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¿Literatura «prerromántica» o literatura «ilustrada»?

Rinaldo Froldi





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La investigación que con éxitos tan estimulantes y variados, en estos últimos años, se ha desarrollado en torno a los problemas culturales y literarios del siglo XVIII español, sugiere y, podría decir, impone al historiador la reflexión sobre los instrumentos de clasificación y periodización que a dicho siglo se refieren, para que sean los más apropiados e históricamente significativos.

Pienso que a cada uno de nosotros los que nos ocupamos de estos problemas, a menudo nos ha invadido una sensación de malestar al notar el choque, tal vez violento, entre los resultados conseguidos por investigaciones aisladas sobre autores, momentos, formas de esa cultura y literatura, y los esquemas historiográficos, más o menos tradicionales que rigen aún a la materia en cuestión.

He hablado de esquemas «más o menos tradicionales» pues la perplejidad a veces nace en presencia de conceptos de reciente introducción, pero que, de considerarlos mejor, sustancialmente se revelan rancios y perezosamente conformistas. Ocurre así, por ejemplo, con el uso del término «prerromanticismo» con el que se intenta abarcar y designar la literatura de los últimos decenios del siglo y, particularmente, las manifestaciones que ideológicamente se apoyan en el llamado «pensamiento ilustrado» las cuales, formalmente, se caracterizan por una notable libertad respecto al gusto y al estilo clasicista de la mitad del siglo, poniendo al margen los cánones de Luzán, para adherirse más bien a la poética del patético, inspirada por las estéticas de perspectiva empirista y sicológica, propuestas por la Ilustración europea. Así, al comienzo, se determina con   —478→   claridad el origen ilustrado del fenómeno, pero luego se desplaza su significación histórica hacia el posterior fenómeno del Romanticismo. Se trata aquí de la reanudación de un viejo concepto; pertenece, en efecto, a la historiografía romántica y post-romántica (particularmente, pero no exclusivamente española) el haber negado realidad poética, y hasta la misma posibilidad de realizaciones estéticas, a la cultura de la Ilustración o, a lo sumo, haber reconocido la validez de dicha cultura sólo en unos temas o formas que a los críticos románticos o post-románticos se les antojaban. En otras palabras, todo cuanto pareciera preludiar los temas y las formas de una época considerada poéticamente válida: el Romanticismo, por supuesto.

Por mi parte, me parece que el uso actual del término «prerromanticismo» no hace más que perpetuar la antigua postura, evidentemente polémica, la cual puede encontrar históricamente su justificación en los románticos, siempre dispuestos a reivindicar su autonomía con respecto a la época que les había precedido, y también en los post-románticos, que se habían proclamado como denodados defensores de un particular concepto de literatura nacional, mientras que ninguna justificación histórica puede hallarse hoy en día para los que, con innumerables aportaciones, han destacado los caracteres de una cultura, que tiene que ser definida en sí misma, acogiéndose a términos específicos e históricamente coherentes.

En efecto, los resultados de una serie de parciales y exhaustivas investigaciones indican la irrupción del pensamiento ilustrado en la cultura española de la segunda mitad del siglo XVIII, como el elemento que más la caracteriza, después del período de lenta y meditada recuperación de los modos del racionalismo moderno, realizada en España en los años del magisterio de Feijoo. En el campo específicamente literario, las manifestaciones más originales y significativas de la segunda mitad del siglo, se matizan según las instancias del pensamiento ilustrado, y tienen validez por lo que son, en sí mismas, en la ruptura con un pasado puesto en tela de juicio, y en la satisfacción de una expectación que estaba en la conciencia de los más avisados.

Los motivos sobresalientes de la época, como por ejemplo, la idea de una literatura con función pedagógica y reformadora, el concepto de la naturaleza, realidad en la cual el hombre se reconoce incluido y no a ella contrapuesto, el descubrimiento del valor de la sensibilidad, y la consecuente tendencia del autor a sondear su propia intimidad, la insistida afirmación de la virtud, que llega a ser un dominante tema literario, la consideración de la obra de arte, no en relación a reglas abstractas, sino a sus valores sicológicos y efectos patéticos, la elección de géneros literarios correspondientes a las exigencias sociales de la época, de formas estilísticas nuevas y de una inusitada libertad lingüística... todos ellos, los españoles los hicieron suyos en férvida dialéctica con los problemas emergentes   —479→   de la realidad de su situación histórica, pero a través de la Ilustración europea. Y de esto eran perfectamente conscientes, combatiendo su batalla, al mismo tiempo ideológica y estética, en nombre de una visión de la realidad que se abría ante ellos nueva y liberadora, contra un pasado que querían superar con firmeza.

