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Literatura hispanoárabe

María Jesús Rubiera Mata



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ArribaAbajoI. Al-Andalus y su evolución cultural


ArribaAbajoConquista e instalación de los árabes en la Península Ibérica

A principios del siglo VIII, la Península Ibérica recibió su última invasión histórica de un pueblo ultramarino mediterráneo: los árabes, pueblo semita procedente del Oriente Medio, conquistaron la Hispania visigoda.

Durante siglos habían permanecido dentro de los límites de la península asiática a la que dieron nombre, como nómadas de sus desiertos, pastores de camellos y caravaneros que unían el océano índico con el Mediterráneo, a través del Creciente Fértil, hasta que un árabe genial e iluminado, Mahoma, a mediados del siglo VII había predicado una nueva religión, el último monoteísmo semítico que el Oriente Medio exportará al mundo. Con este impulso religioso los árabes, ahora musulmanes, es decir, sometidos a Alá, el Dios único, habían conquistado la gran Siria, haciendo tambalearse al Imperio Bizantino, y aún más, habían derribado al persa, avanzando hacia el Indo por las tierras asiáticas por el camino de Alejandro. Por occidente habían conquistado el milenario Egipto, sin que el desierto libio fuese barrera para ellos, hijos de desiertos tan duros como el africano, avanzando por el norte de África, hasta mojar los cascos de sus caballos en el océano Atlántico.

Desde la península que África proyecta sobre el Mediterráneo, Ifrīqiya, llamada hoy el Magreb, el camino hacia la Península Ibérica es fácil: el Mediterráneo se allana entre Túnez y las costas del sudeste hispánico y forma un canal navegable que Braudel llamó «el canal de la Mancha Mediterráneo»; la separación entre el Calpe hispánico, que se llamará a partir de la conquista Gibraltar, Monte de Grafíaāriq, el conquistador   —12→   legendario de la península, y las montañas marroquíes es corta, y aunque su navegación no es sencilla, con buen tiempo un barco de pequeño cabotaje puede cruzarlo. Los árabes sabían ya mucho del mar gracias al trato con las gentes de los antiguos puertos bizantinos y el gobernador de Ifrīqiya envió a sus hombres de incursión por las islas del norte, a Sicilia y a Hispania. La sorpresa de los propios musulmanes fue que la incursión en la península más occidental de Europa se transformó en una conquista, porque estaba gobernada por una monarquía alógena y caduca, la visigoda, y encontraron el apoyo de los rivales del rey Rodrigo.

El cambio de poder fue fácil porque los musulmanes no imponían por la fuerza su religión y sólo exigían un pacto de sometimiento. Los cristianos y los judíos podían seguir con su religión, pues el Islam no los consideraba infieles, ya que habían recibido la revelación, el Libro Sagrado, aunque lo interpretaban incorrectamente, frente a los musulmanes. Poco importaba que fuesen semitas ahora los amos en lugar de germanos, y mucho más los judíos, que habían sufrido la persecución implacable de los godos. Sólo se opusieron los partidarios de Rodrigo, que huyeron a las montañas del norte y sólo la voz de algún clérigo asilado -el autor, por ejemplo, de la Crónica mozarábica- se lamentó de la llegada de estas gentes de otra religión. Pero la mayor parte de la población, clérigos incluidos, no era muy ducha en teologías. Hace falta esperar a la segunda mitad del siglo IX para que los propios cristianos de Córdoba descubran las diferencias fundamentales entre Cristianismo e Islamismo. El clérigo mozárabe Eulogio de Córdoba ha de ir a Pamplona para enterarse a través de los cristianos del norte de qué es el Islam y quién es su fundador, Mahoma, descubrimiento que le llena de fervor cristiano y motivará la rebelión de un grupo de cristianos cordobeses. Este fenómeno no es tan sorprendente: desde hacía siglos, desde la Roma Imperial, las religiones orientales habían penetrado en la cultura occidental, primero como «misterios», luego con el Cristianismo, en cierto modo, el último misterio oriental asimilado por Roma y, a pesar de la centralización romana, durante los primeros siglos del Cristianismo, seguía siendo el Mediterráneo oriental el maestro espiritual de Occidente. Los mismos visigodos habían sido arrianos, habían seguido la doctrina del heresiarca de la Cirenaica, Arrio.

Y lo mismo sucedía con las formas culturales: la Hispania visigoda es en muchos sentidos bizantina: recordemos el iconostasio, tan   —13→   oriental, de los altares de las iglesias visigodas o los bajorrelieves de tipo sasánida que se encuentran en la villa romana de Villajoyosa (Alicante) por poner dos ejemplos significativos. A su vez, la cultura árabe no sólo era semita y beduina. Era también helenística no sólo en su pensamiento sino también en sus formas. La mezquita de Damasco, la capital del imperio musulmán en el momento de la conquista de la Península Ibérica, está construida sobre una basílica cuyo frontispicio con inscripciones en griego aún se puede ver en uno de sus muros exteriores, mientras los mosaicos de tipo bizantino ilustran sus paredes interiores hablando del árbol de la vida.

Los cambios en la Península Ibérica en el siglo VIII parecen ser simplemente nominales. Los invasores llamaban a Hispania, a la Península Ibérica, al-Andalus, nombre enigmático tal vez relacionado con el nombre del océano Atlántico, como es la hipótesis de Joaquín Vallvé, y quién sabe si este pueblo oriental, tan helenizado, no pensó que había llegado a la mítica Atlántida. Hemos de recordar que al-Andalus fue el nombre de toda la Península Ibérica y no sólo de las tierras situadas al sur de Sierra Morena, donde sólo se ha conservado su nombre. De ahí que andalusí no sea sinónimo de andaluz, concepto equívoco y anacrónico: andalusíes fueron los habitantes musulmanes de la actual Andalucía, pero también los de Aragón y Cataluña, los de Valencia y Extremadura, los nacidos en las tierras que hoy son Portugal -con lo que hablar de la España musulmana no es sólo equívoco, sino injusto- y, desde luego, los nacidos en las dos Castillas.

Tal vez el cambio aparente más notable en el siglo de la conquista sería la lengua y la escritura que traían los nuevos dueños de la Península Ibérica. Los documentos se escribían en una lengua y escritura desconocidas en Occidente: el califa ‘Abd al-Malik, a principios del siglo, había ordenado que el árabe fuese la lengua de la cancillería, lengua que canturreaba el almuédano cuando llamaba a oración los viernes -día del Señor en lugar del domingo cristiano y del sábado judío- a los pocos fieles de su religión, esos militares que no bebían vino, ni comían cerdo, y entonaban en la soledad de su guarnición sonoros poemas que hablaban del desierto. Uno de los problemas que no se han planteado, es la comunicación lingüística entre los árabes y los habitantes de la Península en estos primeros tiempos. Tal vez se produjera a través de los romanizados norteafricanos, ya arabizados, pero conocedores del latín vulgar común a Occidente, a través de esos misteriosos   —14→   clientes orientales de los árabes, tal vez bizantinos, tal vez comerciantes sirios. Nos falta saber quiénes eran los truchumanes del siglo VIII.

Por otro lado, los árabes pensaban estar de paso en la península del Atlántico, vivían con un espíritu de guarnición -de base militar- en tierra extraña, realizando incursiones cada vez más al norte, en busca de botín, hasta que Carlos Martel los detuvo en Poitiers (734); sus gobernadores tenían los ojos clavados en la metrópoli, Damasco, de donde llegaban castigos y recompensas, siempre pensando en volver a Oriente. Incluso muchos bereberes, la mayor parte de los primeros conquistadores, abandonaron las tierras de las que se habían apoderado para volver a las suyas de origen, tal vez porque estas tierras abandonadas por muchos de sus propietarios, desconocidas para los nuevo amos, negaron sus frutos durante los primeros años y fueron hostiles. El hambre forzó a los bereberes que tenían las peores tierras y no sabían cultivarlas a abandonarlas en masa y a sobrecargar de nuevo la Berbería, que se alzó contra los árabes. Esta rebelión berberisca tuvo una extraña consecuencia: la llegada de una segunda oleada de emigrantes árabes, llegados como resto de un ejército enviado por Damasco, al norte de África, para luchar con los bereberes. Este grupo de sirios, llamados así porque procedían de la gran Siria, aunque incluía también a egipcios, capitaneados por Balŷ, fueron instalados en las tierras que aún pertenecían a propietarios cristianos en régimen de propiedad compartida. Como habían hecho en Oriente; los propietarios árabes, con la plus valía de sus beneficios, mejoraron las tierras agrícolas con instalaciones de riego, nuevos cultivos, etc., pero eran propietarios absentistas que preferían vivir en las ciudades y éstas recibían también parte de la plus valía, iniciándose un gran desarrollo comercial y cultural. De esta forma la cultura araboislámica, de nómadas, se transformó en una civilización de ciudadanos.

Por otro lado, el aumento demográfico árabe permitirá que cuando la dinastía omeya sea derribada, un príncipe de la familia omeya, ‘Abd al-RaGrafíamān, encuentre el apoyo necesario para proclamarse emir en al-Andalus.

La aventura de ‘Abd al-RaGrafíamān I (756-788) es un viaje sin retorno. La dinastía omeya ha sido derribada por los abbasíes, que además han masacrado a la familia. Ni el príncipe omeya ni los suyos pueden regresar a Oriente. Los árabes se quedan en al-Andalus.

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Los habitantes autóctonos de la Península Ibérica, al menos sus élites, se dan cuenta de este hecho e inician un diálogo político y cultural que terminará con la conversión al Islam, porque es el medio de prosperar e incluso de no perder lo adquirido. El emir ‘Abd al-RaGrafíamān ha de construir una mezquita en Córdoba, ya que la media basílica de San Vicente no daba abasto para los musulmanes. No son sólo los inmigrantes «sirios» de Balŷ los nuevos clientes de los omeyas, los hijos y los nietos de los invasores, muchos de ellos «criollos» (nacidos en tierras de al-Andalus, hijos de mujeres hispánicas), sino también de los conversos. Éstos reciben el nombre de muladíes y, sobre el papel, su conversión ofrece ventajas fiscales porque no han de pagar los mismos impuestos que los diminíes, cristianos y judíos. Sin embargo, en la realidad esto no es así y traerá problemas en el futuro.

