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Literatura y compromiso: hacer preguntas para buscar respuestas

Isabel Tejerina Lobo1


Departamento de Filología. Universidad de Cantabria




Se ha dicho que la literatura nos redime de la vida.
Tal vez. Lo que sí es cierto es que sin ella,
naceríamos, viviríamos y moriríamos
más condenados aún de lo que estamos,
más esclavos aún de lo que somos.


Rosa Regàs                



El mundo, patas arriba. Pesimismo y esperanza

Hemos llegado al anunciado año 2000 y cambiado el dígito que marcó hasta ayer nuestra vida. Aunque sonaba bonito, ya sabemos que hasta el próximo año, matemáticamente hablando, no se abren las puertas de un nuevo milenio. En cualquier caso, año arriba o año abajo, el balance del siglo que está a punto de terminar no puede ser más pesimista. El siglo XX se abrió con los cañonazos de la I Guerra Mundial y termina con bombardeos y catástrofes en demasiados puntos del planeta. Con los horrores de Irak, Bosnia, Kosovo, Belgrado, Chechenia, Colombia, Mitch, Venezuela... Con los crímenes contra la población civil indefensa y las hecatombes producidas por fenómenos naturales que arrasan los pueblos no sólo por su magnitud, sino por la falta de infraestructuras; con las miradas desesperadas con las que nos encontramos, un día sí y otro también, como indigesto desayuno, en una maldita sucesión, mixtificadora y traicionera. Empachados de imágenes y noticias, pero mal informados, ya que no se indaga sobre las causas profundas y sus responsables, y porque se olvidan rápido las tragedias, sustituyendo unos desastres por otros en una estrategia multimedia que nos convierte en espectadores estremecidos sin opinión propia ante tanto espanto, lo que nos hace pensar si no contribuye más a la insensibilización que al aumento de la conciencia solidaria.

En el fondo de las guerras y de muchos conflictos larvados a punto de estallar se encuentra el substrato de las enormes desigualdades e injusticias existentes y de los grandes intereses económicos y políticos que cotizan en la Bolsa. Y los millones de damnificados por la furia del viento huracanado o por las convulsiones del cielo y de la tierra son las mismas víctimas de un subdesarrollo, del que todos somos responsables, y de la corrupción de sus gobiernos. Sabemos que la mayor parte de la población mundial sigue debatiéndose entre el hambre y la ignorancia. El último Informe sobre Desarrollo Humano elaborado por Naciones Unidas (PNUD) confirma que 1.300 millones de personas (una quinta parte de la humanidad) vive con menos de un dólar al día y no cubre unas exigencias mínimas de alimentación, vivienda, salud y educación. Incluso en la Unión Europea hay 50 millones de personas que viven en la pobreza. Aunque resulte difícil de creer, el reparto de la riqueza es cada vez más desigual y la brecha entre pobres y ricos se ensancha día a día. Los sectores más débiles, mujeres, niños y ancianos, son los que más padecen: 125 millones de niños no van a la escuela, están en la calle, a merced de las drogas y de las mafias, reclutados como mano de obra barata, pequeños soldados forzosos o para el comercio de la prostitución. Los derechos humanos elementales están lejos de ser ley en todo el mundo y son pisoteados en secreto y a la luz pública... Los datos son escalofriantes, el sufrimiento infinito.

En la hora de la «globalización económica» y el «pensamiento único» que defiende las leyes implacables de un mercado hegemónico, la cuestión crucial es si el sistema capitalista en su fase «neoliberal» es capaz de dar respuesta a las necesidades básicas y deseos de la humanidad y posibilitar un «desarrollo sostenible» de todos los países o, por el contrario, la concentración del capital y su injusta distribución produce efectos devastadores que deben corregirse de inmediato para no seguir perjudicando a las inmensas mayorías, agudizando la degradación del medio ambiente y poniendo en peligro la paz y el futuro de todos, incluidos nosotros como sectores privilegiados del planeta.

