Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice Abajo

Literatura realista, los dientes del lobo1

Jordi Sierra i Fabra





Déjenme contarles un cuento.

«Un hombre es llevado a la habitación de un hospital con los ojos vendados. Está muy disgustado. Más aún, está enfadado. Se queja amargamente de su caso, de su problema. Han tenido que practicarle una intervención y durante unos días no podrá ver. ¡Estará ciego! Oh, eso le parece muy duro, lo peor del mundo. Es como si le robaran unos días de su vida. Cuando acaba de protestar, la enfermera le dice que a su lado hay otra cama con otro paciente. Después les deja solos. El ciego temporal le pregunta si también está en las mismas y su compañero le dice que no, que él se irá pronto y puede ver perfectamente. Entonces el ciego temporal le pide que le describa el entorno y el otro lo hace. Hay una ventana. ¿Y qué se ve por ella?, pregunta el ciego temporal. Un parque lleno de niños, con sus madres, muchos árboles, parejas que pasean y se arrullan, hombres y mujeres con sus perros, palomas, responde su nuevo amigo. ¡Oh, cuente, cuente, no ahorre detalles!, le pide el ciego temporal.

Y así es como no sólo ese día, sino los siguientes, su compañero de habitación le cuenta todo lo que él ve por la ventana, y con minuciosidad, cómo visten las mamás, a qué juegan los pequeños, que parejas parecen más felices... Todo. Casi hora tras hora. Todo. En la habitación sólo se oye su voz. Día tras día. Hasta que llega el momento en que al ciego temporal se lo llevan para quitarle las vendas. El hombre abre los ojos y se siente exultante. ¡Ya puede ver! ¡Es feliz! Se va a su casa, regresa a los dos días para una revisión, y entonces se le ocurre ir a la habitación para ver a su compañero y darle las gracias. Pero en la habitación no hay nadie. ¿Y el paciente que estaba en esta cama?, le pregunta a la enfermera. Murió ayer, dice ella. ¿Cómo es posible?, se queda sorprendido el que fuera ciego temporal, si me dijo que se iría pronto. Así es, responde la mujer, tenía una enfermedad terminal y le quedaba muy poco. Y mientras la enfermera le revela esto, el hombre mira la ventana y se da cuenta de que al otro lado no hay nada, una asquerosa pared de ladrillos rojos y sucios».

Si alguno de ustedes aún se pregunta qué tiene que ver esta historia con el tema de esta ponencia, la respuesta es clara: el ciego temporal, el hombre cascarrabias y protestón, representa a nuestra sociedad, la ventana es la literatura y el hombre moribundo pero todavía perspicaz y vivo es el equivalente a los miles de escritores que inventan, reinventan e imaginan el mundo a través de la ventana de sus libros. Para algunos, la ventana da a un parque lleno de hombres, mujeres y niños reales. Para otros, la ventana da a mundos fantásticos en los que habitan niños magos, vampiros o monstruos. Para otros más, la ventana se asoma a tantos universos como se desee, porque hablamos sin duda del arma más poderosa que tiene el ser humano no sólo para soñar, sino también para comunicarse: la palabra escrita. Aún para hacer cine o un videojuego, se necesita un texto previo, que alguien haya escrito el comienzo de ese sueño.

No suelo hacer diferencias entre géneros. Es más, habitualmente los mezclo. Las etiquetas las ponen los críticos (yo fui crítico de rock y también caí en esas trampas-tentaciones). Pero como las etiquetas existen y nos marcan, igual que nacer guapos o feos, altos o bajos, en mi caso cargo desde hace años con algunas bien definitorias: escritor juvenil y por supuesto escritor realista, aunque sólo la mitad de mis obras pueda tildarse de ello.