Los muladíes se afanan en aprender la lengua árabe, en descifrar aquellos textos que vienen de Oriente y que los propios árabes emigrados no entienden muy bien, dada la separación, la diglosia, entre la lengua árabe escrita, la literaria, la literal y la hablada. Pero es necesario el esfuerzo porque la lengua es también el vehículo de la nueva religión, la lengua del Libro Sagrado. Las nuevas generaciones, los ya musulmanes desde niños, tendrán el camino facilitado: piadosos muslimes les enseñarán a leer el Corán en la infancia, a escribirlo en pizarras de madera. Son los maestros coránicos, el primer eslabón de la educación arabigoislámica, que llega a la enseñanza superior en las mezquitas. Esta enseñanza generalizada y libre extenderá el uso de la lengua y la escritura por todo el mundo islámico medieval.




ArribaAbajoEl emirato omeya (siglos VIII-IX)

A finales del siglo VIII la civilización arabigomusulmana había iniciado su apogeo. Su original pensamiento, hijo de lo árabe y lo islámico, pero también de Grecia y Persia, estaba siendo formulado, y se enriquecería con las traducciones de la Antigüedad clásica; la lengua había sido estudiada, normalizada, estandarizada, por las Escuelas filológicas de Cufa y Basora, que además habían recogido y estudiado la herencia literaria de la Arabia pre-islámica; las escuelas jurídicas, ya constituidas, analizan e interpretan la tradición islámica y producen una finísima casuística. Los abbasíes dejan la milenaria Damasco y eligen   —16→   como capital Bagdad, una pequeña población junto al Tigris, cerca de donde se levantase Babilonia, y esta cultura árabe se impregna de la vieja civilización mesopotámica, ahora más hija de Persia que de Bizancio; la poesía toma nuevos rumbos, dejando atrás la casida del oasis, para cantar al jardín de las rosas de Oriente, y la prosa logra ser el vehículo perfecto para expresar todo este pensamiento, donde habrá luces zoroastrianas. Bagdad, la nueva metrópoli, será la ciudad-luz de la civilización arabigoislámica que vivirá, en el noveno, su primer siglo de oro.

La lejana al-Andalus, que había roto sus lazos políticos con Bagdad, pues los abbasíes eran los enemigos de la dinastía reinstaurada en Córdoba, e incluso cruzaría embajadas con Bizancio, no se encontraba aislada culturalmente. Los emires omeyas permitían que sus súbditos fuesen a La Meca a cumplir la peregrinación musulmana. Estos viajes eran también culturales y comerciales: los piadosos peregrinos acudían a las cátedras de prestigio en las mezquitas de su largo itinerario donde jamás faltaba Egipto, con frecuencia figuraba Damasco, e incluso Bagdad; compraban libros y los traían a al-Andalus, a veces por encargo de los propios emires, otras por propia iniciativa. Estos peregrinos se convertían a su vez en enseñantes de lo aprendido y de esta forma la corriente cultural entre Oriente y Occidente era continua. En este sentido es enormemente significativo el reinado de al-Grafíaakam I (796-822), sucesor del hijo de ‘Abd al-RaGrafíamān I, Hišām I (788-796), de breve reinado; al-Grafíaakam I, soberano conflictivo, porque asienta el emirato de al-Andalus y ha de actuar con mano de hierro sobre sus súbditos musulmanes, es también un hombre cultivado, que ama la poesía y la música y hace traer las últimas novedades bibliográficas de Oriente. Con él llegan los primeros músicos orientales, del nuevo estilo. Además llegaban con frecuencia orientales a al-Andalus, comerciantes cultos, aventureros e incluso espías, que también transmitían sus conocimientos, rodeados del prestigio de su origen, pues los andalusíes eran conscientes de su situación de provincia lejana de las luces del gran foco de la cultura, Bagdad.

Precisamente la «bagdadización» de Córdoba está simbolizada por la llegada a la corte de ‘Abd al-RaGrafíamān II (822-852), a mediados del siglo, del músico iraquí Ziryāb, que, como árbitro de la elegancia, impone las modas y los modos de la lejana metrópoli cultural: peinados, trajes, comidas, se hacen al estilo de Ziryāb, es decir, al estilo bagdadí,   —17→   que llega a imponer el uso de un desodorante químico, pues esta civilización, en el siglo IX, incluso se preocupaba de estos refinamientos.

La culturización arabigoislámica de al-Andalus es pues un hecho en el siglo IX, al menos en la corte. Sin embargo, dada la presencia frecuente de agentes abbasíes y a finales de siglo de fatimíes, es decir, portavoces y seguramente predicadores de un movimiento herético, parece presumible suponer que Córdoba se preocupase de una labor de proselitismo religioso a lo largo y ancho de al-Andalus, y la islamización traía aparejada la arabización, al menos lingüística, a través, como ya hemos mencionado, de las escuelas primarias coránicas.

La arabización e islamización creciente impulsa algunas reacciones como es el movimiento de algunos cristianos de Córdoba, dirigidos por el clérigo Eulogio y el laico Álvaro, de los que se nos ha conservado una abundante literatura en latín, en la que se quejan de la arabización cultural de los propios cristianos que no saben escribir en latín, pero sí en árabe. Después de descubrir en Pamplona quién era Mahoma y que se encontraban entre herejes, inician una campaña de martirio voluntario que condenan las propias autoridades eclesiásticas cristianas. Es una tempestad en un vaso de agua, que las crónicas árabes ni mencionan.

Más grave es la rebelión armada de los muladíes, descontentos con el trato fiscal desigual. Toledo se ha estado rebelando durante todo el siglo por ese motivo, pero el conflicto se generaliza con ‘Umar ibn GrafíaafGrafíauGrafía de Málaga, que reúne numerosos partidarios entre muladíes y cristianos. Con su centro de operaciones en Bobastro, trae en jaque a los emires omeyas, desde MuGrafíaammad I (852-886) hasta sus hijos Al-Mundir (886-888) y ‘Abd Allāh (888-912), mientras numerosos señores de origen autóctono le imitan. Pero la guerra es sangrienta y larga, y cuando ‘Abd al-RaGrafíamān III (912-961) sube al poder en el año 912, a la muerte de su abuelo, ‘Abd AllGrafíah, termina fácilmente con la rebelión que ha traído en jaque a sus predecesores. Utiliza la fuerza de las armas, pero al mismo tiempo concede una igualdad fiscal que hace desaparecer el motivo originario de la rebelión. Y de la misma forma se produce la asimilación cultural. A finales del siglo IX, un poeta de Cabra (Córdoba) inventa la moaxaja, género híbrido hispano-árabe. Ha nacido lo que podríamos llamar la civilización andalusí, como específica dentro de la árabe medieval.



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ArribaAbajo El califato omeya (siglo X)

El movimiento sií heterodoxo de los fatimíes ha logrado el poder en el norte de África y desde allí ha conquistado Egipto; los abbasíes eran hostiles a los omeyas, pero estaban lejos, mientras que el califato fatimí se encuentra cercano: su flota ataca los puertos andalusíes y sus agentes pueden esparcir su doctrina fácilmente.

El emir ‘Abd al-RaGrafíamān toma una serie de medidas militares -construcción de atarazanas y barcos- pero también políticas y culturales: se proclama califa en el año 929, fomenta la arabización e islamización de al-Andalus y cultiva su imagen por medio de grandes obras públicas y del aparato propagandístico de los intelectuales, alfaquíes, poetas, etc.

En el al-Andalus del siglo X parecen haber desaparecido las tensiones étnico-sociales: los muladíes, en lugar de recordar su origen, procuran disimularlo con falsas genealogías y la cultura oriental no recibe ningún tipo de rechazo, aún más, en la corte todos pugnan por estar al día de las novedades que se producen en Oriente, comenzando por el propio príncipe heredero, al-Grafíaakam, que es un bibliófilo empedernido, capaz de comprar un libro como el Kitāb al-āgani, de Abū-l-Faraŷ de Ispahan, cuando aún tiene fresca la tinta.

La cultura autóctona ha sido asimilada por la árabe para formar parte de lo andalusí. El poeta oficial del califa, Ibn ‘Abd Rabbih, es tan capaz de escribir casidas y libros de tipo oriental, como de cultivar la moaxaja, el poema estrófico de invención andalusí, que tiene incorporada una copla romance. En Medinazahara, la ciudad-palacio que se construye ‘Abd al-RaGrafíamān III, conviven las formas más orientales de arcos y decoración con bajorrelieves con representaciones humanas de soldados vestidos a la cristiana; los gramáticos son capaces de estudiar los más complejos problemas filológicos de la lengua árabe y al mismo tiempo comienzan a registrar los «errores del vulgo», la presencia de una lengua dialectal con abundantes romancismos; la corte tiene un aparato absolutamente oriental, pero los más importantes cargos pala ciegos son llevados por esclavos de origen europeo, los Grafíaaqāliba, que arabizados e islamizados, no dejan de olvidar su origen étnicocultural. Son en su mayoría de origen hispánico, procedentes de los reinos del norte, pero también proceden de la Europa ultrapirenaica, hechos prisioneros a través de la Marca Hispánica o de las incursiones de los corsarios   —19→   andalusíes en las costas de Francia e Italia. Indudablemente también habría esclavos procedentes de la Europa Oriental, eslavones, que es lo que significa Grafíaaqāliba.

En Córdoba no sólo se ha asimilado lo hispánico sino que, en Medinazahara y en la mezquita de Córdoba, se importa el arte bizantino sin que resulte un elemento extraño al conjunto: el miGrafíarāb de la mezquita de Córdoba es un ejemplo aún visible. A Córdoba llegan embajadores del Sacro Imperio Germánico, de Bizancio. La Córdoba del siglo X es como la Bagdad del siglo IX, capaz de asimilar y teñir de cultura arabigomusulmana cualquier aportación ajena, lo mismo que antaño hizo la Roma Imperial. La decadencia arabigoislámica vendrá precisamente cuando, en un movimiento egocéntrico, no sepa asimilar las aportaciones alógenas.

La mejor prueba del irenismo cultural del califato lo ofrece la comunidad hebrea de al-Andalus. Los judíos han descubierto la proximidad entre la lengua hebrea y la árabe y aprovechan la tradición filológica árabe para estudiar la lengua bíblica y sentar las bases de la gramática hebrea. Por medio de analogía con el árabe, enriquecen el léxico hebreo y comienzan a escribir una literatura hebraica a imitación de la árabe medieval, con sus mismos géneros y técnicas.

