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Libros y lectura en los procesos inquisitoriales de los profesores salmanticenses del siglo XVI

Javier San José Lera





El título con el que se convocaba el Congreso Lectura y culpa en la Europa del siglo XVI permitía el planteamiento de dos posibles perspectivas con la que afrontar el estudio de los procesos inquisitoriales a los profesores de Salamanca en el siglo XVI. Por un lado, la consideración de la lectura como elemento generador de los procesos. El atreverse a leer al margen de la tradición es el asunto de fondo de los procesos a los profesores salmanticenses y aspecto sobre el que se construyen muchas de las acusaciones de peso contra ellos; atreverse a leer, es decir, a dotar de sentido nuevo los textos de estudio (y particularmente la Biblia), desde los conocimientos lingüísticos mejor asentados y desde una actitud de humanismo cristiano. Donde «leer» debe entenderse, claro, como la actividad propia del modus docendi universitario, al que se añade la posibilidad de traducir mejor los textos recibidos. Sin embargo, este enfoque supondría repetir mucha información ya sabida sobre los modos de lectura en la Contrarreforma, y yo mismo había tenido ocasión de indagarlo a propósito de los biblistas salmantinos en otros trabajos1.

Un segundo planteamiento me pareció más adecuado a aquello que se proponía el encuentro, y quizá menos transitado. El de la reflexión acerca de cómo el libro, con su materialidad tangible, se hace presente en los procesos (dentro de ellos) y permite reconstruir un mundo de lecturas y de lectores en unas circunstancias tan especiales (la presión del proceso, la dura cárcel), pero tan enraizadas en la cultura contrarreformista española en torno al libro, que se convierten en paradigmas de una situación cultural y permiten mostrar las consecuencias del control que están en la base de la mentalidad lectora que parece imponerse como dominante para mucho tiempo en el imaginario colectivo: la culpabilidad en torno al libro y a la lectura.

Ambos planteamientos, lejos de ser excluyentes, se entrelazan inseparablemente y permiten, a través de las autoacusaciones, de las referencias a los libros leídos o poseídos por los reos, a las peticiones de libros e incluso a la posibilidad de lectura en la cárcel, construir un panorama complejo, que trataré de extraer -con obligada contención y esfuerzo de orden y de síntesis- de los fárragos de los procesos.

Los implicados en los procesos son personas «curiosas en libros»; el apelativo apunta hacia esa curiositas humanista sobre la que se cierne inicialmente la sospecha. Son personas que viven del ejercicio profesional en torno al libro: Grajal, catedrático sustituto en la Cátedra de Biblia, fray Luis de León, catedrático de Durando, Cantalapiedra, sustituto de la Cátedra de Hebreo; pero junto con ellos, los más conocidos, la acción inquisitorial en la Universidad afecta a otros no teólogos, como el Brocense, catedrático de Retórica o a Juan Escribano, profesor de griego, cuyos problemas con la Inquisición están todavía sin estudiar2. Me referiré sobre todo a los dos primeros.

Los otros actores necesarios de los procesos son aquellos que intervienen como promotores de los mismos a través de la denuncia (León de Castro, Bartolomé de Medina) o como testigos, compañeros de claustro, y por lo tanto copartícipes del mismo ambiente librero; ellos introducen interesantes aspectos en torno al libro en los ambientes intelectuales que no se tienen siempre en cuenta; por ejemplo, esos intereses económicos que no parecen ajenos al inicio del procedimiento mediante la delación, tal y como se deduce del cuestionario de defensa que fray Luis presenta a sus testigos el 24 de julio de 1572. La cuarta pregunta en ese cuestionario es

Si saben que el Maestro Castro gastó más de mil ducados en la impresión del dicho libro, y no se le ha vendido bien, y está persuadido que ha sido causa dello haber dicho el Maestro fray Luis de León mal del dicho libro y haber hecho que lo llevasen a la Corte3.


Se refiere a los Commentaria in Esaiam de León de Castro, publicados en Salamanca por Mathias Gast en 1570, libro que fue recogido por el Santo Oficio para su examen «cinco o seis meses, y el Maestro León de Castro fue a la corte y estuvo sobre ello todo el dicho tiempo, con mucha pesadumbre y costa». Castro atribuyó esta costosa retención de su libro a denuncias de fray Luis (cosa que, por cierto, fray Luis no niega, ni niegan sus testigos, entre ellos dos que tendrán posteriormente problemas con la Inquisición, como el Brocense y Juan Escribano), y el agustino ve en el hecho el origen de la animadversión del dominico contra él y en su proceso la venganza de León de Castro por ello. Es significativo que Cantalapiedra insista en el mismo asunto y crea que su proceso se debe a que León de Castro se venga por las críticas hacia su libro, que «ofendían para su venta»4.

No sólo rencillas profesionales o diferencias intelectuales, como tradicionalmente se señala, sino además intereses económicos en torno al libro parecen aspectos en nada ajenos a los procesos. Pero, más que el origen de los procesos, me interesa ahora destacar, sobre todo, cómo estos muestran de qué manera el libro y la lectura se han convertido en territorios de peligro intelectual; es el «peligro de leer» que apuntaba con perspicacia Fernando Bouza (1992) y el anti-intelectualismo que atenazaron el desarrollo de la espiritualidad áurea tras la Contrarreforma.

Lo que está aquí en juego, y lo que resulta finalmente cercenado, es la posibilidad de un acercamiento profesional e intelectual al libro, un modo de lectura filológica y teológica, en libertad. Y la consecuencia será el abandono de ese modo de lectura por otros de menor peligro, compendiados en el desencantado «sapere ad sobrietatem» que propone Martínez Cantalapiedra y que saca a la luz las consecuencias menos evidentes, pero quizá más expresivas, de los procedimientos de control en torno al libro, las de la censura inmanente, la autocensura, tan difícil de percibir en la superficie. «Los tiempos andan peligrosos; cierto sería mejor andar al seguro y sapere ad sobrietatem» dice Cantalapiedra5. La 'sobriedad' del conocimiento es contraria a la curiositas que alimenta los avances científicos. Por lo mismo, la afición a novedades es, en el terreno intelectual, camino hacia la perdición, susceptible de ser denunciado:

en la Universidad de Salamanca hay mucho afecto a cosas nuevas y poco a la antigüedad de la religión y fee nuestra y que esto es lo principal que se debe remediar [...] Que a los dichos tres maestros Grajal, León y Martínez ha visto este declarante afectos siempre a novedades [...] que son hartas novedades y dignas de remedio.


(León 1991: 16, subrayados míos)6.                


El miedo a la novedad, el cercén de la curiositas y el sentimiento de culpa en torno al libro son el resultado más evidente de estos procesos de autocontrol que se imponen.

Baste un ejemplo de partida de cómo el mundo del libro científico se ha teñido de peligros. Gaspar de Grajal, defendiéndose de la proposición de que se le acusa de que ha dicho que «hay muchos lugares en la Escritura que no están entendidos aún agora»7 se defiende con argumentos de crítica textual y señala, como al paso, la presión que se está llevando a cabo sobre el texto base de los teólogos8:

yo dixe que en las Biblias que comúnmente andan había muchos lugares corruptos y depravados o incuria librariorum o scribarum quorundam inscitia [...] y que si algún día nuestro Señor me daba espacio, había de hacer imprimir una Biblia correctísima, aunque yo gastase mil o dos mil ducados en servicio de la Iglesia [...] Y no sé yo si en esta Biblia que esperamos, que se imprime en Amberes por mandado de su Majestad, ha de haber algo desto.

