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Leopoldo Alas, Clarín, y la España de su tiempo: hacia una ética política, social y cultural para la España futura

Yvan Lissorgues



Las utopías de hoy serán las realidades de mañana.


(Urbano González Serrano, 1881, 180)                







A modo de introducción: consideraciones previas

Bien conocida es ahora la posición de Clarín frente a la problemática política, social, religiosa y cultural de la España de su tiempo. Pero es de recordar que sólo a partir de los años setenta del siglo XX la recuperación progresiva de su ingente obra periodística y los correlativos estudios a que dio lugar han abierto el extenso campo de una faceta de su actividad en gran parte olvidada y, desde luego, más sospechada que conocida, la de un intelectual constantemente comprometido con los problemas de su tiempo. Es verdad que sus dos novelas, sus cuentos, sus diez libros de crítica y sus siete Folletos literarios siempre habían deparado una visión de España a partir de una posición crítica frente a la sociedad de la Restauración, posición que, como se sabe, no era del gusto del sector reaccionario que a lo largo de decenios y decenios hizo cuanto pudo para denunciarla, degradarla y, cuando le fue posible, después del fatídico 1936, para borrarla. Efectivamente, todos los escritos de Leopoldo Alas, aun los más culturales y los que rozan los aspectos más universales se contextualizan en cierta realidad histórica. La Regenta, por ejemplo, ahora reconocida como obra maestra de la literatura universal, es también la representación metonímica de la España de la Restauración, con su estructura social inveterada aunque en evolución, sus corrupciones políticas y levíticas, sus costumbres farisaicas, su falsa religión, su miserable cultura. Esta visión negativa del mundo de Vetusta es implícitamente una imagen de la España del momento, imagen intolerable para los secuaces del orden establecido, los que no quieren ver las lacras del sistema o los que piensan que criticar abiertamente el funcionamiento de las santas instituciones es una degradación peligrosa de esas instituciones. Efectivamente, el análisis minucioso de La Regenta (1884-5) según este ángulo bastaría, como muestran varios estudios, para ilustrar la imagen que Clarín tenía de la España de su tiempo.

Pero lo más importante es ver que esta visión literaria es ante todo irónica, es decir de doble cara, la que se ve y basta se ostenta en la obra, y la otra, escondida, que es la imagen referente, ideal a partir de la cual se revela en negativo más o menos humorístico la cara visible y legible. Por más señas, la imagen que Clarín da de Vetusta y de España es el resultado de una confrontación entre lo que es y lo que, según el autor, debería ser; la bisagra activa entre la realidad observada y la realidad deseada es el pensamiento del autor, es decir un conjunto de ideas y de valores más o menos «ideologizados» que constituye el núcleo siempre activo a partir del cual se enjuician las realidades políticas, sociales, religiosas, culturales y literarias. Así pues, la representación literaria de dichas realidades, tal como aparece en La Regenta y más generalmente, en forma parcelaria, en todas las obras de creación o de crítica depara una imagen de España, la que, como se ha dicho, no era aceptada por el sector reaccionario y dio lugar a inquisitorial represión que se prolongó, y no sin crueldad, en la España franquista.

Ahora bien, lo que hemos llamado la cara deseada de otra España, implícita, por ejemplo en La Regenta, en los contornos de la irónica representación de la realidad captada, surge de manera más o menos conceptualizada, aunque también a veces en las oblicuidades de la ironía, marca de fábrica del estilo clariniano, de una importante serie de artículos, los que pueden calificarse de políticos. Desde los años ochenta del siglo XX sabemos que una buena tercera parte de la producción periodística de Clarín tiene por objeto la política, con tal que se tome la palabra en sentido etimológico de cosas relativas a la sociedad, al Estado, al vivir juntos en un país, en una nación con o sin fronteras... La aportación decisiva de las tres últimas décadas es el descubrimiento y la publicación de esta parte olvidada de la obra del periodista Clarín; decisiva y sumamente importante para quien escribió en El Español, el 28 de octubre de 1899: «Cuando se me pregunta qué soy, respondo: principalmente periodista»... Ahora, ya sabemos a punto fijo que es verdad. Aquí están los seis tomos de las Obras completas (2002, 2003, 2004, 2005, 2006) que recogen los 2.409 artículos publicados en unos setenta periódicos de 1875 a 1901 (Lissorgues, 2004a, 7-57). Y a mano tenemos los estudios a que han dado lugar, los de Sergio Beser y Laureano Bonet (1966), de Jean-François Botrel (1972), Antonio Ramos-Gascón (1973), Simone Saillard (1974 y 2001), Yvan Lissorgues (1980; 2004b; 1996), trabajos a los cuales deben añadirse los de Carolyn Richmond (2000; 2003), de Noël Valis (1986 y 2002) y de otros investigadores. De todas formas ya se puede hablar de un Clarín político, título en un principio revulsivo pero perfectamente adecuado...

Conocida puede ser, ahora, la imagen que la obra entera de Leopoldo Alas da de España; hasta podría construirse a partir de los varios estudios dedicados al «Clarín político» (los evocados atrás y algunos más: Jean Becarud, 1964, Luis García San Miguel, 1973 y 1987, Gonzalo Sobejano, 1985, Luis Saavedra, 1987, Valentín Martínez-Otero, 2001, etc.). Esto para decir que a estas alturas cualquier trabajo sobre este aspecto de la obra de Clarín puede difícilmente resultar fundamentalmente novedoso.

Además, no debe perderse de vista que su visión y su concepción de España, Leopoldo Alas la comparte con una muy activa minoría de intelectuales, los que han asimilado algunos principios fundamentales de la filosofía de Krause a partir de la enseñanza de Sanz del Río y sobre todo de Francisco Giner de los Ríos, fundador de la Institución Libre de Enseñanza y, para Clarín «uno de los espíritus más grandes y más nobles que ha producido España» (Alas, 1892, XVII). Leopoldo Alas es, con Adolfo Posada, Adolfo Buylla, Aniceto Sela, Rafael Altamisa, un miembro del activo «grupo institucionista de Oviedo», sobre el cual hay extensa bibliografía, que no viene al caso citar aquí. En cambio, es útil recordar que entre los principios fundamentales del krausismo, la idea de la perfectibilidad del ser humano por la educación y la cultura, y la de que la Historia es un movimiento en el tiempo hacia una progresiva perfección de la humanidad, son el común denominador del pensamiento de todos; por eso, por su fe en el progreso humano, se los denomina intelectuales «progresistas». También es oportuno recordar que todos han hecho suya una «filosofía ética», encarnada en cierto modo en sus eminentes maestros, Salmerón, Giner y otros y que, según afirma el mismo Leopoldo Alas, «habían dejado en buena parte de la juventud estudiosa e inteligente, como un rastro perfumado, el sello de una especie de unción filosófica que engendraba el ánimo constante y fuerte del bien, el instinto de la propaganda, de la vida ideal, de abnegación, pura e desinteresada» (Alas, 1892, XVII). Así pues, para Clarín, como para todos los ex-jóvenes estudiosos aludidos en la cita anterior, es casi una reacción natural desenmascarar lo falso en cada cosa, en la política, en las costumbres, en las cuestiones sociales, religiosas, culturales y literarias. Su «filosofía ética» de alta moralidad es buscar siempre lo verdadero detrás de las falsas apariencias, desenmascarar el engaño en nombre de la autenticidad.