Al neurótico y brillante ‘Abd al-RaGrafíamān III, le sucede su hijo al-Grafíaakam II (961-976), eximio bibliófilo y el constructor del miGrafíarāb y la maqsūra de la mezquita de Córdoba. Frente a su padre, prolífico progenitor de muchos príncipes, al-Grafíaakam II sólo deja un niño como heredero a su muerte, Hišām II (976-1009). Como el derecho musulmán no contempla la posibilidad de un califa niño, sólo por la fuerza de un ambicioso funcionario, MuGrafíaammad ibn Abī ‘Āmir, aliado con la madre de Hišām, la vascona GrafíaubGrafía, se mantiene al niño en el califato. Pero en realidad, casi secuestrado en palacio, no gobernará nunca. Lo hará MuGrafíaammad ibn Abī ‘Āmir, Almanzor. Para acallar las protestas, refuerza el prestigio de su figura con grandes medidas demagógicas: la quema de libros impíos de la Biblioteca de al-Grafíaakam II en honor de los alfaquíes, las campañas de castigo contra los reinos cristianos del norte que llenan de esclavos y por tanto de riqueza a los andalusíes, amplía, una vez más, la mezquita de Córdoba, se construye una nueva ciudad-palacio, Madīnat az-Zāhira. Por sus victorias se hace llamar Almanzor «el victorioso», y se rodea de poetas que cantan sus hazañas. Pero su política, si es beneficiosa para él mismo, pues muere antes de   —20→   ver las consecuencias de la misma, es desastrosa para el califato, especialmente porque se ha visto precisado a hacer una reforma fiscal que ha roto el equilibrio logrado por ‘Abd al-RaGrafíamān III a fin de poder pagar a los mercenarios de su ejército, formado por bereberes, ya que no se fiaba de la aristocracia árabe, a la que él mismo pertenecía, y, por otro lado, los andalusíes preferían disfrutar de las victorias, pero no recorrer la Península en pleno verano, tras el aterrorizado cristiano. Al mismo tiempo, el enclaustramiento del califa y la persecución de cualquier gesto de la familia omeya han menoscabado el prestigio de la misma.

El califato que deja Almanzor al morir en 1002 es fuerte militar y económicamente, tiene una refinadísima cultura que se refleja, por ejemplo, en los exquisitos objetos que pertenecieron a Madīnat az-Zāhira, pero es un árbol enfermo en su raíz que se va a desplomar estruendosamente y será sustituido por sus retoños.




ArribaAbajoLas taifas (siglo XI)

Al-MuGrafíaaffar, hijo de Almanzor, hechura de su padre, perpetúa su política y sus éxitos durante siete años. Pero muere prematuramente, tal vez envenenado por su hermanastro ‘Abd al-RaGrafíamān, apodado «Sanchol», por ser nieto de Sancho de Navarra. Este segundo hijo de Almanzor comete una serie de errores como hacer que el califa, Hišām II, le nombre heredero sobre los príncipes de sangre omeya. Una gigantesca conspiración se va fraguando, propiciada por al-Dalfā’, madre de al-MGrafíazaffar, de acuerdo con los omeyas. Mientras Sānchol parte en campaña contra los cristianos, los conjurados, con el apoyo del pueblo de Córdoba, asaltan Madīnat az-Zāhira y el palacio de Córdoba, obligando a Hišām II a abdicar en su primo MuGrafíaammad II al-Mahdī. Sanchol no sabe reaccionar a tiempo y su propio ejército le abandona y luego es asesinado. Han caído los amiríes, la dinastía de chambelanes de Almanzor. Pero el conflicto no ha hecho más que empezar. Todos los príncipes omeyas se creen con derecho al califato y siempre tienen un partido armado que les apoya: bereberes, Grafíaaqāliba, etc. Estalla una guerra civil que asola Córdoba y Medinazahara, mientras los califas se suceden, a veces efímeramente: A MuGrafíaammad II sucede Sulaymān al Musta ‘īn (1009-1016), con una restauración de Hišām II; el califato   —21→   pasó entonces a una familia bereber que se dice descendiente del profeta, los hammudíes, que terminarán en una pequeña taifa en Málaga; hay nuevos califas omeyas proclamados en Córdoba, cuando ya el resto de al-Andalus vive de forma independiente. El último califa será Hišām III (1029-1031), tras el cual Córdoba se convierte en un reino de taifas más con los Banū YaGrafíawar.

Es tal el desbarajuste, que las regiones de al-Andalus comienzan a funcionar autonómicamente desde 1010, pues poseen suficientes recursos económicos -ahora ya no tienen que enviar los impuestos a Córdoba- y humanos -además de la gente del país, los cordobeses, funcionarios, sabios, literatos, técnicos, artesanos- y se han visto obligados a emigrar. Se produce, por tanto, la descentralización económica y cultural de al-Andalus, lo que, a la larga, será beneficioso, porque multiplicará las posibilidades de acceso a la riqueza, al poder y la cultura de todos los andalusíes. De esta forma, la primera generación de literatos de la época de las taifas es de cordobeses, de epígonos del califato.

Los reinos autónomos reciben el nombre despectivo de «taifas», que significa, bando, partido, porque la historia la escriben nostálgicos del califato como el gran Ibn Grafíaayyān o historiadores palaciegos de los imperios unitarios posteriores. Es cierto que los reyes de taifas no tienen una legitimación islámica, no descienden del profeta: unos, los menos, pertenecen a la aristocracia de sangre, son descendientes de los árabes o bereberes que invadieron la Península; así los Banū ‘Abbād de Sevilla, los Banū Hūd de Zaragoza, los Banū ŶaGrafíawar de Córdoba, los Banū GrafíaumādGrafíah de Almería, entre los árabes, los Banū Di-l-Nūn de Toledo y los Banū AfGrafíaas de Badajoz entre los bereberes. Otros son los antiguos funcionarios califales de origen ancilar, los Grafíaaqāliba, que se convierten en reyes de las provincias levantinas de al-Andalus, Mubārak y Muzaffar en Valencia, Labīb en Tortosa, Jayrān y Zuhayr en Almería, Muŷāhid en Denia y las Baleares. Sus reinos durarán poco, porque la mayor parte de estos personajes eran eunucos y no podían mantener una dinastía, y así en Valencia será rey tras los Grafíaaqāliba un hijo de ‘Abd al-RGrafíahmān Sanchol, y en Almería, los ya citados Banū GrafíaumādiGrafía. Es una excepción Muŷāhid de Denia, porque no era castrado y tuvo herederos, de forma que su reino deniense sobrevivió hasta 1067 y Mallorca continuó sorprendentemente con una dinastía Grafíaaqāliba de eunucos hasta el principio del siglo XII.

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El resto de al-Andalus había sido botín de los antiguos mercenarios bereberes del ejército de Almanzor. Odiados por la población andalusí serán absorbidos por los otros reinos de taifas, excepción hecha de la de los ziríes de Granada, cuya caballería invencible era la pesadilla de los demás, y que perdurarán hasta la conquista almorávide.

Si Córdoba se había convertido en una pequeña Bagdad, las capitales de los reinos de taifas se convertirán en pequeñas Córdobas, donde brillará la poesía, el arte, la filosofía, la ciencia. Estas dos últimas serán especialidad de Toledo y Zaragoza, donde musulmanes y judíos desarrollarán un gran esfuerzo científico. Pero el siglo XI es el gran siglo de la literatura y su capital es Sevilla, con el rey Al-Mu‘tamid, donde y con quien la poesía formará parte de la vida política y privada hasta llegar a confundirse realidad y ficción; en los otros reinos también brillarán poetas y prosistas en Almería, en Badajoz, en Denia, en Valencia, en Murcia. Habrá también estudios filológicos, de exégesis de crítica literaria, de lexicografía. El pensamiento islámico dará grandes figuras, entre la que destaca Ibn Grafíaazm, autor, entre otras obras, del FiGrafíaāl, cuyo tema son las religiones comparadas, etc.

La única excepción parece ser Granada, que hará huir a sus literatos a otras cortes y no atraerá sino repelerá a los de otras regiones. Sólo se salva a través de la literatura hebrea, con Ibn Nagrella, ministro del rey Bādīs, literato y mecenas de sus correligionarios, y por el último rey de la dinastía zirí, ‘Abd Allāh, que escribe en el exilio unas memorias políticas apasionantes, permitiéndonos escuchar, en palabras de su traductor al español, Emilio García Gómez, «al siglo XI en primera persona».

Las luchas internas entre los reyes de taifas, cada uno de los cuales quería ser el único, apoderándose de los reinos del vecino, producen una fuerte inflación, especialmente porque han de pagar fuertes parias a los ejércitos cristianos para que intervengan a su favor, o para que se abstengan. Al comenzar los años ochenta del siglo XI sólo quedan la taifas de Sevilla, Granada, Toledo, Badajoz y Zaragoza, más la aislada y residual de las Baleares. No sabemos quién habría ganado la batalla final, pero la partida se interrumpió por un hecho inesperado: Alfonso VI de Castilla y León conquista Toledo en el año 1085. Con unas ideas con las que se adelanta a su tiempo, piensa restaurar la monarquía visigoda con un nuevo signo: un imperio hispánico donde lo árabe   —23→   tendría cabida, de ahí su título de emperador de las dos religiones. Por ello abandona la política de su padre, Fernando II, y de sus contemporáneos, de actuar de árbitros militares de las querellas de los reyes de taifas, de conseguir dinero amenazando plazas, y conquista la antigua capital visigoda.

Nadie comprende sus propósitos, ni los musulmanes que intentan pagar parias y hacerle cuantiosos regalos, ni los cristianos, como Rodrigo Díaz de Vivar el Cid, que interfiere en su política, pero conquista Toledo y cambia el curso de la historia de al-Andalus.

Los reyes de taifas cometen un error: llamar a los almorávides para que ocupen el puesto de árbitros militares de sus querellas y castiguen a Alfonso VI. Los almorávides son neófitos en el Islam, unos bereberes nigerianos convertidos por misioneros en el mismo siglo XI y, como todo neófito, fanáticos y fundamentalistas. Pretenden reinstaurar la pureza del derecho islámico, abolir las innovaciones que la práctica ha hecho surgir en los reinos islámicos. Con una nueva táctica militar, basada en el número de su infantería, han conquistado lo que hoy es Marruecos y han puesto su capital no lejos del desierto, en Marraquesh.

