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Limitaciones a la aplicación de la dicotomía de Dik1

Sebastián Mariner Bigorra





En el último fascículo aparecido de la Revista de nuestra Sociedad, al comienzo de un artículo de nuestro amigo J. M. Brucard2, cabe leer un resumen de contribuciones ajenas que pondrían en cuarentena el elemento capital de la argumentación de Dik: la equivalencia de los elementos que pueden aparecer coordinados3. Frases no de cualquier tipo complejo entre las coordinadas (causales, ilativas, p. ej.), sino de los períodos más simples, como pueden ser los copulativos, se citan entre las que difícilmente permitirían equiparar los elementos que en ellas aparecen coordinados4. La posible existencia de estas coordinaciones, su aceptabilidad en la lengua en que aparecen formulados los ejemplos, su comprensibilidad «a la primera» para todo oyente que tenga una competencia normal en dicha lengua, son evidentes. Por serlo, resultan también un serio aviso para cuantos, tras el propio Dik5, han aspirado a justificar la equivalencia de unos elementos de frase en el mero hecho de que puedan aparecer coordinados6.

No vuela tan alto la intención de estas palabras. Entre la desigualdad de los elementos coordinables señalados por nuestros compañeros y la equiparación postulada por otros, se atisba la existencia de unos que algo tienen de común entre sí, pero que resultan también diferenciados en el resto. Lo primero los hace coordinables, incluso en la más simple de las coordinaciones cual puede ser la copulativa, como se ha indicado ya; lo segundo los hace inequiparables a partir, perogrullescamente, de allí donde empiezan a ser distintos. De este tipo son no pocos de los que se aplican la regla que se pretende inferir de la equiparabilidad postulada por Dik para los términos coordinables. La dificultad sube de punto cuando se plantea tratar con dicha inversión textos literarios. Indudablemente, las frases a que hace referencia la ejemplificación mencionada pueden hallarse en una lengua común o, en su caso, si proceden de textos literarios, fácilmente podrán éstos ser calificados de novela o teatro costumbristas, lo que los hace próximos a la lengua coloquial. Y no siempre se ha guardado esta reserva. Pero aquí mismo veíamos ayer en las comunicaciones de los señores Alarcón y Castañón el uso que el lenguaje poético en general y el del teatro en particular puede hacer de la coordinación más simple nuevamente, la copulativa, entre términos no equiparables. Especialmente en la primera de las mencionadas se nos hacía ver con el rigor de las simples cifras el terrible aumento de la copulativa entre nada menos que antónimos en una poesía tan poco barroquizante en sí misma como podía ser la de Fray Luis de León, el teatro de Lope de Vega o la particularmente objeto de examen por el comunicante: las Prosas profanas de Rubén Darío; nada, pues, en principio de Góngora ni Quevedo. Ahora bien: las cifras hablaban con elocuencia aterradora, disuasiva: p. ej., se nos hacía ver que en sólo los dos cuartetos del soneto 126 había veinticuatro copulaciones de adjetivos antónimos; el mismo balance respecto a verbos de sentido contrario se encontraba en el soneto 171. Son cifras que ponen en guardia respecto a una aplicación indiscriminada de la inversión de la regla de Dik a la investigación de valores de elementos de los sintagmas compuestos en la lengua literaria, p. ej., los finales de ut, o de gr. i/na, los consecutivos de w/spe, etc., declarándolos tales o cuales precisamente a base de hallarlos coordinados en la lengua literaria.

Pero hoy no se trata aquí del riesgo fundamental y, cabría decir, primario que estas copulaciones ofrecen, pues tanto en el lenguaje más literario como en el más coloquial no parece que la coordinación pueda ser sólo de elementos equiparables. El cometido de las presentes palabras es mucho más simple. De entrada, bien puede admitirse que lo corriente en las coordinaciones, incluso en las simples copulativas, es que tenga razón Dik y que alguna homogeneidad pueda encontrarse en los elementos que así se coordinan; de rechazo, pues, la misma homogeneidad puede alcanzar a los del sintagma compuesto que admiten entre sí la coordinación. Pero ¿hasta dónde llega esta homogeneidad? ¿Es preciso que alcance a todos los semas, a todas las notas conceptuales que se contienen en los elementos así coordinables e incluso copulables? Indudablemente, es una de las inducciones que cabe hacer -y que, en realidad, se ha hecho- del uso invertido de la exigencia o postulación de Dik, llegándose a equiparar en todos los elementos indicados por el mero hecho de tenerlos por absolutamente equiparables. Pero ¿es ésta la única posibilidad para los elementos coordinables? ¿No cabe, también, la de que sean equiparables, sí, pero no en todos sus semas o notas conceptuales? He aquí la limitación que me atrevo a proponer mediante las palabras que hoy someto a su consideración. No me refiero a antónimos, a elementos que aparecen copulados sin tener ninguna nota en común, o teniéndolas absoluta, diametralmente opuestas, como es el caso de los citados en las aludidas comunicaciones, sino que bien cabe dar la razón a Dik hasta un cierto punto, y admitir que, aun fuera de la lengua poética y de la coloquial en casos extremos, lo corriente es que alguna equiparabilidad haya entre los elementos que se coordinan y, en su caso más simple, se copulan mediante y.