La conciencia de que, por debajo de las operaciones literarias de los mayores representantes de la segunda mitad del dieciocho español, operarán las instancias culturales del pensamiento ilustrado es, por otra parte, la que ha permitido a los recientes investigadores del período que tratamos comprender de forma nueva, e históricamente coherente, los distintos textos y autores, sustrayéndolos de las limitaciones e inevitables deformaciones de una crítica polémicamente preconcebida, que los había desligado no sólo de su contexto histórico, sino hasta intentado tachar del conjunto de la literatura española, como extranjerizantes, ajenos al espíritu y al genio nacional.

Esta crítica reciente es la que, estudiando a fondo la personalidad de Jovellanos, ha revelado su continua inexhausta dialéctica entre innovación y conservación, y su profunda adherencia a la realidad histórica de su patria en el momento mismo que acogía sugerencias culturales extranjeras.

Esta crítica es también la que ha permitido enfocar de una forma nueva y más pertinente la figura poética de Meléndez Valdés. Antes se le consideraba como frágil poeta anacreóntico, versificador de los blandos suspiros, más o menos de alcoba o, en el mejor de los casos, como anticipador de los modos del Romanticismo nacional por el uso del romance narrativo y el difuso sentimentalismo. Pero se ignoraba de esta manera la hondura de su concepto de la naturaleza, y torpemente se confundía el sentimiento valorizado por el pensamiento ilustrado, en sano equilibrio con la razón, con el sentimentalismo romántico. Ahora ha aparecido en toda su compleja humanidad y rica temática -incluso filosófica, social y política- en su extraordinaria fuerza de renovación estilística y formal, en la plenitud que hizo de él, para decirlo con Quintana, el «primero de los líricos modernos».

Del mismo modo, un autor casi ignorado, o puesto al margen por la crítica tradicional, Álvarez de Cienfuegos, hoy en día aparece como expresión de una exacta, consciente voluntad de general renovación, que en el orden literario se expresa sobre todo en las violentas innovaciones lingüísticas y temáticas, sea en su poesía propiamente lírica, sea en la dramática.

Una merecida reconsideración es también la que atañe a Tomás de Iriarte, al cual hoy no se puede considerar ya personaje de contorno de una literatura de ambiente aristocrático y humanista; aparece más bien como buscador asiduo de nuevas formas de expresión, afirmando un   —480→   nuevo concepto de la misma actividad del hombre de letras y se presenta como iniciador de un teatro cómico, nutrido de problemas de la actualidad, con clara finalidad educadora, puesto en escena bajo el control de su autor, liberado de la rutina conformista de la dirección de los cómicos, evidente anticipo de los modos del teatro de Leandro Fernández de Moratín.

Y ¿qué diremos aún de otras innumerables figuras que han tomado luz y color en virtud de una exacta calificación ideológica, antes ignorada, o callada, o desviada? Pensemos en la revalorización de León de Arroyal; en la clarificación de la personalidad, antes esfumada, de Pedro de Montengón y el reconocimiento de su dimensión europea; en la reconsideración de la obra crítica de Marchena; en la calificación crítica, todavía en curso, pero ya rica de positivos resultados de un autor grande y complejo como Cadalso, librado de los tradicionales lugares comunes; en la acertada valuación del círculo de poesía de Salamanca, que por mérito del mismo Cadalso fue algo más que un sencillo centro de reviviscencia de poesía clasicista. Los ejemplos se podrían multiplicar, pero están al alcance de los que se ocupan de los problemas del Setecientos español. No pienso que valga la pena insistir en ulteriores citas. Lo que quiero subrayar es que esa crítica que tan significativas rectificaciones ha aportado, y tantos descubrimientos ha hecho, que ha sabido ahondar en la cultura de la época y revelar sus más finos matices, tiene ya madurez para desligarse de los vínculos del pasado y alcanzar el reconocimiento de la oportunidad o -mejor dicho- de la necesidad de adoptar para la literatura española de la segunda mitad del siglo XVIII, la definición de «literatura ilustrada», en lugar de la equívoca. y desviadora de «literatura prerromántica».