Por eso, la cuestión de la imagen que de España tiene Clarín o por mejor decir la visión que de su patria nos depara su obra es compleja.

Lo es, porque si nos planteáramos el problema con el debido rigor histórico, tendríamos que integrar en el estudio el parámetro de la evolución política, social y cultural de 1868 a 1901 y el de la paralela evolución del pensamiento de nuestro intelectual. Es decir que habría que desarrollar dos relatos independientes aunque íntimamente relacionados. Grosso modo es el método empleado en los trabajos antes citados dedicados al «Clarín político». A estas alturas, pues, debe intentarse un estudio sincrónico y acudir cuando venga al caso a la diacronía sólo para matizar un pensamiento claramente afirmado. Sin embargo, parece imprescindible, para poder dibujar en su momento los contornos de la imagen más o menos homogénea de la España de Leopoldo Alas, estudiar sucesivamente la posición de nuestro autor frente a la política, a la sociedad, a la religión, a la cultura.

Compleja, la cuestión lo es también porque la imagen de España, en sus varias facetas, se nos da fragmentada en un sinnúmero de artículos o de textos de creación literaria. Estamos frente a un rompecabezas, cuyas piezas hay que ensamblar para construir la imagen total.

Por fin, y es lo más importante en plan metodológico, lo que se ha dicho a propósito de La Regenta sobre las dos caras de la imagen se aplica a cualquier texto de Clarín. El punto de partida, el disparador (de la foto mental) es siempre la realidad observada, objeto generalmente de censura, y mientras se evoca (y se critica) esa realidad, se desdibuja con más o menos nitidez, según el grado de explicitación, otra realidad posible, otra imagen, la ideada por Clarín según el voluntarioso deseo de que esa realidad se sustituya a la otra. En breve, no hay en la obra de Clarín una imagen definitiva, fija, de España; la que se ofrece es resultado de una movediza dialéctica entre lo que es y lo que debería ser.

Es en esta segunda imagen, la de la España deseada, en la que nos fijaremos preferentemente, por el mero hecho de que la primera es ya perfectamente conocida gracias a los trabajos sobre la obra de Leopoldo Alas ensanchados por los numerosos estudios de historiadores sobre la segunda mitad del siglo XIX.




«¡Despreciar la política! Es un absurdo, es un crimen de lesa humanidad, si por política se entiende lo que se debe»1

Despreciable y anacrónica es, para Clarín, la política inaugurada en 1875 por el restablecimiento de la monarquía, obra de Cánovas. La monarquía, para nuestro autor, es un régimen del pasado; después de la Revolución francesa de 1789 que ha abierto el paso por lo menos a la idea de democracia, es cosa absurda que un rey sea el supremo representante de una nación. El joven Leopoldo Alas en plena efervescencia del sexenio revolucionario exclama, por los años de 1868 una y otra vez en su periódico manuscrito Juan Ruiz: «Ningún rey es legítimo en nuestra época» y cuando viene al caso precisa su pensamiento «porque la legitimidad no ha de venir por ser hijo de su padre, sino de ser rey por la voluntad de su pueblo. ¿Y hay rey que en la verdadera opinión de su pueblo puede serlo? Ninguno, absolutamente ninguno» (Alas, 1985, 261). Si, conforme pasan los años, pone sordina a su indignación, sobre todo después de adherirse al posibilismo de Castelar y se acomoda de la situación, no cambia fundamentalmente de posición como muestran las numerosas citas que de su obra se podrían sacar. La imagen real de la España monárquica implica para Clarín otra imagen, la de una República futura, presente en el pensamiento y en el corazón y cuyo advenimiento es activamente preparado. Es que Clarín es un republicano de toda la vida. El 11 de octubre de 1868, el joven Leopoldo de dieciséis años de edad, escribe en Juan Ruiz: «Yo soy republicano y toda mi progenie, si la tengo, lo será también» (Alas, 1985, 284). A finales de noviembre de 1900, seis meses antes de morir, asiste Leopoldo Alas a la conferencia de Extensión Universitaria que Aniceto Sela da en el Centro Obrero de Oviedo y al ver a esos obreros socialistas tan deseosos de aprender, medita con esperanza (y tristeza): «Si el socialismo lleva a ella ese espíritu de organización, de iglesia, que recuerda vagamente lo que leemos de los primeros cristianos, la República vencerá de seguro» (La Publicidad, 25-XI-1900). Esto se llama ser consecuente. La idea (la imagen) de República acompaña siempre, en efecto, a Clarín como simbólica aspiración a un mundo de razón y justicia. Pero entre la romántica proclama de 1868 y la humilde y recatada esperanza del último año del siglo, cuando se da cuenta con cierta tristeza de que el motor de la historia futura no es solo la conquista de las conciencias emprendida por la clase media intelectual «progresista» sino tal vez la fuerza, organizada ya, de la clase obrera, entre estas dos fechas límites, hay toda la acción de unos treinta años de constantes luchas contra las tristes realidades políticas y sus correlativas reflexiones sobre las realidades sociales, religiosas y culturales, reflexiones cada vez más cargadas de meditaciones filosóficas sobre la finalidad de la Historia humana.

La lucha contra la imagen real de la monarquía restaurada y particularmente contra el sistema montado por su activo y a la vez simbólico artífice, Cánovas del Castillo, es constante, incluso cuando el seudo-liberal Sagasta llega al poder inaugurando en 1881 el buen funcionamiento del turno llamado «pacífico», ideario por el mismo Cánovas. ¡Cuántos artículos de denuncia directa o irónica salen de su pluma y van llenando las columnas de la prensa liberal regional y sobre todo madrileña! Es, para él, un sistema totalmente corrupto, pues por «sistema cánovas» no debe entenderse sólo el juego político visible, regido por la constitución reaccionaria de 1876, sino toda la máquina nacional que, fuera del escenario real y como entre bastidores, asegura la marcha real del sistema. El puntal de la construcción canovista es el caciquismo que falsea las elecciones incluso cuando se concede el sufragio universal en 1891; es una «gangrena política» que se ramifica desde arriba abajo, formando un sistema perfecto de inmoralidad: «Entre caciquín, cacicón y cacicazo, nos tienen a todos en un puño. Y ¿por qué? Por la centralización» (El Solfeo, 8-VI-1877). (Centralismo y regionalismo, otro problema candente, otro aspecto delicado de la imagen de España, como se dirá ulteriormente). Lo más grave es que esta corrupción es también debida a la ineptitud de la mayoría de unos políticos, sin ideal y hasta sin cultura que se pasan la vida «chanchulleando» o regateando escaños, denunciados nominalmente por el periodista Clarín. No es necesario decir más. Es cosa sabida (Botrel, 1973; Lissorgues, 2004b).

Detestable es pues la imagen del sistema representativo de España para la gente honrada, de dentro y de fuera. Pero la denuncia constante y sistemática del régimen de la Restauración que tiene raíces inveteradas como, por ejemplo, la endémica ignorancia del ciudadano, no lleva al pesimismo. Luchar y utilizar en el combate todos los recursos de las ideas y del estilo en apasionadas diatribas es lo contrario del desaliento y es prueba de cierta fe en una progresiva mejora de la situación. Es que Clarín, movido como siempre por un escrupuloso afán de autenticidad, se atiene a unos principios fundamentales, singularmente los promovidos por la Revolución francesa de 1789, «Libertad, Igualdad, fraternidad», vitalizados, para él, durante el Sexenio, pese al aparente fracaso del agitado movimiento revolucionario.

