Carlos Castillo Armas permite transcribir cosas como éstas:

Y es de imperiosa necesidad llevar el alfabeto hasta el corazón de la montaña; enseñar a leer y escribir a las grandes mayorías; instruirlas siquiera en los rudimentos de la aritmética, de la higiene, del civismo y de la moral y, por encima de todo, que aprendan a amar a Guatemala con conciencia plena de la nacionalidad [...]

No es de menor importancia que la nutrición, el vestuario y la vivienda, la alfabetización. Cada analfabeto adulto es una bofetada a la nacionalidad y un índice acusador del propósito malsano o de la incuria punible del Estado y de la sociedad.



Evidentemente, se ha confundido alfabetización con castellanizaron, pero no es esto lo que interesa aquí, sino la prolijidad con que se usa la palabra: sobra casi todo y aún se mezclan elementos que son, simplemente, motivos de propaganda. Tanta palabra no es sino expresión de algo que va a convertirse en instrumento de poder: el beso de Minerva, al que expresamente se alude, hace siglos que dejó de ser milagroso, la Patria es una palabra vacía cuando se usa interesadamente, lo que se pretende no necesita de solemnidad, sino de eficacia. Y basta contemplar unas descamadas cifras para que la única responsabilidad posible sea la de ponerse a laborar con olvido de aburridas ampulosidades.




ArribaAbajoCuestiones lingüísticas antes de establecer la lengua oficial

La Constitución de Estados Unidos, la primera de América, no se planteó el problema de su lengua nacional, por más que existan recelos nacionales que llevaron -ya en las luchas de la independencia- al intento de reemplazar el inglés por el hebreo o el griego. Sin embargo, los Principios generales de interpretación son de un valor precioso en estos momentos. Así es fundamental la Consideración general sobre el significado de las palabras utilizadas: «las palabras deben tomarse en su sentido natural y obvio, ya que la interpretación de la Constitución de los Estados Unidos se encuentra necesariamente influenciada por el hecho de que sus disposiciones están redactadas en el lenguaje del derecho común inglés, y deben ser leídas a la luz de su historia». Naturalmente, nada que tenga que ver con los indios, que para nada contaron, según veremos, y nada con los estados en los que la lengua fuera francés o, luego, español, salvo en el caso específico de Puerto Rico, al que tendré que referirme.

Cuando el Poder Legislativo necesita aclarar conceptos, especifica con absoluta coherencia cuáles son los principios por los que se rige. Así el artículo VI, párrafo II:

Un tratado es un acuerdo solemne entre naciones. Las palabras tratado y nación, sin embargo, son palabras de nuestro idioma.



La política de los Derechos de las personas dio lugar a la Enmienda 5 de la Constitución (actos de 1926 y 1927), de tal forma que, durante la dominación en Filipinas, se consideró inconstitucional una ley que prohibía a «los comerciantes chinos llevar su contabilidad en chino», y ello porque les privaba de libertad y bienes; sin embargo, un año después, se ordenó «el cumplimiento de una ley de Hawai que prohibía el mantenimiento de escuelas de idiomas extranjeros, salvo permiso escrito y pago de una cuota basada en la asistencia».

Como se ve, son cosas diferentes: una afecta a los derechos de las personas; otra, al derecho público. Sin embargo, la situación en Puerto Rico tenía muy claras precisiones: la ley Foraker decía tajantemente que todas las «actuaciones ante el tribunal supremo de los Estados Unidos deberán realizarse en idioma inglés». Es harto sabido el empeño americano por imponer el inglés en Puerto Rico, por ello exigió que el comisionado residente debiera saber leer y escribir en inglés, que el gobernador fuera ciudadano de Estados Unidos y supiera leer y escribir en la lengua nacional y el presidente retuvo hasta 1948 el nombramiento del comisionado de educación, que lo hacía directamente. Resumiendo mucho una situación que sería larga de describir, baste señalar que, el 28 de agosto de 1898, el general en jefe norteamericano emitía una proclama, cuya solemnidad es propia de la ocasión: «En la causa de la libertad, de la justicia y de la humanidad sus fuerzas militares [de E. U.] han venido a ocupar la isla de Puerto Rico», veinticuatro horas después a los jefes de sus unidades les hacía saber que «el poder del ocupante militar» es «absoluto y supremo»; el doctor S. Clark, comisionado del gobierno norteamericano (1899) manifestaba el más grosero desprecio por la lengua de los puertorriqueños, y las políticas de Brumbraugh (1900-1905), Falkner (1905-1916) y Miller (1916-1934) fueron caprichosas hasta tal extremo de que «los primeros maestros de inglés fueron simplemente ex soldados del ejército invasor: ninguno de ellos sabía español y algunos sabían poco inglés». Las conclusiones a las que Clark pretendía llegar eran un sarcasmo: con tales docentes se iba a mejorar la economía, iba a brotar la democracia y se iba a comprender la cultura yanki; Falkner, a partir de 1905, eliminó el español de todos los grados de educación, de modo que había impuesto el inglés en el 98% de las escuelas (1912). Los resultados fueron -según el testimonio norteamericano- catastróficos y «se volvió a la realidad», aunque en 1946 aún podían vetarse leyes puertorriqueñas que pretendían hacer del español el único idioma de la enseñanza y, en 1977, se condicionaba la ayuda educacional a que la enseñanza fuera en inglés.

