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Capítulo segundo

Del fullero burlado



Suma del número 1.
NÚMERO PRIMERO

De la del penseque

 
SEGUIDILLA
 
     Hácese bobilla
     La del penseque,
     Y no mira cosa
     Que no penetre.
 
Águila.      Ojos que ven no envejecen, si no son los del águila, que cuanto más pico ven, van más a Villavieja. También digo que de la regla dicha exceptúo los ojos de mi amigo el ojimel, el sobrino del hermano del cura, el que nos vendió el galgo, el cual, con la continuación del juego y falta de sueño, andaba tan chupado que pensé que se le había exprimido el alma por los ojos y de puro brujulear se había tornado brujo.
Alusión tácita.      Así, porque no envejeciesen mis ojos, todos once, mientras esperaba alguna coyuntura para hacer la burla al del ojo arremangado, quise ver, y no por brújula, todo lo que había que ver en León, que ojos, y de León, aun durmiendo, es bien que estén dispiertos. Y aunque tuve bien que mirar en algunos buenos picos que acudieron a decir donaires, mas como ojos de águila envejecen viendo pico, no quise que me acaeciese otro tanto. En resolución, quise ver libremente, sin costas, sin echar sisa en voluntad ajena ni pagar alcabala de la propia, y para esto era propio ver de lejos y guardarme de picos, que o son picadores o picardeadores. Yo pensé que había mucho que ver en las fiestas, mas confieso que no había; aunque miento, yo me asuelvo, que sí había, y es bien decirlo porque no nos maten los legoneses, que tienen nombre de azadón de los que llaman legones, y azadonadas me harán decir la oración de los leoneses y de León.
 Vistas sin costas.
Fiestas de León.      Lo primero, Granado y la Granada habían desembarcado allí y habían de representar la comedia de Santa Tais y Santa Egicíaca, y había de salir la Granada con una calavera en la mano, que cuando la vi salir, pensé que era vieja que salía a echar agua bendita a algún cimenterio. También traían el entremés de los sacristanes enharinados, que parecían puramente torrijas enalbardadas, y otros muchos entremeses que comenzaban: «Digo que somos las más desgraciadas del mundo estas que somos hermosas», como es uso y costumbre en todos los entremeses de Maricastaña. Miren si había que ver. ¡Así hubiera que beber! Pero todo el vino que había era vino a la malicia.
Entremeses antiguos.
     Pero dejado esto, cree que no soy tan festiva, ni que iba tan descuidada de mi tiro, que no pregunté y supe a qué hora vendría puntualmente el fullero al mesón, de lo cual hice alforja para su tiempo y coyuntura, que todo está en guardarla, como boca de enfermo.
       Yo pensé que era verdad lo que maldicientes dicen, que las mujeres tenemos correo ordinario y posta que marcha del corazón a la lengua y de la lengua a todo el mundo, mas de veras que yo no despegué mis labios para decir a persona alguna con qué fin inquiría del estudiantón, y crean que nos agravian si piensan que no sabemos ser cerrajeras de bocas las mujeres. Denme que sepa una mujer que le importa para algún gusto o provecho, que con las de Nicodemus no le abrirán los labios. Pregunto: ¿No era mujer Angerona? Sí. Pues ella fue la que a la entrada del templo de la diosa Volupia estaba con el dedo puesto en la boca. ¿Qué era aquello, sino que si la mujer huele que hay entrada para algún gusto o deleite -significado por la diosa Volupia-, es más cerrada que trozo de nogal rollizo?
 
 
Mujeres, callan si interesan gusto.
 
       Y informada, pues, deste punto con el posible silencio, partí a ver un rato la ciudad, iglesia y fiestas. Debí de parecerles melosa a algunos hijos de vecino de León, aunque los leoncillos son retozones como cachorros, y aun me dicen que después, de grandes, son juguetones, deben de ser leones de la cuarta especie, de los que fingió el poeta que se convirtieron en moscas. Algunos de estos moscones se me pegaron título de que en un portal mío que yo tenía en Mansilla, bien regado, habían estado de camarada, como huevos en cazo de agua. La que yo sudé en ir por la calle de Santa Cruz, plaza y calle Nueva, a la Iglesia Mayor, no fue poca, porque el calor era mucho y el trecho no poco. Yo pensé que aquel pueblo era fresco como me habían dicho, mas debíase de entender que era fresco porque no es nada salado, o que lo es cuando no es menester, o quizá, como los leoneses tenían tan publicadas sus fiestas, debió de venir a verlas el calor de Extremadura. Dijéronme que los temporales de León eran muy francos, y pensé que nacían por las calles manzanillas de oro, mas según vi, la franqueza era que no sabe acabar por poco, porque comienza en fresco y acaba en yelo, y su calor acaba en fuego; pueblo extremado.
Leoneses cachorros. Leones moscados.
 
 
 
León, fría y cálida.
Mozas de cántaro, parleras.      Llegué a la Iglesia Mayor, y poco antes de entrar en ella, encontré con una tropa de mozas de cántaro que pensé que eran gorriones en sarmentera, según chillaban, y era que al pie del patio (que es el paseo de los señores de la iglesia), está la fuente que llaman de Regla, no, a lo menos, por la que allí les vi tener, sino por la que fuera razón guardar junto a tan sacro lugar. ya que está allí la fuente. Mas estaba tan ajena de regla, que yo vi moza que, embebida en ver, oír y no callar, con un lacaísimo bellaquísimo, se entretuvo cogiendo y vaciando agua en su cántaro de barro más de media hora. ¡Dolor de su ama, si la estaba esperando con el frío de la calentura para que le echase ropa de la que le sobraba a ella! Lo que es la moza tardó mucho. Yo la perdono, porque me dio a beber por su cántaro un poco de agua que, aunque gruesa y no nada fresca, por donde mojaba pasaba, y aficionéme más a su cántaro que a otro por ser el más enjuagado o enaguado, como dicen las ciliantristas.
Agua de león.
Iglesia mayor de León.      Comencé a entretenerme en mirar la iglesia. Es bien galana, tanto que pensé que era el carro del día del Corpus adornado de varios gallardetes y banderolas. Noté que estaba notablemente envejecida la portada, más que ninguna otra parte de la iglesia, y pensé que la causa era porque todas las viejas gastan más de boca que de ninguna otra parte, en especial cuando son afeitadas; pero no es eso, sino que aquella portada está vieja y mohína y gastada de puro enfadada de ver entrar allí tantas caperuzas y tan pocos devotos a oír vísperas y oficios tan solenes. Aunque entré dentro de la iglesia, yo cierto que pensé que aún no había entrado, sino que todavía me estaba en la plaza, y es que como la iglesia está vidriada y transparente, piensa un hombre que está fuera y está dentro, como corregüela de gitano. De otras iglesias dicen que parecen una taza de plata, de aquella puédese decir que no sólo parece, sino que es una taza de vidrio, que se puede beber por ella. Yo no sé para qué fin hicieron tan abrinquinado aquel famoso templo, si no fue porque como el frío y calor de aquella tierra son traidores, quisieron que no se pudiesen absconder ni retraer a la iglesia, que la Iglesia no vale a traidores, o quizá el topo, que impidía aquel edificio cuando se comenzó a hacer en aquel sitio Casa Real, debió de sacar en condición que las paredes fuesen de vidrio y las bóvedas de toba; mal año si les mandaran hacer tejados de vidrio, que malas pedradas fueran éstas. Yo hablo como boba y a fe de penseque, que pudo ser que como la iglesia es chica y la gente de aquella tierra mucha en aquellos tiempos, dieron traza que quedase la iglesia de modo que pudiesen oír misa desde la calle. Ya la gente está apocada, y así han cubierto los claros de las vidrieras y pintado allí unas cosas, aunque se han atajado muchos de los inconvinientes que yo pensé que había, y no debía de haber ninguno, sino que desto de Iglesia a mí no se me entiende más que a puerca de freno.
Portada antigua.
 
