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Tristezas intelectuales del ingenioso hidalgo D. Manuel de Paloche y otras alcurnias


La Homeopatía


Dos meses después la casa de Paloche empezó a quedar sola... Se acabaron los tuertos y los reojos y las yuntas soberbias y las cajas lucientes de los carruajes, que frecuentaban el barrio.

La hora de la consulta se hizo interminable. Aquella algazara de antes desapareció y el remolino de las gentes ansiosas de curarse... Detrás fue llegando el silencio de siniestro augurio. De cuando en cuando algún fanático.

Don Manuel pensó que toda la ciudad estaba   —440→   sana, cuando llegó un día el bismarquiano otra vez con su artritis a sacarlo de su error. ¡Qué escena aquella!

-No doy explicaciones, empezó el diplomático.

-Pero señor, dijo Paloche, no me doy cuenta de lo sucedido.

-Le repito que no doy explicaciones.

-¿Cómo quiere Vd. que adivine?

-No me interrumpa. Adivinar le llama Vd. a esta cojera crónica, resultado de sus manipulaciones; ¿a eso le llama Vd. adivinar? Su tratamiento es peor que el soneto.

-¿Cuál? Dijo Paloche.

-No me interrumpa. Le digo a Vd. que la, enmienda es peor que el soneto. En política no se repiten nunca las mismas situaciones enfermizas.

-Siento mucho, balbuceaba Paloche.

-Y agrega Vd. el cinismo todavía...

-Mire, señor, dijo D. Manuel irritado, si Vd. no modera su lenguaje... a Vd. y a sus condecoraciones hago poner en la calle con un sirviente.

-Yo no cedo a la fuerza y le llamo a Vd. plagiario, queriendo poner en práctica mi sistema... Me iré espontáneamente -y salió el bismarquiano cojeando y saludando a cada   —441→   paso el horizonte con una brusca inclinación del torso.

-Con el demonio, te puedes ir, rugía Paloche.

*  *  *

Enseguida apareció la opulenta y carnuda señora majestosa en el amplio contoneo hiperbólico, acompañada de la hija, fugitiva en la línea recta de extremada flacura.

-Vengo a pedirle cuenta de su proceder, dijo la vieja.

-¿De mi proceder?

-Porque mi hija se ha empeorado.

-¿Y a mí qué me cuenta Vd.?

-Sí, señor, porque con sus pases le ha metido Vd. el demonio en el cuerpo.

-La felicito, señora. Es la primera vez que veo claramente realizada la metempsícosis y por herencia directa.

-Insolente...

-Agresiva.

-Daré cuenta a quien corresponda.

-Dé Vd. cuenta al hijo del Sol si le parece.

-Mamá tiene razón, suspiró la joven con voz de flauta desafinada.

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-¿Vd. también? Contestó muy incomodado Paloche.

-Sí. Antes yo era feliz y ahora paso mi vida melancólica.

-¡Ah! ¡Conque Vd. era feliz!... ¡romántica esfumatura, albo y saltante cabritillo! Replicó D. Manuel con rabia y sorna.

-Dejemos, hija mía, a este mercader, dijo la del contoneo de marras.

-¡Oh! ¡Sí! Moduló la flauta entreabriendo apenas los labios.

-Conque mercader, rugía Paloche, paseando de un lado a otro por el estudio. ¡Yo mercader! ¡Yo mercader! ¡Humanidad imbécil!

*  *  *

¡Era desesperante! D. Manuel ya no tenía amigos. Todo aquel edificio espléndido en su gloriosa ornamentación se había desplomado. A cada rato encontraba clientes que le dirigían reproches. Se entristeció. El masaje no era la panacea universal. Un error más en su vida. Ese principio del intercambio celular a través del movimiento, esa esperada resurrección por la sangre acelerada en su curso y por la sobreactividad orgánica artificial era una grosera y vulgar mentira. Sucedía lo de siempre. Unos   —443→   curaban y otros morían y era necesario encontrar a pesar de todo el néctar de la vida perenne. Su espíritu, iluminado hasta entonces en la fe austera tuvo las profundas grimas de la desesperación. Se creyó un extraviado y por primera vez dudó de su genio y se avergonzó do aquella efímera gloria de poco tiempo. Caminaba por su casa las melancólicas horas con la inteligencia entenebrada, como hombre que hubiera llegado al fin del sendero, detrás del cual yaciera inerte o inmóvil el país de las sombras, llenas de estériles silencios. Su misión había concluido y su pensamiento tan activo antes se había transformado en una escuálida larva petrificada. Ya no era un hombre. Se había hecho un enorme y vacío gigante, inconsciente romero de la tiniebla, que se iba deteniendo poco a poco, incrustadas sus carnes de fragmentos calcáreos. Ya no había para qué vivir. Él iba a tener al fin la siniestra fijeza de an oscuro monolito solitario...

Así pasó algún tiempo ensimismado entre los ecos funerarios de aquel inmenso derrumbe. Lo sorprendía a veces la noche sentado en el patio, como absorto en la contemplación de la naturaleza. Su vista perdida en el azul profundo vagaba de astro en astro, entre las chispas luminosas, como si quisiera arrebatarles el   —444→   secreto de su vida inextinguible. Tantos años que están allí siempre, mientras las generaciones moribundas van pasando bajo la divina bóveda tachonada a desvanecerse en la muerte. Ellos son los brillantes que adornan y embellecen la cabellera negra de la emperatriz indolente y soñadora y los cirios que salpican penumbras sobre los cementerios que van superponiendo las edades. Así serenos y olímpicos conservan sus propiedades seculares, mientras la carne se disgrega flagelada por el azote de las pasiones, triturada en el vórtice de la existencia. Allí el esplendor, ordenados en la majestad tranquila de las leyes de la gravitación, aquí desde jóvenes el esfacelo con la piel que se arruga, la uña que palidece, el ojo que pierde la sonrisa y se enturbia en la lucha y el cabello encanecido. ¿Por qué tan larga la vida de aquellos silenciosos moradores de las alturas y tan frágil y efímera la urdimbre humana? D. Manuel entraba otra vez sin sentir en sus cavilaciones. El viejo soñador de la panacea universal se erguía gigante sobre el escombro. Nuevas ideas y nuevos rumbos, asomaban a su inteligencia. Tal vez ya algún predecesor glorioso habría encontrado el fármaco para perpetuar la vida en la Naturaleza. Ese sería Dios y se vestiría de las galas   —445→   divinas el que descubriera lo mismo para el hombre. Volvía entonces más violenta y más acongojada la brega intelectual a conturbar su cabeza y en las horas contemplativas él veía caer las hojas de la arboleda secas y amarillentas, y desprenderse, uno a uno los pétalos arrugados y marchitos bajo el gris de otoño y alfombrar a montones la extendida pradera. Sentía gotear la lluvia que ennegrece el humus y las hojas y las corolas húmedas y blandas las veía hundirse poco a poco en el grumo fecundo hasta desaparecer en la prodigiosa actividad de su vegetofagia y sus átomos escondidos en las criptas estremecerse en los besos calientes del sol primaveral y entregar otra vez con nuevos espasmos juveniles al árbol la hoja y a la planta la flor... Luego con elementos similares se operaba la resurrección en la Naturaleza. Hay medicamentos que producen fenómenos que son idénticos a los síntomas de ciertas enfermedades. ¿Por qué no ensayarlos? ¿No estaría en ese sistema terapéutico la panacea universal?

Él había observado que muchos males sociales se curaban con los mismos males. La revolución se extinguía a veces en sa propia hornaza; la corruptela se ahogaba en sus mismos ciénagos, las malas escuelas del arte perecían   —446→   en el barroquismo engendrado por ellas y todas las monomanías colectivas las había visto desaparecer en sus propios excesos. Ergo... era el caso pues... similia, similibus curantur...

Empezó su cabeza a fantasear con la homeopatía. El glóbulo blanco, pequeño y redondo; los brillantes tubitos y la cartera chata y amplia empezaron a bailar en su cabeza el cancán formidable y fue desde entonces el sabio convencido de lo infinitamente diluido... Se tocó a zafarrancho en su casa, se armaron aparatos y empezaron las destilaciones y las tinturas que contenían las maravillosas quintaesencias. Compró libros otra vez y llegó Hanneman y otros melancólicos soñadores de la panacea... Se hizo gran silencio mucho tiempo y se pensó en la posible desaparición de don Manuel de Paloche y otras alcurnias. Encerrado en su estudio, el gran solitario quería justificar el nuevo sistema, ampliando sus elucubraciones filosóficas... De todas maneras él encontraba que aquel era el tratamiento sensato. Se dispuso a salir de aquel sabio recinto para aplicarlo y aliviar los males de la humanidad, pero sus fuerzas se habían extenuado y toda su larga figura adquirió la tétrica apariencia de un espectro... Sus manos   —447→   estaban secas, el rostro lívido y macilento, poblado de inculta y enredada barba. Debajo de los pómulos había sombras en las órbitas excavadas y tambaleábase anhelante para caminar, agarrado de los muebles y giraba a duras penas de tintura en tintura, contemplando con agonía de enamorado los estantes de cedro en que estaban dispuestos los glóbulos. La homeopatía era su delirio; iba tal vez a ser su crucifixión. Como él suelen verse muchos, que pagan en la vida tributos a las violentas quimeras del espíritu, impacientes que corren fatigadas detrás de ellas, sin alcanzarlas nunca...

Esa mañana, cuando entró Carlos Méndez, seguido de Juan Paloche a visitarlo, lo encontró sentado en un sillón. Tenía sobre sus rodillas un manuscrito. Su título era: Panacea universal...

-Eureka don Carlos, dijo don Manuel incorporándose con gran trabajo.

-Papá, interrumpió Juan, he traído al doctor, porque tú estás enfermo.

-¿Yo? ¡Bah! He tomado acónito a la diez millonésima dilución. En veinticuatro horas curado...

-Oiga don Manuel, contestó Méndez con pena,... El acónito no lo va a curar...

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Paloche se sonrió con lástima...

-Es necesario, seguía Carlos, que Vd. salga de aquí, que respire aire puro y que descanse su pobre cabeza... Vd. se está suicidando... Hace un mes que ni come, ni duerme, ni vive y de esa manera y con poco vigor no se imponen las innovaciones.

-¿Qué? Contestó Paloche con ímpetu. ¿Vd. cree que yo moriré antes que se conozcan mis descubrimientos?

-Sí creo, si Vd. sigue metido aquí...

-Bueno: ¿qué me importa? Yo estoy escribiendo para que no perezcan estas cosas mías... No me importa descansar después para siempre...

-Fíjese, señor Paloche, que yo no le aconsejo que deje sus placeres intelectuales, dijo el médico.

-¿Y entonces?

-Podía Vd. cambiar de casa.

-¿Y dónde voy?

-A su chacra.

-¿Quiere Vd. mandarme a vivir entre las lechugas al lado de este Paloche degenerado? Mírelo. Vea qué manos... negras, callosas y con mil rajaduras... Observe el traje... lleno de remiendos... un indigno andrajo... No gasta un peso este... Sabrá Vd... el día   —449→   entero detrás de los bueyes... con el dorso encorvado como un siervo... a la lluvia, al sol, con las botas llenas de barro... No quiero irme con este porque ha manchado mis blasones...

Juan Paloche lo escuchaba con una estoica indiferencia. Pensaba en un dinero que había escondido en los colchones de su casa...

Méndez convenció a don Manuel... En dos carruajes iban todos sus aparatos, sus libros, sus glóbulos y detrás de la familia el cupé del médico que lo acompañaba llevándolo a su lado... Carlos pagaba su deuda de gratitud. Por las chacras solitarias de Monte Castro se fue perdiendo el cortejo...................................................................................................



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ArribaAbajo- XI -

¡Abuela!


Reinaba a la sazón el estío con sus soles quemantes, el césped amarillento y las corolas desvanecían bajo los rayos su color. Había cierto cansancio en la naturaleza abrumada en la brasa cotidiana, un deseo de dormir largas horas y un apuro en todas las cosas hacia las oscuridades de la noche llena de brisas frescas. Muchas flores habían desaparecido del jardín, pendiente del tallo de la planta, arrugadas y secas y debajo del gran toldo que unía los dos corredores y sombreaba el patio estaban esparcidos los juguetes de la chiquita de los cuentos. Más lejos, los perales opulentos en el prodigio estival de la vegetación protegían el vergel, al lado de la curva de la parra umbrosa, que escondía entre su follaje tupido los racimos pulverulentos de la uva de   —452→   oro. Cantos en la arboleda, infantiles juegos bajo el corredor y oscuridades en los aposentos colgando de los marcos las cortinas de paja coloreada hasta el suelo y de cuando en cuando alborotando toda la casa el rodar del coche del médico...

Otras novedades acontecieron en la casa poco después. Catalina visitaba al hijo más a menudo. Estaba mucho tiempo con Dolores y cosían triángulos y mantillones. Ya un poco borrada la memoria de aquellos lúgubres acontecimientos, Carlos se había vuelto en extremo afectuoso. Con Dolores, sobre todo tenía dulzuras y gentilezas y jovialidades extrañas, como si esperase alguna bienaventuranza futura. Salía a pasear con ella despacio por el jardín para que no se fatigara y la hacía recogerse temprano y de noche mucho más que antes llegaba a espiar su dormir. Acontecía muchas veces, que sentados en silencio, se miraban sonriendo, como si a un tiempo hubieran estado pensando en la misma misteriosa felicidad. Había en esos silencios, íntimos y deliciosos deleites... Era como un torrente de alegría juvenil que estuviera por desbordarse sobre la casa entristecida, trepidaciones de esperanzas, secretos y disimulados terrores de alguna posible desventura.

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La agitación crecía a medida que el tiempo iba pasando y se hacían más violentos los temores de Méndez y más asiduos sus cuidados. Catalina era la única que conservaba su serenidad de santa. Un día, sin saber por qué debajo del corredor, se miraron un rato la madre y el hijo, y en el abrazo que siguió después, hubieron elocuentes augurios. Llegó una cuna de negra y luciente jacarandá, liviana y aérea, circuida la base a trechos de torneados listones que formaban las paredes laterales, terminando en el grueso madero que concluía la ovalada concha en su parte superior. Detrás como asomada sobre la cabecera una enhiesta percha, extendiendo el cuello largo y serpentino, la cabeza chata de víbora en la punta, que arrojaba lejos el hocico. Al rato, cayeron sobre el cuello, anchos cortinajes de seda azul, prendidos arriba con un gran moño, cuyos lazos caían hasta el suelo. La pequeña almohada, descansaba sobre el colchón, cubierto por un tejido de lana gruesa y blanquísima y encima la recamada colcha de brocato, alegre de flores de lirio y verdes hojas de rosa. Con la cuna llegaron estremecimientos de arcanas ternuras y corrieron por el dormitorio invisibles y angelicales visiones mientras Catalina colocaba a lo largo festones   —454→   de margaritas y Méndez besaba temblando la frente de Dolores...

Esa mañana, Carlos paseaba agitado por el corredor. Corría casi, como si tuviera necesidad de aturdirse. Se sentían lamentos. Entró al dormitorio, abrazó a Dolores, acostada, mientras miraba al médico amigo, a quien había confiado aquella vida preciosa, estrechando nervioso antes de irse, la mano de la madre, que sonreía siempre, sentada a los pies de la cama. Salió caminando por el jardín con cierta cosa violenta en el andar, indiferente a todo aquel espectáculo, como si tuviera un aguijón que lo empujase como a un autómata. Los lamentos aquellos que sonaban en sus oídos como un eco doliente, así a la distancia, lo volvían en sí. Llamaba entonces al médico para leerle en los ojos la sentencia, acosándolo a preguntas, y pidiéndole el pronóstico de aquella hora emocionante. Volvía después a su peregrinación. Tomaba un libro y no podía leer. Se sentaba a su mesa de estudio para escribir, para tener alguna violenta concepción que le hiciera olvidar la angustia, que le conturbaba el espíritu. Era inútil. No oía sino aquellos quejidos que se dilataban en el patio con tímidas modulaciones. Apuraba el tiempo y lo precipitaba dentro de su   —455→   imaginación encontrándose sin saber cómo otra vez al lado de Dolores a quien acariciaba con fuertes palabras de consuelo. Sin embargo, su voz era trémula y su corazón latía como si estuviera lastimado. Nuevas miradas a la madre y preguntas al médico, y otra vez el peregrino de los corredores, azotado de un lado a otro mientras alrededor la naturaleza cantaba el himno de la resurrección de la luz, con las notas formidables de la ciudad que se arroja a la calle frenética, con los sordinos arpegios de las hojas, en medio de la bullanguera y estridente algazara de las bandadas que cruzaban sobre su cabeza. Carlos no oía nada... solamente aquellos quejidos tan lastimeros que no cesaban nunca. Al contrario, cada vez se hacían más frecuentes, como si los oyera más cerca, y tuvieran más dolor, y le parecía sentir en el aposento, como si la gente se moviera más allí... hasta que estalló un grito agudísimo, que le trastornó la cabeza... Parecía angustia la revelación de un espasmo de salvaje... y después cuchicheos, una exacerbación de todos los ruidos, órdenes del médico, una cosa revuelta y agitada y el silencio... el largo silencio de ella... Esperó el lamento aquel cuya tonada lúgubre conocía y entró rápido al cuarto de vestir... Carlos no la oía. Una sensación siniestra lo acometió...

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Lo detuvo el médico, cuando se lanzaba Méndez al dormitorio.

-Calma, mi amigo, todo va bien... ¡Espérese! ¡No entre!

-¿Y ella? Preguntó ansioso Carlos.

-¡Admirablemente!

-¿Y él?

