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ArribaAbajoLuis Alberto Quesada: buscando al hombre colectivo

Susana Rodríguez Moreno


Granada


Para Asunción Allué


...Venidle todos a cantar,
porque sencillo, humano, fuerte,
hoy es capaz de hacer la vida
con tantas cosas de la muerte...


RAFAEL ALBERTI                


En noviembre de 1995, gracias a la beca concedida por el Grupo de Estudios del Exilio Literario Español (GEXEL) de la Universidad Autónoma de Barcelona, pude asistir y participar en el Primer Congreso Internacional sobre «El exilio literario español de 1939». Vine para aprender y para hablar de María Teresa León, pero, sin saberlo, también había llegado a Barcelona para conocer a la persona sobre la que voy a escribir: en Barcelona encontré a Luis Alberto Quesada. Y ahora aquí voy a contar algo del mundo de Quesada, de sus años vividos en Francia, de sus escritos y de sus pensamientos.

Nacido el 22 de agosto de 1919 en Lomas de Zamora, Buenos Aires, Argentina, Luis Alberto Quesada no hace «honor» a sus años ni a su vida, es decir, no es un hombre cansado por la edad ni doblegado por la derrota. Más que cumplir años, Luis Alberto Quesada parece que descumple, a juzgar por el brillo de sus ojos y por su fe en el futuro. Así, en el Luis Alberto de hoy, podemos ver al niño de dos años que regresa a la patria de sus padres, a España, país que defenderá en 1936 enrolado en las milicias del pueblo que lucha para salvar la República de la sublevación fascista. Quesada tiene entonces dieciséis años y es estudiante de agronomía, pero desde el 18 de julio de 1936 sale al frente de batalla316 y lucha hasta que con diecinueve años emprende   —186→   el camino del exilio hacia Francia. De la marea de gente herida, vencida, que cruza la frontera, que pasa a los campos de concentración instalados en las playas, sobresale hoy la figura de un muchacho que aún no tiene veinte años. Y en Francia va a vivir -y así la califica él- una vida muy «anormal»: estancia en campos de concentración, fortificación en la Línea Maginot, compromiso con la Resistencia, persecución por parte de la Gestapo... Va a ser, en definitiva, una vida muy similar a la de Cipriano Rivas Cherif (Madrid, 1891-México, 1969), por ejemplo. Es a este Luis Alberto Quesada de 1939, que cruza la frontera y marcha a Francia, al que vamos a referirnos y también a la vez a todas las personas anónimas que se quedaron en el camino y que él nunca olvida, es decir, el hombre colectivo, sólo que ese hombre plural hoy se llama Luis Alberto Quesada. Y de este hombre colectivo podemos destacar, en primer lugar, su afán de cultura y su incansable tesón por transmitirla en condiciones que, como es fácil de imaginar, no eran favorables en ningún sentido, salvo en el de la ilusión. Se trata de otra forma de «cultura», de «literatura», ya fuera en el frente o en el campo de concentración. Y, en segundo lugar, y desgraciadamente, debemos señalar la ausencia de ese corpus de literatura urgente (no entraré aquí en la polémica cuestión de poesía o revolución, lenguaje artístico o literatura comprometida, etc.) que no se ha conservado y que sólo podemos reconstruir a través de la memoria de los que participaron en aquel hecho común que los unió. Poemas, artículos, boletines, cuadros, cuentos... casi todo perdido o destruido, bien por los mismos autores ante una situación de peligro o requisado por la policía política. En este sentido, podemos señalar los casos del pintor, ensayista y poeta Ramón Gaya y sus cuadros desaparecidos, de Jorge Guillén y su correspondencia con Azaña quemada, de la edición -realizada por el gran tipógrafo y poeta que fue Manuel Altolaguirre- de España, aparta de mí este cáliz de César Vallejo317, perdido en la huida del ejército republicano... y un largo etcétera de pérdidas de cuya totalidad y valor ya nunca tendremos noticia. Por tanto, y volviendo al caso que nos ocupa, no contamos con los artículos, poemas y cuentos que Luis Alberto Quesada escribió durante la Guerra Civil española (artículos y poemas en los periódicos murales de campaña) y el posterior exilio en Francia, en los campos de concentración y en la Línea Maginot. Lo poco que se había conservado lo destruye la policía   —187→   política cuando Quesada es detenido a su regreso a España. Pero frente a tanta destrucción, y de tan variada índole, podemos oponer la límpida memoria que puede reconstruir los días del exilio francés. Y en este sentido, he optado por acudir a una fuente «bibliográfica» poco académica, pero testigo directo de lo vivido en suelo francés. Así, y siguiendo con el carácter oral y artesanal que los exiliados utilizaban en su transmisión de la cultura y ética republicanas, me sirvo de una carta de Luis Alberto Quesada como fuente de información y con el deseo de que el lector tenga a veces la duda de si quien escribe soy yo o es Luis Alberto Quesada intercalo textos de dicha carta. Quien escribe o narra de forma epistolar es, en definitiva, un grupo de gente anónima que ha encontrado su lugar en la región de la memoria.

En 1939, en la retirada de Cataluña, Quesada está a cargo de la 68 Brigada como Comisario Político (siendo el jefe de la unidad Francisco Mesón). Se encuentran en el Montsech. Reciben órdenes de irse replegando para evitar ser rodeados por el enemigo que avanza ya peligrosamente hacia Barcelona. Así lo hacen y llegan a la frontera peligrosamente desconectados de sus mandos en los últimos momentos. Van por senderos estrechos para no ser localizados fácilmente, tomando medidas ante cualquier ruido de aviones, dejando al miedo y a la perplejidad activar los sentidos. Quesada recuerda la nieve cayendo copiosamente, la naturaleza siguiendo su curso a pesar de la derrota y el dolor.

Pasan a Francia por el pueblecito de Le Tech, sin entregar las armas hasta que llegan las instrucciones del Gobierno de la República. Reciben la visita del Coronel Galán y, a solicitud de él siguiendo su ejemplo, se apuntan como voluntarios para pasar al frente del Centro, es decir, a lo que queda de la República en el sector de Madrid. En Le Tech permanecen en un campo de concentración provisional, sin barracas ni carpas, vigilados por la Gendarmería y en contacto con un oficial. «Nos trataron muy bien -recuerda Quesada- mientras tuvimos las armas. Luego nos embarcaron en vagones (los clásicos de ocho caballos, cuarenta hombres) y estos vagones los fueron desenganchando para separarnos y romper la unidad de la 30 División, que es con la que habíamos pasado y que mandaba el Teniente Coronel Castillo. Yo era el Comisario accidental de la misma, al haber llegado la orden de traslado de Girabau, que era hasta hacía unos días su Comisario».

Llegan después al campo de Barcarés (que, al igual que otros campos de concentración en Francia, estaba dividido en «islotes»). Allí Luis Alberto encuentra a múltiples amigos: Girabau, Barchino, Agustín de Leonardo, Valentín de Pedro... A los pocos días empiezan a organizarse: se dividen para salir a los otros islotes y encuentran a bastantes camaradas y compañeros. Los jóvenes -Quesada tiene entonces veinte años- organizan la Juventud Socialista Unificada (J. S. U.) en Francia   —188→   (siguiendo los grupos juveniles socialistas y comunistas fusionados en España en abril de 1936), y Agustín de Leonardo y Valentín de Pedro organizan el Partido Comunista. Desde la dirección de la J. S. U. hacen boletines de noticias y comunicados para que, en lo posible y luchando contra todo tipo de adversidades, en el campo se esté informado. «Por otra parte -recuerda Luis Alberto- yo escribí bastantes cosas, algunas en broma, y las distribuíamos para que no fuera todo derrota y llanto». Es el vitalismo profundo del hombre frente a la visión de los casi cuarenta mil seres humanos que se encuentran en el campo de concentración. Y es también el ansia de saber qué pasa en España, en el mundo, es decir, seguir instalados en la realidad, pero no sólo estar, sino también ayudar a construir ese mundo. Así, establecen contactos con el exterior, en los que Luis Alberto escribe artículos sobre la situación existente en el campo, sobre el trabajo y el compromiso: «En los campos de concentración estábamos españoles jóvenes que resultábamos útiles como mano de obra barata. Era la época de la vendimia y solicitaron voluntarios. De fuera nos indicaron que era importante que saliéramos a trabajar y un grupo de J. S. U. así lo hicimos. Había que nombrar un Jefe de Grupo ante los franceses y, por unanimidad, me nombraron a mí. Salimos una mañana del campo en un camión descubierto. Ya sabíamos que íbamos al pueblo de Les Matelles, en el Herrault. Teníamos que trabajar las ocho horas y luego ir a dormir a la prisión del lugar. El alcalde del pueblo, que era socialista, me llamó para ver si yo respondía de mi grupo. Le dije que sí y entonces llamó al Jefe de la Gendarmería para decirle que mientras él fuera alcalde nadie iría a la cárcel después del trabajo. Se llegó al acuerdo de que los patronos, cada uno con la predisposición y medios que tuviera, nos darían albergue. A Barchino y a mí, que fuimos al mismo patrón, nos asignaron el pajar. Allí, todos, dimos un ejemplo de comportamiento que dejó mal al cura de Les Matelles que desde el púlpito había estado denigrando a la República española. Para él, según decía, éramos violadores, asesinos, ladrones, borrachos... y que valía más perder la cosecha que contratar a los representantes del demonio. Muchos de los que fuimos se quedaron luego en el pueblo con contratos de trabajo».