Muchas vidrieras en la Iglesia de León.
 Topo de León.
Canónigos que parecen hueste.      A lo mejor de mi miradura, entró gran tropa de canónigos, vestidos de blanco, las camisas sobre el sayo, que iban entrando al coro por diferentes puertas. Yo, como era la primera vez que vi cosa semejante, pensé que era la hueste, mas después, viendo que eran hombres como los otros, les perdí el miedo. Tras esto, vinieron unas danzas de mozas que llamaban las cantaderas, y guiada por este nombre, pensé que habían de cantar en el coro las vísperas con los canónigos, como cuando cantan las sibilas, y como vi pocas sillas respecto del mucho número de prebendados, que me dicen ser ochenta y cuatro, y que las cantaderas eran más de cincuenta, pensé que en cada una silla habían de estar cantando un canónigo y una cantadera, mas todo fue pensar en vago, que no iban a cantar, sino a bailar. Por cierto, que las pudieran llamar bailaderas y no cantaderas, y ahorrarnos de un penseque de los muchos que me sobraban, y hay más de cuatro que yo no digo.
Danza de cantaderas.
Desea Justina ser cantadera.      Estas cantaderas eran buenas niñas, pollas de hasta dieciocho o veinte años, en fin, de mi edad, que no tuve yo poca gana de entrar en la danza y injerirme, como fingen de Pigargo, que se metió en el sarao de las reinas, y aun al principio estuve por hacerlo, porque como iban bailando con atambores delante, pensé que iban haciendo gente, y como somos gente, pardiez, por pocas nos asentáramos en la danza. Por esta causa, me anduve un rato tras ellas, bailando con los ojos al son, y algunos de los que me veían me preguntaban si era yo cantadera. Yo, aprovechándome del nombre de cantadera y de la ocasión de fisga, le respondí:
 
Preguntan a Justina si es cantadera.

Responde en pulla.

     -No, hermanos, que estoy en muda como colorín. Yo no canto ni soy cantadera por todo este mes, y si algo canto es clueco, como gallina, y es cuando pongo, y entonces soy cantadera para lo que les cumpliere.
     Con esto conjuré algunos nublados, con esto desaparecían como trasgos los mancebos pescudadores, aunque alguno dellos hubo que dijo:
       -A lo menos, si vos no sois cantadera, tenéis gesto de encantadera.
       No se fue riendo, que yo le dije a él:
Alusión a las colas de las serpientes.      -Si yo soy encantadera, tápate con la cola, pues te sobra, asnazo.
       Ya me dicen que no son las cantaderas de dieciocho años, como solían, porque diz que han de ser doncellas, en memoria de las que lo eran en tiempo del rey Almanzor, que es una historia brava. Yo no la sé, mas bien pienso que si aquello durara y Santiago no lo remediara, llevaba camino el Almanzor de barrer cuanta virginidad había en España. Parecía aquello a lo de la fábula del lobo, que pidió en parias las ovejitas más bobas, y era el bobo él. Eran de cada perrochia diez o doce cantaderas y diz que todas vírgenes; y en mi ánima que si fuera en este tiempo, lo tuviera por medio milagro, y aun en aquel no era poco. Ellas decían que lo eran, que este es un pleito que nunca tiene más de un testigo.
 
Fábula del lobo.
 
 
Testigos de la doncella.
       El modo de matricular estas danzantas me cuadró mucho cuando me lo dijeron, que diz que los curas, tres meses antes de nuestra Señora de Agosto, tienen cuenta con las casadas que mejor les parecen, de quien saben que son diligentes, y les encargan que les vistan y lleven una de aquéllas, bien impuesta, corriente y moliente para bailar a son con un salterio que les van tañendo; también les van tañendo delante a las cantaderas unos atambores. Yo pensé que las llevaban a la guerra, porque pensé que fuera imposible consentir que un día como aquel, en que procuran los cantores desgañir los chorros a puro ser cantaderos de los forasteros, se había de permitir henchir la iglesia de ruido de atambores, que totalmente impide el poder oír la misa, y parecen todos caldereros. Ello, causa debe de haber, mas si yo la entiendo, me quemen.
Atambores.
Danzas de Plasencia.      Habíanme dicho que en las fiestas de León salen unos que llaman Apóstoles, y pensé que también habían de ser cantaderos y bailar, mas después me dijeron que no se usaba salir sino el día del Corpus, cuando sale la gomia y el gigante Golías, y que no bailan los Apóstoles, por cuanto no hay allí el indulto que hay en Plasencia para salir los Apóstoles con cascabeles y danzas y llevar en la procesión borrico y borrica. Pero ya que no danzan en León no les faltan danzantes baratos, que de casa de el dianche sacan a danzar unos zaharrones, que es danza de mucho ruido y poca costa, que así lo requiere la tierra.
Zaharrones.
Claustra de León.

     Una cosa vi de que se consoló mucho esta alma pecadora; en la iglesia de León hay una claustra o calostra, no sé cómo se llama, sé que en ella hay un patio que gastaron muchos ducados en medio enlosarle y lo dejaron a la mitad, como al labrador de Zahínos, que le hicieron la media barba a navaja y la otra le dejaron, a causa de que pidió plazos para la paga y el maestro para la hecha. Dicen que se dejó así, medio enlosarle, porque aquella piedra la desmoronaba el agua y a pocos años se volviera de piedra en arena. ¡Ay, Dios! ¿Y el maestro no pudiera primero mirar los materiales que tenía? Así que en el claustro, donde está este medio enlosado o este remiendo entero, me enteraron que ofrecen las cantaderas de la perrochia de Señor Marciel -que es una iglesia que ha años que está comenzada a hacer de por amor de Dios, y porque no se acabe tan buen amor, no se acaba la obra-, unas ciruelas y aun no sé si peras, o pan, o queso; y aun me dicen que no sólo ofrecen esto en aquella iglesia, pero que pocos días después, las mismas cantaderas llevan en un carro de bueyes un cuarto de toro y le ofrecen a nuestra Señora. ¡Ay, Dios, qué llaneza! Yo destas cosas de Iglesia siempre pensé que era caso de Inquisición el murmurar, porque si no, desta ofrenda y del tributo de las pescadas, ajos y puerros, a fe que les había de dar una matraca que les enviara a Egipto a los leoneses, no para hacer agravio a nadie (que bien sé que todo es santidad y nació de la antigua devoción pura y llana), sino para entretenerles y galopearles el gusto. Mas como temo no quiera algún bachiller ir a mi costa a besar las manos a los señores inquisidores, no quiero meterme en agudezas, sino creer firmemente que las cantaderas de Señor Sant Marciel llevaban por guía delante de sí una que llamaban la Sotadera, la cosa más vieja y mala que vi en toda mi vida, que me parece que para purgar una persona y digerir hígado y livianos y todos los entresijos, bastaba enjaguar dos veces los ojos con la cara de aquella maldita vieja cada mañana, que yo fío hiciera esto más efecto que tres onzas de ruibarbo preparado. La cara pensé visiblemente que era hecha de pellejo de pandero ahumado; la fación del rostro, puramente como cara pintada en pico de jarro; un pescuezo de tarasca, más negro que tasajo de macho; unas manos envesadas, que parecían haberlas tenido en cecina tres meses.
 