Y después que esto dixe, me mostraron una Biblia, impresa en León, en el año de 35 por Vicente de Portonaris, en la cual está hecho la mayor parte de lo que yo deseaba.

Y la tal Biblia no se ha vedado, ni por esta razón me parece a mí se deba vedar [...] y en muchas Biblias andan estos lugares anotados con vírgulas y estrellas, dando a entender la variedad de códices que hay9.


Esa Biblia 'leonesa' de Portonaris (Vicente) del 35 debió formar parte del cuerpo de biblias prohibidas en la Censura General de Biblias, donde encontramos hasta 28 impresas en Lyon. Y tanto por su origen editorial, como por su naturaleza textual, con notas y aclaraciones, era susceptible de prohibirse10.

Los procesos a los profesores salmantinos muestran esa preocupación por el control de los modos académicos de lectura bíblica para evitar la puesta en cuestión del texto autorizado, la Vulgata. Pero además dejan a la luz la forma de actuación de los mecanismos de control del impreso en el ámbito académico: un librero, Portonaris (Gaspar), solicita permiso para imprimir revisada una Biblia de éxito en Europa (la de Vatablo), que había quedado prohibida en el Índice de 1559 y convertirla a la ortodoxia católica11; la Inquisición solicita el preceptivo informe de expertos en el ámbito académico; la Academia reúne una comisión de teólogos; esta comisión discute y afloran los diferentes criterios de lectura (y quizá, como he señalado, otras cuestiones menos académicas). Incluso se habla de proyectos para ponerse en vanguardia de la ciencia bíblica europea, imprimiendo la mejor de las biblias posibles, como recuerda en su defensa Cantalapiedra:

cuando emendábamos la Biblia de Vatablo, un domingo en la tarde, y era invierno, habrá cuatro años [es decir, hacia 1569] nos juntamos en casa del maestro Sancho y entretanto que estábamos en la junta nevó; y estando esperando que se juntasen los maestros, el maestro Sancho y el maestro fray Luis y el maestro Grajal y yo, se tractó que sería bien acordado que la facultad de Teología de Salamanca hiciese una Biblia y la enmendase por originales de mano que se podrían haber de la universidad y iglesia y monasterios; y prometí yo de haber dos por el obispo de Plasencia, y que se podían añadir anotaciones y diligencias con que fuese mejor que ninguna de las que ha habido hasta agora; y nos podíamos aprovechar de la Biblia lovaniense y parisiense, y añadiríamos a ellas lo que hay en los originales de España; y habiendo nosotros esto tractado, díxelo yo a este testigo, que se llama Alarcón, que se podría hacer una Biblia mejor que las que ha habido hasta agora...12


Este proyecto de Biblia salmantina no se lleva a cabo13; es mejor, nos recuerda Cantalapiedra, «sapere ad sobrietatem». Que el sentido de culpa se impone sobre el deseo de trabajo científico, parece claro, al menos en este campo del biblismo14.

Esta culpabilidad en torno al libro se instala en los mismos procedimientos de actuación inquisitorial, que ya en la primera audiencia establece que se pregunte al reo si tiene algún libro vedado; y sobre todo, se le invita a un ejercicio de autoinculpación en el que afloran con frecuencia los escrúpulos sobre el libro y la lectura. Grajal se mantiene firme en declarar que no sabe por qué se le ha detenido y que no ha tenido libros vedados, a pesar de los indicios de la investigación iniciada contra él ya en 1559 por la importación de libros; pero fray Luis (quizá confiado en que la sincera confesión acortará el proceso) realiza un primer angustioso recorrido mental por sus posibles delitos, entre los que no falta el de la lectura: es lo que le lleva a confesar el delito de haber leído un libro de astrología. Otras veces es el escrúpulo de lectura del delator el que saca a la luz el miedo en torno al libro. Es el caso de Diego de Zúñiga y el libro italiano de Arias Montano del que hablaremos luego. Algunos años después, ya en 1584, el Brocense responde de una manera muy genérica a esta cuestión: «que tiene libros católicos en su librería de todas las facultades»15. Veamos alguno de estos casos.


Gaspar de Grajal

El caso de Grajal es ilustrativo, tanto por su relación con la importación de libros, como por la presencia de estos en el proceso. Formado en París y Lovaina, su estancia en el extranjero le convierte enseguida en homo suspecto. Y enseguida (ya en 1559) es víctima de investigación inquisitorial «sobre ciertos libros que el maestro Grajal compró en Flandes»16. El asunto coleará hasta 1564; como se lee en la declaración de su primo Gabriel de Grajar: «sabe que traxo algunos libros el dicho licenciado Grajal, pero que no sabe en qué facultad eran, ni si eran buenos ni malos; e que antes que fuese a París a estudiar había vendido muchos libros que tenía de Artes y Teología y otras facultades»17.

Alguno de estos libros fueron a parar (a través de León de Castro) a casa del comisario de la Inquisición en Salamanca, Francisco Sancho, para ser examinados conforme al edicto del 59 («y si algunos obiese encuadernados con los libros vedados que fuesen buenos, se quitasen e quedasen e los malos se diesen»)18. Los libros se quemaron, según testimonia León de Castro. Aunque debieron de ser pocos de su gran biblioteca, de la que tenemos noticia por todos los testimonios de testigos durante el proceso («sabe este testigo que el dicho Grajales tiene gran librería, e la trajo toda de aquellos reinos donde estaba»)19. Y se preocupaba por ella, pues, preso ya, en 12 de noviembre de 1572 le pide a su hermano que se interese por los bienes secuestrados, y sobre todo por los libros, para que no desaparezcan (consecuencia frecuente de los secuestros de bienes). Así lo leemos:

Otrosí, digo que los libros y bienes quel maestro Grajar, mi hermano, tiene en la ciudad de Salamanca, están secrestados en poder del licenciado Sierra Cabezón por inventario. Y porque podría ser que no trayéndose cuenta en los dichos libros y hacienda, como conviene, se disminuyese [...] suplico a Vuestras Mercedes también se me entregue esto20.



El libro es para Grajal un medio de trabajo, pero también un objeto que se aprecia. Su vida giraba en torno al libro y su casa sería más estudio que vivienda21.

De los libros que pide durante el proceso, comprobamos la copiosa biblioteca del catedrático de Biblia y la orientación de las lecturas hacia los libros de teología necesarios para elaborar la defensa. Muchos de ellos dice «se hallarán en mi estudio»; otros los localiza «en los cofres que agora me habrán venido de Flandes». También aprovechando el envío «por que no venga el cofre vacío» pide que se llene con lo que encuentren y «principalmente un libro grande de figuras, que creo que se llama Teatrum mundi. Y fray Luis de Granada»22.

Estas peticiones, además de permitir la reconstrucción parcial de las bibliotecas (a falta de inventarios) nos ponen en contacto con otra realidad diferente, más cercana a nuestro propósito de indagar la presencia física del libro en la cárcel. El libro de mapas de Abraham Ortelio (Teatrum orbis terrarum editado en Amberes en 1570) y fray Luis de Granada no son libros solicitados para el estudio o para autorizar los argumentos de la defensa, sino para orientar la lectura hacia la curiosidad humanista o la lectura piadosa que reconforte23. En realidad este de la lectura piadosa es el único campo en que piensan los inquisidores cuando autorizan la presencia del libro no especializado en la cárcel, cuya concesión se dejaba al arbitrio del inquisidor; y así lo certifica el hecho de que el libro de Ortelio no acaba de llegar:

Y si vuestras mercedes gustasen, para mi consuelo, y pasar el tiempo, que se me trajese un libro grande que viene en aquellos cofres, que por no saber el nombre no le pongo, que no sé si se llama Fabrica mundi que contiene muchas descripciones de provincias y ciudades y tablas de Cosmografía, sería mucha merced (16 septiembre 1574)24.