Desembarcan en al-Andalus y vencen a Alfonso VI, aunque no logran reconquistar Toledo. La conducta de los reyes de taifas les escandaliza, de forma que deciden destronar a estos soberanos que hablan un lenguaje tan sofisticado que no lo comprenden y que no siguen con rigor el derecho islámico. No les es fácil; han de conquistar ciudad por ciudad como si de infieles se tratara, con el solo apoyo de los alfaquíes. A finales de siglo sólo queda fuera de su poder el reino de Zaragoza -porque los castellanos están en el camino, en Valencia con el Cid, en Castilla con Álvar Fáñez- y las Baleares con su barrera del mar, de forma que habrán de esperar a la victoria de Uclés y a dominar la marina para lograr incorporar el resto de al-Andalus




ArribaAbajo Almorávides y almohades (siglo XII)

Al-Andalus se convierte en una provincia del imperio almorávide y su cultura, al menos en su superficie, se cubre de vientos saharianos. El integrismo musulmán de los almorávides, junto con el integrismo de las reformas gregorianas del siglo XI, abrirá un abismo insalvable entre   —24→   las tres religiones, que obliga a cristianos y judíos a emigrar hacia el norte. Al-Andalus se africaniza, comienza a parecerse a las tierras de la Berbería y las cabezas se cubren de turbantes -los andalusíes no los llevaban hasta entonces-, cuando no de velos negros que cubren los rostros de los almorávides. El cambio es muy bien percibido por los cristianos del norte, que comienzan a llamar a los musulmanes de al-Andalus «moros» en sus crónicas, es decir, gentes africanas y de color oscuro. Y diferencia a los andalusíes de origen, que Alfonso VII de Castilla querrá oponer contra los almorávides, en un último intento de salvar la idea hispánica de su abuelo, Alfonso VI.

La pronta debilidad de los almorávides permite el impulso de la reconquista cristiana. Alfonso I el Batallador reconquista Zaragoza en 1118. Esta conquista, con la de Toledo, trae un nuevo fenómeno: la numerosa población musulmana que se queda en tierras cristianas, sometida a la soberanía cristiana, los mudéjares, que contribuirán a la formación de la cultura propia de Castilla y Aragón, junto con los emigrados judíos y los mozárabes. Alfonso I de Aragón, en una asombrosa campaña relámpago, recorrió las tierras levantinas y andaluzas recogiendo a los habitantes cristianos, que le habían llamado en su socorro ante la intolerancia almorávide, de forma que estos cristianos de cultura árabe se suman a sus correligionarios de tierras de Toledo y a los judíos, emigrados igualmente por la intolerancia almorávide. Esta población arabizada, mudéjares, mozárabes y judíos de al-Andalus, permite explicar el fenómeno de las escuelas de traductores de Toledo o la figura de Pedro Alfonso, el autor de la Diciplina clericalis.

Aunque hubiese musulmanes que se quedaron en tierras cristianas tras la conquista de Toledo y Zaragoza, la mayor parte de los musulmanes emigraron a al-Andalus -ya este nombre se aplica sólo a las tierras «musulmanas» de la Península Ibérica- produciendo un aumento demográfico que trae aparejada igualmente una mayor densidad intelectual: así se explica la rápida recuperación demográfica y cultural de las tierras levantinas, asoladas por la guerra en el último cuarto del siglo XI, singularmente Valencia con el Cid.

Otro fenómeno demográfico es la emigración, cada vez más frecuente, de andalusíes hacia los otros países islámicos, iniciada tras la conquista almorávide de los reinos de taifas. El fenómeno, que tuvo lugar en época del califato, se invierte: ahora son los andalusíes los que exportan cultura árabe.

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Aunque sea el triunfo del fundamentalismo islámico y los alfaquíes, la cultura de al-Andalus sobrevive, aunque los poetas se quejen de la dureza de los nuevos gobernantes, que no aprecian sus poemas, juicio basado en la extremada valoración de la poesía en la época taifal, donde una buena casida valía un ministerio. Los poetas parecen buscar los temas marginales, es la época del esplendor de la poesía estrófica; al mismo tiempo, los temas religiosos comienzan a ocupar un amplio espacio temático. Por otro lado, el misticismo musulmán, el sufismo, aparece con gran fuerza en al-Andalus, llegando a ser un movimiento ideológico antialmorávide que provoca una rebelión en el Algarve. Pero a la larga, la exquisita civilización andalusí terminará envenenando a los propios almorávides, que entrarán en la vía de la decadencia política y militar, en medio de un refinamiento tal, que le hará adornarse las piernas con pan de oro, como nos muestra uno de los almorávides a los que canta Ibn Quzmān.

La decadencia almorávide llevó a los andalusíes a intentar independizarse del yugo africano y nacen muy brevemente una serie de estados independientes andalusíes que algunos historiadores llaman las segundas taifas, pero pronto son engullidos por el poder almohade.

Otro movimiento religioso protagonizado por bereberes, el de los unitarios o almohades, había surgido en el norte de África; también a la busca de la pureza de la religión islámica, pero con muy diferentes fundamentos ideológicos. Ibn Tumart, el jefe religioso de este movimiento, había estudiado en Egipto y presentaba una reforma en profundidad. De hecho, frente a los almorávides, los almohades ofrecen un cambio cultural auténtico: siguen otra escuela jurídica que el malikismo imperante en el occidente islámico, tienen un estilo propio de arquitectura y decoración, cambian el modelo de escritura monumental, las monedas y la cancillería. Aún están por estudiar las razones de su revolución cultural.

Los almohades se apoderan de todo el norte de África, desde la Tripolitania al Atlántico, y de al-Andalus a mediados del siglo XII. Los almorávides y los andalusíes sucumben ante esta nueva potencia militar: Sevilla y Córdoba serán almohades en 1147 y 1149, respectivamente. Sólo queda independiente el reino de Ibn Mardanīš en el Šarq al-Andalus (de Castellón a Almería), con ayuda de los castellanos y catalanoaragoneses. Sucumbirá en 1172.

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Los almohades propugnan el regreso a las fuentes y a la pureza islámica, recalcando la unicidad de Dios frente al trinitarismo cristiano, de forma que las minorías religiosas no musulmanas sufren presiones colectivas que desembocan, de nuevo, en la emigración. Sin embargo, los almohades permiten el desarrollo de la filosofía, cuando precisamente se están discutiendo en al-Andalus las sutiles diferencias entre razón, revelación y unión con Dios, entre el neo-platonismo y el aristotelismo.

En Oriente la libre discusión filosófica y teológica había sido zanjada por el aš‘arismo (de al-Áš‘arī de Basora, m. 935), que había sentado la ortodoxia musulmana bajo el signo de la autoridad, rechazando el racionalismo; Al-Gazālī (m. 1111), el Algacel de la escolástica, sentó un nuevo «aš‘arismo», tras debatir, a través de su propia experiencia personal, como filósofo y místico, y tras varias crisis de conciencia, que la filosofía, la razón y la mística, con su carga de neo-platonismo, debían ser rechazadas, bajo el principio de autoridad y el camino de la devoción. La filosofía se refugia en Occidente bajo estos extraños almohades que permiten la discusión filosófica, aunque los pensadores estén siempre en la cuerda floja. Bajo los almohades, los cordobeses Averroes y Maimónides desarrollan su pensamiento, aunque es cierto que el primero fue perseguido por sus ideas y el segundo emigró a Egipto, porque era judío. Ambos son aristotélicos y defensores de la razón, frente a Al-Gazālī. El pensamiento del musulmán Averroes -Ibn Rušd- será fundamental en la formación del pensamiento europeo. También nace y se forma en al-Andalus almohade Ibn ‘Arabī de Murcia, uno de los pensadores místicos más importantes del Islam, también emigrado a Oriente.

Los almohades protegen también las letras: las cortes califales y las de sus gobernadores se llenan de poetas panegiristas y se cultiva la literatura en sus muy diversos géneros. Al-Andalus se llena de bellos castillos y edificios religiosos como la gran mezquita de Sevilla, de la que se nos ha conservado su alminar: la Giralda.




ArribaAbajo La crisis de al-Andalus (siglo XIII)

Alfonso VIII de Castilla, Pedro II de Aragón y Sancho el Fuerte de Navarra preparan una triple alianza y derrotan a los almohades en   —27→   la batalla de las Navas de Tolosa en 1212. La fecha marca el fin del poderío almohade y el avance de la reconquista más allá del Ebro por el norte y de Sierra Morena por el sur. Jaime I de Aragón conquista el reino de Valencia y Fernando III de Castilla la Bética, es decir, Córdoba, Sevilla y Jaén. Más tarde será conquistada en alianza de los dos reinos cristianos, Murcia.

Al-Andalus está a punto de sucumbir. Los andalusíes sienten que han de abandonar las tierras de sus mayores, que el Islam será desarraigado de la Península Ibérica, que las campanas sustituirán para siempre la voz de los almuédanos. Los intelectuales así lo comprenden y aunque intentan por todos los medios posibles evitar la catástrofe -negociaciones, petición de ayuda a los otros países del Islam-, terminan entonando elegías y cantos de adiós. Su bagaje intelectual les permite encontrar acomodo en otros países del norte de África, donde han nacido nuevas dinastías procedentes del hundimiento del Imperio almohade, como los GrafíaafGrafíaíes de Túnez y los meriníes de Marruecos. La presencia masiva de las élites andalusíes será un factor cultural igualador entre al-Andalus y la Berbería. Si al-Andalus se había africanizado, el norte de África se andalusizará. Otros van más lejos, a Oriente, donde ahora el contenido cultural andalusí es semejante al oriental, y se ven rodeados de prestigio. Estos emigrantes y sus descendientes perpetuarán en Oriente sus patronímicos de origen con nombres de las ciudades de al-Andalus, al-QurGrafíaubī, al-Šātibī, al-Mursī, con los que serán conocidos prestigiosos autores de obras de ciencia islámica.

La emigración física va acompañada de una espiritual. La originalidad del filósofo Ibn Sa‘bīn, de Murcia, que se suicidó en La Meca en el año 1270, o de Ibn Hūd, místico, hermano del rey de Murcia, que cuando un discípulo le pidió que le guiara le preguntó que por qué camino, el de Jesús, Mahoma, o Moisés, es una consecuencia de la crisis de al-Andalus. Los movimientos místicos proliferan. Aparecen los alumbrados andalusíes, los sadilíes, estudiados por Miguel Asín Palacios, que llevarán su misticismo extremado por los países del Islam y serán la puerta de escape para los que se queden en al-Andalus.