Ofrendas sencillas y claras.
 
 
 
Llaneza santa
 
 
 
Sotadera.
 
 
Pinta la Sotadera.
 
     Sólo en una cosa vi que andaban bien los curas, que la mandaban a la Sotadera cubrir el rostro con una manera de zaranda forrada en no sé qué argamandeles, y con esto no la ven. Con todo eso, algunas veces que soliviaba la zaranda, pensé que aquel maldito basilisco me quería encarar por mi gran culpa, y daba el tranco que me ponía en Baeza.
 
APROVECHAMIENTO
     Personas mal intencionadas son como arañas, que de la flor sacan veneno, y así, Justina, de las fiestas santas no se aprovecha sino para decir malicias impertinentes.
 
Suma del número 2.

NÚMERO SEGUNDO

De la vergonzosa engañadora
 
UNA OCTAVA CON HIJUELA, QUE GLOSAN EL PIE SIGUIENTE
 
Glosa de octava.
Hurté a un ladrón, gané ciento de perdón
     A un jugador famoso, gran fullero,
     Justina, jugadera más fullera,
     (Con ser estítico y más duro que un madero)
     Le hizo derretir cual blanda cera.
     Trocóle el Oro aparente en verdadero,
     Purgóle la indigesta faltriquera,
     Y a sus oídos canta esta canción:
     Hurté al ladrón, gané ciento de perdón.
 
        Madre, la mi madre
     Remediadme vos,
     Que me miran ojos
     Con amor traidor.
 
        Prestadme unos ojos
     Contra el mal mirón
     Porque me desquite
     Y le cante yo:
Hurté al ladrón, gané ciento de perdón.
 
       Ya que me vi libre desta medio Celestina y eché de ver que no había más olas de forasteros ni forasteras, comíanme los pies por irme a casa a la hora de las cinco o poco más, porque sabía yo que puntualmente aquella hora era en la que el fullero había de acudir al mesón, y aun él me lo había enviado a decir, y que le viese a la hora de las cinco o poco más. Ya eran cerca dellas. Dábame pena que no sabía las calles, pero siendo fuerza el haber de ir a las cinco a la posada, quise más dar cinco de calle que cinco de corto. Dios sabe la intención con que él me envió a llamar, y aún yo la sé. La mía era muy diferente. Yo la diré: él me echó la pulla aprovechándose de los agnus que yo traía al cuello. Yo determiné hacerle con ellos mesmos una que se les acordase. Pues, para que comiencen a verme el juego, supongan que me habían dicho que traía al cuello un muy hermoso Christo de oro esmaltado, que de sólo oro pesaba docientos reales, además de unos pendientes de perlas graciosas y costosas, que de sólo oírlo me jinglaba el corazón, que el oro tiene este efecto en las mujeres, que a las quietas las hace corredoras, por cuanto el oro se labró con azogue vivo, y a las corredoras las para y detiene, como se vio en la doncella corredora, a la cual ganó y aventajó el mancebo que yendo corriendo derramaba manzanas de oro, y, por cogerlas la doncella corredora, se paró y perdió la apuesta. Así que sola la memoria desta pieza de oro me hacía traer el corazón a la jineta. Esta era la pieza que él hacía asomadiza a las pollas, que es treta de motolitos y feos mostrar el vellocino de oro para que les tengan amor y vayan doradas las píldoras de sus faltas, y no dudo sino que es eficaz, que yo me acuerdo cuando para significar esto, cantaba:
 
 
 
Traza la burla que hizo al fullero.
Efectos que hace el oro en las mujeres.
 
 
 
Tretas de motolitos y feos.
Amor interesal.
 
     Tárraga, por aquí van a Málaga, etc.
 
     Y decía la copla:
 
     Tárraga, ¿por qué camino
     rendiré de amor el pecho?
 
     Y respondía Tárraga:
 
     Párraga, si fueres hecho,
     cual Júpiter, de oro fino.
 
     Replicaba Tárraga:
 
     No, que el amor es divino
     tiene alas y volará.
 
     Pero Párraga se estaba en sus trece, y decía:
 
     Tárraga, por aquí van a Málaga,
     Tárraga, por aquí van allá.
 
     Así que yo no dudo sino que este medio fuera eficaz si lo que ofrecen a los ojos estos de tú si la viste, dieran con ello en las manos. Amor al Christo sí que le tenía yo, mas el que a él le tenía era tan poco que con dos de jirapliega le barriera de las faldas del corazón.
Entabla la treta.      Vaya de traza y no me maten, que esto de contar cuentos ha de ser de espacio, como el beber. Yo llevaba dos agnusdeis medianos a los dos lados de mi rosario de coral, uno de plata sobredorado y otro de oro, notablemente parecidos. Por éstos me había dicho el bellacón que eran las bulas de coadjutoria del canonicato. Eran, como digo, los agnus tan parecidos en la labor y aparencia, que a cualquiera que no fuera muy cursado artífice le engañara la indiferencia y rara semejanza que tenían las dos piezas entre sí. ¿Qué hago? Desato de mi rosario el agnusdei de plata sobredorado, el cual guardé en la manga de mis cuerpos que para secretaria era tan buena como una de un fraile francisco, de las que llamamos las damas arca de Noé. El otro, para que más campease, le puse con un rosario de azabache, que entonces era muy estimado, y, con todo eso, costaba menos que ahora, que es el cosi cosi de Fromista, que el pato que valía menos vendían por más. Esto de los agnus a su tiempo verán de lo que sirvió.
 
