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Libro primero de las epístolas familiares

Antonio de Guevara




ArribaAbajoPreliminares

El auctor al lector

El divino Platón, Phalaris el tirano, Séneca el hispano y Cicerón el romano se quexan una y muchas veces que las epístolas que a sus amigos escrebían, no sólo se las hurtaban, mas aún a sí mismos las intitulaban, haciendo se dellas auctores y escriptores. La quexa que aquellos varones ilustres tenían entonces, tengo agora yo: de que las epístolas que algunas veces he escripto a mis parientes y amigos, mal escriptas y peor notadas, no sólo me las han hurtado, mas aun a sí mismos intitulado, callando el nombre del que la escribió, y aplicando la a sí el que la hurtó, de manera que a penas he escripto letra que amigos no me la lleven, o ladrones me la hurten. Confiesso a Nuestro Señor que jamás escrebí carta con pensamiento que había de ser publicada, ni menos impressa, porque si tal yo pensara, por ventura cortara más delgada la pluma, y me aprovechara de más alta eloquencia. Viendo, pues, que unos me las hurtaban, otros las imprimían, y otros por suyas las publicaban, acordé de las repasar, y con todos comunicar, porque el sabio y discreto lector, por el estilo en que éstas escribo, conoscerá las que por allá me han hurtado. Reconosciendo, pues, mis memoriales, y buscando mis borradores, hallé estas pocas epístolas que aquí van, muchas de las quales van impresas como a la letra fueron escriptas, y otras dellas también fueron castigadas y polidas, porque muchas cosas se suelen escrebir a los amigos, que no se han de publicar a todos.






ArribaAbajoLibro Primero


ArribaAbajo- 1 -

Razonamiento hecho a su magestad en el Sermón de las alegrías, cuando fué preso el rey de Francia, en el cual se le persuade a que use de su clemencia en recompensa de tan gran vitoria


S. C. C. R. M.

Solón Solonino mandó en sus leyes a los athenienses, que el día que hubiesen vencido alguna batalla, ofreciesen a los dioses grandes sacrificios, y hiciesen a los hombres grandes mercedes, porque para otra guerra tuviesen a los dioses muy propicios, y a los hombres muy contentos. Plutarco dice que cuando los griegos quedaron vencedores en la muy nombrada batalla Maratona, enviaron al templo de Diana, que estaba en Épheso, a offrescer le tanto número de plata, que se dubdaba quedar otro tanto en toda la Grecia. Cuando Camillo venció a los etruscos y volscos, que eran mortales enemigos de los Romanos, acordaron todas las mugeres romanas de embiar al oráculo de Apollo, que estaba en Asia, cuanto oro y plata tenía cada una, sin guardar para sí mismas ni una sola joya. Cuando el Cónsul Silla fué vencedor del muy valeroso Rey Mitrídates, tomóle tan gran placer en su coraçón, que no contento de offrescer al dios Mars todo cuanto había habido de aquella guerra, le offresció también una ampolla de su sangre propria. El muy famoso y muy glorioso duque de los hebreos Jethé, hizo voto solemne, que si Dios le tornaba vitorioso de la guerra a do yba, offrescería en el templo la sangre y vida de una sola hija que tenía: el cual voto así como lo prometió lo cumplió. Destos exemplos se puede coligir cuántas gracias deben dar a Dios los Reyes y Príncipes, por los triumphos y mercedes que les hazen: porque si es en mano de los príncipes començar las guerras, es en mano de solo Dios dar las vitorias. No hay cosa que en Dios ponga más descuido, que es la ingratitud de alguna merced que él haya hecho, porque las mercedes que los hombres hacen, quieren que se las sirvan: mas Dios no quiere sino que se las agradezcan. Mucho se deben guardar los Príncipes de que no sean a Dios ingratos de los beneficios a ellos hechos, porque la ingratitud del beneficio rescebido hace al hombre ser incapaz de rescebir otro. Al príncipe ingrato y desconocido, ni Dios ha gana de ayudarle, ni los hombres de servirle.

Todo esto he dicho, Cesárea Magestad, por ocasión de la gran vitoria que agora hubistes cabe Pavía, a do vuestro exército prendió al Rey Francisco de Francia, al cual en sus proprias galeras os le truxeron preso en España. Caso tan grave, nueva tan nueva, vitoria tan inaudita y fortuna tan cumplida a todo el mundo espanta, y a Vuestra Magestad obliga, y la obligación es agradescer a Dios la vitoria, y pagar a los que vencieron la batalla.

En esto veréis, Señor, cómo no hay cosa en que menos corresponda la fortuna, como es en las cosas de la guerra: pues teniendo el Rey de Francia allí a su persona, y de su parte a todos los potentados de Italia, perdió la batalla, fué presa su persona, y murió allí toda la nobleza de Francia. Mucho erraría Vuestra Magestad si pensase que hubo esta vitoria por su prudencia, o por su potencia, o por su fortuna, porque hecho tan illustre y caso tan heroico como éste no cabe debaxo de alguna fortuna, sino de sola la providencia divina. «Quid retribuam domino pro omnibus que retribuit mihi». Si David siendo rey, siendo propheta, siendo sancto y de Dios tan privado, no sabía qué offrescer a Dios por las mercedes que le hazía, ¿qué haremos nosotros, míseros, que no sabemos qué le decir, ni tenemos qué le dar? Somos nosotros tan poco, y podemos tan poco, y valemos tan poco, y tenemos tan poco, que si Dios no nos da qué le demos, nosotros no tenemos que le dar, y lo que nos ha de dar es gracia para servirle, y no licencia para offenderle.

En remuneración de tan gran vitoria, no os aconsejaré yo que offrezcáis a Dios joyas ricas como los romanos, ni plata, no oro como los griegos, ni vuestra sangre propia como Mithrídates, ni aun a vuestros hijos como Jethé, sino que le ofirezcáis el desacato y inobediencia que os tuvieron los Comuneros de Castilla, porque no hay a Dios sacrificio tan acepto como es perdonar el hombre a sus enemigos. Las obras que tenemos de offrescer a Dios salen de los cofres: el oro sale de las arcas, la sangre sale de las venas; mas el perdón de la injuria sale de las entrañas, en las cuales está ella moliendo y escarvando, y persuadiendo a la razón que disimule, y al coraçón que se vengue. Más seguro les es a los príncipes ser amados por la clemencia, que no ser temidos por el castigo; porque, según decía Platón, el hombre que es temido de muchos, a muchos ha él también de temer. Los que a Vuestra Magestad offendieron en las alteraciones pasadas, dellos son muertos, dellos son desterrados y dellos están abscondidos y dellos están huídos, razón es, serenísimo príncipe, que, en albricias de tan gran vitoria, se alaben de vuestra clemencia, y no se quexen de vuestro rigor. Las mugeres destos infelices hombres están pobres, las hijas están para perderse, los hijos están huérfanos, y los parientes están afrentados: por manera que la clemencia que se hiciere con pocos redundará en remedio de muchos.

No hay estado en el mundo, en el cual, en caso de injuria, no sea más seguro perdonarla, que vengarla, porque muchas veces acontesce, que buscando un hombre ocasión para se vengar, se acaba del todo de perder. Al gran julio César, más envidia le tuvieron sus enemigos por haber perdonado a los Pompeyanos, que de no haber muerto a Pompeyo: porque por excelencia se escribe, que nunca olvidó servicio ni se acordó de injuria. Dos emperadores hubo en Roma de semejantes en nombres, y mucho más en costumbres: al uno llamaron Nero el Cruel, y al otro Antonino Pío, los cuales sobrenombres les pusieron los romanos; al uno de Pío, porque nunca supo sino perdonar, y al otro de Cruel, porque jamás cesaba de matar. A un príncipe que sea largo en el jugar, corto en el dar, incierto en el hablar, descuidado en el gobernar, absoluto en el mandar, disoluto en el vivir, desordenado en el comer y no sobrio en el beber, no le llamaremos sino que es vicioso; mas si es cruel y vindicativo, llamar le han todos tirano; que, como dice Plutarco, no llaman a uno tirano por la ropa que toma, sino por las crueldades que hace. Cuatro Emperadores ha habido deste nombre; el primero se llamó Carolo Magno; el segundo, Carolo el Bohemio; el tercero Carolo Calvo; el cuarto, Carolo Grosso;el quinto, que es Vuestra Magestad, querríamos que se llamase Carolo el Pío, a imitación del Emperador Antonino Pío, que fué el príncipe más quisto de todo el imperio romano. Y porque dice Calístenes, que a los príncipes les han de persuadir pocas cosas, y aquéllas que sean buenas, y con buenas palabras dichas, concluyo y digo, que los príncipes con la piedad y clemencia son de Dios perdonados, y de sus súbditos amados.




ArribaAbajo- 2 -

Razonamiento hecho a su magestad del emperador y rey, nuestro señor, en un sermón del día de los reyes, en el cual se declara cómo se inventó este nombre de rey, y cómo se halló este título de Emperador. Es materia muy aplacible.


S. C. C. R. M.

Hoy, día de los reyes, y en casa de reyes, y en presencia de reyes, justa cosa es que hablemos de reyes, aunque los príncipes más quieren ser obedescidos que no aconsejados. Y porque predicamos hoy delante aquel que es emperador de los romanos, y rey de los hispanos, será cosa justa y aun necesaria relatar aquí qué quiere decir rey, y de dónde vino este nombre de emperador, para que sepamos todos cómo ellos nos han de gobernar y nosotros a ellos obedescer.

Acerca deste nombre de rey es de saber que, según la variedad de las naciones, así nombraban por varios nombres a sus príncipes. Es a saber: los egipcios los llamaban pharaones; los bethinios, tholomeos; los parthos, arsicidas, los latinos, murranos; los albanos, silvios; los sículos, tiranos, y los argivos, reyes. El primero Rey del mundo dicen los argivos que fué Foroneo, y los griegos dicen que fué Codorlaomor. Cuál de estas opiniones sea verdad, sabe lo Aquél sólo que es summa verdad. Aunque no sabemos quién fué el rey primero, ni quién será el último rey del mundo, sabemos a lo menos una cosa, y es que todos los reyes pasados son muertos y todos los que agora viven se morirán, porque la muerte también llama al rey que está en el trono, como al labrador que está arando. Es también de saber que en los tiempos antiguos ser alguno rey no era de dignidad, sino solamente officio, así como lo es agora el corregidor y el regidor de la república, por manera que cada año proveían del officio de rey que rigiese, como agora proveen a un Visorey que gobierne. Plutarco dice en los libros de República que en el principio del mundo llamaban a todos los que gobernaban tiranos, y después que vieron las gentes lo que iba de los unos a los otros, ordenaron entre sí de llamar a los malos gobernadores tiranos, y a los buenos llamarlos reyes. Puédese desto, Serenísimo Príncipe, coligir que este nombre de rey está consagrado a personas beneméritas, y que sean provechosas a las repúblicas, porque de otra manera no meresce llamarse rey el que no sabe bien gobernar.

Cuando Dios puso casa, y constituyó para sí república en tierra de los egipcios, no quiso darles reyes que los gobernasen, sino duques que los defendiesen, es a saber: a Moisén, a Josué, a Gedeón a Jethé y a Sansón. Y esto hizo Dios, por escusarlos de pagar tributos, y aun porque fuesen tractados como hermanos, y no como vasallos. Duró esta manera de gobernación entre los hebreos hasta el tiempo del gran Helí, sacerdote, so cuya gobernación pidieron los israelitas rey que gobernase sus repúblicas, y pelease en sus guerras, y entonces les dio Dios a Saúl rey, y esto mucho contra su voluntad; de manera, que el postrero duque de Israel fué Helí, y el primero rey fué Saúl.

En el principio que Roma se fundó y los romanos començaron a enseñorear el mundo, luego criaron reyes que los rigiesen, y capitanes que los defendiesen, y halláronse tan mal con aquella manera de gobernación, que no suffrieron más de siete reyes, y aun parescióles que habían sido setecientos. Y porque les dixeron los adevinos que este nombre de rey estaba consagrado a los dioses, mandaron los romanos que se llamase uno rey, aunque no fuese rey, y éste fuese el summo sacerdote del templo del dios Júpiter, por manera que tenía el nombre solamente de rey, y el oficio de sacerdote.

Dicho deste nombre de rey, digamos agora del nombre de emperadores; es, a saber: dónde se inventó, cómo se inventó y para qué se inventó, pues es el nombre de todo el mundo más acatado y aún más deseado. Aunque entre los sirios y asirios, persas, medos, griegos, troyanos, parthos, palestinos y egipcios, hubo príncipes muy illustres y valerosos en las armas, y muy estimados en sus repúblicas, nunca este nombre de emperador alcançaron, ni dél se intitularon. En aquellos antiguos tiempos, y en aquellos siglos dorados, los hombres buenos, y los varones illustres, no ponían su honrra en títulos vanos, sino en hechos heroicos. Este nombre de emperador, los romanos le truxeron al mundo: los cuales no le inventaron para sus príncipes, sino para sus capitanes generales, de manera que en Roma no se llamaba emperador el que era señor de la república, sino el que era capitán general de la guerra. Los romanos, cada año en el mes de enero, elegían todos los oficios del Senado, y en la tal elección elegían primero al Sumo Sacerdote, que llamaban rey; luego al dictador, luego al cónsul, luego al tribuno del pueblo, luego al emperador, luego al censor y luego al edil. Puédese desta elección coligir que lo que agora es dignidad imperial era entonces solamente officio, la cual en el mes de enero se daba y en el de deciembre se acababa. Quinto Cincinato, Fabio Camillo, Marco Marcello, Quinto Fabio, Annio Fabricio, Dorcas Merello, Graco, Ampronio, Scipión Affricano y el gran Julio César, cuando gobernaban las huestes romanas llamábanlos emperadores: mas después que en el Senado les quitaban el officio cada uno se llamaba de su nombre proprio. Después de la gran batalla de la Farsalia, en la cual Pompeyo fué vencido, y quedó por César el campo, fué el caso que como vino a manos de César la República, rogáronle los romanos que no tornase el título de rey, pues les era muy odioso, sino que tomase otro cual quisiese, debaxo del cual ellos le obedescerían y servirían. Como Julio César en aquel tiempo era capitán general de los romanos, a cuya causa se llamaba entonces emperador, eligió este nombre y no el nombre de rey, por hacer placer a los romanos; de manera que este gran príncipe fué el primero emperador del mundo y que dexó este nombre annexo al imperio. Muerto Julio César, sucedió en el imperio su sobrino Octavio: y luego Thiberio, y luego Calígula, y luego Claudio, y luego Nero, y luego Victello, y así de todos los príncipes hasta hoy, los cuales, por memoria del primero emperador, se llaman augustos y césares y emperadores.

Refiere condiciones que ha de tener el buen rey, y expone el autor una autoridad de la escriptura sacra.

Declarado este nombre de rey y dicho cómo se inventó este título de emperador, justa cosa será, Cesárea Magestad, digamos aquí agora cómo el buen rey ha de gobernar el reyno y cómo el buen emperador ha de regir el imperio, porque siendo como son los dos officios mayores del mundo, necesario es que los tengan los mejores dos hombres del mundo. Gran infamia sería para una persona y gran daño para la república, viésemos a un hombre arar que merescía reynar, y viésemos reynar al que merescía arar, porque habéis de saber, soberano príncipe, que la honrra es muy poco tenerla y muy mucho merescerla. Si el que es solamente rey es obligado a ser bueno, el que fuere rey y emperador ¿no será obligado a ser bueno y rebueno? Los malos príncipes de mayores y menores beneficios son ingratos; mas los buenos príncipes y christianos emperadores los servicios han de rescebir arrasados, y las mercedes que hicieren han de ser cogolmadas. El príncipe que es a Dios ingrato, y de los servicios que le hacen desagradescido, en la persona se lo veen, y en su reino se lo conoscen, porque en ninguna cosa pone la mano de que no salga confuso y corrido. Y porque no parezca que habíamos de gracia y lo ponemos todo de nuestra cabeça, exponemos aquí una auctoridad de la Sagrada Escriptura, en la cual se dice que tal ha de ser el rey en su persona y cómo se ha de haber en la gobernación de la república, porque el príncipe no abasta que sea buen hombre si no es buen repúblico, ni abasta que sea buen repúblico si no es buen hombre. En el Deuteronomio, capítulo diez y ocho, dixo Dios a Moisén: «Si los del pueblo te pidieren rey, dar se le has; mas mira que el rey que les dieres sea natural del reino, no tenga muchos caballos, no torne el pueblo a Egipto, no tenga muchas mugeres, no allegue muchos thesoros, no sea muy soberbio, y lea en el Deuteronomio». Sobre cada una de estas palabras, decir todo lo que se puede decir sería nunca acabar. Solamente diremos de cada palabra una sola palabra.