Pero aún quedan musulmanes en la Península Ibérica: unos permanecen en sus tierras de origen, sometidos al poder cristiano, como mudéjares, encerrados en sí mismos en las comunidades llamadas aljamas. Conservarán la religión, pero perderán progresivamente la lengua, especialmente las comunidades de Castilla y Aragón, aunque los valencianos   —28→   la mantengan, aunque siempre obligados a ser bilingües, y terminarán creando ese fenómeno lingüístico-literario que es la literatura aljamiada, escrita en español, con letras árabes y con contenido musulmán. Su gran revancha cultural, en Castilla y Aragón, es que su arte y sus técnicas son utilizadas y apreciadas por los cristianos: el arte llamado mudéjar.

Pero, contra lo que se podía esperar, aún sobrevive un estado musulmán independiente a finales del siglo XIII, un resto de al-Andalus. Como había sucedido con los almorávides, la crisis almohade hace nacer una serie de reinos andalusíes autóctonos, unas terceras taifas, pero acaban sucumbiendo ante los cristianos. Un «zegrí» u hombre de frontera, llamado Ibn al-AGrafíamar de Arjona, es uno de estos señores de la espada, casi condottiero, pero con una extraordinaria habilidad política, con actitudes de camaleón, que le hacen vestirse, él y sus tropas, con trajes cristianos y colaborar con Fernando III en la conquista de Córdoba. El caso es que logra tener bajo su dominio las que son actualmente provincias de Málaga, Almería y Granada. Esta última ciudad, Granada, será su capital desde el año 1237. Muchos andalusíes se refugiaron en este último reducto y así nació -y perduró hasta 1492- el llamado reino de Granada




ArribaAbajo El reino de Granada (siglos XIV-XV)

La antigua capital de los ziríes, la Granada sucesora de Elvira -Illiberis-, se convierte en una ciudad populosa y ve alzarse en la colina roja de la Alhambra una ciudad-palacio-fortaleza y dejar en el olvido la antigua fortaleza zirí del Albaicín. Sus nuevos pobladores vienen de todas partes de al-Andalus, con sus diferentes modalidades de dialectos, sus formas diferentes de vivir, su muy diversa cultura. Granada asimila todo en una unidad uniforme, abigarrada e intensa. Es al-Andalus, pero al-Andalus condensado, «la última y sabrosa gota del limón andalusí», como llamó al reino de Granada Emilio García Gómez. Su símbolo y su emblema es la Alhambra, donde se condensa el estilo andalusí de arte que arranca de las medinas -Azahara y az-Zāhira- cordobesas hasta los palacios levantinos de Ibn Mardanīš, con elementos almohades, judíos, pues los leones de la famosa fuente de la Alhambra sostienen sobre sus espaldas la pila como los toros del Templo   —29→   de Jerusalén, como demostró Barghebur, e incluso cristianos, con las pinturas de sus reyes, torneos y el hombre salvaje de sus techos.

Esta intensidad, procedente de la operación de alambique de condensar esencias, va acompañada de un profundo conservadurismo cultural. Porque una de las características del reino de Granada, en todo, arte, literatura, política, instituciones, es su conservadurismo, natural porque funciona a modo de una minoría cultural -pequeño y antañón reino entre otros grandes y jóvenes- y las minorías son conservadoras para poder mantener sus señas de identidad.

Ante la imposibilidad de renovarse, porque la renovación se asimilaría a la cultura de sus vecinos, juega con sus propias formas, hasta que éstas se convierten en aberrantes, como los vástagos finales de una familia endógama. Es la decadencia, aunque ésta sea exquisita, como corresponde a la civilización de la que es espejo deformante.

Ya hemos visto cómo el reino de Granada nació mudéjar, como vasallo de Castilla, actitud que se refleja hasta en los vestidos. Pero entre 1264 y 1266 se sublevaron los auténticos mudéjares, los musulmanes que permanecían en tierras cristianas, y eligieron como su cabeza a MuGrafíaammad ibn al-AGrafíamar, rey de Granada. El camaleón, vasallo de Castilla, debió de sentirse por vez primera emir de al-Andalus y asumió esta jefatura, que le llevó a enfrentarse a Alfonso X, tras haber acudido, en cortejo de hachones, a rendir homenaje a Fernando III en su tumba sevillana. Esta herencia del pasado de al-Andalus pasó a su hijo MuGrafíaammad II (1273-1302), que ya no era un hombre de frontera y de espada, sino de cálamo, conocido con el sobrenombre de «el alfaquí». Es él quien crea el verdadero reino de Granada, buscando las fórmulas teóricas y antañas del derecho musulmán para sus instituciones, quien, consciente de la historia -no quería ser un al-Mu‘tamid que llamara a los almorávides-, opta finalmente por pedir ayuda a los meriníes de Marruecos para hacer frente a sus parientes los Banu Escayola, que le disputan el trono con el apoyo de Castilla. Había encontrado la jugada para mantener al menos en tablas el juego del ajedrez del reino de Granada con los reinos cristianos: buscar alianzas entre los enemigos, apoyarse en los meriníes contra Castilla, en ésta contra los norteafricanos, en la confederación catalanoaragonesa contra Castilla, en las repúblicas italianas contra Aragón. Con esta fórmula el reino perdurará dos siglos.

Envenenado seguramente por su hijo MuGrafíaaminad III (1302-1309), le dejará una herencia estable que permitirá a éste, culto, refinado y   —30→   cruel, iniciar la construcción de los palacios de la Alhambra. Las bellas construcciones de la colina roja, el color emblemático de los Banū-l-AGrafíamar o naGrafíaríes que usarán en sus banderas, trajes y papeles, crecerán en un laberinto semejante a las complicadas intrigas que tienen lugar entre sus paredes, decoradas con alicatados e inscripciones poéticas: MuGrafíaammad III será destronado por su hermano NaGrafíar (1309-1314) y éste por su sobrino Ismā‘īl (1314-1325), el constructor del Generalife. Asesinado por un primo suyo, suceden a Ismā‘īl I sus hijos MuGrafíaammad IV (1325-1333) y Yūsuf I (1333-1354), cuyas minorías son tuteladas por su abuela FāGrafíaima, hija de MuGrafíaammad II, la María de la Molina de Granada; a Yūsuf I, constructor del palacio de Comares y la Madrasa granadina, le sucede su hijo MuGrafíaammad V, que es destronado por su hermano Ismā‘īl II (1359-1360), asesinado por su primo y verdadero instigador del destronamiento, MuGrafíaammad VI (1354-1362), conocido como el rey Bermejo -de nuevo color heráldico-. De regreso al trono MuGrafíaammad V (1362-1391), hay una tranquilidad inusitada en la dinastía, tal vez porque es Castilla la que se debate en guerra dinástica entre Pedro el Cruel y su hermano Enrique de Trastamara; MuGrafíaammad V construye Lindaraja, el Patio de los Leones, las Dos Hermanas; muere en su cama y le sucede su hijo Yūsuf II (1392-1408).

Durante este siglo de la Alhambra -la del XV es insignificante- también la literatura es palaciega, no ya tanto cortesana como obra de funcionarios. También de palacio depende el resto de la cultura, con la fundación de una «madrasa» o universidad estatal por primera vez en al-Andalus, y el primer hospital, o maristan. Incluso la mística, el fenómeno intelectual más importante de Granada que puebla la ciudad de rábitas de cofradías místicas, refugio o escape de la continua crisis espiritual de los granadinos, llega a palacio. Es cierto que los alfaquíes son la inteligencia del reino de Granada, con su rígido malikismo heredado de siglos, pero son capaces incluso de tener veleidades místicas, lo mismo que los más latos funcionarios del estado, e incluso el emir llega a recibir en palacio a alguna famosa cofradía de místicos del Albaicín. Hay una Granada esotérica, conviviendo con la oficial, y desde luego una Granada profundamente religiosa y devota, tal vez porque sólo puede esperar ayuda de algún milagro del cielo.

El siglo XV va a estar marcado, desde el punto de vista dinástico, por las luchas entre los descendientes de los dos hijos de MuGrafíaammad V, Yūsuf II y NaGrafíar, que no llegó a reinar, y entre los hijos de éstos   —31→   entre sí, con tal sucesión de destronamientos, restauraciones y nuevos destronamientos, que ha sido paciente labor de chinos establecer solamente el orden de sucesión, con la ayuda de la documentación castellana, que con toda la fuerza de su lengua en su primer esplendor matiza los apodos de estos efímeros soberanos que llevan con monotonía el nombre del Profeta, MuGrafíaammad, y tres de ellos, son llamados pequeños, pero con la diferencia, en castellano, de «el Pequeño», «el Chico» y «el Chiquito», aunque otros reciben nombres como «el Izquierdo» (el Zurdo) o «el Cojo», como si significasen en sus defectos la decadencia de la dinastía. En compensación, al menos estética, Castilla idealiza a estos príncipes o a sus nobles, vistiéndoles de sus mejores galas en los romances fronterizos.

Desde el punto de vista cultural, el siglo XV es la decadencia total. Si los análisis grafológicos tuviesen valor colectivo, y en cierto modo lo tienen, la epigrafía nos muestra claramente esta decadencia: la exquisita caligrafía de la Alhambra del siglo XIV en sus inscripciones epigráficas, uno de los aciertos estéticos de Granada, se torna burda y tosca nada más comenzar el siglo XV. Se puede comprobar en la lápida sepulcral del sultán poeta, Yūsuf III (m. 1417): los trazos han perdido belleza y dinamismo, pero aún más, el artesano no ha calculado el espacio que correspondía a la inscripción y ésta se escapa y se desborda. La cultura arabigogranadina estaba enferma de muerte.

Mientras los reinos de Castilla y Aragón viven un siglo de esplendor cultural con el pre-renacimiento humanístico de sus letras, sus ciencias y sus artes, y aunque Granada recibía con frecuencia a muchos cristianos de los reinos peninsulares y aún más a los italianos de las repúblicas del Quattrocento, permanece sorda y ciega a la brillante cultura contemporánea. Su conquista por los Reyes Católicos fue, en cierto modo, una operación de eutanasia.

El 1 de enero de 1492 los Reyes Católicos entraban en Granada, dando fin a la historia de al-Andalus.