La declaración constitucional de una lengua nacional se hace muy tardíamente. Es problema que no interesa, porque no se siente, y aún hay naciones hoy que, con su fuerte personalidad y sus preocupaciones indigenistas, todavía no han formulado constitucionalmente cuál es su lengua nacional (Méjico, Colombia). Pero antes de pasar adelante, detengámonos un momento en Haití y Brasil: en ambos países el problema -idéntico en el fondo- es distinto en su manifestación. En definitiva, y una vez más resultado de la historia. Haití posee una primera constitución de 1801, en ella se dice: «Santo Domingo en toda su extensión, así como Samaná, la Tortuga, Gonave, Cayemitas, Ille-à-Vaches, Saona y otras islas adyacentes, constituyen el territorio de una sola Colonia, que forma parte del Imperio francés, pero que se rige por leyes especiales», pero ya, en el artículo 77 y último de la Constitución, «el General en Jefe Toussaint Louverture queda encargado de remitir la presente Constitución al Gobierno francés para su sanción; sin embargo, ante la ausencia de leyes, la urgencia de salir de este estado de peligro, la necesidad de restablecer prontamente los cultivos [...], el General en Jefe queda autorizado, en nombre del bien público, a ponerla en ejecución en toda la extensión de la colonia». Desde el 8 de julio en que se promulga el texto hasta la respuesta de Napoleón (27 Brumario del año X) media poco tiempo: el Emperador de los franceses dice aceptar unas cosas, pero rechaza otras «contrarias a la dignidad y la soberanía del pueblo francés», organiza «una gran expedición mandada por su cuñado Leclerc», que, en los primeros días de 1802, desembarcó en la Española; Louverture, detenido en mayo y enviado a Francia, moría el 17 de marzo de 1803. Con este acto, se ha dicho «los franceses, sin saberlo, habían roto de manera irrevocable cualquier futura colaboración política, social y económica entre los dos países».

Las Constituciones se van a seguir efímeramente: la del Emperador Jacques Dessalines (1805), las del Sur y Norte (1806), la real de 1811, las de 1816, 1843, 1846, pero ya en la de 1849 se dice:

El empleo de las lenguas de uso en Haití es libre y sólo podrá ser regulado por la ley en lo relativo a los actos de la autoridad pública y asuntos judiciales.



Después, de una u otra forma, se irán repitiendo los preceptos relacionados con éste, hasta el silencio, que conducirá al reconocimiento del francés como lengua oficial en 1935. Luego vendrá la legalización del crèole.

Decía antes que la situación brasileña era semejante, pero que se manifestaba de forma distinta. En efecto, se trataba de afianzar la personalidad nacional a través de la lengua, pero esa lengua se llama portugués. Esto impone a los legisladores brasileños una pugna entre los sentimientos nacionalistas y una realidad lingüística, que, en nuestros propios días, afectará incluso a técnicos de reconocida solvencia. La Constitución de 1934 hace una referencia concreta a la lengua del país; entre las obligaciones de la Unión, está la de mantener la libertad de enseñanza, pero en los establecimientos particulares deberá ser impartida «no idioma pàtrio, salvo o de línguas extrangeiras». Del mismo modo, la Constitución de 1946 dice tajantemente: «O ensino primário é obligatorio e só será dado na língua nacional». Brasil -otro país más en una larga serie- recoge tardíamente los problemas lingüísticos: los diluye en vaguedades que de evidentes acaban por no decir nada. Haití prescinde de nomenclaturas, recurre al anonimato lingüístico, reconoce el francés y, luego, lo atenúa. Brasil sigue, por idénticos motivos, los dos primeros caminos y ahí se detiene. En Filipinas, antes de llegar a una solución definitiva, y también como resultados históricos bien recientes, se plantea el problema en estos términos:

The Congress shall take steps toward the development and adoption of a common national language based on one of the existing native language. Uiuü otherwise provided by law, English and Spanish shall continue as official languages.