En los primeros momentos de la estancia en Francia, para Quesada los campos de concentración se suceden: de Le Tech, pasa a Barcarés y de aquí a Saint Cyprien. Al llegar a este campo entra a colaborar en el boletín de noticias que hacen sus camaradas de la J. S. U. A los pocos días recibe la noticia de su traslado a un nuevo campo de concentración, el campo de Gurs. «El gobierno reaccionario francés quería a toda costa saber cuentos brigadistas internacionales había en los campos. Y, con ese motivo, dio la orden de que todos los que no hubieran nacido en España fueran enviados a ese campo. Así lo hicieron y llegué   —189→   solo al campo de Gurs, destinado a la barraca de los sudamericanos y árabes. Al poco tiempo comenzó la Segunda Guerra Mundial y los franceses nos querían enrolar en los Batallones de Marcha o de la Legión Extranjera. Nosotros no estábamos para una cosa ni otra. Nos amenazaron con entregarnos a España, llevarnos a la fuerza, etcétera, etcétera. Se hizo una fuerte resistencia pasiva por nuestra parte. Nadie se alistó en los batallones. Nosotros propusimos luchar por Francia, con un grado menos del que habíamos tenido en España y, preferentemente, como soldados españoles. Los franceses no aceptaron nuestras propuestas y menos con mandos». Luis Alberto Quesada es trasladado a fortificar la frontera belga, para enlazar esas defensas con la Línea Maginot. Argentinos, italianos, portugueses, checos, polacos... todos obligados a fortificar el frente y a elegir un jefe de grupo y los latinoamericanos, a propuesta de Carlos Guano Moretti, eligen a Luis Alberto Quesada como jefe: «Yo estaba cansado de nombramientos en los cuales determinadas órdenes no las podías discutir con tranquilidad y si las discutías te podían mandar a un fuerte detenido. Pero todos decían que debía aceptar, ya que me tenían plena confianza (...) Yo no estaba del todo convencido con mi mando y propuse a los más seguros y de más confianza que, independientemente de mi jefatura formáramos una dirección tripartita: Guano Moretti, Alfonso Cámara y yo. Fue aceptada (...) Nos llevaron al mejor lugar. Era la frontera belga, en la parte de la prolongación de La Línea Maginot. Se trataba de hacer un camino nuevo que cruzara Le Bois de Moin (El Bosque del Monjes), lugar en donde los alemanes en la guerra del catorce habían tirado hiperita. En ese lugar no se quería exponer nadie del ejército francés. Llegamos a la conclusión, en broma, de que la hiperita era de izquierdas, ya que nadie, pese a levantar las piedras del piso, que decían que debajo de ellas estaba gas, tuvo ninguna molestia. En el bosque, los árboles se caían al tocarlos y el panorama era de terror para los que no tuvieran nuestro espíritu. Yo escribí un cuento sobre el tema que rompió después la policía española».

Luis Alberto Quesada ve un ejército francés muy distinto al español, es un ejército sin moral de lucha. Pronto comienzan los bombardeos alemanes en la zona, hasta que la ofensiva alemana rompe el frente por ese lugar y el Ejército francés comienza a replegarse: «En toda la guerra civil española yo no había visto un desconcierto y una desmoralización igual de aquel ejército. Prácticamente Guano Moretti, Alfonso Cámara y yo al ver los aviones encima, la falta de órdenes y la ausencia total de mandos visibles, empezamos a dar órdenes primarias y elementales (...) No correr ni moverse cuando la aviación estaba encima, guardar todos los elementos que pudieran brillar y detectar nuestra presencia; parar a los soldados que se retiraban y explicarles que si corrían era peor que si se parapetaban y hacían resistencia, etcétera,   —190→   etcétera. Un oficial francés, que venía dando órdenes, nos vio y nos pusimos a su disposición. Le explicamos que nos dábamos cuenta de que si no actuábamos nos liquidaban los aviones con sus bombardeos, vuelos rasantes, y que, al final, íbamos a caer, el que no muriera, prisionero de los alemanes. El Gendarme le decía al Capitán francés con orgullo: Son mandos del Ejército de la República Española.» Y este Gendarme, viendo la inminente invasión alemana, y llegados al lugar en donde está acampado el otro contingente de fortificaciones, le confiesa a Quesada que el Capitán quiere entregarlos a los alemanes. «Tenía la creencia -recuerda Quesada- de que eso lo iba a salvar de estar prisionero o que, por lo menos, lo tratarían de una manera especial reconociéndole ese servicio». Quesada reúne a su grupo y dimite como responsable del mismo. Ha llegado el momento de salvarse, de escapar del Norte de Francia. Su compañero Carlos Guano Moretti tiene una pierna mal. Quesada pasea con Alfonso Cámara. Ven al capitán charlando con un sargento, las bicicletas a un lado. «Le dije a Cámara -escribe Luis Alberto-: Me voy con la bicicleta del Capitán. Tú agarra la del Sargento. ¡Estás loco!, fue la contestación. Puede ser, pero a mí los alemanes no me agarran, y seguí hacia la bicicleta. Tiré lejos la cartera del Capitán, caminé deprisa los pasos hasta la carretera, monte y cuesta abajo pedaleando con la cabeza agachada (...) Algunos de los gendarmes dispararon. Lo mío fue como una llamada general. Era la ruptura de la disciplina de guardianes y prisioneros con el mando. Estaba claro que muchos gendarmes querían que nos escapáramos para escaparse ellos. Yo oía los disparos y pedaleaba sin levantar la cabeza. Al final de la cuesta vi que había fracasado: un soldado de vigilancia me gritaba que parara ¡Estoy perdido!, pensé. Llegué, frené. El soldado tan sólo me avistaba de que llevaba el farol encendido y estaba prohibida la luz. Desenganché el farol de la rueda delantera y sentí que una bicicleta se colocó a mi lado. Era Cámara que al ver mi huida y el desorden general, la sorpresa del Capitán y el Sargento que no supieron reaccionar, había agarrado la otra bicicleta. Yo estaba feliz. Vamos, dije. Y después de unos dos kilómetros nos desviamos por un camino de tierra por si nos perseguían».

Quesada y Cámara llegan al Sur, a Burdeos. Antes de entrar, se afeitan y se arreglan un poco. De nuevo en marcha, entran en Burdeos, en la Plaza Quinconces. Acuden a la embajada, mientras esperan la llegada de sus compañeros, con los que se reunirán más tarde. Encuentran trabajo descargando barcos, al mismo tiempo que las tropas alemanas llegan a Burdeos, mientras el humos y la solidaridad entre todos se mantiene: «Nos juntamos con otros refugiados españoles, por ejemplo los asturianos Aparicio y Llanos, los dos eran maestros. A mí me ofrecieron ellos trabajo de portainer (los que en el Mercado   —191→   Central subían los cajones de fruta al puesto de ventas). No estaba bien pagado, pero comíamos toda la fruta que queríamos. Decían: Tú vas a comparar mi portainer con el tuyo. El mío es maestro, ¿y el tuyo qué es? El mío, en la guerra, era General. Si, de cartón piedra... Desde el sótano prestábamos atención a la conversación con la boca llena de fruta que, a veces, de risa la escupíamos. Les parecíamos tan especiales que a mí y a Llanos nos ofrecieron subir para atender a las clientas ¡Para qué lo hicieron! Nos denunciaron que no teníamos autorización para trabajar. Nuestras patronas, obligadas, nos despidieron a todos».

Un día pasa una joven española que al oír a Quesada hablar español se acerca. Se llama Asunción Allué y ha sido desde entonces la compañera cálida de Luis Alberto Quesada. «Nos hicimos amigos -recuerda Quesada- nos enamoramos y nos casamos un catorce de abril, por lo civil, en la Alcaldía de Burdeos. El padrino fue Carlos Guano Moretti y la madrina la mamá de Asun, que también estaba refugiada en Francia».