A pesar de lo deletéreo de la «comedia» política actual (así la califica), sigue siendo un defensor intransigente del régimen parlamentario, más aun cuando, al final de siglo, algunos «regeneracionistas» lo ponen en tela de juicio, disertando sobre una necesaria «tutela de pueblo» y hasta preconizando «una dictadura ilustrada» (Lissorgues, 1999). He aquí un ejemplo, elegido entre varios, de su firme convicción. El 19 de septiembre de 1896, escribe en La Publicidad: «Si Cánovas y Sagasta, un par de viejos egoístas y débiles [...] se confabulan para abrumarnos, con el pretexto de salvar el honor nacional; si los partidos respectivos también, se van como corderos, más o menos untados, detrás del jefe correlativo [...] no es por culpa del parlamentarismo, sino por culpa de la nación floja y displicente. [...] Si la gente que politiquea fuese como debiera ser [enfatizando] en el mismo parlamentarismo estaría el remedio de tantos males, pues con la iniciativa seria, real del Parlamento tendríamos un modo pacífico, legal, de echar al suelo toda esa podredumbre que nos mata». De veras, «hay que sanear la vida política» (Lissorgues, 2004, 257-270), y añade que hace falta un sistema que tiene un nombre genérico: una república, pero «una república sin motes».

La «república sin motes» es la república a la que aspira y a la superioridad y eficacia de la cual intenta convencer a sus lectores, es la de todos y no la de una facción. Para él, «la esencia del republicanismo está, como es lógico, en el elemento genérico, no en Jo que es propio de tal o cual especie de república» (La Publicidad, 27/05/1899). Dicho sea de paso, esta concepción de una república que agrupe a todas las familias políticas, aparece formulada por los años de 1886-1889, o sea después de su adhesión al castelarismo (Lissorgues, 2004, 300-310). Desde luego, la república no se hará sólo con «los republicanos de siempre», sino «con los buenos españoles de todos los tiempos». Hasta los monárquicos de más importancia y mérito que ciertos republicanos, como por ejemplo Menéndez Pelayo, «han de tener también mayor influencia política cuando llegue la nuestra» (La Publicidad, 16/11/1889).

Las últimas palabras de la cita revelan que, en 1889, Clarín está convencido de que en un futuro más o menos lejano se impondrá una forma de gobierno a la altura de los tiempos modernos, una república moral algo parecida a la que preconiza Castelar, «su jefe en política».

En cuanto a la Iglesia católica, se sabe de sobra que es inseparable de la imagen de España y la visión que de ella nos da Clarín es también de doble cara. Si es objeto de constante cuestionamiento es porque, para él, la religión bien entendida, es siempre íntima cosa de alma.




Esa Iglesia no es más que «la cáscara vacía de una gran institución»

Estrechamente relacionada, después del susto del sexenio, con el sistema político de la monarquía restaurada, la Institución católica intenta recuperar algunos de sus privilegios e imponer de nuevo su dominación moral sobre las conciencias a través de la prensa adicta, de la enseñanza, incluso la pública, sometida desde la primaria hasta la universitaria a una solapada vigilancia. Esta predominancia en la vida pública, como pilar del poder canovista y pidalino (de Alejandro Pidal), está claramente formulada en el famoso artículo 11 de la Constitución de 1876, que casi la reconoce como religión de Estado y echa las bases jurídicas de lo que se ha llamado nacional-catolicismo... Sabido es.

Clarín denuncia sin tregua esa Institución y mientras más, conforme pasan los años, se profundiza en él el sentimiento religioso, más fuerte y agria se hace la censura.

Las críticas son a veces de suma violencia. No vacila en atacar nominalmente en la prensa a los ministros de la Iglesia, fuesen obispos o arzobispos, cuando le parece que se portan más como políticos que como pastores. La Regenta es la pintura por de dentro de la «organización clerical» de Vetusta y del «mezquino espíritu covachuelista» que anima a los «santos varones del cuerpo». En 1899, en el momento en que lucha por un renacimiento espiritual y religioso, proclama con fuerza: «Hay que combatir esa seudo-religiosidad de los fanáticos e hipócritas, que pretenden acaparar la fe y el espiritualismo deísta» (Vida Nueva, 15/10/1899). Esa Iglesia que quiere seguir imponiendo su dominación en todos los sectores de la vida española (la política, la enseñanza, la prensa), que invoca al «Dios de los ejércitos», que pretende avasallar los espíritus y los corazones por imposición de una moral vacía y de pura fachada, ha olvidado «la vida, la sangre, la substancia» de la verdadera religión. No es más que «la cáscara vacía de una gran institución histórica» (Vida Nueva, 15/10/1899). A esa religión no le importa más que el culto; «la política no la mantiene sino para eso» (La Ilustración Ibérica, 9-V-1886). «Idolatría», «paganismo», tales son los calificativos que a menudo emplea Alas para caracterizar esa «oficinesca religión de papel timbrado, ese cristianismo de librea y de Congresos» (La Publicidad, 24/12/1893).

Es inútil multiplicar las citas. Basta lo dicho para mostrar que la lucha de Clarín fue constante y sin concesiones durante los veinticinco años de actuación pública en la prensa y en su obra de creación. Se comprende, pues, que Leopoldo Alas fuera objeto de despiadados y a veces non sanctos ataques de todos los neos, mestizos, carlista e integristas que, de una manera u otra, «escupieron» en lo que uno de ellos llamaba sus «nefandos escritos» (La Publicidad, 22/09/1897). Y el odio se propaga, de vez en cuando saca la venenosa cabeza, luego se esconde bajo la piedra, y cuando la nube negra propicia la ocasión, mata, mata al hijo para vengarse del padre, el 27 de febrero de 1937, en Oviedo, en Vetusta.

Esta triste y, para Clarín inaguantable imagen de la Iglesia española, heredera de la santa Inquisición, desacredita a España a los ojos de las naciones civilizadas y denunciarla es hacer obra de sanidad nacional y aun religiosa.

Dicho sea de paso, para matizar las acusaciones de anticlericalismo que se le propician, es de subrayar que se alza también Clarín contra los libres pensadores superficiales, los «capataces del libre pensamiento», como llama a ciertos intelectuales anarquistas, «los positivistas de escalera abajo», porque todos hablan de religión y de cristianismo sin haber estudiado nunca «estas intrincadas materias» (Vida Nueva, 19/11/1899). Más generalmente, todos los que pretenden, como los positivistas, negar el misterio toman una falsa posición frente a la realidad: negar el misterio es tan sólo cerrarse los ojos.

Así pues, Clarín se ve atacado por los neos, para quien es un peligroso hereje y por ciertos libres pensadores que le tildan de cura.