Tras este largo periplo llegamos a los pueblos «de la América que tiene sangre indígena, / que aún reza a Jesucristo y aún habla en Español». En esos pueblos los problemas de nomenclatura lingüística sólo tardíamente se reflejan en sus Constituciones: herencia, al fin y al cabo, de esa triple enseñanza española, francesa y norteamericana. De tal modo que la primera vez que se habla de lengua nacional es en Ecuador, en 1929.

Si en el año 1929 en Ecuador aparece por vez primera en Hispanoamérica la denominación de la lengua nacional, hemos de inferir que el hecho viene motivado por el sentimiento de perfeccionar en todos sus extremos los cuerpos legales: desde un principio se establece cuáles son los límites de la nación, quiénes son los naturales de ella, quiénes sus ciudadanos, cuál la forma de regirse y las mil circunstancias que establecen un gobierno de derecho. Lógicamente, el último precepto que se formula es el que afecta al propio instrumento en que se redactan las leyes, porque está ahí, de manera inequívoca, en cada una de las palabras que se escriben.

Tenemos, pues, que la conciencia de la propia lengua nacional sólo cobra sentido en época tardía. Cada país se encuentra inserto en su propia realidad y la lengua le es tan suya como el paisaje, los monumentos o cualesquiera otros bienes culturales. Dentro de este ámbito no se pensó en dar situación legal a lo que es innegablemente propio, y sólo en una aspiración al perfeccionamiento jurídico es cuando se habla de la «propiedad» llamada lengua: incluso entonces algunos países ni se preocupan en declararlo. La lengua está ahí, propia e inarrebatable, no como las bellezas naturales que se pueden destruir, ni como los bienes artísticos que se pueden robar. Si Estados Unidos, constitucionalmente, no declaró cuál fuera su propia lengua, sí se amparó en ella para perfilar su propia entidad legal; si Méjico o Colombia no la reconocieron oficialmente, no por eso la dejan en desamparo o carecen de sensibilidad hacia los problemas lingüísticos que deben arrostrar. No, la lengua es un bien propio, íntimo e inalienable, que no se nos puede arrebatar sino con la vida, mientras que otras posesiones -incluso culturales- pueden ser condicionadas por manos mercenarias. De ahí, por eso, las Constituciones se preocuparán por la conservación de los bienes heredados y más raramente de los lingüísticos.




ArribaAbajoDenominación de la lengua oficial

Cómo llaman las Constituciones de América a la lengua oficial de cada país responde a una postura que no es sólo afectiva, nacionalista, arcaizante o como queramos llamarla; se trata, ni más ni menos, de qué denominación ha cobrado arraigo en las naciones de Hispanoamérica y, como elementos de contraste, cómo reaccionan ante un problema afín los pueblos que no hablan español. Porque ese frío concepto jurídico de «oficialidad» lleva implícitos otros de objetividad, de superación de posturas polémicas, de visiones más comprensivas y, por qué no, de arraigo total de asuntos que han quedado superados bajo una determinada fórmula, sea la tradicional, sea la innovadora. Es decir, lo que un día fue un principio movido por disposiciones sentimentales, es hoy un motivo de lingüística social, de sociolingüística o -más ampliamente- de relación entre sociedad y cultura, más allá de un simple elemento psicológico.

Castellano es la denominación de la lengua no sólo en Ecuador, sino en otros países. En Panamá, la llamada «constitución espuria», inspirada por Arnulfo Arias, consideraba el castellano como idioma oficial y el Estado se comprometía a «velar por su pureza, conservación y enseñanza en todo el país». En Paraguay, los partidos Revolucionario Febrerista y Liberal Radical hablaron de castellano, mientras que el Partido de la Asociación Nacional Republicana o Partido Colorado postulaba por español. Por lo demás, castellano es terminología usada en las Constituciones de El Salvador y Venezuela.

Resulta sorprendente la poca virtualidad actual que tiene una palabra que gozó de enorme prestigio y que, indudablemente, continúa teniéndolo. El hecho cierto es que en Colombia, español, a pesar del castellano de sus gramáticos del siglo pasado, es término que va ganando en difusión y que ya aparecía una y otra vez en los antiguos textos legales. Así en la viejísima Constitución de la República de Tunja (9-12-1811) se hablaba de que «en la capital habrá una universidad en que se enseñe la Gramática española» y, en la Constitución de la República de Colombia (4-8-1846) se hace una precisa referencia a los «países de lengua española»; los países de Centro-América (Guatemala, Honduras, Nicaragua) y Panamá también prefieren español. En Paraguay, y a pesar de las denominaciones que se usaron en los Anteproyectos constitucionales de 1967, al Proyecto de la Convención Nacional Constituyente (1967) sólo llegó español.