Con la documentación argentina en regla, a partir de entonces Luis Alberto y Asunción simulan que han venido con un transporte de caballos, en un barco desde la Argentina. Alquilan una casa y, junto a patriotas franceses y refugiados españoles, comienzan a organizar la resistencia, mientras Europa sigue sufriendo las convulsiones de la barbarie. «Alquilamos una casa juntos y, al poco tiempo, empezamos a organizar un importante grupo de la Resistencia. Estaban Sebastián Abarca Pérez, Juan Sanz, Mariano Peña Hernando, Juan Arhancet, Laureano González Suárez, Carlos Guano Moretti, Alfonso Cámara, Fontisselli, Estévez Miretti, el galleguito, José Rueda Sepúlveda, y... muchos otros, todos procedentes de la guerra de España. Abarca tenía el contacto con la Resistencia francesa... Yo fui a París y allí también enlacé con los miembros de la Resistencia, informándoles de la situación en Burdeos». En la casa, Luis Alberto escribe sobre la situación que están viviendo, mientras recibe noticias a través de Radio Londres, de una amiga del Consulado argentino, de organizaciones clandestinas del interior de España con las que el grupo estaba conectado... No hay que detenerse.

Al ser extranjeros y, por tanto, no tener permiso oficial de trabajo, no pueden trabajar en empresas francesas, así que lo hacen en alemanas. Quesada realiza tareas de carpintero, peón, ferrallista, etc., en los diversos lugares en los que permanece (Camp de Naona, La Rochelle, Nantes...), en los que realiza diversos actos de sabotaje y, por ejemplo, una importante huelga en la Base Submarina de Burdeos. La Gestapo lo identifica y comienza a buscar de forma denonada a Luis Alberto Quesada, quien, años después, evoca esos momentos con el humor que le caracteriza: «En Camp de Naona   —192→   prendimos fuego a las barracas de los alemanes y, cercados por la fuerza alemana que vino, nos obligaron a apagar el fuego o volaríamos todos, ya que allí estaba un importante polvorín. Tuvimos que trabajar de lo lindo. En Burdeos quemamos unos depósitos en la estación de ferrocarril. Provocamos descarrilamientos de trenes y hablábamos con los de la División Azul que pasaban por la frontera en trenes. En varias ocasiones logramos que algunos desertaran. En el cemento que hacíamos arrojábamos clavos, herramientas, tornillos... En los tanques de aceite echábamos cristales de color verde machacados». La persecución de la Gestapo les hace cambiar constantemente de domicilio, huir con el dolor de las detenciones de amigos, como es el caso de Carlos Guano Moretti. Pero a Asunción le llega el momento del parto: va a nacer su hijo Luis y Luis Alberto la lleva a una maternidad. Él tiene que pasar a España para hacerse cargo de las J. S. U. y antes quiere conocer a su hijo y saber de Asun. Lo consigue y emprende la marcha. Ha escrito bastantes cosas, pero se lleva poco material ya que el paso ilegal por la frontera es extremadamente peligroso. «Lo hacíamos por Fuenterrabía, aprovechando el momento en que estaban los trabajadores areneros, entre quienes teníamos enlaces y, a la hora del fin del trabajo -recuerda Quesada-, unos salían para Francia (porque vivían allí) y los otros a España, también por vivir allí. En ese momento, nosotros, que habíamos entrado antes en el río, como obreros regresábamos con todos hacia el lado de España».

A Luis Alberto Quesada lo espera en España la continuación de la lucha antifascista, en la que trabaja incansablemente, pero también lo espera la traición y, en particular, la de Laureano González Suárez, miembro de la Resistencia que se ha puesto al servicio de la policía española después de ser detenido. «Y el drama mayor fue que Laureano, el entregador, pasó a Francia y como yo le había dicho a Asun que la llamaría en cuanto pudiera, él la fue a buscar a Burdeos y le dijo que yo la llamaba, que estaba resuelto su pase legal. Cuando pasó la frontera, al entrar en España, la detuvieron. La policía española la estaba esperando». Así, Asunción, con el niño recién nacido, es detenida: «La llevaron detenida a Fuenterrabía y allí, con Luisito, estuvo tres días. Desde allí la llevaron a Madrid en tren con un policía de custodia. En Gobernación la metieron en una celda y el drama fue que se le había cortado la leche. Desde mi celda, yo sentía llorar a un niño sin saber que era mi hijo. La dejaron en libertad y tenía, no obstante, que presentarse todos los días, a las doce, a la policía social, en el Ministerio de Gobernación, en la Puerta del Sol de Madrid. Allí, en la puerta, varias veces vio a Laureano González Suárez charlando con otros confidentes y policías. En Gobernación, en la tortura a la que éramos sometidos, mataron a Bonifacio Fernández, el camarada que estaba a cargo de la J. S. U. antes de que yo llegara. Los dos habíamos acordado que seguiríamos al frente de la J. S. U. de España. Asun, con su   —193→   hijo enfermo, sin saber lo que podía pasarle, estaba ya en la calle. Allí, al poco tiempo tuvo que cargar a sus espaldas la petición de mi condena de pena de muerte. Laureano González Suárez, alias Trilita, entregó también a Sebastián Abarca Pérez, a los hermanos Arhancet Indacochea, a Mariano Peña Hernando... antes de entregarme a mí... no pude saber cuántos entregaría a Francia. Después, a la vista de nuestra historia, comprendimos lo frágil que es para algunos su moral y sus creencias. Y aprendimos también que hay hombres y mujeres que son de hierro, como los que entregaron su vida en los frentes de batalla y ante los piquetes de ejecución en las cárceles españolas».

La historia de Luis Alberto Quesada desde el regreso de Francia es la historia de la cárcel y de la permanente condena a muerte. Salió al frente con dieciséis años y fue expulsado de España con cuarenta, conmutada su Cadena Perpetua por la pena de Extrañamiento Perpetuo: su doble nacionalidad (argentino-española) le había salvado. Hoy, Luis Alberto Quesada, con casi ochenta años, vive en Buenos Aires y nos sigue regalando su presencia en España, su amor por la vida, su humor, sus poemas... Y es que, en lugar de haber optado por el camino del rencor, Luis Alberto Quesada camina, en su vida y en su poética, por el del vitalismo, el de la ironía y el de la esperanza en el hombre, en el hombre colectivo y poético. Y así desde siempre. Autodidacta, formado en el frente, como hemos podido ver, Quesada ha apostado siempre por la cultura, por la capacidad de pensamiento y creación del ser humano. Es cierto que de la época del exilio francés no ha quedado ningún material, pero esa ausencia queda suplida por la memoria del escritor y del hombre, una memoria que queda plasmada en su obra posterior conservada. «Los cuentos míos que tenía Asunción, unos los rompió ella por si me comprometían, y otros los rompió la policía. En la cárcel ya pude escribir más libros, y también pude sacar y ponerlos a salvo, salvando muchos inconvenientes».

En la prolija actividad literaria realizada por Luis Alberto Quesada el recuerdo y la fabulación reconstruyen los años vividos en el exilio francés. Todo el que se haya adentrado en el mundo de la producción literaria de los exiliados españoles sabe de los problemas para acceder a un corpus ingente y desconocido, en su mayor parte y por factores obvios, hasta hace poco tiempo. Pero aunque sólo he tenido acceso a tres libros de Luis Alberto Quesada318, los ejemplos abundan en la obra publicada en Buenos Aires. Así, en el libro de cuentos Vida, memoria y sueños319, es fácil encontrar la reconstrucción del pasado francés, es decir, los campos de concentración, los amigos, los escritos perdido.

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«Todo estaba confuso menos un libro chiquito que había guardado a través de los años. Nadie, ni en los cacheos más minuciosos, cuando vinieron a buscarlo, había descubierto aquel librito. O tal vez sí; pero a los libros pequeños nadie les hace caso. En filas cortas estaban los poemas. El libro era muy diminuto». (La confusión).

Del mismo modo en sus libros de poemas Espigas al viento y El hombre colectivo, los versos recrean la experiencia francesa o sirven de elegía a los amigos muertos en plena juventud por unos ideales en los que Quesada sigue creyendo de una forma rotunda, pero también aparece la denuncia de la Dictadura militar argentina, de los desaparecidos. Es la reflexión dolorosa del hombre frente al mundo:


   Vagabundos de inquietos pensamientos
enseñan sus harapos de gloria,
de heridas y de luchas.


(Veteranos del pasado, Espigas al viento)                


A Luis Alberto Quesada, su necesidad didáctica, motivada por su amor y su fe en la cultura, por activar el pensamiento («Lo más importante del saber, es saber pensar», nos dice) le lleva en el Penal de Burgos a formar parte del grupo «La Aldaba» para seguir trabajando por la cultura aunque fuera en las celdas y calabozos, y ese mismo deseo de transformar el mundo, le hace editar sus libros y regalarlos, deleitar a la gente con su charla en coloquios... «Nosotros, mi generación, -escribe Luis Alberto- padecimos el sueño de la cultura, tal vez por no tenerla. El sueño de la libertad, porque recién lograda nos la arrebataron por la fuerza. Pero el sueño de la cultura y de la libertad era para sembrarlo en el campo y en la ciudad, y con el cuenco de nuestras manos, llegada la cosecha, repartirlo entre todos (...) Todavía en mí existe ese sueño. Mi planteamiento es que el futuro del hombre ha de ser poético. Y en este estadio concreto de la humanidad, para que el futuro sea poético, tiene necesariamente, que ser colectivo. Cuando las mayorías sean poéticas el mundo colectivo habrá encontrado su camino».