-Así, amigo, de grueso. Y el médico circunscribió con las dos manos abiertas una gran circunferencia.

-¿Y? seguía Méndez, ¿y lo otro?

-¡Ah! Macho, compañero, machísimo.

-Gracias. Vea si seré tonto... Mire: estoy llorando...

Carlos se sintió desde ese momento más vigoroso. Le pareció tener la cabeza más erguida y fuerte y en todo su cuerpo corrió una robusta sensación viril. Sus espaldas eran más anchas, su andar más resuelto, más recia toda su musculatura. Lo acometió un delicioso bienestar y una profunda tranquilidad para su vida futura... Sin duda aquel gordo muchacho de piel roja y satinada, cuyos vagidos sentía, era la columna que faltaba al monumento, construido por su labor. Le pondría el nombre del padre para perpetuarlo en los tiempos, como un derecho y un sublime privilegio de familia. Recién le parecía que pagaba bien su deuda de gratitud cariñosa.

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Tal vez fuera como el otro que ya se había ido, así alegre y bueno y cuyo recuerdo vagaba todavía por la casa... Él quería verlo y se paseaba por el cuarto de vestir, asomándose a cada rato a la puerta. La madre lo llamó al fin. Entró y acarició a Dolores, arrimándose después con Catalina a los vidrios. El niño estaba envuelto en un chal de franela56 festoneado cubierta la cabeza con una gorrita de muselina. Entreabría los párpados, mientras la abuela lo mecía en sus brazos. Lo miró un gran rato sonriendo, encontrando reproducida su efigie en el pequeño rostro dormido. Se acordaba entonces de aquellas palabras proféticas: «Dios es bueno y hace que las alegrías vuelvan a las casas entristecidas y que haya de nuevo niños en las cunas y cánticos de madres...» La vieja se transfiguró a sus ojos. Le pareció que una aureola de estrellas rodeara su cabeza encanecida y que algo de la majestad celeste fuera circundándola poco a poco. Era aquella gran madre de la leyenda, la augusta consoladora de sus días atribulados, la mística poetisa, que creaba en sus palabras para el hijo, las inmaculadas visiones de la familia, la excelsa pintora de los comedores, de las rojas chimeneas atizadas por los hijos para calentar los miembros del padre anciano,   —458→   la sacerdotisa divina de aquel templo, que acababa de recibir el nuevo Dios... Ella tenía razón siempre, cuando decía que cada hijo traía consigo los gérmenes del rejuvenecimiento, transfusiones de sangre fecunda que se hacen en medio del regocijo del espíritu -esos gajos florecientes que sostienen el equilibrio y la vida del tronco reseco con sus linfas juveniles. En cada casa hay una de esas ancianas seráficas aquellos que de ella tuviesen queja razonable levanten la mano para poderlos inscribir en el libro de la desventura... porque la vida se alimenta también de los consejos venerables y esos corazones que se agrandan en la vejez a fuerza de sentir son capaces de romperse y morir siempre en los resignados sacrificios por el amor a los hijos... ¡Benditas sean! Si están vivas y caminan por la vieja casa llena de memorias, es necesario dejar en el umbral nuestros rencores, las iras sordas y los enconos que acibaran la vida, para que sea angelical el beso de nuestros labios, y si ya se han ido para siempre... que vivan en el corazón de esos nietecitos a quienes aman, besan y mecen con tiernos cánticos en las cunas... porque son abuelas, de esas que traen muñecas, con rubias cabelleras, y se sientan con las nietas, en los liliputienses y alfombrados cuartos, donde viven, duermen   —459→   y se rompen los juguetes. Allí, al lado de la chiquita, pasaba Catalina largas horas, disponiendo los diminutos comedores y haciendo sentar a la mesa a las infantiles falanges, que encantan las horas inquietas de los chicos. Allí narraba las leyendas, al lado del ramo de rosas rojas, que se elevaba en el centro, desde el florero dorado de porcelana, los maravillosos cuentos, que oyen los niños con el ojo atento, pintado el asombro en el rostro, víctimas de las angustias, que padecen los pequeños personajes heroicos. Porque ellas sostienen y acarician a los nietos, como el gajo a la flor y al fruto... Así Catalina velaba con Carlos el sueño de Dolores y mecía al niño en la cuna y lo paseaba con monótonos cánticos por el cuarto de vestir palmeándolo...

*  *  *

-Tú estás mejor ahora, Carlos, le dijo la madre un día.

-Sí madre, más robusto y más llena mi vida.

-Para que tú veas que si hay dolores, estalla de repente auroras alegres.

-Pero mi madre, son tan pocas, replicó el médico...

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-Eso dices porque has perdido la fe...

-¿Y he perdido la fe? Preguntó confundido el médico.

-Sí tú. Eres de los que no creen sino en sus propias fuerzas y de los que se imaginan que todo lo han de resolver con su inteligencia y prescinden del consejo de los demás y se olvidan que detrás de esa gran curva del horizonte hay muchos más allá, que tienen la omnipotencia y la omnisciencia. Así cuando en la vida hay razones para que resolvamos el problema con la violencia de un crimen cualquiera contra nosotros o contra los demás, llega el más allá divino, con la dulzura infinita y es el bálsamo que cicatriza las heridas y el soplo vigoroso que templa el corazón desfalleciente.

-Madre, tú me hablas de Dios, dijo el médico.

-Sí Carlos, porque sentirlo y pensarlo significa tener en la voluntad para la lucha un aguerrido ejército...

-Oh, eso es imposible. Ustedes nos hacen creyentes y después se olvida uno en la vida de todo y lo que crece en nosotros y se agiganta son nuestras pasiones, porque ya de aquel yo celestial de que tú me hablas, hemos perdido el recuerdo.

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-Sí, es cierto. Pero hay algo que es un dolor en el alma de muchos y que se parece la fe...

-¿Qué? Mi madre preguntó con ímpetu al médico.

-Es el anhelo intenso hacia las ideas de un orden superior; es la necesidad de salir del lodo, que nos acomete a cada rato; es el empuje intuitivo de las inteligencias privilegiadas apurando la perfectibilidad, y el deseo de ser mejores y que nos calienten siempre la vida las pasiones generosas y es el arrepentimiento del mal que hacemos y es la desazón y la inquietud y la vergüenza que acosan a los que viven en la deshonra...

-¡Oh mi vieja santa! Repetía el médico abrazándola. Eso yo tengo, eso es mío y no lo quiero perder, quiero ser mejor. Tengo muchos defectos, y también sé que a cada rato tengo que invocar para explicar muchas cosas una inteligencia infinitamente superior... ¡Oh si todos esos dolores que acabas de enumerar fueran la fe!

-¿Sabes tú por qué escribes? Preguntó la madre después de un rato de silencio...

-Yo, dijo el médico, por muchas razones.

-No por esta sola razón. Tú no quieres morir.

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-No te entiendo.

-Sí pues. Tú quieres que tus hijos y tus nietos se acuerden de ti y que todos los que vengan después conserven la memoria de tus libros. Bueno, mi hijo, tú quieres crear para tu nombre el más allá eterno e inmortal. ¡Oh! No te quejes, si has conservado en el corazón el anhelo sobrehumano hacia alguna cosa que no morirá nunca... Eso no es Fe todavía, pero ya no se parece a esos espíritus desiertos y fríos, cuyas fibras demasiado exquisitas tal vez ha roto la desventura para siempre -esos entristecidos que se acuestan, languidecen y mueren en la indiferencia.

-¡Oh! Yo soy feliz, porque te tengo a mi lado, contestó Carlos; porque Dolores y mis hijos están aquí alegrando mi casa y porque ha de ser posible que viva mucho este último que ha nacido...

-Y porque crees en el bien, a pesar de ser tan caviloso y no eres como esos siniestros pesimistas que confunden la tristeza con la atrabilis. ¡Estos sí que son dignos de lástima! Pobres sistemáticos que cubren de lúgubre manto todos los sentimientos, incapaces que se han contentado con estudiar una parte de la humanidad, creyendo que sus deducciones corresponden a la humanidad entera... Tú   —463→   los ves Carlos, seguía la vieja animándose, para ellos el hombre es un facineroso, tahúr y loco, la ciencia una mentira, el arte una cosa vulgar hinchada de ridícula vanidad. ¡No hay nobles pasiones, no hay sacrificios, ni virtud!

¡Estamos lo mismo que hace diez siglos! ¡No se ha creado nada, no se ha conquistado nada y somos para ellos los esclavos del vicio y de la carne. ¿Y la mujer? Adúltera y gata lujuriosa, zorra que extiende el hocico y husmea siempre un marido. ¿Y el amor a los hijos? El instinto brutal de la fiera, que gira vertiginosa alrededor de los cachorros para defenderlos...

-Es cierto, mi madre, y es difícil salvarse del precipicio, que abren esos tétricos pensadores.

-Sí Carlos, para los que no se han preocupado de estudiar el mundo como es, para los que no han visto, como yo, el cuartujo del conventillo donde se cose de la mañana a la noche y donde la madre se arrodilla después a rezar en medio de sus hijos, para los que no se han detenido una vez siquiera a contemplar la heroica fortaleza de esos padres, que en la miseria sostienen con el trabajo la honra y el renombre de la familia... Para estos es difícil salvarse, porque esa tenebrosa literatura   —464→   seduce y fascina, con la ponzoña de sus paradojas oscuras... Esa no es la verdad. Hay más amor que odios y más abnegaciones que cobardías y más virtud que vicios. Yo te lo juro Carlos, por mis sesenta años de vida y la fortaleza y la paz del alma está en creer en el bien y practicarlo, porque el bien es Dios...

-Perdón para ellos mi madre, interrumpió el médico, porque son enfermos.

-¿Enfermos? Preguntó la madre temblando.

-Es la tuberculosis que les mina la vida la que habla, y el cáncer que les muerde y les roe las entrañas que tiene las negras palabras de la misantropía y son las enfermedades nerviosas que los transforman en hipocondriacos atrabiliarios.

-Sí, mi hijo, perdón para todos, como dice la plegaria, porque eso debe ser ley y sentimiento universal... y en esos diálogos pasaban los dos la noche velando el sueño de Dolores acudiendo a cada rato Catalina a mecer al niño, mientras Carlos contemplaba su blanquísima cabeza en medio de la penumbra del dormitorio, inclinada dentro de las cortinas de seda que protegían la cuna.



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ArribaAbajo- XII -

El libro extraño


Así Méndez revigorizado al lado de aquel hijo, en medio de las varoniles palabras de la madre, sintió renacer prepotente la necesidad de escribir. Aquella figura de Bohemio, que ya antes le había con vaporosas formas calentado la imaginación empezó a adquirir contornos. Creó entonces un símbolo entre cuyos sonoros acordes se sentía toda la épica magnificencia de su país y las sensaciones colectivas de su pueblo. Pensaba que para escribir esa sinfonía era necesario que el idioma tuviera las numerosas prolongaciones del sonido de una orquesta colosal, con ímpetus de fugas y lánguidos y soñolientos arpegios y solemnes compases guerreros de marchas heroicas. Era necesario encontrar para el poema la forma   —466→   que reflejara las fulgurantes detonaciones de nuestras tormentas, y las oscuridades amenazadoras del cielo fijo en su curva de luto y el zumbar de las lluvias arreciantes en su camino un tramo después de otro a través del espacio.

Para que hubiera en sus versos la serena y olímpica majestad de nuestras dilatadas naturalezas, reflejos de pampas, hundiendo lejos, el verde interminable. Para que hubiera resonancias de pueblos nómadas en marcha, almas bravías e inquietas y luminaria de fogones aquí y allá y trinos de guitarras y moribundos tañidos de quenas, entristeciendo las soledades de la campiña silente. Para que el torbellino de las aguas, rodando en los cauces serpentinos hablaran a los vivientes el armonioso idioma de las tribus errantes primitivas, estallando en las palabras el prodigio de la florescencia tropical de las selvas inexploradas y hubiera en el poema sombras de cordilleras, echadas a lo largo como gigantesco esqueleto granítico. Y rabias de conquistadores y micidiales batallas. Y enorme demolición de monumentos seculares. Y razas entregando sangre de mártires y acostándose en el sepulcro. Y el dolor, sobreviviendo a la muerte a través de los siglos... Y nietos escuchando, las lúgubres   —467→   lamentaciones de tanto exterminio, heroicos vengadores y legendarios guerreros victoriosos.

Porque Bohemio podía muy bien estar hecho con todos los ecos dolientes de las muertas generaciones de América, iluminada su persona por el lustre de las viejas civilizaciones enterradas con sus inmanes escombros; y ser el sombrío Genio, orbe, intelectual divinizado para entregar al futuro a través del tiempo las emanaciones creadoras de toda aquella arte virginal perdida. Porque Bohemio era el presente, atleta gigantesco, enorme ánfora bróncea su pecho, donde hierven todas las razas en pos de la maravillosa amalgama, indolente señor enriquecido, peregrino de las fecundas e infinitas praderas, trabajador acongojado de todas las horas, glorioso intuitivo de la grandeza nacional venidera. Méndez veía en su imaginación multiplicarse aldeas y ciudades, ser su país la cuna del espíritu nuevo, padre de las artes, academia de todas las ciencias del universo, sublime árbitro de naciones. ¿Y el espolón del arado abriendo la entraña fecunda y negra? Y el labrador hablando el nuevo y exuberante idioma mirando moverse en la brisa el largo y delgado tallo de la mies dorada. Y así por leguas el damero de cercos de alambres...   —468→   Y los juveniles corazones, apóstoles de la universidad ideal escribiendo el libro del progreso humano: que no haya esclavos... el bien de los pueblos está en la libertad... que no haya confines y sean dirimidos por árbitros el choque de las pasiones y de los intereses... Que las armas forjadas para destruir muchedumbres destruyan la guerra... y concluyan esas familias encaramadas sobre los demás hace siglos... y sean los primeros, los mejores, los más intelectuales y los más fuertes. Que sea suprema religión el honor de la casa, la caridad por la patria y el fraternal amor de todos los pueblos. ¡Que haya industrias y crezca el comercio y que las artes sinteticen57 el espíritu nacional y creen el bien y que la grandeza de este glorioso vagabundo de Bohemio reciba nuevas y perpetuas estratificaciones de gloria!

*  *  *

Al lado de Bohemio, Eros paradisíaca, la vaga y alba figura... La escribió de rodillas. Sus ojos tuvieron el color del diáfano éter sereno; y los bucles de su cabellera rayos dorados, blandos y largos y abandonados flotando sobre las espaldas. Con suavidades séricas y   —469→   frescos perfumes primaverales y tornasoles si se movían en la brisa y misteriosos murmullos. Formaban marco deslumbrador a la efigie de óvalo purísimo y perfecto blanco y marmóreo, moviéndose en su lento y gracioso caminar de diosa, asomando el zapatito con hebillas de plata fuera de la falda de raso. Todo su alto cuerpo vestía el traje de las novias y miraba todas las cosas como si breve fuera a ser su paso sobre la tierra a guisa de corola virginal, destinada a acariciar un momento la frente de aquel atleta para marchitarse... Como una armonía fugaz que calmara su turbulento espíritu... y rayo de luz para su tenebroso sendero y eco dulcísimo y angelical, repitiendo las frases de la paz y del sosiego. ¡Divina hada moribunda entregará la vida resignada en el dolor de aquella su única pasión y acompañarán su féretro los esplendores y las sinfonías de la naturaleza, acostada su muerta persona sobre la cruz del alazán de Bohemio en su caballeresca marcha triunfal! Con los gemidos lastimeros de su arpa incinerada, durmiendo bajo el umbroso boscaje, arrullado el eterno sueño por los festivales de las glorias inmortales... Y mientras Bohemio, escultor, plasmaba su busto con la húmeda creta, clavado el informe torso sobre   —470→   el trípode, ella la humilde enamorada alegraba con los cánticos su vivienda. A grandes golpes, saeteando luz su mirada, fue haciendo surgir la comba levantada del pecho. Enseguida arrancó la masa con violencia y modeló con la caricia de la palma el cuello redondo y fue tomando relieve poco a poco la efigie y los grandes ojos pensativos empezaron a mirarlo y los labios finos a sonreír y las líneas flexibles y serpentinas de los rizos cayeron sobre el dorso. Bohemio animó con su alma la inanimada arcilla, y después en las noches serenas cantaban el dúo de los amores imperecederos.


ArribaAbajoAmores de dioses

-¡Yo te amo!... Tengo para ti mi valor, mi honor y mis armas.

-Yo los aromas del bosque y la luz de mis pupilas azules...

-Yo soy el espacio que entro y dilato los horizontes de tu encantadora vivienda.

-Yo el gajo de laurel con que corono tu frente de poeta.

  —471→  

-Cuando tú rezas ¡oh Eros! En la noche profunda y las estrellas entran por la ventana a besar tu toca azul, yo velo -armado- tu divina plegaria en la puerta de tu estancia. Soy como el ángel de fuego, que ahuyenta la pantera derrotada, que atropella la selva, bramando a lo lejos...

-Yo entro en tu cuarto antes que llegue el día y tú duermes tranquilo en la penumbra: ¡sobre tu cabecera, de mármol del Pentélico una estatua de Eros! Que te mira silenciosa. Yo tomo mi abanico de plumas de seda y lleno tu rostro de caricias frescas. Los pájaros pían en voz baja, como si se preguntaran si habían tenido reposo en la noche, y llaman a los compañeros que se desperezan en la rama. El alba empuja adelante los céfiros blandos que traen en su seno las vibraciones de las primeras moléculas de luz. Hay sombras que se mueven y ondulan y huyen agitadas más tarde y formas y colores y ritmos y besos y ruidos lejanos que se acuestan y mueren en la soberbia fulgurante del sol.