Notable, y motivo de admiración, es el caso de Cuba. El Proyecto de reforma de la ley constitucional dice: «El idioma oficial de la República es el castellano», pero la Constitución de 1940 modifica el enunciado: «El idioma oficial de la República es el español». Sabemos qué motivaciones existieron, y en parte ya han sido historiadas: el artículo sexto de la Constitución de 1940 se discutió en la Asamblea «con vivos debates sobre si debía consignarse español o castellano». Para Jorge Mañach, castellano en España, era denominación regionalista y centralista; señaló, además, que en las «instituciones docentes y académicas la palabra castellano tiende a ser sustituida por el adjetivo español [...] Castilla ha dejado de ser un factor histórico, y la palabra castellano es un vestigio arqueológico dentro de la lengua». El convencional Aurelio Álvarez, promotor del debate, defendió castellano frente a español, aunque sus razones desde la perspectiva cubana carecían de sentido. Cuando quiso aducir un argumento supremo recurrió al artículo cuarto de la Constitución republicana española («El castellano es el idioma oficial») con el que perdió sus fuerzas persuasivas; el delegado doctor Pelayo Cuervo Navarro dijo textualmente: «Este problema fue hondamente discutido [en las cortes republicanas] y por el concepto español se decidieron Ortega y Gasset, Miguel de Unamuno y la propia Academia Española, entendiendo que el vocablo castellano era algo separatista y que el idioma era el español», con lo que vino a resultar que los argumentos de las cortes republicanas para emplear castellano fueron los que valieron para que en Cuba triunfara español.

Nos hemos apartado mucho de lo que habitualmente sabíamos y decíamos, acerca de las preferencias americanas en las designaciones de nuestra lengua. En las Constituciones estudiadas español parece ser el término dominante, cuando se trata de dar nomenclaturas. Las razones que enumeró Amado Alonso parece que han dejado de ser operativas o, a lo menos, exclusivamente funcionales. Hay alternancias en uno u otro sentido, pero español sigue siendo término dominante en el conjunto. Y hay algún caso -bien notable, por cierto- en que la incoherencia española dio pie a que en Cuba modificaran lo que consideraron inexacto.




ArribaAbajoLa cuestión de las lenguas indígenas

Los planteamientos de la oficialidad suscitan, de inmediato, la situación de las otras lenguas de cada nación. Lógicamente nada afecta a lenguas importadas, nunca tenidas en cuenta, ni siquiera en países (como Argentina y Uruguay) que fomentaron la inmigración; así pues, todo queda reducido al enfrentamiento de español y lenguas indígenas, pero -lógicamente- hasta la formulación puramente lingüística ha sido necesaria una serie de pasos que significaron el reconocimiento de una dualidad social, sin embargo la exposición de los problemas se manifiesta muy entreverada. Por eso expondré, en primer lugar, los temas lingüísticos, pues los puramente políticos tienen que relacionarse con ellos (procesos de integración a través de la lengua) y podré enlazar el status indígena con la situación de los negros. Voy a proceder con este orden.

Las Constituciones del Ecuador presentan los siguientes motivos que ahora interesan:

El castellano es el idioma oficial de la República. Se reconocen el quechua y demás lenguas aborígenes como elementos de la cultura nacional.

En las escuelas establecidas en las zonas de predominante población india se usará, además del castellano, el quechua o la lengua aborigen respectiva.



En Perú, donde tantos y tantos problemas se han intentado resolver, la Constitución del 12 de julio de 1979 llega a una serie de soluciones que se formulan en los siguientes artículos:

35. El Estado promueve el estudio y conocimiento de las lenguas aborígenes. Garantiza el derecho de las comunidades quechua, aimara y demás comunidades nativas a recibir educación primaria también en su propio idioma o lengua.

83. El castellano es el idioma oficial de la República. También son de uso oficial el quechua y el aimara en las zonas y la forma que la ley establece. Las demás lenguas aborígenes integran asimismo el patrimonio cultural de la Nación.



Los enunciados quedan claros, y responden a lo que exige la política -y la ciencia- de hoy: respeto a los grupos raciales, educación en lengua nativa en un nivel primario, oficialidad -en toda la superficie del Estado- de la única lengua vehicular, cooficialidad regional de otras dos, procurando no llegar a la «ghettización» lingüística del país, que impediría al Perú seguir siendo Perú; además, «erradicación del analfabetismo» como tarea principal del Estado, motivo que tendrá que ver, y no poco, con el de la incorporación de las masas indígenas. Y, como trasfondo, un principio integrador y no destructor: Perú es hoy, una realidad que no puede prescindir de otras realidades que lo han formado; por eso, en el Preámbulo de la Constitución, los legisladores evocan el pasado autóctono, «la fusión cultural y humana cumplida durante el Virreinato», la gesta de los Libertadores de América y «el largo combate del pueblo para alcanzar un régimen de libertad y justicia».