Y con estas palabras sobre los sueños de futuro de Luis Alberto Quesada finalizamos, por ahora, la búsqueda del hombre colectivo, de ese hombre que ha hecho la vida con tantas cosas de la muerte y de la derrota. Espero, pues era mi deseo, que la voz de la gente anónima, de esos hombres y mujeres sin nombre que cruzaron la frontera hacia Francia durante el frío y dolorosamente duro y triste invierno de 1939, se haya podido oír de alguna manera.



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ArribaAbajoCampo francés de Max Aub: el poder y las víctimas

Pedro Antonio Sáez Serrano


Madrid, Universidad Complutense


Nuestro trabajo propone un análisis temático de Campo Francés en relación al proceso de fascistización en que se encontraba la sociedad francesa en el tiempo referencial de la novela. Teniendo en cuenta que esta novela-guión participa tanto del testimonio como de la estructuración novelesca significativa, sostenemos que Aub, a través de su personaje Julio Hofman, plantea en forma de sinécdoque extensa la genealogía de ese proceso así como sus consecuencias y la tentativa de superarlas. En este sentido consideramos a Julio un personaje de enorme espesor semántico, pues en su evolución personal aparecen todas las etapas de ese proceso. Pese a que la novela no trata de forma prioritaria el problema del éxodo republicano, creemos que Aub establece un vínculo directo entre las circunstancias francesa y española, entre la derrota republicana, el trato inhumano otorgado a los refugiados y la crisis del sistema democrático en Francia. Como es sabido, Max Aub fue víctima de ambas catástrofes, y no es arbitrario que incluyese esta novela dentro del ciclo de Los Campos, sugiriendo con ello que el irónico y atroz destino de los exiliados españoles en Francia formaba parte de la misma lucha, que no era sino una prolongación de la guerra civil y de la derrota.

En el prólogo a Campo Francés Aub confiesa haber escrito este texto durante la travesía que le condujo desde Casablanca a Veracruz en 1942, justo después de haberse fugado del campo sahariano de Djelfa, en Argelia, donde la administración francesa le había confinado bajo acusación de comunismo. Parece, por tanto, que Campo Francés es la primera obra abordada por Aub tras escapar del infierno de Djelfa. Y es que la temática concentracionaria debía quemarle las manos, literalmente. Se trata de una novela-guión testimonial, memorística, basada en hechos reales vividos por su autor:

Auténticos hechos y escenarios, creo que éstas son las primeras memorias escritas con esa técnica. Dos años (1938-1939) pensando en   —196→   función del cine -L'Espoir- me llevaron naturalmente a ello. De hecho, pasé de un set a los campos de concentración. Los apuntes que tomé, mis recuerdos, se encadenaban en una pantalla. Inventé un hilo conductor para que el público siguiera con cierto interés el documento. Todos los personajes, menos los protagonistas, son reales. Para los demás, tanto montará, no para mí. (Y aquí sí: los verdaderos derechos del autor.) No hay en lo que sigue nada personal, curiosa afirmación para lo que aseguro memorias. Fui ojo, vi lo que doy, pero no me represento; sencillamente: apunto con mi caletre, que no peca de agudo; una vez más, cronista320.



Aub confiesa aquí algunas de las características esenciales de su escritura, especialmente el carácter testimonial de la misma, es decir, el hecho de que su referente sean acontecimientos realmente acaecidos. Sin embargo, también nos advierte que los protagonistas de Campo Francés son personajes de pura ficción, cuya funcionalidad estriba en el carácter artístico del texto. Y es que la presentación tal cual de unos hechos puede tener un gran interés en sí misma, pero no garantiza en absoluto ni el logro estético ni el espesor semántico que debe caracterizar a una obra literaria. La obra literaria manipula la realidad para así desvelarla en toda su complejidad, para ofrecernos en términos de coherencia aquello que en la realidad aparece de forma caótica, difusa, ininteligible casi siempre; la obra literaria extrae de la realidad su esencia significativa, su pulpa secreta, y nos la presenta en forma simbólica susceptible de descodificación, en imágenes representativas cargadas de sentido. Por eso Aub se ve obligado a inventar unos personajes que sostienen la estructura de Campo Francés, que encarnan perfectamente la tragedia de una época del mundo, que nos desvelan ese mundo en su esencial horror y en su esperanza. Esta dimensión simbólica de Julio es la que consigue que durante la lectura de este texto nos asalte el trémulo recuero de Franz Kafka, ese oscuro judío praguense que en páginas de escueta alucinación profetizó el horror que se cernía sobre la culta Europa. Pocas veces en la historia de la literatura un autor es capaz de cifrar de forma tan magistral el destino impensable de su mundo, la deslumbrante y siniestra irrupción del mal y de la barbarie fría, rutinariamente administrados por eficientes máquinas burocráticas. Cuando Kafka describe la muerte arbitraria del protagonista de El Proceso, cuando inventa a un Gregorio Samsa que de manera incomprensible amanece convertido en cucaracha, nos está revelando que pocos años después millones de seres humanos serían asesinados con infinita vileza, literalmente degradados a una condición inferior a la de las cucarachas. Kafka vislumbró ese mundo de pesadilla, no llegó a vivirlo; no así su   —197→   familia o su amada Milena, todos los cuales encontrarían la muerte en esos lugares innombrables conocidos como campos de la muerte. Este mundo es también el de Aub, pero nuestro autor no lo vislumbró, como tampoco lo hicieron aquellos jóvenes orteguianos que creían haber llegado al cenit de la civilización y la plenitud, que cantaron en formas exaltantes el triunfo de la vida y la perfección del mundo, como el propio Aub en su vitalista Yo Vivo, cuando aún era un joven aprendiz de novelista deshumanizado. Y sin embargo, los felices años veinte pasaron, pasaron los apuestos sportmen reconvertidos en oficiales de las SS; pasaron los rutilantes automóviles mutados en tanques homicidas; pasó el jazz vitalista y sensual, desplazado por obtusas marchas militares e himnos patrióticos cuyo ritmo sólo movía las negras botas de los soldados. En Campo Francés Max Aub intenta dar cuenta de esa metamorfosis que, como la de Kafka, transformó despiadadamente la vida de millones de seres humanos, que convirtió a inocentes ciudadanos en víctimas perplejas. El centro de la crónica de Aub es ahora Julio Hofman, a través de cuya peripecia asistimos a ese proceso de fascistización que subvirtió los valores de la democracia y el humanismo en casi toda Europa. Tanto Michel Ugarte como George Steiner han señalado que en todo proceso de tiranía la primera víctima es el lenguaje, cuya violación es condición previa a la subsiguiente violación de la realidad. Así nos dice Ugarte:

No creo que sea arbitraria la designación de 'campo' que aparece como primera palabra de los títulos... Me parece una palabra sumamente apropiada porque está abierta a diversas lecturas e interpretaciones. 'Campo' sugiere libertad, bondad y naturaleza; sin embargo en el contexto social específico de la España de los años treinta y cuarenta, significa todo lo contrario: límite, opresión, encarcelamiento, muerte321.



Siguiendo esta lógica de dislocaciones semánticas, Campo Francés no nos va a hablar de la belleza de la campiña francesa, sino precisamente de su conversión en lugar de encierro y opresión. Crónica, por tanto, de un tiempo de metamorfosis perversas, las que atañen en mayor medida a los republicanos españoles, aunque ya no sólo a ellos, pues lo que empezó siendo la tragedia de España se ha convertido en la tragedia de toda Europa.

Nuestro texto, escrito en forma de guión cinematográfico, cuya mayor economía y sobriedad expresivas contribuyen sin duda a afilar sus efectos dramáticos, comienza con la patética retirada de los republicanos   —198→   vencidos, acosados por los aviones fascistas, hacia la frontera francesa. Su primera frase nos sitúa ya en un contexto donde los valores del humanismo han sido dramáticamente subvertidos. Se trata de una frase escueta e inolvidable pronunciada por una anciana anónima en mitad de un camino arrasado: «¿Para qué sirven los niños?»322. Esta frase inaugura la temática de Campo Francés, en su desolada inflexión esta resumida la problemática de la novela y de aquel tiempo: el nulo valor de la vida y de la libertad en un mundo sometido a la enloquecida arbitrariedad de poderes despóticos. Creemos que este tema, el de la arbitrariedad del Poder y su incidencia sobre el individuo, es el tema fundamental de la segunda etapa narrativa de Max Aub, y de la misma manera opinan algunos de sus comentaristas más calificados. Así nos dice de nuevo Michel Ugarte:

A jew, an inmigrant with his parents, a republican refugee, a prision-camp survivor, a foreign resident in Mexico, and finally a stranger in his own country during his last stay, Max Aub, the life, is directly linked to the movements and vagaries of politics. It's a life that testifies to the arbitrariness of both exiles and politics, and it is this arbitrariness which stands as his most important literary theme323.