¿Qué es una novela realista? Más aún, ¿una novela de realismo social? Dicho así, en frío, parece que estemos hablando más bien de aquel neorrealismo a la italiana que triunfó en una época de posguerra. Realismo social suena a... hechos desnudos, carga de profundidad humana, historias descarnadas, choque, furia... Si me pidieran una definición, yo diría que la novela realista (y hablamos de narrativa juvenil, claro) es aquella que le sirve al joven para mirarse en un espejo y esa imagen, ese reflejo, le ayuda a dar el salto de la adolescencia a la primera concienciación de su propia madurez. Toda definición en sí es tramposa y se aviene a interpretaciones, pero por lo menos en mi caso suelo hablar mucho de espejos, de referentes, porque todos hemos sido jóvenes, hemos caminado un tiempo a oscuras, buscándonos a nosotros mismos, palpando las paredes del mundo hasta dar con una luz que nos ha hecho abrir los ojos para bien o para mal. En ese tiempo de incertidumbre, de dudas, de tropiezos, de dolor y lágrimas, es donde yo ubico la novela realista.

A mí me colocaron esta etiqueta hace ya veinte años, a raíz de novelas como Noche de viernes y posteriormente Campos de fresas. En los años 90 no había Internet, ni videojuegos, ni teléfonos móviles. En ésta última década, primera de este siglo, hemos sido testigos de esos cambios tecnológicos que, unidos al miedo, a la locura del terrorismo que ha envuelto el mundo desde el 11 de septiembre de 2001, han propiciado un clamoroso «boom» de la narrativa fantástica: niños magos, vampiros, dragones... Antes de cumplir los 10 años de edad, tenemos ya niños y niñas fascinadas por esos mundos y personajes insólitos, algo que se mantiene hasta los 14, 15, incluso los 16 años. Es en este momento cuando, presas de su propio cambio, físico y mental, no importa el orden, los adolescentes buscan sus espejos. Y a mi juicio, es en la literatura donde mejor los encuentran o deberían encontrarlos. Casi diría que es el único lugar en el que aparecen. Por eso siento tanta lástima y me horroriza encontrarme jóvenes que no leen, porque les veo ciegos frente a la vida que les espera.

A la década que termina este año ya la han bautizado algunos con un nombre muy definitorio: la década perdida. La palabra globalización, omnívora, se ha comido al mundo y está matando al ser humano. Vestimos lo mismo porque las multinacionales imponen la moda, comemos lo mismo porque las franquicias se multiplican en cualquier rincón del planeta, vamos al cine a ver las mismas películas Made in Hollywood, y hasta leemos los mismos best sellers, casi siempre anglosajones. Suelo decirles a los jóvenes que hoy en día, de lo poco que nos queda para ser nosotros mismos, entes individuales, y de lo poco que les queda a ellos para ser rebeldes, tener capacidad de pensar por si mismos y pelear por su futuro, es leer. Siempre digo que leer es como hacer el amor, porque se está solo con el libro, interactuando. Lo que nos da el libro es un todo armónico, sensaciones, emociones, placer, excitación de la mente... Leer es la última rebeldía personal. Vivimos aislados, cada vez más. Somos otakus, palabra japonesa que apareció a fines del siglo pasado para definir a la persona que vive encerrada en su habitación rodeado de tecnología. Estamos asistiendo al inicio de la parcial muerte del papel como soporte de la lectura. No hace mucho, las familias lamentaban que se había perdido el hábito de la conversación porque a la hora de la comida o la cena el omnipresente televisor era el que llevaba la voz cantante en los hogares. Hoy ya ni se ve la televisión en familia, porque cada joven tiene en su habitación un televisor y, más aún, un ordenador por el que navega y se comunica. En un mundo libre y sin fronteras, somos cada vez más prisioneros de la nada que flota en el ciberespacio, porque no nos engañemos: el ciberespacio si de algo está lleno es de nada. Millones de páginas de Internet a la deriva en busca de un náufrago social que se asome a ellas.

Sin embargo, tanto da la forma en que contemos las historias, porque la humanidad seguirá leyendo y algunos pocos privilegiados crecerán con esas lecturas. Unos pocos. Minoritarios, selectos o elegidos. Y aquí, de lo que se trata, es de que sean muchos, y jóvenes, jóvenes en formación a la búsqueda de esos espejos que les conviertan en personas de futuro. Por ello necesitamos de una cierta literatura de enjundia, comprometida y realista que les forme y les informe además de entretenerles y comunicarles emociones y sensaciones. Por ello la narrativa realista ha de ser como un despertar, o un puñetazo en la razón o en mitad de la conciencia.