 
Azabache costoso.
       Entré en el mesón y, como supe donde estaba, entré como que no sabía dél, pero tan compuesta y enfrenada como una mula de rúa. No me hubo visto bien el fullero, cuando comenzó a meter fajina y gastar boliña y decir fanfarrias y muchos donaires, y algunos picantes, que estos necios son como lobitos, que no saben jugar sino a mordicadas. Mas yo dejéle gastar el pimentero y híceme cuenta que, pues no había respondido a la echadiza del camino, mejor era llevarlo por la vía de colotorto, tan encargada de las damas del tiempo de Macastrada.
Propriedad de necios.
Disimulo de las mujeres.      Entré baja, encovadera, maganta y devotica, que parecía ovejita de Dios. Entonces eché de ver lo que sabemos disimular las mujeres y con cuánta razón pintaron a la disimulación como doncella modesta, la cual, debajo del vestido, tenía un dragón que asomaba por la faltriquera de su saya. Por cierto, tan en mi mano estuvo disimularme y mostrarme temerosa, que con no tener más vergüenza del hombre que si me la hubieran tundido, hacía de la vergonzosa con tanta facilidad como si mi voluntad y mis carrillos estuvieran hechos del ojo. Esto del disimular, según yo oí a un predicador, aunque seamos santas lo hacemos, y trajo a propósito que Esther fingió delante del rey Asuero estar tan flaca que no podía tenerse en pie sin el arrimo de una dama de palacio, y trajo de Judit, que fingió no ser viuda y otras cosas; y la mujer de Abrahán fingió que era su hermana. Paréceme que dijo que habían fingido sin mentir; yo no dijera así, sino que habían hecho aparencia de ficción. Mas, ¡qué boba! ¿Ahora me subo yo a quebrar púlpitos? Bájome con decir que no se espanten que las pecadoras sepamos fingir y disimular.
Fictión inculpable.
       Como el estudiante me vio tan humilde y vergonzosa y que de sólo alabarme de hermosa me ponía colorada, iba quebrantando olas y haciendo síncopas. En fin, poco a poco se iba enfrenando y hablaba con menos orgullo, ca siempre fue verdadero aquel dicho del maestro: «La vergüenza en la doncella enfrena el fuego y apaga su centella.» En fin, ya vino a desfalcar y hablar con menos hipo; íbamos a menos y calló.
Modestia poderosa.
     Ves, aquí ya tenía Justina la perdiz parada; mira tú si soy buena para perdiguero. Ayudóme mucho a hacer mi tiro que este barrabasino no sabía que yo era la que llamaban la mesonera burlona, o si lo sabía, cególe el diablo, que no se le acordó. Y no me espanto, porque como esos fulleros lo viven todo de noche como predicadores de sectas falsas, y como nunca salen de la emprenta de Pierrepapín, no llegan a su noticia estas burlas largas y discretas más que si fueran misas de pontifical, que para ellos es pueblos en Francia, pues hay hombre dellos que el día de Pascua oye misa para todo el año; así que no me conoció.
     Respondíle con gran mesura:
     -Yo beso las manos de v. m.
     ¿Qué sería bueno que me dijese? ¿Qué te contaré? Cuadróle tanto mi virginal vergüenza y cortedad de palabras, que comenzó a decir:
Alaba el fullero a Justina.      -¡Qué mujer ésta! ¡Qué vergüenza! ¡Qué agrado! ¡Mal haya yo si no diera por una mujer como ésta cuanto tengo! Así han de buscar los hombres las mujeres para casarse, con estas vergonzosas, encogidas, temerosas, compuestas, que todo es esmalte sobre el oro de la hermosura (harto fue, oyendo oro, no saltar como la gata de Venus, mas como era el punto aquel de cazar o espantar la caza, mandé al corazón que se metiese adentro y a los párpados que echasen la tapa a los ojos dello); éstas quieren de veras, éstas son fieles, éstas obedecen, éstas regalan, éstas entretienen, esta es la hermosura que se ha de preciar, esta es la hermosura que se ha de amar, este es el dote que han de buscar los hombres, esta es la dicha y suma felicidad.
Pónese Justina colorada.      Aquí detuvo el portante, porque topó en la piedra del rubí de mi vergüenza, lo cual me cubrió de una hermosa púrpura sembrada de escarlates, cuando me alababa. Llanamente, él me compuso una letanía de epítetos y gracias mías que, a ser yo tan blasfema como el pícaro del auto de Llerena, fuérale respondiendo ora pro nobis. Lo que más sacaba a luz los granos de mi granada era ver que, como el hombre me había perdido el miedo por tenerme en posesión de parvulita e inocente, cuando me dijo aquella arenga, daba de mano y traía la punta en par de os ollos, como quien prueba vista de burra que anda en venta.
El blasfemo de Llerena.
 
 
 