Ignacio Soldevilla parece referirse a la misma cuestión cuando asegura:

Son personajes épicos, personajes que, como el hombre de su siglo -y Aub lo sabe a toda costa- están sintiendo continuamente los tirones arbitrarios del destino, cosa que reflejan todos los personajes, luchen o no contra esa manía policiaca del Fatum324.



Pero Soldevilla recurre aquí a términos de tragedia clásica, sin especificar la naturaleza de ese Fatum, como si el destino histórico que se cierne sobre los seres humanos obedeciera a causas inexplicables o trascendentes. Conviene, por tanto, matizar este concepto de la arbitrariedad del Poder, pues su ambigüedad puede inducirnos a confusión. Efectivamente, pocas veces el Poder actúa gratuita o caprichosamente, más bien lo hace midiendo y sopesando cada uno de sus pasos, calibrando sus movimientos en función de relaciones aritméticas indicativas de costes y beneficios. Más que de arbitrariedad deberíamos hablar de los movimientos tácticos que el Poder ejecuta para preservar o dilatar su hegemonía. Si los acontecimientos históricos han revelado la debilidad de algunas de las hipótesis del marxismo clásico, hasta ahora nadie ha sido capaz de retar de forma convincente la tesis que propone a la lucha de clases como el motor primordial de   —199→   la Historia, la tesis que postula que es el deseo de las clases e individuos oprimidos por arrancar un reino de libertad al reino de la necesidad, y el deseo correlativo de los poderosos por impedirlo y acrecentar así riquezas y privilegios, lo que hace que la Historia se mueva, hacia adelante y hacia atrás, y que estalle. En esta dialéctica es donde hay que ubicar la arbitrariedad aludida. Y en el contexto histórico que nos ocupa su presencia es más que evidente. Ha sido fehacientemente demostrado que el fascismo triunfante no es sino la forma que adopta el capitalismo cuando se siente amenazado por la pujanza de movimientos progresistas, o cuando pretende pasar a la ofensiva en la lucha de clases, o cuando necesita extender el marco de su dominio territorial, etc. Estas son algunas de las causas que subyacen a la guerra civil española y a la Segunda Guerra Mundial. Otra cosa son las variantes más o menos demenciales que del fascismo podamos establecer, pero no otra es su esencia empírica. De ahí que no sea del todo exacto llamar arbitrariedad a lo que es pura táctica política establecida en función de resultados tangibles: más poder, más riqueza, mayor duración de ambos. En vez de arbitrariedad deberíamos hablar de indefensión del individuo ante la Historia y los poderes que la gestionan, deberíamos hablar de su condición fantasmal, trágica, y de la imposibilidad de decidir sobre la propia vida. La diferencia con respecto a la tragedia griega estriba en que la actuación inesperada y brutal sobre el destino individual y colectivo ya no se decide en el Olimpo, sino en gabinetes ministeriales, juntas de empresa, cuarteles generales; y que ya no son dioses airados quienes así actúan, sino seres humanos idénticos a sus víctimas.

Este es el tema de Aub, entonces, el tema de Campo Francés y uno de los temas de la literatura exiliada, pues todo exilio se funda en un acto de insumisión política frente a algún Poder. La diferencia de nuestro tiempo con respecto a otros anteriores (y aquí sí se aprecia la arbitrariedad del Poder entendida como indiscriminación) es que en el siglo XX no ha sido necesario cometer un acto activo de disidencia política para sentir toda la fuerza del Poder cayendo sobre nuestras cabezas, basta haber estado en el lugar menos apropiado, o no pertenecer al grupo étnico, religioso, social, ideológico... correcto, para ser objeto de implacable persecución y exterminio. Este es exactamente el caso que nos presenta Campo Francés, novela que, a través sobre todo de Julio, ilustra de manera precisa una de las figuras arquetípicas de nuestro siglo: la víctima inocente (todas lo son, por otro lado), es decir, el individuo que sin mediar acto concreto de su voluntad se ve atrapado en las redes ciegas de poderes concretos y abocado a la captura, la tortura y la muerte. La concreción suprema de este arquetipo, en su versión abstracta, es Josep K, el protagonista de El Proceso de Kafka. Julio Hofman es un digno epígono suyo, aunque con un mayor   —200→   grado de definición histórica. Una definición que se nos muestra desde la primera acotación de la novela: «Cataluña, 30 de Enero de 1939»325. En este comienzo del relato, la cámara del narrador, tras mostrarnos algunos de los personajes que pululan por el éxodo, se detiene en un voluntario de las Brigadas Internacionales, Juan Hofman, quien sentado en una cuneta escribe una carta a un hermano suyo residente en París. El autor, en vez de continuar mostrándonos la peripecia de este brigadista, o de cualquier otro de los miles de refugiados que se desparraman a su alrededor, decide seguir el viaje de la carta. De este modo, la siguiente secuencia nos sitúa en el momento en que ésta llega a su destino, París, al inmueble donde reside el hermano de Juan, Julio, con lo que se establece así la relación que va a presidir el argumento de la novela y su sentido último. Efectivamente, en principio nada indica que exista ningún vinculo entre lo que ocurre en esos momentos en España y la aparente normalidad parisina, salvo una polarización en la opinión social respecto a la guerra española que el autor se encarga de representar en el cartero (la indignación) y la portera (la indiferencia). Cuando la carta llega a manos de Julio sabemos que éste se sitúa en el espacio de la indiferencia y de la incomprensión respecto a la postura militante de su hermano. Tenemos así una relación entre dos espacios y dos actitudes ante la realidad. La actitud de Juan es la del compromiso político izquierdista, que considera la guerra de España como un conflicto internacional que trasciende las fronteras españolas y en el que se decide la posibilidad de la democracia real. La actitud de Julio es la de la inferencia y el desprecio hacia aquello que ignora o que considera peligroso para sus intereses pequeño burgueses. La relación entre los dos hermanos, presidida ahora por la impermeabilidad ideológica, no sólo va a dar lugar al desarrollo del relato, sino que ilustra también esa polarización ideológica a la que antes aludíamos y que es constituyente del conflicto que el texto nos presenta. El relato nos va a mostrar la evolución ideológica de Julio en función de su devenir personal, que a su vez está absolutamente determinado por el devenir histórico. Esta evolución implica una toma de conciencia frente a la realidad, una pérdida de inocencia frente a la misma como consecuencia de ese choque entre el individuo y el poder que hemos asegurado es uno de los temas de la novela. Analicemos ahora al personaje de Julio para apreciar esta problemática es su justa medida.

Julio es un prototipo de pequeño burgués recién llegado a este segmento social y de ahí sus evidentes ansias de integración. Sus rasgos ideológicos son los que corresponden a la clase recién estrenada: individualismo, compostura, fidelidad, obediencia, insolidaridad, desdén   —201→   hacia aquello que no redunde en su bienestar inmediato, agresividad frente a cualquier actitud que tienda a cuestionar su forma de vida. Su condición de extranjero (y aún más, de apátrida) explican su exagerado nivel de vigilancia y acatamiento de las normas sociales dominantes. Desea integrarse por encima de todo, ascender en la escala social, y eso incide en su progresiva desintificación, en su creciente alienación: nunca es él mismo, sino lo que se supone que debe ser un buen ciudadano. Por todas estas razones su percepción de la guerra civil española, y de lo demás, no puede ser otra que la que se reflejan en estas palabras:

No, señora, no se moleste: no tomo entradas en favor de nadie. Ni de los niños españoles. Que cada cual se las arregle como pueda... Si se le estropea la radio, se la compondré mejor y más barato que nadie. Por eso no necesito que vaya alguien por ahí vendiendo billetes para remediarme. No, señora, no, no se moleste, ya le he dicho que no. Por ese precio prefiero ir a ver a Fernandel, esta noche, en el cine de la esquina. Por lo menos ése no engaña a nadie326.