Pero repite la petición el 29 de noviembre y no queda constancia de que el libro llegase nunca a manos de Grajal.

Para estos profesionales del libro, la lectura y el trabajo son además del medio para pasar el tiempo de prisión, el modus vivendi, como queda claro de lo afirmado por Grajal:

Pues Vs. Mds. hacen merced de mandarme dar libro para que yo no esté aquí ocioso, les suplico sean servidos de me mandar dar un cartapacio mío o dos que están encuadernados en cuero dorado de a cuarto de pliego; [contienen comentarios a Oseas, Joel, Amós y Abdías] y están como en borrador y deseo ponerles en orden, que algún día puedan servir de algo y aprovechar25.



Es interesante destacar también la petición que hace de un cartapacio con «doce sermones en romance que yo algunas veces he predicado», porque dice tener la intención de ponerlos en latín: «y pues aquí tengo tanto espacio, deseo los poner en latín»26. El libro propio necesita alimentarse con los libros ajenos, por eso, si le dan el cartapacio con los profetas, dice, «habrá menester se me trayan de Salamanca los libros siguientes, o los que dellos Vs. Mds. mandaren: Summa contra gentes, (¿Tertuliano?) Primera parte de Santo Tomás, San Crisóstomo sobre San Pablo, San Agustín, la Biblia de Alcalá, la de Vatablo, Phrases Scripturae (Phrases Scripturae Sacrae de Lorenzo de Villavicencio, en Amberes, in Aedibus Viduae et Haeredum Ioannis Steelsi, 1571), Tesaurus Pagnini lingua sanctae, Dionisius Carthusianus super 12 profetas». Son los instrumentos del teólogo, con los que trabaja (Biblias políglotas, glosas, gramáticas y autoridades).

Pero más allá de esto, en ese prudente «o los que dellos Vuestras Mercedes mandaren» saca a la luz el sentido de culpa que se ha desarrollado en torno al libro: la lista parece canónica (a pesar del todavía prohibido Vatablo), pero ya no hay nada seguro en torno al libro y conviene mostrarse cauto y sumiso, dadas las condiciones, y aceptar lo que venga.

La diligencia de respuesta inquisitorial en torno a los libros pedidos no parece muy grande en el caso de Grajal, aunque se crucen las dificultades para encontrar algunos de ellos que estaban en unos cofres traídos desde Flandes, estando ya preso, y que se llevaron secuestrados a casa de Francisco Sancho27: la petición del 26 de agosto de 1572 se repite en similares términos el 5 de noviembre y con añadidos el 9 de enero de 1573; no se le entregan algunos de ellos hasta el 14 de mayo de 1573 y el 11 de junio28; el 13 de noviembre de 1574 se consigna que «de los libros que ha pedido, se han traído parte dellos»29. Algunos libros nunca llegan a entregarse (por ejemplo el Ortelio) y otros terminan perdiéndose y se siguen buscando después de cerrados los procesos.

Esta secuencia permite plantear una cuestión latente, tangencial al asunto de los libros en prisión, pero en definitiva esencial para comprender hasta qué punto las peticiones de los procesados fueron atendidas y sobre todo en qué condiciones se desarrolló su contacto con el libro en el entorno de la cárcel.

Parece claro que las condiciones en que se desarrolla la lectura y el contacto con el libro, incluso la posibilidad de trabajo con él, no son las mejores. El paso del espacio de aprendizaje basado en el escrito (la universidad) y la lectura (la biblioteca) al espacio ágrafo por excelencia (la cárcel) no debió de resultar sencillo para los maestros. En teoría la cárcel de los maestros salmantinos no debería ser la dura et arcta carcer que se prevé en el tratado de Nicolás Eymerich (capítulo XXVII) para los condenados, sino una prisión de custodia, en dependencias episcopales o un monasterio, mientras dura el proceso30. Sin embargo, las propias palabras de fray Luis no dejan lugar a dudas sobre las condiciones de su estancia, cuando el 21 de noviembre de 1575 pide que se le traslade a un monasterio, entre personas religiosas para morir como cristiano «y no como infiel solo en una cárcel y con un moro a la cabecera»31.

Las condiciones miserables del encarcelamiento no invitan al trabajo y la lectura. Así las describe Llorente:

Es innegable que aquellas cárceles son duras y estrechas, y rigurosísimas porque habiendo los reos de vivir separados, sin comunicación entre sí, la soledad dilatadísima que se padece noche y día es capaz de matar con enfermedades hipocondríacas a un hombre [...] La experiencia tiene acreditado que algunos han querido quitarse la vida desesperados por efectos de la tristeza32.



Y lo que es más importante a nuestros efectos: «Las dilatadas noches del invierno, desde las quatro de la tarde hasta las siete de la mañana impiden al infeliz reo aun la molesta diversión de leer un libro espiritual que es el único que se permite»33. La incomunicación es medida de oficio34.

Las condiciones de Grajal en la cárcel poco invitarían a la reflexión y a la escritura; a juzgar por la petición de 28 de junio de 1575 en que «suplica le hagan merced de quitalle un preso que tiene en su compañía, porque es hombre inútil y sucio y que le perturba, y a su estudio»35. El 3 de agosto se declara «falto de salud y con grande afictión y con temor de perecer en el aposento y cárceles en que estoy» y pide que le trasladen a un monasterio «con fianzas de cárcel segura»36.

Junto con esto, otro elemento que debe tenerse en cuenta es el control por parte de los funcionarios del papel que se entrega a los reos37. El 24 de mayo de 1574 Grajal se presenta ante los inquisidores para entregar

diez y nueve pliegos de papel en borrador de cosas que tiene escriptas en su cárcel, las cuales dixo que se rompiesen porque son cosas de su estudio, y no toca a su negocio. E pidió se le diese una mano de papel para responder a la calidad de las proposiciones...38



El 26 de junio pide «diez pliegos de papel» y se le dan rubricados39; «veinte e un pliego» pide el 3 de julio de 157540. Las peticiones de papel se van repitiendo «para si tuviera que responder»41, pero no para escritura propia de cosas estudiadas. Parece pues que Grajal podía escribir en la cárcel, pero entrega lo escrito y se le recoge, a cambio del papel rubricado para su defensa. El asunto del papel es clave para entender el trabajo de escritura en la cárcel. Grajal deja claro que había restricciones en su uso:

...pues entre mis cartapacios hay algunos que tienen papel blanco, se me dé uno, en el cual no están scriptos sino unos sermones en romance... Y para cualquiera estudio que haga, pues vuestras mercedes saben se puede hacer mal sin papel, suplico se me dé papel, con la cuenta que a Vs. mercedes les pareciere, porque ansí mismo yo la dé de los que se me hubiere dado cuando se me pidiere (5 noviembre 1572)42.



El 19 de enero de 1573 pide ya

para tener aparejado y puesta en orden la respuesta a la publicación... me manden dar papel y pluma... porque aunque tengo algunas cosas escriptas, están tan en suma y abreviadas que si no se ponen en orden y concierto, no me podré tan fácilmente aprovechar43.