En efecto, del hecho de la homogeneidad de elementos coordinables no parece lícito inferir que lo tengan que ser en grado absoluto: basta que lo sean en algún grado. Desde tiempo inmemorial viene enseñándose en aritmética elementalísima que no cabe sumar heterogéneos -p. ej., plátanos y peras-; cierto, si el total que se pretende obtener se quiere expresar en plátanos o en peras. Pero cualquier abastecedor los suma, si lo que se propone es totalizar «frutas» o «raciones de postre por huésped», esto es -en lo gramatical-, si, al coordinarlos, no suma sino lo que unos y otros tienen de semas comunes.

Habrá que tomar en cuenta esta posibilidad de notas comunes a la hora de aplicar a la inversa la prueba de Dik. Dos complementos podrán aparecer coordinados en tanto que complementos, incluso en tanto que sólo circunstanciales: p. ej., aquí y ahora, hic et nunc; pero sería erróneo considerar local el segundo porque lo es el primero, o temporal aquél porque lo es éste, bien que en determinados contextos, y, sobre todo, en el lenguaje poético, son bien conocidos los casos en que hic se emplean con el significado de «ahora» o de «entonces».

Naturalmente, con tanta razón (o, según las ocasiones, con mayor motivo) podrá haber riesgo de errar a la hora de calibrar las equivalencias entre sintagmas compuestos, así como de enjuiciar los valores semánticos de sus distintos introductores o de las construcciones sintácticas (formas nominales del verbo, p. ej.) con que se presentan. Si una atención prudente descubre indicios de este riesgo, antes de exponerse a una confusión o a una clasificación errónea (por equiparación indebida o, viceversa, por distinción equivocada), será preferible apurar las posibilidades, mucho más seguras, de la conmutación.

Esto es, asegurarse de que un mismo escritor (o género, o en caso de suma dificultad, un idéntico registro de lengua) ha hecho funcionar la construcción cuestionada de modo que se pueda sustituir con el mismo valor ésta por otra cuyo significado sea patente y reconocido. En las lenguas vivas esto puede lograrse a base del competente ideal, el cual reconocerá, seguramente y sin riesgo de error, si la construcción que se le sustituye a la habitual o mayoritaria es o no del mismo valor que ésta.

Es cierto, sin embargo, que no son éstos los casos más frecuentes; lo corriente es que se trate de aplicar la equiparación de Dik a lenguas no usuales y, por así decir, de opus reducido y ya no prorrogable en la actualidad, de lo cual constituyen un buen ejemplo las lenguas clásicas -o, si se me apura, también los períodos arcaicos o clásicos de las lenguas actuales: bien podría cuestionarse el valor concesivo de puesto que en la lengua cervantina, si no se supiera, por la construcción, el empleo modal, el significado, que no siempre equivale a la causal actual que hace de él un equivalente culto de porque anticipado-. En casos análogos, o cuando la indigencia de corpora lo hace imprescindible, como en el de las lenguas clásicas mencionadas, acudir, por tanto, con preferencia a ver si la misma o polisémica construcción participial se sustituye sin alteración por una relativa o una subordinada mediante introductor (atendiendo a la clase de éste) en un mismo escritor o género o estilo, etc. Si, además de ello, se puede añadir que es simplemente coordinable con la teoría de Dik, miel sobre hojuelas.

Pero atender a sólo éste para, en caso de imposibilidad de conmutación, resolver mediante el hecho de que sean coordinables el status de una conjunción, de una construcción, etc., no parece viable con un grado aceptable de seguridad . Así, p. ej., no cabría incluir como causales todos los sintagmas de ut, por el hecho de que pueden combinar con otras causales. Pues entre el fin y la causa algo hay de común. Lo vio ya un viejo maestro, Aristóteles. A las diferentes causas que hoy seguimos llamando, como él, causales (p. ej., la eficiente, la formal, etc.) vio que podía añadirse otra, la final. Los hombres que actúan para que, hallan a veces en este para su único motivo de actuación. Ahora bien: los valores causales de ut son, para los usuarios de lenguas modernas, diferentes de los de ut final. Si se los encuentran coordinados es en cuanto que son causas. Así pues, el hablante de una lengua que los distinga, que los construya diferentemente, no debe dejarse engañar por el hecho de su equiparabilidad aplicándoles indebidamente la dicotomía de Dik.





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