Pero, ¿cuál es la otra cara, la faceta positiva, es decir, la concepción religiosa de Alas, a partir de la cual emprende ese combate que se le impone de modo tan imperativo? «Esta Iglesia espiritualmente huera pero de organización formidable sólo puede ceder al embate de un impulso realmente religioso». No, estas palabras no son de nuestro autor, sino de Antonio Machado, también discípulo de Giner, por ambos llamado «queridísimo maestro» y «padre espiritual» (Machado, 1957a, 163-168). Es curioso notar que Clarín había escrito casi explícitamente lo mismo veinte años antes: «Cuanto más religioso se sea (y yo no creo racional ningún modo de vivir, no siendo profundamente religioso) más repugnante es el espectáculo de estos míseros positivistas prácticos y vulgares apoderados de la cáscara vacía de una gran institución» (Vida Nueva, 15/10/1899).

No es oportuno volver sobre la rica y compleja evolución del pensamiento/sentimiento religioso de Leopoldo Alas (Pérez Gutiérrez, 1975, 269-338; Lissorgues, 1996). Tan sólo es de recordar que a partir de las enseñanzas de sus profesores de la Central, por los años 1871-1878, su pensamiento se enriquece con la lectura de casi todas las obras de filosofía y de metafísica que se publican en Europa: las de Renan, Carlyle, Strauss, Africano Spir, Tolstoi, Renouvier, Boutroux, Bergson, etc. (filósofos que de una manera u otra contribuyen al renacimiento del espiritualismo). Lo que ante todo se impone es el carácter anti-dogmático de un espíritu que, por lo demás, desconfía de cualquier sistema. Para él, el dogma es invención humana, a veces irrisoria, pero no es palabra revelada. Por eso, confiesa Clarín en 1889, que «en conciencia no puede llamarse católico» (La Publicidad, 3/10/1889), aunque se nota, durante la última década del siglo, cierto acercamiento a la Iglesia católica, por ser una indeleble seña de identidad de su patria. En cierto modo, para él, como para Renan, «el espíritu religioso es una tendencia [...], un punto de vista, casi pudiera decirse una digna postura, la postración ante el misterio sagrado y poético; no es, como creen muchos, ante todo una solución concreta, cerrada, exclusiva» (Alas, 1901, 48). Esta religiosidad, libre de trabas dogmáticas, sólo reconoce principios superiores, como la caridad, la bondad, el amor al prójimo, sentidos y vividos en su dimensión trascendente. El amor a Dios es primero, amor al bien y, desde luego, amor a los hombres, amor cuya primera manifestación es la tolerancia. Por eso (y es tan sólo un ejemplo), considera que, a pesar del abismo que le separa del marxismo, es «casi un ideal» para él «departir con los obreros socialistas» para escucharlos e intentar comprenderlos, pero también para «atraerlos al aspecto moral y religioso de la cuestión social» (Heraldo, 3/11/1897), para que un día «al llamarnos todos hermanos podamos hacerlo racionalmente, es decir sabiendo que existe un padre, un Dios, o una madre, una Idea» (La Publicidad, 14/05/1890). Lo mismo dirá Antonio Machado, en 1918: «La fraternidad [es] amor al prójimo, por amor al Padre común» (Machado, 1957b). Para que la palabra cordial tenga su verdadero sentido, su sentido esencial, es preciso que cada corazón se sienta en relación directa con lo divino para que se establezca esa trascendencia horizontal en que comulguen todos los hombres. Desde luego, las revoluciones, la desde arriba como la desde abajo, pueden ser necesarias como mutaciones históricas, pero el verdadero problema permanecerá planteado mientras el hombre no se encamine hacia su propia mejora interior.

Y, en fin de cuentas, el camino de perfección de la humanidad lo enseña el cristianismo..., el verdadero, el de los orígenes: «Jesús, al decir que su reino no es de este mundo, abandona la coacción, el poder exterior, mecánico, político, y va a la conquista de la sociedad por el único camino seguro, por la perfección de las almas» (La Ilustración Española y Americana, 8/03/1897). Esa vuelta al Evangelio, la Iglesia católica la iniciará, no sin vacilaciones, no sin reticencias, en el Concilio Vaticano II en 1962..., pero la alta jerarquía eclesiástica pondrá en tela de juicio algunas conclusiones del Concilio, ¡las más evangélicas!

Por eso, la autenticidad religiosa de Leopoldo Alas (parecida a la de Tolstoi), divina, humana y cordial sigue siendo ejemplar.

Es muy posible que muchos intelectuales «progresistas», más o menos influidos por el krausismo, estén en cuanto a religión en la misma línea que Leopoldo Alas, pero es el único que explícita con tal claridad su sentir y su pensar y el único que batalla con tanta vehemencia para que se purifique la imagen del catolicismo español.

Conviene, pues, ahora ensanchar el panorama y colocar a Clarín en el conjunto de las fuerzas liberales y republicanas, pues la ejemplar acción individual de nuestro autor sólo cobra real y eficaz sentido histórico enmarcado en el dinamismo colectivo de un movimiento intelectual que funciona como «una república de las letras y del pensamiento».




Hacer, a largo plazo, «un pueblo adulto»

Este imperativo lo formula Giner, pero la empresa es de todos los que tienen fe en el poder redentor de la cultura y de la educación (Lissorgues, 2004b, 897-1045) y para quienes la idea republicana sigue siendo durante toda la Restauración un ideal, un Norte, en la corrupta niebla canovista. Lo que importa en primer lugar, alejándose de la historia externa, es ver cómo se profundiza la idea republicana, cómo se hace pensamiento para darse, en una minoría de adeptos, una filosofía que a su vez genera una ideología compartida en lo esencial por los intelectuales liberales, por lo menos los que piensan que están en consonancia con el desarrollo histórico y el progreso humano, y pollo tanto, social y político. Estos últimos, los intelectuales «progresistas», son en la España de la época los más activos, intelectual y moralmente, los que van construyendo con dinamismo y entusiasmo reflexivo una república de las letras y del pensamiento sin fronteras. Es para cada uno, en primer lugar, un imperativo ético el de ensancharse a sí mismo por el saber para mejorarse moral e intelectualmente y así ser más útil a 1a colectividad. La misión que se asignan, después del intento fracasado de reformas políticas y pedagógicas emprendidas desde arriba durante el sexenio es la de alzar el nivel cultural de la nación, asimilando y difundiendo todos los adelantos de la ciencia europea, ciencia experimental y especulativa, en psicología, psicofisiología, ciencias naturales, física, química, historia, pedagogía, literatura, filosofía y para los que le tienen afición, metafísica. Ya en 1879, más de treinta años antes de Ortega y Gasset, proclama Clarín: «El verdadero españolismo consiste en importar los elementos dignos de aclimatarse en nuestro suelo, y en estudiar cuidadosamente, para asimilárnoslo, cuanto fuera se produce que merece la pena de verlo y aprenderlo» (La Unión, 18/03/1879).

De hecho, en torno a los años ochenta, se inicia una verdadera revolución cultural que abarca todos los campos del saber y regenera en profundidad lo que los llamativos «regeneracionistas» del fin de siglo creen descubrir, pasmados. Para los liberales «progresistas» de las tres últimas décadas del siglo, y particularmente para los que han asimilado las orientaciones fundamentales del krausismo, se trata de obrar para conseguir a largo plazo una sociedad más equilibrada, más «armoniosa», más justa. En un principio son pocos, una élite, los «mejores», pero un lento y sostenido esfuerzo pedagógico (en la cátedra, en los Ateneos, en la prensa), ensancha progresivamente el campo intelectual activo de los «capaces de espiritualidad», como dirá, varios años después, Antonio Machado, en su profundo y superior «Discurso de ingreso en la Academia de la Lengua», nunca pronunciado por cause de guerra civil (Machado, 1957c). Clarín, ya se sabe, es uno de los más activos mediadores en España de la literatura y del pensamiento científico, filosófico y metafísico de Europa. Para todos, la finalidad es hacer, a largo plazo, un «pueblo adulto». Es un ideal que como todos apunta a un porvenir todavía no visible, pero todos tienen fe en el progreso humano y obran para que «la utopía de hoy sea la realidad de mañana».




