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Libros de caballerías y fiesta nobiliaria

Alberto del Río Nogueras





Pocos años antes de que Montalvo decidiera refundir el Amadís primitivo, en el Tirant lo Blanc se podía leer el relato que de las fiestas de Londres hace el protagonista al ermitaño Guillem de Varoic. El largo pasaje trae curiosas descripciones, por lo general bastante ajustadas a la práctica festiva del momento. Alguna de ellas queda así en la versión castellana de 1511: «Y avéys de saber que en el aposento del Rey estava una dueña toda de plata con la barriga un poco arrugada y las tetas que le colgavan un poco, y con las manos las estava ordeñando, y por los peçones salía un grand rayo de agua muy clara, que venía del río por caños de plata, y el agua que caía de las tetas dava en una hermosa y muy bella pila de cristal. En la otra estancia donde estava la Reyna avía una donzella toda esmaltada de oro y tenía las manos baxas en derecho de su natura, y de allí salía vino blanco muy fino y muy especial, y aquel vino dava en una pila de vidro cristalino. En el otro apartamiento estava un obispo con su mitra en la cabeça, que era toda de plata, y tenía las manos juntas y alçadas mirando al cielo, y por la mitra le salía un rayo de azeyte que dava en una pila fecha de jaspes [...]. E todas estas cosas, señor, no piense vuestra reverencia que eran fechas por encantamiento ni por arte de nigromancia, sino artificialmente».

Una sabia nota de Martín de Riquer recuerda similares artificios en la coronación de Fernando de Antequera en la Aljafería zaragozana a la altura de 1414, en Londres en la entrada triunfal de Enrique VI en 1432, en Lille en unas suntuosas fiestas en 1454 y, nos ahorra, por no cansar, los numerosos ejemplos de «la pomposa corte borgoñona». No interesa ahora aducir una lista que muy bien podríamos alargar, sin casi interrupción, aunque con menos fárrago escultórico y quizás más pudor, hasta regocijos contemporáneos ligados al final de la vendimia en más de una localidad vinatera.

Sin embargo, sí que conviene apuntar que el de las fiestas caballerescas es un asunto de ida y vuelta entre las lecturas preferidas por la clase noble y la recreación que de ellas se hace, tanto en el espacio propiamente cortesano como en el urbano, con ocasión de torneos, recibimientos triunfales y celebraciones fastuosas. Y aunque me ceñiré a los libros de caballerías, no son sólo esos referentes literarios los que se ponen en juego. Gómez Manrique diseña en 1467 un momo para la mayoría de edad del infante Alfonso en el que la futura Isabel de Castilla junto a ocho compañeras de corte salen disfrazadas de musas y dicen venir del Monte Helicón para agasajar al homenajeado y ofrecerle sus mejores hados. A finales de ese mismo siglo, Francesc Moner hace compartir a seis caballeros las incomodidades de un cisne articulado con el que entran en un sarao palaciego para jugar, una vez salidos del ave, con los sentidos y contrasentidos de sus penachos negros y la negra pena de sus corazones: «Es mi pena tan crescida, / tan grave, biva y fuerte / que su vida me da muerte». Mitología, bestiarios, poesía de cancionero, tratados médicos sobre la enfermedad de amor, todo se amalgama en unas celebraciones que cada vez se juzgan menos sólo como lo que también fueron: un pasatiempo efímero. En ellas el historiador encuentra datos sustanciales para reconstruir el imaginario de la clase aristocrática, por no hablar, en otro orden de cosas, de las noticias que proporcionan sobre los gérmenes del espectáculo dramático.

