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Libros de caballerías en América

Javier Roberto González





La gigantesca empresa de la conquista y colonización de América, al margen de las debatidas luces y sombras que arroja su valoración histórica, fue llevada a cabo por hombres de diverso perfil moral e intelectual; más allá de la heterogeneidad de su formación y lo divergente de sus reales intereses, los primeros exploradores y pobladores europeos del Nuevo Mundo poseían y cultivaban, como cualquier individuo, una dimensión cultural y estética que solía canalizarse y satisfacerse, por una evidente razón de identificación vital, a través de la lectura de los muy en boga libros de caballerías. Sabemos de esta preferencia, ante todo, por el testimonio directo de algunos de los primeros conquistadores; resulta al respecto clásica la mención de Bernal Díaz del Castillo, el soldado-cronista de Hernán Cortés, quien, enfrentado al espectáculo deslumbrante y desusado de las grandes ciudades aztecas, verdaderos prodigios de ingeniería, y temeroso de no acertar en una justa y convincente descripción, acude al símil de los artificios mágicos que abundan en las historias de caballeros andantes en un pasaje de su Historia verdadera de la conquista de Nueva España: «nos quedamos admirados, y decíamos que parecía a las cosas y encantamiento que cuentan en el libro de Amadís». La cita es preciosa porque revela un entendimiento entre el autor y sus lectores fundado en el acervo común de una compartida experiencia de lectura, que permite la referencia cómplice y nos habla a las claras de que los encantamientos de Amadís, por de sobra conocidos, no necesitan describirse, y basta apenas con mencionarlos para dar una idea acabada de la nueva maravilla americana que el cronista no acierta a detallar con sus propias palabras. El caso de Bernal Díaz es particularmente célebre, pero no fue el único cronista americano entendido en libros de caballerías; alguno hubo inclusive, como Gonzalo Fernández de Oviedo, autor de la Historia general y natural de las Indias, que, no satisfecho con sólo leer aquellas historias novelescas, dio en componer una propia, el Claribalte, de 1519.

Claro está que los cronistas representan sólo un acotado, aunque importantísimo, sector de la empresa exploratoria y colonizadora de América, y por su condición letrada no pasan de ser una minoría. ¿Acaso existen pruebas de que los libros de caballerías hayan sido conocidos también por los sectores menos selectos de la conquista, los soldados comunes, los burócratas, la población en general de los nacientes virreinatos y capitanías? El profesor Irving Leonard ha respondido hace ya tiempo afirmativamente a esta pregunta al reunir concluyentes estadísticas sobre los libros que durante los primeros años de la conquista y los posteriores de la colonia fueron embarcados rumbo a América, con precisa mención de los títulos, las cantidades y los destinos. Gracias a estos preciosos datos documentales, consistentes en listas de embarque y catálogos de bibliotecas privadas, podemos hoy afirmar que entre los títulos más frecuentemente repetidos se cuentan algunos de los libros de caballerías más famosos.