Desde luego, eso no significa que debajo de una nueva etiqueta se puedan confundir realidades tal vez distintas, o que alguien esté autorizado a renunciar al estudio de la dialéctica, a través de la cual emerge, como factor dominante de la cultura de la época, el pensamiento ilustrado. La definición no puede ser una fórmula que determine los resultados de la investigación, o ponga al mismo nivel diferentes autores. Pero tiene validez en cuanto define los caracteres del ambiente cultural que, se impuso como guía en aquel determinado momento, y contribuye a explicar mejor el movimiento complejo de las aceptaciones, repulsas, condicionamientos, influencias que se realizan alrededor del núcleo central dominante. Por lo tanto, el concepto sirve a una más exacta identificación de los fenómenos.

Tampoco sería oportuno el limitarse a delinear sencillamente una historia de la cultura por sus reflejos en la historia literaria. No se puede eliminar la tarea del análisis, especialmente del que se realiza en el ámbito de una crítica estrictamente literaria, pues no se puede soslayar la comprobación de cada texto en lo que se refiere a sus resultados estéticos. La sintética noción historiográfica que se nutre de la observación de la realidad   —481→   histórico-cultural, se hace complementaria, en otras palabras, de investigaciones más detalladas, ya ideológicas, ya formales, inmersas también en la historia.

No me parece hoy en día aceptable una crítica ni lingüística, ni estilística, ni estructuralista que prescinda de la historia, como, por otro lado, la valuación histórica no puede agotarse en la verificación del contenido de cada texto y de la verdad del mensaje.

Y, sobre todo, también ha de tenerse en cuenta el valor esencial que la obra literaria, en cuanto signo estético, posee, a diferencia de otros sistemas de signos. Además la misma historiografía tanta mayor validez tiene, cuanta más amplia es la visión orgánica de los acontecimientos que componen el sistema literario en sus relaciones recíprocas, en sus articulaciones, en sus efectos. Por añadidura considero tarea del historiador también la de aclarar las relaciones entre literatura y realidad, y las que median entre obra y público. De tal manera se podrá reconocer en su complejidad la vida literaria de una época, en la cual los textos son un objeto de la experiencia estética; y si en la esfera estética constituyen un valor, lo constituyen también en el conjunto de la vida social.

Por todo lo expuesto, a pesar de que creamos en la utilidad de las periodizaciones -histórica y culturalmente justificadas- y no obstante declararnos defensores del concepto de «literatura ilustrada» para definir sintéticamente la literatura española de la segunda mitad del dieciocho, opinamos también que mucho queda todavía por hacer sobre los contenidos, el estilo, las estructuras de las distintas formas expresivas de la época, para definir, uno a uno, cada texto en sí mismo y cada autor en su personalidad.

Por lo que se refiere al término «prerromántico», al cual me he mostrado tan decididamente hostil, ¿tendrá que ser desterrado del diccionario de la historiografía literaria? No se trata de eso; he intentado negar su valor como categoría histórica y discutir su empleo en una búsqueda de periodización literaria. Pero no hay duda de que en la literatura entre el Setecientos y el Ochocientos, se encuentran elementos que, diferenciándose de los caracteres dominantes para los cuales aparece legítima la definición conceptual propuesta, pues hunden sus raíces en el humus de la Ilustración, pueden ser definidos prerrománticos, cuando se conserve clara conciencia del valor metafórico u alusivo de la definición. En otras palabras, «prerrománticos» serán los elementos de gusto, temáticos y formales, que saliendo del ámbito cultural del momento y sin una nueva, unitaria, conciencia ideológica, nos sugieran espontáneamente la alusión a unos elementos que premeditadamente identificamos como del Romanticismo.

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El empleo de los términos «prerromántico» e «ilustrado» debidamente diferenciado, creo que resultará de una utilidad más provechosa para los que quisieran ahondar más en el conocimiento del siglo XVIII.

Esto es lo que he intentado proponer a través de mi exposición que razones de tiempo me han obligado a esquematizar, quizás demasiado. De todas maneras confío haber sido suficientemente claro para ofrecer motivo a una proficua discusión y ulterior meditación.





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