Pero si estos últimos ejemplos sucedían en el recinto exclusivo de las aulas palaciegas, en el Valladolid de 1527 se había podido leer en un cartel «que, porque esta fiesta sea más onradamente çelebrada y las damas mejor servidas, los ocho días antes del dicho torneo [...] podrán los que an de ser dél, cada uno por sí o como quisieren, andar buscando las aventuras por las calles desta villa como cavalleros andantes, armados y a cavallo y el escudo al cuello...» Este caso de literatura aplicada pensado para celebrar el nacimiento y bautismo del infante Felipe, no llegó a materializarse porque las noticias del Saco de Roma lo abortaron antes de tiempo. Pero por los preliminares recogidos con puntualidad de notario por un rey de armas, así como por la nómina de participantes y nombres y atributos escogidos para entrar en la lid, es claro que la ciudad castellana estaba presta para emular durante tres jornadas las fantasías más desatadas de los libros de caballerías. El paso defendido del Castillo de las Dos Guardas; los cuatro caballeros de la Ínsola sin Ventura que dicen haber surtido en «un puerto destos tus reinos d'España, el qual se llama de Vindilisora», de claras referencias a la toponimia del Amadís, no dejan lugar a dudas. Y hubiese sido impagable tener más noticias de las gestas de Garcilaso de la Vega como el Caballero de la Quimera o del propio emperador en la piel del Caballero del Ristre.

Quien sí tuvo ocasión años después de encarnar a Beltenebros, seudónimo de un Amadís penitente, fue el príncipe Felipe, paseado por los dominios de los Países Bajos, arropado en la pompa del séquito imperial en un viaje de altísimas miras políticas para la casa de Austria. Allí, en las fiestas de Binche de agosto de 1549, que su tía María de Hungría había preparado con primor, pudo disfrutarse de un trabado espectáculo a mayor gloria del heredero. Su parte estelar ha sido muy destacada por la crítica y constaba del Paso Fortunado, «donde ay una puente sobre un muy profundo río cercada de una fortíssima barrera», la Torre Peligrosa y la Isla Venturosa. Desde ella el caballero vencedor podía acceder a desenclavar la espada del padrón reservada para quien hubiera de concluir la empresa del Castillo Tenebroso. Se trataba de liberar a los presos que el mago Norabroch tenía sojuzgados tras haber desfallecido en los pasos previos. Ni que decir tiene que el caballero que dio término feliz a semejante reto fue el futuro Felipe II, quien sacada la espada del padrón que le reconoce como heredero en una feliz suma de política y folclore, acaba fingiendo unos pasos de esgrima ante la resistencia de los presos encantados por el mago, «que con mucha braveza le herían, como aquellos que estavan fuera de juyzio, dando a diestro y siniestro con su espada, y no los avía bien tocado quando luego caían en el suelo».

Los días festivos de Binche invitan a ser leídos como un libro de caballerías, pero lo hacen en consonancia con la deriva que este tipo de ficción había tomado a esas alturas del medio siglo. Es evidente la huella del Amadís y no voy a insistir en ello, pero no es menos obvia la de las innovaciones que autores como Feliciano de Silva habían introducido en el modelo de Montalvo. Desde ese punto de vista, el interludio bucólico que precede al asalto definitivo al Castillo de los Salvajes puede leerse como una incursión en otra de las ramas de la ficción narrativa renacentista que empezaba a despuntar, ayudada igualmente por el auge del teatro y de la poesía pastoriles, en varios géneros fronterizos (coloquios y novela bizantina, entre otros) y que había arraigado ya por esas fechas en los libros de caballerías de Silva: téngase presente que la coda pastoril del Amadís de Grecia es de fecha tan temprana como 1530. De hecho, la mitología menor del bucolismo es la que preside los disfraces y entrada de los cortesanos encargados de servir los platos en los entremeses que amenizan la comida en los alrededores campestres de Binche: traían las ninfas que acompañaban a Pomona, «un canasto hecho a manera de cruz muy llano, las mimbres doradas y plateadas y entretexidas con claveles y flores, y en cada uno d'ellos cinco platillos de diversas y muy buenas frutas. Yvan detrás como por guardias de las nymphas, Philippo de Bailleul, Jacobo de Marnyes y Juan de Banst vestidos de las mismas sedas y colores que ellas traían, el uno como el dios Baco y el otro como Syleno, y el tercero como el dios Pan [...]. Luego venía Pales, diosa de los pastores, con siete nymphas napeas con sayas de telilla de plata y ropas pastoriles sobre ellas [...]. Venía detrás la casta diosa Diana con siete nymphas oreades [...]. Acabada que fue la comida, la hermosa Pomona dio al Emperador y a la Reyna María y al Príncipe sendos muy hermosos y frescos ramilletes de clavellinas guarnecidos de oro tirado y perlas».