Poco es lo que las Constituciones hablan sobre las lenguas indígenas, y ese poco más bien parece trivial o utópico, pero, a pesar de los pesares, matizado de conceptos de menos valer. Porque es trivial decir que las lenguas indígenas son elementos de cultura nacional, como se dice en Ecuador o Paraguay, y aun eso «en cuanto convenga a la convivencia y a la integración nacional»; es decir, el Partido Revolucionario Febrerista de Paraguay lo que pretendía era mantener una situación que, en definitiva, debería desindianizar al indio; sigue siendo trivial reducir el carácter de «idioma nativo» al guaraní (Paraguay). Porque es utópico pretender la protección y conservación de una lengua, si no se arbitran los medios para hacerlo; irreal, es decir que el Estado procurará la «evolución y perfeccionamiento» de una lengua, ¿cómo? Y es concepto de menos valer llamar dialectos a las lenguas aborígenes, tal y como ocurre en muchos sitios de América. Queda, pues, ese aislado testimonio del Ecuador y Perú donde se dice claramente que -en las zonas de predominante población indígena- además del castellano se usará la lengua aborigen.

Se ve de manera nítida que cuanto concierne a las lenguas indígenas viene a quedar bastante lejos de la realidad. Es un problema que se siente, pero que resulta enojoso y, además, no se ve con claridad. Porque raro es el país donde al hablar de alfabetización no se quiere decir castellanización, con lo que todo queda aún más entenebrecido. Es un asunto sobre el que se ha escrito no poco, pero que interesa en este momento por cuanto las Constituciones son cuerpos legales de obligado cumplimiento, pero si no se han visto bien los problemas, ¿qué es lo que se va a cumplir? Rara es la nación de Hispanoamérica que no tiene conciencia de los hechos, pero -rara también- la que acierta a solucionarlos.




ArribaAbajoLos negros y el problema de la esclavitud

El equilibrio racial de América no sólo se perturbó con la presencia de gentes europeas, sino por la de africanos que trajeron los blancos para las explotaciones mineras y agrícolas, toda vez que la población indígena había disminuido de manera alarmante. Así como los indios eran -teóricamente al menos- hombres libres, los negros eran esclavos, y a ellos hay que referir la libertad que en las Constituciones hispanoamericanas se les reconoce. Pero, antes de llegar a ello, es necesario situar la cuestión en un plano más general.

En Estados Unidos, la esclavitud no fue abolida hasta después de la guerra de Secesión. Antes se habían discutido muchas consideraciones legales y se había establecido que la exigencia de devolver los negros fugitivos a sus amos demuestra que los negros «y sus descendientes no estaban comprendidos dentro del término ciudadano usado por la Constitución» (1857), y en ello abunda el mismo dictamen del poder legislativo cuando distingue entre inmigración e introducción, términos que afectan a la raza africana para designar, respectivamente, a la libertad (si un negro libre llegaba era emigrante) o esclavitud (si llegaba como esclavo era introducido y debía pagarse por él el derecho de importación). Todavía en 1906 se podía discutir sobre el significado de servidumbre y el de esclavitud; aquélla, con un sentido más amplio, trataba de «prohibir todo resabio y condiciones de la esclavitud africana», pero la Enmienda número 13 declaraba nulo cualquier tipo de esclavitud «desarrollado mediante el peonaje mejicano o el sistema chino del trabajo de coolies». Cuando en 1881 se dictamina la Enmienda 14, su finalidad era conceder los derechos de ciudadanía a las gentes de color.

Si esto, como el trato a los indios, implicaba unos principios de discriminación racial, también es cierto que en otros sitios existió racismo contra los blancos. Así, en Haití, donde, una y otra vez, nos enfrentaremos con textos como los que ya figuran en la Constitución de 1805:

12. Ningún blanco, cualquiera que sea su nacionalidad, podrá poner los pies en este Territorio, a título de amo o de propietario, y no podrá, en el futuro, adquirir en el mismo propiedad alguna.

14. Todas las distinciones de color deben necesariamente cesar entre los miembros de una familia cuyo padre es el Jefe del Estado; los haitianos sólo serán conocidos en adelante bajo la denominación genérica de negros.