     Tras toda esta laudatoria, arrojó un celemín de ofertas cordiales:
Ofertas del fullero.      -Mándeme, señora, que mal haya yo si no la sirva de ojos, que aunque me ve apicarado y sin temor de Dios y de las gentes (de que me arrepiento), vive Dios, que me muero por doncellas virtuosas y de vergüenza. Juraré yo que está v. m. criada a pechos de buena madre, que en el blanco de los ojos se lo echará de ver un niño.
     En diciendo esto, trocó la lengua en ojos.
Amante necio.      Digo que una modestia, aunque sea fingida, de una mujer pondrá puertas al mar y quemará un río con toda su corriente. Véanlo por mi hombre, a quien mi vergüenza tenía en tal disposición que, en el calor de su pecho, pudieran cocer más masa que en un horno de concejo, en las llamaradas de sus ojos se pudiera quemar Dardín Dardeña, y le debía de dar su corazón y el dios machorro más recios golpazos que mazo de batán o que cordoncito de santera.
     Como yo vi buena coyuntura, y tal que pesara él cada onza de mis palabras a otro tanto de topación, entré con mis once de oveja y fingiendo que de pura vergüenza tenía caídas las golillas, y que tragaba saliva a duras penas, y tantas que a garabatadas de ruegos era necesario partearme las palabras, le dije:
Justina ofrece al fullero dinero prestado para saborearle.      -Por cierto, señor licenciado, que no está v. m. engañado en ofrecerme toda esa merced, que es cierto, verdad, que anoche, aquí en la posada, me dijeron que v. m. pretendía empeñar una pieza de oro por no sé qué dinero prestado, y dije que me le llamasen a v. m., que yo quería, sin otra prenda más que su palabra, prestarle todo el dinero que trayo, que son cincuenta y cinco reales y dos cuartos, porque yo sé que el señor su tío de v. m. es muy abonado y rico, y v m. puede pagar más que eso, que ha días que una mal lograda hermana que tengo, a quien no me parezco en la condición, antes, por huir sus libertades, vengo a buscar mi remedio y encomendarme a nuestra Señora del Camino; ésta me dijo quién era su tío de v. m.
     A esta razón, como fundada en falsa presumpción, él se hizo de nuevas, y dijo:
Respuesta del fullero.      -Por cierto, señora, en lo que toca al ofrecerme el empréstito, v. m. me ha echado una ese y un clavo, y una argolla, y un virote, y una cadena, y unos grillos, y una amarra (mejor dijera: y una albarda), para todos los días que yo viviere. Mas eso de empeñar mi pieza, no me ha pasado por el pensamiento, porque a mí me sobran quinientos reales a su servicio de v. m., y harto mal me habían de andar las manos si a costa de bobos no hubiese yo de sacar de León horros unos ochocientos y el papo fuera, que el trato que yo tengo es más seguro que en cueros de Indias. Tener un Christo de oro, sí que le tengo, y le mostré a Julianica, la moza de casa, mas ella podrá decir si yo he tratado de tal empeño. Sólo le dije por vía de chacarra: ¿Cuánto me darás, Juliana, por esta pieza?
     -Así lo creo yo, dije, que esa pieza no la había v. m. vendido ni empeñado, sino que la debe de traer consigo.
     -Así es, dijo el hombre, y véala v. m.
     Y comenzó a desabotonar el sayo.
Finge honestidad.      Yo, como vi a hombre quitar botones de sayo, atemoricéme y apartéme un poco, mas él se me llegó un mucho y me hizo miralle por fuerza, diciendo:
     -Mírele, señora, que quizá no habrá visto otra tal pieza.
     Yo (no con pocos ademanes de vergüenza, soltándole y tornándole a tomar), le miré y remiré a mi sabor, por señas, que creo que se me salió el alma a los ojos, y tras ella las tres potencias a mirar la pieza. Alabésela parte por parte y púsele en las nubes por ver si me le daba, mas, ¿quién le había de alcanzar, habiéndole puesto en las nubes? Repetíle mil veces:
     -V. m. le goce con quien más bien quiere.
     Pensando que quizá me respondiera.
     -Pues v. m. la goce, porque v. m. es a quien yo más quiero.
     O, si quizá me preguntase si me quería servir dél, mas paréceme que por entonces no quizó.
Loar una treta es pedirla.      Es muy ordinaria treta de mujeres alabar una cosa para que nos la den, o por ganar nuestra boca, o por temer no reventemos de antojadas. Están tan en uso esto, que ya se tiene por vil quien no se deja caer en este lazo. Mas yo conocí un bellaco que con gran subtileza se salía dél. Si le alababan mucho alguna buena pieza, oíalo, y ya que se habían cansado de alabarla, o, por mejor decir, de pedírsela, preguntaba muy de reposo:
Modos de no dar lo que se loa.      -¿De veras, señoras, que a vuesas mercedes les parece bien?
     Decían sí y resí mil veces, por entender que a cabe de paleta estaba el decir: pues sírvase v. m. de la pieza. Mas él entonces, con mucha pausa, decía:
     -Huélgome que esta pieza esté calificada con tan buenos votos, por estimarla más de aquí adelante. Yo, por ser tal la aprobación, la terné por pieza avinculada.
     A gente más moderna solía decir cuando le loaban sus cosas:
     -No me espanto que a v, m. le parezca bien, que por buena me costó a mí.
     Este mi hombre no sabía tanto de respuestas como de echar cerraderos, y hízose gorra, aunque pienso que lo debió de hacer por pensar que de vergüenza no la recibiera yo a título de dada.
     Ya que vi que este tiro había salido incierto, eché el resto de mis estragemas, y comencé a fingir con ademanes y tragantones de saliva y encorvadas de rostro y cuello, que no me atrevía, aunque quería, decirle una cosa. Mas él, que de mis palabras rozaba más que rocín de yerba nueva, no vía bien asomada a mi boca una palabra, cuando me la procuraba sacar con raíz y todo, y desta suerte, y con protesta de que cuanto le pidiese me daría, aunque fuese la mitad de su reñón, me sacó la razón siguiente:
Pide que la trueque una pieza de oro con intención de encajalle una pieza de plata por una de oro.      -Señor, yo quisiera (no sé si lo diga), yo quisiera trocar este agnusdei de oro, y así, si v. m. en algún tiempo ha de trocar esa pieza de oro, yo trocaré con v. m., y lo que pesare más yo lo pagaré a v. m., que ya yo he dicho a v. m. que traigo dinero y, si no alcanzare, aquí traigo un manto de soplillo y estos corales para paga o empeño, cuanto y más que bien sabe v. m. y bien saben los de la posada, que yo quería fiar de v. m., y así mesmo creo me fiará, pues soy abonada.
     ¿Qué razones éstas para no le enternecer? ¿Qué cabe para no le tirar? ¿Qué lazo para no caer? No hube bien dicho esto, cuando descuelga la pieza de oro del cuello y me la pone en las manos. ¡Miren qué duro trance para una doncella vergonzosa como yo! Yo, cuitándome toda, sonrojada e inquieta, andando el medio caracol y orejeando con las dos manos, le dije:
     -Ay, señor, que no quiero. ¡Tómelo allá! ¡Desdichada de mí! No quiero yo nada dado, lo que quiero es que lo tase un platero, y lo que fuere de más a más de su Christo a mi agnus de oro yo lo pagaré a dinero. ¿Qué dirán de mí los primos y primas que vienen conmigo, sino que soy alguna mala mujer?
Adviértese su traza.      Vaya conmigo el piadoso lector y no me tenga por boba, que yo me entendía. ¿Quieres saber por qué lo dije esto del platero? Hícelo y díjelo, porque pudiese yo decir que el trueco (o, por mejor decir, el engaño) había sido a vista de oficiales, sin poderse llamar jamás a engaño ni ponerme ante justicia, y para otras cosas que luego verás.
Trae el platero.      Tanto le porfié, que por mi ruego trajo un platero amigo, a quien dijo:
     -Señor, a esto os llevo, encárgoos que en todo seáis contra mí y en nada contra la dama con quien trueco, que vive Dios que mi gusto era que ella se sirviera de la pieza de bueno a bueno.
Fanfarrias de los galanes.      De las fanfarrias que él dijo al platero sobre la paga que él esperaba de su alejandría no me haga Dios testigo, ni de otras tales; mas vaya, que ya se sabe que los hombres las más veces se alaban, no de lo que es o fue, sino de lo que les estaba bien que hubiera sido.
     Vino mi platero con su peso y todo recado, y por pocas no me hallara, que me escondí de vergüenza. Verdad es que a la ventana aguardé, como Hero a Leandro, a lo menos como a Alejandro, y después que vi que estaba en casa, me metí detrás de una cortina. Todo lo llevaba la jacarandina.
El platero pesa la pieza. Hace mal gesto Justina.      Sacaron a la infanta detrás de la manta. Mirélos, desenvainó su peso el platero, que no fue estocada, y las pesas, que no fueron pedradas. Pesó la pieza y dijo:
     -Pesa ducientos reales.
     Hícele un gesto de probar vinagre. El fullero hízole del ojo al platero para que no anduviese tan en fiel.
     Añadió el platero:
     -De hechura, perlas y esmaltes, tres ducados (no medre yo si no valían otros ducientos reales).
     Y así enmendé el rostro y púsele de perlas.
     Llegó a pesar mi agnus, no tan en el fiel del peso cuanto en el de los ojos del fullero, y como eran algo desconcertadillos, no tomó bien el tino, y dijo:
     -Pesa el agnus solos diez ducados.
       El fullero, que no perdía compás alguno de mi rostro, como me le vio avinagrado en segunda instancia, dio un golpe al platero y, de conchabanza, mientras yo luchaba con la vergüenza que tanto me azotaba, tasaron que yo pagase solos dieciséis reales, diciendo que bien mirado todo no iba de más a más del Christo al agnus, sino solos dieciséis reales. Pagó el fullero al platero su trabajo, que fue como quien paga al verdugo. Despidióse el platero, mas yo, para entablar otro segundo y mayor engaño (que te dará gusto el oírle), le dije al platero:
 