Si aquí el servicio de las viandas se hace a la vista según la tradición del entremés, vocablo que etimológicamente significa entre platos y alude, por lo tanto, a los espectáculos ligados a banquetes, en la cámara encantada del palacio de Binche se había recurrido a un artificio que hacía de la sala un recinto de magia y equiparaba la comida al maná bíblico: «Súbitamente se rebolvió el cielo y començo a tronar y relampaguear tan naturalmente que quitava la vista y granizava muchos y muy buenos confites, y llovía aguas de azahar, de rosas y de preciosíssimos olores, y con aquella tempestad y relámpagos y truenos vieron baxar una mesa del cielo pegada cada esquina d'ella a una de las colunas, sin parecer el artificio con que se hazía, y llegando la mesa a asentar sobre el antipecho paró allí y luego sossegó el cielo, y la mesa pareció adornada de ricas telas, con muchos y diversos platos de porcelana, con todo género de conservas, de quantas maneras ymaginarse podían, todas muy excelentes y preciosas».

Y ahora compárese con esta otra escena de banquete significativamente situada en un «fresco y deleytoso cenadero [...] muy ricamente obrado de muchas yervas de suave olor» en el vergel a los pies del castillo de Celacunda del Libro segundo de don Clarían de Landanís (1522), claro signo del desplazamiento que las aventuras curiales experimentan saliendo, según los gustos varían, de las salas palaciegas a los jardines «con los retraymientos y escondrijos que de aquellas ramas e yervas en muchos lugares se fazían». Los modos de servir los manjares no distan mucho, en su búsqueda de la maravilla, de los puestos en escena en la sala del palacio belga: «Por mando del Emperador todos fueron allí assentados e las tablas fueron puestas. Y en proviso vieron traer tantos manjares e tales que se maravillavan de la abundancia dellos. E no veían quién los servía. E tan a tiempo traían el manjar e la copa que ninguna necessidad tenían de lo pedir, de lo qual todos estavan muy maravillados».

Pero volviendo a Binche, no debe olvidarse que la comida es un intermedio en el asalto a la fortaleza y que éste se ha iniciado con un rapto coreografiado en el que dos cuadrillas de cuatro caballeros disputaban por unas damas. De improviso irrumpen ocho salvajes que acaban arrebatando y trasladando en carro triunfal a las mujeres a su prisión. No es lugar éste para extenderse sobre lo común de estas situaciones ligadas, entre otras cosas, al atractivo erótico que al personaje legendario del salvaje se le asigna en el imaginario de la época. Ejemplos no faltan en los libros de caballerías. El rapto de las cortesanas tiene además una contrapartida menos idealizada y más terrible en las compañías de mercenarios descontrolados que bajo estandarte del salvaje se dedicaban a la rapiña y el saqueo. Sí que recordaré, sin embargo, lo comunes que eran en las artes decorativas de la época las series de ilustraciones en las que los caballeros combatían contra los salvajes por la liberación de una doncella, o el asalto al Castillo de Amor en que éstos expugnan una fortaleza donde se hallan recluidas las damas. Ahora bien, lo destacable del combate que se da al bastión en la jornada siguiente es el cuidado que se pone en ajustar la fingida escaramuza a los lances que el arte de la guerra había impuesto tras el amplio desarrollo de la artillería y la apuesta por las tácticas de asedio prolongado. Cuando libros como el Floriseo de Bernal (1516) acogen a un artificiero, el capitán Cirilo, de primordial importancia en la solución de casos bélicos; cuando en el Florisando de Páez de Ribera, abanderado en estas cuestiones, pues ve la luz en 1510, se lee que el Emperador «fizo meter mucha madera en aquellas naos y mucha cal y ladrillos y palos y açadones, sogas, clavos y otras cosas que le pareció convenible para súbitamente assentar su real donde le pareciesse»; o cuando en el Florindo de Fernando Basurto (1530) se ha pasado revista a las armerías del reino de Nápoles y en ellas se ha visto en el capítulo de intendencia «infinito trigo y cevada y harina y vino y cecinas y tocinos e vizcochos e otras muchas provisiones de menor importancia y de mucha necessidad, sin las que de cada ora venían y entravan en la casa de todo el reamen». Cuando todo esto, insisto a la vez que ahorro ejemplos, se ha podido resaltar en libros tan queridos de los cortesanos, no puede extrañarnos que en la fiesta caballeresca de Binche intervenga «una emboscada por una floresta, que detrás del castillo no muy lexos estava [...] con más de otros cinquenta cavalleros, y muchos carros de bastimentos y municiones para socorrer el castillo. Lo qual visto por los del campo, que estavan en el collado, salió el Príncipe de Piamonte con hasta cinquenta cavalleros y otros tantos arcabuzeros a defendérselo y passaron el arroyo, dexando a la mano derecha las dos culebrinas que no cessavan de batir y tirar a las defensas». Los carros quedan en poder de los asediadores «y dentro del castillo se entendían a reparar lo que estava batido y a proveer todo lo necessario de ardides, armas y fuegos artificiales para defenderse; viéndose combatir tan continuamente de los enemigos y la poca esperança que tenían de ser socorridos, aparejavan todas las defensas que podían reparándose y fortificando con cestones llenos de tierra y madera [...] teniendo gran falta de pólvora por lo mucho que avían tirado y gastado de sus municiones todo aquel día». Estamos en las antípodas de esos combates de cañas y bohordos que en la primera visita de Carlos a España tanto extrañaron, por su caótico desarrollo, a Laurent Vital, acompañante del emperador. Ahora los modos borgoñones se han dejado impregnar, también en el dominio de la fiesta, de las nuevas tácticas guerreras. Es sintomático que esa preocupación se haya proyectado desde las prácticas bélicas contemporáneas tanto sobre las páginas de los libros de caballerías como sobre los entretenimientos festivos de tiempos del emperador.