-Yo canto y escribo para ti poemas ¡oh Eros! Veo la pasión desnuda, sin vestiduras de carne, y no encuentro trajes de raso, ni abrigos de terciopelo para las divinas semblanzas.

  —472→  

-No escribas; tu cantar es dolor; las estrofas que se ciernen las arrebata el cierzo y las quema el sol.

-Son admirables ¡oh Eros!, las armonías de la luz, que salta, que estalla, que trisca y se fractura en la roca y se encrespa en el mar. ¡Quién me diera, oh Dios, arrojar mi cuerpo en el esplendor de los astros y rodar en medio de sus rayos, mecido en el cielo infinito, y gritar desde allá -ebrio y loco- los versos desesperados para el hombre que muere en el vértigo eterno de las cosas!

-No escribas, las piedras del sepulcro del poeta son las estrofas que el poeta canta y las creaciones que suenan en las cuerdas rígidas y amarillas de la lira de bronce, son las piedras miliarias que van señalando su camino hacia la muerte. Yo no quiero, porque tus cantares tienen todas las imaginaciones sombrías del dolor.

-Escucha, Eros: la luz muere y esconde en la noche su brillo, los colores se desvanecen, los pájaros callan, las ciudades duermen y las sombras tranquilas y solemnes envuelven al universo. ¡Silencio! Deja que las estrellas asomen y la vía láctea aparezca con sus cortinas de espumas tenues. Detrás de esa diosa diáfana, echada a través del cielo como una   —473→   nereida dormida, todavía hay puntos y más puntos luminosos que centellean, como detrás de todas las cosas están las nenias fúnebres que preparan su epitafio...

-¡Oh Bohemio! Mi cuerpo está, como el alma, formado de exquisitas filigranas; si tú persistes en el encono impío, tú no amas; eres soberbio y malo conmigo, que soy la pálida criatura, tu pobre Eros, tu dulce y delicada Eros, frágil y amable, que reza por ti arrodillada en la noche y que morirá de dolor...

-¡Así tú arrojas oh Eros un crespón de tinieblas sobre mi espíritu para que tengan allí su catre de muerte los ideales soñados en las adoraciones pensativas, porque la tiniebla es callada y disgusta!. Es cautelosa y tristemente sombría; se levanta en montones lóbregos y tiene el aire esquivo y siniestro y la palabra pavorosa. Sus labios son pálidos y desvaídos y sus cuchicheos no dan más rumor que el que produce el roce silencioso de su manto oscuro sobre los objetos. ¡Mejor!... Si tú mueres, yo vagaré como un loco desatado en el espacio, blasfemo, sin brillo de luz intelectual en las pupilas.

-No, Bohemio; te equivocas; las sombras tienen sus estrofas tranquilas y acariciadoras;   —474→   protegen los amores de las aves en la espesura y dan reposo y bienaventuranza al hombre que duerme acostado sobre la batalla del día turbulento.

-Entonces, ¿por qué no quieres que yo cante? ¿Quieres impedir que el torrente brame, ruja, bulla y espumee en la hondonada y reviente el volumen de sus ondas contra los peñascos que tienen morros negros y puñales y torsos que penden sobre el abismo?

-El torrente tala y anonada, Bohemio, en su furia las cosas. Yo amo los ríos mansos y amplios que se extienden en semicírculo en el horizonte sin límites y fertilizan los campos. Amo las líneas rígidas y negras que se dibujan apenas en el cielo, allá abajo, en el ángulo tranquilo que hace con el río, las líneas que avanzan y se alargan y se ensanchan por las velas que aparecen desplegadas, las velas blancas que navegan e inclinan a un costado los barcos... Amo el río inmenso que tiene alegrías y gritos de criaturas que viven...

-Ese tu río, Eros, tiene cosas amenazadoras... yo lo he visto con vaivenes formidables de oleajes revueltos arrojar sus aguas en el abismo, arrancarlas de allí de cuajo y azotarlas contra el cielo gris en enormes montañas   —475→   movedizas. Los bajeles hundidos desaparecen y saltan enseguida viboreando en vértigos de infierno sobre la cumbre salvaje, mientras el vendaval con la persona pavorosa rechina bárbaro y frenético los dientes, ruge, cruje, gira, gime, corre veloz, ¡ala!, ¡ala!, y se estrella y se despedaza en el torbellino de terror de aquel baluarte indomable... Me hablas tú de cosas angelicales, cuando veo al río que yo adoro triunfar en la lucha bravía y disolver al huracán entre sus aguas...

-Sí, porque después se acuesta a dormir largo a largo, jadeando como gigante fatigado, y las ondas bajitas, mensajeras de la victoria, vuelven a besar la playa y siguen apacibles yendo y viniendo... yendo y viniendo... mansamente, y traen, para los que se aman, caricias blandas de espumas que cuchichean y los ecos lejanos y gloriosos de las leyendas del mar...

-¡No, Eros! Mejor es morir que romper la lira de bronce, mejor es morir... Yo tengo los ojos secos y para mí han muerto las escenas plañideras. Yo adoro al sol, que llena de llamaradas el mundo. Nada hay más sublime que ese astro...

-Sí... Dios, que lo ha creado, y las aristas divinas que tienen todas las cosas, y la luz no   —476→   es buena tampoco sino cuando se difunde en el aire diáfano en emanaciones fecundas y es el alma y el tripudio de la vida en el universo...

-Oh, tu luz siempre... amo el denuesto58 y la blasfemia... tengo iras y protestas... yo veo cada día que pasa tu piel más trasparente y tu figura celestial esfumarse poco a poco como los ensueños...

-Así tú pones en la cruz mis últimos momentos, mientras tú, Eros, dulce y melancólica, implora de ti himnos para la fe y para la vida... Deja por esta pálida moribunda las cosas perversas y canta las trovas que alegran y redimen y enternecen al corazón...

Bohemio, caído de rodillas; el cielo azul mirando; las manos altas y abiertas y el ruedo del vestido de Eros levantado hasta sus labios. Su cabeza soñadora y renegrida envuelta en la luz de aquella visión paradisíaca... y poco a poco su palabra se desenvolvía en un canto lentísimo y tenía la plácida música que consuela y fue como melodía murmurada entre el susurro del viento y había lánguidos deliquios de la pasión acendrada que está por llorar...

-Perdón, Eros, amor mío, porque yo adoro la angelical bondad de tu espíritu, porque   —477→   yo tengo pensamientos lóbregos y he ofendido tus castas alegrías. ¿Qué quieres? Perdón, porque yo me olvido de ti a veces por estas cosas salvajes que dominan mi inteligencia... Tú, mi dulce Eros, mi más sublime dolor, santa de belleza y de martirio, palio lleno de gracias que cobijas mi pobre cabeza de enfermo... ¿Por qué no vienen las flores y rodean tu persona con sus perfumes?

-Y ¿por qué no entra la paz, Bohemio, y calma las agitaciones de tu alma?...

-¿Por qué esta divina naturaleza no inclina la frente a tu paso y no tiene penumbras el sol para acompañar tu camino?

-¿Por qué no te acuestas tranquilo oh poeta, en la plegaria, las místicas armonías que llenan el corazón de júbilos infantiles?

-¡Oh Eros, Dios mío! Los pájaros vienen, vienen cantando y cuchicheando las inmortales quimeras... ¡Yo te ofrezco mi lira resignada, la lira soberbia que gime, solloza y llora! De sus cuerdas brotan los cantos suavísimos que confortan al humilde... son tus dedos de alabastro que arrancan la nota quejumbrosa... Los sauces tienen lágrimas que se mezclan con las aguas cristalinas que corren y las tórtolas hacen nidos, aman y tuban... ¡Oh! Ese hogar pequeño y redondo, tejido de   —478→   ramas secas, con alfombras de musgo, recogidas en el prado, qué poema de amor ingenuo no canta en la sombra del sauce delicioso. Yo te pido perdón, pálida Eros, santa de belleza y de martirio...

-¡Los hombres son buenos, Bohemio! Y aman y entran en los templos y se arrodillan. Rezan debajo de las bóvedas curvas y pintadas de la puerta59 al altar -las nubes de incienso que surgen y llenan el ambiente- los santos y las vírgenes con vestiduras de cielo y diadema de pedrerías, que miran desde sus nichos mientras rompen del órgano los salmos que tienen los ecos doloridos de la muerta Jerusalem, sobre cuyas ruinas brota la yedra y se extiende la maleza abigarrada.

Hablaban a la vez con las miradas hacia el cielo como si rezaran, arrobados en el frenesí de la pasión. Era un dúo de gentilezas, de adoraciones y de perdón; hablaban deprisa como si aquella primera nube en su vida de amor les avisara que debían decirse pronto todas las cosas: -ella de pie con su mano fina y blanca en la negra cabellera de Bohemio y él arrodillado en la sombra de aquel cuerpo alto y extraño.

¡Se reconciliaron y, ya la noche, sentados sobre el césped, se miraban! La memoria venía   —479→   con las notas alegres y los temblores de los primeros encuentros. ¡Se miraban! El primer saludo -el pañuelo blanco de seda flotando de la reja de barras negras y largas y la rosa roja y húmeda de rocío reciente para sus cabellos de oro. El poema cantado con heroico arrebato y las modulaciones del arpa corriendo por el jardín en la noche tranquila -en el aire tranquilo y diáfano con rayos claros de luna- esa ermitaña de seda blanca que va peregrinando y aleja y borra los astros. Los ruidos iban y venían aquí y allá girando en círculos concéntricos que morían allí alrededor de ellos -los ruidos de la noche solitaria. Las hojas se despedían, dándose besos para dormir con quietos murmullos y los pájaros, acurrucados sobre la rama, escondían sus cabecitas debajo de las alas.

Rumores que no tienen palabras, aleteos de céfiros, crujidos de insectos entre la yerba, sonidos lejanos y sordos, melodías de seres invisibles que vienen y casi no se escuchan el tic-tac y el tic-tac profundo del corazón muerto de amor en el embeleso supremo... y se miraban... Más lejos el río inmenso y bueno con un reguero de chispas luminosas, como si fueran un pueblo de almas brillantes que se movieran y ondularan hacia la tierra   —480→   y a un lado y otro lado los barcos oscuros, inmóviles, sin vida entre las líneas confusas de sus jarcias, mientras las ondas bajitas se aplanan rodando sobre la tosca parda para buscar reposo60 y vuelven el ojo térreo y el paso fugitivo hacia las compañeras que llegan y traen, para los que se aman, caricias de espumas y los ecos lejanos y moribundos de las leyendas del mar...

*  *  *

De la mano caminaban, fascinados por millares de luces, que trepidaban en la lontananza oscura. Iban hacia la ciudad y pasaban por calles rectangulares, flanqueadas de cercos de pitas y moras y de higos de tuna. Ranchos de adobe y techo de paja, las luciérnagas describiendo parábolas de luz, los cuises corriendo en líneas negras y rápidas de cerco a cerco y el ombú corpulento de copa redonda, con raíces gruesas en combas atrevidas a flor de suelo. Espectador solitario, cobija al caballo inmóvil, atado al palenque. Este recibe a los caminantes con sonidos graves, sordos en seguidilla temblorosa -las mismas palabras gratas con que ve en la noche aproximarse a su dueño y que pronuncia, cuando le acaricia el pescuezo   —481→   y le palmea el lomo, arrojando al suelo cargas de pasto verde.

-Aquí viven, decía Bohemio, los sobrevivientes que los de allá van arrojando hacia los campos... Tengan cuidado, porque conservan incólumes las tradiciones nativas, escritas y guardadas en las huacas; hablan el idioma futuro y crean el Verbo que arrojarán más tarde para la civilización que los echa. Son genios que encuentran cantos que suenan en la guitarra, en cuyo cavo seno se estremece toda la poesía melancólica de los campos abiertos de las pampas. Cuando ya no tengan idioma, y el artificio haya corrompido la estrofa, entregarán desde las cordilleras poemas ricos de savia, con himnos majestuosos, como los conos y las rotondas, en líneas quebradas en el horizonte, cubierto de nieve.

-Tanta labor, murmuraba Eros, y tantas lágrimas derramadas, para que no les quedara sino el derecho de retirarse cada vez a morir más lejos.

-No lamentes esa suerte, porque las tumbas abiertas en la pampa yerma harán germinar más tarde las elegías, que los pueblos juveniles escribirán sobre la losa funeraria de estas sociedades fenecidas. Tendrán la dulce armonía y las palabras del idioma de nuestras tribus   —482→   primitivas y habrá en las escuelas historias de virginal poesía y cantos, y poemas, que narren a los venideros la odisea lúgubre de las generaciones envueltas en el ultraje de la conquista. Poco a poco saldrán, río afuera, los vocablos de esta hermosa habla castellana, madre de la imaginación sombría del Ingenioso Hidalgo -poeta inmortal con extravíos de genio- reina que fue de un mundo. Vendrá la naturaleza gigantesca de la comarca, con todos los esplendores y los sonidos de su magnificencia y las ternuras y las cóleras soberbias, a llenar de giros y modismos el lenguaje del espíritu nuevo, en estos pueblos. ¡Madre augusta, tu señorío ha concluido en estas playas!... Sus hijos alguna vez han manchado antaño la blanca vestimenta, y entristecido su rostro pálido, y los nietos de los nietos acompañan, con religiosa piedad, sus desmayos de moribunda con trinos y gorjeos de ruiseñores y llantos y venganzas de vientos quichuas y guaraníes.

Muere la naturaleza y empiezan las vastas hondonadas de los hornos y túmulos -en forma de pirámides truncadas- con troneras, donde se cuece y tuesta y endurece el barro. Las primeras casas de dos piezas y cerco de rojo ladrillo y puertas de pino de una sola hoja, aquí y   —483→   allá sin orden, entre áreas de tierra vacía, al lado de las calles cubiertas de un colchón de polvo.

-Estos son, decía Bohemio, los más virtuosos: salen con el saco al hombro en la madrugada, y trabajan de sol a sol, a construir la enorme ciudad enorme. Las mujeres asean la casa y hacen la comida y lavan en bateas ennegrecidas, flagelando la ropa retorcida contra sus bordes, mientras el agua turbia y azulada de jabón flota, por el empuje del brazo derecho, que se mueve y resbala rígido en rápidas sacudidas en la faena. Tienen hijos rubios y sonrosados, que corren y saltan: -la cara sucia y jaspeada de líneas cenicientas, detrás de las cuales se mueve y agita la sangre roja;- los brazos y los pies desnudos. Desafían la helada y se mueven intrépidos en los rayos ardientes, -ángeles llenos de vigor, de músculos robustos y con desazones salvajes de creadores de apellidos históricos para el porvenir... A la noche se sienta la familia en el comedor chico, al lado de la mesa de pino; el padre descansa; la madre remienda la ropa y los niños hacen palotes y leen la cartilla... y al rato ponen los antebrazos sobre la mesa y dejan caer los ojos cerrados y la cabeza lánguida y adormecida...

  —484→  

-Cuántas veces, exclamaba Eros, los he visto, de la mano con los hijos, entrar en la iglesia y arrodillarse, y he pensado en esa fría desventura que es la pobreza61 -la pobreza resignada que tiene plegarias.

-Estos son, replicó Bohemio, los que van a arrojar más tarde, río afuera, los apellidos enervados en la riqueza, satisfechos del renombre y de las hazañas de los abuelos -vidas estériles, extraviadas en la holganza de todas las perezas intelectuales y muertos al fin en el ciénago oscuro...

Seguían caminando: las casas más cerca, más tupidas; las manzanas enteras edificadas. Las casas altas y bajas, altas y bajas, lejos, lejos, en la calle larga, recta e interminable, revocadas y pintadas de todos colores. Líneas severas de arquitectura, como hechas deprisa, con toda la parsimonia sólida y cómoda, sin zarandajas ni estropajos de oropeles artísticos; chimeneas y una que otra cúpula de templo; árboles en fila a veces, y en el medio el adoquín chato, resbaladizo, con matices negruzcos y brillantes. La ciudad enorme, frenética de vida y de movimiento, cruzada, atropellada y ensordecida por carruajes y carros y bramidos de locomotoras, con columnas largas de humo negro y manso, y el lento vaivén de   —485→   sus palancas, el pecho negro, redondo y abierto, en actitud de devorar el camino. En medio de todo ese caos de ruidos, por las calles del damero interminable, líneas negras y apuradas, corriendo por las veredas confundidas, entrando y saliendo en los grupos que ralean y huyen y vuelven y se rehacen y gesticulan y sonríen y pasan rápidos como soldados en marcha. Aquí y allá, voces y diálogos por todas partes; gritos y protestas y conferencias sigilosas: -la ciudad, que en ese momento dormía, plateada en una de las aceras e iluminada por la luz tenue, difusa y débil de la luna que tiene manchas negras que se mueven en su seno, como si fueran fantasmas que no pudieran conciliar el sueño que da reposo. Caminaban despacio por la vereda de la sombra, como sobrecogidos por el silencio de aquel descanso de las multitudes en sus casas. Poco a poco fueron llegando a la gran plaza cuadrada -la pirámide en el centro. En ese momento descendía el astro de la noche a ocultarse; la oscuridad bajaba, y desvanecía los contornos netos de las cosas, y el gas, más vivo, llenaba de vagas claridades mortecinas el recinto... Se sentaron en las gradas de mármol de la Catedral: él tenía su sombrero de copa en la mano y ella con el guante lila   —486→   recogía sobre sus pies el vestido, que caía en pliegues largos y abandonados. Cerca el uno del otro, replegó en divina cabeza sobre el hombro de Bohemio. Miraban el Cabildo a la derecha, enhiesto e iracundo todavía, en su elocuencia secular de gritos y estremecimientos de pueblos; la casa de los virreyes a la izquierda, y el templo, azotando lejos su cuadrado de sombras y melodías calladas y cantinelas de letanías murmuradas por un coro invisible de sacerdotes allí escondidos. En el fondo, el río negro, bramando entre las toscas sus canciones eternas, y sobre sus cabezas juveniles el cielo azul profundo, tachonado de estrellas fúlgidas y maravillosas. Estaban solos y sin sollozos cayeron dos lágrimas de los ojos de Eros: ¡alma exquisita que has encontrado la forma para saludar tanta gloria! Decía cosas que parecían plegarias en frases patéticas y enternecedoras -en voz baja- como si se contara a sí misma sus amores y sus sueños...