Una república de las letras y del pensamiento

Así pues, debajo (o por encima) del triste escenario de la política al uso, fuertemente presente en la constante y sin concesión censura de Alas (Lissorgues, 2004b, 55-122 y 191-330), funciona ya una república del pensamiento y de la idea, animada pollos más activos escritores y periodistas «progresistas» del momento, entre los cuales se establece un diálogo permanente a través de la prensa, de los intercambios de obras, de las relaciones epistolares, etc. Hasta tal punto que la reflexión de cada uno es siempre recibida, discutida y a veces impugnada y finalmente en cierto modo asimilada por los demás. A la altura del final del siglo, el grupo, cuyos elementos más activos están diseminados en los centros docentes de toda España, aunque compuesto por individualidades totalmente independientes, cobra categoría de persona moral, es decir de algo superior a los individuos, según la definición dada por Giner (Giner, 1969, 202-208), y con la que todos se sienten intuitivamente relacionados. Es cosa curiosa observar que, a partir de un núcleo de ideas y valores compartidos, la puesta en común de un saber que cada cual contribuye a elaborar, y todo ello animado por unas relaciones cordiales de estimación recíproca (que no borra las discrepancias), consigue crear por encima del ideario un espíritu superior que funciona como una ideología.

Es que esta pasmosa actividad intelectual de que hacen muestra ya desde los primeros años de la Restauración, procede de la conciencia, tal vez no formulada, de cierta superioridad cultural y moral, a no ser que ese mismo dinamismo genere tal sentimiento; de todas formas, lo fortifica. Mirando en tomo suyo, se ven como los más activos en el campo de los valores culturales, que se les aparece como un desierto donde se pierden los sermones (Sermón perdido, titula Clarín una de sus obras; título que es cifra y compendio de la idea formada del entorno), pero no por eso desprecian algunas personalidades destacadas del «otro bando», como, por ejemplo, la respetada de Menéndez Pelayo. Al respecto es altamente significativo del criterio superior que los mueve el episodio anecdótico de la elección del polígrafo santanderino como senador por la Universidad de Oviedo, preparada en 1893 por Clarín y apoyada por todo el grupo de institucionistas, Posada, Buylla, Sela. Es que Clarín fue siempre gran admirador de don Marcelino, incluso cuando le llamaba neo, porque veía en él un espíritu superior y muy a menudo tributó elogios en la prensa no al autor de Los heterodoxos pero sí y con entusiasmo al de la Historia de las ideas estéticas. Desde luego, si Menéndez Pelayo no es por su ideología tradicionalista, uno de los mejores, es por lo menos uno de los buenos españoles de toda la vida y merece el puesto de senador antes que el barón de Covadonga, respetable medianía y, por lo demás, candidato oficial del cacique Alejandro Pidal (Yvan Lissorgues, 2007, 661-666).

A pesar de circunstancias muy poco favorables (represión política en los primeros años de la monarquía restaurada, y después obstáculos puestos por el gobierno y la institución católica a la libre expresión de las ideas, incomprensión general, ineptitud del medio) al reconocimiento de la obra de la minoría que constituyen, aflora, cada vez más en ellos una conciencia hegemónica que se afirma cuando tienen que enfrentarse con las duras realidades sociales del fin de siglo, sentidas en un primer momento como amenazas. Por ser ellos, tal vez sin confesárselo, una avanzadilla en el campo de las letras y del pensamiento, obran como si tuvieran la misión de preparar el futuro, pero un futuro que, por supuesto, es proyección de sus aspiraciones. Todos son hombres de la clase media intelectual y la sociedad a la que aspiran no puede ser la de los estamentos tradicionales, sino una colectividad solidaria, en la que reina igualdad de derecho para todos, a fin de que el papel rector sea asumido por los más capaces intelectual y moralmente.




La República de los mejores

En tales condiciones ¿quién debe dirigir el país? Dada la ineptitud de las «clases directoras» de la Restauración que dan de España una imagen tan poco halagüeña, es una cuestión capital que se plantean y no sólo ellos sino todos los ciudadanos conscientes de las realidades. Para Clarín y todos los intelectuales «progresistas», está claro que los llamados a dirigir («cuando llegue la nuestra») serán los más ilustrados, los de mayor y mejor cultura, los que han hecho suya una verdadera ética social de justicia y armonía. Como en La República de Platón, como en la Utopía de Thomas More y como en todas las utopías, incluso las ideadas por Fourier, la élite intelectual y moral es la que debe regir la colectividad. Pero, ¿cómo conciliar la teoría de los «grandes hombres», pues de esto se trata, con la democracia, que es la progresiva conquista de los tiempos?

Clarín, después de su adhesión a Castelar, a quien ve en la España del momento como el grande hombre de la democracia del próximo futuro, ha reflexionado mucho sobre este problema, que a veces vive con cierto malestar. Una primera etapa de reflexión se la propicia la lectura de Los héroes de Carlyle. Este pensador, según él, logra conciliar la «selección espiritual necesaria para el progreso y aun para la salvación y conservación de la sociedad humana y la democracia, indeclinable prurito moderno, necesidad bien o mal recibida, pero evidente». Lo que Carlyle imagina, dice Clarín, «es el triunfo de los mejores dentro de la democracia misma, no anulándose ésta, sino elevándose hasta e l punto ideal de entregar su poder, suyo, sin duda, en manos de los que más saben, esto es, de los más virtuosos y expertos, [...], en manos de los héroes, que ahora ya pueden ser muchos» (Torres, 1984, 193-194). Al parecer, le seduce la, explicación, pero no se ve hasta qué punto la hace suya.

En cambio, está claro que expresa su propia concepción en el prólogo que escribe, en 1900, para Ariel de José Enrique Rodó: «La democracia niveladora, aspirando al monótono imperio de las medianías iguales, la democracia mal entendida, la combate Rodó con fuertes razones y elocuencia, sin que por eso deje que le venzan doctrinas aristocráticas [...]. La democracia es ya un hecho vencedor, es algo definitivo, y además, bien interpretada, es legítima, es lo que piden el progreso y la justicia; se puede y se debe, pues, conciliar con la idea de Carlyle, con la misión providencial del heroísmo impulsando la marcha de la vida. La democracia debe ser la igualdad en las condiciones, igualdad de medios para todos, a fin de que la desigualdad que después determina la vida nazca de la diferencia de las facultades, no del artificio social; de otro modo, la sociedad debe ser igualitaria, pero respetando la obra de la naturaleza que no lo es. Mas no se crea que la desigualdad que después determinan las diferencias de méritos, de energías, supone en los privilegiados por la Naturaleza el goce de ventajas egoístas, de lucro y vanidad, no; los superiores tiene cura de almas, y superioridad debe significar sacrificios. Los mejores deben predominar para servir a todos» (Torres, 1984, 235-236).