Ante todas cosas mandaba Dios que el rey fuese natural del reino; es, a saber: que fuese hebreo circunciso y no gentil, porque Dios no quería que fuesen gobernados los que adoraban a un Dios por los que creyan a muchos dioses. El príncipe que ha de gobernar a los christianos conviene que sea buen christiano, y la señal del buen christiano es cuando las injurias de Dios castiga y las suyas olvida. Entonces es el príncipe natural del reino, cuando guarda y defiende el evangelio de Christo, porque hablando la verdad y aun con libertad no meresce ser rey el que no cela su ley.

Manda también Dios que el príncipe no tenga muchos caballos; es, a saber, que no gaste los dineros de la república en tener superflua costa, en traer gran casa y en sustentar gran caballería; porque al príncipe christiano más sano consejo le es dar de comer a pocos hombres que tener muchos caballos. No es menos sino que en las casas de los reyes y altos señores han de entrar muchos, servir muchos, vivir muchos y comer muchos; lo que en esto se reprehende es que a las veces es mucho más lo que se desperdicia que no lo que se gasta. Si en las cortes de los príncipes no hubiese tantos caballos en las caballerizas, tantos halcones en las alcándaras, tantos truhanes en las salas, tantos vagamundos por las plagas ni tanto desorden en las despensas, soy cierto que ni ellos andarían tan alcançados ni los vasallos tan agraviados. Mandar Dios que no tenga el príncipe muchos caballos, es prohibirle que no haga gastos excesivos, porque al fin al fin ha de dar cuenta a Dios de los bienes de la república, no como señor, sino como tutor.

Manda también Dios que el que fuere rey no consienta tornarse el pueblo a Egipto; es, a saber: no le permita idolatrar ni al rey Pharaón servir, porque nuestro buen Dios a Él sólo quiere que adoren por Señor y tengan por Criador. Salir de Egipto es salir del pecado, y tornar a Egipto es tornar al pecado, y por eso el officio del buen príncipe es no sólo remunerar a los que bien viven, mas aún castigar a los que en mal andan. No es otra cosa tornarse uno a Egipto, sino osar ser públicamente malo; lo cual el buen príncipe no debe consentir ni con nadie en semejante caso dispensar, porque los pecados secretos han se a Dios de remitir, mas los que son públicos débelos el rey castigar. Entonces dexa el príncipe tornarse alguno a Egipto, cuando públicamente le dexa estar en el pecado; es, a saber: andar enemistado, tener lo ageno, estar amancebado o ser renovero, en lo cual offende el príncipe tanto a Dios que aunque no sea su compañero en la culpa, lo será en el otro mundo en la pena. Para que el rey gobierne bien el reino tan temido ha de ser de los malos como amado de los buenos, y si por caso tiene en su casa algún privado que sea atrevido, o algún criado que sea vicioso, debe al tal darle de su hacienda, mas no de su consciencia.

Manda también Dios al que fuere rey no tenga en su compañía muchas mugeres; es, a saber, que se contente con la reina que está casado, sin que con otras sea travieso, porque los príncipes y grandes señores más offenden a Dios con el mal exemplo que dan, que no con las culpas que cometen. De David, de Achad, de Assa y de Jeroboán no se quexa tanto la Escriptura porque pecaron, cuanto se quexa de la ocasión que dieron a otros a pecar, porque muy pocas veces vemos a ningún pueblo corregido cuando su señor es vicioso. Como los príncipes están en lugar más alto que todos, y valen más que todos, también ellos son más mirados que todos y aún más acechados que todos, y por eso sería yo de parescer que si no fuesen castos, a lo menos fuesen cautos. De los siete pecados mortales, por ventura es éste con el que Dios menos se ofende, y, por otra parte, es el que el pueblo más se escandaliza, porque en caso de honra nadie quiere que le rodeen la casa, recuesten la muger, ni le sosaquen la hija. Loan los historiadores al Magno Alexandro, a Scipión Africano, a Marco Aurelio, al grande Augusto y al buen Trajano, los cuales no sólo no hacían fuerça a las mugeres libres, mas ni tocaban en las que captivaban, y de verdad fueron justamente loados de hombres virtuosos, porque mayor ánimo es menester para resistir un vicio aparejado que para acometer a un campo poderoso.

Manda también Dios al que fuere rey que no athesore muchos thesoros; es, a saber, que no sea escaso ni avariento, porque el officio del mercader es guardar, mas el del rey no es sino de dar. En el Magno Alexandro mucho más le loan de la largueza que tuvo en el dar, que no de la potencia en el pelear, lo cual paresce claro, en que cuando queremos loar a uno no decimos es poderoso como Alexandro Magno, sino es franco como Alexandro. Lo contrario dello dice Suetonio del emperador Vespasiano, el cual de puro mísero, avaro y codicioso mandó en Roma hacer letrinas públicas, a do los hombres se proveyesen, y orinasen, y esto no con intención de tener la ciudad limpia, sino para que le rentasen alguna cosa. El divino Platón aconsejaba a los athenienses en los libros de su República que el gobernador que hubiesen de elegir fuese justo en lo que sentenciase, verdadero en lo que dixese, constante en lo que emprendiese, callado en lo que supiese y largo en lo que diese. Los príncipes y grandes señores por la potencia que tienen son temidos, y por lo mucho que dan son amados, que al fin al fin nadie sigue al rey porque es bien acondicionado, sino por pensar que es dadivoso. Mandar Dios en su ley que el príncipe no allegue thesoros, no quiere otra cosa decir sino que todos le sirvan de voluntad y él use con todos de liberalidad, porque muchas veces acontesce que de ser los príncipes muy pesados en el dar, vienen después a no les querer nada agradescer. También mandaba Dios al rey que hubiese de gobernar su pueblo que no fuese soberbio, y que leyese siempre en el Deuteronomio, que era el libro de la ley.

Y porque ha sido larga esta plática, dexaremos la exposición de estas dos palabras para otro día. Resta nos de rogar al Señor dé a Vuestra Magestad su gracia y a él y a nosotros su gloria: «ad quam nos perducatt Christus Jesus, amen».




ArribaAbajo- 3 -

Razonamiento hecho al emperador nuestro señor sobre unas medallas antiquísimas que mandó al auctor leer y declarar. Tócanse en él muchas antigüedades.


S. C. C. R. M.

Estáis los príncipes tan ocupados en negocios, y tan cargados de cuidados, que apenas os queda tiempo para dormir y comer, cuanto más para os recrear y regalar. Son tan pocas nuestras fuerças, es tan flaco nuestro juicio, es tan vario nuestro appetito y es tan desordenado nuestro deseo, que a las veces es necesario, y aun provechoso, dar lugar a la humanidad que se recree con tal que la verdad no se afloxe. Guerréanos la sensualidad con sus vicios, guerréanos la razón por ser malos, guerréanos el cuerpo por sus appetitos y guerréanos el coraçón por sus deseos, a cuya causa no es necesario vadear en los unos, porque no nos acaben, y disimular con los otros, porque no desesperen. Esto digo, Cesárea Magestad, porque me paresció bien y mucho bien el pasatiempo que antes de ayer le vi tomar cuando a su cámara me mandó llamar, que a la verdad las recreaciones de los príncipes han de ser tan medidas y comedidas, que ellos se recreen y los otros no se escandalicen. Arsacidas, rey de los Bathos, su pasatiempo era texer redes para pescar; el del rey Artaxerxes era hilar; el de Artabano, rey de los Hircanos, era armar ratones; el de Vianto, rey de los Lidos, era pescar ranas, y el del emperador Domiciano era caçar moscas. Teniendo los príncipes el tiempo tan limitado, y aun de todos tan mirado, los reyes que le empleaban en semejantes vanidades y liviandades no podemos decir que en aquello pasaban tiempo, sino que perdían el tiempo. Es, pues, el caso que en dexándole a Vuestra Magestad la calentura de la cuartana, hacía poner delante de sí una mesa pequeña llena toda de medallas, así de oro como de plata, y de cobre, y de hierro, cosa por cierto digna de ver y mucho de loar. Holgué en ver que se holgaba de ver los rostros de aquellas medallas, y en leer las letras que tenían, y en examinar las devisas que traían: las cuales cosas todas no fácilmente se podían leer y mucho menos entender. Había entre aquellas medallas unas que eran griegas, otras latinas, otras caldeas, otras alárabes, otras góticas y aún otras germánicas. Mandóme Vuestra Magestad que las mirase y las leyese, y que las más notables dellas le declarase, y de verdad el mandamiento fué muy justo y en mí más que en otro bien empleado, porque siendo como soy su imperial chronista, a mí pertenece darle cuenta y declararle lo que leyere. Yo las he mirado, leído y estudiado, y aunque algunas dellas son muy difíciles de leer y muy dificultosas de entender, trabajaré de tan claro las aclarar y por tan menudo las desmenuzar, a que no sólo Vuestra Magestad sepa leer la medalla, mas aún sepa el blasón y origen della.

Es de saber que los romanos más que todas las otras naciones fueron cobdiciosos de riquezas, y ambiciosos de honras, y así fué que por tener que gastar, y sus nombres engrandecer, seiscientos y cuarenta años tuvieron guerra con todos los reinos. En dos cosas trabajaban los romanos de dexar y perpetuar sus memorias; es, a saber, en edificios que hacían y en monedas que esculpían, y moneda no consentían esculpirla sino al que hubiese vencido alguna famosa batalla, o hecho alguna cosa muy notable en la república. Los edificios que ellos más usaban eran muros de ciudad, calzadas en los caminos, puentes en los ríos, fuentes sobre caños, homenages sobre puertas, baños para los pueblos, arcos de sus triunfos y templos para sus dioses. Muchos tiempos pasaron en el imperio romano que los romanos no tuvieron monedas sino de cobre o de hierro, y de aquí es que las verdaderas y antiquísimas medallas no son de oro, sino de hierro, porque el primero cuño que se hizo para hundir en Roma oro fué en tiempo de Scipión Affricano. Usaban, pues, los antiguos romanos poner en una parte de la moneda sus rostros sacados al natural, y de la otra parte ponían los reinos que habían vençido, los officios que habían tenido y las leyes que habían hecho. Y porque no parezca que hablamos de gracia, es razón que demos aquí de todo lo que hemos dicho cuenta.

Dizen, pues, las letras de una de las medallas: PHORO BACT. LEG. Sepa Vuestra Magestad que esta medalla es la más antigua que jamás he visto ni leído, lo cual se le parece bien en el metal de que es hecha y en el letrero con que está escripta. Para declaración della es de saber que siete fueron los inventores que dieron leyes en el mundo; es a saber, Moisés, que dió ley a los hebreos; Solón, a los athenienses; Ligurguio, a los lacedemones; Asclepio, a los rodos; Numma Pompilio, a los romanos, y Phoroneo, a los egipcios. Este Phoroneo, fué rey de Egipto después que Jacob murió, y antes que Joseph naciese, y, según dice Diodoro Sículo, fué rey muy justo, virtuoso, honesto y sabio. Este fué el primero que dió leyes en Egipto, y aún según se cree, en todo el mundo, y de aquí es que todos los jurisconsultos romanos a las leyes muy justas y justísimas llamaron forum, en memoria del Rey Foroneo. Quieren, pues, decir las letras de la medalla: «Este es el Rey Phoroneo, el cual dió leyes a los egipcios».

Síguense las palabras de otra medalla: B. ULI. LEG. Para entendimiento de esta medalla es de saber que los romanos tomaron por tan grande affrenta la fealdad que el rey Tarquino hizo con la casta Lucrecia, que no sólo no quisieron que hubiese en Roma más reyes, mas aún que el nombre de rey y las leyes de rey fuesen para siempre desterrados y en la república olvidados. No queriendo, pues, los romanos estar por las leyes que el su buen rey Numma Pompilio les había dado, enviaron una muy solemne embaxada a Grecia, para que les truxesen las leyes que el philósopho Solón había dado a los athenienses; las cuales, traídas a Roma y aceptadas y guardadas, se llamaron después las leyes de las doce tablas. Los embaxadores que enviaron a traer las leyes de Grecia fueron muy sapientísimos romanos, cuyos nombres son: Apio, Genucio, Sexto, Veturio, Julio, Maumulio, Salpicio, Curio, Romulio y Postumio. Y porque Genucio fué uno de aquellos diez tan illustres varones para aquel tan gran hecho nombrados, puso en las espaldas de su moneda aquellas palabras que les quieren decir: «Este es el Cónsul Genucio, uno de los diez varones de Roma que fueron embiados por las leyes de Grecia».

Síguense las palabras de otra medalla: CON. QUIR. AUS. MOS. LE. DBS. Para entender estas palabras, que están muy obscuras, es de saber que a tres maneras de leyes se reducen todas las leyes del mundo; es, a saber: a ius naturale, legem conditam y ad morem antiquum. Ius naturale es a lo que llamaban los antiguos ley de natura, así como «no quieras para otro lo que no quieres para ti», y así como «apártate de lo malo y allégate a lo bueno», las cuales no es menester para aprenderlas la lection, sino la razón. Lex condita es las leyes que hacen los reyes en sus reynos y los emperadores en sus imperios, algunas de las cuales consisten en razón y otras en opinión. Mos antiquus es la costumbre que en algún pueblo se ha introducido poco a poco, la cual no tiene más fuerça de ser bien o mal guardada. Colígese, pues, de lo sobre dicho que llamamos ius naturale a la ley que dictala razón;. llamamos lex condita a la ley que está escripta yordenada; llamamos mos antiquus a la costumbre de muchotiempo usada y al presente guardada. Esto presupuestoquiere decir la letra de la medalla: «Este es el Cónsul Quirino, el cual en el tiempo de su consulado guardó y hizo guardar lo que quiere el derecho, lo que manda la ley y lo que introduce la costumbre».

Síguense las palabras de otra medalla: POPILI. CONS. AU. MIL. FEC. Para entendimiento de estas palabras, es de saber que los iurisconsultos antiguos pusieron siete maneras de derechos; es, a saber: ius gentium, ius civile, ius consulare, ius publicum, ius quiritum, ius militare et ius magistratum. Llamaban los antiguos ius gentium ocupar lo que no tiene dueño, defender la patria, morir por la libertad, trabajar por tener más que otros y valer más que todos; llamábanle ius gentium porque en todos los reinos y pueblos griegos, latinos, bárbaros, esta manera de vivir se usaba y guardaba. Ius civile era la orden y manera que ordenaron los antiguos para formar los pleitos; es, a saber: citar, responder, acusar, probar, negar, alegar, relatar, sentenciar y executar, para que cada uno alcançase por justicia lo que le era tomado por fuerça. Ius consulare era las que tenían entre sí y para sí los cónsules romanos; es, a saber: a qué número habían de allegar, qué ropas habían de traer, qué compañías habían de tener, a do se habían de juntar, cuántas horas habían de estar, qué cosas habían de platicar, cómo habían de vivir y hasta cuánta hacienda habían de alcançar. Este ius consularie no servía a más de para los cónsules romanos que residían dentro de Roma; porque dado caso que había también cónsules en Capua, no les consentían vivir como los del Senado de Roma. Ius quiritum era las leyes y privilegios que tenían los hijosdalgo romanos que vivían en el ámbito de Roma o tenían previlegio de hidalgos romanos. Es de saber que los hidalgos y caballeros romanos tenían quatro nombres; es a saber: patricios, veteranos, mílites y quirites, los cuales cuatro nombres, según la variedad de los tiempos, así les fueron impuestos. Era, pues, el iuris quiritum la libertad que tenían los caballeros de poderse asentar en les templos, no poder ser presos por deudas, no pagar posadas ni cebada por do iban, comer del erario habiendo venido a pobreza, hacer testamento sin testigos, no ser acusados sino en Roma, no pagar derechos en ningún tributo y poderse enterrar en sepulchro alto. De todas estas preheminencias no gozaba ningún hidalgo, sino sólo el que era ciudadano romano. Ius publicum era las ordenanças y constituciones que tenían entre si y para sí cada pueblo en particular; es, a saber: cómo habían de reparar los muros, conservar las aguas, medir las calles, edificar las casas, proveer los materiales, tener alhóndigas, coger la moneda, echar las sisas y velar las ciudades; llámanse estas ordenanças ius publicum, porque todos las hazían y todos las guardaban. Ius militare era las leyes que hizieron los antiguos romanos para cuando un reino con otro rompiesen las paces y prorrumpiesen en guerra, porque se preciaban ellos mucho de ser cuerdos en el gobernar y concertados en el pelear. Eran, pues, las leyes de ius militare cómo pregonarían la guerra, confirmarían la paz, pornían treguas, harían gente, pagarían el campo, velarían los reales, harían los fosos, darían los combates, aplazarían la batalla, retirarían los exércitos, rescatarían los presos y triumpharían los vencedores. Llámanse estas leyes ius militare, que quiere dezir el fuero de los caballeros, porque no servían a más de dar orden a los que seguían la guerra y defendían con armas la República.