En realidad, no se hace otra cosa que aplicar lo dispuesto por Fernando de Valdés en las normas para el procedimiento de la Inquisición, a 2 de septiembre de 1561, que habían dejado establecido que la escritura de los presos se limitara a la redacción de su propia defensa en un número contado de pliegos de papel debidamente rubricados por el escribano del Santo Oficio: «Si el reo pidiere papel para escribir lo que a su defensa tocare debensele dar los pliegos contados y rubricados del Notario»44.

Las condiciones físicas de la prisión, el control del papel, limitado a la redacción de la defensa propia en papeles debidamente rubricados por el notario... nada invita a convertir la cárcel en un espacio para la escritura, y difícilmente para la lectura. Sin embargo, Grajal insiste hasta los últimos momentos de su proceso (y de su vida): «Otrosí, digo que por orden de vuestras mercedes se me dieron ciertos libros, los cuales he visto. Tengo necesidad para mi consuelo y entretenimiento se me den otros libros de mi librería»45. La respuesta a la petición no llegó a tiempo. Se le adelantó la Parca que visita a Grajal el 9 de septiembre de 1575. Tras su muerte se hace inventario de los libros del maestro. Las ediciones modernas del proceso no recogen estos inventarios. Quizá hay ahí un campo para los historiadores del libro y de la lectura.




Fray Luis de León

El caso de fray Luis de León no es muy distinto en muchos aspectos, pues su proceso forma parte del mismo contexto que el de Grajal, y como este se inicia en torno a un libro, la llamada Biblia de Vatablo, a la que ya nos hemos referido. Desde sus peticiones de libros y papel se puede reconstruir su biblioteca y su actividad de lectura en la cárcel46. Sin embargo, me interesa ahora más un asunto al que se ha prestado menos atención, pero que afecta más al propósito de esta reunión, como es el desarrollo de un sentido de culpabilidad en torno al libro, a la lectura y a la actividad intelectual, que se percibe en el proceso de fray Luis en varias ocasiones.

Fray Luis, empujado por los rumores sobre su labor, realiza una primera confesión, previa al proceso y encarcelamiento, en la que aflora el sentimiento de culpa en torno a la actividad intelectual, y al trabajo con la traducción al vulgar de los textos bíblicos y particularmente la traducción del Cantar de los Cantares:

me pesa de cualquier culpa que haya cometido o en componer en vulgar el dicho libro o en haber dado ocasión directa o indirectamente a que se divulgase, y estoy aparejado a hacer en ello la enmienda que por V. M. me fuere impuesta. Y digo que sujeto humilde y verdaderamente a V. M. y a este Santo Oficio y Tribunal ansí este dicho libro...47



El asunto de la traducción al vulgar de textos bíblicos reaparece, como es lógico a lo largo del proceso, puesto que constituye uno de los territorios de peligro intelectual preferente para los inquisidores. En la temible primera audiencia (el 15 de abril de 1572), y ante la pregunta «si sabe o presume la causa por que ha sido preso por este Santo Oficio», fray Luis, sin duda angustiado («muchas cosas se le han ofrecido a la imaginación después que está preso») pide papel para poner por escrito y por extenso su autoacusación. Fray Luis hace en esa autoacusación un recorrido mental por los territorios del libro y de su actividad intelectual (junto con cuestiones de calado hermenéutico que empiezan a aflorar) que se han convertido en espacios de culpabilidad, espacios sospechosos de la disidencia: la traducción al vulgar de textos bíblicos, la posesión y la importación de libros, la ciencia, la espiritualidad conflictiva, la lectura en definitiva. Esta autoacusación, resultado de la primera audiencia, nos servirá de guía para adentrarnos en el caso de fray Luis de León.


La traducción al vulgar de textos bíblicos, prohibida

Item, en aquella mi confesión declaré que había declarado en romance los Cantares de Salomón y no declaré que había también hecho en romance una declaración breve sobre el salmo Quemadmodum desiderat cervus y otra sobre el salmo Usquequo Domine oblivisceris me in finem [...] Yo confieso que tenía el libro de Job en romance y que he tenido intento de hacer sobre él en romance una declaración...48



Ya hemos visto que en la primera confesión voluntaria fray Luis había declarado su traducción en romance de los Cantares. Ahora amplía la confesión a otros textos bíblicos traducidos y comentados. Traducción y comentario van de la mano en la renovación de la exégesis bíblica. Y ambas había quedado sometidas a cuestión desde los primeros Índices, lo que explica la autoacusación del agustino. El peligro de las interpretaciones literales, libres e indiscriminadas desde la traducción, amenazaba el edificio de autoridad de la Iglesia, construido sobre exégesis alegórica y hacía de la traducción de la Biblia el principio de difusión de toda herejía, según pensaban quienes se oponían a ella. Así opinaba el teólogo Nicolás Ramos en carta a la suprema del 9 de enero de 1577:

Lutero, Oecolampadio, Melanton, Bucero, Zuinglio, Munstero, Calvino y otros muchos, para persuadir al pueblos sus herejías comenzaron poquito a poco a persuadirles que tal palabra y tal palabra de nuestra biblia Vulgata no estaba bien o tan bien trasladada como se contenía en el original griego o hebreo. Y así comenzaron a mudar las palabras y por el consiguiente la sentencia ['el sentido'] de la Sagrada Escritura; porque como los conceptos se declaran por las palabras, quien estas muda y altera, necesariamente ha de mudar el sentido. Este fue el principio...49



La traducción de la «Biblia en nuestro vulgar o en otro cualquier en todo o en parte» figura explícitamente vedada en el severo Índice de 1559 de Fernando de Valdés; desde ese punto y momento quedaban las traducciones prohibidas de raíz, «en todo o en parte», dejando en España poco margen para la interpretación, a pesar de las discusiones, ambigüedades y relativa flexibilidad que se desprendería posteriormente de las reglas derivadas de las sesiones de Trento (y particularmente de lo recogido en la Regla IV y sus observaciones, referente a las licencias de los obispos y a las traducciones parciales)50. Quizá por ello, por la multiplicación contradictoria de los edictos prohibitorios y la ambigüedad tridentina, fray Luis expresa cierta confusión:

He sospechado si mi prisión ha sido por no haber declarado esto. Y no lo declaré, porque nunca entendí que en ello había escrúpulo, por esta razón: y es que los dichos dos salmos andan en romance en las Horas de Nuestra Señora y la parte de la Sagrada Escritura que anda en romance nunca se entendió que estaba prohibido declaralla en romance, siendo la declaración buena y católica51.



No obstante la declaración atenuante, era claro para los inquisidores que si la tenencia o lectura de la Biblia en vulgar era motivo de prohibición, sin contemplar autorizaciones ni licencias, revocadas sistemáticamente desde 1559, la realización de una traducción al romance presentaba al sujeto como fautor de herejía. Por eso no es extraño que la cuestión de la traducción romance del Cantar de los Cantares pase a las acusaciones del fiscal, y no sólo por la traducción al vulgar, sino además por otro problema añadido y no menos grave en este caso, como es la preferencia por sentidos literales en la interpretación del epitalamio bíblico. A un mal se sumaba otro. Y de hecho, la única medida efectiva que recoge la sentencia final del Consejo de la Suprema Inquisición contra el agustino, como acción clara y que no admite discusión ni opinión, es: «que se recoja el cuaderno de los Cantares traducido en romance»52.