-¡Oh mi patria, numen de mi inteligencia, cómo siento en el corazón toda la intensa poesía de tus glorias muertas!... ¡Mis hermanos vagan por allí, porque han enriquecido con su sangre tu pecho de mármol, y mis padres, envueltos en la sombra confusa de sus larvas heroicas,   —487→   todavía caminan hacia las cumbres cubiertas de nieve secular!... ¡Oh sauces, cielo y río, que yo amo y tenéis frescuras que mitigan la sed y el calor, proteged las urnas que honran nuestra historia, vientos impetuosos perfumados con las fragancias de los trebolares de la pampa!... ¡Yo quisiera morir también para que mi espíritu acompañara esas sombras adoradas!...

-No, Eros; tú no debes decir la funesta palabra, porque esos que tú ves allí dormir a los cuatro vientos son los trabajadores prodigiosos. Están encargados del porvenir y en el fondo de la fatiga y de la congoja sublime está la esperanza y el empuje sobrehumano de la voluntad colectiva hacia las cosas eternas. Los individuos pueden caer marchitos en todos los derroches, dispersar los átomos de su cuerpo, concebir en la demencia todos los anonadamientos del no ser, pero las síntesis no mueren, porque sus monumentos están levantados sobre poemas de dolor y de sacrificios. Hay muertos que velan desde sus sepulcros desolados la marcha heroica del pueblo y recuerdos de indomable denuedo que lo confortan en la hora triste de sus desmayos. Hay epopeyas que las naciones cantan siempre en la aurora inmortal de su existencia   —488→   que tienen versos de granito y sonoridades de bronce. Esas no mueren, porque el tiempo, ese viejo huraño y largo, de carnes enjutas y secas, las va entregando a las generaciones sucesivas con su mano gigantesca...

-Sí, gritó Eros, con la vista extraviada en el espacio, como si viera a su pueblo, cargado de todos los honores, el primero en la marcha triunfal de las muchedumbres hacia el cielo. Sí, repitió, levantando los brazos, porque Dios que sintetiza el alma del universo no muere y la patria que yo amo es la hija predilecta de sus cariños y le ha robado el corazón...

Arrodillados sobre las gradas de la Catedral en la infinita soledad de aquella noche, se abrazaron, como si aquel fuera el último y moribundo adiós. Tenían miedo de estar allí solos, en medio de la sombría magnificencia de aquella plaza, al lado de las columnas amarillentas del templo, altísimas en su enorme circunferencia. Les parecía sentir los ruidos suaves con que suelen moverse las apariciones de las tinieblas, magos con paludamentos de terciopelo negro hasta el suelo y multitud de estrellas brillantes de plata y hadas fantásticas de blanco vestidas y conos lilas en la cabeza. Se acercaban a ellos con negros crespones en la cara   —489→   y extendían los brazos para separarlos y tenían crujidos secos y sordos castañeteos en sus movimientos rítmicos y felinos. Son los dioses de la noche, que vagan siempre, y cuidan aquellas memorias inmaculadas, y alejan el pie profano...

Eros, pálida y fría, y Bohemio sosteniendo su delgada cintura, sintieron poco a poco alejarse los rumores del río y perderse las líneas de la casa de los Virreyes y transformarse en una nube oscura la iglesia y el rectángulo del Cabildo. Entraron en el claroscuro de las calles interminables, entre las casas altas y bajas, altas y bajas, lejos, lejos, y llegaron a las afueras entre la brisa perfumada y fresca... Eros caminaba despacio, con su cuerpo doblado y su cabeza caída sobre el hombro de Bohemio, cada vez más pesada... y fue haciendo más lentos y cortos los pasos... hasta que se detuvo y se quedó dormida... Bohemio la cargó suavemente, con la religión de amor, como se hace con los niños que se adoran... y los brazos de Eros cayeron blandos y sin vida a lo largo de su dorso, y sus cabellos de oro sueltos flotaban en mansas ondulaciones, y su rostro pálido se movía en el andar de Bohemio, como en una cuna apacible... mientras pasaban al lado de cercos de   —490→   moras y de higos de tunas y se oía ladridos lejanos de perros y los ecos armoniosos y puros de las cántigas vascongadas. Llegó a la casa de Eros, y en el comedor, sobre el sofá tapizado de crin negra, la acostó... en las primeras claridades de la aurora, que entraban por las ventanas abiertas, al lado de su arpa... Dormía la delicada criatura, frágil y amable, con tanta paz angelical en toda su persona, y con tan dulce y divino abandono que Bohemio se arrodilló, para velar su sueño en silencio, y los pájaros llenaron de arrullos la celestial vivienda...




ArribaAbajoPallida Mors!...

Despertó tarde en el silencio del sol del mediodía y miró. Bohemio, de rodillas, había dejado caer su cabeza, las manos entrelazadas, colgando: él también dormía, pero inquieto como si escuchara en su sueño voces de zozobras lejanas. Se acercó sin hacer rumor y le   —491→   besó el cabello. Era su persona serena y blanca, la cara con luz en la mejilla, los rayos de oro del sol en el cabello largo y lacio... Apoyada largo rato la mano en el respaldo del sofá, contemplaba el corazón generoso e intrépido de Bohemio y su imaginación sombría y enfermiza. Tuvo miedo de los desmayos que agitan y deprimen los grandes espíritus, en la soledad tenebrosa del alma atormentada en el desierto del mundo, para más tarde, cuando ella ya no fuera sino un recuerdo doloroso de amor vagando por la casa. A esa hora, la hora de la siesta, la calle arde y las casas se llenan de oscuridades y de silencio; las cigarras cantan su atropellada y barullera canción; los pájaros pían sin gorjeos debajo de las hojas, la lagartija sale al camino moviendo aquí y allá su verde cabeza, mientras las moscas se guarecen en los rincones y desde allí zumban e invitan al reposo con los murmullos de sus alitas transparentes que se chocan... Cerró Eros las ventanas y las celosías y, sentada al lado de su arpa, movía la efigie celestial y triste y su mano fue deslizándose sobre las cuerdas amarillas...

Sonaban las notas en las medias tintas de los cuartos tranquilos llevando, en trinos, arpegios y rítmicas cadencias, aires de melancólica dulzura,   —492→   como si fueran cantando amores de pájaros, susurros de plegarias y tristezas de los tiempos viejos. Había en la música sonoridades heroicas y vagaban entre sus cuerdas figuras gloriosas, llevando ramos de encina en triunfo; y diálogos ingenuos y deliciosos, como si los dijeran esos niños que se sientan de noche en el cordón de la vereda, atónitos en el espectáculo prodigioso de los astros... Recordaba Eros de los padres muertos: los viejos guerreros, durmiendo en el sepulcro, al lado de sus espadas de honor, y los días juveniles de las madres, sentadas en su dormitorio, haciendo hilas de un trapo blanco y poniéndolas como montoncitos de nieve sobre papel de seda. La veía asomarse al balcón, a espiar los tañidos de los clarines de la calle, y caminar por los cuartos, el oído atento para ver si llegaba... Las madres les enseñaban a rezar y los hermanos, repetían todas las noches la plegaria... Ave María, llena de gracia... ¡protege la vida de los que van a morir por la patria, la vida de nuestro padre, y devuélvelo a nosotros!... La casa está triste, porque falta el ángel que la defiende, y aquí están, si es necesario, nuestras vidas, para ti, en holocausto... Ave María, llena de gracia, el Señor es contigo... Tú que das a la ratona una tapera derruida,   —493→   con un zarzal de moras para cobijar sus nidos, ofrece a nuestro padre un techo entre las nieves para que tenga calor en su reposo... Piense que estamos buenos y le esperamos y todos los días besamos su retrato... Tenga alegrías en el corazón, y esperanzas, y si mueres ¡oh padre! Sombra bendecida, fantasma de inconsolable amor, de rodillas temblarán tus hijos sobre el sepulcro y seguirán tus huellas... Ave María, llena de gracia, bendita tú eres... Después se apagaba poco a poco el sonido, como si cesaran los ruidos de la casa y las madres acostaban los niños a dormir, y había roces leves de frazadas que caían sobre sus cuerpos en las noches de invierno e ímpetus de amor y abrazos y besos. Y ellas volvían después a sacar con el índice y el pulgar las hilas finas y blancas para hacer montoncitos sobre papel de seda, mientras la vela de sebo iluminaba débilmente el dormitorio y la lechuza graznaba acurrucada en el techo la siniestra profecía. En ciertos momentos la música adquiría un movimiento solemne; ya no eran cuadros ni recuerdos, sino como pueblos de sacerdotes en marcha que arrojaran los problemas del porvenir para la razón serena, que tiene las intuiciones y las clarovidencias atrevidas para concluir   —494→   muriendo la melodía en un giro afectuoso de amor.

Allí, en esas últimas notas, estaba escrito el gran poema que iba a terminar... Con los brazos caídos, como si quisiera completar todas aquellas cosas indefinidas, Eros murmuraba: ¡Dios mío! ¿Por qué cuando uno muere no muere solo y deja gérmenes letales que van bebiendo los que están cerca en las angustias del dolor?... ¿por qué lloran cuando uno se va, sí es tan lindo irse a vivir a una casa mejor?...

Él oyó las últimas palabras y, levantándose dijo:

-Yo he sido por ti redimido y quiero que vivas...

-Los redentores mueren siempre, contestó ella. Se adelantan a los tiempos, crean el futuro y la muchedumbre vulgar extraña y acomete los nuevos propósitos y los lapida.

-No importa: tú eres la belleza suprema, yo te siento inmortal en mi corazón...

-No sabes: yo tengo el alma de la Eros griega: visito un momento el espíritu del hombre en las horas juveniles y me voy para volver, como las estaciones, y llenar otra vez el corazón de sus hijos de loa esplendores de la pasión, y mientras haya criaturas desvanecidas   —495→   en el ensueño de amor delicioso y profundo -por los siglos- yo estaré.

-No: tú no morirás, dijo Bohemio con voz ronca.

-Y los hijos, continuaba ella dulce y fría, dejan siquiera morir en paz a los que son como los ángeles, delicados y amables.

Esa voz ronca, ese nudo de la garganta, esa carraspera que arañaba el pecho hondo de Bohemio, estalló... fueron las notas de las soledades lúgubres del naufragio y los silencios de las cosas muertas después de la batalla... estalló en sollozos, en sacudidas formidables, en ayes y quejidos lastimeros y prolongados, que resonaban en el recinto con tropeles de tempestad y redobles secos y sordos de cajas que marchan a la funerala... Eran los gritos de la entereza varonil quebrada, sus cóleras hechas pedazos y su soberbia... Ella iba a morir -aquel único y espléndido amor, aquella divina Eros, que había inspirado todos sus cantos y que llenó un momento su casa de anacoreta con todas las eflorescencias y las esperanzas de la vida... Él volverá a su covacha como un perro sarnoso que se queda solo y huye y se agrupa en el rincón, hasta que ya no fuera sino una huesa, con un montón de trapos corroídos y larvas quebradizas y   —496→   redondas y negras, y millares de gusanos muertos... Al fin el hacha de la leñadora siniestra, que tiene las órbitas excavadas y blancas y el cráneo desnudo, iba a derribar la encina vigorosa...

-Yo he sido cruel contigo, empezó Eros, yo no he debido decirte las cosas que lastiman el espíritu...

Él movió la cabeza sin hablar y sin llorar.

-Tú eres bueno, has sostenido mi orfandad, has defendido mi inocencia y mi candor. Yo te amo y me inclino en tu presencia, generoso caballero; abre tus brazos, porque ya siento que el corazón se va en el último desmayo...

Él movió la cabeza sin hablar y sin llorar.

-De todas maneras, yo no lo deseo... pero está escrito... mi cuerpo tiene la urdimbre del cristal frágil y no resiste el ímpetu de la pasión; sus fragmentos se van...

-Se van, murmuró Bohemio, con el ojo helado y resuelto...

-Yo quisiera morir aquí, sostenida mi cintura por tu brazo robusto, teniendo mi cabellera por almohada, para que tú me cierres los ojos...

-Puedes morir, yo te llevaré conmigo.

-Allí en la selva, al lado de los cedros, que   —497→   han visto la inocencia de mis juegos infantiles, de donde asomaba mi cabeza en la mañana para ver tu casa.

-Puedes morir...

-Donde por primera vez contemplamos la misma estrella brillante y nuestras almas se abrazaron en el éter sutil y tranquilo...

-Puedes morir, yo te llevaré conmigo...

-Al pie del cedro, cava mi sepulcro, Bohemio, debajo de esas violetas, porque yo quiero que los pájaros acompañen mi sueño eterno con sus cantos y las gotas de oro del sol rodeen como una guirnalda mi frente pálida de muerta...

-Nunca, contestó él, la mano extendida y el dorso arriba, nunca. Mal de tu grado, yo te llevaré lejos, cuando tu cuerpo ya no sea sino una filigrana, atravesada sobre la cruz de mi caballo alazán, inclinado adelante, a media rienda, muy lejos donde el sol deslumbrador se pone y deja puntos negros en los ojos que se ven por todas partes...

-Yo tendré miedo de esa infinita y dilatada soledad de las pampas... entiérrame aquí donde han muerto mis padres.

-¡No! ¡Eros! Allí también hay pájaros que caminan agachados entre la lujuriosa vegetación rastrera y vuelan de mata en mata   —498→   y águilas soberbias en la altura y cóndores que se paran en la roca negra en el horizonte a mirar... y pastizales llenos de perfumes, y jardines de flores silvestres y bosques altísimos de paja y de cortaderas y primaveras que hacen estallar el prodigio de la vida agreste en la inmensa sábana verde, que termina en la línea neta del cielo azul que se derrumba a pique... porque la casa de tus padres va a desaparecer ardiendo, agregó Bohemio con ademán sombrío... Allá lejos hay extensos cañadones donde crecen los juncales que tienen pájaros negros que se columpian en la punta, donde hay penumbras apacibles, zonas tiernas de pasto y deliciosas frescuras. De allí veremos asomarse en grupos los guanacos que miran con ojos grandes y curiosos.

-Dios mío, interrumpió Eros, allí estaremos los dos entonces en el silencio de aquella gran tristeza, en la calma imperturbable de los campos yermos... ¡Si tú quieres así sea!...

Bohemio sintió una onda de ternura derramarse en lágrimas por sus mejillas y, mirándola en los ojos, y sacudiendo la soberbia y renegrida cabeza, habló las frases enternecedoras de todas las alegrías: dulce piedad mía,   —499→   gratitud de mi corazón, tú vienes y me acompañas lejos de estos sitios de dolor...

-Yo soy tuya en la vida y en la muerte; háblame...

Cerca de la ventana abierta se abrazaron en el Sol moribundo, mientras Eros le repite al oído: háblame, porque quiero oír tu voz hasta morir.

-Allá lejos, susurraba Bohemio, hay sábanas que terminan en el horizonte, blancas y gruesas de nieve en las madrugadas serenas de invierno, y lagunas cristalinas, cruzadas por el lento nadar de los patos y aves de todos colores que descansan en bandadas en las orillas, en la hora de la siesta ardiente, mientras los teros, centinelas aviesos del desierto, chillan, saltan levantando las alas y la naturaleza duerme como muerta en la profunda quietud de los rayos de luz... Hay tardes en que el Sol cae chisporroteando luz y colores de ópalo y la meditación divaga en todos los fantaseos del recuerdo, viendo al glorioso vagabundo que se va hundiendo detrás del confín de la pampa verde.

-¡Oh! ¡Los panoramas estupendos! Balbuceaba Eros, casi desmayada entre sus brazos, cómo me alegro haber vivido... yo llevaré en mi corazón estas estrofas... pronto, Bohemio, dime, dime todas las cosas.

  —500→  

-A esa hora se ven pasar en líneas oblicuas aves negras; la pampa se estremece, el tigre sale bramando del pajonal con ecos funerarios y las crestas de los pastos tiemblan en la suave ondulación de la brisa. Una estrella que asoma y se va, otra y otra, aquí, allá, por todas partes, como si fueran nimbos de luz que se hicieran pedazos en el espacio y la sombra arriba, y más arriba extendiéndose en enormes círculos, señora por fin de aquel mundo inconmensurable, clareado con penumbras de astros lejanos en el cielo oscuro con raudo pasar de meteoros en surcos luminosos y rápidos de arriba abajo... ¡Oh! Almas en pena, peregrinas de la noche solitaria, que tendéis el vuelo, buscando caricias y amores, ¡yo también busco para esta dulce piedad de mi alma un rincón delicioso en la comarca!...