Viniendo, pues, agora a la exposición de la medalla, es de saber que en los tiempos de primero dictador romano, que fué Quinto Cincinato, hubo en Roma un cónsul romano que se llamaba Popilio; fué el primero que dió leyes; varón que fué muy docto en las letras y muy diestro en las armas. Este cónsul Popilio fué el primero que dió leyes a los del exército y las puso en una moneda cual es esta medalla, de que aquí hablamos, cuyas palabras quieren decir: «Este es el Cónsul Popilio, el cual compuso las leyes que habían de guardar en la guerra los caballeros que defendían la República». Debe también saber Vuestra Magestad que cuando algún príncipe o algún cónsul romano acertaba a hacer alguna ley que fuese grata al Senado y muy provechosa al pueblo, tenían en costumbre de intitular o nombrar la tal ley del que la inventó y ordenó, porque en los siglos advenideros supiesen quién fué el que la hizo y en qué tiempo se hizo. Desta manera, a la ley que hizo César sobre el comer a puerta abierta llamaron Cesárea. A la ley que hizo Pompeyo de dar tutores a los huérfanos llamaron Pompeya. A la ley que hizo Cornelio del partir de los campos llamaron Cornelia. A la ley que hizo Augusto de no echar tributos sino para el bien de la República llamaron Augusta. A la ley que hizo el cónsul Falcidio, que nadie pudiese comprar el dote de la muger agena, llamaron Falcidia. A la ley que hizo el dictador Aquilio de no matar a ningún romano dentro de Roma, llamaron Aquilia. A la ley que hizo el censor Ampronio, que ninguno pudiese desheredar a su hijo, si no hubiese sido traidor al imperio romano, llamaron Ampronia.

Sáquense las palabras de otra medalla: RUSTI. DRI. TRIB. PLE. Para entendimiento de estas palabras, es de notar que la orden que tuvieron los romanos en criar sus dignidades y officios fué ésta: lo primero tuvieron reyes; después, decenviratos; después, triunviratos; después, cónsules; después, censores; después, dictadores; después, tribunos, y después, emperadores. Los reyes no fueron más de siete; los decenviratos duraron diez años, y los triunviratos, quarenta años; los cónsules duraron cuatrocientos y treinta y cuatro años; el censor duraba un año, el dictador duraba medio año, el tribuno duraba tres años. Al que agora llamamos procurador de los pueblos llamaban los antiguos romanos tribuno del pueblo, el officio del cual era entrar cada día en el Senado y procurar las cosas del pueblo, y en lo que le pareciese mal, tenía auctoridad de tornar por los pobres, y resistir a los senadores. Como el oficio del tribuno era siempre contrario al Senado, y por esta causa corría su vida peligro, capitulóse entre los plebeyos y senadores, que cualquiera hombre o muger que por fuerça llegase a su persona o ropa le cortasen públicamente la cabeça, y sepa Vuestra Magestad que muchos príncipes romanos se hacían elegir en tribunos de los pueblos, no por el interese que de aquella dignidad sacaban, sino por la seguridad que con ella tenían, porque no sólo no los podían matar, mas aún ni en la ropa tocar. El primero tribuno que hubo en Roma, fué un romano que había nombre Rústico, varón muy limpio en la vida y además muy celoso de su República. Crióse esta dignidad y fué este Rústico entre el primero y segundo bello púnico, en los tiempos que Silla y Mario traían grandes bandos en Roma y asolaban la República. Quieren, pues, decir las palabras de la medalla: «Este es el buen Cónsul Rústico, el cual fué el primero tribuno que hubo en el Imperio Romano». Otras muchas medallas tiene entre éstas Vuestra Magestad, las cuales no quiero gastar tiempo en declararlas, pues son fáciles de leer y claras de entender.




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Razonamiento hecho a la reina germana sobre quién fué el philósopho Ligurguio y de las leyes que hizo.


Serenísima y muy alta señora:

Este domingo pasado, después que prediqué a Vuestra Alteza el sermón de la destrucción de Hierusalem, me llamó y mandó que le dixese de palabra y le diese por escripto quién fué aquel gran philósopho llamado Ligurguio, cuya vida yo loé y cuyas leyes yo alegué. En pago de mi trabajo, y por obligarme más a su servicio, mandó aquel día que comiese a su mesa y dióme un rico relox con que estudiase. Para tan poca cosa como es la que Vuestra Alteza me manda no había necesidad de me convidar, ni tantas mercedes me hacer: porque más merced rescibo yo en mandármelo que Vuestra Alteza servicio en yo hacerlo. Para decir la verdad, yo pensé que en el sermón se había dormido, y entre las cortinas arrollado; mas pues manda que le diga lo que dixe de aquel philósopho Ligurguio, señal es que todo el sermón oyó, y aún que le noto. Y pues Vuestra Alteza es servida que a esta plática estén presentes las damas que la sirven, y los galanes que las siguen, mándeles que no se estén cocando, ni señas haciendo, porque han jurado de me turbar o me atajar.

Viniendo, pues, al propósito, es de saber que en los primeros siglos del mundo, cuando reinaba Sardanápalo en Asiria, Ozías en Judea, Tesplio en Macedonia, Phocas entre los griegos, Alchimio entre los latinos y Arthabano entre los egipcios, nasció Ligurguio entre los lacedemones. Este buen Ligurguio fué juntamente philósopho y rey, y rey y philósopho, porque en aquellos tiempos dorados o los philósophos habían de gobernar o los que gobernaban habían de philosophar. Plutarco dize deste Ligurguio que fué baxo de cuerpo, algo descolorido, amigo de callar, enemigo de hablar, hombre de poca salud y mucha virtud. Nunca fué notado de cosa deshonesta, nunca perturbó la República, nunca vengó injuria, nunca hizo injusticia, ni dixo a nadie palabra mala. Era en el comer, templado; en el beber, sobrio; en el dar, largo; en el rescebir, recatado; en el dormir, corto; en el hablar, reposado; en el negociar, afable; en el oír, paciente; en el expedir, pronto; en el castigar, manso, y en el perdonar, benigno. Niño, se crió en Thebas; moço, estudió en Athenas; ya hombre, pasó a la grande India; ya viejo, fué rey en Lacedemonia, que por otro nombre se llamaban los esparciatas, gente que en la nación era griega y en la condición muy bárbara. Por excelencia se cuenta dél que nunca le vieron ocioso, nunca bebió vino, nunca anduvo a caballo, nunca riñó con ninguno, nunca hizo mal a sus enemigos ni fué ingrato a sus amigos. Él mismo iba a los templos, él mismo offrescía los sacrificios, él mismo leía en la achademia, él mismo oía los agraviados, él mismo sentenciaba los pleitos y él mismo hacía castigar los delictos. Era Ligurguio animoso en la guerra, cauto en los peligros, cierto en los conciertos, sereno con los rebeldes, apercebido en los sobresaltos, affable con los culpados y mortal enemigo de vagamundos.

Este philósopho dizen haber sido el que inventó las olimpíadas, que eran unos juegos que se jugaban de cuatro en cuatro años en el monte Olimpo, a fin que todos se diesen a estudiar, o algún arte aprender, porque en aquella junta que allí se hacía demostraba cada uno lo que sabía y el ingenio que tenía. Ligurguio fué el primero que dió leyes a los esparciatas, que después se llamaron lacedemones, es a saber: antes de Solón y de Numma Pompilio. También se escribe de que fué el primero que inventó en Grecia haber casas públicas de los bienes públicos fundadas y dotadas, a do los enfermos se curasen y los pobres se recogiesen.

Antes de Ligurguio eran los lacedemones una gente muy absoluta, y aun disoluta, a cuya causa pasó el buen philósopho immensos trabajos y peligros con ellos hasta hacerles tener rey y vivir debaxo de ley. En presencia de todo el pueblo tomó un día dos perricos recién nascidos, el uno de los cuales crió en su casa muy regalado y goloso, y el otro mandó criar en un hato de ganado, andando siempre al campo, hambriento y trabajado. Criados, pues, ya los perros, mandó los llevar a la plaça, y llamar allí toda la República, y como pusiese delante de los perros una artesa de carne, y soltasen una liebre viva, luego a la ora corrió el perro silvestre empós de la liebre, y el perro regalado se arremetió a la carne. Entonces les dixo allí Ligurguio: «Vosotros todos sois testigos de cómo estos dos perros fueron nascidos en un día y una hora en un lugar, y de un padre y de una madre, y que por ser el uno criado en el campo se fué tras la liebre a caçar y por ser el otro criado en regalo se arremetió a comer. Creedme, lacedemones, y no dubdéis que para ser vosotros buenos y virtuosos hace mucho al caso ser desde niños bien criados, porque al hombre mucho más se le apega de las costumbres con que se cría, que no de las inclinaciones con que nace».

Ya que Licurguio era viejo, mandó llamar a todos los principales del reino, y juntos a las puertas de su templo díxoles estas palabras: «Yo sé que vosotros ha muchos años que os andáis quexando de mí y de mis leyes, affirmando y jurando que son muy ásperas para guardar, y insuffribles de cumplir y que juntamente se acabará en mi muerte la ley y el dador de la ley. Yo quiero ir a la isla de Delphos a consultar con el dios Apolo si son injustas o justas estas mis leyes, y por ese mesmo Dios vos juro de estar por lo que él me dixere, y cumplir lo que él mandare. Conviene, pues, oh lacedemones, que todos vosotros juntos juréis en este sacro templo que hasta que yo vuelva del dios Apolo vivo o muerto no quebrantaréis las leyes que habéis jurado, y que estaréis por lo que dixere el buen dios Apolo». Estas palabras dichas, juraron los lacedemones todos todo lo que Ligurguio les pidió, y con ellos capituló, y lo que más de loar en ellos fué, que no sólo lo juraron, mas aún lo cumplieron. Fué, pues, el caso que Ligurguio, de puro bueno y mañoso, los ligó con aquel juramento, porque su intención fué de ir y nunca más bolver, y así fué que murió en la isla de Creta, que agora se llama Candia, y con esto quedaron las leyes para siempre por él confirmadas y por ellos juradas. Mucho quisieran los lacedemones que volviera a ellos el buen Ligurguio, tanto por le ver, cuanto por del juramento se escapar; mas el buen philósopho proveyó antes que muriese de un ataúd de plomo muy grueso para que dentro dél le echasen en la mar en acabando de espirar. Muy digno es de loar Ligurguio en quererse desterrar de su tierra, porque su República quedase a buenas leyes obligada, y también son de loar los lacedemones, los cuales así guardaron el juramento, como si Ligurguio fuera vivo.

He aquí, pues, Serenísima Señora, la vida que aquel philósopho hizo, y agora contaremos las leyes que ordenó, las cuales, aunque fueron muchas y muy buenas, no contaremos aquí sino algunas pocas.

Comiençan las leyes que dió Licurguio a los lacedemones

Ordenó y mandó Ligurguio que todos los montes y prados y casas y heredades se partiesen y igualmente se dividiesen, para quitar que no hubiesen ricos que tiranizasen, ni pobres que se quejasen. Ordenó y mandó que si alguno fuese vicioso y perezoso en labrar sus campos y heredades, que no las pudiese vender a otro sin vender a sí mismo con ellas por esclavo. El oro, plata y el cobre y el estaño y el plomo, todo lo dió a los templos a do eran venerados sus dioses; solamente dexó el metal del hierro, con que los de su reino arasen los campos y resistiesen a los enemigos. A los niños que nacían bobos, locos, tontos, maníacos, mudos, ciegos, contrechos, sordos, mancos, mandaba a sus padres que los mandasen sacrificar, diciendo que en la creación de aquéllos, o habían sido descuidados los dioses, o había errado Naturaleza. Eran entre ellos prohibidos los convites, diciendo que allí perdían los hombres el juicio con el beber, y la gravedad con el hablar, y la salud con el comer. Permitíase en las bodas comer nueve personas juntas, en reverencia de las nueve musas; mas esto era con tal condición, que si habían de hablar, no habían vino de beber, y si querían callar, dábanles vino a beber. Las viñas no se plantaban para beber estando sanos, sino para se curar cuando estaban enfermos; de manera que no se vendía el vino en las tabernas, sino en las boticas. Tenían escuela do aprendían a leer los niños, y no tenían estudios do aprendiesen a ser philósophos, porque decían ellos que los que habían de gobernar su república no habían de ser de los que la philosophía leían, sino de los que la obraban. Si algún artífice estraño venía a su República, había de exercitar su arte conforme a la antigua costumbre de la tierra, y no conforme a lo que él sabía, y si por caso intentaba alguna cosa nueva a hacer o alguna invención nunca vista sacar, el arte condenaban y a él desterraban. Cinco cosas les enseñaban cada día que guardasen, las cuales un pregonero, puesto en un alto de la plaça, las pregonaba diciendo: «Lo que manda el Senado de Licaonia es que honrréis a los dioses, seais pacientes en las adversidades, obedezcáis a los censores, os avecéis a los trabajos y que volváis de las guerras muertos o vencedores».

En todo un año no podían vestir más de una túnica nueva, y si alguno tenía necesidad de vestir otra, había de pedir licencia para la hacer, y mostrar con qué la había de comprar. De tiempo a tiempo hacían los censores calas en las casas, y si por caso hallaban pan ratonado, trigo perdido, ropa apolillada, carne dañada y otra semejante cosa que estuviese dannificada, no sólo eran reprehendidos, mas aún en la plaça azotados, diciendo que con aquellas cosas más valiera a los necesitados socorrer que no dexarlas perder. Preguntado Ligurguio que por qué había quitado en su república los baños y prohibido los ungüentos, respondió: «Porque los baños enflaquescen las fuerças de los miembros, y los ungüentos son despertadores de los vicios». Ámbar, algalia, menjuí, estoraque y todo género de olores era entre ellos prohibido, diciendo que tan gran infamia era para el hombre el bien oler, como para una muger el mal vivir. Hasta que los moços se casaban o edad de treinta años habían, comían en pie y dormían en hojas de cañas, por evitarles que no fuesen viciosos en el comer, y perezosos en el dormir. Era entre ellos el vicio pésimo prohibido, y si por caso de semejante crimen a alguno acusaban, no le quitaban la vida, sino que le condenaban a perpetua infamia. Tenían libertad los viejos de preguntar a los moços a do iban y a qué iban, y si respondían bien y iban a hacer algún bien, dejábanlos pasar, y si a lo contrario, podían los reprehender y aún detener. Si algún mancebo cometía alguna deshonestidad delante algún hombre anciano, si por caso no se le retraía o prohibía, al viejo castigaban y al mancebo perdonaban. Al que tomaban cometiendo algún grave delito, poníanle encima de una muela alta que estaba en la plaça y allí acababa el infelice su vida, porque, según decían ellos, el matar a hierro era cosa inhumana, mas dexar morir a los malos era cosa justa. El hijo que a su padre desacataba o desobedescía era entonces castigado y después desheredado. Cuando algún mancebo encontraba con algún viejo, había de levantarse si estaba asentado, y hasta que pasase estar quedo y tornarle acompañar si iba solo, y si alguno en esto era descuidado, los censores le castigaban y los de la república le corrían. Tanta era la hermandad y comunidad entre ellos, que no sólo era cada uno padre de sus hijos, amo de sus criados, señor de sus siervos, mas lo era tanto el vecino como él, de manera que unos a otros los hijos se criaban, y los campos se labraban. Cuando algún mancebo se quejaba a su padre de que le hubiese algún hombre anciano castigado, teníase a grande infamia si él no le tornaba otra vez a castigar, porque, según ellos decían, más crédito se había de dar a las canas del viejo que no a las quexas del moço.