La posesión de libros, sospechosa

He sospechado si ha ofendido alguno de una biblia que tengo entre mis libros, que es una biblia hebrea y caldea con los comentos de los hebreos en su lengua y escritos de la letra que ellos usan que llaman provenzal, la cual yo no entiendo ni sé leer. La cual biblia yo no sé ni he visto que esté prohibida, antes, en la librería de las Escuelas de Salamanca hay otra como ella...53



Que un catedrático de Teología, aspirante a la sustitución de la cátedra de Escritura ya en 1560, posea una biblia en hebreo no parece grave delito, aunque vaya acompañada de comentarios de los exegetas hebreos, y esto ya le hace más sospechosa y susceptible de prohibición54. Más interesante es el comentario hecho como al paso, «la cual yo no entiendo ni sé leer», que parece llevarnos el territorio de la disimulación y de la excusa, estrategias de ocultación tan especialmente presentes en momentos de persecución religiosa y amenaza (como nos enseñó no hace mucho M.ª José Vega, 2008) y en las que aflora el sentimiento de culpa55.




La importación de libros, sospechosa

También he tenido alguna manera de recelo desto que diré. El Maestro Grajal me dixo los meses pasados que enviaba a Flandes por ciertos libros. No me dixo qué libros ni me mostró la memoria dellos ni yo lo supe. Pidiome que escribiese al Maestro Benito Arias Montano que es muy amigo que se los comprase al mercader que llevaba el cargo dello y que si viese también algún otro libro bueno que él supiese que se lo comprase [...] Háseme ofrecido a la imaginación si acaso entre estos libros se señaló algún libro que no fuese bueno, lo cual en ninguna manera puedo creer, porque al Maestro Grajal le he tenido por católico y al Maestro Benito Arias por muy católico...56



La procedencia extranjera de los libros, y más particularmente su origen centroeuropeo, es uno de los principales motivos de sospecha, como hemos visto en el primer proceso de Grajal ya en 1559. Aquí queda de nuevo claro, junto con el papel de Arias Montano como introductor en España del libro europeo57. Sabemos por estas declaraciones que abastecía de libros también al entorno humanista salmantino; y que sus propios libros eran sometidos a estricto examen en Salamanca, en los mismos meses de inicio de los procesos, en 1572; se lo cuenta Plantino (que lo ha sabido por noticias del librero Mathias Gast, en carta del 5 de julio de 1572):

A Domino Mathia Gast bibliopola Salmanticensi, litteras accepi quibus significat opus tuum In Prophetas minores diligenter rursus et severe satis fuisse illic examinatum, atque tandem bibliopolis redditum cum libera potestate illud distrahendi. Monumenta vero, quantum ab aliis audio, a nonnullis inquisitoribus adhuc suspecta habentur et prohibita58.



La maquinaria de control puesta en funcionamiento en 1559 había surtido efecto en las conciencias y motiva la autoacusación de fray Luis, que trata de salvaguardar a ambos amigos, insistiendo en su condición de católicos con el fin de amortiguar los efectos sospechosos sobre su actividad libraria.




La ciencia, sospechosa

Un estudiante licenciado en cánones que se llamaba el licenciado Poza que me leía principios de astrología, me dixo un día que él tenía un cartapacio de cosas curiosas [...] Era un cartapacio como de cien hojas de ochavo de pliego de letra menuda [...] Y acúsome que leyendo este libro... probé un sigillo astrológico... Yo quise quemar este libro... y así le quemé59.



La astrología (no toda, pero sí la relacionada con invocaciones, conjuros y adivinaciones) es uno de los campos de mayor presencia en los índices inquisitoriales; por eso no es extraño que fray Luis haga memoria del suceso60. Sin embargo, cuando fray Luis se acusa (17 de abril de 1572) el asunto no despierta ningún interés y no se vuelve a él en todo el proceso. La reacción del fraile, no obstante, muestra de nuevo el rigor de la autocensura o hasta qué punto la conciencia de culpa que se ha inculcado en torno al libro ha hecho efecto: como un pequeño inquisidor doméstico, quema en la chimenea de su celda el libro o cartapacio (pues de las dos formas se refiere a él), de forma que el destino del escrito sospechoso es la destrucción en la hoguera. Más que el hecho concreto de la quema o su veracidad (la realidad de la hoguera privada sería imposible de comprobar), llama la atención la autoconfesión, como forma de exculparse y hacer explícito su compromiso con los mecanismos de control inquisitorial. Se comprueba así cómo el control inquisitorial sobre la lectura va más allá de la censura real para instalarse en ese territorio resbaladizo y lábil de la conciencia, que aflora cuando el sujeto sometido a presión confiesa, se autoacusa, asume su lectura culpable y hace expresión explícita de su aceptación de los procedimientos: el libro sospechoso o peligroso reducido a cenizas. El mecanismo señala un notable grado de eficacia en los controles, cuyo hábito ha conseguido instalarse en la actitud de los lectores.




La lectura espiritual, sospechosa

Sin embargo, calla ahora un asunto sobre el que el tribunal sí va a preocuparse cuando salga a la luz poco después, porque tocaba cuestiones de calado en la espiritualidad de la época. Se trata del que podíamos llamar «el caso del curioso libro italiano». El asunto salta por la declaración del testigo 15 del fiscal, que resulta ser el fraile agustino Diego de Zúñiga, que declara en Toledo ante el Inquisidor Doctor Juan de Llano el 4 de noviembre de 1572 recordando un hecho ocurrido «habrá trece años» (es decir, hacia finales de 1559) en Salamanca, en la celda del propio fray Luis:

le dijo fray Luis de León en su celda que había venido a sus manos un libro extrañamente curioso el cual le había dado Arias Montano, el cual le había dado luz y quitado muchas marañas, y que el libro era de un italiano habilísimo, que le parece que le dijo que era hombre de grandísima vida [...] Y que temiéndose este declarante no fuese algún mal libro le hacía mucha instancia que le dijese si había alguna herejía, y que el dicho fray Luis de León le respondió que en lo de la confesión le parecía que decía una herejía61.


Esta última frase aparece subrayada en el proceso, como indicio evidente del interés que merecía el asunto para los fiscales, pues apuntaba al tema controvertido del sacramento de la confesión, un sacramento superfluo para los protestantes, pues todos los pecados han quedado satisfechos por el sacrificio de Cristo, y cuestionado en el pelagianismo de algunos escritos espirituales italianos. El asunto traía sobre sí las resonancias del tema teológico de la época: la justificación por la fe62.

Del libro sabemos que comenzaba con una revelación, «que había tenido el que lo compuso estando de noche orando, que vio en la oscuridad una luz y que de ella salió una voz que dijo: Quomodo obscuratum est aurum, mutatus est color optimus», es decir, las palabras de las Lamentaciones de Jeremías, 4, 1. Zúñiga siente escrúpulo «no fuese algún mal libro» y urge a fray Luis para que lo denuncie:

Y después tomó este declarante escrúpulo si estaba obligado a denunciar de aquello que le había dicho, y que lo preguntó a dos personas de ciencia y conciencia, religiosos de su orden y le dijeron que sí [...]. Y este declarante determinado de denunciar preguntó al dicho fray Luis de León a solas por el dicho Arias Montano que le había dado el dicho libro que si era buen cristiano, que el dicho fray Luis de León se alteró con esta pregunta y le dijo encarecidamente que era buen cristiano...


El miedo a la denuncia, del amigo y de él mismo, moviliza a fray Luis para intentar calmar el escrúpulo de Zúñiga, dándole todo tipo de aclaraciones sobre la bondad de Montano y adelantándose a su denuncia al relatar ante un inquisidor en Valladolid lo que había pasado:

porque le pareció que aunque tenía el dicho libro muchas cosas católicas, tenía otras que le parecían a este peligrosas, que no las entendía este bien porque era en lengua toscana, la cual este no sabía entonces. Y este no lo leía, sino que se lo leían a él.