El mundo de hoy es un mundo muy real. Detrás de los niños magos está el hecho de que no hay ninguna varita mágica que te asegure la existencia. Detrás de los jóvenes vampiros está la única verdad: que el amor es una fuerza natural y que no hay eternidad que valga porque al nacer nos dieron un cheque en blanco llamado vida con un contador de tiempo que comienza a funcionar hacia atrás desde nuestro primer suspiro. Detrás de los dragones están los padres, los maestros, los problemas y los bancos. Y que conste que no censuro magias, vampiros o dragones. Necesitamos libros de fantasía y ciencia ficción que despierten nuestra imaginación, y de humor que nos hagan reír, y de terror para exorcizar nuestros propios fantasmas, y novelas románticas para creer en «parasiempres», y novelas policíacas para soñar que la justicia existe y los malos pagan. Las necesitamos porque también comemos carne, pescado, frutas o pasta.

Pero para enfrentarnos a la vida, a la realidad, es necesario que la literatura sea combativa, sea un arma de choque. Si una novela no nos altera, no nos sacude, es que estamos muertos anímicamente, pero también significa que ella no cumple con uno de sus principales cometidos: incentivarnos. En tiempos violentos yo diría que un libro ha de ser una bomba que estalle con luces de colores en las manos de un lector. Una bomba que se le meta dentro, del corazón, del alma, para hacerle ver que forma parte de un todo humano que no puede prescindir de nadie.

El realismo, la literatura de corte social, como ha sido llamada, ha de ser usada como denuncia, zarpazo, arma de combate. No podemos ser indiferentes ante lo que nos rodea. En mi juventud, en España, luchamos contra una dictadura y por la democracia. Hoy las luchas se multiplican: cambio climático, racismo, diferencias sociales, trabajo y prostitución infantil, violencia machista, integrismo, discriminación de la mujer, radicalismo religioso, fanatismo, terrorismo...

Millones de niños son empleados como carne de cañón, barata, en trabajos o guerras. La televisión nos da informaciones siempre sesgadas de hechos puntuales. Un buen libro en cambio presenta panorámicas amplias de esas mismas realidades. Hablo de literatura de concienciación, porque el realismo implica valentía, denuncia, crítica. Y necesitamos, más que nunca, ser valientes y no esconder a nuestros jóvenes lo que sucede, protegiéndoles falsamente del mundo que les rodea y les espera agazapado como una bestia dispuesta a devorarlos. Necesitamos más que nunca denunciar injusticias. Necesitamos más que nunca ser críticos, porque sólo con la crítica y la autocrítica aprenderemos a reaccionar.

Por desgracia, esta literatura de compromiso, realista, que no esconde los problemas sociales, tiene una contrapartida feroz por parte de los que todavía pretenden legislar o tutelar el crecimiento de nuestros jóvenes: la censura. Hablo del peor freno de la literatura juvenil actual. La censura que, país a país, disfraza, burla o esconde la verdad bajo la bandera del proteccionismo. Cuando se prohíbe un libro, se está condenando a la barbarie la cultura.

Para mí, prohibir es igual que quemar. Y el país que empieza quemando libros, acaba quemando personas. Los gobiernos que prohíben, buscan mandar en un reino de burros, no en un lugar de seres inteligentes, más difíciles de gobernar porque piensan por sí mismos. De la misma forma, los padres, maestros, escuelas o editoriales que atienden más a lo correcto fácil que a lo autentico difícil, están aburriendo y matando lectores con historias banales que acaban perdiéndose en el olvido.

La realidad en España habla de conformismo, de muchos jóvenes perdidos culturalmente, bebiendo y tomando drogas los fines de semana; la realidad en Colombia habla de violencia armada; en México de mujeres asesinadas y narcotráfico apoderándose del tejido social; en Chile de reconciliación con el pasado; en Brasil de favelas; en Bolivia de la lucha entre el mundo indígena y el capitalismo; en Argentina de crisis perpetuas; en Perú de desigualdades; en Centroamérica de atrasos heredados de un pasado todavía turbio; en Venezuela de división social; en Ecuador de emigración...