Permitíase entre ellos hacer unos a otros hurtos, no porque tuviesen por buenos los hurtos, sino para hacer a los hombres agudos y cautos; mas si al que hurtaba tomaban hurtando, como ladrón público públicamente era punido. Querían ellos que el que tenía algo fuese cuidadoso en lo guardar, y el que hurtase fuese agudo en el hurtar, y si en esto eran torpes y descuidados, que perdiese el uno lo que tenía y que pagase el otro lo que hurtaba. Eran muy templados en el uso de los manjares, de manera que comían más para vivir que no para se hartar, porque, según decía Ligurguio, los hombres voraces y glotones tienen los ingenios botos y los cuerpos malsanos. Los hombres gruesos y pesados eran entre ellos muy aborrecidos, porque se tenían por dicho que no engordaban los hombres sino por falta de cuidados o por sobra de regalo.

Eran amigos de cantar, y mucho más de instrumentos oír, porque se tenían ellos en sí que con la dulce lumbre de la música se recreaban los juicios y amaban los coraçones. Ningún género de cantares sabían ni tenían los lacedemonios, sino solamente los que estallan compuestos en la alabança de los varones illustres que bien habían acabado, y en vituperio de los que mal habían vivido. Tampoco en la música, como en las otras cosas, sufrían nuevas invenciones, a cuya causa Tipandro, mayor músico que a la sazón había en el mundo, porque en un instrumento de música añadió una sola cuerda el instrumento le quebraron y a él desterraron. Por evitar las grandes supersticiones que los antiguos hacían en los sepulcros, mandó Ligurguio que enterrasen a los muertos no en los campos, sino cabe los templos. A nadie consentían hacer generoso sepulchro, ni poner en él algún famoso título, sino a los que habían gobernado en paz la república o a los que habían muerto heroicamente en la batalla. Eran los lacedemonios tan enemigos de introducir en sus repúblicas cosas nuevas, que ni permitían a sus vecinos peregrinar ni a hombres peregrinos en su tierra entrar, porque se femía mucho que las estrañas compañías les acarreasen nuevas costumbres. El padre que no enseñaba en la mocedad oficio a su hijo, no era obligado el hijo de mantener, a la vejez, a su padre. Tres cosas eran entre ellos muy comunes: los esclavos para trabajar, los perros para cagar y los caballos para pelear; las cuales libremente podía tomar el que las buscaba, si no las había menester el que las tenía. Las cosas comestibles que llevaban las plantas y los árboles eran comunes y podían todos dellas comer, mas a su casa no las podían llevar. Las vestiduras [fol. io vto.] que usaban en las guerras eran teñidas con moras, porque si fuesen heridos no se espantasen ni desmayasen viendo que la sangre que les salía era de la color que llevaban. En las oraciones que hacían en los templos no pedían otra cosa a los dioses sino que les pagasen los servicios y disimulasen las injurias. Cuando iban a alguna guerra, sacrificaban al dios Mars una zorra, y cuando querían dar la batalla, un buey, para dar a entender a los capitanes de sus exércitos que no sólo habíamos de ser fuertes como bueyes, mas aún astutos como raposos. Pintaban a unos de sus dioses con langas sin hierro, y a otros con espadas desenvainadas, para dar a entender que los dioses a unos castigan y a otros amagan. Tenían en costumbre de no pedir cosa alguna a sus dioses si no fuese a ellos muy grave y muy necesaria, porque las otras cosas menores y menudas decían ellos que no las habían de pedir, sino por industria humana buscar. A los esclavos que se emborrachaban agotávanlos en público delante de sus hijos y otros moços, porque los unos quedasen castigados y los otros hostigados. Con piedra ni con la mano no podía ninguno llamar a la puerta de otro, porque decían ellos que pues el de dentro había de responder a voces, que le llamasen a él también a voces.

Era tanta la justicia entre los vecinos, ¡tanta la disciplina de los hijos, que ni había cerrojo en las puertas ni cerradura en las arcas. Truhanes ni maestros de farsas no se permitían entre ellos, no sufrían a hombres que tuviesen por oficio el mentir y se diesen al holgar. A todos los que de la batalla escapaban huídos mataban después sus capitanes, porque entre los lacedemonios por mayor mal tenían el huir que el morir. No permitían a ninguno que aprendiese ni menos que usase de muchos oficios, y al philósopho Crisiphonte desterraron de su república, porque dixo un día orando delante de todos, que él sabía un poco de todos los oficios, diciendo que pues de cada cosa sabía un poco no debía saber de la philosophía mucho. Celebraban cada año la fiesta de la diosa Diana, el regocijo de la cual era agotarse unos a otros, y el que más agotes sufría y menos se quexaba, aquél quedaba muy más honrado y por sacerdote de aquel año nombrado. Hacer dineros y tratar dinero y tener dinero, fué entre ellos muy prohibido, sino que su trato era dar trigo por carne, lino por pan, vino por paño, paño por aceite, y as! de todas las otras cosas, de manera que lo trocaban, mas no lo compraban. A la vuelta de la batalla Maratona, como dos lacedemonios se atreviesen a traher dineros acuñados, determinaron los magistratos de la república que al dinero empozasen y a ellos ahorcasen. Alcameno y Theoponto, dos famosos reyes que fueron antes de Ligurguio, rescibieron respuesta del oráculo de Apolo, que por sólo el vicio de la avaricia se había de perder aquella república. Fué entre ellos prohibido el uso del navegar, así para el pelear como para tratar, porque decían ellos que jamás los mareantes servían a los dioses ni se subjectaban a las leyes. A ningúna muger se daba dote para casarse, sino que ellas buscaban a los hombres más ricos y ellos a las mugeres más virtuosas, de manera que entre los lacedemonios ninguna se quedaba de casar por ser pobre, sino porque era mala.




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Letra para don Alonso Manrrique, Arçobispo de Sevilla, y para don Antonio Manrique, Duque de Nájara, sobre que le eligieron por juez en una porfía muy notable.


Muy illustres señores:

Don Juan Manrrique me dió dos cartas de Vuestras Señorías, cerradas y selladas, en las cuales me hacían saber en cómo me habían elegido por su censor y juez sobre una duda en que ambos habían dudado, y aún assaz porfiado. Yo, señores, accepto la judicatura y me declaro por vuestro juez en esta causa, con tal condición que nadie apele de la sentencia, y más y allende desto pague las costas del proceso y la pena en que fuere condenado.

Ante todas cosas, quiero a Vuestras Ilustres Señorías notar, argüir y aun casi reprehender el haber entre sí tanto altercado y porfiado, porque entre tan altas personas admite el platicar y condenase el porfiar. Hidalguía y porfía jamás se compadescieron en una generosa persona, lo cual no es así en el necio y en el porfiado, los cuales tienen entre sí muy grande parentesco. Al philósopho pertenece probar y aún porfiar lo que dixere; mas al buen caballero no pertenece porfiar, sino defender. Al caballero que es animoso, esforçado y valeroso, nunca se le ha de encender la cólera, si no fuere en desenvainando la espada, porque muy poquitas veces sale esforçado el caballero que es muy parlero.

Viniendo, pues, al propósito, escrebísme, señores, que toda vuestra porfía fué sobre saber y averiguar cuál destas dos ciudades fué Numancia, es a saber, Cigüenga o Monviedro. También me escrevís que no sólo porfiastes, mas aún apostastes una buena mula para el que diesen por él la sentencia. Hablando con el debido acatamiento que se debe a tan altas personas, si el uno de vosotros no sabe más de rezar y el otro de pelear, ¿qué sabéis de chrónicas y historias antiguas? En balde es el uno Argobispo de Sevilla y el otro Duque de Nájara. Cuanta diferencia va de Helia a Thiro, de Bizancio a Menfis, de Roma a Cartago y de Agripina a Gades, tanto va de la ciudad de Numancia a la de Sagunto, porque la antiquísima Numancia fué fundada en Castilla, y la generosa ciudad de Sagunto fué su sitio cabe Valencia. Numancia y Sagunto fueron dos antiquísimas ciudades muy nombradas y muy celebradas en España, en opiniones contrarias, en reinos divisas, en sitios diferentes, en nombres discordes y aún en condiciones varias, porque Sagunto fué fundada de los griegos y Numancia de los romanos. La ciudad de Sagunto fué siempre amiga y aliada con los romanos y mortal enemiga de los cartagineses; mas la ciudad de Numancia ni fué amiga de los unos ni confederada con los otros, porque jamás dió a nadie la obediencia, sino siempre hizo por sí señorío. El sitio de la ciudad de Sagunto fué cuatro leguas de Valencia, a do es agora Monviedro, y quien dixere que la que agora que se llama en Castilla Çigüença fué en otro tiempo la ciudad de Sagunto, será porque lo soñó, mas no porque lo leyó. Siendo yo Inquisidor en Valencia, fui muchas veces a Monviedro, así a visitar los christianos como a baptizar los moros; y, vista la aspereza del lugar, la antigüedad de los muros, la grandeza del coliseo, la distancia hasta la mar, la soberbia de los edificios y la monstruosidad de los sepulchros, no hay quien no conozca ser Monviedro la que fué Sagunto, y la que fué Sagunto ser agora Monviedro. En los campos de Monviedro y en los edificios que están allí arruinados se hallan agora muchas piedras escriptas y muchos epithaphios antiguos de los Hannones y de los Asdruvales, que murieron allí sobre el cerco de Sagunto, los cuales fueron dos linages de Carthago assaz illustres en sangre y muy nombrados en armas. Cabe Monviedro hay un lugar que se llamaba entonces los Turditanos y se llama agora Torres Torres, y como éstos eran mortales enemigos de los saguntinos, metióse dentro Aníbal con ellos y desde allí combatió y asoló y quemó a Sagunto, sin ser entonces de los romanos socorrida ni jamás después rehedificada. He aquí, pues, señores, cómo vuestra porfía era sobre quién era Sagunto y no sobre quién era Numancia; por manera que Soria y Çamora compiten sobre cuál es Numancia, y Monviedro y Çigüença sobre cuál es Sagunto. Sea, pues, la conclusión y resolución de todo lo sobredicho, que, vistos los méritos del proceso, y lo que por su parte cada uno ha alegado, digo y declaro por mi sentencia definitiva que el Arçobispo de Sevilla no acertó, y el Duque de Nájara erró en lo que ambos a dos porfiaron y entre sí apostaron, y conndeno a cada uno de ellos en una buena mula aplicada para el que declarare quién fué la Gran Numancia. Yo quiero agora, Señores, contaros y declararos quién fué la ciudad de Numancia, y deciros quién la fundó y a do se fundó, y cómo se fundó, y el tiempo que duró y aún cómo se asoló, porque es historia dulce de leer, digna de saber, grata de contar y lastimera de oír.

Quién fué la gran ciudad de Numancia en España.

La ciudad de Numancia fué fundada por Numma Pompilio, segundo rey que fué de los romanos, en el año de cincuenta y ocho de la fundación de Roma y en el año diez y ocho de su imperio, de manera que por llamarse el que la fundó Numma, se llamó ella Numancia. Usaban mucho los antiguos llamar a las ciudades que fundaban de los nombres que ellos tenían, así como Hierusalem, de Salen; Antiochía, de Antiochio; Constantinopla, de Constantino; Alexandría, de Alexandro; Roma, de Rómulo, y Numancia, de Numma. Solos siete reyes tuvieron los romanos, el primero de los cuales fué Rómulo y el séptimo, Tarquino, y destos siete, el más excelente de todos fué este Numma Pompilio, porque él fué el primero que introduxo a los dioses en Roma, encerró a las vírgenes vestales, edificó los templos y dió leyes a los romanos.

El sitio desta ciudad era a cerca de la ribera de Duero y no lexos del nascimiento de aquel río, y estaba puesta en un alto, y este alto no era en sierra, sino en un llano de cuesta. Ni era de dentro torreada ni de fuera murada, solamente tenía alrededor una cava ancha y algo honda. Su población era más de cinco y menos de seis mil vecinos, las dos partes de los cuales seguían la guerra y la otra tercera parte la labrança. Era entre ellos el exercicio muy loado y la ociosidad muy condenada, y lo que más es que de hazienda eran poco cobdiciosos, y de honra muy ambiciosos. Eran los numantinos de su natural condición más flemáticos que coléricos, sufridos, disimulados, astutos y mañosos, de manera que en lo que en un tiempo disimulaban, en otro vengaban. En la ciudad no había más de un oficial, y éste era el herrador. Plateros, sederos, traperos, fruteros, taberneros, pescaderos, panaderos, carniceros y de otros semejantes officios, no los consentían entre sí vivir, diciendo que aquellas cosas cada uno las había de tener en su casa y no buscarlas en la república. Eran tan animosos y denodados en las cosas de la guerra, que jamás vieron a ningún numantino las espaldas, ni menos rescebir heridas en ellas; por manera, que se determinaban antes morir que huir. No podían ir a la guerra sin licencia de su república, y los que iban habían de ir todos juntos y seguir una parcialidad todos, porque de otra manera, si un numantino mataba a otro numantino, después le mataban a él en el pueblo.

Cuatro géneros de gentes tenían los romanos por muy feroces de domar, y por muy belicosos para pelear: es, a saber, a los mirmidones, que eran los de Mérida; a los gaditanos, que eran los de Cáliz; a los seguntinos, que eran los de Monviedro, y a los numantinos, que eran los de Soria. La diferencia que entre éstos había era: que los mirmidones eran recios; los gaditanos, esforçados; los seguntinos, fortunados; mas los numantinos eran recios, esforçados y bien fortunados. Fabato, Metelo, Sertorio, Pompeo, César, Sexto, Patroclo y todos los otros capitanes romanos, que por espacio de ciento y ochenta años tuvieron guerras en España, nunca a los numantinos conquistaron, ni con ellos se tomaron. Entre todas las ciudades del mundo, sola Numancia nunca reconosció mayor, ni besó la mano a ninguno por señor. Era Numancia poco arriscada, medio cercada, no torreada, no muy poblada, ni menos rica, y con todo esto, ninguno osaba tenerla por enemiga, sino por confederada, y la causa desto era porque era muy mayor la fortuna de los numantinos que no la potencia de los romanos. En los bandos que tuvieron entre sí Roma y Carthago, César y Pompeyo, Sila y Mario, no hubo rey ni reino en el mundo que una de las dos parcialidades no siguiese y contra la otra no pelease, excepto la superba Numancia, la cual siempre respondía a los que la convidaban a seguir su opinión que no ella de las otras, sino las otras della, habían de hacer cabeça. En el primero bello púnico, nunca los numantinos quisieron seguir a los carthagineses, ni favorescer a los romanos, por cuya ocasión o por mejor decir sin ninguna ocasión, acordaron los romanos de hacer guerra a los numantinos, y esto no por el miedo que tenían de su potencia, sino por la envidia que habían a su gran fortuna. Catorce continuos años tuvieron los romanos cercados a los numantinos, en los cuales fueron grandes los daños que los numantinos rescibieron y muy extremados los capitanes romanos que allí murieron. Mataron en aquella guerra de Numancia a Gayo Chrispo, a Trebelio, a Pindaro, a Rufo, a Venusto, a Escauro, a Paulo Pío, a Cincinato y a Drusio, nueve cónsules que fueron muy famosos y capitanes muy diestros.