 
Paga el fullero al platero.
Pregunta si es oro fino, para asegurar el trueco.      -¿Qué le parece, señor maeso? ¿No le parece que es buen oro y muy fino el de mi agnusdei que doy en trueco al señor licenciado?
     El dijo:
     -Muy bueno, señora, de Portugal.
     Y aun el platero pienso yo que era algo de allá, que sus fumeciños daba de muito galante, que a no venir de tasa, él saliera de ella; mas como temió al fullero, tornóse con su peso y pesas como se vino.
     Dicho esto, eché mano a un bolso que traía y, temblando de vergüenza de dar y tomar con hombres, le di al escolar en sus manos los dieciséis reales en que fui condenada y al dárselos me animé a reír un poco, mostrándome contenta, agradecida y halagüeña más que perrilla de falda, que siempre acompaña la alegría con temor de que le destierren de las faldas a título de ¡Cipe, zucio!
     Díjele:
     -Tome v. m. los dieciséis reales, con lo mío me haga Dios bien (entablando para que no pidiese paga en otra moneda).
Torna los dieciséis reales el fullero.      Él entonces me volvió los dieciséis reales, y aun me los metió por fuerza en la manga. Ya te he referido que en esta manga tenía yo emboscado el bolsillo con el agnus de plata parecido al de oro, y así, porque no encontrase con este bolsito en quien yo tenía envuelta mi segunda treta, acudí a la manga y metí mi mano a las vueltas de la saya. Él lo tomó por favor. Verdad es que la sacó presto, porque se compadeció de ver que yo, de pura vergüenza, estaba por cortarme la mano o por raer el cuero donde las suyas me habían dado un cabe, y, sobre todo, por verme que decía yo entre dientes:
 
Encarecimiento de la vergüenza.
     -Nunca más, nunca otra en mi vida tal me acaeció con hombre.
     En esta coyuntura, entró la segunda burla.
     Yo, para darle a entender que me daba pena el verme tan obligada, le dije:
     -Muéstreme v. m., muéstreme v. m. ese mi agnus de oro, que no me ha de llevar por ahí, que yo quiero no quedar a deber más que buena voluntad.
     Él se hizo de pencas, por pensar que yo quería deshacer el trueco, pero como le importuné, me lo dio al cabo, diciendo:
     -Torne, señora Justina, veamos lo que manda. Suyo es, haga dél guerra y paz.
     Tomé el agnus de oro, y dije:
     -Si no fuera grosería yo deshiciera el concierto, pero ya que v. m. quiere hacerme tanta merced, yo le quiero dar de mi mano cierta cosa con que se desquiten los dieciséis reales.
       Entonces (como de vergüenza niñera) le volví las espaldas porque no viese lo que quería yo hacer. Él estuvo quedo como un cepo mirándome sólo por detrás, como si yo tuviera vidrieras en el espinazo, sin intentar ver mis manos ni lo que hacían. Bien dicen que el amor es ciego, no sólo porque ama feo, sino porque aquello en quien él pone su blanco le ciega, para que piense que el engaño es gozo, la traición servicio, el daño obligación y el mal bien. Verdad es que cuando este amante tuviera ojos de lince, estaba la burla tan bien trabada que no la alcanzara, porque toda pasaba de mi manga adentro, que para él fue manera de arcabuceros contra su bolsa más que manga de sayuelo.
El amor es ciego.
Hácele entender Justina que le torna su agnus de oro en un bolsillo, y dale otro de plata sobredorado.
     En esta manga metí el agnus de oro que le tomé y saqué el bolso de tela con el agnus de plata, el cual había yo guardado para esta sazón y coyuntura. Alargué la mano, hícele una solemne reverencia y dile el bolso. Sacó el agnus de plata sueltos los cerraderos para que le viese y no pensase que era engaño. Mas no dudo sino que, aunque le diera un pardal piando dentro del bolso, pensara que era agnusdei y pensara que en mi poder le había cubierto pelo. Valía el bolso y agnus de plata, todos gordos, cuatro ducados.
     Al darle, dije:
Dale el bolso con el agnus de plata sobredorado.      -Tome v. m., que en verdad este bolso me le dio por vistas uno que había de ser mi esposo, y le costó cuatro ducados, y por seis no estuviera en m poder. Bien empleado va. Dóisele a v. m. por dos cosas: lo uno, porque no es cosa lícita que las doncellas se carguen de obligaciones que no pueden desquitar; lo otro, porque ya que lleva mi agnus de oro, tenga en qué le guardar, porque es de oro de Portugal, él cual, de puro fino, se toma de cualquier cosa si no anda muy guardado.
       No hube bien dicho lo del coste de los cuatro ducados, cuando el dómine licenciado escupió otros tantos de su indigesta faltriquera y me los dio. Yo, por no ser porfiada, tomélos con dos deditos. Entré en el número de damas, cuyo nombre quiere decir da más, y él en el del buen ladrón, que es di más. Y es claro que las mujeres, pues fuimos hechas de una costilla de hueso de hombre, tenemos privilegio para recebir y pedir hasta dejar al hombre en los huesos, y aun después de todo, pedir los huesos por justicia. En resolución, haciendo avanzo de la burla, yo saqué horro el Christo de oro enteramente, pues me quedé con el agnus de oro y los dieciséis reales que había dádole en trueco. Ítem, vendí mi agnus de plata y mi bolsillo muy honradamente, sin miedo de que mi burla sea conocida, ni descubierta, ni probada hasta que nos veamos el fullero y yo de patas en el valle de Josafat.
 
Avanzo de la burla.
     Y aun para doblar la burla, de ahí a un hora, estando él jugando, me puse a cantar una canción que entonces andaba muy valida, pero tan a propósito que no pudo ser más. Al principio del número la puse.
     Él se puso a escucharme con harto gusto. Y decía:
     -En todo tiene gracia esta doncella.
     Mejor dijera:
     -En todo tiene agraz esta matrera.
 
APROVECHAMIENTO
     La modestia y vergüenza, aunque sea fingida, es agradable y muy decente a las doncellas, y gran pecado el aprovecharse mal de una cosa, de suyo tan buena y loable, para fines malos.
 
Suma del número 3.
NÚMERO TERCERO
De la burla del ermitaño
 
SEXTILLAS DE PIE QUEBRADO
 
     Fue un ermitaño ladrón,
     Llamado Martín Pavón,
     A dar una pavonada
     En la ciudad de León,
     Y posó en el mesón
     En que estaba aposentada
     Justina,
     Gran zahorí y adivina
     De gente desta bolina.
     Él era muy redomado,
     Mas ella fue tan ladina,
     Que a puro meter fajina,
     Le cogió como a un cuitado
     Sus dineros.
 