Y es que el de la fiesta, como podrá deducirse de los ejemplos anteriores, no es asunto baladí. Tampoco cuando cambia de tercio y emplaza a la caballería ante el espejo deformante de la risa. Algunos extremos de la fantasía literaria asociada a los gustos cortesanos quedan recogidos en momos e invenciones, como los descritos por Ochoa de Ysásaga en la navidad lisboeta de 1500, que parecen traslucir una cierta postura desenfadada, de puro galanteo, sobre aventuras ligadas a penitencias y cárceles de amor, compartidas con la ficción sentimental. En más de una ocasión reducen maravillas y prodigios a un elegante paso de baile introducido por un parlamento cortés: «Después d'esto vino uno con una carátula que traya encadenado un gigante muy grande e muy feroz y detrás d'él tres momos muy luzidos con sus carátulas; y llegando delante del estrado el que traya el gigante dio un escripto a la señora reyna que dezía así: Muyto alta y eçelente rainha e muito poderosa señora, yo soy enviado a ti del poderoso Cupido, el qual, sabendo qu'el rey tu marido está en determinaçión de hazer guerra a sus henemigos [...] te ofreçe para su servicio a Leso, gigante que por amores de Ysorfele fue traído a sus presyones, y con sus fuerças notifica por muy çierta la vitoria e te pide en satisfaçión de tamaño benefiçio que mandes a las damas d'estos tres suyos, a que más que a todos debe por buenos amadores, que su crueza en ellos no usen porque, si no se hemendan, muy presto serán culpadas en su muerte y él los terá perdidos».