Muertos, pues, estos nueve cónsules y otros infinitos romanos con ellos, acontesció en el doceno año del cerco de Numancia que un capitán romano llamado Gneo Fabricio hizo y capituló con los numantinos que ellos y los romanos fuesen entre sí amigos perpetuos confederados, y entre tanto que desto se daba parte en Roma, asentaron una larga tregua. Visto, pues, por los romanos que toda la capitulación era en grande honrra de Numancia y en perpetua infamia de Roma, mandaron al cónsul degollar y la guerra proseguir. Luego el siguiente año, que fué el treceno del cerco, enviaron los romanos al cónsul Scipión con nuevo exército a Numancia, el cual llegado, la primera cosa que hizo fué echar del campo a todos los hombres inútiles y desterrar a todas las malas mugeres, diciendo que en los reales gruesos más daños hacen los deleites aparejados que no los enemigos apercibidos.

Un año y siete meses tuvo Escipión cercada a la ciudad de Numancia, en el cual tiempo nunca los combatió, ni acometió, sino solamente ponía recaudo en que no les viniese socorro, ni les entrase bastimento. Como preguntase un capitán de Scipión al mismo Scipión que por qué no acometía a los que salían fuera ni combatía a los que estaban dentro, respondió: «Es tan fortunada Numancia, y son tan dichosos los numantinos, que su fortuna hemos de pensar que se ha de acabar, mas no esperar que se ha de vencer». Muchas veces salían los numantinos a pelear con los nuevos romanos, y acaesció un día que se trabó entre ellos una tal sanguinolenta escaramuça, que se contara en otra parte por batalla, y al fin fueron de tan mala manera desbaratados los romanos, que si la fortuna de Scipión allí no socorriera, aquel día el nombre de Roma en España se acabara. Viendo, pues, Scipión que los numantinos se ensoberbescían y los romanos se enflaquescían, acordó de retraer sus reales poco más de una milla de la ciudad, lo uno, porque no le acometiesen de súbito, y lo otro, porque no le hiciesen de cerca tanto daño. Como a los numantinos se les acabasen los bastimentos y les faltasen ya muchos de los suyos, ordenaron entre sí y hicieron voto a sus dioses de ningún día se desayunar sino con carne de romanos, ni beber agua ni vino sin que primero gustasen y bebiesen un poco de sangre de algún enemigo que hubiesen muerto. Cosa monstruosa fué entonces de ver, como lo es agora de oír, que ansí andaban los numantinos cada día a caça de romanos, como los caçadores a oxeo de conejos, y tan sin asco comían y bebían de la carne y sangre de los enemigos, como si fueran espaldas y lomos de carneros. Grandísimo era el daño que cada día rescebía el cónsul Scipión en aquel cerco, porque los numantinos, allende de que como fieros animales andaban en los romanos encarniçados, peleaban ya, no como enemigos, sino como desesperados. Escusado era que ningún numantino había de tomar a ningún romano a vida ni menos consentir que le diesen sepultura, sino a la hora que uno caía y moría, le tomaban y desollaban y cuarteaban, y en la carnicería le pesaban, de manera que valía más un romano muerto que no vivo y rescatado. Muy muchas veces fué Scipión persuadido, rogado y importunado de sus capitanes que alçase el cerco y se tornase a Roma; mas ni lo quiso hacer, ni aún lo amaba oír, porque al salir de Roma le había dicho un sacerdote nigromántico que no desmayase ni se retirase de aquella conquista, dado caso que pasasen inmensos peligros en ella, porque los dioses tenían determinado que el fin de la fortunada Numancia había de ser el principio de toda su gloria.

Cómo Scipión tomó a Numancia

Viendo Scipión que no podía convencer a los numantinos con ruegos ni tampoco con armas, hizo hacer en torno de la ciudad un foso muy superbo, el cual tenía en hondo siete estados y en ancho cinco, de manera que a los tristes numantinos ni les podían ya entrar bastimentos que comer, ni ellos podían con los enemigos salir a pelear. Muchos requerimientos hacía el cónsul Scipión a los numantinos para que se encomendasen a la clemencia romana y para que se fiasen y confiasen de su palabra, a las cuales cosas ellos respondían que pues que habían vivido trecientos y treinta y ocho años libres, no querían morir esclavos. Grandes alaridos daban de dentro en la ciudad las mugeres y grandes clamores hacían los sacerdotes a sus dioses, y grandes voces daban todos los hombres al cónsul Scipión para que los dexase salir fuera a pelear como buenos y que no muriesen allí de hambre como civiles. Y decían más: «Para ser tú, oh Scipión, mancebo romano, valeroso y animoso, ni aciertas en lo que haces, ni te aconsejan lo que debrías hacer, porque tapiarnos como nos tienes tapiados no es más de un buen ardid de guerra, mas si nos vencieses en batalla sería para ti una inmortal gloria».

De que se vieron los numantinos tan infamemente cercados y que ya no tenían ningunos bastimentos, juntáronse los hombres más esforçados y mataron a todos los hombres vicios, y a los niños, y a las mugeres, y tomaron todas las riquezas de la ciudad y de los templos, y amontonáronlas en la plaça, y pusieron fuego a todas las partes de la ciudad, y ellos tomaron ponçoña, para matarse, de manera que los templos, y las casas, y las riquezas, y las personas de Numancia, todo acabó en un día.

Monstruosa cosa fué de ver lo que los numantinos hicieron viviendo, y no menos fué cosa espantable lo que hicieron muriendo, porque ni dexaron a Scipión riquezas que robase, ni hombre ni muger de que triumphase. En todo el tiempo que Numancia estuvo cercada, jamás ningún numantino entró en prisión, ni fué prisionero de ningún romano, sino que se dexaban matar antes que consentirse rendir. Cuando el cónsul Scipión vió a la ciudad arder, y después que entró dentro halló a todos los ciudadanos muertos y quemados, cayó sobre su coraçón muy gran tristeza, y derramó de sus ojos muchas lágrimas y dixo: «Oh bien abenturada Numancia, la cual quisieron los dioses que se acabase, mas no que se venciese».

Cuatrocientos y sesenta y seis años duró la prosperidad de la ciudad de Numancia, porque tantos corrieron desde que Numma Pompilio la fundó hasta que el gran Scipión Africano la destruyó. En aquellos antiguos tiempos tres ciudades tuvo Roma por muy émulas y rebeldes; es, a saber: Helia, en Asia; Carthago, en África, y a Numancia, en Europa, las cuales fueron totalmente destruidas, mas nunca de los romanos enseñoreadas. Siendo de edad de veinte y dos años, el príncipe Jugurta vino dende África a la guerra de Numancia en favor de Scipión, y hizo allí tales y tan señaladas cosas que meresció ser de Scipión muy privado, y en Roma muy estimado. Todos los historiadores que escriben de la guerra de Numancia dicen que nunca el pueblo romano rescibió tanto daño, ni le costó tanta gente, ni hizo tanta costa, ni recibió tanta affrenta, como fué en aquella conquista de Numancia, y la razón que para esto dan es porque todas las otras guerras iban fundadas sobre alguna injuria, excepto la de Numancia, que fué de pura envidia.

Decir que la ciudad de Çamora fué en otro tiempo Numancia es cosa fabulosa y de risa digna, porque, si las historias no nos engañan, desde que hubo Numancia en el mundo hasta que començó a ser Çamora, pasaron setecientos y treinta y tres aflos. Si Plinio y Pomponio, y Tholomeo, y Estrabo dixeran que Nuniancia estaba cabe Duero, hubiera dubda si era Soria o Çamora; mas dicen estos historiadores que estaba su fundación a cerca del nascimiento de Duero, de lo cual se puede coligir que pues Çamora está más de treinta leguas del nascimiento de Duero, y Soria no está más de cinco, que es Soria y no Çamora. Tres opiniones son a do puntualmente fué el sitio de la ciudad de Numancia, en que unos dicen que fué do agora es Soria; otros dicen que fué de la otra parte de la puente, en un alto; otros dicen que fué una legua de allí, en un lugar llamado Garray, y a mi parescer, y según lo que yo conoscí de los tres sitios, ésta es la mayor y la más verdadera opinión, porque allí hallan grandes antigüedades y parescen grandes edificios, Los que escribieron de Numancia fueron Plinio, Strabo, Tholomeo, Trogo Pompeo, Pullion, Trebelio, Vulpicio, Ysidoro, Justino y Marco Ancio.




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Letra para el condestable don Íñigo de Velasco, en la cual le persuade el autor que en la toma de Fuenterrabía primero se aproveche de su cordura que experimente su fortuna.


Muy illustre señor y cesáreo capitán:

Anoche, ya muy noche, me dió Pedro de Haro una carta de Vuestra Señoría, la cual, aunque no viniera firmada, la conosciera en la letra ser de vuestra mano escripta, porque traía pocos renglones y muchos borrones. Agora que estáis en la guerra, bien se sufre escribáis en papel grueso, los renglones tuertos, la tinta mala y la letra sucia y borrada, porque los buenos guerreros más se prescian de amolar las lanças que de cortar las péñulas. Escrebísme, señor, que ruegue a Dios por vuestra salud y victoria, a causa que por mandado de César is a cercar a Fuenterrabía, la cual tomó el almirante de Francia, siendo ella de la Corona de Castilla. Este vuestro criado me dió tanta priesa por esta carta, que me será forçado responder más largo de lo que puedo, y mucho menos de lo que quiero. En lo que toca a Fuenterrabía, bien tengo creído que de dos años a esta parte le cuesta más al rey de Francia el tomarla y substentarla, que le costara comprarla o edificarla, y desto no nos hemos de maravillar, porque los príncipes y grandes señores mucho más gastan en substentar la opinión que toman que no la razón que tienen. En toda la christiandad no hallo yo agora empresa tan peligrosa como es ésta de Fuenterrabía, porque o al rey de Francia habéis de vencer, o al emperador desplazer; quiero decir, que os tomáis con la potencia del uno, o con la gracia o desgracia del otro. Ser Capitán general es oficio honroso y provechoso, aunque muy delicado, porque dado caso que haga todo lo que puede, y todo lo que debe, si por malo de sus pecados da alguna batalla y no lleva la victoria de ella, no cumple el triste con perder la vida, sino que le buscan alguna culpa, por lo cual dicen que perdió aquella batalla. Sea cada uno quien fuere, y pelee como peleare, que jamás hasta hoy vimos al capitán vencido llamarle cuerdo, ni al que venció llamarle temerario. Los capitanes que pelean y los médicos que curan, muy bueno es que sean cuerdos; mas muy mejor es que sean bien fortunados, porque son dos cosas éstas a do muchas veces falta la cordura y acierta la fortuna. Vos, Señor, lleváis empresa justa y justísima, porque de tiempo inmemorable acá jamás hemos oído ni visto la villa de Fuenterrabía ningún rey de Francia la hubiese poseído, ni que rey de Castilla se la hubiese dado; de manera que a ellos es conciencia tenerla, y a nosotros es vergüenza no tomarla. Mirad, Señor, mucho por vos, para que guerra tan justa no la perdáis por alguna culpa secreta, porque los desastres y desgracias que suelen acontescer en semejantes empresas no vienen por no ser la guerra justa, sino por ser los ministros della injustos. La guerra que hacían los hombres a los alóphilos en los montes de Gelboe era guerra muy justa; mas el rey Saúl, que la hacía, era rey muy injusto, a cuya causa permitió nuestro Señor que se perdiese aquella tan generosa batalla, no por más de porque se perdiese el rey en ella. Como los juicios de Dios sean en sí tan altos, y a nosotros tan ocultos, muchas veces acontesce que escoge el príncipe a un criado suyo para enviarle a la guerra, a fin de le honrrar y mejorar más que a todos, y por otra parte permite Dios que allí de do pensó salir más honrrado y aventurado de allí escape más affrentado y confuso. No piensen los príncipes y grandes señores, que pues no quisieron abstenerse de la culpa, que por eso han de ser más exentos que los otros de la pena, porque lo rodea Dios de tal manera, que vengan a pagar en un hora lo que cometieron en toda su vida. En la casa de Dios jamás fué ni es, ni será mérito sin premio, ni culpa sin pena, y si por caso no vemos luego premiar a los buenos ni castigar a los malos, no es porque Dios los olvida, sino que para adelante lo disimula.

El marchal de Navarra, con su parcialidad de agramonteses, sabemos que está en la defensión de Fuenterrabía; no me parescería mal consejo echar el cerco público, y tractar con ellos de secreto, porque si agora son criados del rey de Francia, acordarse han que también fueron vasallos de nuestro César. A lo que yo hallo por las historias antiguas, este linage de los marchales de Navarra es linage antiguo, generoso y valeroso, y para mí tengo creído que el marchal querrá antes servir a César, su Señor, que seguir al rey de Francia, su amo. Solía decir el buen Scipión Africano que todas las cosas se habían de intentar en la guerra, antes que nadie echase la mano a la espada, y a la verdad él decía muy gran verdad, porque no hay en el mundo otra tan gran vitoria como es aquella que sin sangre se alcança. Cicerón, escribiendo a Athico, dice y affirma que no es de menos estima el caudillo que vence a los enemigos con consejo que el que los vence a hierro. Silla, Thiberio, Calígula y Nero nunca supieron sino mandar y matar, y, por el contrario, el buen Augusto y Titho y Trajano nunca supieron sino rogar y perdonar, de manera que vencían rogando como los otros peleando. El buen çirujano ha de curar con ungüentos blandos, y el buen capitán con persuasiones discretas; porque el hierro más le crió Dios para arar los campos que no para matar los hombres. Plutarco dice que estando Scipión sobre Numancia, como le importunasen que combatiese a la ciudad y destruyese a los numantinos, respondió él: «Más quiero conservar la vida de un ciudadano de Roma que matar a cuantos hay en Numancia». Si esto que dijo Scipión mirasen los capitanes de guerra, por ventura no serían tan temerarios en meter a sus exércitos en tantos peligros, de lo cual se les sigue muchas veces que pensando ellos de tomar de los enemigos vengança, la toman los otros de su sangre propria.

Todo esto digo, señor Condestable, para que dado caso que César tenga justificada la guerra de Fuenterrabía, no dexe Vuestra Señoría por su parte de justificarla, y la justificación que habéis de hacer es que primero los persuadáis que los combatáis; porque muchas veces suele hacer más el ruego del amigo que el hierro del enemigo. Del buen Theodosio emperador cuentan sus historiadores que hasta que pasasen diez días después que echaba cerco sobre una ciudad no permitía a los suyos que la combatiesen, ni a los vecinos della maltratasen, diciendo y pregonando cada día que aquellos diez días les daba él de término para que se aprovechasen de su clemencia, antes que experimentasen su potencia. Cuando el Magno Alexandro vió muerto el cuerpo de Darío, y Julio César la cabeza de Pompeo, y Marco Marcello vió a Siracusa arder, y el buen Scipión a Numancia destruir, no pudieron detener las lágrimas de los ojos, aunque aquéllos eran sus mortales enemigos, porque los coraçones tiernos y generosos si huelgan con la vitoria pésales de la afrenta agena. Creedme, Señor Condestable, que la piedad y clemencia nunca embotó en la guerra la lança, y, por el contrario, el capitán que es sanguinolento y vindicativo, o los enemigos le matan o los suyos le venden. No immérito tiene y tendrá Julio César, el primado entre todos los príncipes del mundo, y esto no porque fué más hermoso, fuerte, esforçado y fortunado que todos los otros, sino porque sin comparación fueron muchos más los enemigos que perdonó, que no los que venció ni mató. El muy famoso capitán Narsetes, leemos dél que subjeto a las Gallias, venció los athros y enseñoreó a los germanos, y con todo esto nunca dió batalla a los enemigos que no llorase la noche antes en los templos. El emperador Augusto, el reyno, que él más quería y por quien más hacía era el de los mauritanos, que agora se llama el reino de Marruecos, y la razón que él daba para esto era porque todos los otros reinos había ganado a hierro y éste a ruego. Si a mis palabras queréis, Señor Condestable, dar fe, trabajad que se os dé a pacto y conveniencia Fuenterrabía, antes que no tomarla por fuerça, porque en los graves y dubdosos casos, primero han los hombres de aprovecharse de su cordura que experimentar su fortuna. En lo demás que me mandáis, yo, señor, lo haré, y de muy buena voluntad; es, a saber, que ruegue a nuestro Señor dé a Vuestra Señoría vitoria, y a mí su gloria.

