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Capítulo segundo

De la marquesa de las motas



Suma del número.
VERSOS HEROICOS MACARRÓNICOS
 
Usa oficio de hilandera y en él raros enredos por los cuales, le dan nombre de Marquesa de las Motas.      Ego poeturrius, cabalino fonte potatus,
     Ille ego qui quondam Parnaso in monte pacivi,
     Iam sum cansatus luteas transcendere tejas;
     Iam cantare nolo porrazos atque cachetes;
     Non porra Herculea, non iam roldánica maza
     Arridet michi. Cosas de marca minori
     Nunc cantare volo. Fusum, turnum atque mazorcam,
     Hiis quasi gladiis Justina picaña triumphat;
     Quam cardatores titulis regalibus ornant
     Haec est hilanderarum princepa sublimis,
     Haec cardatorum barbatorum stafatora,
     Haec vetularum bruxarum garduna sutilis;
     Inter aceitatos, haec est Marquesa Motarum,
     Atque inter pícaros, haec est picaña suprema.
 
Oficiales de Audiencia alargan los pleitos.      ¡Qué vieja cosa es entre oficiales de Audiencia untar con manteca los pleitos para que den de sí! Como los de cierto pueblo, que untaron un banco con manteca para que diese de sí y cupiese más gente, y sí cupo, mas fue porque se quitaron los capotes. Pero la untura destos escribas hace que quepa un mundo en sus manos, y todo con capote de justicia.
Justicia torcida.      ¡Ah, vara de justicia!, que siendo tan delgada, hace sombra más que el árbol de Nabico de Sorna, como dijo el bobo, y con ella se disimulan y encubren hartas cosas. No lo digo sin propósito, que soy linda aplicativa.
Presteza de negociantes.

Solicitador pervertido.

     Es el caso que, pensando que mi negocio era más breve que acento de monjas, aún no despedí al truchero -que esto de negociar, como sale tan del corazón, siempre camina con alas-, pero un solicitador mío que hacía mi negocio, aunque más el suyo, me dijo que sería mi negocio largo. Pesóme, porque se me representó que quería gastar papel, tinta, dinero y tiempo a costa de la pleitista novicia, e hícele un gesto de golosa en miércoles de Ceniza. Y como él viese que yo me amohinaba de tan largas esperanzas y temiendo no me solicitase otre para darle la ganancia de solicitador mío, deseoso de no me desaperroquiar, me apuntó cierta vereda y camino para abreviar mi negocio, diciéndome que por el camino que él me apuntaba había tanta diferencia para negociar como hay diferencia en andar un camino a caballo y con acicates a las quince, o andallo a pie y con muletas y a legua por día y a veces tornar atrás; y añadió:
     -Y con todo eso, es vía ordinaria.
     ¿Qué cosi cosi? Pensó el necio que ignoraba yo aquella junciana si la quisiera usar, y así le dije:
Castidad de Justina.      -Señor mío, no me está a cuento la abreviatura que me ofrece de mi negocio. ¡A otro hueso con ese perro!
Excusa de hipócritas.      Entonces él, por abonar su yerro, me comenzó a decir:
     -Pues en verdad, señora, que han venido a mí pleiteantas que han seguido mis consejos, y alguna pleiteanta entró a pie, pobre y sin blanca, que salió con sentencia en favor y con dinero de sobra y a caballo, y todo por orden mío.
     También me dijo que entendiese era mucho lo que me ofrecía, y tornó a repetirme lo de la comparación del que anda el camino a pie o a caballo. No tenía este necio otro estribo de su arenga ni de su amor sino esta comparanza torreznera, y por darle tapaboca y que se le acabase la listecilla con que quería hacer ostentación del abismo de su aviso, le dije:
Arenga de necio.
     -Señor mío, v. m. se resuelva, que yo quiero que mi negocio camine a pie y con muletas, y ándese lo que se anduviere, que bien sé yo entenderme con muletas y aun con mulas. ¡Aquí de Dios, no me muela!, que este pleito no es de a caballo, sino de a pie. Haga cuenta que es mi pleito mendicante.
Pleito mendicante.
El solicitador, viendo mi resolución, redujo sus motus proprios a mi derecho común y prometió acortar rienda y tiempo.
Pleitos largos.      Con todo eso, no fue muy poco el que tardó, pero no tanto como fuera si yo no le hubiera cercenado el portante.
Dinero sustenta el pleito.      Yo tenía mucha cuenta de cebar la lámpara con dinero, y con esto me parece que no se perdía lance, a lo poco que a mí se me entiende de pleitos. Nunca daba dinero adelantado, que son peores que sastres algunos escribanos y letrados, y antes esto les descuida que les aviva. Aguardaba a la puerta de la Audiencia con el dinero en la mano, y con esto era como llevar cascabeles para que a mi son danzasen. Lo que nunca pude acabar con el escribano fue que metiese más letra en las planas, que iban tan apartadas las partes que parecían que estaban reñidas o que eran rebujones de cabellos en cabeza de tiñoso, ni con que tomase los derechos delante de testigos. No sé qué misterio tenía esto, aunque sí sé que mi bolsa me lo parló.
Cascabeles de oficiales de Audiencia.