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ArribaAbajo II. La literatura árabe medieval


ArribaAbajo Voz y escritura

Los orígenes de la literatura árabe son orales: la poesía, la narrativa, la prosa rimada y rítmica, se creaban por medio de las fórmulas elocutivas1 y se transmitían por medio de rapsodas, rāwī, que se sabían los textos de memoria. El ritmo de la lengua árabe con sus diferencias fonológicas entre sílabas largas y breves era un elemento que daba ayuda a la memoria. Y de hecho, a pesar del desarrollo inmenso de la escritura árabe, la voz y la memoria estarán siempre vigentes en la transmisión de la literatura árabe donde se dan casos de gentes que saben de memoria tratados completos de filología o de derecho, a veces ayudados por poemas nemotécnicos, urŷūza, que versificaban las obras en prosa en pareados para facilitar el aprendizaje de memoria. Algunas fórmulas empleadas en la transmisión de los saberes que utilizan los repertorios bibliográficos árabes nos permite sospechar que parte de la enseñanza superior se desarrollaba por medio de la lectura. Posiblemente el maestro leía una obra, la comentaba e incluso la dictaba, pues algunos de los libros árabes nos han llegado en forma de lo que hoy llamaríamos apuntes de clase. Otro lugar de transmisión oral sería el maŷlis, la tertulia donde eruditos, literatos y poetas leían o recitaban sus obras, que eran comentadas, criticadas y añadidas por el resto de los contertulios. Esta transmisión oral de la cultura y de sus   —34→   formas literarias explica la frecuente existencia de eruditos y literatos ciegos que debían formarse escuchando y aprendiéndose de memoria las obras necesarias y, a su vez, debían dictar las suyas propias. La importancia de la voz en la literatura árabe no presupone como pudiera pensarse un escaso uso de la escritura, al contrario, la civilización arabigoislámica es la más grafómana de las culturas medievales y nos ha transmitido, a pesar de las evidentes dificultades de transmisión y conservación naturales (vejez de los materiales, parásitos, humedad, fuego, etc.), o artificiales (guerras, persecuciones inquisitoriales, etc.), una gran cantidad de manuscritos.

Ya en la Arabia anterior a Mahoma era conocida la escritura específica del árabe, una variante cursiva del alfabeto semítico y, como tal, un alfabeto fonético -no ideográfico, sino que representa sonidos y no ideas- y exclusivamente consonántico. En efecto, como consecuencia de las características de las lenguas semíticas, sus alfabetos no precisan, en la misma medida que los que han de usar las lenguas indoeuropeas, que se representen las vocales y nacieron sólo con signos para las consonantes con alguna indicación secundaria mater lectionis de la presencia de las vocales, más frecuentes en el alfabeto hebreo que en el árabe. De todas formas, la escritura semítica ofrece ante la ausencia de vocales una mayor ambigüedad que los alfabetos que conocemos, pues el lector ha de suplir la ausencia de vocales y ponerlas él. Esto obligó tanto a árabes como a hebreos a utilizar signos auxiliares que indicasen, por debajo o por encima de la línea, la vocal correspondiente, para la lectura de los libros sagrados, el Corán y la Biblia, respectivamente. Pero excepto estos textos, el resto de la literatura árabe y hebrea hasta nuestros días utiliza exclusivamente los signos consonánticos. El verdadero problema aparece cuando estos alfabetos intentan reproducir textos pertenecientes a lenguas indoeuropeas, con una mayor riqueza de juego vocálico. Éste es el problema básico de la interpretación de las jarchas, poemas en lenguas románicas, escritos con el alfabeto árabe y hebreo y sin seguir un sistema fijo, como la más tardía escritura aljamiada de los mudéjares y moriscos.

Sobre el alfabeto árabe podemos añadir que como el de otras lenguas semíticas se escribe de derecha a izquierda, por lo que los libros comienzan por lo que nosotros consideramos la parte posterior, y que la caligrafía árabe puede ser considerada una de las artes propias de la civilización arabigomusulmana. Aparte de razones utilitarias, ya que tener   —35→   buena letra era, por ejemplo, un requisito necesario para desempeñar un puesto en la administración medieval, el desarrollo de la caligrafía va aparejado, en nuestra opinión, a la prohibición coránica de representar figuras de seres vivos, lo que impidió a los árabes el desarrollo de las artes plásticas. En este sentido la escritura sirvió para la decoración, representando, al modo del arte abstracto, por medio de los signos, que es la escritura, las ideas y las imágenes que estaban prohibidas.

La conquista musulmana en dirección al Extremo Oriente puso en contacto a los árabes con las técnicas de fabricación del papel, con lo que la civilización arabigomusulmana tuvo en su poder un medio barato de reproducción gráfica, librándose de la servidumbre del pergamino o el papiro, más caros y escasos, por lo que pudo utilizar la escritura a gran escala para la administración y la cultura. Como ya hemos dicho antes, se la puede calificar de grafómana, de forma que incluso la escritura llega a ser un tema literario: el cálamo, caña biselada con la que se escribía, la tinta, el papel, las letras del alfabeto, aparecen con frecuencia en la literatura árabe, incluso con sentidos emblemático: el cálamo frente a la espada, es decir, las letras y las armas, o erótico: los lunares de un efebo como manchas de tinta. Y la escritura llega a formar parte de las figuras literarias: figura del significante, al modo de caligramas, etc.

Al-Andalus no fue una excepción respecto al uso de la escritura. Su alfabeto era del llamado tipo occidental, con algunas diferencias en las formas de las letras respecto al occidental. Ibn Jaldūn (siglo XIV), el famoso filósofo de la historia árabe, relata un dato interesante: los andalusíes no aprendían a escribir letra a letra sino palabras completas, lo que explicaría cierto dinamismo especial que caracteriza la escritura andalusí respecto a las otras medievales, según es posible ver en los manuscritos que nos han llegado y en las inscripciones epigráficas. Como en el resto de países islámicos, había fábricas de papel -fue famosa la de Játíva, usada después de la conquista cristiana por la Corona de Aragón- y una especie de industria editorial de copistas, muy abundantes en Valencia, tal vez por la fábrica antes aludida. Si no nos ha llegado más manuscritos andalusíes originales es, sin duda, porque sufrieron sistemáticamente la quema inquisitorial, comenzando por la famosa realizada por el cardenal Cisneros.



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ArribaAbajo Literatura y escritura

La Edad Media árabe nos ha dejado una gran cantidad de manuscritos, no todos medievales, sino obra de los copistas de muchos siglos. Pero si todo es «escritura», utilizando aquí esta palabra como traducción del término alemán Schriftum, no todo es literatura, aunque tradicionalmente los libros europeos sobre literatura árabe como el clásico de C. Brockelmann, Geschichte der arabischen Litteratur (5 vols., Leiden, 1937-1942 y 1944-1949), abarcan toda la «escritura», metiendo en el mismo cajón las obras de medicina, botánica y matemáticas que la poesía lírica, e incluso el manual de A. González Palencia sobre literatura hispanoárabe, escrito por las mismas fechas2, utiliza el mismo planteamiento. Fue el gran arabista italiano Francesco Gabrieli quien se encaró con el problema y redujo y sacó de la «escritura» a la literatura en su también clásica La letteratura araba, Milán, 1967:

[...] según el concepto más estricto de literatura, que mantenemos aquí, nuestro diseño se limitará a los campos del Schriftum árabe, donde se manifiesta una voluntad de arte explícita o instintiva: ante todo la poesía y prosa de arte, pues, en las que se expresa tan típicamente un aspecto del espíritu árabe, y luego prosa narrativa y amena, y también, por su pertinencia siquiera parcial con la esfera del arte, prosa histórica, ético-didáctica, moralista [...] permanecerán totalmente ausentes de nuestro plan, en cambio, los puros filosóficos y teólogos, gramáticos, juristas, científicos, nombres que forman legión en el medievo musulmán y cuya obra puede haber tenido gran importancia en la historia del pensamiento, pero que nada representan en el campo de la «literatura» [...]3.



Hacemos nuestras las palabras del maestro de arabistas: en estas páginas sólo aparecerá la «literatura» en su sentido más restringido desde el punto de vista de su intención estética. Fuera quedará de ellas una figura como el cordobés Averroes, tan importante para la formación del pensamiento europeo, porque si escribió mucho, y bien, de   —37→   filosofía y medicina, no usó nunca formas literarias, y sí aparecerá uno de sus maestros, Ibn Grafíaufayl, porque noveló sus teorías filosóficas. De Ibn Grafíaazm sólo nos interesarán sus obras «literarias» y dejaremos fuera sus comentarios de alfaquí y su monumental obra, el FiGrafíaāl, primer intento de comparatismo en religión. Y con mucho mayor motivo a los médicos, los matemáticos, los astrónomos, los comentaristas del Corán y los filólogos, aunque sus obras hayan sido importantes, famosas y aplaudidas.




ArribaAbajo Literatura y lengua

Normalmente las literaturas se estudian según el criterio de su vehículo lingüístico o como lenguas de una comunidad histórica aunque comparta lengua con otras, como literaturas nacionales. En estas páginas vamos a estudiar una literatura «nacional» de una lengua determinada: la literatura en árabe que se produjo en la Península Ibérica, lo cual nos constriñe además a una época determinada, la Edad Media, ya que los musulmanes que quedaron en la España moderna, mudéjares y moriscos, no utilizaron el árabe para su escasa literatura sino el español.

Como literatura nacional no es posible, sin embargo, desligarla de la literatura árabe medieval en general y que tuvo su centro creador en Oriente. Es en cierto modo una literatura provinciana, imitadora, a veces, hasta el servilismo, del modelo oriental. De todas formas ya esta delimitación tiene rasgos definitorios de una singularidad, a la que podría sumarse la del sentimiento de emulación o patriotismo literario que llevará a los andalusíes a tomar conciencia de sí mismos como autores literarios, diferentes a los orientales, e incluso a las otras literaturas provinciales, como la que se podía producir en el norte de África. Este sentimiento de emulación y autoconciencia de su personalidad fue estudiado por Elías Terés4. Pero además la literatura hispano-árabe o de al-Andalus produjo también formas literarias originales como la poesía estrófica, la moaxaja y el zéjel, con lo que su singularidad es un   —38→   hecho evidente y así lo consideran los propios árabes actuales que escriben libros sobre la literatura de al-Andalus de forma independiente.