De la villa de Vitoria a XIII de enero de MDXXII.




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Letra para don Antonio de Çúñiga, prior de Sant Juan, en la cual se le dice que aunque haya en un caballero que reprehender, no ha de haber que afear.


Ilustre señor y muy valeroso capitán:

Ayer, día de Sancta Lucía, me dió el señor Lope Osorio una carta de Vuestra Señoría, hecha en el cerco que tenéis echado sobre Toledo, y de verdad yo holgué con ella mucho y la estimé en mucho, por ser de tal mano escripta y de tal lugar enviada, porque en tiempo de tan gran revolución, como ésta no ha de escrevir el caballero desde su casa holgando, sino desde el campo peleando. El sacerdote se ha de presciar de la casulla, el labrador de la reja, y el caballero de la lança; por manera que en la buena república el sacerdote ora, el labrador ara y el caballero pelea. No se llama uno caballero porque es en sangre limpio, en potencia grande, en joyas rico y en vasallos poderoso, porque todas estas cosas en un mercader se suelen hallar, y aún un judío las suele comprar. Lo que al caballero le hace ser caballero es ser medido en el hablar, largo en el dar, sobrio en el comer, honesto en el vivir, tierno en el perdonar y animoso en el pelear. Por más que uno sea en sangre ilustre y en el tener valeroso, si por caso es en el hablar boquirroto, en el comer vorace, en condición ambicioso, en la conversación malicioso, en el adquerir cobdicioso, en los trabajos impaciente y en el pelear cobarde, del tal mejor habilidad diremos que tiene para recuero, que no para caballero. Vileza, pereza, escaseza, malicia, mentira y cobardía nunca se compadescieron con la caballería, porque en el buen caballero, aunque se halle en él qué reprehender, no se ha de hallar qué afear. En nuestro tiempo no ha habido tiempo en que muestre bien el caballero quién es y para qué es, como agora, que pues el rey es fuera del reino, la reina está enferma, el Consejo real anda huído, los pueblos están rebelados, los gobernadores están en el campo y todo el reino alterado, agora, si no nunca, deben trabajar y morir por el reino apaciguar, y cada uno a su rey servir. El buen caballero torna agora los guantes en manoplas, las mulas en caballos, los borceguíes en grebas, las gorras en celadas, los jubones en arneses, la seda en malla, el oro en hierro y el caçar en pelear, de manera que el valeroso caballero no se ha de presciar de tener gran librería, sino buena armería. Para el bien de la república, tanta necesidad hay que el caballero se arme como el sacerdote que se revista, porque si las oraciones nos quitan los pecados, también las armas nos libran de los enemigos. Todo esto digo, Señor Prior, para que sepáis allá que sabemos acá todo lo que en vuestro exército hacéis y aún todo lo que decís, y no os debe pesar dello, pues todos loan vuestra cordura y engrandescen vuestra fortuna.

En el paño de la fama muy afamado es el gran judas Machabeo, el cual, como los suyos le aconsejasen que huyendo salvasen la vida, al punto que quería dar una batalla, dixo: «Nunca Dios permita que pongamos sospecha en nuestra fama, sino que muramos aquí todos por guardar nuestra ley, por amparar a nuestros hermanos y por no vivir infamados». Mucha cuenta hacen los historiadores griegos de su rey Agiges, porque queriendo dar una batalla a los licaonios, como le dixesen los suyos que eran muchos los enemigos, respondióles él: «El príncipe que quiere señorear a muchos, necesario le es pelear con muchos». Anaxándridas, capitán de los esparciatas, preguntado por qué los de su ejército se dexaban antes matar que prender, respondió: «Porque es ley entre ellos muy usada de antes morir libres que no vivir captivos». El gran príncipe Bias, teniendo guerra con Yphicrato, rey de los athenienses, como cayese en una celada que le tenían armada los enemigos, y los suyos le dixesen que qué harían, respondiáles él: «Que digáis a los vivos cómo yo muero peleando, que yo diré allá a los muertos cómo vosotros is huyendo». Leónidas, hijo que fué de Anaxándridas y hermano de Cleoménidas, estando peleando en una batalla, como los suyos le dijesen que eran tantas las saetas que los enemigos tiraban que cubrían el sol, respondió él: «Si las flechas y saetas que tiran los enemigos cubren el sol, pelearemos nosotros a la sombra». Carilo, rey, quinto que fué después de Ligurguio, estando guerreando a los athenienses, como un capitán preguntase a otro capitán si sabía qué tantos eran los enemigos, díjoles Carilo: «Los valerosos y animosos capitanes nunca han de preguntar de sus enemigos qué tantos son, sino adónde están, porque lo uno es señal de huir y lo otro de pelear». Alcibíades, muy afamado capitán que fué de los athenienses, en la guerra que tuvo con los lacedemones, como los de su campo súbitamente diesen grandes voces, diciendo «¡Al arma, al arma, que hemos caído en manos de nuestros enemigos!», díxoles él: «Esforçaos y no temáis, que no hemos caído nosotros en sus manos, sino ellos en las nuestras».

He querido contar estas pocas de antigüedades para que, sepan todos los presentes y venga a noticia de todos los absentes que entre estos tan ilustres varones puede ser contado Vuestra Ilustre Señoría, pues no os excedieron en las palabras que dixeron, ni en las obras que hicieron. Acá hemos sabido en cómo los del real de Toledo salieron a quitaros una gruesa cabalgada que llevávades a vuestro real, y muchos de los vuestros, no sólo començaron a huir, mas aún os aconsejaban que huyésedes, y vos, Señor, como hombre animoso y capitán diestro, os metistes en los enemigos diciendo: «¡Aquí, caballeros; aquí vergüença, vergüença; vitoria, vitoria! Que si hoy vencemos, alcançamos lo que queremos, y si morimos, cumplimos con lo que debemos!». Oh palabras dignas de notar, y muy dignas de en vuestro sepulchro se esculpir, pues se averiguó que aquel día matastes con vuestra espada a más de siete, y vencistes con vuestro ánimo a más de siete mil.

Trogo Pompeyo dice muchas veces y en muchos lugares que las inmensas vitorias que alcançaron los romanos no fueron tanto por ser sus exércitos muy poderosos, cuanto por tener capitanes muy diestros, y esto podémoslo muy bien creer, pues vemos cada día que el felice suceso de una batalla no se atribuye tanto al exército que peleó como al capitán que la venció. Jáctanse los asirios de haber tenido por capitán a Belo; los persas, a Ciro; los thebanos, a Hércules; los hebreos, al Machabeo; los griegos, a Alcibiades; los troyanos, a Héctor; los egipcios, a Osiges; los epirothas, a Pirro; los romanos, a Scipión; los carthagineses, a Aníbal, y los hispanos, a Viriato.

La naturaleza de este ilustre varón Viriato fué de la provincia Lusitania, que es agora Portugal, y en su mocedad fué primero pastor, después labrador, después salteador y después fué emperador y de su patria único defensor. Los mismos escriptores romanos cuentan deste ilustre capitán Viriato que en quince años que tuvieron con él los romanos guerra nunca le pudieron matar, ni prender, ni afrentar, y como vieron que no le podían vencer en la guerra, ordenaron de matarle a traición con ponçoña.

He querido traeros, Señor, a la memoria esta historia, para que en esta guerra civil que tenemos los caballeros con los comuneros seais vos, señor Prior, otro nuevo Machabeo entre los hebreos, y otro nuevo Viriato entre los hispanos, para que nuestros enemigos tengan que contar y vuestros amigos de qué se loar. Sea, pues, la conclusión de todo que trabajéis mucho en que, como tenéis ánimo para acometer a los enemigos, le tengáis también para resistir a los vicios, porque en los varones ilustres como Vuestra Señoría se abastan pocos vicios para obscurecer muchas victorias. En lo demás que el señor Hernando de Vega me encomendó de vuestra parte, es a saber, que pues también se señala en la guerra, haya memoria dél en la chrónica, teneos, señor, por dicho, que si vuestra lança fuere cual fué la de Achiles, mi pluma será cual fué la de Homero.

De Medina de Rioseco a XVIII de Hebrero MDXXII.




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Letra para el conde de Miranda, en la cual se expone aquella palabra de Christo que dice: «Jugum meum sueve est». Es una de las notables cartas que el auctor escribe.


Ilustre señor y cesáreo ecónomo:

Mándame por su carta le envíe en romance la exposición de aquella palabra de Christo que dice: «Jugum meum suave est, et onus meum leve», la cual me oyó el otro día predicando a Su Magestad en el sermón de todos les sanctos, y enamoróse de oirla y querría mucho tenerla. Escríbeme también que no será mucho tomar trabajo de enviaros la exposición de aquella palabra, pues me fuistes a ver siendo yo guardián de Soria, de manera que si no lo quisiere hacer de gracia me lo pedís por justicia. No quiero negar que aquella visitación no fué para mí muy gran merced y consolación, a causa que el monesterio es húmedo, y la tierra fría, los aires subtiles, el pan poco, los vinos malos, las aguas crudas y las gentes no nescias, que a la verdad, si en otra parte juzgan lo que ven, allí dicen lo que piensan. Lo que más allí sentía era, no la falta de los bastimentos, sino la absencia de los amigos, sin los cuales ni hay tierra que agrade, ni conversación que se contente. Mucha razón tenéis, señor, de pedir la visitación que hicisteis y la consolación que me disteis, porque el buen amigo no debe más a su amigo de remediarle las necesidades y consolarle en las tribulaciones. Por tan gran merced, si quiero haceros mercedes, no soy señor; si quiero serviros, no tengo con qué; si quiero visitaros, no tengo libertad; si quiero pagaros, soy pobre; si quiero daros algo, no lo habéis menester. Lo que podré hacer será reconoscer la merced que entonces me hecistes y cumplir lo que agora me mandáis. Aunque sea poco, no tengáis, señor, en poco teneros por señor y elegiros por amigo, porque el buen beneficio rescebido mucho más es agradescerle que pagarle. Vicio por vicio, maldad por maldad y malo por malo, no hay en el mundo hombre tan malo como es el hombre desagradecido, y de aquí es que el coraçón tierno y humano todas las injurias perdona, excepto la ingratitud, que nunca se le olvida. Alexandro Magno, en hacer mercedes, y Julio César, en perdonar injurias, hasta hoy por nascer están otros dos príncipes que a éstos sobrepujasen, ni aun con ellos igualasen, y junto con esto se lee dellos, que si sabían que era un hombre ingrato, ni Alexandro le daba, ni César te perdonaba.

EXPÓNESE LA AUCTORIDAD DE «JUGUM MEUM SUAVE EST».

Lo que decís, Señor, que os envíe aquella palabra que a Su Magestad prediqué como se la prediqué, cosa es que yo nunca suelo hacer, ni aún debría hacer, porque si es en nuestra mano de enviaros lo que decimos, no podemos embiaros la gracia con que lo predicamos, porque aquel boato y energía que en aquella hora da Dios a la lengua, pocas veces la da después a la pluma. Asclepio entre los argibos, Demóstenes entre los athenienses, Esquines entre los rodos y Cicerón entre los romanos, no sólo supleron orar, mas aún fueron príncipes de todos los oradores, y junto con esto nunca oración que oraban al pueblo querían dar después por escripto, diciendo que no querían fiar de la pluma la gloria que les había dado su lengua. Lo que va de la traça a la casa, del modelo al edificio, de la figura a lo figurado y de lo natural a lo representado, aquello va de oír un sermón en el púlpito a leerle después en escripto, porque en la escritura solamente se ceban los ojos, mas con la palabra levántase el coraçón. Propriedad es de las divinas letras, que leyéndose se dejen entender, y oyéndose se dejen gustar, y de aquí es que muchas personas más se tornan a Dios por los sermones que oyen que no por los libros que leen. Yo, Señor, quiero hacer lo que me mandáis, y enviaros lo que me pedís, con un testimonio que pido y una protestación que hago, que si no os pareciere tan bien cuando lo leyéredes como os paresció cuando lo oistes, no echéis la culpa a mi caridad, sino a vuestra importunidad.

Viniendo, pues, al caso, dice Christo: «Venid a Mí todos les que estáis cargados y trabajados, que yo os descargaré y recrearé». Ysaías dice en sus visiones: «Onus babilonis, onus Moab, onus in Arabiam, onus Egiptii, onus Damasci, onus deserti maris, onus Tiri». Que quiere decir: «Vi a Babilonia cargada, a Moab cargada, a Arabia cargada, a Egipto cargada, a Damasco cargada y a Thiro cargada». El propheta David dice: «Sicut onus graue gravatum est super me». Como si dixese: «Una carga muy pesada echaron sobre mí». Puédese, de lo que hemos dicho, coligir que antes de Christo toda la vieja ley era enojosa, era penosa, nos traía cargados y aun penados, porque era rigurosa con los que la quebrantaban, y no tenían gloria para los que la guardaban. En pago de los preceptos morales que guardaban, y de los legales que cumplían y de los cerimoniales que se tenían, y de los sacrificios que offrescían, solamente les daba Dios vitoria de los enemigos, paz a las repúblicas, salud a las personas y hacienda con que se sustentasen sus casas. ¡Qué mayor carga podía ser en el mundo que al que quebrantaba la ley se iba luego al infierno y al que la guardaba no le daban luego el paraíso? Desde que la ley vieja se començó hasta que se acabó, siempre echaron precepto sobre precepto, cerimonia sobre cerimonia, ley sobre ley, carga sobre carga y aun pena sobre pena; de manera que todos fueron en cargarla y ninguno en aliviarla. El primero que en el mundo mandó pregonar que viniesen a él todos los cargados, que él los descargaría, y todos los agraviados, que él los desagraviaría, fué Christo nuestro Dios, y esto fué cuando en el crisol del amor hundió aquella ley de temor.