Si no somos valientes aceptándolo y creando una narrativa que nos ayude a entender y superar todo esto, lo repetiremos, tarde o temprano. No nos engañemos: ¿queremos proteger a los jóvenes? ¿De qué? ¿De ellos o de nosotros mismos? Estos jóvenes son testigos hoy de una violencia indiscriminada en el cine o los videojuegos, y aprenden falsamente lo que es el sexo en Internet. ¿De verdad un libro duro, explícito pero inteligente, les será perjudicial? Los maestros tienen dificultades en enseñar, los padres han perdido capacidad y poder como modelo. ¿Qué nos queda pues?

La literatura es igual que un láser muy fino, capaz de penetrar hasta el fondo del ser humano y cortar nuestros cánceres. Pero sin libertad no habrá una literatura socialmente comprometida. En Estados Unidos ya hay estatuas con pañuelos tapando sus desnudos y en 2004 Shalman Rushdie, Paul Auster y otros autores elevaron sus voces contra el integrismo del Ataytollah Bush. Y hablo de Estados Unidos porque cuando allí pasa algo el resto del mundo les sigue como borregos.

Autores como Mark Twain o incluso Cervantes hoy no editarían algunos de sus libros, por radicales o temerarios. Hace 150 años, en «La esclavitud de las masas», Thoreau pidió a la gente que reaccionara al ver el rumbo totalitario de su país. Lo hizo a través de un libro, claro. Hace mucho menos, a fines de 2003, el premio Nobel J. M. Coetze dijo: «Ahora parece que en el mundo sólo hay un puñado de historias. Y si a los jóvenes se les prohíbe que se alimenten de sus mayores, se les está condenando a guardar silencio para siempre».

Si los escritores no somos valientes, los jóvenes perderán unos referentes culturales esenciales, los mismos que mi generación perdió con la dictadura en España y tuvimos que recuperar a todo gas, ya de mayores, en un ejercicio de voraz aprendizaje. En mi país todavía quedan 90.000 víctimas de la guerra civil enterradas en cunetas y montañas por la cobardía de nuestros políticos y los feroces ataques de nuestra reaccionaria derecha, la que, casualmente, ganó la guerra. Es sólo un ejemplo que podríamos extrapolar a toda América Latina, porque no hay país que en los últimos cien años no tenga cadáveres enterrados en el armario del silencio. Si el miedo nos puede, seguiremos a oscuras. Y para mí, como escritor, la literatura es un faro, una luz en la tiniebla. Ay del día que un libro pierda su fuerza o renuncie a su papel de agitador social.

La juventud de hoy vive con prisa, el esfuerzo se anatemiza porque los medios audiovisuales han impuesto un tipo de éxito rápido basado en la estupidez humana. Mínimo esfuerzo para un triunfo inmediato y efímero. Leer cuesta y cuanto menos se lee menos se entiende lo que se lee, algo que da una coartada directa al joven esclavo de sus vértigos. Leer les deprime. Pero si el riesgo de crear historias desaparece o se censura y autocensura, a los que sí leen se les estará robando la posibilidad de entender mejor el mundo en el que viven y el que les espera. Necesitamos reír y llorar con los libros, soñar y evadirnos, pero también necesitamos de ellos para entender la vida, para entendernos a nosotros mismos, para ponernos a mover las neuronas aburridas, globalizadas o amodorradas por tanto ruido que nos impide escucharnos a nosotros mismos.

Y esto es todo. Defendería con igual pasión la narrativa policíaca o la fantástica, la ciencia ficción o las novelas de amor. Soy un apasionado de la palabra escrita. Toda mi obra ha surgido de un dulce chorro de deliciosa pasión. Pero entiendo y sigo creyendo que esa palabra escrita, hoy, más que nunca, ha de servir para algo más, y estar dispuesta a cumplir con su principal cometido: hablarnos, unas veces suavemente y otras a gritos. Pero hablarnos desde la profundidad de sus páginas. Vivimos en un mundo pequeño, pero imposible de abarcar o comprender en una sola vida. En un libro, por contra, se esconden decenas de mundos por los que perderse para regresar siendo mejores. No los despreciemos.

Santiago de Chile, 26 febrero de 2010





Indice