Por qué los hipócritas son aborrecibles.      Todos los días de mi vida quise mal a bellacos hipocritones, y no me falta razón. Los malos justamente son aborrecidos por las virtudes en que faltan como flacos, pero los hipócritas sólo por lo que tienen y por lo que mienten. Caso bravo que quieran éstos que respectemos las virtudes que no tienen, que llamemos al mono hombre, al lodo oro, al oropel perlas y a sus marañas y latrocinios tesoro de bienes. Dios me deje avenir con un bellaco de pan por pan, y no con estos sirenos enmascarados.
     En mi pueblo hubo uno destos, tan gran ladrón como hipócrita, que en hábito de ermitaño era gran garduño; por tal le prendió el corregidor. Escapóse dos días antes de nuestra Señora de Agosto y fue a posar en el mesmo mesón del fullero con quien tenía especial conocencia, porque se llamaban Pavones (¡la bellaca que fuera la pava!). No osaba salir de día porque no cayesen o porque no recayesen en él, y fuese por la recaída. Al justo le venía llamarse Pavón, proprio de bellacos famosos, según he oído decir a uno que llamaban Pico de Perlas, es traer puestos en el nombre el marbete de su marca, como Luthero y Manes, author el uno de los lutheranos y el otro de los manicheos, que el un nombre quiere decir una cosa sucia en su lengua, y el otro, Luthero, en la nuestra significa una cosa de burla y mofa.
 
 
Los bellacos traen el marbete en el nombre.
     Pavón se llamaba, y es proprio este nombre para que por él y por las cualidades desta ave me vaya yo acordando de las malas y perversas deste bellacón.
Pavón, figura de hipócritas.      El pavón es propria figura de un hipócrita, porque tienen propriedades tales los pavones que unas desmienten a otras, y, en hecho de verdad, parece uno y es otro. Tiene el pavón en la cabeza crestas, en las cuales denota lozanía como la del gallo y poder como de serpiente, pero el macho es muy flaco y de pocas fuerzas y la hembra de tan poco calor que los más huevos que pone los enhuera. Tal era mi Martín Pavón. Quien le oyera decir cómo antes que se recogiese había servido al rey en Orán, en Malta y otras fronterías, pensara que era gallo de cien crestas, que es tan lozano que vence al león, y poderosa serpiente temida de todo hombre. No hay cuclillo que así cante su nombre como él cantaba y cantaba sus hazañas, pero venido al fallo, era tan grande lebrón que, si no es en la batalla de cortabolsas y en la guerra de gallinas, nunca otro acometimiento hizo ni otra cabeza cortó.
Pavón, flaco y frío, pareciendo lo contrario.
Gallo vence al león.
Pavón, símbolo de compasión.
     El pavón todo está lleno de ojos, y ve tan poco, que, si la pava se le asconde, jamás la puede descubrir hasta que ella quiere. Este bellacón tenía tantos ojos para censurar vidas ajenas, que nunca hacía sino dar memoriales y en ellos noticia de los amancebados y amancebadas de Mansilla. Teníanos enfadadas a las pobres mozas de mesón, y él tenía tres, por falta de una, todas hormas de su zapato.
     Quien viere una ave tan linda como un pavón, pensará que tiene la carne más blanda que el pavo de Indias, mas, en hecho de verdad, no la hay más mala, más negra ni más dura. Así, quien viera a este hipocritón tan cargado de los ojos de todos como de trapos, descalzo, maganto, ahumado, macilento, pensara que sus proprias miserias le pusieran ojos y compasión de las ajenas, pero era un Nerón, y donde él hurtaba con mejor denuedo era en los hospitales. ¡Qué ánima ésta! ¿Quién fuera a él en confianza que había de partir con ella la capa como San Martín? Yo sé que se le averiguó que de un manto que le dieron a guardar partió la mitad, pero no para dar, sino para tomar..., y llamábase Martín.
Color del pavón.      El pavón tiene un pecho dorado, de color de finísimo zafiro, pero los pies son feos y abominables; así, quien viera la modestia deste, pensara que era oro todo lo que en él relucía. Hacía que rezaba y daba el silbo como cañuto de llave; sospiraba, hacía ruido como que se azotaba y hacía mil embelecos con que parecía un zafiro de santidad en la tierra, mas sus pasos eran negros y feos, que ni había bolsa que no conquistase ni mujer que no solicitase, y en saliendo el tiro en vano, echábalo por lo de Pavía y tornábase a azotar a santo.
Voz del pavón.      El pavón es de terrible y espantosa voz, mas los pasos tan sin sentir como si pisara en felpa. Así, éste daba gritos que fuésemos buenos y metía más herrería que un Ferrer, mas de noche, sin sentir, descorchaba cepos y ganzuaba escritorios con el silencio que si fuera llover sobre paja.
     En suma, el pavón tiene figura de ángel, voz de diablo y pasos de ladrón: puro y parado Martín Pavón.
     En fin, como no hay cosa encubierta si no es los ojos del topo, vínose a saber su vida y milagros. Prendiéronle. Soltóse. Llevaba muchos reales. Fuese a León a dar una pavonada en las fiestas de agosto. Estaba en el mesón en hábito de ermitaño. Vile a las dos de la tarde, otro día después del tiro del rezmellado. Conocíle y no me conoció, y en viéndome tomó un libro en la mano que decía llamarse Guía de Pecadores, y yo, como pecadora descarriada, lleguéme a él para que me guiase. El bien vio que la moza que entraba no hedía, mas no me quiso mirar en tientas, dando a entender que lo hacía por no caer en la tentación. Yo me llegué tan cerca dél con el cuerpo como él lo estaba con la voluntad.
     Saludóme humildemente, diciéndome:
     -Dios sea en su alma, hermana.
     Yo confieso que como no estaba ejercitada en esas salutaciones a lo divino, no se me ofreció qué responder, porque ni sabía si le había de decir, et cum spiritu tuo, o Deo gratias, o sur sum corda, mas a Dios y a ventura, díjele:
     -Amén.
     Ya que me tuvo parada, y tal que a su parecer no era censo de al quitar, me dijo:
     -Hija, razón será que se acabe de leer este capítulo que tengo comenzado, porque como son cosas de Dios, no es razón que las dejemos por las terrenas, vanas, caducas y transitorias de las tejas abajo.
     Yo, cuando oí aquello de las tejas abajo, sospiré un sospirazo que por pocas hiciera temblar la taconera de Pamplona, como cuando la ciudadela mosquetea.
     El prosiguió con su sermona:
     -Podrá ser, hija mía, que la haya encaminado el Espíritu Sancto, para que oya algo que le aproveche, y si tiene algo tocante a su alma, después habrá lugar para comunicarlo.
     Pardiez, por entonces tapóme y hízome oír lo que bastó para enfadarme, y díjele:
     -Padre mío, yo traigo lengua de su buena vida y tengo necesidad de consolarme con su reverencia. Traigo priesa y no me puedo detener. Ruégole que, si es posible, deje eso por ahora y oya una cosa que quiero comunicar con él, que importa a la salvación de mi alma.
     Él, entonces, que no quería otra cosa, sino que aguardaba a que yo le hiciese el son, dejó el libro, y aun y aun asomó a quererme consolar por la mano, por consolarme en arte de canto llano, que comienza por la mano. Mas yo, como intentaba consuelos en contrapunto, ahorréle esta diligencia, y propuse y dije:
Las ficiones de Justina para engañar al ermitaño.      -Padre, yo soy una mujer honrada casada con un batidor de oro. Soy natural de Mayorga. Vine aquí con unos parientes míos a las fiestas de la bendita Madre de Dios y a estarme aquí algunos días en casa de una prima mía, beata, haciendo algo y comiendo de mi sudor. Hanme hurtado la bolsa y algunos de mis vestidos y la almohadilla y los majaderos que traía para hacer puntas de palillos, que las hago muy buenas. Véome tal, que estoy a pique de hacer un mal recado y afrentar a mi linaje. Por caridad, le ruego que, pues la gente bendita como su reverencia tiene mano con los señores honrados y ricos, y también quien tiene mano para ricos la terná con la justicia, que dé orden cómo me socorran, y si su reverencia tiene algo, reparta conmigo.
     Respondióme y díjome muchas cosas que de suyo provocaran a castidad, si él no castrara la fuerza dellas con ser quien era. Decía sin duda, buenas cosas, pero con un modillo que destruía la substancia de la dotrina, que bien parecía obra de diferentes dueños, pues la sustancia olía a Dios y el modillo a Bercebú.
Respuestas del bellacón.      Después de alargar arengas, tan malas de entender como buenas de sospechar, no pude atar cosa que dijese, sólo colegí que, en buen romance, me aconsejaba que muriese de hambre en amor de Dios, si pensaba ser buena, y si mala, que él me aplicaba para la cámara, y que menos escándalo era que entre Dios y él y mí quedase el secreto; y que cuanto al pedir para mí, pienso que dijo que tenía gota y no podía andar, y cuanto a darme de su dinero, que él no lo tenía, y que antes un rayo abrasase sus manos que en ellas cayese dinero, cuanto y más tenerlo.
     ¡Tómenme el despecho del ermitaño! Ya yo sabía que éste había de ser el primer auto, pero yo iba pertrechada de fajina. Díjele, pues:
       -¡Ay, padre! ¡No quiera Dios que yo llaga mal a un siervo suyo como él! Ya que yo haya de serlo, acá con estos bellacos del mundo es mejor, porque lo uno es menos pecado, porque es caza que se sale ella al encuentro, es mancha en más ruin paño y es más a provecho; en fin, saca el vientre de mal año. ¡Ay, padre!, quiérele confesar mi flaqueza, ya que le he comenzado a decir toda mi vida con tanta verdad y me parece tan humano que se compadecerá de mí. Sabrá, padre, que un criado del Almirante, muy gentil hombre y caballero, corregidor de cierto pueblo suyo aquí cerca, que ha venido aquí a León, me ha ofrecido muchos reales porque acuda a su gusto, y si Dios y él, padre, no me remedian por otra vía, pienso echarme con la carga.
 