Es aquí de advertir que siendo de su natural cualquier yugo pesado, áspero, duro y congojoso, y el animal que le trae anda allí atado y trabajado, y decir por otra parte Christo que es su yugo suave de traer, su carga ligera de llevar, cosa es por cierto digna de saber y muy alta de pensar. No dixo Christo simplemente todo yugo es suave, porque de otra manera no supiéramos de qué yugo hablaba ni aun qué ley aprobaba. En decir Christo que su yugo es suave nos dió a entender que los otros yugos son amargos; en decir que su carga era ligera, dió a entender que las otras eran pesadas, de manera que nos alivia cuando nos carga, y nos liberta cuando nos unce. Tampoco dixo Christo mis yugos son suaves y mis cargas son ligeras, porque nuestro Dios ni nos manda arar con muchos yugos, ni cargarnos de muchas cargas. El demonio es el que nos persuade a muchos vicios, el mundo es el que nos engolfa en grandes negocios y la carne es la que nos pide muchos regalos; que el buen Christo nuestro Dios no nos pide más de que a Él amemos y a nuestros hermanos no aborrezcamos. La ley de los hebreos era ley de temor; mas la ley de los cristianos es ley de amor, y como ellos servían a Dios por fuerça y nosotros de grado, llámase aquella ley dura, y la de Christo, suave. Propiedad del amor es que lo áspero torne llano; lo cruel, manso; lo acedo, dulce; lo insípido, sabroso; lo enojoso, apacible; lo malicioso, simple; lo torpe, avisado, y aún lo pesado, ligero. El que ama, ni sabe murmurar de quien le enoja, ni negar lo que le piden, ni resistir a lo que le toman, ni responder a lo que le riñen, ni vengarse aunque le afrenten, ni aun se ir si le despiden. ¿Qué se le olvida al que de coraçón ama? ¿Qué dexa de hacer el que no sabe sino amar? ¿De qué se quexa el que siempre ama? Si el que ama tiene alguna quexa, no es de lo que ama, sino de sí mismo, que hizo algún yerro en el amor. Sea, pues, la conclusión que el coraçón que ama de coraçón sin comparación es mucho más el placer que toma en el amor que el trabajo que pasa en servir. ¡De cuán gran cosa sería, si con ser christianos fuésemos de la ley de Christo enamorados, que a la verdad entonces ni andaríamos pensativos ni viviríamos penados, porque el coraçón que está ocupado en amores, ni huye los peligros, ni desmaya en los trabajos! El yugo que traen los animales cuando es nuevo es de suyo muy pesado; mas cuando ya es seco y algo traído, es más blando de sufrir, y más ligero de traer. ¡Oh buen Jesu, oh alto misterio de mi Dios!, pues no quesiste luego, en nasciendo, cargarnos el yugo de tu ley, sino que tú mismo sobre ti mismo le cargaste, y treinta años primero sobre ti le truxiste, para que se enxugase, y se alimpiase y se desbriznase. ¿Qué nos mandó Christo hacer que él primero no lo hiciese? ¿Qué yugo nos echó a cuestas que él primero no te truxese sobre sus hombros? Si nos manda ayunar, él ayunó; si nos manda orar, él oró; si nos manda perdonar, él perdonó; si nos manda morir, él murió, y si nos manda amar, él amó. De manera, que si nos manda tomar alguna medicina, primero hizo él en sí mismo la experiencia. No compara Christo a su bendita ley al madero, ni a la piedra, ni a las plantas, ni al hierro, sino solamente al yugo, porque todas estas cosas puédelas llevar uno solo, mas al yugo hanlo de tirar por fuerça dos. Alto y muy profundo misterio es éste, por el cual se nos da a entender que a la hora que el buen christiano abaxare la cabeça debaxo del yugo para llevarle, luego se pondrá de la otra parte Christo para ayudarle. Nadie llama a Christo que no le responda, nadie se le encomienda que no le socorra, ninguno le pide a quien no dé algo, nadie le sirve a quien no pague, ni nadie trabaja que no le ayude. El yugo de la ley de Christo más amaga que hiere, más perdona que castiga, más disimula que acusa, más espanta que cansa y aún más alivia que carga, porque el mismo Christo que nos le mandó cargar, Él mismo y no otro nos le ayuda a llevar. ¡Oh buen Jesu!, oh amores de mi alma: con tal adalid como tú, ¿quién perderá el camino? Con tal patrón como tú, ¿quién teme de abnegarse? Con tal capitán como tú, ¿quién desespera de la vitoria? Con tal compañero como tú, ¿qué yugo hay trabajoso? ¡Oh ley suave, oh yugo bienaventurado, oh trabajo bien empleado el que por ti pasamos, Christo! Porque no sólo te prescias de hallarte en nuestros trabajos, mas aún nos prometes de no dexarnos solos. Quien en el huerto de Gesemaní salió a rescebir a los que le iban a prender, de creer es que saldrá a abraçar a los que le vienen a servir. Si quiere hacer armas un rico mundano con un pobre christiano, hallaremos por verdad que es mayor el ayuda de costa que da Christo a los que le sirven, que no el acostamiento que da el mundo a los que le siguen. A los que trae el mundo debaxo de su yugo, a ésos da todas las cosas vareadas, medidas y pesadas, que en la casa de Dios todo se da sano, entero, sin contrapeso y cogolmado. Con mucha razón podemos decir que el yugo de Christo es suave y su carga muy ligera, pues el mundo aún no nos paga los servicios que le hacemos, y Christo nos paga aún los pensamientos buenos que dél tenemos. Bien vee Christo que de nuestro natural somos humanos, flacos, míseros, torpes y remisos, a cuya causa no mira el que tales somos, sino que tales deseamos ser. Ley dió Moisén a los hebreos; Solón, a los griegos; Phoroneo, a los egipcios; Numma, Pompilio, a los romanos. Mas como las hicieron hombres, acabáronse, como se acaban los hombres, mas el yugo de la ley de Dios dura en cuanto Dios durare. ¿Qué puede valer la ley de Moisén, en la cual se permitía el divorcio y la usura? ¿Qué podía valer la ley de Phoroneo, en la cual se permitía a los egipcios que fuesen ladrones? ¿Qué podía valer la ley de Ligurguio, en la cual no se castigaba el homicidio? ¿Qué podía valer la ley de Solonino, en la cual se disimulaba el adulterio? ¿Qué podía valer la ley de Numma Pompilio, en la cual se permitía que cuanto pudiesen tomar les era lícito conquistar? ¿Qué podía valer la ley de los lidos, en la cual no tenían las doncellas otro casamiento sino el que ganaban adulterando? ¿Qué podía valer la ley de los baleares, en la cual se mandaba que no entregasen la esposa al esposo hasta que la conociese el pariente más propincuo? Estas y otras semejantes leyes no podemos decir que eran sino bestiales, brutales y inhonestas, pues en ellas se contenían vicios y se permitían hombres viciosos. El que entró en la religión de Christo a ser cristiano no tiene licencia de ser soberbio, ladrón, homicida, adúltero, glotón, malicioso, blasfemo, y si por caso viéremos que alguno hace lo contrario desto, solamente terna el nombre de christiano, que en lo demás será perrochano del infierno. Es la sagrada ley de Christo tan recta en lo que admite, y tan limpia en lo que permite, que ni vicio sufre, ni con hombre vicioso se compadesce: «quia lex domini immaculata». Los hebreos, los alábares, los paganos y gentiles que a nuestra ley infaman y de su aspereza se quexan, no tienen por cierto razón ni menos ocasión, porque el defecto no está en que sea ella mala, sino en que de nosotros es mal guardada. A los que quieren ser virtuosos nunca los preceptos de Christo se le harán ásperos, porque el yugo de Dios no es para los que siguen su opinión, sino para los que viven conforme a razón. Finalmente, digo que todo lo que hacemos como christianos éramos obligados a hacer por ser hombres, y por eso dice Christo que es su yugo suave y su carga ligera, porque es él tan bueno y tan magnánimo, que así nos paga lo que por él hacemos, como si no fuésemos obligados a lo hacer.

Esto, pues, es lo que siento desta palabra, y esto es lo que dixe a Su Magestad cuando prediqué della. No más sino que nuestro Señor sea en su guarda y a mí dé su gracia que le sirva.

De Madrid, a X de junio de MDXXVI.




ArribaAbajo- 9 -

Letra para don Pedro Girón, en la cual el auctor toca la manera del escribir antiguo.


Villoria, vuestro solicitador y criado, me dió una carta suya aquí en Burgos, escripta en Osuna a veinte y cuatro de agosto, la cual, aunque partió de allá por agosto, llegó acá a quince de noviembre; de manera que vuestras cartas, señor, son tan cuerdas y tan bien proveídas, que antes que salgan de su tierra dexan ya hecho el agosto y vendimia. Si como era carta fuera cecina, ella hubiera tenido tiempo para venir bien sazonada, porque ya hubiera tomado la sal y aun descolgádose del humo. Las cartas que habéis, Señor, de enviar, y las hijas que habéis de casar, no curéis de dexarlas mucho annejar; porque en mi tierra no dexan annejar otra cosa, sino los tocinos que han de comer y las cubas que han de beber.

Mucho menos camino hay de Osuna a Burgos que hay de Roma a Constantinopla, y tenía mandado el emperador Augusto a todos los visorreyes suyos que en Oriente residían que si dentro de veinte días no rescebían la carta que él les había escripto, que no la diesen por rescebida, aunque después la rescibiesen, diciendo que después podía haber sucedido en Roma alguna cosa, la cual se había de proveer en contrario de lo que había proveído en la primera carta. El emperador Thiberio César, si las cartas que le venían de Asia no eran de XX días escritas, y las que le venían del Illirico, de V, y las que le venían de toda Italia, de III, ni las quería leer, ni menos proveer. Parésceme, Señor, que debéis de aquí adelante hablar, y aun capitular con vuestras cartas, que si a la corte de César han de venir se den más priesa en el caminar, porque hablando con verdad, y aun con libertad, si vuestras cartas fuesen maderas de los pinares de Soria, como son cartas de Osuna, a fe de christiano que ellas llegasen acá tan secas que se pudiesen hacer dellas puertas y ventanas. Aunque me den muchas cartas juntas, luego conozco entre todas las suyas, las cuales vienen ahajadas como lienço, rancias como tocino, apolilladas como ropa, sucias como jubón y, lo que más es de todo, que para abrirlas y leerlas no es menester fuerça ni hay necesidad de rasgarlas, porque las nemás vienen ya todas quebradas y los sellos hechos pedaços.

Philistrato, en la vida de Apolonio Thianeo, dice que era costumbre entre los ipineos de poner las datas de las cartas en los sobreescriptos dellas, para que si fuesen de pocos días escriptas, las leyesen, y si fuesen añejas, las rasgasen. Si como sois christiano fuérades, Señor, ipineo, sed cierto y no dubdéis que de cient cartas de vuestra mano escriptas las noventa y ocho fueran rasgadas y aun dubdo que las dos fueren leydas. Es verdad, pues, que si la data de la carta es vieja, que la letra es legible y buena, sino que le juro «per sacra numina» que paresce más caracteres con que se escribe el musaico que no carta de caballero. Si el ayo que tuvisteis en la niñez no os enseñó mejor a vivir que el maestro que tuvisteis en la escuela a escrebir, en tanta desgracia de Dios caerá vuestra vida como en la mía ha caído su mala letra, porque le hago saber, si no lo sabe, que querría más construir cifras que no leer sus cartas.

Según la variedad de los tiempos, así se fué descubriendo la manera del escrebir entre los hombres, porque según dice Strabo, De situ orbis, primero escribieron en ceniza; después, en cortezas de árboles; después, en piedras; después, en hojas de laurel; después, en planchas de plomo, y después, en pargamino, y lo último vinieron a escrebir en papel. Es tan bien de saber que en las piedras escribían con hierro; en las hojas, con pinceles; en la ceniza, con los dedos; en la corteza, con cuchillos; en el pargamino, con cañas, y en el papel, con péñulas. La tinta con que escribieron los antiguos fué la primera de un pesce que le llamaban xibia; después la hicieron de gumo de largas; después, de hollín de humo; después, de bermellón; después, de cardenillo, y al fin la inventaron de goma, agallas, caparrosa y vino.

He querido, Señor, contaros estas antigüedades para ver esta vuestra carta si fué escripta con cuchillos, o con hierros, o con pinceles, o con los dedos, porque, según ella, vino tan inteligible, no es posible menos, sino que se escribió con caña cortada, o con cañón por cortar. Sabed, Señor, que las condiciones de vuestra carta eran ser el papel grueso; la tinta, blanca, los renglones, tuertos, las letras, trastrocadas, y las razones borradas; de manera que vos, Señor, la escrebistes a la luna, o algún niño que era aprendiz en la escuela. Ya que la carta venía vieja, abierta, sudada, desollada y borrada, es verdad que era corta de razones y abreviada en renglones, no por cierto, sino que a no tener nada escripto, tenía dos pliegos y medio; por manera que, cuando la vi, pensé que era alguna monitoria con que me citaban, y no carta que me escrebían. Las letras de vuestra mano escriptas no sé para qué se cierran, y menos para qué se sellan, porque hablando la verdad, por más seguro tengo yo a vuestra carta abierta que no a vuestra plata cerrada, pues a lo uno no le bastan candados, y a lo otro le sobran los sellos.

Yo le di a leer vuestra carta a Pedro Coronel para ver si venía en hebraico; díla al maestro Prexamo, para que me dijese si estaba en caldeo; mostréla a Hameth Abducarin, para ver si venía en arábigo; dí se la también al Sículo, para que viese si aquel estilo era griego; embiésela al maestro Salaya, para saber si era cosa de astrología; finalmente, la mostré a los alemanes, flamencos, italianos, ingleses, escocianos y francese:s, los cuales todos me dicen que o es carta de burla o escriptura encantada. Como me dixeron muchos que no era posible sino que era carta encantada o endemoniada, determinéme de enviarla al gran nigromántico Johannes de Barbota, rogándole mucho que la leyese o la conjurase; el cual me tornó a escrebir y avisar que él había la carta conjurado, y aun metídola en cerco, y lo que alcanzaba en este caso era que la carta, sin duda ninguna, no tenía espíritus, mas que me avisaba que el que la escribió debía estar espiritado. Por lo que os quiero y por lo que os debo os aviso y ruego, Señor, de que aquí adelante toméis estilo de mejorar la letra, y si no podéis, encomendaros a Johannes de Barbota. Tan virgen escapará de mis manos la carta como escapó la muger del Puthifario de manos de Joseph, y la hermosa Sarra de manos de Bimalech, y la hebraica Sunamitis de manos de David, y la dama de Carthago de las manos de Scipión, y la muger de Phocio de las manos de Dionisio, y la hija del rey Darío de las manos de Alexandro, y la reina Cleopatra de las manos de Augusto. Finalmente, digo que, o yo no sé leer, o vos, Señor, no sabéis escrebir. Si la carta que envió el rey David a su capitán Joab sobre la muerte del triste Urias, y la preñez de la hermosa Bersabé, fuera desta letra tan maldita, nunca David pecara, ni el inocente Urias muriera. Si la capitulación que hizo Escauro y sus compañeros en la conjuración de Cathilina fuera de tan mala letra como su carta, ni a ellos dieran muerte tan cruda, ni en la ciudad de Roma se levantara tan infame guerra. Pluguiera a la Providencia divina que fuérades, señor, secretario de Manicheo, Arrio, Nestorio, Sipontino, Mario, Ebio y aun del Lutero, y de todos los otros hereges que ha habido en el mundo, porque dado caso que ellos os constriñeran a escrebir las descomulgadas heregías, nunca nosotros ni nadie acertara a leerlas. A Plinio, en la Natural Historia, y a Clebio, en la astrología, y a Phirro, en la philosophía, y a Cleander, en la Aritmética, y a Estiphon, en la Ethica, y a Codro, en la Política, reprehenden grave y gravísimamente todos los escriptores antiguos, porque escribieron en sus doctrinas algunas cosas, las cuales son fáciles de leer y muy difíciles de entender. En la capitanía destos tan excelentes varones bien podéis, señor, asentar una lança, y aun dar tres libras de cera para entrada de la Cofradía, porque si las escripturas dellos no se dexan entender, tampoco vuestros renglones se pueden leer.

Muchas veces me pongo a pensar cómo con la antigüedad de los tiempos y con la variedad de los ingenios todas las cosas se han renovado y muchas mejorado, sino los caracteres del a. b. c., en los cuales dende que se inventaron acá nunca se han añadido ni menos enmendado. El a. b. c. tiene veinte y una letras, diez y ocho de las cuales halló Nestor y las otras tres halló el capitán Diomedes, estando en el bello Troyano, y de verdad es cosa de notar que ni la elocuencia de los griegos, ni la curiosidad de los romanos, ni la gravedad de los egipcios, ni la grandeza de los philósophos, hallaron ni pudieron hallar otra letra al a. b. c. que añadir o una de las letras que quitar o trastrocar, sino que si las naciones humanas son en algunas partes diversas, a lo menos las letras del a. b. c. son en todo el mundo unas. Como Colón, y Hernán Cortés, y Pedrarias, y Pigarro, han descubierto en las Indias otro Nuevo Mundo para vivir, podrá ser que vos, señor, hayáis hallado otro nuevo a. b. c. para escrebir; mas mucho miedo tengo que ninguno querrá ir a leer a vuestra escuela, si es la materia della de la letra de vuestras cartas. Yo para mi dicho me tengo que por aquella lista nunca venderéis bien vuestra toca. No quiero más decir en la materia de vuestra carta, sino que toméis esta mía por primilla y juntamente con esto pediros por merced no dexéis otro día apolillar la carta y seais también servido de enmendar el avieso de la letra, porque yo aprendí a leer y no aprendí a adevinar. Pasado me ha por el pensamiento que adrede me embiastes aquesta carta de burla para darme ocasión que os respondiese de burla y que de puro travieso me escrevistes así, porque os respondiese así, y si por caso fué éste vuestro fin, pensad, señor, que de tales romerías no podéis sacar sino tales veneras.