Mayor problema es la lengua, comenzando por la diglosia de la propia lengua árabe. Desde la época pre-islámica a nuestros días la lengua árabe ha ofrecido dos niveles: una lengua literaria y una lengua hablada a gran distancia una de otra, de forma que se puede hablar de una lengua y sus dialectos. En al-Andalus fue conocida, estudiada y escrita la lengua árabe clásica, que es el vehículo de la mayor parte de su literatura. Si esta lengua fue además hablada al estilo clásico es algo difícil de saber, porque pronto se formó un dialecto árabe que tenía elementos de los dialectos árabes que hablaban los conquistadores y de un substrato latino o románico con cierta abundancia de romancismos o palabras de origen latino. Pero este dialecto que llamamos «hispano-árabe» también produjo una literatura que nos ha llegado principalmente a través de las moaxajas, los zéjeles y los refranes. Así pues, cuando nos referimos a la literatura árabe de al-Andalus nos estamos refiriendo a una literatura con dos niveles distintos, la expresada en la koiné literaria y en el dialecto, aunque ambas merecieron la sanción de la escritura.

Pero no acaban aquí los problemas lingüísticos de al-Andalus. Es evidente que la mayor parte de la población, a la llegada de los musulmanes, hablaría latín vulgar, tal vez ya diferenciado del romance. Esta lengua hispánica se conservó como lengua hablada hasta el siglo XI y su existencia implica que, además del fenómeno de la diglosia, existe otro de bilingüismo.

El problema de la lengua romance de al-Andalus es muy complejo. En primer lugar se la denomina impropiamente mozárabe, porque se suponía que era la lengua de los cristianos de al-Andalus, que por cierto no se llamaron mozárabes hasta que precisamente vivieron ya en tierras cristianas, emigrados de al-Andalus, en el siglo XI, con este término que significa arabizado. Ahora son estos mismos cristianos andalusíes, repobladores de Toledo en el siglo XI, los que nos hacen sospechar que la lengua romance de al-Andalus desapareció en este siglo como vehículo de expresión: estos «mozárabes» de Toledo escriben sus documentos en árabe, estando en tierras cristianas, es decir, sin que les obligue nadie a utilizar la lengua árabe, prueba en nuestra opinión de que estaban -y eran los cristianos- completamente arabizados. La presencia de la lengua romance de Ibn Quzmān en el siglo XII nos hace   —39→   pensar en que se había quedado reducida en el interior de la Hispania musulmana a una jerga de pícaros, una germanía. Su aparición en obras científicas posteriores no es significativa, porque pueden estar haciendo referencia a usos muy anteriores o a palabras fosilizadas por su mismo tecnicismo.

Sobre la literatura en lengua mozárabe remito al capítulo en que hablamos de las jarchas y su complejidad. Hay en cambio una literatura «mozárabe» en latín, en la que destacan la escrita por Eulogio y Álvaro en la segunda mitad del siglo IX con motivo de la contestación de estos cristianos de Córdoba y algunas obras historiográficas.

Para sumarse al mosaico lingüístico y literario de al-Andalus, aparece otra literatura: la hebrea. Los judíos de al-Andalus, primero presumiblemente latinizados y luego con toda seguridad arabizados, utilizaban el hebreo como lengua litúrgica y de los textos sagrados, porque recordemos que el hebreo se convirtió en lengua muerta dos siglos antes de Jesucristo. Ya hemos mencionado que los judíos de al-Andalus hicieron una literatura en hebreo, imitando las formas de la árabe, tras el descubrimiento de la analogía de las dos lenguas. Pero también escribieron en árabe5.

Otra lengua estuvo también presente en al-Andalus: el bereber, pero apenas ha dejado huellas léxicas y, desde luego, ningún tipo de literatura.




ArribaAbajo La historiografía literaria

Una gran parte de la literatura andalusí se nos ha conservado en primer lugar por la grafomanía árabe de la que hemos hablado y en segundo lugar por el que podríamos llamar «mito» de al-Andalus. Casi desde la conquista cristiana de Granada, al-Andalus pasó al imaginario árabe hasta nuestros días, seguramente, en un principio, fomentado por los emigrantes andalusíes, desde los del siglo XIII con sus obras nostálgicas, dibujando a la península como el paraíso perdido, siguiendo por los granadinos del siglo XV y terminando por los moriscos del XVII.

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El ejemplo más significativo en este sentido es al-Maqqarī de Tremecén (fallecido en 1632), que con el pretexto de biografiar al literato granadino Ibn al-JaGrafíaīb escribe una monumental historia literaria de al-Andalus, titulada NafGrafía at-Grafíaīb, que en su última edición, obra de uno de los mejores editores de textos de al-Andalus, IGrafíasān ‘Abbās, ocupa ocho volúmenes (Beirut, 1968), donde nos transcribe literalmente muchas páginas de la literatura andalusí. Es también la ventaja de los autores6 árabes de la decadencia (siglos XV-XVIII), pues incapaces de sintetizar, transmiten el material recogido, entero, al modo de ballena de Jonás, de forma que, durante mucho tiempo, al-Maqqarī fue la fuente más importante sobre al-Andalus.

Al-Maqqarī leyó muchas obras de los andalusíes y sobre ellos que poco a poco van apareciendo, aunque algunas se han perdido para siempre, porque los andalusíes escribieron mucho sobre su propia literatura, llevados especialmente por el espíritu de emulación hacia otros países del que hemos hablado antes. Las noticias literarias se encuentran con frecuencia en las obras históricas, porque el hecho literario se produce con frecuencia, si no con exclusividad, en relación con el soberano, como por ejemplo en la obra de Ibn Grafíaayyān (siglo X), el Muqtabis, recopilación de la historia de al-Andalus desde la conquista al califato.

Aún más interesantes son los repertorios bio-bibliográficos de los sabios de al-Andalus en los que, generación por generación, se nos exponen los curriculum vitae de los especialistas en ciencias religiosas y que, obra de varios autores sucesivos, abarcan la historia de la cultura andalusí desde el siglo VIII al XV. Es una fuente importante para datos biográficos de los literatos que aparecen con frecuencia en estos repertorios, con mención de sus obras y, a veces, una muestra de su producción poética.

Pero además, los andalusíes recogieron antologías literarias, ya desde el siglo X, aunque no nos han llegado más que menciones de las mismas. La más interesante de este siglo es la de Ibn Faraŷ de Jaén, estudiada por E. Terés, que intentó reconstruirla. La que sí se ha conservado es el Kitāb al-tašsbihāt (Libro de las comparaciones), de MuGrafíaammad   —41→   Ibn al-Hasan Ibn al-Kattānī, muerto en el año 1028, a los ochenta años de edad, por lo que su antología abarca a los poetas hasta el final del califato, comenzando por los más antiguos. Son fragmentos breves de poemas, ordenados por temas. Como Ibn al-Kattānī fue un reputado maestro de esclavas cantoras, posiblemente su libro sea una antología dedicada a los poemas que debían aprender éstas.

Ya del siglo XI nos ha llegado la antología de Abū-l-Walīd al-Grafíaimyarī (m. 1069) dedicada al tema floral, con fragmentos en prosa y poemas, titulada Kitāb al-badīfī wasf al-rabī‘, o Libro de lo maravilloso en la descripción de la primavera, que editó H. Pèrés.

Pero la más importante antología literaria sobre al-Andalus la escribió Ibn Bassām de Santarén (m. 1147) para dejar constancia del gran desarrollo literario del siglo de los taifas, cerrado por la llegada de los almorávides. Es la Al-dajīra (El tesoro), en la que el antólogo utiliza una distribución geográfica: habla primero de los literatos originarios del centro de al-Andalus, con Córdoba especialmente; la segunda parte está dedicada a los originarios del oeste de al-Andalus, con Sevilla especialmente; la tercera está dedicada a los literatos del este de al-Andalus (Valencia, Denia) y la cuarta a los extranjeros que fueron a al-Andalus en el siglo XI. La dajīra es además de una antología una obra importante de crítica literaria, porque Ibn Bassām estudia la obra de los literatos y la juzga, y también una fuente de noticias, porque intercala textos históricos para situar al personaje y a su obra.

Pero no es la única gran antología de la época: Ibn Jāqān (m. 1140) escribe dos antologías llamadas Qalā’id al-‘iqyān (Los collares de oro) y MatmaGrafía al-anfus (Otero de las almas). Como su contemporáneo Ibn, Jāqān, es también crítico literario, aunque un poco vesánico. Su prosa por sí misma es una obra literaria, ya que utiliza la prosa ornada. Recientemente se ha editado de nuevo la primera de las dos antologías, que es la más importante de este autor.

Contemporáneo de Ibn Bassām y de Ibn Jāqān es al-HGrafíaŷārī (1106-1155), con la particularidad de que este antólogo nace en la Guadalajara ya cristiana, recién conquistada por Alfonso VI, por lo que se le puede considerar un mudéjar, aunque escribe su obra en Alcalá la Real, bajo la protección de los Banū Sa‘īd, señores del lugar y literatos que completarán su antología. Ésta, llamada Al-musGrafíaib, sigue también un criterio geográfico, hablando de los poetas tras describir su lugar de origen en prosa ornada.

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Ibn al-Imām de Silves (1155) continuó la Dajīra de Ibn Bassām donde éste se había quedado cronológicamente y, a su vez, continuó con los poetas de la generación siguiente, el exquisito poeta Grafíaafwān Ibn Idrīs (fallecido en 1202) en su obra Zād al-musāfir (Viático del viajero), antología continuada por Ibn al-Abbār de Valencia (m. 1260) con una antología titulada Tuhfat al-qadīm.

Este polígrafo valenciano tiene, además de unos importantes repertorios bio-bibliográficos, otra obra de historia literaria, Al-hulla alsiyarā’, con importantes noticias histórico-biográficas y fragmentos de los literatos de al-Andalus, desde la conquista hasta su época.

Ibn GrafíaiGrafíaya de Calpe (m. 1235), emigrado a Egipto, escribió otra antología, titulada Al-muGrafíarib. Como este personaje fue acusado, y con razón, de falsear los hadices o tradiciones proféticas, los datos históricos y literarios de su antología son muy poco fiables.

Capítulo aparte lo merece Ibn Sa’īd al-Magribi (m. 1286), que hizo una monumental antología, ordenada geográficamente, de los poetas. Aprovechó los materiales de al-Grafíaiŷārī, protegido de su familia, y de lo que habían ido recopilando los Banū Sa’īd sobre poesía. De esta obra, titulada Al-mugrib, hizo un resumen, el Libro de las banderas de los campeones, editado y traducido por Emilio García Gómez 7. Además escribió otra antología de los poetas de su tiempo titulada Ijtisār al-qidGrafía.