Abusos de escribanos.

       Harto ánimo tenía para gastar, que esto de pleitos es como pasión de cátedras, que saca fuerza de flaqueza y hace que las gentes sean como las perdices de Flafagonia, que tiene cada una dos corazones. Mas como el corazón y la bolsa no se cortaron en una misma luna, ni tienen una misma propriedad, vino a ser que el corazón se me hinchó de esperanzas y la bolsa se me vació de dineros a pocos días andados después que entré en Rioseco. Verdad es que era fácil consolarme de la falta del dinero, atento que tenía conmigo piezas y joyas, como ya tengo dicho, y en la presente sazón andaba más enjoyada que tienda milanesa. Ya que me fue forzoso deliberar sobre el medio para tener dinero, imaginé si sería bueno vender las joyas, las cuales son las más ciertas suplefaltas y fiadores abonados en semejantes trances; pero, si no me engaño, paréceme que me dijeron que no querían salir de mi casa, porque no esperaban tener otra tal ama, y tenían razón, porque ama que así las sacase a vistas, ninguna como yo. Sin embargo desto, parecióme que era lástima vender piezas ganadas en tan buenas lides, y que aunque hubiese dinero para pagar su valor, pero no mi estima, porque no eran mis joyas invendibles ni avinculadas a mi mayorazgo, pero estábanlo a mi gusto y, por tanto, me resolví de buscar dineros por otra vía.
Pleitos consumen las haciendas.
Joyas, fiadores ciertos.
Piezas ganadas en buenas lides.
     Díjeme a mí misma:
     -Ea, Justina, ¿no eres tú la que hallas Indias entre salvajes? ¿No eres la que arenillas de campo vuelves arenas de oro? ¿La que en las romerías haces hechos romanos? ¿La que sacaste un Christo de oro de poder de un sayón? Pues confía que ahora saldrás de aqueste aprieto, pues eres la misma que antes y tu ingenio el mismísimo.
Resolución de Justina.      Andaba mi cabeza como rueda de molino y molió un poquito de lo bien cernido; digo que, al cabo, acerté con el punto de la dificultad, y, tanteando la disposición del pueblo, la ocasión presente y esperanzas futuras, di en la mejor traza que se pudo imaginar. Óyela, que yo sé que te cuadrará; sólo no me pidas cochite hervite, que yo cuento de espacio, aunque trazo deprisa.
       Yo vivía en una calle donde moraban muchas hilanderas que hilaban lana de torno, y también mi posada era en casa de una viejecita, que el rato que le sobraba de hacer los ejercicios que abajo verás, lo gastaba en hilar lana de torno. En esta calle había especialmente tres famosas viejas hilanderas, que, según eran enemigas del género humano, parecían las tres parcas que hilan las vidas, y la principal era mi huéspeda, que está de Dios que yo he de topar siempre con casas señaladas.
Las tres parcas.
       Parecióme que en este trato podría tener alguna granjería, no en hilar (que, por mis pecados, nunca llamé granjería lo que no se hacía sólo con grojear), sino en lo que verás. Mas como para un trato tan mecánico como este era necesario bajar el entono, determiné mudar pellejo como culebra, quiero decir mudar de vestido. Así lo hice. Recogí mis joyas, corales y sartas, mis sayuelos y mis sayas, mi manto y rebociños, y quedéme -como representante desnudo- con sola una sayita parda y corta, una mantillina blanca, mi zapato mocil; en fin, a lo hilandero. Ello, el jemecillo de cara siempre puesto en razón, que por virtuosa que sea una mujer, nunca se suele olvidar desta estación, y yo, en particular, siempre tuve por opinión que no hay traza buena que no tenga en la cara el molde; y esto mejor lo sé entender que explicar.
Vestido de hilandera.
 