El anónimo autor del Primaleón supo dar el paso hacia la parodia, integrada en los trazos con que pinta a Camilote como miles gloriosus, caballero fanfarrón que defiende la hermosura de Maimonda, su ridícula dama salvaje, ante los cortesanos presentes: «El Emperador no pudo estar que no riesse y ansimesmo todos los altos hombres que con él estavan [...] y dezían otras cosas de escarnio». Gil Vicente emplearía poco después esa vena cómica en su Tragicomedia de Don Duardos, echando mano de la estructura del momo ya latente en el libro de caballerías, sólo que introduciendo ese espectáculo festivo dentro de una pieza teatral pensada también para la corte: el teatro fuera del teatro se acomoda en la obra dramática ahora con función estructural. Y años después vuelve a salir del casillero propiamente dramático para ganar la calle. De nuevo en Valladolid, pero ahora en el torneo celebrado con ocasión de la boda del príncipe Felipe con la infanta María de Portugal en 1544, «entró un truhán, llamado Menica, vestido como reina salvaje, encima de un elefante [...] tocada con una cabellera y una guirnalda de yedra en la cabeza con una corona de reina encima y un cetro en la mano; iba rapado y con un dedo de afeite en la cara». Era la figura principal de un séquito de veinte salvajes que llevaba apresada con argollas doradas a una terna de caballeros. La carta leída ante los jueces rezaba lo siguiente: «Marimona, reina de la gran ínsula Salvajina, a los poderosos jueces vos saluda. Sabréis que estos caballeros aportaron en mi reino y sabiendo yo sus grandes proezas, contenta de sus personas, los quise hacer señores de él casando con ellos y porque desdeñaron mi real persona y gran hermosura los hice poner en grandes prisiones, donde a cabo de mucho tiempo que estaban en su error hice tal pacto con ellos que siendo vencidos de otros tres caballeros, que mi querella tomaren, casaran todos tres conmigo y si vencedores sean libres de la prisión. Y como por el mundo vuela la fama del muy esforçado Príncipe de esta tierra y de los valientes caballeros de su corte, no quise fiar mi demanda de otros, los cuales pido por vosotros sean nombrados tales que no pierda el trabajo de tan largo camino ni con vuestro juicio mi contentamiento, pues en él está después de los inmortales dioses, a los cuales vos encomiendo».

Tampoco en ese libro de caballerías llevado a la escena cortesana que fueron las fiestas de Binche podía faltar el intermedio bufonesco de los salvajes, unos personajes que salidos de un remoto fondo legendario pierden progresivamente su carácter amedrentador y a quienes se les hace adoptar facetas ridículas, punto final en la asimilación y domesticación de su figura: «Vino otra cuadrilla del conde de Gelves; era de otros seis, con otros tantos padrinos y pífaros y atambores, vestidos de calzas y jubones blancos y cueras de terciopelo azul, con muchas trepas de tela de oro y plata; entró una sierpe echando fuego por la boca, que traían delante cuatro muchachos como salvajes, y salieron de allí otros dos salvajes que parecieron muy mal y tornearon peor».

Es más que probable que el conde de Gelves enviase a sus lacayos para su participación de esa guisa en la invención de la sierpe y los salvajes. Pero las cuestiones de decoro parecieron no importarle, pocos días después y ya en Bruselas, cuando encabezó un grupo que, bajo disfraz de ninfas, acompañaba a seis máscaras en hábito de dioses: «Entraron con los dioses seys nimphas en máscara, que eran el Conde de Gelves, don Pedro de Ávila, don Rodrigo Manuel, don Pedro de Velasco, don Diego de Córdova, don Luys Çapata, con sayas de tela de oro encarnada, las espaldas y pechos pintados de las mismas escamas, y por los ruedos unas flocaduras de tela de plata con tocados altos llenos de trenças de cabellos; llevavan arcos y flechas en las manos». Dejando al margen las posibles fechas carnavalescas en las que tiene lugar esta invención -poco después se lee: «passóse la quaresma en oír sermones de los grandes predicadores que en la corte avía»- pues el calendario pudo influir en el regocijante final de la danza de dioses, ninfas y frailes, lo cierto es que de nuevo en los libros de Feliciano no faltan modelos de caballeros travestidos: Lisuarte de Grecia se disfraza de Gradafilea para huir de Armato y Melía; Amadís de Grecia, para conseguir los amores de Niquea, adopta la apariencia de Nerea; lo que dará pie a más de un episodio de enredo basado en situaciones embarazosas e inoportunos enamoramientos. Y aunque el éxito de los libros de Feliciano no puede compararse con el de otras muestras del género, convendrá no olvidar esa procesión de caballeros y damas encantados del Lepolemo (1521), quienes «en saliendo por la puerta del castillo, assí hombres como mugeres, todos alçaron las haldas detrás y se las pusieron en las cabeças de tal manera que hazían una suzia y graciosa vista». O las tretas del Caballero Metabólico del Cirongilio de Tracia (1545), llamado así «porque para buscar a los cavalleros se armava como cavallero unas vezes y otras se vestía en ábito de escudero y otras de donzella». Discípulo aventajado de Fraudador de los Ardides, personaje de Silva, se dedica a engañar a los incautos andantes que visitan la floresta del castillo Udegar.