En el siglo XIV el polígrafo Ibn al-JaGrafíaīb (m. 1375) realiza una gran labor como antólogo. Su monumental repertorio biográfico-histórico-literario sobre todos los personajes que tuvieron que ver con Granada, titulado Al-iGrafíaāta, es también una antología literaria. Ya específicamente hizo una antología de los poetas de su tiempo titulada Al-katība al-kāmina y otra menos histórica y más literaria, intentando agrupar los poemas que tenían «encanto o magia», algo muy difícil de calibrar. La antología se titula Libro de la magia y la poesía y ha sido editado y traducido por J. M. Continente Ferrer. También hizo una antología de moaxajas que, con las de su coetáneo el también granadino Ibn Bušrā, constituyen las colecciones fundamentales sobre este género poético.

A principios del siglo XV, el que luego sería sultán con el nombre de Yūsuf III y que se firmaba con el apellido de su familia, Ibn al-AGrafíamar, hizo una antología de la poesía de Ibn Zamrak y posiblemente   —43→   recogió su dīwān. Otro miembro de la familia real granadina, otro Ibn al-AGrafíamar, que vivía en la corte meriní de Marruecos, hizo otra antología de los poetas de su tiempo, a finales del XIV.




ArribaAbajoLos Dīwān

Otro tipo importante de historiografía literaria lo constituyen los Dīwān, o colección de los poemas de un poeta, su «cancionero», recogido generalmente por sus propios contemporáneos y ordenado por el orden alfabético de las rimas. Se han conservado bastante «divanes» -la palabra fue utilizada así por el orientalismo literario- medievales que han sido editados con mayor o menor fortuna. Citaremos por orden cronológico referido a la antigüedad del poeta:

Dīwān de Ibn Darrāy al-QaGrafíaGrafíaallī (m. 1029). Edición de M. A. Makkī, Beirut, s.d.

Dīwān de Ibn Grafíauhayd (m. 1035). Edición de Ch. Pellat, Beirut, 1963. Hay otra edición con traducción al español de J. Dickie, Córdoba, 1975.8

Dīwān de Abū IsGrafíaāq de Elvira (m. 1067). Edición de E. García Gómez, Madrid-Granada, 1944, con interesante estudio del personaje.

Dīwān de Ibn Zaydūn (1071). Edición de MuGrafíaammad Sīd KaGrafíalani, El Cairo, 1965.

Dīwān del Ciego de Tudela (m. 1130). Edición de I. ‘Abbās, Basora, 1977.

Dīwān de Ibn al-Zaqqāq. Edición de ‘Afīfa M. Dayrānī, Beirut, s.d. Hay una antología de este poeta, traducida al español por E. García Gómez, Madrid, 1956 y ss.

Dīwān de Ibn Quzmān. Ha tenido varias ediciones, pero la más completa con traducción al español y estudio es la de E. García Gómez, Todo Ben Quzmān, Madrid, 1972, 3 vols.

Dīwān de al-Rusāfī de Valencia (m. 1176). Edición de I. ‘Abbās. Beirut, 1973. Hay una traducción al español de Teresa Garulo, Madrid, 1980.

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Dīwān de Ibn Sahl el israelita (m. 1245). Edición de MuGrafíaammad Quba’a, Túnez, 1985. Traducción al español por Teresa Garulo, Madrid, 1983.

Dīwān de Grafíaazim al-Qartaŷānni (m. 1285). Edición de ‘UGrafíamān al-K‘a‘ak, Beirut, 1964.

Dīwān de Ibn al-Ŷayyāb (m. 1348). Edición de parcial de M. J. Rubiera Mata, con traducción y estudio Ibn al-Ŷayyāb, el otro poeta de la Alhambra Granada, 1982.

Dīwān de Ibn Jātima (m. 1368). Edición de M. R. al-Dāya, Damasco, 1972. S. Gibert tiene una edición inédita y una traducción completa al castellano, Barcelona, 1975.

Dīwān de Ibn al-JaGrafíaib (m. 1375). Edición de MuGrafíaammad al-Šarīf Qahar, Argel, 1975.

Dīwān de Ibn Zamrak (m. 1393). Inédito. Se conserva en manuscrito en una biblioteca privada de Túnez.

Dīwān de Yūsuf III (m. 1417). Edición de ‘Abd Allāh Guenun, El Cairo, 1963.

Dīwān de Ibn Farkūn (siglo XV). Edición de M. Benšarifa, Rabat, 1987.

Dīwān de ‘Abd al-Karīm al-Qaysī (siglo XV). Edición de Ŷ. Šayja Y. M. al-Hādī, Túnez, 1988.

Hay otra serie de «divanes» recogidos por eruditos contemporáneos sobre la poesía de algunos poetas, esparcida por diversas obras. Así el de Ibn ‘Abd Rabbih (m. 940), editado por al-Dāya, Damasco, 1982, el de al-Mu ‘Iamid (m. 1069), editado por Ridwān al-Suysī, Túnez, 1975, con una antología traducida al castellano sobre esta edición de M. J. Rubiera, Madrid, 1982, y el de Ibn al-Labbāna, editado por M. Maŷid al-Sa‘īd, Basora, 1977.




ArribaAbajo El ambiente literario

La literatura árabe medieval es un fenómeno cortesano, es una literatura cortés en el sentido etimológico de la palabra. Desde época pre-islámica la poesía había estado vinculada al poder como elemento de propaganda del príncipe, como parte de su prestigio, pues, como veremos, la casida fue desde el principio un panegírico. A lo largo de toda la historia medieval de la literatura árabe, los soberanos o los   —45→   ostentadores del poder de todas las categorías ejercían un mecenazgo sobre los literatos a cambio de que les dedicasen sus poemas o sus libros.

Este mecenazgo fue a veces tan institucional que los poetas habían de conseguir su puesto junto al príncipe a través de una especie de concurso-oposición -eso le sucedió por ejemplo a Ibn Darrāŷ en la corte de Almanzor-, con lo que se convertían en una especie de funcionarios del estado, y había incluso una especie de «buró» de los poetas que cobraban bajo nómina. En el reino de Granada ese «buró» tenía rango de ministerio y su ministro, encargado de redactar las epístolas y los panegíricos oficiales, estaba rodeado de jóvenes meritorios en una especie de taller artesanal donde parecían buscar las fórmulas poéticas al modo de los formularios oficiales.

Dado el carácter de koiné literaria de la lengua árabe, la literatura árabe clásica fue siempre un producto de las elites de la sociedad arabigomusulmana y posiblemente no salió a la calle sino con los zéjeles, poemas en lengua árabe dialectal, que tal vez convirtieron a los poetas en juglares. Al menos sabemos que había juglares moros en las cortes cristianas de la Península Ibérica.9

Las clases elevadas que precisamente por esta condición habían alcanzado una amplia cultura, gustaban del maŷlis, de la tertulia que podemos llamar literaria, donde se recitaban poemas, se contaban historias, se discutía de temas literarios y se escuchaba música y canciones. Fuera de las solemnidades donde se recitaban las casidas solemnes con motivo de victorias, pascuas u otras celebraciones, los propios soberanos gustaban de tener tertulias de este tipo con los poetas de su corte, costumbre que seguían los príncipes y los magnates y que se extendió a todas las clases cultas con arreglo a la progresiva extensión de la cultura árabe, especialmente a partir del siglo XI. Aparte de la sanción de la escritura, era en estas tertulias donde se hacía literatura e incluso veremos obras que parecen escritas precisamente para proporcionar material literario a las tertulias o poemas que nacieron en estas reuniones, a veces, con la inspiración de los vapores etílicos, porque, aunque el vino estuviese prohibido por el Corán, aparecía con frecuencia en estos salones literarios.

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Dadas las condiciones sociorreligiosas de la civilización arabigomusulmana, de estas tertulias estaban excluidas las mujeres corrientes, aunque algunas poetisas excepcionalmente parecen haber tenido un salón literario como la célebre Wallāda. Sin embargo, había un tipo de mujer que sí se encontraba presente: la qayna o esclava cantora, esa especie de gheisa o hetaira de lujo que era educada cuidadosamente para satisfacer a sus amos no sólo física sino estéticamente: estas esclavas podían llegar a discutir con sus eruditos amos de filología o de retórica, pero sobre todo sabían millares de versos que les habían enseñado -hemos mencionado a Ibn al-Kattānī y su antología, seguramente un manual al uso de sus pupilas- y que cantaban acompañándose del laúd. Estas muchachas cumplieron una importante función literaria y que pudo ser fundamental en el caso de la poesía estrófica.

Como en el caso de los hombres, las fuentes cristianas nos hablan de la existencia de juglaresas moras que aparecen hasta en el Arcipreste de Hita, aunque siempre relacionadas con la música o la danza.

La música tenía una gran importancia en relación con la poesía, a la que acompañaba en su recitado, y ya en el caso de la poesía estrófica concretamente, tanto la moaxaja como el zéjel eran «canciones».

H. Pérès ha estudiado la presencia de la música en la cultura andalusí del siglo de las taifas10: los instrumentos musicales, de los que hay constancia incluso gráfica en las arquetas de marfil, con nombres que han pasado a las lenguas hispánicas como adufe, el canto y los cantores -ya hemos mencionado al cantor iraquí Ziryāb, que se convirtió en árbitro de la elegancia en la Córdoba del siglo IX- y la existencia de orquestas.

La importancia de la música es que como lenguaje universal pudo ser el vehículo de transmisión de la poesía hispano-árabe al mundo de los trovadores, lo mismo que fue la herencia más visible de la cultura de al-Andalus al norte de África, que desde hace siglos canta al modo andalusí.

La literatura árabe medieval es sobre todo erudición, incluso la poesía. Fuera de los ambientes públicos y lúdicos, donde la literatura árabe rinde tributo al mundo mediterráneo al que pertenece, donde   —47→   es la reina, los literatos árabes escribieron sus libros -sus Kitāb-, o sus poemas rodeados de papeles, libros, apuntes, fichas que leían a la luz de hachones, de candiles de aceite, de candelabros de oro, según su clase social. Durante muchas horas, días, años, escribieron con sus afilados cálamos en páginas blancas en las que la escritura árabe se dibujaba con tinta negra o roja. La indolencia y la sensualidad desenfrenada oriental sólo forman parte de nuestra propia imaginación. La literatura árabe medieval es obra de «clérigos» en el sentido medieval de letrados, sin notas de orden sacerdotal.





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