(Respuesta oral recogida en la audiencia del 12 de marzo de 1573)63.                


Las atenuaciones (no sabía la lengua, él no lo leía, se lo leían) hacen que la cosa suene a excusa, a ocultación o disimulación de las propias habilidades en busca de la exculpación en tema que podía ser peliagudo, porque sin duda sospechoso era el libro y ante la sospecha el reo busca protegerse.

Sabiendo fray Luis que el testigo no ha identificado el libro, se cuida mucho de revelar su título y lo esconde en declaraciones nebulosas. Pero el caso, delatado por Zúñiga a 4 de noviembre de 1572, da más de sí, porque merece detallada respuesta escrita de fray Luis, presentada el 14 de mayo de 157364, en que relata el suceso y lo contextualiza en 1560, mientras escribía sus quodlibetos para graduarse. Y vuelve a las excusas y atenuaciones:

No sé si las entendí bien, porque el libro no lo leí ni tuve, sino oíle leyéndole Montano [...] Y añadí que era tan bueno lo bueno del libro, que, como estaba escrito de mano, había tenido sospecha si algún hombre de fe dañada copiándole había enjerido en él aquello malo. Y diciendo yo esto díjome el dicho Zúñiga: "¿Mas si por dicha lo enjirió el Montano?" Yo oyendo esto es verdad que me ofendí de un juicio tan arrojado, y le respondí que jamás como era verdad me había pasado por el pensamiento tal cosa, ni a él le pasase65.


El nombre del libro y el del autor siguen sin aparecer en el proceso, pero por si acaso, fray Luis deja claro que sabe «que después Montano quemó aquel libro» y así se lo hizo saber a Zúñiga, que aún andaba melancólico con el asunto: «el libro no es ya en el mundo»66. De nuevo la hoguera fue el destino del escrito.

A pesar de la cual, -sigue explicando fray Luis- en el año 62 o 63, (¡todavía dos o tres años después del suceso!) de viaje a Granada, pasó por casa del inquisidor Riego en Valladolid y le dio cuenta del libro; este le recomienda que ponga por escrito todo y lo entregue al día siguiente en la casa de la Inquisición, y así lo hizo67. Entonces se acordaba bien, pero ahora «como de cosa tan añeja de muchas cosas no me acuerdo [...] porque estoy muy olvidado dello»; más adelante echa humo sobre otro detalle: «dije que aquel libro estaba en lengua toscana. Digo que me parece que es así, aunque como ha tanto tiempo, no me determino bien en ello, pero paréceme cierto que todo o parte dél estaba en toscano». Sobre la veracidad de lo afirmado por Montano dice «estoy tan receloso aun de mí mismo que ni santifico ni verifico al dicho Montano. Posible sería que me hubiese engañado en lo que me dijo de haber quemado el libro». No deja de ser curiosa la memoria selectiva, para acordarse de pequeños detalles en los diálogos con Zúñiga y olvidar otras cosas que quizá no convenía tanto revelar (como el nombre del libro). E insistir en la desaparición del libro, cumpliendo, motu proprio, con el final previsible de un libro herético (al que ni siquiera se le da ocasión de expurgo, si como dice, tenía tantas cosas buenas), pero al mismo tiempo dudando de si finalmente se hizo la quema o no e incluso de si el libro estaba o no en italiano. Creo que podrían extraerse de este episodio no pocas de esas estrategias del disenso (disimulación, ambigüedad, atenuaciones) que interesan a M.ª José Vega (2008). No, claro, porque fray Luis deba considerarse un ateísta, sino por la necesidad de defenderse en situación de acoso.

Se ha especulado sobre el título del libro en cuestión: Pedro Sáinz Rodríguez pensó que podía ser el Tratado utilísimo del beneficio de Cristo, de Benedetto de Mantova, o algún escrito de Juan de Valdés68. No estaba descaminada, al parecer, la hipótesis de don Pedro, pues según Adriano Prosperi (2001: 383) el misterioso libro era, «senza ombra di dubbio» el Libro Grande de Giorgio Sículo. Un libro, perdido quizá para siempre, como victoria inquisitorial, cuyo título Della veritá christiana et dottrina appostolica rivellata del nostro signor Giesu Christo al servo suo Giorgio Siculo della terra di Santo Pietro, le coloca en el espacio de la conflictiva espiritualidad italiana69. Giorgio Sículo, monje benedictino, conocedor de Valdés y con gran influencia entre los españoles del Colegio de España en Bolonia (a decir de Prosperi)70, murió condenado por hereje en las cárceles inquisitoriales de Ferrara en 1551 por ser consideradas sus opiniones sobre la justificación como pelagianas. Con lógica fray Luis, mantiene oculto el nombre de un autor cuya mención en nada iba a favorecer ni su causa ni la opinión sobre Arias Montano. Es además significativo que sea este el que trae al italiano a manos de fray Luis. Es sabida la posterior pertenencia secreta de Montano al círculo pietista de Plantino, la Familia Charitatis, durante su estancia en Flandes; ahora, más joven, su inquietud espiritual le ha llevado seguramente al conocimiento de la obra de Sículo, por cuyas ideas pudo sentirse atraído y querer compartirlas con su amigo agustino71.

Se entiende el miedo de fray Luis a que salga a la luz todo el asunto delatado por Zúñiga, y se entienden así sus estrategias de exculpación y su miedo: remisión a un expediente de denuncia antiguo, ocultamiento del nombre del autor o del libro, firmeza (man non troppo, cuando la cosa se pone fea) en el catolicismo del amigo, disimulación por la ignorancia de la lengua en que estaba escrito (pero con dudas que suenan un poco contradictorias), olvidos por el tiempo pasado, y el final crematorio que se le supone al libro, como muestra inequívoca de que el sujeto ha asumido las obligaciones impuestas y testimonio de la victoria de la autocensura.

Que el asunto se mantiene vivo en el proceso, lo muestra el hecho de que, después de la larga respuesta de mayo del 73, vuelve a referirse al caso todavía dos años después, en la defensa del 12 de septiembre de 1575. Entonces parece ya más seguro y agresivo, con nuevos argumentos:

Fray Diego de Zúñiga en lo que depone del libro que me mostró el Maestro Montano [...] la cual deposición demás de ser de enemigo es notorio que no pone en mí ni brizna de sospecha. Porque lo primero que dice que el dicho Maestro me mostró un libro es cosa que a cuantos hombres católicos hay puede acontecer mostralles otro algún libro para que le vean y diga su parecer mayormente no trayendo título de autor hereje como el dicho libro no lo tenía72.


En efecto, el índice de 1559 no recoge ninguna referencia a Giorgio Sículo ni consta tampoco en los Índices romanos; quizá el haber desaparecido su obra por efecto de la acción de la inquisición italiana lo explica. Pero ¿desconocía fray Luis el final desastrado del fraile italiano?

Y de nuevo, y por último, cerca ya del final del proceso, en nueva respuesta escrita del 22 de marzo de 1576:

el dicho testigo... que dice haber sabido que el Maestro Montano me mostró un libro en el cual yo dije que había algunas cosas muy buenas, otras que me parecieron herejía. De esta sospecha estoy libre, porque lo primero, que es haberme mostrado el dicho Maestro el dicho libro no hace sospecha, porque no teniendo título de autor hereje, de los teólogos es ver y que se le muestren semejantes libros para que digan su parecer. Lo 2.º que dice haber dicho yo que había en el dicho libro algunas herejías, no solo no hace sospecha, mas es prueba de mi fe, pues lo malo me pareció mal y ansí lo dixe. Y juntando con esto la denunciación que hice del dicho libro el año de 60, cuya verdad han confirmado las diligencias que sobreello Vs. mds. han hecho después acá, queda clara mi inocencia73.