La cita es larga; pero además de no necesitar comentario (aunque podría discutirse), permite comprender al intelectual Clarín, tanto al político y al filósofo como al crítico literario. Y sobre todo representa la concepción de casi todos los intelectuales «progresistas» del último tercio de siglo XIX.

Se comprende que vivan como amenazas a su ideal de república moral y de armonía social, al que aspiran y por el cual obran, las convulsiones de fin de siglo (despertar del mundo obrero, agitación de las clases neutras, rupturas regionalistas) que ven como manifestaciones intempestivas de egoísmos clasistas, prueba de que ellos se sitúan por encima de aquellos intereses particulares. Por otra parte, tener que enfrentarse con reales conflictos que agreden sus propias convicciones pone a prueba en el calor de la acción estas mismas convicciones, que se matizan sin perder fuerza y desde luego se robustecen. Sobre estos puntos, el más rotundamente explícito es Clarín, sin lugar a dudas.




La República moral y las potenciales rupturas de fin de siglo

Sabido es que a partir de 1890, la imagen de una España entumecida en el «lago de aceite» de la paz canovista, como dice Clarín, se quiebra, pues el país entra en una zona de turbulencias, que los historiadores denominan crisis de fin de siglo, con punto álgido en 1898. Pero más grave, para Clarín y los institucionistas, llamémoslos así, que el choque moral del «desastre» provocado por la pérdida de las últimas colonias, son las amenazas de ruptura de la cohesión social y de la cohesión nacional, puestas en tela de juicio por el protagonismo tomado por las organizaciones obreras y, en grado menor, por el conato de salida a la palestra de las clases medias «productoras», las clases neutras, según Joaquín Costa, y por las tendencias independentistas o por lo menos centrípetas, de ciertas regiones. Para quienes luchan por una sociedad de armonía social y por una Nación equilibrada en sus componentes regionales, el momento es grave. Cambia la tonalidad general del estilo de Clarín, que de esencialmente irónica cuando vapulea la imagen vigente de la sociedad canovisto-sagastina y de la institución católica, pasa a tono serio cargado de gravedad.

Es preciso ver que, globalmente, la crisis es vivida como un momento de desorientación, en el que se mezclan con el odio impotente al sistema político corrompido, un complejo de frustraciones y aspiraciones: lo cual desemboca en apresuradas tomas de posturas, en posiciones en las que se enredan indiscriminadamente amargas nostalgias de un pasado glorioso e inseguras aspiraciones a modernidad, lo que impide medir con debida serenidad y lucidez las realidades poco halagüeñas del período. Gran parte de la «literatura regeneracionista» expresa tal desorientación.

Lo que nos interesa poner de relieve es que para Clarín y los demás, la crisis es también perturbadora, pero no provoca en ellos ruptura entre el pensar y el obrar. No pierden esa serenidad reflexiva que en Giner particularmente es paradigmática. Y para abreviar, citaremos una frase muy pertinente de Francisco Laporta: «Van a ser ellos y solamente ellos, los únicos intelectuales de la burguesía española, cuyo programa de realizaciones prácticas (ante todo pedagógicas) se asienta en un ideario filosófico y político muy elaborado, en una concepción del mundo bien construida y perfectamente asimilada» (Laporta, 1979, 38). Añadiremos que su programa de realizaciones prácticas no se limita a la pedagogía sino que abarca todos los problemas del momento y particularmente los problemas sociales y los que atañen a la unidad de la Nación.




La unidad de la nación amenazada

La unidad nacional es para Leopoldo Alas un principio intangible. Y lo es para muchos intelectuales «progresistas». Pero, para nuestro autor, la unidad nacional es un principio moral que dimana de la idea superior de Nación y que nada tiene que ver con la centralización administrativa, contra la cual se alza a menudo, pues «la han inventado el cesarismo, el despotismo y la reacción» (La Unión, 2/10/1878). Se ha notado que en una frase citada atrás, afirma que el caciquismo se debe a la centralización y explicita esta idea en el Prólogo a La Lucha por el derecho. La centralización es culpa del caciquismo y con todos los tentáculos del poder central que son la policía, los delegados, las comisiones... las provincias se encuentran en situación de territorios colonizados (Torres, 1984, 121-122). En 1883, afirma que una de las causas de la crisis social en Andalucía es la tiránica centralización administrativa, pues los representantes del Estado se convierten en procónsules que «explotan y arruinan el país» (Saillard, 2001, 205-209). Sin embargo, piensa que las ramificaciones administrativas del Estado son necesarias, pero sólo para mantener relaciones de coordinación y subordinación. Por eso mismo, no comparte las concepciones federalistas de Pi y Margall. A pesar del gran respeto que siempre le tiene, hace chacota en 1893 del constante ideal federalista de Pi: «El señor Pi y Margall quería hace treinta años [...] que España se descuartizara para que cada miembro pensara después si le conviene o no volver a juntarse con los compañeros o entregarse a la vida del protozoario. Pues bien, en 1892, sigue pensando lo mismo de la necesidad de hacernos añicos» (Las Novedades, 10/03/1892).

Pero Clarín comparte con Pi y Margall el principio de la autonomía regional que, escribe en 1876, es «la única solución posible de ciertas cuestiones concernientes a las personalidades jurídicas y su relación de coordinación y subordinación» (El Solfeo, 29/05/1876). Veinte años después, declara que «nunca ha dicho nada contra el regionalismo armónico» (La Publicidad, 7/03/1896).

Su doctrina permanente al respecto, la formula, en 1880, en el Prólogo a La lucha por el derecho. Es necesario encontrar un equilibrio entre las varias autonomías y el poder central, pues «si predomina la autonomía regional o municipal, la nación se disuelve y el individuo no padece menos, es tiranizado por un tirano local» y «si la autonomía nacional es la que ante todo se procura con menoscabo de los círculos interiores, hay absorción, hay centralismo» (Torres, 1984, 126-127). Equilibrio entre el todo y las partes, armonía, tal es, en efecto, así condensada, la filosofía fundamental del pensamiento de Clarín, aprendida de sus maestros krausistas o, tal vez, reforzada por ellos.

En la última década del siglo se agudiza el problema del regionalismo, sobre todo por la fuerza que toman las reivindicaciones catalanas que, conforme pasan los años, aparecen a algunos liberales como pretensiones poco conformes con el interés nacional. Para Clarín, el problema es grave, porque lo que está en juego es el equilibrio de la Nación que, para él es sagrado patrimonio moral y espiritual. A los que pierden la conciencia de sus responsabilidades, dirige severas y repetidas advertencias: «¡Ojo, ojo, y ojo! El espíritu de reivindicación política, intelectual, literaria, etc. de la región, de la provincia, es justo y provechoso cuando se encierra en los límites que no dañan a otros intereses superiores. Pero tiene grandes peligros entregado al egoísmo de los señores del quiero y no puedo, de los ratés de pueblo, de los fanáticos y exclusivistas. Y lo peor que tiene la tendencia de reacción contra los organismos superiores es que, mal entendida, es la forma más funesta de retroceso, porque, por lo menos, aunque de lejos, camina en dirección de la vida troglodítica» (La Publicidad, 3/03/1896). Finalmente, ese regionalismo que significa un salto atrás de la civilización, es una manifestación del egoísmo que por interés inmediato o por miopía inconsciente tiende a reducir la fuerza de la unidad nacional.