Por sobre el dispar valor literario de cada obra en particular, los libros de caballerías comparten la base común del arquetipo heroico, de la figura central del caballero ejemplar que, enfrentando los peligros más increíbles y desafiando al mundo entero con su brazo armado, con la sola ayuda de su esfuerzo y su virtud logra reparar injusticias, defender a los desamparados, premiar a los buenos y castigar a los malos. Estas dos características, la aventura y el esfuerzo personal, son los elementos de estos libros que particularmente se avenían con las aspiraciones vitales de sus lectores conquistadores, pues éstos, al igual que sus admirados caballeros ficcionales, también se lanzaban sobre un mundo todavía mágico y lleno de misterios, la maravillosa América, con la intención de domeñarlo y ceñirlo con la sola potencia de su individual esfuerzo. Tanto el caballero de la ficción que hace frente a gigantes, dragones y encantadores maléficos, cuanto el conquistador que avanza por entre las desconocidas y a la vez hostiles y cautivantes regiones americanas, están acometiendo una labor similar por sus dimensiones sobrehumanas y por la valoración hiperbólica que ellos mismos realizan de su propia conducta: así en un caso como en el otro, trátese de un caballero que se mide con un monstruoso vestiglo o de un exiguo puñado de hombres que enfrenta poderosos imperios, se manifiesta como virtud central un extremado sentido del coraje, una heroicidad límite. Pero no se trata, en ningún caso, de la simple temeridad, del valor inmotivado, pues siempre hay detrás de la acción valiente un ideal, un sentido de misión que informa y sustenta el acto de arrojo. El caballero andante se enfrenta a los más variados y sobrecogedores peligros porque tiene la misión de imponer el orden y la justicia allí donde faltan; el conquistador -abstracción y excepción hechas, naturalmente, de los casos particulares, frecuentes por cierto, en los que este ideal se ha visto bastardeado y aun desmentido por conductas innobles- se enfrenta a la naturaleza virgen y desmesurada y a los poderosos imperios de América porque ha sido llamado por una España encendida en fervores religiosos tras ocho siglos de guerra santa contra el musulmán a imponer el orden espiritual del cristianismo en el Nuevo Mundo y a evangelizar a los nuevos paganos que lo habitan. Ambas misiones, la del caballero y la del conquistador, se sustentan en cosmovisiones netamente providencialistas, y en ello estriban tanto su grandeza cuanto su peligro, pues el exceso y el descarrío en el cumplimiento de la misión están siempre al acecho. Ambas misiones, también, se montan sobre un sentido de la vida fuertemente individualista, fundado únicamente en la acción esforzada y personal, en la sola ley del caballero ejemplar y excepcional, que opera sobre la realidad como un cabal delegado de Dios mismo. Esta realidad sobre la que operan el caballero y el conquistador es presentada como superior a la medida del hombre común, y es en razón de este dato que la individualidad del héroe se destaca como extraordinaria. Así, ya se trate de la realidad maravillosa o encantada de los libros de caballerías, o de la naturaleza exuberante e inconmensurable de América, los ámbitos sobre los cuales el héroe deberá imponer su orden aparecen claramente connotados como de índole mágica. En rigor de verdad, en el caso de América los conquistadores se empeñaban en ver magia detrás de esa desmesura natural que no encuadraba en los cánones conocidos en su medio original europeo, y en esta visión voluntariamente mágica influía, por cierto, el previo conocimiento y el modelo arquetípico de los espacios ficcionales de los libros de caballerías. El conquistador y explorador se esforzará, en consecuencia, por trasladar al espacio americano las categorías y los elementos propios del espacio caballeresco ficcional, y se entregará de este modo a una búsqueda denodada de sirenas, amazonas, gigantes, cinocéfalos, grifos, fuentes de juventud y ciudades encantadas, sencillamente porque necesita de ese marco para que su ideal heroico, moldeado en el ejemplo del caballero andante, pueda fructificar como éste en un ambiente condigno. Los libros de caballerías, entonces, vienen a influir de una doble manera en el conquistador: en la configuración de su ideal de vida, y en la determinación de una imagen apriorística del espacio americano.