Los argumentos parecen ya definitivos. Es cierto que son los teólogos los encargados de actuar como calificadores de libros, no solo de teología, sino de cualquier otra materia. El propio fray Luis había intervenido como tal, según se desprende de su propia declaración: «Me acuerdo que estando el Maestro León [de Castro] y yo con el Maestro fray Juan de Guevara en su celda sobre un libro que el Consejo Real nos había cometido que viésemos...»74. Pero no es el caso: el libro no llega a manos de fray Luis como encargo de calificación, sino por afinidad espiritual.

Por lo que dice fray Luis, el tribunal comprobó también la veracidad de la antigua denuncia del libro, y no se volvió a tratar más del asunto.






Martín Martínez Cantalapiedra

El proceso de Martínez Cantalapiedra contiene también abundante información en torno al mundo del libro. Un par de cartas de Cantalapiedra al obispo de Plasencia, previas al proceso e incorporadas a él, dan cuenta de los libros que le envía y de los que recibe: «agora llega una carretada de libros; no sé lo que hay; todo debe de ser común; yo lo veré presto»75, así como del incesante comercio: «De libros lo que hay es que cada día vienen balas; yo los voy mirando y iré cogiendo lo que en ellos hubiere de bueno. De nuevo cierto viene muy poco, y por allá se tracta muy poco de libros buenos»76. También anuncia su voluntad de viajar a Medina y traer lo que encuentre: «si algo hubiere, yo lo traeré»77. El viaje se frustra por su detención.

La intimidatoria primera audiencia («Fuele dicho que en este Santo Oficio a nadie se prende sin causa y sin estar culpado en cosas que sean contra nuestra santa fe católica...»)78 resulta en el escrito presentado a 22 de abril de 1572, donde hace su confesión, quizá pensando que su proceso pudiera deberse a cuestiones publicadas en sus Decem Hypotyposeon. Tras el repaso a opiniones expuestas en clase, llega a pensar en que su detención se debe a que el Maestro León de Castro le ha denunciado como venganza por las malas críticas hacia su comentario a Isaías que se vertían en la obra de Cantalapiedra, porque «ciertas cosas que había en él destruían su libro» y «ofendía para la venta del suyo». Finalmente escribe un epígrafe «De los libros que tengo»:

Tengo algunos libros de alemanes de vocablos y gramática para sacar del estiércol un vocabulario hebreo, sin tener necesidad dellos, y así hice un vocabulario cogiendo de una y de otros, lo que hacía para cognición de la lengua, y lo mismo hice antes en la gramática. De este número es Munstero y Frostero (sic) diversos tractados de gramática de Elias (sic). Tengo una phrases que por ahí las hay en cada tienda, y el Testamento Nuevo de Vatablo. De árabes tengo tres libros de matemáticas que me envió desta casa el obispo de Plasencia y el licenciado Grijelmo, y un pedazo del Alcorán, que trasladé de el de la Universidad para refutarle, como dice la Clementina; de magistris Procopio yo lo compré en Medina, delante del Comisario del Santo Oficio de una tienda que está a la puerta menos principal de San Antolín. Si más hay, el señor maestro Sancho podrá dar mejor cuenta, porque como escribo, no veo sino el libro que es necesario para aquel efecto, y yo no compro modernos, sino scriptores antiguos.



Todo el texto es un compendio de las actitudes de culpa en torno al libro, desde su origen («libros de alemanes», «libros de árabes»), el autor (Sebastián Munster), su lengua (el hebreo) o su contenido (el Testamento Nuevo de Vatablo, quizá el revisado por Teodoro de Beza y considerado propaganda protestante). Y la última frase además, no deja de sonar a disimulación, a la luz de las cartas que el obispo de Plasencia aporta a la causa: si las acusaciones inciden en el afán de novedades de estos profesores, parece conveniente resaltar en la defensa la presencia de los «escritores antiguos». Finalmente los libros se secuestran, y sólo al final del proceso se devuelven algunos, requisando otros79.




Sánchez de las Brozas

Posterior a estos procesos, son los dos desplegados contra Francisco Sánchez de las Brozas, el Brocense, gramático y no teólogo. El primero, de 1584, sólo incluye la pregunta de oficio en la primera audiencia sobre los libros que tiene. Pero el segundo, de 1593, se abre con una denuncia de la que el comisario determina lo siguiente:

convernían dos cosas: una es tomarle el original de aquel libro de anotaciones que dice envió a Roma, que pareze verisímil terná en su poder, y otra es buscarle y examinarle los libros que tiene en su librería [...] porque me persuado que debe tener algunos libros de herejes o de hombres por lo menos arrojados en explicaciones de la Sagrada Escritura y que se apartan de las que dan ordinariamente los santos80.



En ese proceso se califica un libro del Brocense, impreso en Salamanca en 1588 de los errores de Porfirio. La cosa de los libros no parece pasar adelante, mientras se recopilan opiniones arrogantes de todo tipo contra el profesor de retórica. El 5 de septiembre de 1600 los inquisidores vuelven a votar que

el dicho maestro Francisco Sánchez ha hecho otros libros de no buena doctrina y sospechosos así mismo; y que visitándose sus libros y papeles con recato y diligencia podrían hallarse, y vistos, proveerse mejor a la buena dirección del santo oficio en este negocio y obviar los inconvenientes que de comunicarse los dichos libros y papeles podría resultar. Fueron de voto y parecer que el dicho Maestro Francisco Sánchez catedrático de retórica sea llamado a este santo oficio [...] se visiten todos los libros y papeles que se hallaren del susodicho y estuvieren en su poder, por persona de letras y confianza [...] y hallándolos de reprobada lectura y prohibidos por el cathálogo del santo oficio de la Inquisición, los inventaríen y recojan, y así mismo todos los papeles o libros escritos de mano que su poder se hallaren, y particularmente los semejantes que se hallaren del dicho libro impreso en Salamanca, arriba referido, y otro que dicen se intitula, Organo dialéctico fecho por el dicho catedrático y otro que dicen se llama Paradoxas; y se haga auto por scripto de todos los papeles que se hallaren en su poder reprobados o sospechosos como está dicho, y cerrados y sellados, metidos en un arca con llave, se traigan a este santo oficio81.



La visita se realiza a primeros de noviembre (dos meses después) por el licenciado Miguel Díez de Velasco y se incautan los ocho cuadernos en que ha escrito los errores de la Escritura remitidos a Roma, junto con otros papeles y libros. El inventario (pp. 122-124) se refiere solo a impresos del propio Brocense y a legajos con apuntes y obras suyas; más detallado, con referencia a comedias en romance y en latín; se propone un expurgo detallado. Nada nuevo, en definitiva en la acción inquisitorial respecto al libro en el ámbito académico.




Conclusión

Delaciones, visitas de librerías, control de pasos fronterizos, secuestros de libros, quema pública de ejemplares requisados... permiten la creación de hábitos de control, que acaban instalándose en las conciencias, generando un entorno de culpa respecto al libro, que desemboca en ese otro espacio tan difícilmente mensurable de la autocensura, tal y como hemos visto salir a la luz en los procesos inquisitoriales de los profesores de Salamanca. De un ambiente de libertad respecto al comercio del libro, con importaciones y compras, con atención a las novedades, estos profesores, cuya vida se desarrolla en torno al libro y la lectura, se ven obligados a una contención del acceso al conocimiento, un sapere ad sobrietatem, tras el paso traumático por el espacio ágrafo de la cárcel.