Hay en la noche fulgores rojos de incendio en el horizonte, chatos y anchos, y llamaradas veloces en desenfrenada carrera, que traen en su seno todos los rugidos del huracán que se acerca. Hay chasquidos y choques de pajarracos ciclópeos que se atropellan en la humareda densa y renegrida en remolinos despavoridos y tropeles y pataleos formidables de animales que cruzan como espectros la lúgubre hoguera abierta. Hay huidas de leones que se arrastran   —501→   y sangran en la furia desesperada y loca, y el bagual en el centro, dominando la escena de terror, síntesis de todas las energías libres y salvajes, azotando en la hornaza el cuerpo bellaco, el pescuezo entre las manos, las crines de luz al viento, llenas de frenesíes en fuga, el ojo torvo abovedado y frío de piedra. Ni un solo hombre en la pampa, y mientras en las gargantas de las cordilleras suena el casco del potro del indio que se va, yo llego al paso de mi caballo alazán con mi cariño en la cruz, para enterrarlo en el limo de los juncales sombríos y frescos, en medio del espectáculo de toda esta infinita grandeza superada solamente por la divina criatura en la solemne y tranquila sublimidad de la muerte. ¡¡Así sea!!

Entonces entraron por la ventana a millares y cayeron las hojas secas y amarillas y las flores desprendidas de sus gajos y Eros transfigurada, sombrío fantasma -estática en el cielo y en el sol- cayó de sus brazos para acostarse y morir sobre el sepulcro marchito. Bohemio la vistió con su traje blanco de raso con festones de azahares y zapatitos con hebillas de plata, envuelto el cuerpo rígido -largo a largo- en el tul transparente de las novias. Dormía... Su almohada fueron las ondas voluminosas de su cabellera rubia, y las hebras de   —502→   oro del sol rodearon como una diadema su frente pálida de muerta.

*  *  *

Así Eros ha muerto, como los pétalos de la rosa que tiene color de esmalte y caen en la mañana sobre la tierra negra y húmeda, con puntos cenicientos y marchitos y grietas a lo largo... ¡Oh! No busques sus aromas, alegre peregrino, que pides a las flores deleites, color y fragancia; ¡ya se han ido corriendo con la brisa lejos a dar vida y esencia al seno de esmalte de otros pétalos! Así Eros ha muerto como la paloma moribunda que ha caído con las alas extendidas al patio de su nido de amores, la paloma que tiene ojos negros y tristes... ¡Oh niño! Que has construido tu palomar de madera con cuatro pequeños cuartos y entradas en semicírculo, no llores su muerte... ya se ha ido su alma volando blanca como el armiño en busca de otros senos tibios... Así Eros -como la onda de luz que da color al prado y se va, y los arpegios armoniosos que suscitan los ecos gemebundos y se dispersan lejos hacia el horizonte, así Eros iluminó un instante la casa de Bohemio y trasmigró átomo por átomo hacia las estrellas.   —503→   Pero ella vuelve siempre porque es inmortal y entra en la última noche de la novia azorada con su cuerpo alto y extraño de alabastro y coloca blondas y azahares al traje blanco y largo de raso, abandonado sobre el sofá... Blanca mariposa cansada temprano de volar en el prado, ha dejado su color sobre flores y yerbas antes de acostar su cuerpo pálido y morir...

¡Niñas que tenéis veinte años, llenas de gentileza y que salís en la primavera del sol porque estáis de novias, con sombreros de paja blanca, de alas caídas y apretadas contra la mejilla por el barbijo de terciopelo negro! Eros ha muerto, que es la síntesis sublime del mundo de amor que ilumina vuestro semblante y el ensueño que agita a todas horas el mar incierto y misterioso de la nueva vida que os espera. Eros va cantando sobre la tierra, la ternura inefable de las llores secas y de los relicarios regalados y guardados en los roperos, y repite todavía con párrafos inmortales las modulaciones de la palabra, que tiembla de amor... Han venido las niñas que yo he llamado con lágrimas en los ojos y alegrías suavísimas y piadosas; se arrodillan sobre su sepulcro, trayendo flores en homenaje... Le cuentan los martirios del alma enamorada, hechos de recuerdos y de esperanzas   —504→   y algunas, con el rostro mustio, las torturas de la pasión no correspondida con las perspectivas sombrías de la muerte... ¿Por qué habrá algunas veces urnas de pórfido jaspeadas de puntos blancos, donde yacen las cenizas prematuras y por qué terminan así en el lúgubre ritornelo del sepulcro los cariñosos poemas?

Bohemio incendió la casa de Eros Paradisíaca. Viose en la noche fulgurar dentro del comedor un hachón de fuego con brillazones amarillas que arrojaba relámpagos a la calle y pasó volando. Al rato olor a humo como el que traen lejanas quemazones y otra vez rápido el reguero de chispas y llamas que iluminó las cuerdas del arpa y en la calle fueron reventando chorros de fuego y zonas de tinieblas a medida que el hachón iba corriendo a saltos, furioso, de cuarto en cuarto, llevado por él con ojos terribles y alborotado y negro cabello. Enseguida salió corriendo el enorme mechero de fuego echando atrás horizontales las greñas amarillas y Bohemio con el rostro pavoroso atravesó en fuga la calle. Llevaba el cuerpo muerto de Eros con su vestido blanco y largo de cola, mientras la cabeza llena de esplendor se bamboleaba en la carrera y el cabello barría adelante el suelo. Bohemio había   —505→   hecho un arco con su brazo izquierdo y la sostenía de la cintura mientras caían aquí y allá llores de azahares que saltaban en el camino. Entró a su casa y otra vez rompieron de las ventanas y puertas haces luminosos y rapidísimos y se veían cuadros y estatuas y libros centellear en la luz y pasar... tinieblas y fuego atrás, atrás hasta el fondo en que se alzaba todavía la tea en la mano satánica de Bohemio, mientras una columna de humo negro salía de cada mansión en globos densos y sucesivos, empinándose de las chimeneas, azotándose afuera de la puerta y detrás de los vidrios, entre los tupidos y oscuros cortinajes se veían las llamas rojizas confundidas con las sombras revolverse en nubarrones de tormenta. Al rato se dispersó el humo y el fuego dentro de las casas en lenguas agitadas, víboras, penachos y conos serpeando, lamiendo, volando incineraba cortinas y cuadros con llamaradas ligeras y acometía los muebles que desaparecían castañeteando en la hoguera de infierno. Crujían las puertas, rechinaban las ventanas y los vidrios hechos añicos y había chirridos y retumbamientos de objetos que caían y ruidos de fracturas colosales y desesperaciones de llamaradas atropellando anhelantes el espacio abierto, y conglomerados de chispas desatadas de la hornaza volando a todos   —506→   los vientos con rabias satánicas de destrucción y de muerte. Había torrentes de fuego con reverberaciones prodigiosas reventando por todas las junturas y los agujeros de los edificios, echando la deslumbrante luminaria hasta el horizonte rojizo y en la enorme claridad difusa las casas y los árboles destacaban sus figuras con contornos de estereotipia. Había de cuando en cuando exasperaciones lúgubres del incendio, temblando la atmósfera en el horror aquel y estampidos y sordos reboatos y las llamas presas de todas las locuras del furor habían transformado las mansiones en dos orbes de fuego... Y se vieron los techos levantarse y caer, levantarse y caer como sacudidos por un ciclón lleno de alaridos y las paredes con anchas grietas tenían todas las bruscas oscilaciones de un péndulo maldito, hasta que se hizo un rimbombo fragoroso y prolongado y los techos se derrumbaron sonando y saltando por el pavimento. El incendio achatado huyó y se produjo en rededor una espantosa negrura de sepulcro. Una humareda densa y acre se extendió en círculos en el ambiente y las llamas poco a poco empezaron a filtrar culebreando a través del escombro, un maremágnum de tirantes destrozados y chapas de zinc, brotando   —507→   cenizas, carbones y fuego. Eran las mismas lenguas, conos y penachos, que reiniciaban el incendio, mientras las paredes resquebrajadas con hundimientos y combas ennegrecidas sostenían fragmentos de tirantes como muñones escarlatas y en medio de la zambra salvaje de ruidos se oía de cuando en cuando el relinchar agudo del alazán que se movía despacio hacia la pampa. Bohemio lo montaba, aperado como en los grandes días, llevando el cadáver de Eros Paradisíaca atravesado en la cruz y en las últimas luces del incendio fueron desapareciendo poco a poco la línea blanca de su traje de raso, la celestial efigie mirando al cielo y la onda voluminosa de su cabellera rubia, que pasaba deslizándose en silencio, rozando los pastos.

Allá en el horizonte, Bohemio dio vuelta, levantando la mano, como si ese fuera el dulcísimo y último adiós a ese nido desaparecido de sus idilios de amor.




ArribaAbajo¡Epopeya!

Había pasado Bohemio a través de la planicie solitaria, mirando a lo lejos alzarse con turbiones de tierra el tropel de los baguales y   —508→   levantarse manadas del avestruz zancudo y precipitarse huyendo las gamas, y el cuerpo muerto de Eros Paradisíaca descansó más de una vez al lado de las frescuras de la cristalina laguna. Ya se habían perdido los matorrales del pastizal exuberante y las arenas desiertas y movedizas aplanaban la superficie blanca y ardiente en las reverberaciones de los rayos de luz. Entró en las auroras esplendentes y corrió debajo del incendio del sol en la siesta reseca y las oscuridades de la noche infinita de las Pampas acompañaban la tenebrosa silueta del alazán... Llegó al fin a las selvas vírgenes de caldenes altísimos, que arrojan sobre la verde alfombra las sombras eternas, y ocultan los amores de familias innumerables de pájaros y resuenan en la lóbrega lontananza del brutal epitalamio de los leones. Poco a poco los átomos del cuerpo divino de Eros se fueron desvaneciendo y se hizo toda ella una transparente filigrana de oro, donde los ruidos de las interminables soledades y los murmullos del enmarañado boscaje, trepidante62 todo y sombrío en el tripudio estival se trocaban en acordes y ritmos y melodías prolongadas y lastimeras, que sonaban narrando la leyenda épica de la lucha secular y bárbara... Estallaban alaridos salvajes y el lejano   —509→   rimbombo de los corceles en la furia de la carrera, sacudiendo con saltos de terremoto la entraña de la tierra... Eran las invasiones, era el rugido de la matanza que llevaba en su seno estrépitos de incendio y bramidos de tormentas, de esas que desgajan y asolan la naturaleza y la noche, volteando con todo el cielo negro y vertiginoso, arrojada como tapa de sepulcro sobre los ranchos despavoridos y mujeres en fuga, arrastradas de las greñas hasta la cruz del potro galopante precipitadamente. Y brillar de lanzas con recios y rápidos chispazos homicidas, mientras la llamarada cunde y abrasa las habitaciones maltrechas y las moharras fulguran rojas de sangre y la verde campiña se transforma en una abigarrada mezcla de yerbas arrancadas y negra polvareda. Después redoblan las cajas, broncan los cañones, se parte el aire de chasquidos y latigazos, el pst, pst, pst de la fusilería y más lejos resuenan en el ambiente los relinchos y el mugir largo, angustioso e interminable de la hacienda polícroma en marcha hacia la cordillera...

-Cuántas veces, dijo Bohemio, esos mismos defendieron en lo más abrupto de las gargantas la integridad del territorio, esos que han sembrado la Pampa, trecho a trecho, de sus   —510→   huesos blancos... ¿Quién ha tenido la culpa de la desaparición horrenda de esa temeraria raza de bravos?

-Ustedes, contestó una voz detrás de él y vio Bohemio un indio de gallarda persona y color cobrizo, que se arrastraba serpeando entre los caldenes.

-¿Quién eres tú? ¿Qué haces? ¿Eres acaso el genio que guarda las divinidades de la selva?

-Yo soy Pincencurá, rey moribundo de las Pampas, alma heroica e indomable de todas las resistencias.

-¿Y esas cicatrices que te cruzan como líneas de nácar el rostro y el pecho generoso?

-En los báratros de la montaña, repuso el indio, eran las batallas de sangre para defender los pasos y cuidar vuestras casas y familias. Los enemigos caían de los senderos a despedazarse en los conos agudos de las rocas y las heridas que nos abrían en el combate, las endulzaba el rocío de la noche y las secaba el sol de la tierra natal victoriosa. Pero estas otras que tú ves aquí y que todavía destilan sangre, son las que nos infieren los hermanos y esas no se cicatrizan nunca.

Del otro lado de las cordilleras están todavía las tribus, cuyos hijos rodaron más de una vez en las derrotas de muerte y ellos saben que   —511→   ya no suena el casco del bridón, y no llega blandiendo la lanza de guerra el indio argentino. Han podido, cristianos, distribuir a lo largo un pueblo de guerreros, como baluarte heroico e invencible y prefirieron dejar un reguero de muertos y no es así como se defienden y se hacen inmortales las comarcas.

-Y las invasiones, gritó Bohemio, y el criminal depredar de ustedes y las lágrimas del cautiverio hasta la muerte.

-No contesto eso, replicó el indio. Han debido enseñarnos, con el ejemplo, que es arma cobarde la represalia... pero han sido lógicos: han llevado a la conquista las mismas ideas de destrucción de hace cuatro siglos, han pasado arrasando y sepultando todo bajo los escombros y la yerba estropeada y hundida en el piso por el rodar de los cañones -esa que después que pasan se irgue un poco para mirar el cielo y morir- ya no ha resurgido en las praderas dilatadas, como no se han desplegado al sol las maravillas de las civilizaciones fenecidas. Han podido educar: darnos el corazón de hierro de vuestra raza y nosotros enriqueceros la sangre con la pureza de los vientos de la montaña y la inteligencia de los virginales cánticos de nuestro idioma incontaminado.   —512→   Han preferido matar, eso era más fácil... Así sea.

-Indio, interrumpió Bohemio, no te consintiera yo el sarcasmo para las glorias inmaculadas de mi pueblo, a no ser tu miserable condición y la reverencia por estos despojos piadosos.

-Ya lo sé: puedes continuar la obra de tus antepasados, porque yo soy el vencido moribundo, continuó el indio, sacudiendo la melena rígida como sus dardos... Pero cuando yo velaba armado y corría en la noche a través de las crestas de las montañas en la salvaje y robusta libertad, no se sentían, como ahora, voces y no había ronquidos extranjeros sonando en nuestros valles.

-Tú insultas, Pincen, con lengua malvada y blasfema.

-No. Yo afirmo. Mientras ustedes viven en las ciudades y en los campos, en los sordos temblores de la conspiración y desgarran la gloriosa vestimenta de la gran patria, mientras se saturan de oro y de molicie, ellos con el cuerpo estirado, aferrados de roca, en roca, van trepando la altura y yo he oído ruido de cadenas largas que ellos llevan corriendo, al hombro, inclinados adelante para medir nuestro   —513→   territorio, las mismas con que piensan mañana comprimir vuestras muñecas.

-Tú has visto eso, rugió Bohemio, levantando la daga brillante al cielo y mesándose con la izquierda el renegrido cabello y la mirada torva.

-Yo lo afirmo. No se miente cuando la muerte extiende sus dedos largos de hueso y nos araña el pecho hondo. He oído chirridos y chisporroteos de fraguas y martilleos agudos y recios de esos que trastornan el cráneo, preparando las armas de la guerra y agazapado como el cóndor detrás de los picachos; he visto las hileras de los batallones renegridos, entrando en el silencio esquivo de los desfiladeros.

-¿Tú has visto eso y no has muerto en la pelea, rey degenerado de las pampas?

-Antes más de una vez, contestó el indio entristecido, cruces con ellos hice y la lanza larga que les pasaba el pecho y levantados tan alto en el feroz cimbronazo en la carrera, los aventaba en el vano sangriento de los precipicios y los veía caer brincando con los borbotones del torrente espumoso hasta el abismo, hechos pedazos en las breñas y desprendidos sus miembros... Pero ahora... y le saltaba al indio la voz sollozante dentro de la garganta:   —514→   ¿cómo quieres que busque la pelea con este mi cuerpo envejecido que lánguidamente arrastro y con este brazo que ya tiene los adormecimientos de la muerte? Allí está mi lanza, mírala... ¡la vieja lanza gloriosa del rey moribundo, compañera de las hazañas temerarias! Está apoyada en la bifurcación de ese caldén secular y echa hacia nosotros la punta aguda y oscura, como si esperase que otra vez la agitara la mano del guerrero indomable. Ha perdido el brillo que arrojaba chispazos en el combate y tiene el color de la herrumbre rojiza, como si en la estupefacción del abandono reflejara todavía destellos de sangre. ¡Pobre mi lanza! ¡Compañera intrépida de los varoniles años, alma del indio nómada y libre! Tus hermanos de acá arrojaron sobre tu renombre la sordomudez de los esclavos... ese es tu galardón, ¡oh exterminio del extranjero que entraba violando la santidad inmaculada del territorio! Has llegado cansada del ciclo de los inmortales heroísmos y has buscado como tu dueño para desaparecer la maraña salvaje de estos caldenes. Tu sepulcro y el mío están más adentro, allá en el fondo más oscuro de la selva, donde las ramas de la arboleda se trenzan con los zarzales y las enredaderas que surgen del suelo, y donde no se oyen sino   —515→   los zumbidos de las águilas en bandadas. ¡A paso lento llevaré allí mi cuerpo para morir contigo, mi vieja lanza de guerra! ¡Para que los leones acompañen con sus rugidos la marcha de los átomos hacia la eternidad y no sientan nuestras larvas nunca, el paso de huestes extranjeras!

Bohemio sintió adentro toda la sinfonía dolorosa de aquellas palabras y se desplegaron ante sus ojos negros los cantos de la inmortal epopeya. Pensó en aquella alma excelsa de filósofo y de profeta, herida en la entraña de sus cariños por el hierro de los hermanos y lo vio toda su vida: vagar así mismo por las estrechas y pedregosas calles, encorvado aquí y allá por todas partes con garra y saltos de pantera y fulminaciones de venganzas. Inclinó la frente, tendiendo al indio la mano amiga y sintió que su respirar le sacudía la mejilla y vio en sus pupilas dilatadas el reflejo tenebroso del boscaje sombrío.