Si el novedoso espacio americano remite la imaginación del conquistador a sus lecturas caballerescas y al modelo espacial que éstas le proporcionan, es de suyo natural que la onomástica elegida para designar la nueva y maravillosa geografía provenga igualmente, en gran parte, de los libros de caballerías. Las Sergas de Esplandián o quinto libro de Amadís, de Garci Rodríguez de Montalvo, puede ser señalado como fuente de dos de los topónimos más importantes del continente: California y Amazonas. Montalvo refiere allí que «a la diestra mano de las Indias» hubo una isla muy próxima al sitio del Paraíso Terrenal, poblada por una nación de negras mujeres guerreras que «casi como las amazonas era su estilo de vivir», esto es, buscaban ayuntamiento carnal con sus enemigos y sólo conservaban consigo a las niñas que nacían, en tanto arrojaban a los grifos, para que los devorasen, a sus ocasionales esposos y a sus hijos varones. Si bien ignoramos la fecha exacta de redacción de las Sergas, sabemos de la existencia de una edición sevillana en 1510, la más antigua de que se tiene noticia; cuando en 1533 Ortuño Ximénez bautiza la península californiana en América, lo hace mediante el nombre de Isla de Santa Cruz, pero en 1542 Juan Rodríguez Cabrillo ya le adjudica en su diario de navegación el nombre actual, que de la mano y la pluma de Francisco López de Gómara y su Historia general de las Indias, de 1552, se divulga y acaba imponiéndose en forma definitiva. También el mayor río americano recibió su actual denominación en homenaje a las guerreras montalvianas, pues si bien el nombre y la idea misma de las amazonas se remontan a las raíces mismas de la cultura occidental -aparecen mencionados ya en la Ilíada- lo más probable es que la versión del mito narrada en las Sergas fuera la más corriente y conocida de los primeros conquistadores, y que haya sido la imagen de las temibles mujeres de la California caballeresca la que se presentó a la memoria y a la imaginación de Francisco de Orellana cuando, en 1541, navegó por el gran río desde sus orígenes hasta su desembocadura atlántica, y encontró en sus orillas varios grupos de mujeres armadas de arcos y flechas que se combatían «haciendo tanta guerra como diez indios».

La vasta región austral de Sudamérica, compartida por Argentina y Chile, conocida como la Patagonia, también recibe su nombre de un libro de caballerías. El mencionado topónimo deriva del etnónimo patagones impuesto por Fernando de Magallanes a los indígenas tehuelches de Bahía San Julián, en la actual provincia argentina de Santa Cruz, cuando fondeó en el lugar en julio de 1520; pese a que el cronista de la expedición, el italiano Antonio Pigafetta, da breve cuenta del bautismo en una escueta frase -«El Capitán General dio a ese pueblo el nombre de patagones»-, nada nos dice acerca de la motivación del nombre, lo cual alentó sin duda tanto la difundida etimología popular que intentó explicarlo como aumentativo de pata, en supuesta referencia al gigantismo y al desmesurado tamaño de los pies de los aborígenes, como diversas etimologías indígenas, todas ellas finalmente desechadas por erróneas. Lo cierto es que el origen del etnónimo patagones debe buscarse en el libro de caballerías Primaleón, de 1512, donde aparece un extraño personaje de naturaleza híbrida humano-animal, el Gran Patagón, feísimo, salvaje e indómito, que tras ser vencido por el héroe epónimo se amansa definitivamente al contemplar la extraordinaria belleza de tres señaladas damas; un pertinente cotejo entre los episodios que en la novela involucran a este personaje y las diversas instancias del progresivo conocimiento que Magallanes y los suyos fueron trabando con los tehuelches, según narra Pigafetta en su diario, permite confirmar una serie de notables coincidencias entre el Patagón ficcional y los patagones históricos, tales como habitar en regiones apartadas y desconocidas, presentar tamaño gigantesco, ser percibidos como feos, ser sumamente veloces, comer carne cruda, utilizar como armas el arco y las flechas, vestir solamente con pieles de los animales cazados, poseer rudimentaria medicina propia, demostrar una especial consideración para con las mujeres, ser en extremo feroces y belicosos y, pese a ello, poseer bajo determinadas circunstancias una especial capacidad para amansarse y reducirse al orden sociocultural de los respectivos conquistadores. Presumiblemente, al imponer a los aborígenes sureños el nombre del personaje novelesco Magallanes intentó sugerir la condición salvaje pero potencialmente civilizable de aquéllos, análoga a la personalidad del Gran Patagón del

El conquistador no sólo se empeñaba en trasladar a la geografía americana los parámetros del espacio ficcional caballeresco, con sus desmesuras, maravillas y portentos, sino también equiparaba sus propias vivencias a las aventuras de los caballeros andantes y las interpretaba a la luz de éstas, arrogándose así un prestigio y una dignidad similares en el desempeño de su misión heroica. Pero más todavía, estos curiosos nombres americanos de raigambre novelesca que hemos señalado nos recuerdan cuan a menudo suele ocurrir que la literatura y la ficción se constituyan en patrones reconfiguradores, y aun generadores, de la mismísima realidad histórica.





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