Entre estas situaciones extremas -Estados Unidos y Haití- Iberoamérica ofrece, desde su propia Independencia, una situación mucho más humana y racional. Como principio es abolida la esclavitud; los esclavos que pisan territorio de las Repúblicas quedan -por ello mismo- liberados, y no pueden obtener el título de ciudadanos, o lo pierden, si lo poseen, los hombres que practiquen el odioso comercio.

Las cosas fueron distintas en Panamá. El destino de la República de América Central estuvo signado por aquellos miles y miles de hombres que vinieron a construir el Canal, o, lo que es lo mismo, que determinaron la propia existencia de Panamá como Estado. De ahí que los principios de nacionalidad tuvieran que ser distintos que en otras partes: el país se había desgajado de Colombia en 1903, emigrantes de 91 naciones habían llegado a la llamada de la obra gigantesca, hizo falta absorber a todas estas gentes cuya misión se había cumplido, pero que no podían o no querían regresar a su patria de origen... Los legisladores panameños tuvieron que hacer frente a situaciones anómalas y conflictivas y se decidió arbitrar diversos procedimientos: vino a resultar entonces que sólo la lengua fue el factor aglutinante. Los panameños por nacimiento fueron «los nacidos bajo la jurisdicción de la República, cualquiera que sea la nacionalidad de sus padres, siempre que ninguno de estos sea de inmigración prohibida». Y he aquí que la ordenación social viene a vincularse a la lengua, por cuanto la legislación estima que son de inmigración prohibida los individuos de «raza negra cuyo idioma originario no sea el castellano» y, lógicamente, cualesquiera otras razas (amarilla, hindúes, de Asia Menor, africanas del norte) que no hablan español. Lo cierto es que lo de las razas no está determinado con exactitud, por cuanto se intenta reducir los grupos étnicos a las principales naciones de origen; sólo una cosa se impone con evidencia: la Torre de Babel que iba a resultar de aquel amasijo de gentes tuvo que organizarse para que el caos no fuera la única fuerza vital. Y la lengua fue el principio que se buscó para establecer el orden: por eso no se aceptaron las ampliaciones que no estuvieran subordinadas al principio de la unidad lingüística. Panamá, apenas al día siguiente de su nacimiento, tenía que manifestar su propio sentir nacional; más aún, hacerlo sensible a gentes que moraban en su tierra, pero que no se identificaban con ella por nada de lo que los sociólogos llaman hábitos o mores (religión, costumbres, psicología, etc.) y, a pesar de que todo podía adquirirse o no ser diferenciador (raza, religión, tradiciones, etc.), era imprescindible un instrumento que abriera la comunicación y salvara a esos miles de hombres de la marginación. Y el Estado, cuya obligación suprema es la de integrar dentro de la idea de Nación, no pudo renunciar al instrumento que une a los hombres más que nada, y se asió a la lengua como principio ineludible para lograr la integración nacional.




ArribaConclusiones

He tratado de exponer una serie de realidades socio-lingüísticas que se condicionan mutuamente. Nada sale de la nada, y todos estos informes tienen que ver -social y lingüísticamente- con la historia. La andadura libre de los pueblos de América no lo es tanto que no descubramos conexiones y dependencias, pero, si es cierto que la Historia se hereda siempre, no lo es menos que los hombres pueden condicionarla en la medida de sus limitadas posibilidades. Y he aquí un primer problema con el que nos hemos enfrentado: resulta sorprendente que algo con apariencia de tan poco relieve como las fórmulas de tratamiento y, en particular, la supresión del uso de don llegue nada menos que a formularse con carácter preceptivo en alguna Constitución. Pero no hay problemas pequeños: tras esas tres letras había todo un mundo que vibraba, llamémoslo anhelos de igualdad, deseos de superación, reacción nacionalista. Lo que ocurre es que las cosas no se reducen al designio de una legislación, sino que caen en un estanque inmenso llamado sociedad. Allí es imprescindible acertar si la piedra va a descender pausadamente hasta el fondo o va a encrespar la superficie de las aguas. Y esto ha venido a ocurrir ahora: ni quienes perdieron la preeminencia, ni quienes pretendieron alcanzarla quedaron impasibles. La fórmula de tratamiento se convirtió en bienes nullius, se desdeñó por aplebeyada, se sustituyó por una cohorte de nuevos títulos, se mantuvo encastillada en sus viejos prestigios. Cada naciente sociedad heredó lo que la Colonia fue en aquellas parcelas restringidas y, lo que no se tuvo como previsible, tras un tumultuoso desasosiego las lenguas empezaron a tranquilizarse y el pobre don volvió a «enderezar al fin su paso» hacia los manaderos de donde había salido. Y es que tras la ruptura, también los espíritus se serenaron, aunque en un minúsculo problema lingüístico había otro social muy grande y, sin querer, al pretender la libertad, se había venido a cumplir otra discriminación. Porque don no era sólo un privilegio, era -y es- más aún, un reconocimiento social no de sangre, no económico, sino de cultura, de dignidad por el servicio a la colectividad. Y lo que en España siguió siendo, en América se tuvo que inventar y el doctor, el licenciado acabaron por no ser otra cosa que fórmulas que indicaron el servilismo de quienes adulan a los que no llegaron ni a doctores ni a licenciados.