-Si te he ofendido con la verdad -empezó lentamente el indio- estrechando la mano delicada de Bohemio, sírvame de excusa el amor a la tierra natal.

-Yo te ofrezco mi amistad, rey glorioso de las pampas, porque tu vida ha sido una áspera   —516→   y larga odisea. Así encuentres bálsamo que mitigue el dolor de tus heridas.

-¡Uno solamente, cristiano!

Escucha esta última revelación. Yo me deslicé muchas veces en la noche con resbalar de culebra entre los desfiladeros, irguiéndome por encima de las rocas, y escondido en los valles rumorosos al lado del torrente y los he visto correrse al norte con misterioso sigilo para hacer a tu pueblo el cinturón de hierro.

-¿Qué es eso? Indio, dijo Bohemio dando un paso adelante.

-¿Tú no sabes entonces? Hay muchos que acechan hace tiempo la maravillosa y enriquecida comarca.

-¿Otros todavía?

-Sí... y ellos han pactado vuestro exterminio en tenebrosos conciliábulos y mandan para esos otros bayonetas y cañones.

Ese es el cinturón de hierro... y ya han descendido de la falda de la montaña a nuestros valles y a la llanura, y apacentan rebaños hasta que suene la hora propicia y los pastores se truequen en guerreros feroces...

-¿Y dónde están? Rugió Bohemio.

-¡Al Sud! ¡Al Sud! Por donde entraban antes, indicó el indio y es necesario que surjan   —517→   fortalezas defendiendo esos pasos y se aglomeren allí soldados y vituallas y se abran rápidos caminos... ¡y si tú vuelves, cristiano! Lleva el adiós supremo del indio para aquel pueblo grande por la nativa índole hidalga, incauto a veces en el prodigio de sus generosos ímpetus. ¡Adiós a mis montañas, cuyo dilatado manto de sombras cobija los amores y los nidos de los cóndores y a los torrentes que bajan saturados de las fragancias de sus primaveras y a las pampas bulliciosas en otros tiempos de las tolderías donde descansaban las tribus heroicas!

Los dos se abrazaron en aquel silencio, mientras la filigrana de oro, cubierta del ropaje de raso blanco, los miraba rígida sobre la maleza rastrera.

Pincencurá levantó su vieja lanza de guerra y con el brazo derecho en arco sostenía los pies calzados con zapatos con hebillas de plata, mientras Bohemio había hecho con sus dos palmas un suavísimo almohadón, que sostenía el dorso de la divina Eros, inclinada la cabeza a un lado y la flotante y sedosa cabellera. Marcharon así un gran rato entre las penumbras, debajo del palio acariciante formado por ramas y hojas en tupidas enredaderas de largos festones y se oían los pasos repetidos   —518→   por los ecos de la selva y el chirriar de las águilas y el bramido lejano y rumoroso de los leones. Llegaron al fresco juncal, en lo más hondo del boscaje, debajo de la oscuridad cavernosa, producida por las enmarañadas y tupidas copas de la arboleda opulenta y cavaron la huesa larga, sobre la cual se inclinan los tallos verdes y flexibles, al lado de un hilo de agua traslúcida, serpentina en su faja de plata y sonante el eterno y delicioso murmurio. La dejaron poco a poco resbalar hasta el fondo al lado de la lanza de guerra acostada en la huesa y del limo negro y húmedo la cubrieron largo a largo... Y los nietos encontraron después hecho de piedra el cadáver arrodillado del rey de las pampas, velando aquella síntesis de los amores juveniles, todavía intacta y pura la filigrana de oro en la dulce resignación de la muerte.

Salió de la selva Bohemio y fue llegando a los primeros contrafuertes, allí donde el suelo áspero y sobresaltado se echa a lo lejos en ondulaciones, que se esconden y se levantan cada vez más, hasta la cumbre que ostenta su dorso blanco con su abollonada corona de cúmulos. Pasó por los senderos hirsutos de rocas, al borde del hondo y siniestro despeñadero, paso a paso, montado sobre su caballo alazán.   —519→   Este marchaba sentando con violencia el férreo casco, la cabeza erguida, y las crines tostadas que temblaban hacia atrás en el vendaval de las cordilleras, y resonaban en las lejanas hondonadas de los valles los relinchos salvajes. A medida que iba ascendiendo, saltaban al sol nuevos picos y conos y enormes bocas de cráteres extinguidos y fragmentos de gigantescos monolitos, y más lejos la enorme sábana blanca de las nieves eternas en curvas abiertas, en ángulos y en zonas dilatadas con proyecciones de bordes y aristas pendientes atrevidas sobre el abismo, y pirámides y montículos hasta el horizonte chato.

Empezó a distinguir largas humaredas, que se empinaban dispersando en la punta el ceniciento plumero, y chimeneas, que surgían de cabañas, en grupos de caseríos aquí y allá, cada vez más altos en la falda inhospitalaria. Sentía tañidos agudos y acompasados de martillazos sobre enormes yunques, y veía aparecer, de cuando en cuando líneas fulgurantes de bayonetas y rodar estrepitoso y sordo el fuste negro y redondo de los cañones. Sentía estampidos subterráneos que hacían ondular el piso, como sacudidos por leviatanes escondidos, y fracturada la montaña en insondables rajas, reventaba al cielo humo, polvos y peñascos.   —520→   Y veía un pueblo de gente enjuta y recia, acumulando piedra sobre piedra, construir torreones y fortalezas en apurada tarea, oyendo el grito ronco de los centinelas rodar hasta las últimas gargantas con los negros crespones de la noche silenciosa.

Bohemio tuvo en el corazón todos los impulsos del odio torvo, y la imagen del rey moribundo, terrible vagando por las laderas como inconsolable fantasma, lo azotaba en las cavilaciones frías de las venganzas de sangre. De repente el alazán dio un salto y dilató las narices sonantes como alaridos y atropelló adelante, contorciendo todo su cuerpo como azuzado por las visiones bellacas de la matanza, y media vara de sus ijares magullados y humeantes de sangre, iban saltando con él rapidísimo por las rocas en la tormenta de la carrera.

-¿Qué hacéis en esa comarca? Rugió Bohemio.

-¿Qué te importa? Marchamos con el siglo; somos los conquistadores: estamos aquí por el derecho de la fuerza.

-Ya se acabó esa lógica; los territorios no se violan, porque son las grandes tiendas donde se agrupan y se cobijan los hogares de loa pueblos en marcha hacia la inmortalidad, y esta estirpe de bravos no se conquista... y le   —521→   partía el corazón de una puñalada al que estaba más cerca, que se precipitó volteando con brincos de saltos mortales al abismo. ¡A mí, seguía gritando Bohemio en el furor de la pelea, entre el choque de las espadas y el retumbar de los tiros, a mí, bravos de mi tierra! Gallardos enamorados juveniles, porque las castidades celestiales do las espléndidas criaturas y las urnas cinerarias de lágrimas y las glorias de antaño se defienden muriendo en las batallas legendarias... y sangre que salpicaba a chorros, y el alazán abalanzado sacudía a todo viento la cabeza demoníaca y los ojos de llamaradas, despedazando con los hierros de la pezuña cráneos enemigos.

-Había rumores; golpes sordos que conmovían la tierra; brisas que traían como tañidos y un barullo de voces confundidas como interminable zumbar de ejércitos en marcha, y esquilas de clarines que saetaban a saltos los desfiladeros, y grupos de notas como himnos de guerra que entraban culebreando a poblar las soledades alpestres, y se sentía todo eso cada vez más cercano y los vientos sacudían el ambiente con esas vibraciones, que eran como los ecos de los temblores de los estampidos lejanos. Bohemio seguía peleando y corriendo con el alazán por las rocas: tenía   —522→   amenazadora la frente y la hermosa efigie parecía pasión horrenda de hazañas y de venganzas. Asoma una bandera y otra y por todas partes el trapo desgarrado gloriosamente: el sol con los colores de las arenas de oro del río inmenso, y la faja blanca en el centro, y los rectángulos azules de líneas infinitas; sayal inmaculado con que los pueblos cubren el cuerpo muerto de los héroes sin tacha. Ascienden los batallones como líneas negras y atrevidas por la pedregosa cuesta, y más batallones desembocan, aquí y allá, las bayonetas en alto detrás de las peñas, y ruedan los cañones en la furiosa carrera a coronar las mesetas; y piafan los corceles encabritándose y relinchando sujetos al freno. Hay humos y estruendos, tac-tac taractac, y vomitar horroroso de las metrallas volando; y resonancias inmanes atropellando el báratro y los desfiladeros y las faldas de la montaña, con terremotos gigantescos, y rebotar de balas saltando con parábolas de exterminio. La humareda densa y acre sube lentamente en extensos escalones; y se ven orbes de fuego escaparse de adentro, y los nubarrones de aire y humo flagelados por los estampidos, se azotan hasta el cielo en las rumorosas prolongaciones del sonido. Siguen los batallones arriba por la empinada ladera, fríos y heroicos, paso a paso,   —523→   en medio del ronco redoblar de los tambores, cerrando los claros de los que caen con un balazo en el pecho y la indomable pujanza de la pelea en la frente, y allá lejos, cada vez más atrás, la humareda enemiga ralea y se dispersa en el horizonte oscuro de la derrota. Llegaron a la altiplanicie que domina todas las cumbres, y el alazán saltando, adelante siempre, y mugiendo con el pecho de sangre, atropella desesperado en el vértigo supremo del heroísmo... y mil jinetes bravíos y maravillosos se derrumban como avalancha de muerte sobre cañones y cuadros, deshacen, y desbaratan, y entre las tiendas enemigas, alineadas como para el reposo de un pueblo nómada en marcha, caen en el polvo negro de la victoria caballos y caballeros. Los dispersos en grupos... sables y fusiles rotos... banderas hechas jirones y acostadas... sangre, bramidos y muertos... ¡Gloria y silencio en la noche que cobija a los valerosos; túmulos y margaritas silvestres, y plegarias y recuerdos!

Bohemio no durmió; había acumulado el rencor de todos los siglos doloridos por el crimen nefando de la conquista. Era una síntesis aterradora y toda la nativa nobleza de su corazón se había desvanecido en las amargas cavilaciones de los propósitos feroces.

  —524→  

Aquel lóbrego cielo y aquellas cordilleras que dormían en el oscuro silencio, le hacían pensar en las criptas funerarias que encierran las cenizas de los mártires. ¡Qué monólogo sombrío aquél! La ley del amor y del derecho había muerto: sobre ella estaba el hierro como detrás del alma está la bestia. La humanidad aplaude la conquista y la consagra, sin apercibirse que eso es el palmotear con las manos hundidas en los charcos de sangre.

La familia y la caridad por la patria y la religión de los muertos son devaneos de espíritus enfermizos, y el progreso sucesivo y el empuje hacia todos los ideales que se diseñan lejos esplendorosos, son cavilaciones de melancólicos pensadores. Lo que debe enaltecerse es la fuerza del bruto. ¡Mucho cuidado con repetir el oprobio!... ¡porque los nietos han fracturado más de una vez el cráneo a garrotazos y dispersado a los cuatro vientos el cerebro despachurrado de los abuelos conquistadores o los entregan evirados al escarnio del mundo! Esta batalla señalaba, pues, en la historia, como colosal monumento miliario, una etapa gloriosa. Era el areópago de pueblos que encontró su heraldo armado en aquel ejército victorioso, cuyas tiendas, mansas de sueño se levantaban en las faldas de la cordillera.   —525→   ¡Todos los sudarios salpicados con las lágrimas de las crucifixiones interminables de la historia se habían extinguido en la hornaza de aquel combate y las cadenas rotas de todos los oprimidos de la tierra, corrían fundidas por el granítico crisol de las cordilleras! Esos héroes, acostados sobre la dura mochila, que dormían el largo y profundo sueño do la gloria, sabían que todos los desheredados que no tienen patria habían escrito como ellos en la faja blanca de sus banderas el lema inmortal: es necesario morir todos para que del hierro de nuestra sangre se modele alguna vez la estatua del derecho más alta que las más elevadas cumbres, más fuerte que la maldad y la soberbia humana. Así se ve la historia, que siembra su camino de sepulcros de pueblos escalonados, y escribe los epitafios de la gloria con sangre vieja y ennegrecida, brotada de las batallas seculares, marchar a la conquista de todas las virtudes, y entre las profundas meditaciones de su filosofía, fulgurar las clarovidencias de la esperanza y la certidumbre de la victoria para los problemas futuros. Y si el espíritu se atribula alguna vez, viendo a la humanidad turbulenta volver atrás para buscar otra vez las sombras del pasado y el seno de las tiranías añejas, no haya miedo,   —526→   por que las verdades redimidas por los sacrificios de muerte, la arrebatarán así mismo adelante y caerán los despotismos anacrónicos, como caen los liliputienses y tiemblan cuando pasa el genio y arrebata el gajo más alto de la copa del laurel verde para ceñirse la frente...

Pero Bohemio era pueblo y aquellos serenos raciocinios no adormecieron los salvajes instintos y no olvidó el ultraje de la conquista que ya había terminado. Iba caminando entre las tiendas, llevando el alazán de la rienda y a los enemigos que andaban dispersos, vagando en la tiniebla, los perseguía iracundo y frío, convencido que era necesario y dulce y ejercicio de obra buena y escarmiento por los siglos de los siglos aquel exterminio. Y se veían por el aire negro cruzar cuerpos muertos, arrojados por él en los precipicios y alcanzarse los unos detrás de los otros en el hervor de las cataratas de los valles. Un rato después torrentes de luz rojiza incendiaron las cordilleras. Bohemio levantaba dos teas de mecheros fulmíneos, alto sobre el alazán, que galopaba tacatac, tacatac, sonando como las cosas siniestras y pavorosas de la noche. Empezaron las poblaciones enemigas a arder con chisporroteos estridentes, y a iluminarse las gargantas hasta el fondo, y los torrentes a reflejar   —527→   los resplandores de la hornaza, y se veían pasar por delante líneas negras y desesperadas huyendo, mientras suben y acometen las alturas los nubarrones caliginosos de la humareda. Así se vio por mucho tiempo seguir los incendios y las columnas de llamas como los reboatos y el vértigo de las trombas del mar, rodaban con las cenizas revueltas y desparramadas por los huracanes de la montaña, y mientras hubo enemigo disparando por las quebradas, la daga de Bohemio entraba despiadada entre las costillas y seguían las parábolas oscuras de los cuerpos muertos hechos pedazos en las anfractuosidades de los riscos.

A sus hogares volvieron los soldados laderos abajo, la primera vez en la historia que un pueblo de vencedores se detiene sin herir el territorio del vencido. Bohemio empezó a galopar de punta a punta por las cumbres solitarias, sobre la nieve luciente y dura y vio después un pueblo de trabajadores sembrar de viñedos las faldas, y cubrirse de extensas praderas y tupidas arboledas, entre cuyos claroscuros se distinguían las casas de piedra y se oían los cánticos del argentino idioma. El alazán empezó a enflaquecerse y a tomar dimensiones ciclópeas larga sombra extendiendo en la noche sobre la nieve cándida,   —528→   y movía paso a paso cansado en aquel viaje interminable de centinela gallardo, hasta que se fue deteniendo y se murió, mientras Bohemio envejecido le acariciaba con los ojos secos y tristes las crines largas. Parado en el cono más alto, mirando al Oeste todavía el océano inmenso, las sales y las lluvias de la cordillera infiltraron sus carnes solidificadas al fin en estatua granítica y dice la leyenda que los guerreros gloriosos de antaño desfilan en la callada noche, capitanes y soldados, presentando las armas...

Bohemio se quedó solo. Tuvo las fruiciones del dolor silencioso y la profunda melancolía del espíritu que se hunde en el recuerdo de los cariños muertos... la divina Eros y el alazán bravío de la cruzada memorable. Perdió la fe, extinguida en las cavilaciones de las hondas soledades del alma, y asomó a su labio el sarcasmo, y cruzó su frente la blasfemia amenazadora y sombría... Tuvo antojo de construir allí su castillo él mismo, y arrojó a techos y paredes los colores de su paleta trágica. Se refugió de esta manera otra vez en su pasión juvenil por el arte y eso es pecado mortal. Dios castiga y hace a los artistas desventurados... Pero estas cosas están escritas en las páginas que siguen, y todo termina en el   —529→   capítulo de los Cuentos, porque lo de Bohemio y Eros Paradisíaca es síntesis, símbolo y cuento de amor y de gloria -de esos que cruzan y calientan la fantasía del poeta en las meditaciones creadoras y que se piensan al lado de las cunas de nuestros hijos dormidos y se narran en los viejos comedores señoriales, que tienen chimenea de mármol negro, espejo arriba y saben a humo...