De esta Corte de César muy poco hay, señor, que escribir, aunque mucho que murmurar. Lo que agora más nuevo hay es muchos títulos de duques, de marqueses, de condes, y vizcondes, que el emperador nuestro señor ha dado a muchos de sus reinos, los cuales los merescen muy bien por la auctoridad de sus personas y por la antigüedad de sus casas. Si me preguntáis, señor, de las rentas que tienen, y de las tierras y señoríos que poseen, en esto no me entremeto ni oso poner la mano, aunque es verdad que algunos destos señores tienen tan estrechos estados, que si como son suyos fuesen de frailes Hierónimos, los ternían de tapias cercados.

Rodrigo Girón, vuestro deudo y mi especial amigo, me rogó de su parte y mandó de la vuestra que hablase al señor Antonio de Fonseca sobre no sé qué embargo que había en una librança: yo, señor, lo hize como lo requería vuestra auctoridad y mi fidelidad; no sé después acá qué se hizo en aquel negocio; mas de lo que le podré certificar y afirmar es que si él persevera tanto en sacar vuestra librança como ha porfiado en jugar su hacienda, vuestra merced será tan librado de contadores cuanto él fué esta otra noche de los tahures, porque, según me dijo uno dellos, no perdió más Rodrigo Girón de hasta la gorra que traía y las espuelas que se calgaba. Bien aya quien paresce a los suyos y sigue las pisadas de sus pasados, que si bien me acuerdo, yo vi a su padre, alcaide de Montánchez, el cual se estaba muchas veces en la cama, no porque estaba malo, sino porque en Mérida había todo cuanto tenía jugado y perdido.

El Señor sea en su guarda y a mí dé gracia para que le sirva.

De Burgos, a XV de septiembre de MDXXIII.




ArribaAbajo- 10 -

Letra para don Íñigo de Velasco, Condestable de Castilla, en la cual el auctor toca la brevedad que tenían los antiguos en el escrebir.


Aquí, en Valladolid, a cuatro de octubre, rescebí una letra de Vuestra Señoría, hecha en Villorado a treinta de septiembre, y según lo mucho que hay de aquí allá, y lo poco que tardó la carta de allá acá, a mi parescer, aunque fuera trucha llegara acá bien fresca. Pirro, rey de los epirotas, fué el primero que inventó correos, y fué en este caso príncipe tan cuidadoso, que teniendo tres exércitos en diversas partes derramados, estando él de asiento en la ciudad de Tarento, sabía dentro de un día de Roma, y dentro de dos de Galia, y dentro de tres de Germania, y dentro de cinco de Asia, por manera que sus mensageros más parecían volar que caminar. Es el coraçón humano tan inventor de cosas nuevas y amador de vanidades, que cuanto la cosa que le dicen o escriben es más estraña, y por otra parte es más nueva, tanto él más se regala y alegra, porque las cosas viejas ponen hastío y las que son nuevas despiertan el apetito. Esta ventaja nos tenéis los que podéis mucho a los que tenemos poco, que en breve espacio escribís a do queréis y sabéis do queréis, aunque también es verdad que alguna vez sabéis alguna nueva dentro de tres días, la qual no quisiérades saber aún dentro de tres años. No hay placer ni alegría ni regocijo en este siglo que no traya algún inconveniente consigo, de manera que en lo que muchos días gozamos en un día escotamos. Digo esto, Señor, para que tengáis en mucho a Mosén Rubín, vuestro contino, el cual por la data de vuestra carta paresce muy bien haber caminado y no mucho dormido, porque traxo la letra tan fresca que apenas venía enxuta la tinta.

Escrebísme, Señor, que os escriba qué sea la causa porque, siendo yo de linage tan antiguo, y de cuerpo tan alto, y en los mementos de la misa tan prolijo, y en el predicar tan largo, cómo soy en el escrebir corto, en especial en la carta última que le envié desde el monesterio de Fres del Val, cuando estaba allí predicando a César, la cual dice que no llevaba más de cuatro razones y ocho renglones. En esto, Señor, que aquí me habéis escripto, materia me habéis dado para no responderos corto, y si por caso lo hiciere assí, dende aquí digo y protesto que si me arrojare a lo hacer, será más por os complazer que no por yo lo querer.

A lo primero que decís, señor, de mi linage que es antiguo, bien sabe Vuestra Señoría que mi abuelo se llamó don Beltrán de Guevara, y mi padre también se llamaba don Beltrán de Guevara, y mi tío se llamaba don Ladrón de Guevara, y que yo me llamo agora don Antonio de Guevara, y aun también sabéis, señor, que primero hubo condes en Guevara que no reyes en Castilla. Este linage de Guevara trae su antigüedad de Bretaña y tiene seis mayorazgos en Castilla: es, a saber, el conde de Oñate, en Álava; don Ladrón de Guevara, en Valdallega; don Pero Vélez de Guevara, en Salinas; don Diego de Guevara, en Paradilla; don Carlos de Guevara, en Murcia, y don Beltrán de Guevara, en Morata; los cuales todos son valerosos en sus personas, aunque pobres en estados y rentas; de manera que los de este linage de Guevara más se prescian de la antigüedad de do descienden que no de la hacienda que tienen. Descender hombres de sangres delicadas y tener parientes generosos aprovecha mucho para honrrarnos, y no embota la lança para salvarnos, porque la infamia nos tienta a desesperar y la honra a nos mejorar. Christo y su madre no quisieron descender del tribu de Benjamín, que era el menor, sino del gran tribu de Judá, que era el mayor y mejor. Había en Roma una ley que llamaban Prosapia, que quiere decir ley de linages, por la cual era ordenado y mandado en Roma que, habiendo competencia en el Senado sobre los consulados, que excediesen y precediesen a todos los opositores los que descendiesen del linage de los Silvios, y Torcatos, y Fabricios, y esto se hacía así porque estos tres linages en Roma eran los más antiguos y que descendían de romanos muy valerosos. Los que descendían de Cathón, en Athenas, y los que descendían de Ligurguio, en Lacedemonia, y los que descendían de Cathón, en Utica, y los que descendían de Esigilao, en Licaonia, y los que descendían de Tuscides, en Galacia, no sólo en sus provincias eran privilegiados, mas aún de todas las naciones eran muy honrados, y esto no tanto por lo que los vivos merescían cuanto por lo que aquellos antiguos varones habían merescido. Era también ley en Roma que todos los que descendiesen de los Tarquinos, Escauros, Cathilinos, Fabatos y Bitontos, no tuviesen oficios en la República, ni aun morasen dentro del ámbito de Roma, y esto:se hizo por amor del rey Tarquino, y el cónsul Escauro, y el tirano Cathilina, y el censor Fabato, y el traidor Bitinio, los cuales todos fueron en sus vidas inhonestos y en sus gobernaciones muy escandalosos. Esto digo, Señor, porque ser hombre malo descendiendo de buenos, cierto es gran infamia; mas descender de buenos y ser bueno no es pequeña gloria, que al fin fin, no son más los hombres que los vinos, los cuales saben algunas veces a la buena pega, otras al mal lavado y otras al buen viduño. Ánimo para no huir, generosidad en el dar, criança en el hablar, coraçón para osar y clemencia para perdonar, gracias y virtudes son éstas que pocas veces se hallan en hombres de bajos suelos y muchas en los que descienden de linages antiguos. Según está hoy el mundo, sobre quien sois vos, mas quien sois vos, no me paresce que puede uno tener mejor alhaja en su casa que ser y descender de sangre limpia, porque el tal terná de que se loar y no habrá de qué le motejar.

Decísme también, Señor, en vuestra carta que soy en el cuerpo largo, alto, seco y muy derecho, de las cuales propiedades no tengo yo de qué me quexar, sino de qué me presciar, porque la madera que es larga, seca y derecha, en más es tenida y por mayor prescio es comprada. Si la grandeza del cuerpo despluguiese a Dios, nunca Él criara a Palas el Numidano, ni a Hércules el Griego, ni a Milon el Bosco, ni a Sansón el Hebreo, ni a Thindaro el Thebano, ni a Hermenio el Corintho, ni a Hena el Etheo, los cuales eran en la grandeza de sus cuerpos tan monstruosos y espantosos, que parescían los otros hombres delante dellos lo que parescen las langostas delante los hombres. El primero rey de Israel, que fué Saúl, quanto hay de los hombros a la cabeza era mayor que todos los hombres de su reino. El gran Julio César era en el cuerpo alto y seco, aunque en el rostro no era muy hermoso. De Augusto, el emperador, se dice que era de tan alta altura, que de los altos árboles cogía con su mano propria la fruta. También se escribe del cónsul Silla que era tan excesiva su grandeza, que siempre se baxaba al entrar de cada puerta. Tito Livio dice que Scipión el Africano era de tan grande estatura, que ninguno se le igualaba en ánimo ni le sobrepujaba en la altura del cuerpo. Plutarcho dice del Magno Alexandro que, según el ánimo que tenía, al mundo le parescía que tenía harto en Alexandro y Alexandro le parescía que para él era poco aún todo el mundo.

Esto digo, Señor, para que averigüemos aquí cómo podrá caber un coraçón humano en un cuerpo pequeño, pues se le hace estrecho aún todo el mundo. Ser un hombre muy grande, o ser muy pequeño, de estos dos inconvenientes el menor es ser grande, porque la ropa larga fácilmente se acorta, mas la que es pequeña sin fealdad no puede ser añadida. Alonso Enrríquez, Alvargómez, Salaya, Valderrábano y Figueroa, los cuales son pequeños de cuerpos, aunque no de ánimos, siempre que los veo, andar por esta Corte me paresce que están orgullosos, briosos, turbados y enojados, y desto no me maravillo, porque las chimeneas pequeñas siempre son algo humosas. En el monesterio de los Toros de Guisando hallé un fraile muy pequeñito, el cual, porque llamé tres veces arreo, riñó muy malamente conmigo, y como yo le dixese que tenía muy poca paciencia y él me respondiese que tenía yo menos criança, roguéle mucho me diese de beber y que cesásemos de reñir, a lo cual me respondió: «Vos, Hermano, aunque me veis, no me conoscéis. Hago os saber que yo soy, como veis, chiquito, mas junto con esto soy un pedaço de azero, y los hombres grandes y desaliñados como vos, si de día me hablan, de noche me sueñan, porque este otro día me hice medir, y hallé que llevaba el coraçón al cuerpo, cinco varas de medir». A esto le repliqué yo: «Gran necesidad hay, padre, que tenga el coraçón cinco varas de medir en alto, pues en todo vuestro cuerpo no hay dos codos y medio». De que esto oyó aquel padre, cesó de reñir, y aun dejáme sin beber. Creedme, Señor, que las escopetas cortas mas aina revientan, los lugares pequeños más aina se cercan, en las mares baxas más aina se ahogan, en los caminos estrechos más aina se pierden, las ropas angostas más aina se rompen y los hombres chiquitos más aina se enojan. En los animales pequeños, no sólo hay tantas fuerças, más aun ni tantas gracias como hay en los grandes, porque el elephante, el dromedario, el buey, el bufano y el caballo, que son animales grandes, aprovechan para servir; mas la pulga, el ratón, la lagartija, la mosca y la cigarra no sirven de más de enojar.

También me motejáis, Señor, que en el decir de la misa soy largo, y que en el tener los mementos no soy corto, y que tan pesado soy yo en decir una misa, como el Maestro Prexamo en hacer una plática. Pues yo prometo a Vuestra Señoría que si soy largo en el rezar, que no sois vos, Señor, corto en el hablar, porque hartas veces os he visto alguna larga plática començar y no he osado esperar a la acabar; que si esperara, o había de venir de palacio a mediodía, o a dormir a medianoche. Yo, Señor, cotejo los mementos de la musa con los pecados de mi vida, y hallo por mi cuenta que no es cosa justa ser largo en el pecar y corto en el orar. El Hazedor y Redemptor del Mundo en todas las cosas era muy medido, sino en el orar, que siempre, era largo; lo cual mostró Él muy claro en el huerto de Gesemaní, a do cuanto más la agonía le apretaba, tanto más la oración alargaba.

También decís, Señor, que en el predicar soy largo y muy enojoso, a lo cual os respondo que no hay en el mundo sermón largo si el que le oye le oye como christiano y no como curioso. Acuérdome que la cuaresma pasada, estando yo con Vuestra Señoría, le presentaron unos salmones de Peña Melera, los cuales loastes de buenos, y os quejastes que eran pequeños; por manera, Señor, que nunca salmón se os hizo largo, ni sermón corto. Treinta y ocho años ha que fuí traído a la Corte de César, en la cual he visto a todas las cosas crescer, sino a los sermones, que se están siempre en un ser. Paresce esto ser verdad, en que en el comer se da más tiempo, en el dormir se consumen más horas, todas las ropas llevan ya de paño más varas, las casas son mucho más anchas, los gastos son más excesivos, los vestidos son más costosos y los hombres son más viciosos; finalmente, digo que en el hablar, ni en otra cosa alguna no se sufre ya tasa, sino es en el sermón, que no ha de pasar de una hora.

A lo que Vuestra Señoría dice que por qué en el escrebir soy tan corto, a esto, Señor, os respondo que, si yo no me engaño, para el hablar no es menester más de viveza; mas para el escrebir es necesario mucha cordura, porque para probar si es un hombre cuerdo o loco no es más menester de ponerle unas espuelas en los pies o una pluma en la mano. En todas las cosas confieso ser largo, excepto en el escrebir, que no me pesa ser corto, porque de una palabra inconsiderada puédome luego retractar, mas la firma de mi mano no la puedo negar. Decir una inocencia es bovedad, mas firmarla de su mano es necedad. Dice Salustio que si el tirano Cathilina y los otros sus compañeros no firmaran la carta de la conjuración, aunque fueran acusados no pudieran ser condenados, por manera que también mata la pluma como la lança. Silaercio, Plutarcho, Plinio, Vegercio, Vulpicio y Eutropio no nos engañan en sus historias; muchos poetas, oradores, philósophos, reyes y príncipes o en los siglos pasados, de los cuales se lee que eran hubo en el hablar muy largos, mas en el escrebir muy corregidos. César, en una carta que escribió dende el bello Pérsico a Roma, no decía más de estas palabras: «Vine, vi y vencí». Octavio, el emperador, escribiendo a su sobrino Gayo Drusio, decía así: «Pues estás en el Illirico, acuérdate que eres de los Césares, te envió el Senado, y eres agora moro, y mi sobrino, y ciudadano romano». El emperador Thiberio, escribiendo a su hermano Germánico, decía así: «Los templos se guardan, los dioses se sirven, el Senado pacífico, la república próspera, Roma sana, fortuna mansa y año fértil, esto es acá, en Italia; lo mesmo deseamos a ti en Asia». Cicerón, escribiendo a Cornelio, dice así: «Allégrate, pues yo no estoy malo, que también me alegraré yo si tú estás bueno». El divino Platón, escribiendo desde Athenas a Dionisio el Tirano, dice así: «Matar a tu hermano, demandar más tributo, forçar al pueblo, olvidar a mí tu amigo y tomar a Phocio por enemigo, obras son de tirano». El gran Pompeyo, escribiendo dende Oriente al Senado, decía así: «Padres conscriptos: Damasco es tomada; Pentápolis, subjeta; Siria es colonia Arabia, confederada, y Palestina, vencida». El cónsul Gneo Silvio, escribiendo las nuevas de la Pharsalia a Roma, decía: «César venció, Pompeyo murió, Rufo huyó, Cathón se mató, la dictadura acabó y la libertad perdió». He aquí, Señor, la manera que tenían los antiguos en escribir a sus peculiares amigos, los cuales, con su brevedad, daban a todos que notar; mas nosotros, como nunca acabamos, damos bien que decir.

No más, sino que Nuestro Señor sea en su guarda, y a mí dé gracia con que, le sirva.

De Valladolid, a VIII de octubre de MDXXV.



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