Porque la independencia no fue una varita mágica que dio, con su solo amago, igualdad y libertad. La utopía estuvo en creer que, diciéndolo, todos los hombres eran iguales. Iguales, sí, ante una ley cargada de idealismo; desiguales ante una sociedad que deshaciendo unos privilegios mantenía otros tipos de desigualdad. El gran soñador Simón Bolívar cayó en la añagaza y redactó la Constitución vitalicia o, en su honor, llamada bolivariana, que en su versión primitiva decía que para ser elector, cualquier hombre «debe saber escribir sus votaciones, firmar su nombre y leer las leyes [...] Ha de profesar una ciencia o un arte que le asegure un alimento honesto». Esto era tan hermoso que -virtualmente- todas las Constituciones lo aceptaron. Pero ¿y los fueros de la realidad? Escribir y leer, ¿qué lengua? ¿Cómo ganar -así, sin más- un alimento honesto con una ciencia y un arte? Resulta que se había marginado a millones de americanos con esas sencillas y hermosas palabras. Se empezaron a matizar: se proponían las fechas en que la instrucción debía poseerse, se retrasaban -las fechas- uno y otro día y al final, hubo que olvidarlas. Otra vez el problema lingüístico había incidido en el político: el hombre estaba vivo, actuante, pero no todos podían comunicarse porque no poseían ese instrumento que es la lengua, y sin él no se adquiere la ciencia y ni demasiadas artes. Lo que empezó con una fórmula de tratamiento quería conducir a la igualdad legal, pero las propias leyes olvidaron que había millones de americanos que no habían podido ser iguales, que no lo eran, que tardarían decenios y decenios en llegar a serlo. Y esto no por culpa de nadie, sino que la sociedad que había nacido seguía siendo una sociedad occidental y había que empezar por dar el primer paso, precisamente, el de la igualdad. Pero igualdad quiere decir que cualquier hombre que sirva a los intereses colectivos debe ser ciudadano porque trabaja para que la sociedad se logre. Eliminarlo por no saber leer y escribir es otra forma de explotación, aunque se pensara -otra vez la utopía- que la libertad sólo se logra en la cultura elemental. Entonces se ve como exigencia mínima para ser ciudadano la alfabetización. La Historia ha hecho volver los ojos hacia la tierra donde posamos nuestras plantas: para ser iguales todos tenemos que disponer -cuando menos- de las bases de esa igualdad. Surge una nueva cuestión: la necesidad de crear la educación para todos.

Los problemas se van ensartando: la sociolingüística no es un par de montones de cerezas (el de la sociedad y el de la lengua) mutuamente insolidarios. Sino que es el conjunto único donde arrastrar de un fruto significa tirar también de muchas unidades de las que están juntas en la cesta. Al tocar un problema de lengua, toda la sociedad se ha resentido y, recíprocamente, al modificarse la sociedad, la lengua ha tenido que ir adaptándose a la nueva realidad. Para lograr los fines igualitarios, hay que disponer de «igualdad de oportunidades», y esas oportunidades sólo las da la cultura, que, fatalmente, se tiene que adquirir a través de una lengua. Entonces se obliga a una instrucción cuando menos elemental: vienen en ese momento las declaraciones solemnes, que son políticas, no lingüísticas, creo que tampoco sociales. Los prohombres suben al podium de los gorgoritos y empiezan sus declaraciones. No demasiadas veces descienden a la realidad precisa: la educación no se improvisa, hacen falta maestros, es necesaria una inversión que no es rentable hoy, pero que lo será mañana. Y pocos países convierten los buenos propósitos en dignidad para el profesor y en dotaciones para los centros. Y un buen día se descubren cifras aterradoras: en El Salvador, el 65 % de la población total del país es analfabeto; en Perú (1940), el 60% o el 75% (1942) o el 35% (1952); en Puerto Rico, el 28%, etc.