En la cara, el molde de las trazas.
       Puesta, pues, como pícara pobre -aunque no rota-, fui una o dos veces a pedir lana para hilar en compañía de la vieja mi huéspeda, y traíamosla de casa de un cardador que vivía junto a San Andrés. Era el cardador muy barbado, como ellos suelen serlo de ordinario, a causa de que el aceite y el arroyo de Berrueces tienen el arrendamiento de las barbas de España.
Cardadores, muy barbados.
     Ya yo tenía prevenida a mi vieja que llevase más lana de la ordinaria para que yo la ayudase a hilar. Ella la pidió de muy buena gana, y el cardador me la dio de mejor, y aun me prometió que para mí nunca faltaría lana en su casa. Los cardadores no dejaban de decirme sus remoquetes, y yo los llevara menos mal, si no fuera que aquel olor del aceite me daba intolerable fasquía. Mas decíanme mis compañeras que, cuando melindreando decía:
Remoquetes de cardadores.
     -¡Ay, Jesús, con el aceite, y qué mal huele!
     Se me ponía el rostro como unas flores. Era sin duda de pura congoja, y ahora echo de ver cuán bonita estaba, pues mientras más me enfadaba yo, más se desenfadaban conmigo los de la carda.
Interés villano.

Fuerza del interés.

     ¡Ah, interés villano, que para poseer tu gusto es necesario comerte como perdiz manida, con las narices tapadas! ¡Oh, interés, interés! No me admiro que esfuerces a pasar mil mares de agua en navíos de frágil madera, ni que al delicado galán y melindrosa dama los cuezas en el frío de la escarcha, nieve y granizo, y vistas de trapos al que pudiera andar como un conde, pues desnudaste a Justina de sus tan queridas joyas y galas y la heciste que en compañía de una abominable vieja y unos agaleotados cardantes, pasase por los mares del aceite, que son sobremanera penosos, contra quien no bastan alas de paloma ni aun de grifo. ¡Oh, interés, interés! Bien te pintan con espuelas calzadas y con alforjas, pues en mí vi que de plano me volviste en mujer de alforja, cuanto al vestido, y en mujer de pluma, cuanto a la ligereza. Tal era mi diligencia.
Interés diligente.
     Así que yo iba y venía en casa del cardador, cuando con la vieja, cuando con mis vecinas, hasta que ya me conocían y tenían en aquel obrador y en otros por parroquiana ordinaria, y me prometieron dar a mí que hilar sin llevar padrinos ni intercesores, ni más fiadores que mi persona y mi cara.
     Andados unos pocos de días, les dije a las tres parcas:
Compasión fingida.      -Madres, vosotras no os podéis menear, porque una de vosotras es tullida, otra gotosa y otra coja, y mientras vais y venís en casa del cardador a pedir y traer la lana que habéis de hilar, perdéis de hilar cada una tres libras y de salud cuatro, porque la congoja que os causa la prisa de tornar a vuestra tarea, os acaba, y es lástima, madres, trocar la vida por lana de ovejas. Mejor será que vais hoy conmigo todas tres al obrador del maeso y digáis que a mí me entreguen en vuestro nombre toda la lana que vosotras y yo hubiéremos de hilar, que yo daré de todo muy buena cuenta. A vosotras os está bien y a mí no mal. La paga que de vosotras quiero, sea vuestro gusto, y si le ponéis en el mío, digo que no quiero de cada una de vosotras más que un cuarto por ir y venir cargada, que son tres cuatros entre todas, ¡quemado sea tal barato! Y, para decir verdad, lo que más me mueve es la lástima que os tengo.
Cumplimiento.
Millón de vieja.      Las viejas entraron en acuerdo sobre la concesión destos millones -que para ellas lo eran-, y aunque las demás decían que bastaban tres maravedís, mi vieja, como era la bruja mayor de el hato, las hizo acetar el partido. Celebrado este contrato de mancomún, se fueron conmigo y me abonaron con el maeso y maesos, de lo cual se holgaron no poco los lanudos, viendo que ahorraban de tan malas caras y que el trueco era tan bueno. Con esto, entablé yo mi juego como se podía desear.
Abono de cardadores.
     ¿Pensarás que pretendía yo hilar esta lana? Mejor me trasquilen, que yo tal quise ni hice. Yo te diré lo que hacía. Yo traía la lana y encargaba a las vecinas que la hilasen delgada, igual, lasa y a provecho. Cobraba el hilado, tornábalo, y dábame el dinero.
     Dirás ahora:
Declara la ganancia.      -¿Pues esa es la famosa traza que Justina tanto cacareó? ¿Pues qué ganaba Justina en trajinar cada día treinta o cuarenta libras de lana? ¿Negros doce maravedís? ¡Gran cosa! Antes parece que era perder tiempo y servir de balde, y ser como el sastre del Campillo y la costurera de Miera, que el uno ponía manos y hilo, y la otra trabajo y seda.
Caso puesto por mercader.      Advierte, y no te engañes, que si no miras más de a cómo lo he contado, es como caso de conciencia en materia de restitución puesto por boca del mismo mercader interesado, que lo afeita de manera que, si encuentra un nuevo teólogo buscadero, de los de a ciento en carga, no sólo le tumbará, pero harále parecer que un promontorio de injusticia es monte de piedad, y una manifiesta usura es una variedad heroica.
     Sábete que, en esto de pedir yo la lana y traerla y llevarla por mi mano, tenía yo muchas e infinitas ganancias que yo había aprendido de hilanderas famosas, que, si como me enseñaron a hilar lana, me enseñaran a enhilar rosarios, ellas me aprovecharan más y yo me engañara menos. Pero ya ves que hago alarde de mis males, no a lo devoto, por no espantar la caza, sino a lo gracioso, por ver si puedo hacer buena pescadora.
       Al punto que yo llegaba en casa del maeso, los cardadores, desvalidos y a porfía, se levantaban a tomar el peso y pesas para pesarme las libras de lana que se me habían de dar para llevar, como colectora y agente de mis viejas, para que hilasen. Y entonces, ora por descuido del que pesaba -que atendía más a verme que a poner el peso y pesas en razón-, ora por hacerme placer y obligarme, ora por mi ruego, ora porque yo daba al peso un pasagonzalo a lo disimulado, me solían dar dos o tres onzas y a veces un cuarterón de más. Vean, pues, en treinta o cuarenta libras, otros tantos cuarterones de más que me daban y otros tantos de menos que yo tornaba, confiada en que las mismas diligencias me habían de valer, si era una mina, ¡y sin hilar una mota! Demás desto, yo ponía la lana hilada en parte húmeda, y como la lana cogía humedad, pesaba mucho más, que la lana coge cuantos licores se le juntan, y por eso fue jeroglíphico de la niñez y del mal acompañado.
Pesadores infieles.
 