ArribaAbajoLos Cuentos

En ese hogar que Méndez ha formado, vive y ama su chiquita. Tiene los cabellos castaños, finos y lacios, los ojos negros y las mejillas sonrosadas. Su mano es pequeña, delicada y perfecta; su brazo redondito y mórbido, con la blancura nívea dei mármol. Es alta, así, un metro no más, aunque parece erguirse, cuando vuela como un ángel, y llena las habitaciones con su charla alegre y embarullada. Sale al sol con gorra blanca de percal, de pliegues hechos a fuego, y su vestidito largo de lana azul. Va, viene, corre, juega, se esconde detrás de las tinas rojas, levantando después por encima de ellas y sonriendo su   —530→   cabecita deliciosa. Entra al jardín con paso rápido y corta los gajos de las flores, y llama a los pájaros, que saltan de rama en rama. Conversa con ellos y canta. Yo lo he visto. Canta en el metro argentino e inimitable y ensaya los gorjeos con que ellos alaban y bendicen la vida libre de los campos. Se sienta en el cordón del corredor y mira su vestido y sus botitas negras con cierta coquetería precoz y estalla algunas veces en gritos y risas desenfrenadas. Ha robado un prendedor de brillantes y tiene en la muñeca una enorme pulsera. Entra en las habitaciones, se acerca a todos los espejos y se contempla; se pone de canto, gira alrededor de sí misma, como queriendo ver los pliegues blandos con que cae su vestido casi hasta el suelo -ella que con el peine en la mano pide a grito herido las aguas perfumadas que están sobre el lavatorio. Por la mañana -al lado de la madre- limpia los muebles con un pañuelito de seda y frota las manijas de níquel y se agacha con un plumerito de plumas rojas a limpiar las patas de las sillas. ¡Allí mismo, sobre la alfombra, están todos sus juguetes; el carrito azul en que lleva a pasear a sus muñecas, la cuna en que las adormece y la sala donde las recibe de visita! ¡Cómo habla con ellas y les hace las   —531→   narraciones amenas y encantadoras, cómo se enoja y las reta, para tomarlas después en los brazos, acariciarles las mejillas y dulcemente mecerlas! ¡Algunas veces hace cosas que lo hacen temblar! Lo mira fijo, y lo abraza al padre del cuello fuerte, fuerte con las lágrimas en los ojos. Méndez sobrecogido solía pensar entonces: ¡Si tendrá miedo esta chiquita que yo me vaya a morir!...

Cuando se acuesta lo llama para conversar con ella.

-Yo quiero un cuento lindo esta noche

-Te voy a contar el del gatito negro con piel de terciopelo y ojos de oro, que acurrucado sobre sus patas, resbala en silencio sobre las baldosas, dando saltos cautelosos y deteniéndose a veces para acechar la jaula.

-No, papá, porque el gato lastima con sangre las alas amarillas del canario.

-Te voy a contar el cuento de la viejita que camina encorvada con paso breve. Ella encontró en la calle un niño abandonado envuelto en telas finísimas.

-¡No, papá! ¡Qué vejeces! Ya me lo constaste...

-O el de la araña que teje en el rincón su tela de filigrana cenicienta y deja huecos redondos   —532→   y sucios de tierra, donde vive con sus hijitos.

-No, tampoco, porque la araña es negra y asquerosa y tiene siempre una mosca muerta en el hocico.

-Te voy a decir del ángel de la Guarda que está parado detrás de las cunas con sus alas grandes abiertas para proteger el sueño de los niños.

-No, porque ese ángel no habla. Cuando me despierto de noche y tengo miedo, abro los ojos y veo tu persona encorvada sobre mi cama como un techo cariñoso. Yo levanto mi mano chica y te toco la mejilla y la barba, y tú, entonces, colocas la tuya sobre mi frente y me dices con esa voz dulce que te tiembla: «¡duerma, mi chiquita querida, duerma!» ¡A veces, cuando tú llegas tarde, papacito malo! Siento que te acercas en puntitas de pie y me das un beso suavísimo en la boca. Entonces yo rezo -como a la tarde con mamá- y pienso que los ángeles deben conversar mucho y estar contentos, porque viven allá arriba, que es tan bonito, al lado del Padre nuestro, que está en los cielos Todo Poderoso.

-Te diré de la sordomuda entonces, si tú quieres.

-Si, papá, porque ella me traía flores y muñecas   —533→   y sentada conmigo en el patio les cosía vestidos de seda.

-Entonces te acordarás, hija mía, que sus palabras eran gritos estridentes y zumbidos de la garganta profunda, risas y espasmos de los labios, lágrimas y saltos del corazón.

Ella velaba el sueño del padre, que tosía y rezaba en silencio con las manos juntas y temblorosas hacia el techo. Una mañana, el padre palideció; atrajo hacia su pecho la hermosa y rubia cabeza y cerró los ojos para siempre. Ella apagó colérica las velas que ardían frente a la virgen, rompió los ramos y desparpajó sobre aquel cuerpo violetas, nardos y rosas. Se sentó en el zaguán y vio pasar el cajón grande y negro y ya no se movió más, porque miraba la puerta de cedro de su casa, la puerta grande de cedro con las dos hojas abiertas... Los ángeles del Señor la vieron y la llamaron, y poco a poco, los átomos de su cuerpo se divinizaron en el martirio y se fueron al cielo.

¡Pobrecita! Papá... yo siempre rezo por ella, que era tan buena...

-Buena y desventurada, dijo Méndez enternecido y besó a la hija. Hubo un momento de silencio; el padre había colocado sus manos entre el cabello castaño de la chiquita y miraba   —534→   su hermosa efigie en aquel claroscuro del dormitorio.

-Papá: ¿estás triste? Preguntó al rato la niña.

-¡Yo! No. ¡Qué esperanzas! ¿Por qué me dices eso? Contestó el médico, sonriéndose.

-Porque ya no me cuentas nada y estás con la cara seria y mamá dice que cuando te pones así es porque tienes alguna pena.

-Si te digo que estoy contentísimo contigo.

-¿Está enojado con su chiquita, papacito querido? ¡No quiere que yo le cuente un cuento para que se ponga contento!

-¿Tú? ¿Y qué cuento?

-El de abuelito...

-¿Cómo no? Sí. ¿A ver? Preguntó el médico con curiosidad.

-Él me sentaba sobre sus rodillas y me lo enseñaba siempre. Yo lo aprendí de memoria...

-Empiece, mi chiquita.

-Te narraré, papá, dijo con cierto énfasis la niña, las leyendas del sentimiento caballaresco -esas que se cuentan en las noches de invierno, en los viejos comedores señoriales, que tienen chimeneas de mármol negro, espejo arriba y saben a humo... Flotan en el   —535→   ambiente tibio los fantasmas de antaño y cantan los poemas del honor heroico. Pasan los unos detrás de los otros -y besan la frente, de los nietos- los abuelos, con sus armaduras de hierro y oro, el yelmo bruñido y el penacho de plumas de águila. Alta la visera, miran con ojo sonriente los muebles de caoba maciza que muestran todavía -en su estupefacción secular de madera muerta- la rica sangre añeja y generosa. Están sus retratos pintados, las regias cacerías y su pasión por los cuadros de la naturaleza viviente y el reloj grande de bronce con minutos y agujas de oro -alma de la hora, testigo severo que va envolviendo poco a poco, en el crac-crac de sus ruedas, la poesía inmaculada de los recuerdos llenos de melancólica nobleza. El emblema de la familia -con castillos y espadas y yelmos y leones, bordados en seda y oro, símbolos del indomable denuedo- tiene como palio augusto las almas valerosas de los que fueron y protege el hogar santo. El abuelo -una encima vigorosa- que llena toda la casa con la majestad de su persona, cuenta a los nietos absortos las glorias de la familia. Sentado en el amplio sofá de rojo terciopelo, evoca en las noches de invierno, en los comedores señoriales, las leyendas del honor sin tacha al lado de la chimenea de mármol negro.

  —536→  

El médico pensaba; ¡oh mi pobre comedor de roble, que tienes columnas dóricas y el color de la hoja mustia y seca! ¡Quién sabe si después, cuando yo entre en la noche -envuelto y largo en mi mortaja blanca- a decirle a los nietos la historia de estas edades de genio y de labor, quién sabe si te encontraré, oh mi pobre comedor de roble, que tienes columnas dóricas y el color de la hoja mustia y seca! Ya la polilla ha hecho agujeros redondos aquí y allá; cayendo en montoncitos los fragmentos de tu cuerpo desmenuzado y amarillento.

-¡Sabe, papacito! Que no me acuerdo más, dijo la niña, interrumpiendo su soliloquio.

-¿Y era largo el cuento?

-Sí. Abuelito lo empezaba a contar y después me abrazaba diciéndome: estas cosas no entiende mi nietita querida y era cierto, pero asimismo me gustaba mucho porque hablaba de una señora muy linda a quien llamaba Eros Paradisíaca.

-Eros, interrumpió Carlos asombrado.

-Sí y de otro Señor... No me acuerdo.

-Bohemio, dijo el médico.

-Eso es, eso es contestó la niña y me decía que tú lo habías escrito... Así que yo quiero que lo cuentes, papá.

-Tú tienes alma de niña y no comprenderás   —537→   estas cosas como no has comprendido las leyendas del sentimiento caballeresco.

-No importa, contámelo.

-Imposible.

-Entonces otro...

-El último...

-Como quieras, papá... Después veremos.

-¡Hola! ¡Qué son esas salvedades volcancito!

-Nada... Contá no más.

-Con un pacto.

-¿Cuál?

-Que ha de ser el último.

-Papá, interrumpió la niña, te has puesto serio y a mí me da sentimiento.

-Bueno, todos los cuentos que quiera mi chiquita. Espérese. Yo he conocido un señor elegante con labio grueso y rojo y frente pálida y ojos abovedados y castaños.

-¿Será cuento alegre?

-No me interrumpa, dijo Méndez con seriedad cómica.

-¡Bueno, y qué más entonces!

-Caminaba con las manos en los bolsillos con cierta ondulación felina.

-¿Qué es eso felina? Preguntó la chiquita con gran atención.

-Méndez le explicó con detalles y siguió   —538→   contando:... y blando en su torso como movido por un eterno ensueño.

-¿Qué es eso papá?

-Eso es que tú no me dejarás concluir el cuento.

-Bueno, seguí no más...

-Él tenía libros, siguió el médico y los quería mucho. Entiende mi chiquita así.

-Sí, papá.

-Pero un día hubo desgracias en la familia y tuvo que venderlos y con ellos se fue su corazón y su voluntad... como a ti si te quitaran las muñecas.

-¿Te gustaría eso?

-¡No! ¡No! Al contrario; lloraría de pena.

-Ese día lloviznaba con esas gotas finas, lentas y aburridas y después una garúa mansa y monótona con un cielo color ceniza y el aire tristísimo igual a ese mal tiempo que no te deja salir al patio a jugar. Él estaba sentado cerca de la biblioteca viéndolos salir y desde entonces ya no escribió más... Pero los ángeles del señor lo vieron y en el día del santo de su chiquita trajeron sus libros con cánticos de gloria.

Lo encontraron a él sentado que esperaba al lado del escritorio mirando al patio, con el puño cerrado que sostenía su mejilla derecha.

  —539→  

Sonrió y de sus ojos cayeron dos gruesas lágrimas, resbalando en silencio... porque, entonces entraba su chiquita, pálida de marfil- circunfusa de luz, de ojos grandes y negros que echaba hacia él, como en éxtasis, brazos, corazón y efigie... Oh las sensitivas amables que tiemblan sobrecogidas en el hogar que sufre...

¿Qué es eso último que has dicho? Interrumpió la niña.

Méndez aclaró todo con gran resignación y como quedara un rato en silencio, le insinuó la chiquita:

-¿Y ahora? Papá.

-Yo no sé más cuentos.

-Pero yo sí.

-Tú... ¿A ver?

-Yo sé el cuento del gran anciano y lo conozco también. Lo he visto en la escuela. Te acuerdas cómo era de alto y tenía grandes orejas y temblaba cuando estaba parado y tú me dijestes un día viéndolo pasar:

Ese es el gran anciano y el más ilustre genio de nuestra historia.

-Méndez estremecido, abrazó a la chiquita diciéndole: Tú hablas de Sarmiento.

-Sí, papá.

-¿Y qué cosa sabes de él?

  —540→  

Dicen que era un hombre muy intrépido y bravo... pero en la escuela un día una niña le llevó un ramo de flores.

Era muy pobre y parecía enferma y tenía el vestido sucio... la maestra quiso apartarla pero él la cargó y la sentó sobre sus rodillas y conversó mucho rato con ella en medio del silencio de la clase... Después lo vieron sacar toda la plata de su bolsillo y dársela a la chiquita y cuando nos miró a todas, le brillaban los ojos, como si tuviera lágrimas.

A ese hombre, mi hija, es necesario venerarlo y prepararle para después su estatua de bronce, porque ha servido a su patria haciendo por ella todo el bien.

-Pero se han de olvidar de él, papá...

-¿Qué dices? ¡Pícara!

-Como tú te olvidas de traerme los juguetes que me ofreces, cuando me porto bien y hago lindas planas y no equivoco la lección.

¡Oh! Exclamó el médico... pero eso no es lo mismo... ¡Aquel es el gran anciano y tú una pequeñuela deliciosa!

-Entonces me harás un favor.

-¿Cuál?

-Contame el cuento de la señorita Eros Paradisíaca.

  —541→  

-No, otro día. Ya es muy tarde y es hora de dormir.

-Entonces un regalo para mañana.

-Bueno.

-Una muñequita rubia, con rulos y ojos azules como ella.

Prometida, dijo el médico y le acariciaba las mejillas susurrándole al oído: ¡duerma mi chiquita, duerma!

A esa hora se sienten en los dormitorios frotes que parecen venir de lejos; son las ropas que caen y se arrugan sobre las sillas y el tac-tac del botín sobre la alfombra y el cuerpo cae abandonado, hundido y largo y la cara tiene reflejos tranquilos. Entra poco a poco el olvido con su efigie desvanecida; la memoria se aturde, y va desapareciendo... La veladora está a los pies de la cama y de la mariposa restallan luces que se dispersan en el ambiente en místicos claroscuros. Hay ruidos leves y mansos de respiraciones que se entrecortan en el aire tibio, como si fueran los ecos de las edades viejas, que fueran a morir allí.

-Él miraba desde el sofá la cama grande y sombría con reflejos rojizos de tuya y la colcha verde y plana de lampas de hojas vivas y frescas. En el espacio que circunscriben las cortinas, que caen en graciosa curva y el   —542→   dosel con su sol de faya de pliegues oro muerto, suenan los cánticos placenteros y celestiales que enternecen y las estrofas que van significando que en ese hogar se ama, se espera y se trabaja. Al lado de la cama, en el reclinatorio, se arrodilla en la noche la madre augusta que reza por los que sufren... Carlos meditaba allí el cuento trágico que había fascinado la mente de su chiquita y período tras período lo iba hablando y escribiendo en el libro de la memoria...

*  *  *

Los astros estaban solos en sus días maravillosos, mirando la tierra que tenía hombres de granito y muda la selva entre sus ramas rígidas. Estallaban armonías allí con todos los gritos de las pasiones del mundo y reapareció Eros, vaga y alba figura con los cabellos rubios y el traje de raso blanco y largo con festones de azahares. Descendió lentamente sobre la tierra con el ritmo suave con que rema el cisne blanco en la altura y la piedra se irguió; abrió y movió los párpados como hacen las estrellas en el azul quietecito de la noche y la selva sintió el brazo y desplegó sus galas. Echó a andar: detrás de ella tuvieron canto   —543→   las aves y palabra el hombre y se extendió la pampa solitaria y verde. Eros creó la sonrisa que tenía dientes blancos de nácar, la gracia ingenua y la alegría bulliciosa. Llenó el hogar de candores y el Universo de luz y si encontró la angustia alguna vez, la apartó con el ruedo de su vestido blanco. Era la juventud rica de sangre y el alma de paradisíacos deleites sin sombras en sus pupilas, sin abismos ni arrugas en su frente nítida. Caminaba por el mundo recibiendo las salutaciones de las flores y la reverencia del hombre -sin cariños de carne de esos que hacen temblar el corazón y lastiman la inmaculada verecundia. Con la frente alta -en la luz plena, pasa bosques y playas, cantando el himno glorioso de la vida y el bosque contesta con gorjeos y el mar glauco refleja estremecido su imagen en la planicie tranquila. Hay sinfonías y ruidos monótonos de espumas que trae la ola mansa en su cresta, inclinando adelante sus pupilas blancas. Conversa: encuentra los monosílabos adorables de la naturaleza y repite el murmullo del bosque y los cantos elocuentes del silencio del mar. Imita: es la joven poetisa que recoge en el mundo las estrofas y las devuelve así... Canta lo que le oye cantar a los pájaros y entra en la noche estéril solitaria   —544→   del que escribe y le entrega fragmentos de gloria...

Pero Bohemio viejo te mira, ¡oh Eros! Bohemio torvo y soberbio, que usa coraza diamantina y es el señor de la comarca conquistada en lides bravías. Las gentes huyen de él porque Bohemio crea, y eso es pecado mortal. Dios lo castiga. Tuvo antojo de construir su castillo él mismo y se le vio entonces perder las alegrías elegantes y juveniles. Trepaba melancólico la cuesta escarpada deteniéndose a veces a pensar... ¡Y así por años! Poco a poco se hizo en su frente un surco profundo y tuvo en su corazón las desesperaciones varoniles que no tienen lágrimas. ¡Y así por años! Despejó el camino aventando por las laderas los troncos añosos y eligió la cumbre llena de nieblas de la roca bruta, de donde saltan las piedras filosas en forma de conos y hachas y en el cierzo frío y en la noche abrasadora, rodaban pico a pico los peñascos con inaudito fragor, montaña abajo en las gargantas... Surgieron las paredes de granito, los torreones, las ventanas ojivales y las almenas, y Bohemio descontento siempre, sacudía su cabeza blanca y desgreñada. ¡Y así por años! Antes era de aquellos que subían al caer la noche a las nubes el perfil pálido, delicado y griego y   —545→   la soberbia cabeza renegrida y soñadora de Apolo... Eros, muerta, batió su alas de ángel celestial y frío que cayeron en briznas de nieve a encanecer su cabello. Pasaba inquieto, como quien tiene grima: iba y venía, giraba a través de los corredores oscuros que resonaban aullando a lo lejos en el eco que se pierde... Entraba en los cuartos lóbregos, que llenaba de penumbras, de enigmas y de pueblos, arrojando a techos y paredes los colores de su paleta trágica. A veces en la profunda noche, la luna grande y redonda, ascendía por el horizonte envolviendo al castillo entre la bruma en la gaza turbia de sus rayos. Bohemio cruzaba los brazos para descansar un momento, miraba las escenas que él había pintado con adoraciones en las pupilas y bajaba entonces su cabeza melancólica, honda en el pecho, como si hubiera otro allí que le conversara... Son las aves negras que graznan en el tórax y aletean chirriando las trovas sombrías. Se acercaba a la ojiva, bañada en luz su frente de poeta para ver lejos... Las brumas dormían calladitas flotando en los valles, que tienen arroyuelos de plata, que serpean en silencio. Ni aire, ni bosques, ni pájaros... todos dormían... menos él, que dilataba los ojos grandes y fúnebres... A veces en los días   —546→   grises, los aldeanos veían a Bohemio saltar del torreón a la almena y a la ojiva con un hacha brillante en la mano vigorosa. Iban los rumores extraños de risco en risco, de resonancia en resonancia, llevando bramidos de tormenta y ruidos blandos de alas grandes abatidas y tañidos lastimeros de campanas lejanas y moribundas. ¡Era él, que pulía su obra en las horas violentas, Bohemio, que iba tomando los contornos desvanecidos y fugitivos del espectro!