Cuando aparecen asomos de separatismo, el tono se hace violento, porque «no hay vilipendio bastante para el separatismo». El separatismo, tanto el catalán como el cubano, es un «crimen de leso patriotismo» que, en el caso de Cuba, justifica la guerra. El separatismo no tiene disculpas, pero tal vez una explicación; para Clarín, los separatistas catalanes o cubanos desean la independencia porque no se reconocen en esa España reaccionaria que se empeña en que la España de ayer sea la España de siempre. Los separatistas, parece decir, son unos extraviados que confunden la madre común con esa España nea que tiene la culpa de todos los males: «España se pierde por reaccionaria» (El Globo, 12/10/1898).

Así pues, para Leopoldo Alas (y, puede afirmarse, para la gran mayoría de la minoría intelectual «progresista»), el Estado es un conjunto orgánico en el que las partes están jerárquica y solidariamente vinculadas al todo, pero no según una mecánica centralizadora; lo que da vida al conjunto es un principio espiritual, que une la esencia de las partes con el todo y la esencia del todo con las partes. La Nación es esta misma esencia, o sea, en palabras de Renan que Clarín hace suyas: «La Nación es una gran solidaridad construida por el sentimiento de los sacrificios que se han hecho y los que aún se está dispuesto a hacer» (Renan, 1882). Para Clarín, como para Renan, la Nación es un alma.

Pues bien, de igual modo que la Nación, la sociedad debe ser un conjunto orgánico en el que las partes (las capas, las clases) estén jerárquica y solidariamente vinculadas para el funcionamiento armonioso del conjunto. Es una aspiración, un deseo y tal concepción podría abrir una larga y encontrada discusión... acerca de ese ideado e ideal nirvana social...

No puede sorprender, pues, que a la altura del fin de siglo, las reivindicaciones de masas movidas por ideologías de clase sean, para Clarín, potenciales rupturas.




Rupturas clasistas

Cuando en 1890, con motivo de la primera manifestación del Primero de Mayo, se plantea brutalmente la cuestión social en términos de lucha de clases, Clarín, en un primer momento, comparte el temor que se ha apoderado de la burguesía y confiesa que ve como una amenaza «el movimiento actual socialista, a pesar de sus apariencias pacíficas». Germinal de Zola le parece como una prefiguración de futuras catástrofes: «Tal vez la historia próxima va a ser un plagio de Germinal, pero de esos plagios que matan» (Lissorgues, 2004, 1182). Esta primera reacción es significativa de quien está bien asentado en sus valores humanos y filosóficos, cuya plena realización se proyecta en una sociedad futura armoniosamente organizada en torno a esos mismos valores y regida por la «natural» tutela de los más capaces moral e intelectualmente. Casi prueba de ello es que en el mismo artículo, Clarín intenta definir la misión del intelectual frente a la nueva situación. En primer lugar, censura con vehemencia a los que, como los decadentes, los simbolistas, los escritores modernistas se apartan de lo que pasa en torno suyo para crearse egoístamente un mundo propio; tal actitud «en tales momentos puede convertirse en un crimen». Es de subrayar que se manifiesta aquí, como siempre, el imperativo de compromiso del intelectual con la vida social y con la historia de su pueblo. Luego procura comprender e intenta encontrar alguna justificación a esos «desmanes» en la miseria económica y moral de los trabajadores. En todo caso, el recelo y la decepción no le llevan al pesimismo, pues, si, por ahora, el intelectual no puede hacer nada, debe seguir preparando «el pisto espiritual del porvenir, la fe o lo que sea de mañana», a fin de que «cuando esos miles de obreros consigan sus propósitos de descansar algunas horas al día y lleguen a leer, a estudiar y a meditar», entonces será posible que «al llamarnos todos hermanos podamos hacerlo racionalmente, es decir, sabiendo que existe un padre, un Dios o una madre, una idea». Lo cual es un modo de afirmar que lo más importante es encontrar una base espiritual (no necesariamente religiosa) para la fraternidad. Igual exigencia manifiesta Altamira -Altamira, 1891- y, cuarenta años después, en 1918 Antonio Machado expresa la misma idea, como se ha dicho anteriormente (Machado, 1957b). Lo cierto es que, desde 1890 hasta su muerte en 1901, Clarín mantiene abierto el diálogo con las realidades del mundo obrero y con los socialistas (Lissorgues, 2004, 153-182 y 633-671). Pero nunca le invade el desengaño y menos aún el pesimismo. Piensa que puede haber en la historia momentos de insensatez, como el que evoca en el cuento Un jornalero, pero su fe en el hombre y en la historia no ceja. El auténtico camino del futuro, sólo puede abrirlo la voluntad del hombre para, ante todo, mejorarse a sí mismo y para conjuntamente luchar contra los obstáculos sociales que se oponen a su plena realización humana cuya primera condición es la conquista del Derecho, es decir, de la justicia. Clarín expresa aquí la opinión y el sentir de casi todos los intelectuales «progresistas» que, si se muestran recelosos ante la nueva fuerza social que es el movimiento obrero, tienen conciencia de estar mejor preparados que otros para comprenderlo.

En efecto, desde los primeros años de la Restauración, fueron ellos los más activos defensores de los derechos del pueblo trabajador del campo y de la ciudad, ese pueblo que acampaba en los marginados Campos del Sol de Vetusta y al cual no conocían realmente por no acercarse mucho a él, como muestra la serie de artículos que el joven catedrático de economía política Leopoldo Alas dedica a los disturbios en Andalucía en torno al asunto de «la Mano negra» (Saillard, 2001). Pero por lo que se refiere a la defensa moral y jurídica del «pueblo bajo», Clarín y nuestros intelectuales están en primera fila. Su humanismo, su agudo sentido de la justicia y sobre todo su preocupación por la armonía social por conquistar, les llevan a plantearse, a partir de su concepción filosófica del Derecho, los problemas relativos a la situación moral y material del entonces llamado cuarto estado (Elías Díaz, 1973). Es a Clarín, no cabe duda, a quien se debe la más voluntariosa defensa del derecho del pueblo. En su «Prólogo» a La Lucha por el derecho, de Iherin, traducido en 1881 por Adolfo Posada, echa con claridad y vehemencia las bases teóricas de la progresiva emancipación del cuarto estado, por la instrucción, la educación y si es necesario por la intervención del Estado y hasta por imposición más o menos violenta. «El derecho debe proceder de la conciencia ética de cada individuo», cuando no es así, es decir, cuando priva el egoísmo, «bueno es que el Estado haga que se cumpla el derecho, imponiéndolo por coerción» (Torres, 1984, 111). Es evidente que Clarín y los intelectuales «progresistas» se atribuían entonces frente al pueblo un papel rector, que hoy calificaríamos de paternalista, pero que, para ellos, antes de que estuviera organizada la clase obrera, era un cometido ético de tutela necesaria. No menos evidente es que no ponían en tela de juicio las estructuras sociales de clases jerarquizadas, clases que ellos llamaban «organismos» sociales. Luchaban y siguen luchando contra las injusticias de la actual sociedad, para reformarla «moralizando la vida», con miras a la lejana República moral, en la que se borraban los antagonismos, sin que desaparecieran los «organismos» (las clases). Lo que Clarín llama República moral es la expresión política de la concepción sociológica del organicismo armónico krausista, sin más diferencia sustancial que la referencia a la forma de gobierno más adecuado (Res publica). Esta rápida vuelta atrás, antes de 1890, era necesaria para mostrar que, frente a los problemas sociales concretos del fin de siglo, no cambia la concepción organicista, a partir de la cual se enjuician dichos problemas y se determinan las respuestas.