Pero el número de analfabetos está siempre en relación con la proporción de indígenas en cada país; por tanto, es necesaria la integración de esos grupos para que sus componentes puedan ser ciudadanos de pleno derecho. Esto suscita unas inmediatas consideraciones: el analfabetismo depende en gran manera de la pertenencia cultural del hombre. Los blancos o mestizos dominan el español, en tanto hay grandes masas de indios que no lo poseen. Verdad ésta de una sencillez meridiana, y que, sin embargo, no fue sentida hasta muy tarde. Bolívar, que tan presentes tenía todos los problemas de América, que pensó en la cultura para todos, que quiso liberar al indio, no se dio cuenta que todo aquello era -en esencia- un problema lingüístico. Tan no lo vio que, al establecer el poder moral de la República, determina entre las obligaciones de la Cámara «publicar en nuestro idioma las obras extranjeras más propias para ilustrar la nación». Los problemas subyacentes tendrían que aflorar pronto. Pero surgieron al querer perfeccionar el propio articulado de las Constituciones; brotaron entonces como la lengua del Estado y, en función de ella, qué es lengua nacional y qué es lengua oficial. De otra parte el reconocimiento de que las lenguas indígenas existen, supone la cuestión de una alfabetización que elimina el desprecio hacia cualquier modalidad, de su valor dentro del acervo cultural de la nación y de su protección mediante programas de conservación y defensa, pero nos movemos muchas veces dentro de la pura utopía: alfabetización no es sino castellanización, campesino es sinónimo de indio, incultura se equipara a indigenismo. De cualquier manera, el descenso a la realidad conduce a la hispanización de los nativos como instrumento para lograr su incorporación a la organización estatal y como posibilidad de disfrutar de las ventajas y protección que facilite el Estado. No obstante, los países de Hispanoamérica tuvieron desde fechas muy lejanas la preocupación de no marginar a nadie y de no considerar a los indios como menores colocados bajo la tutela de blancos y mestizos: las Cortes de Cádiz fueron testimonio de lo avanzado de estas doctrinas y los cuerpos legales posteriores han tratado de incorporar a estas gentes en un plano de igualdad con los demás ciudadanos. Evidente, hay desajustes, pero evidente la voluntad que rige esta política en todas partes: reconocer la propiedad de la tierra a las comunidades indígenas que las poseyeron es todo un símbolo.

Lógicamente el problema no se hubiera visto en toda su complejidad si los negros no existieran en nuestras propias preocupaciones. Y también ahora la legislación de Hispanoamérica se adelantó a la de los demás pueblos: los matices en Estados Unidos fueron complicados y, muchas veces, casuísticos hasta que se adoptó una política noblemente integradora, pero desde sus mismos orígenes -y casi sin excepción- los pueblos hispanohablantes abolieron la esclavitud y no cayeron, como Haití, en un racismo de signo contrario. Incluso el singular planteamiento que tuvieron las cosas en Panamá, como resultado de causas histórico-sociales bien conocidas, no tuvo otro fin que el de la integración, e integración a través del español como lengua del Estado. En el lejano 1821, don José Mariano Méndez decía que en Centro-América se «hablan diversos idiomas de mexicano, quiche, sutugil, mam, pocomám, poconchil, chorti, sinca y otros, pero la lengua general de casi todos ellos es el castellano».

Pero no hemos de creer que la transculturación sólo ha dado factores negativos; América Central, por ejemplo, cuando llegaron los españoles, «era un hacinamiento de caciques, tribus y algunos señoríos divididos por odios raciales», y algo parecido tendría que decirse de Méjico; las ciudades bolivianas de hoy «proceden de la época española»; la propia conciencia nacional se apoya en títulos coloniales en fechas tan recientes como el año de 1957, etc. Que la lengua jugó un papel primordial es archisabido. El emperador Agustín de Itúrbide al redactar el Plan de Iguala que conduciría a la anexión de Guatemala, escribió melifluamente la cobertura de sus sentimientos:

Ved la cadena dulcísima que nos une; añadid los otros lazos de la amistad, la dependencia de intereses, la educación e idioma y la conformidad de sentimientos.



O que un historiador moderno, en una de las regiones lingüísticamente más complejas diga: «Se admite siempre que Centro-América es una [...] por su idioma». Lógicamente la verdad se ampara -sólo- en la unidad del español, no en el mosaico mil veces roto de las lenguas indígenas.

He aquí cómo la lengua une elementos sociales y la sociedad busca su más firme sostén en la lengua. El primitivo planteamiento de unos principios muy sencillos se ha enrevesado con mil problemas heterogéneos, y heterogéneos porque lengua y política son dos mundos diferentes, aunque mutuamente se condicionen. Y, como tantas veces, lengua y política sólo han cobrado sentido en esa otra realidad harto diferente que es la Historia1.





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