 
Dale a entender que está en león el corregidor que le prendió.
     Él, en oyendo corregidor de cerca de León, criado del Almirante, luego sospechó (como culpado y temeroso) si era el de Mansilla, y preguntóme:
     -Jesús! ¿Quién es ese mal juez o de qué pueblo? Dios tenga piedad, por su misericordia, de pueblo gobernado por un hombre de tan poco gobierno. Decidme, hija, de qué pueblo es, para que yo le encomiende a Dios.
     Yo, con inocencia aparente, me di una palmada en la frente, y dije:
     -No se me acuerda; bien sé que es tres leguas de aquí.
     Él me dijo:
     -¿Es Mansilla?
     Respondíle:
     -Sí, sí, sí, ese es el pueblo. Y ha venido aquí el corregidor a ver las fiestas, y como me ha visto a mí, dice que si yo le hago placer, no quiere más fiestas.
     Lo que él se inquietó y azoró no se puede significar, porque se le traslució que le venía a buscar y a prender y a hacer extraordinarias diligencias, pero el hipocritón, como yo le dijese que no se inquietase, me respondió:
     -No os espantéis, hija, que las ofensas de Dios en el pecho de un christiano son pólvora que le minan y hacen que se inquiete y salga de sí. Pero con todo eso, decidme, hija, ¿ese corregidor sabe adónde vivís?, ¿no os podíades vos esconder dél? Ítem, si yo os buscase dineros, ¿cómo le habíades de huir el rostro?
     A esto le respondí:
        Padre, el corregidor bien sabe que yo poso aquí, y dice que aquí, a este mesón donde estamos, ha de venir a la noche, y que para esto tiene un buen achaque, y es que anda espiando un famoso ladrón que en Mansilla llaman el Pavón, el cual se le fue de la cárcel de Mansilla y se vino aquí a León, y creo no tardarán mucho en venir. Mas si su reverencia me buscase algún remedio, muy fácilmente me escaparía yo dél, porque aprestaría luego mi jumentilla y iríame esta noche a nuestra Señora del Camino con mis compañeras, que van allá todas, y si me dice algo, diréle que en la romería se verá su negocio; en la romería excusaréme con mis parientes y compañeras, diréle que me lleve a Mansilla, que es camino de mi pueblo; en Mansilla avisaré a su mujer que mire que su marido anda perdido y le recoja, y con esto iré mi camino y él se quedará en su casa. Pero si voy sin manto a mi casa y sin la hacendilla que traje aquí para entretenerme algunos días, ¿qué he de hacer?
Modo de huir y resistir al corregidor.
     Entonces el bellacón se alteró aún más, viendo que si el corregidor venía, le había allí de coger in fraganti. Con todo eso, me hizo otro sermoncete, pero con mejor método que el pasado, porque la conclusión fue darse otra palmada en la frente (confrontábamos) y decir:
     -¡Ya, ya, alabado sea el Redemptor! Algún ángel dejó aquí unos dineros de un mi compañero para tal necesidad. Yo me quiero atrever a tomárselos, con que vos le recéis otros tantos rosarios como os doy de reales.
     Dicho esto, sacó de un zurrón seis escudos y me los puso en estas manos pecadoras. Juntáronse su temor y mi contento para que ni él me dijese otra palabra ni yo a él. Fuime.
     Él luego mudó de traje y se fue a ver con el fullero. Yo ensillé mi burra y marché, porque los Pavones no me cayesen en la treta.
     Pavón fue éste que en mi vida más supe dél, que ha sido mucho para la mucha tierra que he visto y para la dicha que he tenido en encontrar con bellacos.
     El del ojo rezmellado no me vio jamás, pero escribióme una donosa carta, y yo, en respuesta, otra no menos, y por mi fe, que aunque sea detener la historia de la vuelta de León a mi tierra, te he de referirlas, y si te parecieren larga cartas, ya te he dicho que yo siempre peco por carta de más, y si buenas, holgaréme de que encartaré gente honrada.
 
APROVECHAMIENTO
     Hipócritas y gente que no viven en comunidad y hacen ostentación de ejercicios y ceremonias y hábitos inventados por sólo su antojo, siempre fueron tenidos por sospechosos en el camino de la virtud.



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