Sin embargo, indirectamente, Julio va a verse salpicado por las secuelas de esa guerra a cuyas víctimas tan cruel y estúpidamente desprecia: la policía francesa le confunde con su hermano Juan, objeto de busca y captura por su militancia antifascista en la guerra de España (encontramos aquí una de las subversiones a las que antes aludíamos como características del tiempo referencial de la novela y por tanto de la novela misma: la persecución de los antifascistas por supuestos regímenes democráticos oficialmente antifascistas. La explicación a esta ruptura de la lógica democrática hay que buscarla en el proceso de fascistización en que se encontraba en esos momentos la derecha francesa y que tan clara habría de quedar tras la invasión nazi y la constitución del régimen de Vichy. Esta subversión, al igual que otras que iremos viendo, constituye unos de los motivos recurrentes de la novela, todos los cuales contribuyen a crear su núcleo temático). Esto supone la primera detención de Julio, durante la cual comprueba que la policía no siempre es amable. Sin embargo, logra ser puesto en libertad, lo que refuerza su confianza en la bondad de un sistema que tan escrupulosamente vela por la seguridad de sus ciudadanos. Pero esta confianza está minada por dentro: Julio sabe que su situación de apátrida es un factor de riesgo en los tiempos que corren (así lo afirma en la página 46). Tiempos que el autor refleja en continuos intercalados mediáticos referentes a la secuencia de los hechos históricos que se suceden sincrónicamente, que de forma inexorable se deslizan hacia la Segunda Guerra Mundial. Así aparecen primeras páginas de periódicos   —202→   (recordemos que nos hallamos ante un guión cinematográfico), noticias radiofónicas, partes cinematográficos proyectados en salas de cine donde minuciosamente se encadenan la crisis de Los Sudetes, el pacto de Munich, el pacto germano-soviético, la invasión de Polonia, la declaración de guerra... con lo cual se nos muestra un repertorio de hechos históricos paralelo a la peripecia de Julio y que de decisivamente sobre ella. Así, el inicio de la Segunda Guerra Mundial va a suponer la segunda y fulminante detención de Julio (al igual que la de otros miles de extranjeros, militantes antifascistas, simples delincuentes sociales...). Este hecho paradójico, esta subversión, es un motivo recurrente, expresado en varias ocasiones por los propios afectados. El mismo Julio, a pesar de su alienación, es consciente de ello:

Pero ¿contra quién hacen la guerra? ¿contra los fascistas? Entonces ¿por qué detienen a los antifascistas?327



Un aviador checo resume esta absurda situación:

Tal vez no lo creáis, acabo de llegar, pero cuando lo de Munich yo, que soy aviador, vine de Praga aquí, con mi aparato, a servir a Francia; y aquí me tienen328.



Y es que la irrupción de lo absurdo, de lo irracional, es una de las consecuencias directas del proceso de fascistización en la medida en que éste quiebra las bases convencionales de la convivencia, de la ética y el derecho racionalistas. Ya hemos comentado que la novela comienza con una frase brutal que encierra en su laconismo la tragedia y el absurdo de ese tiempo histórico: «¿Para qué sirven los niños?». Efectivamente, esta frase, de nula relevancia narrativa y por tanto de alcance exclusivamente simbólico, temático, nos introduce en un espacio socio-histórico en el que los valores y las certidumbres democráticas vigentes han sido barridas, subvertidas, metamorfoseadas, y en su lugar se ha instalado un espacio ético y político sometido a la virulencia de la irracionalidad; pero de una irracionalidad sometida a su vez a la razón utilitaria del poder. Esta situación tiene su reflejo textual en multitud de elementos que el narrador instituye como motivos temáticos destinados a subrayar su visión de ese mundo y a configurar el drama que inevitablemente suscita: el choque entre el individuo y el poder. Tales motivos se refieren, por ejemplo, a la detención de los antifascistas, de los extranjeros, de los delincuentes comunes, circunstancias que ya hemos mencionado. No obstante, pese a las alusiones directas a estos hechos, o su propia narración, el autor crea escenas donde lo absurdo es elevado hasta el paroxismo a fin de expresar esa realidad. Así, los   —203→   propios espacios donde tales escenas suceden ha visto invertido su fin. Tal es el caso del estadio de Rolland Garros, espacio habitual de lo lúdico, reconvertido ahora en insólita prisión; o la campiña de Le Vernet, idílico paraje utilizado como campo de concentración. Aub es consciente de estos contrastes y la relación de contigüidad que establece en su texto enfatiza esas paradojas:

Los barracones grises y viejos, las alambradas, las casetas de los guardias. El campo, hermoso, alrededor. Al fondo, los Pirineos329.



Otras escenas destinadas a expresar lo absurdo rozan la desrealización característica de tendencias estéticas ajenas al realismo (como el teatro del absurdo, por ejemplo); sin embargo, estos caso no son sino la expresión de una realidad ya de por sí desrealizada, es decir, despojada de la lógica convencional, forzada hasta el punto de que las cosas pierden su función, las palabras su significado y los hombres su dignidad, ya sea en papel de víctimas, ya en el de verdugos. Ocurre así en la improvisada fiesta de los presos en Rolland Garros, escena digna de Beckett o Ionesco, en el que el patetismo de las actuaciones digna de los presos y la grosera brutalidad de los guardias reflejan la degradación inherente a ese estado de cosas. Otra escena que apunta en la misma dirección se produce cuando Casteras, uno de los republicanos presos, tiene que identificarse al ingresar en Le Vernet. Casteras asume aquí el absurdo de la situación y se inventa un nombre absolutamente extravagante que el funcionario de turno apunta con indiferente normalidad. El comportamiento de Casteras nos indica dos cosas: la primera, que lo irracional de la situación ha llegado a tal extremo que da exactamente igual quién sea uno o qué sea, porque el destino individual no depende de la identidad o de la voluntad propias, sino del funcionamiento ciego y obtuso de la máquina represiva. La segunda, que el sentido del humor no es sólo más racional que la realidad impuesta, sino también una estrategia de supervivencia, de venganza y de lucha en el infierno del campo.

Julio, durante buena parte de su internamiento, no llega a asumir que la realidad funcione ahora bajo esos parámetros absurdos y así continúa pensando que su detención obedece a un error burocrático subsanable. En este sentido nos recuerda a ese personaje la de San Juan, Tragedia que sólo le oponía a Hitler una objeción: la de ser antisemita; Julio, en la misma línea de necedad interesada, sólo objeta al sistema que cometa errores burocráticos que le afecten a él personalmente. Por eso, en la siguiente cita, muestra todavía su confianza en la bondad de ese sistema al tiempo que su sumisión a las ideas dominantes:

  —204→  

Tengo la desgracia de tener un hermano bolchevique. La policía está muy bien hecha: lo mío es una equivocación, pero podría no serlo. En mi expediente consta muy claro. En cuanto lo vean se darán cuenta y me soltarán330.



Pero Julio desliza aquí una inquietante alusión acerca de que quizás su internamiento no sea tal equivocación, lo que nos indica que ha empezado a comprender. Ni los esfuerzos de María, su esposa, ni los de su hermano Juan, quien se entrega a la policía para poner en evidencia el error policial y lograr así la liberación de Julio, van a obtener resultado alguno. La fascistización de la democracia francesa se ha consumado. A partir de este momento cualquier apelación a la lógica democrática se va a revelar impotente. Prueba de ello es el peregrinaje kafkiano de María por todo tipo de instancias administrativas, judiciales, sociales, para probar la inocencia de su esposo. Este peregrinaje nos lleva desde las sórdidas oficinas policiales hasta los refinados salones de la burguesía, donde la xenofobia emerge como uno de los rasgos evidentes del fascismo. Este es el diálogo entre María y una amiga suya:

MARÍA.-  Así ¿no puedes hacer nada?

JULIETA.-  No.

MARÍA.-  ¿Aunque quisieras?

JULIETA.-  Tú lo dices. Yo soy muy francesa. Julio no tendrá nada que reprocharse, pero es extranjero.

MARÍA.-  Sí.

JULIETA.-  Tanto que se callaba muchas veces para que no se le notara el acento331.



Aub desliza numerosas alusiones a este proceso de fascistización de la burguesía francesa. Casteras explica así el sentido de esa situación:

Ciego, el egoísmo. Vino lo de Etiopía y Laval echó abajo las sanciones. Vino lo de España e inventaron la no intervención y nos ahogaron. No querían saber nada: que les dejaran con sus aperitivos y su mantequilla, que no les quitaran nada de lo que tenían. ¿Así cómo quieren hacer la guerra? ¿Cómo iba a hacerla el pueblo que veía que nos encarcelaban? ¿Cómo la iban a hacer los oficiales que admiraban a Hitler por sus métodos y su anticomunismo? ¿Crees que si de veras hubieran sentido por qué luchaban hubiesen entregado París? ¡vamos! En 1870 se defendieron. Había algo podrido y arrastró todo el edificio332.