No es suficiente la denuncia y la ayuda puntual; hay que revisar las estructuras y como nos propone Albert Einstein «no dejar de hacerse preguntas». Frente al adormecimiento, la evasión y el desencanto, al menos y, mientras tanto, la búsqueda crítica, la solidaridad y la esperanza. Si es posible que «nunca en la historia del hombre ha estado el mundo más lleno de dolor y angustia»2, ni la cultura se ha visto tan uniformada ni sacudida por una tan devastadora corriente de pesimismo, quiero pensar con Mario Benedetti que también «en otras etapas de riesgo el mundo intelectual supo arreglárselas para enarbolar esperanzas e imaginar salidas que aparecían de antemano condenadas»3. Y hay que anotar ya la reacción de miles de personas, avergonzadas de la miseria y la crueldad, y el auge de nuevos movimientos organizados, que agrupan a gente polifacética (de izquierda y apolíticos, cristianos y ateos, feministas y ecologistas, etc.), que buscan alternativas sociales y políticas, y tratan de cambiar la tiranía del orden establecido. Organizaciones diversas, que se implican con la problemática de la desigualdad no como un gesto de caridad, surgida de la compasión del poderoso hacia el débil, sino desde la solidaridad como acto de justicia social y desde la convicción de que hacer la guerra a la pobreza es asegurar nuestra propia paz.

No se hace todavía, ni mucho menos, lo necesario, pero en estos tiempos de desencanto y dificultades para lograr imperiosas transformaciones radicales, hay que mantener sin desmayo el esfuerzo de lo posible para seguir aspirando a la justicia global indispensable. Porque como sostiene Eduardo Galeano, autor de «Patas arriba. La escuela del mundo al revés», otro de los escasos escritores comprometidos de nuestro tiempo: «Son cosas chiquitas. No acaban con la pobreza, no nos sacan del subdesarrollo, no socializan los medios de producción y de cambio, no expropian la cueva de Alí Babá. Pero quizá desencadenen la alegría de hacer y la traduzcan en actos. Y al fin y al cabo, actuar sobre la realidad y cambiarla, aunque sea un poquito, es la única manera de probar que la realidad es transformable». En la denuncia, la lucha y la solidaridad, en la vida social y la educación de todos los niveles, es importante la acción cotidiana para cambiar el presente y mantener la esperanza en un futuro diferente.




Literatura, compromiso y educación moral. La polémica entre la estética y la ética

El tema del compromiso y la literatura es antiguo y polémico. Desde quienes defienden una literatura centrada en el mundo de lo imaginario, y supuestamente alejada de cualquier postura ideológica concreta, hasta los fervores del «realismo socialista» y de la llamada «literatura social» hay muchos elementos de reflexión y debate.

En esta controversia existe un doble plano que, desde mi particular opinión sobre un tema que me preocupa seriamente y sin pretensión de a tender a sus numerosos aspectos, me parece que debemos tener muy presente. Ese doble plano considera dos planteamientos que no se pueden desligar: tan cierto como el principio general de que el escritor debe atender únicamente, sin censuras o presiones externas, a la calidad expresiva del texto y sus leyes artísticas internas, y que su misión, por valiosos que sean los mensajes, no puede ser nunca la de adoctrinar, lo es el hecho de que en toda obra siempre hay una ideología subyacente y la neutralidad no existe ni en la literatura ni en la vida. Y, en este punto, como propugnaba Albert Camus, sin la obligación de adscribirse a un ideario concreto, a ningún ser humano se le puede perdonar el no adoptar una postura definida ante los problemas sociales y políticos de su época; el no actuar en la vida diaria, conforme con esa postura; el no intentar hacer de este mundo un lugar algo mejor. Menos entonces a un escritor, cuya responsabilidad moral, por su influencia en los lectores, es muy superior. Aunque la ideología no deba formar parte de las intenciones, sino de la experiencia vital del artista, la literatura tiene que ser comprometida, «engagée», pero nunca panfletaria. Debe ahondar en el ser humano y en la realidad y unir la belleza de la palabra con la significatividad de lo que se dice, porque como dijo el filósofo José M.ª Valverde «sin ética no hay estética». A la literatura acudimos una y otra vez en una búsqueda incesante de belleza y de verdad, desde la estética y desde la ética, en la óptica de Fernando Savater: «me interesa la ética porque hace la vida humanamente aceptable y la estética porque la hace humanamente deseable».