Una tarde Eros tenía veinte años y llegó peregrinando al pie de la montaña. Una ánfora roja en la cabeza, sostenida por los brazos plegados y desnudos hasta el codo, la cabellera rubia cayendo en bucles largos y sedosos. Vestía un traje blanco de lanilla sencillo y corto, ceñida la cintura con una faja de espumilla heliotropo y el pie de mármol en la sandalia. Las gentes que la vieron, dieron voces de terror.

-No subas, Eros dulcísima, porque el espectro mata.

Ella, paso a paso, encorvada adelante, ganó la encarpada cumbre y miró... Bohemio, aferrando como con garfios una cornisa; colgaba de su brazo izquierdo lleno de robustos relieves. Sa cuerpo caía abandonado en el espacio   —547→   y con la derecha arrojaba nubes de anacarado polvo a chapiteles, almenas y cornisas. Eros sintió aquella pena suprema y temblando dijo:

-Aquí traigo ¡oh señor! En esta ánfora, aguas frescas y cristalinas que dan vida porque tu frente arde: son las gotas del rocío que yo he recogido en las hojas de la selva en la madrugada... bebe ¡oh señor! Porque curan la congoja que atribula...

Miró hacia abajo aquel hombre, sacudió sus hombros y arreció en su faena.

-Porque hay luz en el mundo, porque hay plegarias y horizontes infinitos, bebe ¡oh ángel doloroso las aguas de la cristalina fuente!

-Tú no sabes esto, Eros, porque eres dulce y amable, rodeada de gentileza tu celestial persona. Yo quiero dejar perfecta mi obra y tengo apuro, porque siento que la muerte se acerca con sus curvas blancas de hueso. Aman la luz los que viven de sus reflejos, yo soy hijo de la tiniebla...

-Por Eros -la de los ojos azules y melancólicos- que fue tu muerto cariño; por esta obra admirable, donde hay estrofas ciclópeas que tienen las vibraciones arrebatadoras del himno. porque es tu martirio y tu agonía; bebe, ¡oh   —548→   ángel doloroso! ¡Las aguas de la cristalina fuente!

Bajó de la altura Bohemio en silencio y cayó de rodillas sobre el pedregal... Rezaba su última plegaria: «Tú eres Dios y genio, divino y humano, síntesis. Yo lo afirmo porque soy el moribundo huraño. Los hombros han disminuido tu increada magnificencia, encerrándote en los templos de piedra y llenando tu divina figura con oropeles que no satisfacen la necesidad absoluta de la forma ideal, mientras tus templos están en el espacio abierto y son el cielo y el sol y el verde dilatado y silencioso de los campos. ¡Para estos ya no hay reverencias, ni lágrimas votivas! ¡Han herido tus oídos con las notas estridentes, que rompen de tubos de lata -en fila- burdos y acuminados, cuando las estrellas tienen carolas para acompañar tu camino y el aire diafaneidades y las aves cantos armoniosos en medio de la naturaleza fecunda! ¡Te han clavado en la cruz, haciendo de Ti un Dios liliputiense porque tus amarguras no son de las que desgarran las carnes y es tu crucifixión inmortal este mundo maravilloso que has creado y el Hombre -corolario melancólico y sombrío de tu inteligencia infinita!

-¡Oh Eros! ¡Egregio espíritu que has venido   —549→   a derramar aromas y cánticos en la última hora del moribundo! Tú eres la juventud eterna la semblanza inmaculada de mi patria eterna, y apareces cantando en la primavera de todas las generaciones ¡oh divina síntesis del amor inmortal!... Si tú vuelves... a los artistas, a los sabios y filósofos de mi tierra entrega este oscuro pliego donde está escrita mi última voluntad...

Eros extendió sus palmas de alabastro y lo recibió de rodillas.

Entró la cabeza entonces Bohemio dentro de la ánfora toda entera, la cabeza blanca y desgreñada, y sus carnes se fueron secando y su corazón muriendo y todo su cuerpo se extendió rígido sobre aquel sepulcro de piedra. La lluvia de rocío cayó por mucho tiempo en hebras cristalinas y el cabello de Eros fue su abanico de plumas. ¡Las estrellas de la noche profunda velan en silencio su gigantesca larva!... A su lado la lira de bronce rota; las penumbras y los pueblos pintados en techos y paredes salen por las ojivas a desvanecerse en la noche; los contornos de] monumento quedan solos como un gigantesco y espectral centinela... Todo es silencio... y ha desaparecido sin llantos estériles, porque estos muertos tienen siempre los soliloquios duraderos del recuerdo cuando la   —550→   mente crea y la mano escribe. Todo es silencio... porque así se va el Genio para siempre algunas veces y se lleva todas sus cosas... El dedo cierre los labios... ¡Adiós! ¡Adiós! Y Eros canta lo que le oye cantar a los pájaros y entra en la noche solitaria y estéril del que escribe y le entrega esos fragmentos de gloria... Están con el alma en el ensueño y la pluma en alto... Un escritorio, una espátula, papeles con margen y borrones y un tintero grande con un bronce que los mira. Algún cuadro... una naturaleza muerta, una ola inmensa y solitaria, un bajo relieve de marfil desnudo y la casa de cedro rojo con las líneas majestosas de un santuario y libros derechitos, como que tienen vida, y aman, y cantan, besan, y sufren, y piensan y crean...

Están con el cigarrillo en la boca, redondo y corto... un hilo ceniciento de humo que sube derecho, en espirales después, en olealas que se extienden y se aplanan, se rompen, dejan claros, se desvanecen y se esfuman abandonando aquí y allá una que otra hebra flotando...

Meditan: esperan las pasiones, los caracteres y las naturalezas y cuando sufren la grima profunda y estéril, entra Eros y entrega a los intelectuales el Testamento del mártir caballeresco.



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ArribaTestamento de Bohemio

¡Porque es necesario que el espíritu nacional sea altivo siempre y adornado de aristócrata cortesanía y para que sea eterna la vida de la Patria, yo os concito a la libertad intelectual, jóvenes artistas, sabios y filósofos!... ¡en el nombre del Padre que ha desatado en el Universo el estrépito de la creación y del Hijo, que ha sintetizado en la cruz los largos quejumbres de la vida humana! Para que las alas de armiño del Espíritu Santo, que son el vínculo que une la tierra al cielo, cobijen en todo tiempo cabezas soberbias y varoniles de vida propia... ¡Tenéis confines, historia y leyendas de honor, por el esfuerzo común y la sangre derramada habéis fundido para la patria el monumento de bronce imperecedero, sois pueblo de verdad, es menester ser intelectos, jóvenes artistas!

¡Que no haya modelo escrito, ni pintado, ni cincelado en mármol!... ¡Esa es mi última voluntad!... porque el arte envejece, cuando los   —552→   hombres le arrebatan las adustas energías de la vida libre, para encerrarlo en los burdos liminares de la imitación y de las escuelas. ¡Que sea licencioso y loco antes que ser esclavo!... Allí está nuestra efigie nacional que hierve en las dilatadas y lujuriantes naturalezas de la comarca incomparable... en la tierra fecunda donde crecen los trebolares y se dilatan los efluvios de la infinita pradera; donde late estremecido en largas ondulaciones el corazón del Pampero y suena la horrísona melopea de nuestros huracanes y las salvajes sinfonías de las Pampas abiertas y los silbidos de las rachas, que se azotan dentro de las hondonadas para buscar el alma de granito de la montaña... ¡debajo de la copa azul del cielo que engasta los panoramas maravillosos en sus laderas zafíreas! ¡Cómo lo besan, oh artistas! ¡Allá en el horizonte nuestros mares incontaminados, que fracturan su toldo de esmeraldas en los puñales de las rompientes, baluartes que detienen las moles lanzadas a la playa en mortíferas ondas y silenciosas contempladoras de las aguas en calma desmayadas a lo lejos!... ¡Oh los edenes estupendos de mi tierra natal y las salvajes bellezas marinas y las pétreas combas de las cordilleras, acumulo monstruoso de muertos leviatanes! ¡Ea! ¡Ea! ¡De rodillas!...   —553→   ¡Paso a los poetas que van a colocar la cítara de oro sobre las cumbres más altas!... abierto el enorme ojo sombrío y clarovidente... Miran y ven... escuchan y oyen... meditan y escriben. Son las melodías virginales que rompen de las cuerdas de bronce y los colores que saltan de la paleta al lienzo y las detonaciones de las mazas miguel-angélicas, que debastan el mármol en la furia de la creación libérrima... ¡porque la libertad intelectual ha salvado, oh artistas, de la muerte sempiterna a muchas naciones! ¡Oh las viejas verdades siempre nuevas a través del tiempo!...

Así Helenia moribunda acostó por mucho tiempo a la sombra del Partenón su marmórea y perfecta persona de esclava y los hijos de siglo en siglo recogían sus sollozos, leyendo la oda Pindárica, enamorados de aquellos escombros, que recitaban todavía en su melancólico abandono los cantares geniales de antaño... ¡mientras la larva divinal de Homero y los muertos de Maratón y de Platea presentaban las armas! Abuelos airados, gloriosas carroñas, que fecundaron la madre tierra, suscitando gigantesca de hora en hora la embriaguez de los recuerdos, cuando en la noche de los siervos comedores, los padres leían en voz alta,   —554→   la mano temblorosa de iras -¡las leyendas prometeanas!... ¡Oh redentos! ¡Entre las vibraciones y los enconos del clarín de Righas, resonando las gargantas de los despeñaderos Tesálicos del estertor de Botzaris y sacudiendo los ecos de la patria libre adormecidos el alma zahareña de Nicetas! ¡Oh Helenia, poetisa de la belleza suprema!... ¡Todavía se prosternan los siglos ante esa inspiradora de la eximia forma!... y más lejos se abrazaba con ella en la grima del cautiverio Italia, la efigie tristísima por seculares dolores, arrullada la macilenta persona por el fragor de la onda mediterránea. Resurgió al fin, manchando el sudario con sangre de mártires... ¡porque sus hijos sintieron la nostalgia lastimera de las síntesis artísticas de antaño y leyeron en voz alta los tercetos del Gibelino, fiera alma bravía, enjuto sonámbulo, espectro caminador de punta a punta y marcharon en legiones a redimir, muriendo el sepulcro de sus grandes! Porque tuvieron indómito intelecto los padres, resurgieron los hijos... mientras nosotros -el índice y el rostro dirigidos hacia las civilizaciones extinguidas- volvíamos los primeros, en los campos de batalla, por el honor de América...

¡Sacudamos el yugo, oh sabios! ¡Reventando la   —555→   cinta de cuero reseco con que se pretende atarnos! ¡Vosotros sois los modestos obreros de los gabinetes, los silenciosos y pacientes investigadores de las fuerzas y de las metamorfosis de la naturaleza! Despojados del exotismo que humilla y contiene el vuelo de la inteligencia habéis encontrado en la observación y en el experimento los primeros capítulos del libro de la ciencia nacional. ¡El sendero está abierto... por él se han de precipitar los atletas que glorifiquen el monumento empezado a construir! ¡Observación y experimento... ese es el lema que ha de inscribirse en las nuevas y juveniles banderas!... ¡Bienvenidos seáis, oh sacerdotes, bajo las bóvedas de este gran laboratorio de la libertad!... ¡porque si vuestras creaciones no son de las que deslumbran, si ellas no tienen por corolario los estrépitos populares de la apoteosis y si algunas veces os sorprende la muerte en vuestros ignorados retiros... en cambio, hombres de la ciencia! ¡Habéis encontrado las verdades inconcusas, y los inmortales beneficios, de que está hecho el progreso humano!

Así, los filósofos, esos entristecidos huraños63, esos sombríos meditabundos, estudian la criatura, porque nuestra efigie bulle también   —556→   más que en ninguna parte en la emoción colectiva de las ciudades en marcha y se compone de hombres y de naturalezas. Estudian el ímpetu de la voluntad nacional y los graves problemas que agitan el pensamiento de las muchedumbres, y escudriñan las razones de sus destinos inmortales. ¡Este pueblo será grande! ¡Ese es el axioma! Tiene por cimientos el recuerdo de las viejas civilizaciones; por pedestal las glorias eternas de la maravillosa cruzada de la emancipación y es el alma bondadosa que abre sus alas para cobijar y proteger a todos los desheredados de la tierra... a los que han acumulado de generación en generación los martirios de la pobreza... a los que viven sin ropas y mueren sin sepulcros... rodealas sus camas dentro del lóbrego zaquizamí por los cuerpos escuálidos de los hijos...

Porque yo siento dentro de mi inteligencia, las hondas congojas de aquellas sociedades decrépitas... Las veo agitadas reunirse en el silencio de la noche de las conspiraciones y en esas cabezas que han perdido la fe en el bien, germinar las peligrosas utopías. Cuánto tiempo hace que se sufre y se espera y se trabaja sin conseguir bienestar... ¡para que no les quede a esos desventurados juveniles sino   —557→   el derecho de retirarse de los húmedos y oscuros talleres a morir! ¡Perdón para esos enloquecidos de todas las desesperaciones seculares! ¿Qué queréis que hagan, pues? ¿Que contesten la bofetada con lágrimas y los dolores y las miserias interminables con resignación religiosa? ¡Almas solitarias! ¡Esta comarca sintetiza el corazón de la virgen América, todos los perdones y todas las esperanzas! ¡Bienvenidas seáis! ¡Porque su suelo es fértil y rico, el cielo manso y el alma de sus hijos rebosante de ideales generosos!...

¡El siglo está enfermo! ¡El alma se sobrecoge en la contemplación de los espasmos del gran moribundo! ¡Vive todavía estremecido por anhelos misteriosos que cruzan el orbe, mientras infinitos deseos del bien, sacuden las sociedades batalladoras, que quieren arrojar a la nada sempiterna los restos de la barbarie, que humilla la frente y amarga la existencia y es la turba, la vil turba acongojada la que lleva enhiesta la bandera del porvenir! Son ellos, los sacrificados de siempre, los que se azotan a la calle dementes en la asonada a morir sobre el pavimento brillante de las calles; son ellos los que dibujan y preceden en la asociación la fraternidad de las sociedades futuras y los   —558→   que consagran con su sangre esas sublimes intuiciones históricas del sentimiento... ¡Escribid, intelectuales! El siglo que muere debe llevar en su marcha hacia lo infinito estas conquistas indestructibles: la superioridad y la altivez del talento sobre la erudición, que transforma al hombre en un espectro decapitado y lo excelso de la filosofía, que deriva de la observación serena y profunda sobre las escuelas sistemáticas y arrojar anatemas para los que han contaminado la ingenuidad de la forma y se han olvidado del arte, arrastrados por el artificio... ¡como si no fuera más fácil ser espontáneos y abandonarse a las sinfonías que suenan en la inteligencia y tirarse apasionados a la página, sin ambages, hechos pedazos, desnudos y sangrientos, aunque sea necesario dejar las fibras del corazón en las puntas de las breñas! ¿Qué importa que el pensamiento os seque las carnes y os llene de martirios el cerebro? ¿Os imagináis acaso que se redime al olvido sin exponerse a morir?

-Así haréis obra de caballeros esforzados y surgirán las personales efigies, que han de proseguir por los siglos las glorias del arte y de la ciencia y de la filosofía nacional... y cuando contempléis la horrenda   —559→   lucha del siglo entre la fuerza que mira al pasado y el sentimiento que pide ideales a grito herido y cuando veáis la asonada contra el motín y la desesperación ferozmente erguida delante de la boca oscura del krup de labio chato y levantado en el villano desprecio... ¡oh, entonces... apurad el tiempo, artistas, sabios y filósofos! ¡Puesto que sois vosotros los precursores del espíritu humano! ¡Cada canto que salve una vida, cada descubrimiento que ahorre hambre y sed y crucifixiones, cada problema resuelto con la violencia del genio, que agregue algún ideal a la corona del siglo, que tantos ha conquistado, tejerá alrededor de vuestras frentes, la hoja de encina que pertenece a los fuertes!...

¡Apurad el tiempo, misioneros del porvenir! ¡Mientras este moribundo que va a acostarse en su féretro, adora en las penumbras soñolientas de su última hora la melancólica o inmaculada semblanza de la Patria íntegra y eterna, y sierra contra el corazón los lacrimosos e infinitos cariños por el Arte, bendice al martirio de los creadores y se arrodilla ante la atlética falange en marcha de los precursores del espíritu humano!








 
 
FIN