Prueba de ello, es su posición frente al movimiento de los «pequeños productores» (que, en fin, pertenecen a su propia clase media) y en el que toma parte activa Joaquín Costa, institución isla y amigo de muchos institucionistas. Para Clarín, la agitación de las clases neutras no pasa de ser un epifenómeno, que, sin embargo, choca con su concepción social y provoca en él una reacción significativa de tal concepción. Aunque le parecen oportunas la reformas técnicas y pedagógicas preconizadas por Costa, se muestra más reticente ante los programas de las Ligas de Productores, Cámaras de Comercio, que le parecen demasiado corporativistas y demasiado encerrados en intereses de clase. Vehemente como nunca denuncia Clarín el egoísmo de esos comerciantes que «toman el país por un almacén» y critica a Costa que quiere supeditar el regeneracionismo ideal y espiritual al pragmático regeneracionismo «hidráulico». Es peligroso, dice, invertir los valores; son necesarias las reformas técnicas, pero dominadas por las ideas y supeditadas a los valores culturales y éticos. Es peligroso, añade (con premonitoria intuición histórica), cuando la ambigua Unión Nacional reivindica un papel político, dejar que asomen sin combatirlos retazos de ideas (antiparlamentarismo, antiintelectualismo, necesidad de una dictadura, retórica de la negación y de la fuerza, etc.) que, añadiremos, al juntarse serían ya anticipación de esa «retórica de los puños» clamada por José Antonio Primo de Rivera (Lissorgues, 2004b, 142-153 y 775-835). Ninguna clase, dicen Clarín y Giner, después de Spencer, puede pretender por sí sola representar a la Nación.




A modo de conclusión... abierta

Hemos desarrollado preferentemente esta posición de Clarín (y de la mayoría de los intelectuales «progresistas», no lo olvidemos) frente al problema de la Nación y a la cuestión social en el fin de siglo, porque es altamente significativa de una concepción claramente definida de la Nación y de la sociedad, concepción que se enfrenta, en aquella época, con problemas «concretos» que perfilan una imagen insatisfactoria, por conflictiva, de la España del momento, para superarlos cara al futuro. No es Clarín revolucionario (no son ellos), no quiere revolución y lo dice, porque piensa que la violencia acarrea más daños que beneficios y finalmente no resuelve el problema fundamental individual y, desde luego, social, que es la reforma intelectual y moral, que sólo la instrucción, la educación, la cultura pueden propiciar. «La cuestión de España es la educación y la instrucción de los españoles» (La Correspondencia, 06/06/1892), en la que está muy empeñado y a la que dedica numerosos artículos y, en 1890, un Folleto literario, Un discurso (Lissorgues, 2004b, 897-1045).

Excusado es decir que esa constante y aguda atención a todos los problemas de España, que todos esos esfuerzos para mejorar la imagen del país y asentar las bases de un futuro más digno, más justo, más humano, procede de un profundo amor a la patria. Todo lo dicho y mucho de lo no dicho en estas páginas podría caber en otro estudio titulado «Patriotismo».

En definitiva, vemos que, para Leopoldo Alas, la idea empujada por una voluntad comprometida en una ética sin concesión va dibujando, en sobreimpresión, los contornos de la imagen de otra España, la de una República moral armoniosamente equilibrada en sus varios «organismos» por un derecho y una justicia que garanticen para todos los individuos las posibilidades de pleno desarrollo intelectual y moral y el libre ejercicio del culto religioso elegido o la libertad de no creer, sin que el Estado, totalmente laico, intervenga en asuntos que relevan de la conciencia individual de cada ciudadano.

¿«Utopía de hoy», como escribía don Urbano? Sí, como siempre, cuando un deseo se proyecta en el futuro. Pero no se trata para Clarín (y los demás) de una utopía literaria como pongamos por caso, la de Thomas More, fijada una vez para siempre, para que se lea o se estudie como mero producto de un pensamiento y de una imaginación, sino de un pensar que, arrancando de una triste imagen de la España vivida, proyecta en el futuro la imagen de otra España, más auténticamente humana. Este pensar, se alimenta en un pensamiento rico de todo un pasado redimido y asimilado, conjugado con todas las aportaciones de la modernidad europea. Este pensar, como lo dice la forma verbal, es inseparable de la acción que, paso a paso, en todos los campos, el social, el religioso, el de la instrucción y de la educación, el político, el nacional, traza y, cuando el terreno lo permite, cava el surco hacia un Norte, donde apunta otra imagen de España más digna y de más armoniosa convivencia. Pero Leopoldo Alas y sus numerosos amigos, activa minoría, no son ingenuos, saben que el camino de la historia, como la que viven durante su propio recorrido, es escabroso, hecho de subidas y bajadas, lleno de baches, pero creen también que «al andar se hace el camino», como dice Antonio Machado, y que este camino hacia un mundo cada vez mejor no se acaba nunca. Eso creían, ¡dichosos ellos!, y nosotros, desde el ángulo que nos otorga la perspectiva histórica, vemos como un sueño lo que creían. ¿Estaremos, en los inicios del siglo XXI, en el último de los numerosos baches que rompen con suma violencia la línea temporal del siglo XX?

Es verdad que en nuestros tiempos de un acéfalo e inhumano «darwinismo social» (del cual el sabio Darwin no tiene la culpa), el pensar y el obrar de Leopoldo Alas y de los intelectuales «progresistas» del siglo XIX, nos puede aparecer como una poesía de la historia.

Sin embargo, si tenemos en cuenta la relatividad de las cosas y si hablamos en imperfecto, podríamos aceptar como balance de la contribución de estos intelectuales al advenimiento de una España democrática estas palabras con las que Elías Díaz concluye su estudio sobre la filosofía del Derecho de Giner y Clarín: «En ese criterio de justicia se alojaban posibilidades que de haber sido plasmadas en el Derecho y en la sociedad, en concreto en la sociedad española de la época, hubieran permitido (y en parte de hecho permitieron) evoluciones importantes de verdadero sentido progresivo tendentes a suavizar primero y a superar después un buen número de privilegios y desigualdades tradicionalmente arraigados en nuestra sociedad» (Díaz, Elías, [s. a.], 98). Sobre todo no debería olvidarse que de ello «salió el profundo impulso renovador intelectual y político que condujo entre otras cosas, a la Segunda República» (Díaz, Elías, [s. a.], 96). Más aún; a propósito de la transición democrática, a la altura de los años de 1980, escribe Emilio Alarcos Llorach: «Si [...] el país ha logrado "re-unirse" [...] lo debemos a aquellos hombres vocacionalmente grises que a todo antepusieron la humildad, la rectitud, la verdad, la discreción. Ni la universidad, ni la ciencia ni la sociedad en general (con todos los defectos inherentes a la penetración del insaciable consumismo) serían lo que son sin la labor callada, honda y desinteresada de los hombres de la Institución» (Alarcos, 1983, 10).






Referencias de obras citadas

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