La mejor literatura, la de ahora y la de todo tiempo, siempre ha sido profundamente moral, y ha usado el poder de la palabra para dar cuenta de la dignidad del ser humano y de sus anhelos. Ahora bien, no hay que confundir la literatura con el ensayo filosófico. Sucede que la literatura con mayor valor moral es, según argumenta Savater, la que no da las respuestas acabadas, sino la que hace preguntas sobre las que el lector se interroga. En su ensayo La tarea del héroe4, defiende con su habitual persuasión que los libros genuinamente morales son aquellos que mejor concentran la sabiduría de la humanidad tejiendo historias reflexivas y propagando la confianza de que la acción humana siempre está abierta a lo posible. En ellos, el héroe es el personaje cuya virtud nace de una exigencia interior y cumple la norma de modo personal, reinventándola para sí mismo y haciéndola atractiva para los demás. También Jesús Ballaz en un inspirado artículo sobre la función social de la literatura5, resuelve algunas extendidas contradicciones al afirmar que «un personaje ejemplar no es el que predica moralinas. Lo peor de cualquier adoctrinamiento, de cualquier ética de catecismo, no es el contenido del mismo, que puede ser admirable, sino el hecho de que se considere el comportamiento é tico desligado de las exigencias internas». La conclusión es que la ética que se impone desde fuera, como cumplimiento de valores preestablecidos, resulta ajena y promueve el rechazo. Ésta es una verdad que se demuestra diariamente en muchos fracasos de la actual «educación en valores», y de ella deberían tomar buena nota algunos escritores que en el campo de la LIJ se ocupan de tratar en sus obras, seguramente por encargo de las editoriales, los llamados «temas transversales», y lo hacen de modo instrumental e insulso.

No tengo nada que objetar, todo lo contrario, contra libros que plantean la aspiración a un mundo nuevo, la denuncia de la marginación, la barbarie del nazismo, la igualdad entre los sexos, la defensa del medio ambiente o la lucha por la paz; ni siquiera contra aquéllos de los que se desprende un mensaje claro en estos valores, pero sólo si se cumple la condición de que sea auténtica literatura. Es el caso en la Literatura Infantil y Juvenil de «Los tambores» de Reiner Zimnik, «Los niños del mar» de Jaume Escala, «Rosa Blanca» de Roberto Innocenti, «Arturo y Clementina» de Adela Turín, «Hermano cielo, hermana águila» de Susan Jeffers o «La conferencia de los animales» de Erich Kästner, por citar sólo algunos de los libros emblemáticos en cada uno de los temas citados.

Es más, no sólo es que acepte la presencia e importancia de una literatura que influya sobre el pensamiento y la actitud del niño/a y del joven, sino que, sin demasiado éxito, busco esa literatura crítica y transformadora, ya sea a partir de un serio realismo descriptivo, ya sea con el humor como eficaz arma desacralizadora. Frente a bastantes profesores que huyen de los temas difíciles y tratan inútilmente de preservar al niño de las crudas imágenes de una realidad de la que, muchas veces, son ya testigos impasibles, coincido con José Luis Polanco6 en que nos hacen falta más relatos de los que apelan al sentido crítico y a la toma de conciencia, crean personajes en lucha por su dignidad, protagonistas que padecen la explotación y la opresión y que se alzan contra las dificultades para soñar y construir un mundo mejor. La literatura es también fundamental como espejo histórico, ansia de justicia y rebelión contra la brutalidad, expresión artística y explicación crítica para intentar evitar nuevas atrocidades y tratar de que la amenaza de su repetición alce más voces de las que hoy claman contra ellas.

Una literatura muy distante y muy distinta de la que, tanto para adultos como para chicos, prolifera hoy, como una manifestación más del pensamiento uniformador. Me refiero a ese aluvión de libros insustanciales, interesados sólo en entretener y ofrecer una lectura fácil. Relatos que no cuestionan nada y venden la sonrisa artificial de un mundo idealizado, potenciando el individualismo y la autocomplacencia. Esa pseudoliteratura inútil, antiestética y antiética, porque la literatura de verdad es la que nunca nos engaña, la que siempre nos hace ver aspectos inéditos de la realidad, la que crea un universo original e innovador, desde el hallazgo estético y desde el deseo y la necesidad de explicarnos y mejorarnos como seres humanos.