El éxito del control inquisitorial no puede medirse sólo en la cantidad de libros censurados o expurgados, pues, como señala García Cárcel, «el efecto real de la censura va más allá de la retirada de una obra o la supresión de unas líneas»82. Hay un factor tan importante como difícil de medir, como es la repercusión en los hábitos de comportamiento personal, en relación con el desarrollo de una conciencia de culpa que afecta al consumo del libro. Se ha generado un clima de desconfianza en torno al libro, cuya posesión en el espacio doméstico podía verse como conflictiva83. Máxime si el ámbito académico era controlado y atacado con resultados bien visibles. Desde esta perspectiva, los procesos salmantinos pudieron tener un carácter ejemplificador, en un momento histórico en que se trata de consolidar el poder de control ideológico sobre el libro y la lectura84. Así se desprende de la carta que el inquisidor Diego González envía a la Suprema a punto de ejecutarse el encarcelamiento de los procesados, el 3 de marzo de 1572: «Yo espero en Nuestro Señor que su prisión [de Grajal] sea de grandísimo efecto y que según esta Universidad está alterada con novedades que ha de ser de grandísimo remedio para que se quieten»85. Sin duda contribuyeron al cese de la curiosidad científica, al repudio de la novedad, al miedo a ciertas lecturas o al moldeamiento de una lectura ortodoxa, «porque la novedad dicen los concilios que es madre de las herejías. Y la gente destos reinos es más amiga de novedad que otra ninguna», opina el teólogo Nicolás Ramos en carta escrita a la Suprema el 9 de enero de 157786.

La conciencia inquisitorial de peligro del libro y la lectura inspira la actuación contra los profesores de la Universidad de Salamanca. El libro está en el centro de mira de los inquisidores, como territorio del que se derivan incontables peligros, como recuerda el propio Inquisidor General Bernardo Sandoval y Rojas (Índice 1612, prólogo):

Por ningún medio se comunica y delata [la herejía] como por el de los libros, que, siendo maestros mudos, continuamente hablan y enseñan a todas horas [...] Deste tan eficaz y pernicioso medio se ha valido siempre el común adversario y enemigo de la verdad Católica87.


Acciones como la emprendida en contexto universitario contribuyeron, sin duda, a que se instalara en el imaginario colectivo la identificación de libro y herejía88, como recuerdan los tan citados versos que Cervantes pone en boca de Humillos; para el personaje cervantino aprender a leer es acercarse a


...esas quimeras/ que llevan a los hombres al brasero


(Cervantes, Los alcaldes de Daganzo)                


El asunto de los libros leídos o poseídos no es en absoluto determinante de los procesos. Lo que preocupa a la Inquisición son proposiciones de mayor calado teológico sobre la puesta en cuestión de la autoridad de la Vulgata y los sentidos de interpretación del texto bíblico. Pero las confesiones de los inculpados, sometidos al penoso trámite de la primera audiencia inquisitorial, muestran cómo en el horizonte de comportamiento culpable, los libros ocupan un lugar esencial y en torno a ellos se ponen en juego estrategias de exculpación y de defensa personal, como la disimulación, la atenuación o la ocultación mediante la imprecisión o la ambigüedad. La ansiedad y la presión traen a la conciencia al libro como objeto culpable. Por eso estos procesos muestran su importancia no solo respecto a la historia del libro, sino sobre todo para la historia de las mentalidades lectoras, señalando los espacios respecto a los que el libro se ha convertido en objeto culpable: el origen extranjero de la impresión, la condición del autor, la lengua de escritura (especialmente en el caso de las traducciones bíblicas), el contenido vinculado a espacios de espiritualidad conflictiva o de interpretación novedosa de la Biblia, al margen de la autoridad tradicional del texto considerado intocable.

Por otro lado, los libros se hacen presentes en los procesos, como objeto físico, en forma de peticiones para la defensa o para el ocio lector. El trabajo de defensa ocuparía la mayor parte del tiempo de luz disponible; el papel contado, la luz escasa, el arbitrio no siempre favorable de los inquisidores y la difícil situación humana no parecen favorecer la situación creadora ni la actividad lectora. La lectura en la cárcel se presenta entonces más como práctica judicial que como refugio intelectual al que los inquisidores, aplicados a la estricta incomunicación de los reos, no parecen muy dispuestos a acceder (si juzgamos por las insistentes peticiones y la tardanza en los envíos). La conversación está prohibida, incluso la senequista «conversación con los difuntos» que poetiza Quevedo. Por eso, los libros permitidos son los que sirven para la elaboración autorizada de la defensa: padres, teólogos contemporáneos de indubitado catolicismo. La lectura del libro autorizado (con autoridad) se convierte para los reos en medio imprescindible, puesto que la contundencia de los argumentos será mayor si es mayor la autoridad del libro con el que se ilustra o sobre el que se apoya. Por eso resulta tan significativa la insistente petición, tanto de fray Luis como de Grajal, en que se les traiga, a cualquier precio y a su costa, la Bibliotheca Sancta de Sixto de Siena («mándeseme comprar o buscar prestada, de manera que en enviármela no haya falta», dice Grajal).

Libros secuestrados, libros amordazados y retenidos, conciencias lectoras culpables... Las consecuencias del control impuesto por Valdés saltan a la vista en los procesos y abren un tiempo, el de la Contrarreforma, que representa la victoria de la censura y una cierta cultura anti-libresca que destierra en el intelectual la curiosidad y la erudición como una forma de vanitas y avisa en el lector cautelas necesarias89.

Sin embargo, la repercusión de estos procesos en las prácticas literarias de sus actores son diversas y, en cierto sentido, paradójicas. Grajal, muerto en la cárcel y Cantalapiedra, retirado de la actividad profesional (y viendo expurgado su Decemn Hypotiposeon en la edición de 1582 respecto a la de 1565), representan el triunfo del verdugo y el cercén de la actividad intelectual90.

Fray Luis de León, en cambio, sale fortalecido («como la ñudosa carrasca/ en alto risco desmochada» dirá él traduciendo a Horacio), y no solo reactiva su producción intelectual, sino que la orienta hacia esos territorios de sospechosa novedad que ya habían sido cuestionados en el proceso, como es el de introducir el romance en la literatura bíblica, en forma de comentario en prosa (la Exposición del libro de Job, con su traducción literal del texto al español), de paráfrasis poética (de algunos salmos y de algunos capítulos de Job), terreno sobre el que se aplica cierta flexibilidad, o de miscelánea bíblica (en De los Nombres de Cristo).

León de Castro, en cambio, promotor de la causa, aunque se había jubilado de su cátedra de Gramática tras 20 años de lecciones en 1569, pone tierra por medio, yéndose como lector de Escritura a la Colegiata vallisoletana. Intenta desde allí retomar su actividad escrita en su Apologeticus pro lectione apostolica (Salamanca, Herederos de M. Gast, 1585), impreso con un enorme escudo de armas reales en portada, como forma visible de autoridad, y en su In Oseam Commentaria (publicado póstumo en 1586 en la misma imprenta que el anterior). Dos nuevos fracasos editoriales. Muere pobre y sin fama en Valladolid en 1585.

Contradicciones y paradojas que rodean una vez más la historia de los libros y de las prácticas literarias en la Contrarreforma en torno a la compleja espiritualidad y a la literatura bíblica. Me disculpo por tener que terminar esta intervención habiendo traído más sombras que luces.








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