Mermas en la lana hilada.
     ¡Hola amigo, avisón!, que por eso te hago avanzo de mis pasadas travesuras, que para sólo decirlas, bien excusado fuera el hacerme yo escriptora.
       Vino, pues, a ser que no había día en el cual con faltas y sobras no me quedasen borras tres, cuatro, cinco libras de lana hilada en mi casa, porque la cuenta que yo pedía a las viejas era estrecha, más que pulgarejo de liendre, y la que yo daba más ancha que calle de corte. Vendía cada libra de lana por tres, cuatro o cinco reales, y a veces por siete, según era, y para abonar más mi hecho y mi persona y asegurar mi juego, di en una cosa, y fue que compré a una moza de un tejedor gran cantidad de tamo y motas de jerga, y no me costó muy caro, que por un pedazo de pan me lo dio la triste, que diz que en su casa rodaba tanto el pan, que no lo podía alcanzar, si no era con las alas del corazón. Deste tamo y motas llevaba con cada libra de hilaza un poquito, mostrándome tan fiel que hasta el tamo y motas tornaba, y este punto fue el que me acreditó tanto, que por la fidelidad de las motas, me llamaban en todos los obradores la Marquesa de las Motas.
Compra de motas de jergas.

Roda el pan y muere de hambre.

       Vine a tener opinión de tan buena y tan fiel y aprovechada hilandera, que en teniendo un cardador un paño regalado o prisa de hacer algún surtimiento, me llevaban a casa la hilaza. Verdad es que nunca recibí hacienda que de esta suerte me trajesen, porque libras enaviadas por mano de maeso y pesadas en mi ausencia, venían pesadas muy a lo justo, y por eso no las quería yo recebir, porque no había lugar de hacer mangas de lana.
No recibe lana en su casa.
     Lo que les decía era:
Respuesta astuta.      -Señor, torne esa lana a su casa, que yo no quiero hacienda sorda, sino delante de testigos, que acaecen muchas desgracias por recebir las mujeres lana en secreto, y debajo de los pies le salen a una mujer embarazos.
     Tornábanla, y después iba yo a ventura de que los oficiales y mi ventura y mis diligencias me valiesen.
     Con este tratillo muerto vine a revivir y juntar muy buenos reales, con que hice mis negocios, pasando como marquesa, y de lo restante, compré una borrica que me costó veinte ducados, que las borricas de aquella tierra andan muy subidas. Esta di a comisión a un aguador por un real y de comer cada día, y él sacó en condición que las fiestas gozase de los alquileres de trajinar dueñas honradas. Y corríasele el oficio, porque había entonces en aquel pueblo unas doncellas amovibles y algunas viudas de oropel y cierta camarada de mujeres que parecían de casta de nabos, que para no se esturar, es necesario revolverlos y menear la olla.
 
APROVECHAMIENTO
     En las hilanderas hay muchas marañas y embustes para hurtar lo que se les encarga, y deben restituirlo, porque en tanta cantidad de menudos, vienen a defraudar notablemente.

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