Lo que más nos interesa entonces como educadores preocupados por la formación moral de los niños y jóvenes, y en cuanto mediadores decisivos en su relación con la literatura, es la certeza de que la buena literatura siempre es moral, mientras que muchos libros que abordan expresamente cuestiones éticas o tratan «temas transversales» no alcanzan ese objetivo. Sólo cuando nos cuenta historias emocionantes, se salta las recetas, rompe con los estereotipos y es capaz de construir personajes completos en todas sus dimensiones humanas, únicamente ésa literatura nos ayuda a crecer interiormente. Y, por tanto, nuestro firme propósito de ayudar a los estudiantes a descubrir sus mejores creaciones y formar lectores entusiastas y críticos, constituye, en sí, un destacado objetivo moral.




Ideología, libros infantiles y educación: Formación versus manipulación

Los libros infantiles se han prestado, a lo largo de la historia, y se siguen utilizando hoy como vehículos de mensajes ideológicos. Lo hacen de modo más intenso que en la literatura de adultos por los condicionamientos de la educación y por las exigencias impuestas por las editoriales en busca de la máxima rentabilidad de su empresa. Los libros dirigidos a los niños son una forma de control social a través de la cual han sido tradicionalmente potenciadas todas las formas conocidas de sumisión a la autoridad y de respeto al orden establecido. Contra su adoctrinamiento, los niños se han defendido en desigual combate, pero lo cierto es que sus lecturas favoritas han sido y son las que satiriza n la sociedad convencional de los adultos y el modelo impuesto de buenos chicos; las que se burlan de sagradas instituciones como la familia y el sistema escolar; las que exaltan la libertad y propugnan la rebeldía. Sirvan Mark Twain y Roald Dahl como ejemplos paradigmáticos. Alison Lurie7 analiza algunas muestras clásicas de esa otra literatura infantil, la que cumple la función transgresora y subversiva de la auténtica literatura, en los cuentos populares y en las obras de Beatrix Potter, James Barrie, Edith Nesbit o Tolkien. Y es que como señala Ana María Machado8, los mejores libros antiguos y actuales son los que, en la mayoría de los casos «expresan ideas y emociones no aprobadas por la generalidad, ridiculizan a personajes honorables o pretensiones sociales y ponen en duda el establishment».

Hoy nos reímos de muchos viejos libros, pero podemos caer en los mismos errores al utilizar la literatura como un pretexto y confundir el fin con los medios. Es decir, el deseo de impulsar nuevos y positivos valores, que se desprenden de universales humanistas y de los desafíos multiculturales de comprensión y de cambio de mentalidad que nos exige la problemática realidad del mundo actual, no puede enfocarse como doctrina, sino como una tarea de transformación en la escuela y en todos los ámbitos de la vida social. No es posible profundizar en esta ocasión en las muchas contradicciones entre lo que se dice y lo que se hace; lo que se predica y lo que se ve en la familia, en la TV y en la calle; en nuestros muchos errores y defectos en cuanto modelos, todavía de enorme influencia, para nuestros alumnos, etc. Sólo insistir en algunos puntos de una modesta reflexión anterior sobre este tema9, en lo referente a la educación en valores. Y es que la integración de las minorías, la lucha contra toda discriminación, la aceptación del diferente, la acogida al trabajador inmigrante, la defensa de la paz y del medio ambiente, entre otros objetivos pendientes, no puede realizarse desde conductas paternalistas y dogmáticas, y desde modelos educativos competitivos y autoritarios aún no superados, sino desde el respeto y la atención al niño en su singularidad, desde una educación integral y de atención a la diversidad. Si el niño es aceptado en su individualidad y en su personal ritmo de aprendizaje, si no se le mide en competencia con otros, aprenderá de modo natural a ser tolerante y solidario y a aceptar las diferencias. Educar en la tolerancia, la justicia y el mestizaje cultural desde la convivencia, la reflexión y el debate, la denuncia y la lucha, la implicación personal y el cambio de ideas, actitudes y modos de vida muy extendidos y arraigados. Es decir, no desde un nuevo código del que se habla de vez en cuando en la escuela, unos principios vacíos y negados en la práctica, sino desde un cambio profundo en la realidad escolar y en la sociedad, que implica la educación desde las diferencias y la decisión libre de sujetos conscientes con «autonomía moral» y, unido a todo ello, el compromiso individual y colectivo en la ingente tarea de la construcción de un mundo sin barreras.