El círculo parece haberse cerrado. La misma risa que hemos visto animar las invenciones de los nobles, una risa distanciada y problemática, se pasea ahora por las florestas, lugar por antonomasia de las aventuras errantes. Es una proyección del enfoque con que la aristocracia parodiaba sus propias señas de identidad y una manifestación del espíritu bufonesco que había invadido los momentos de asueto en las salas palaciegas y cuyo mejor exponente es El cortesano de Luis Milán. Esa veta irá a parar a la comedia caballeresca del drama barroco; en ella la figura del gracioso se constituye en digna heredera de la perspectiva degradante. Cuando ésta afecta al conjunto de la obra teatral, desemboca en la divertida serie de piezas burlescas que contrahacen el arquetipo dramático de las caballerías. Sin la agudeza y el descaro exhibidos en el arte de motejar por Milán, Gilot, el canónigo Ster y sus comparsas del palacio virreinal valenciano no hubiesen sido posibles parlamentos como este de Las aventuras de Grecia, divertida pieza que parodia verso a verso una comedia de Pérez de Montalbán precisamente intitulada Don Florisel de Niquea.

Véase cómo pinta Almodrote su combate contra el carro triunfal en que los gigantes, «vestido de yedra y por váculo un pino» en la comedia original, llevan presas a las damas de la corte tras el consabido rapto:


Sin frenos, sin albardas, diez pollinos
o por mejor deçir diez vizcaínos
tan cortos en raçones
como en las obras suelen ser capones
una carroça de marfil tiraban
que seis turcos guiaban,
çambos, tuertos y cojos
y ressollaban a beçes por los ojos.
Iban por guardas del triunfante carro
más de seis mill tudescos
apostando y tirando barios cuescos.
Yo biendo aquesta gente
dispusse de bencellos brebemente.
Mi intención conociendo, resolbieron
de comer caracoles y [se] fueron.
Cercaban los estribos de los lados
dos legiones de suegras y cuñados
que traían al hombro por lançones
sus malas condiciones
y me içieron temblar de tal manera
que me fui por detrás en la carrera.
Cerca del carro iban los gigantes
con unos cascabeles de dançantes
cuyos estraños nombres
también te los diré porque te asombres:
el grande Penasirol y Cardinoro,
Falmonte, Garamantes, Bufaldoro,
Biandafidel, Nojartes y por cabo
el gran Fangodomar llamado el Brabo.
Una dueña delante haçiendo plaça
iba con una maça
tirando enbustes y quajando enredos,
a quien yo recobrado de mis miedos
la di con un letrado
que en sus barbas topé medio açogado.



Otra gran fiesta, la teatral pensada para el calendario carnavalesco de la corte, recoge así el testigo del enfoque degradante. Éste corre por un circuito cerrado de inusitadas perspectivas y consecuencias que ha fecundado tanto los regocijos cortesanos como su recreación en los libros de caballerías.

Y será bueno terminar con un recuerdo de la parodia caballeresca más felizmente conseguida. Al final del Quijote de 1605, y para suavizar la escasez de noticias sobre el hidalgo, se lee: «Solo la fama ha guardado, en las memorias de la Mancha, que don Quijote la tercera vez que salió de su casa fue a Zaragoza, donde se halló en unas famosas justas que en aquella ciudad se hicieron, y allí le pasaron cosas dignas de su valor y buen entendimiento». Las razones de Cervantes para dirigir los pasos de amo y escudero hacia Zaragoza son evidentes y las entendió muy bien Avellaneda: la ciudad había demostrado buen oficio en la organización de fastos y torneos por ser capital del Reino de Aragón y contar, entre otras cosas, con la muy activa Cofradía del Señor San Jorge. Si un falsario no se le hubiese adelantado, su paso por el Coso y la plaza del Mercado habría sido digno colofón al programa festivo que se había iniciado en las estancias del palacio ducal. Pero no se olvide que «para meter las manos hasta los codos en esto que llaman aventuras», prescindiendo de las falsas interpretaciones de la realidad del personaje y descartados por razones obvias los campos de batalla del Viejo y el Nuevo Mundo, a su autor sólo se le presentaban dos alternativas verosímiles: el palacio cortesano y la fiesta ciudadana. Esos dos ámbitos, si bien se piensa, eran los únicos capaces de poner en pie con recursos de tramoya, la magia y prodigios de sus libros preferidos.





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