Una de las manifestaciones de un planteamiento equivocado es el movimiento denominado «lo políticamente correcto». De los extremismos de su estrategia, se han hecho divertidas sátiras como las de James Finn Garner en sus conocidos «Cuentos infantiles políticamente correctos» y «Más cuentos infantiles políticamente correctos» o la parodia de Anne Quynlan en «The New York Times Book Review» sobre la posible carta que, desde las consignas en EE. UU. del «political correctness» para la defensa de salud pública o de los intereses comerciales , se enviaría a Lewis Carroll con varias propuestas de rectificación previas a la publicación de su famosa obra. Entre ellas, la de que la oruga no fume en pipa, dados los peligros inherentes al tabaco, en particular para una juventud tan impresionable como la norteamericana. O bien, la de que Alicia no se coma el pedazo de hongo sobre el que está sentada la oruga, no vaya a ser que los niños se vean tentados a hacer lo mismo, resulten envenenados, y se emprenda un pleito por daños y perjuicios contra la editorial causante de la difusión de tan inconvenientes mensajes. (La carta íntegra la transcribe Carmen Diana Dearden en su Conferencia en el 24.º Congreso Internacional del IBBY. Memoria citada, págs. 29-37)

Estas divertidas caricaturas muestran que el camino válido no pasa nunca ni por la censura de las obras literarias ni por la prédica de nuevos «sacos de virtudes» oficiales. Por el contrario, ayudaremos a una buena formación moral de nuestros jóvenes si sabemos demostrar, en los libros y en la vida, la ridiculez y el carácter retrógrado de los esquematismos y las estrecheces ideológicas.

Tres vías para avanzar, apunta la escritora brasileña Ana Mª Machado en la aportación ya mencionada sobre este tema: seleccionar la literatura de calidad, hacer una lectura crítica que descubra los condicionantes ideológicos ocultos presentes en todo libro y ofrecerles una oferta amplia y diversa de todos los países, que muestre la riqueza de otras culturas y razas. Lo importante no es escribir «libros multiculturales», sino, como bien dice Carmen Diana Dearden, preparar un «lector multicultural un lector abierto a ver el mundo desde distintas perspectivas, abierto a reconocer y valorar las diferencias; sensible a las riquezas de su propia cultura y la de los demás; en conclusión, que se reconoce a sí mismo y acepta al otro»10.

En definitiva, los profesores de Literatura podemos contribuir a la formación moral de los niños y jóvenes sin manipulación. Lo tenemos que hacer:

  • Seleccionando solamente los buenos libros de todos los tiempos, los clásicos y los modernos, los que se han escrito y escriben para este público, y los que ellos han adoptado y se apropian cada día.
  • Ayudándoles a descubrir su contenido revelador, sus aportaciones al conocimiento y a la expresión de interrogantes sobre la condición del ser humano, como individuo y como ser social en un mundo global.
  • Con los libros auténticos, ética y estéticamente, los libros sinceros y llenos de fuerza interior: la literatura verdadera y necesaria que no morirá nunca. Porque los libros no van a salvar a la humanidad ni nos darán todas las respuestas, pero ampliarán nuestra comprensión de lo que somos y el conocimiento de los otros, y seguro que nos inducirán a formularnos nuevas preguntas para avanzar. ¿Hacia un mundo de libertad, igualdad y justicia? Eso ya depende también de nosotros...

Párrafos destacables en su publicación:

En la hora del «neoliberalismo» y el «pensamiento único», hay que mantener sin desmayo el esfuerzo de lo posible para seguir aspirando a la justicia global indispensable.

La buena literatura siempre es profundamente moral, mientras que muchos libros que abordan expresamente cuestiones éticas o tratan «temas transversales» no alcanzan ese objetivo.

Ayudaremos a una buena formación moral de nuestros jóvenes si sabemos demostrar, en los libros y en la vida, la ridiculez y el carácter retrógrado de los esquematismos y las estrecheces ideológicas.

Los libros no van a salvar a la humanidad ni nos darán todas las respuestas, pero ampliarán nuestra comprensión de lo que somos y el conocimiento de los otros, y seguro que nos inducirán a formularnos nuevas preguntas para avanzar.





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