  —205→  

Hay que decir que en Francia, al igual que en la mayoría de los países de Europa, las tensiones sociales y políticas habían ido in crescendo desde la crisis del 29. La subida al gobierno del Frente Popular, y su aprobación de numerosas medidas favorables a la clase obrera, habían colmado la paciencia de la burguesía y de sus sectores afines. De hecho, se puede decir que la situación en Francia no era muy diferente a la que en España había provocado una guerra civil. Pero a la derecha francesa no le hizo falta propiciar un golpe de estado para liquidar el ímpetu emancipatorio de las clases populares. La invasión nazi les brindaría en bandeja esa oportunidad sin correr con los riesgos, y los gastos, de una guerra civil. Por eso, el régimen de Vichy no se impuso entre sus obligaciones, como se les supone a unos señores que se califican patriotas, expulsar de su suelo al enemigo secular, sino trabajar a su lado para exterminar a la izquierda. El juicio a Léon Blum ilustra perfectamente el orden de prioridades de esa burguesía. Así, entre los cargos que se imputaban al líder del socialismo francés, figuran los siguientes: «Ley de 40 horas semanales, aplicación brutal de la ley de las vacaciones pagadas, complacencia del gobierno ante las huelgas y la propaganda subversiva»333. Es decir, a gobierno se le juzgaba, y condenaba a cadena perpetua, por haber puesto en práctica un programa electoral mayoritariamente votado por el pueblo francés. Tal actitud atacaba en su base el sentido de la democracia, el humanismo y los valores de la modernidad que, con mejor o peor fortuna, habían empezado a imponerse en la vieja europea desde el siglo XVIII. El exilio español, y previamente la derrota de la República, son un efecto de este proceso, es decir, que si Francia (pese a los deseos de Blum) y el Reino Unido no ayudaron a la democracia española fue porque sus élites no creían en la democracia, o, al menos, no creían en una democracia que no pudieran controlar, en una democracia real. En esa coyuntura, es difícil que el trato otorgado a esos refugiados españoles que cruzaban a miles la frontera hubiese sido distinto del que fue. Volviendo a la novela, Julio se nos aparece como el individuo atrapado en esa dinámica de tensiones a punto de estallar, a la vez responsable y víctima de ese estallido, pues su actitud de indiferencia frente a los problemas de su entorno, su egoísmo insolidario y su ceguera oportunista no son sino formas de aquiescencia frente a la irrupción de la tiranía. Su tragedia personal nos enseña que la lucha antifascista implica a cualquier hombre de cualquier lugar, es decir, le implica a él tanto como a su hermano, de ahí que el motivo narrativo de la carta, la que Juan le envía al principio de la novela, sea también un motivo temático, el eslabón que une a todos los hombres cuando la   —206→   opresión se desata sobre ellos, aunque se desate sólo sobre uno de ellos. No es otra la moraleja que se desprende de su peripecia, de esa peripecia que en el campo de Le Vernet, irónicamente, le hará coincidir con su hermano, ahora los dos presos, víctimas de la misma injusticia. Sin embargo, Julio ya no es el mismo, ya no es el hombre asustado y mezquino del comienzo de la novela. Así le dice a su hermano en su breve conversación de Le Vernet:

He cambiado un poco. No mucho, no vayas a creer. (...) Me han enseñado algunas cosas estos últimos tiempos. Te agradezco lo que hiciste por mí334.



Efectivamente, Julio ha empezado a experimentar la evolución ideológica que le lleva desde la ignorancia a la lucidez y a la concienciación política. Evolución que nos habla de la perplejidad del individuo más o menos ingenuo que de repente, y de forma brutal, se percata de la maquinaria secreta y brutal que mueve los destinos del mundo y el suyo propio. De esta revelación nace una nueva persona que crece desde la necedad a la sabiduría, del egoísmo a la solidaridad, de la sumisión a la dignidad beligerante, y en el que Aub encarna el choque desigual y trágico entre el individuo y el poder. El cambio de Julio es paulatino, pero alcanza su punto de no retorno cuando es trasladado a Le Vernet tras una durísima marcha a pie desde París, en la cual el destino de los retardatarios consistió en morir tiroteados en las cunetas. Tal cambio ideológico implica un cambio en el talante de Julio y en su comportamiento. De este modo, la más humillada de las víctimas, la más sumisa, la más apocada, va a pasar a convertirse en uno de los presos más rebeldes y reivindicativos, incapaz de tolerar la más mínima violación de sus inexistentes derechos. Esta actitud le acarrea los peores castigos, los cuales no consiguen sino reafirmarle en su actitud, en su nueva identidad. Esto es lo que les dice a sus compañeros de celda de castigo:

He vivido ciego. No, ciego no. Pero con una gran pared enfrente. (...) A lo primero, aquí, os tenía poco más o menos por bandidos. Todo lo que no era mi vida me parecía falso; todos hipócritas, todos yendo a lo suyo, que no tenía nada que ver con lo mío. Poco a poco he visto que no. He aprendido que anda por el mundo algo que quiere impedir que me quiten lo que tenía (...) Y he visto que los que me defendían no era lo policía sino otros hombres perseguidos. Antes la libertad me parecía una palabra más. Y ahora resulta que sé lo que es la libertad y que lo he aprendido donde no la hay. No sé explicarme (...) Es curioso, ahora que no soy nadie empiezo a sentirme algo (...) Antes me dejaba llevar, ahora me siento otro335.



  —207→  

Este talante de Julio nos enseña que si bien el hombre no puede elegir su destino, pues éste se haya absolutamente sobredeterminado por multitud de factores que escapan a su control, sí puede elegir la actitud a adoptar frente a él, puede elegir entre la sumisión humillada o la dignidad beligerante, orgullosa, por mucho que ésta adelante tragedias. Tal es la elección de Julio, quien aprende de ella que no es lo mismo un hombre derrotado, encadenado, que un hombre vencido, que uno puede estar prisionero pero ser más libre que los obtusos guardias que apalean detenidos. Mantecón, otro republicano español también internado, se refiere a esto cuando dice: «Lo que llevas dentro ¿quién te lo quita?»336. Y es sin duda esta superioridad moral la que, a través de Julio y de los otros presos, muchos de ellos republicanos españoles o miembros de las brigadas internacionales, Aub atribuye al exilio republicano: derrotado pero no vencido, errante, sin tierra propia que llevarse a la boca, pero con el bagaje de la dignidad y de la legitimidad históricas en su haber.

Esta actitud de resolución heroica de Julio no es exclusiva suya en el ámbito ficcional de El Laberinto, otros muchos personajes la adoptan igualmente. A este respecto comenta Soldevilla:

De cada uno de sus personajes toma un fragmento de actitud heroica. Porque cada uno de ellos, como individuo, es más pasivo que activo en relación con los hechos. Se ve envuelto en ellos, pero no surge de él ni necesariamente los condiciona; siguen siendo el juguete de poderes hostiles o favorables, que intervienen en sus vidas, como en las de los personajes homéricos. Y a la vez, como en los de Esquilo, toman un gesto resuelto de responsabilidad, que les sale de la entraña ética, y por un momento se obstinan frente al azar y niegan el sino (...) en eso se distinguen los héroes de los antagonistas en las obras de Aub: estos últimos no tienen jamás ese gesto337.



Ese gesto nos conduce directamente a la resolución de la novela, a la resolución del conflicto planteado entre sus dos principales actantes: el poder y el individuo. Ya hemos dicho que María, la esposa de Julio, paralelamente a la peripecia de su marido, no ha cejado en el intento de conseguir su liberación por todos los medios a su alcance, legales o no, sin mayor éxito. Su protagonismo en el desenlace, no obstante, va a ser decisivo al sobornar sexualmente a un sargento de la guarnición de Le Vernet con el fin de que facilite la fuga de Julio. Tal parece que va ser su actitud, pues, cuando la huida se produce, durante una conducción exterior de presos, el sargento impide que los guardias disparen sobre Julio mientras éste intenta ganar a nado la orilla opuesta del río donde ha iniciado su escapada. Sin embargo, una vez que Julio se   —208→   encuentra en la otra orilla, da la orden de fuego terminando con la vida del fugitivo en lo que es una de las mejores escenas de la novela por su construcción a base de suspense (no sabemos cuál es la verdadera intención del sargento) y sorpresa (cuando todo indica que efectivamente ha permitido la huida, la frustra de la manera más radical). La novela se desliza así, definitivamente, hacia el espacio de la tragedia, que hemos dicho es la condición existencial del ser humano en un mundo controlado por poderes despóticos. Aub parece indicarnos que ese enfrentamiento entre hombre y poder se salda siempre con el aniquilamiento del primero, que no hay otras alternativas que no sean las de la muerte, por un lado, o la sumisión y la aquiescencia, por otro. Sin embargo, la novela no acaba con la muerte de Julio. Su proceso de evolución ideológica ha tenido su correlato en la propia evolución de María, ahora también detenida por haber intentado sobornar al sargento aludido. Y la llama de rebeldía que había dignificado los últimos meses de la vida de Julio, que le habían hecho encontrar una nueva y gozosa identidad exenta de miedo y humillación, encuentra relevo en su mujer, quien finalmente también comprende que la solidaridad es la única forma de enfrentarse al poder. De este modo, cuando llega a oídos de las mujeres presas que los prisioneros considerados más peligrosos van a ser deportados a Argelia, es María quien convoca a sus compañeras a la rebelión, para impedirlo:

Yo creía, como todas, que lo primero era nuestra tranquilidad: mi casa, el pan de cada día. Yo lo creía y alentaba a mi hombre en ese camino. Le aplaudía al oírle: ¿para qué sirve la política? ¿Qué más da? ¡Que nos gobiernen como quieran! ¡Si tú me quieres y yo te quiero, si no nos falta para el cocido y podemos ir al cine el sábado... Y porque así lo creímos vino lo que ha venido. Por creer eso estamos donde estamos y él ha muerto. Si todas hubiéramos gritado: ¡Eso no! ¡eso no!, todas a una... No estaríais aquí, españolas, sino en vuestra tierra española, comiendo pan español, y oleríais el sudor español de vuestros hombres por la noche... Y vosotras, alemanas, no habrías perdido el hábito de vuestros maridos, machacados en los campos alemanes, y vosotras, polacas, y vosotras italianas, y nosotras francesas, no estaríamos aquí sino, a lo sumo, en donde fuera, luchando. Ahora se los llevan a África, para matarlos de calor y trabajo. ¡Basta! ¡Basta! ¡No podemos perder más de lo que hemos perdido! Y aunque lo perdiéramos ¡qué más da! Lo poco que aún tenemos nos lo irán arrebatando. ¿Qué? ¿Dudáis? ¿Tenéis miedo? ¿No sois mujeres? Si éstos se van, mañana se los llevarán a todos ¡No más! ¡No más!338



El resultado del motín es su violenta represión por parte de la guarnición del campo, que se sucede hasta que es anunciada la suspensión   —209→   de la deportación. No obstante, los lectores sabemos que esta suspensión no es más que una artimaña del mando del campo para aplacar los ánimos de los presos y presas. Estos no lo saben y deponen su actitud. La última secuencia de la novela nos muestra la atención a los heridos. Merece la pena citar la acotación con la que se cierra la novela, pues su alcance simbólico y su carga emotiva son elocuentes:

Villanueva transportado a hombros, en camilla, por tres internados y un guardia móvil. Villanueva empieza a cantar La Marsellesa con voz desgarrada. La camilla atraviesa el campo. Todos -hombres, mujeres, alineados o formando grupos- poco a poco, se van sumando al canto, sanos y heridos. Una Marsellesa lenta, trágica.

Las cuatro cabezas de los que llevan la camilla y el herido. La cara del guardia móvil en cuyos ojos asoman lágrimas. La Marsellesa339.



Este final, irónico y trágico a la vez (irónico porque La Marsellesa es el himno revolucionario, fundacional, de ese estado francés que ahora, violando los principios y deberes por los cuales fue constituido, reprime así a su pueblo y a los militantes antifascistas de toda Europa, que no reclaman otra cosa que la aplicación real de esos principios y deberes; trágico por razones obvias) podría parecer que certifica el absurdo de la Historia. La sangrienta represión parece indicar que para Aub no existe esperanza, que la derrota permanente del individuo y la colectividad en la lucha contra el poder es un hecho incontrovertible. Sin embargo, la rebelión de los presos y las presas deja abierta una puerta a la esperanza; la asunción por parte de todos ellos de la necesidad de la solidaridad y la resistencia supone que la resolución del conflicto quede abierta, en espera de una solución futura. El cambio de María, y su improvisado discurso, así nos lo indican, pues en ella se personifica el abandono de la vía individualista, es decir, de la búsqueda de soluciones personales a los conflictos colectivos, en favor de la acción unitaria, de los esfuerzos compartidos. En Campo Francés Aub nos ha ofrecido su visión de ese primer estadio del exilio republicano, el que se desarrolla en territorio francés entre los años 1939-1945. Lo que resalta aquí es que la derrota republicana, la derrota antifascista, se prolonga en tierra francesa debido al proceso de fascistización en que la burguesía francesa se encontraba en esos momentos. De ahí la primordial intención del autor de mostrar que el fenómeno del fascismo no era algo que incumbiese exclusivamente a esos rojos españoles que cruzaban a miles la frontera, sino que implicaba a todos los hombres de todos los lugares. No otro sentido tiene la invención de Julio y María, a través de cuya peripecia contemplamos todas las etapas de la fascistización de la democracia   —210→   francesa (responsabilidad de la burguesía y de la pequeña burguesía, subversión de los valores democráticos, arbitrariedad del poder, enfrentamiento, tragedia). La evolución ideológica de estos personajes apunta en la misma dirección: si en un primer momento su indiferencia política no es sino una forma de coadyuvar al advenimiento del fascismo, su cambio posterior nos enseña que sólo a través de la resistencia solidaria es posible hacerle frente, y derrotarle. Como sugiere el final de la novela, que hemos calificado de abierto y por tanto susceptible de albergar nuevas posibilidades, Aub deja abierta la puerta a la esperanza de que la derrota no sea irreversible. En el terreno individual, Julio ilustra la lucha entre el hombre y el poder y la condición trágica de esa lucha. El hombre se ve incapaz de hurtarse a los zarpazos de un destino urdido por otros hombres. Lo único que le queda es la posibilidad de elegir la forma de asumir ese enfrentamiento inevitable: la sumisión humillada o la beligerancia heroica; Julio comienza optando por la primera para inclinarse después por la segunda. Ésta acelera el desenlace luctuoso, pero también hace que la vida, aunque sólo sea por unos instantes, merezca la pena de ser vivida, de recibir ese nombre. No de otra forma se puede entender el vitalismo que envuelve a Julio desde el momento en que decide enfrentarse a sus opresores y oponer su dignidad humana y su razón a la brutalidad y la sinrazón de sus antagonistas. Este cambio produce a su vez un cambio en la percepción que los otros presos tienen de Julio. Al principio su opinión de él no puede ser más desfavorable (alienado, estúpido, reaccionario, servil, cobarde). Más tarde empiezan a admirarle y a quererle. Cuando cae asesinado sus compañeros le rinden homenaje: «Por nuestro compañero, asesinado ayer, un minuto de silencio. ¡Firmes!»340. Este minuto de silencio es un homenaje a la memoria; pero no sólo a la de Julio, sino a la de todos los hombres y mujeres que Aub había visto morir en los campos franceses, en Argelés, en Le Vernet, en Djelfa... en todas las geografías del éxodo y de la infamia; un homenaje a todos esos hombres y mujeres que, de repente, una mañana cualquiera, despertaron convertidos en asombradas cucarachas.

Bibliografía

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ArribaAbajoLa identidad en el exilio: Semprún y Montherlant

M.ª Pilar Suárez


Universidad Autónoma de Madrid


Dice Italo Calvino, hablando de literatura, que ésta, al igual que el espejo de Perseo, consigue dominar el rostro temible de la realidad: la fuerza de ese espejo reside en que permite evitar una visión directa de los monstruos, pero sin que ello implique el olvido de la realidad misma341. Tal vez por eso el exilio es una de las experiencias humanas que con mayor frecuencia han sido objeto de tratamiento literario, bien constituyéndose en tópico central de un universo ficcional, bien revelándose como referente último de un discurso que parece no evocarlo de manera explícita.

En el contexto de la reflexión sobre el exilio español en Francia, hemos optado por plantear nuestro trabajo desde el ángulo de la literatura francesa: nos centraremos en Jorge Semprún -«escritor bilingüe por estar expatriado» (AFS)-, y en tres de sus obras: Le Grand voyage (1963), Autobiografía de Federico Sánchez (1977) -escrita en español- y L'Algarabie (1981), cada una de las cuales tiene como personaje central a un exiliado español, proyección del «yo» del autor. Dentro del conjunto de la producción de Semprún, hemos elegido estas tres obras porque cada una de ellas -compuestas desde contextos vitales distintos- ofrece una perspectiva diferente del hecho del exilio: el contexto marcadamente épico del Grand voyage, contrasta con la expresión del desencanto ante las estructuras del PCE (Autobiografía), para finalmente, mostrar en L'Algarabie una visión del exilio -y del desexilio- marcada por la fatalidad.

Junto a estas obras de Semprún, hemos querido también considerar la novela de un autor francés, Henry de Montherlant -Le Chaos et la Nuit-, cuyo personaje central es precisamente un español exiliado en Francia. Fiel a su interés por algunos episodios de la historia de España,   —214→   a lo largo de diez años, de 1952 a 1962, Montherlant aborda una cuestión inscrita en el pasado más reciente.

El tema de la guerra civil española, y los problemas que de ella se derivaron no dejó indiferente a la opinión francesa342, y esto se plasmó en la literatura. Las posiciones tomadas ante la contienda (distinta según los ángulos políticos desde los que ésta era observada), fue más allá del pintoresquismo, pues al hilo de la guerra se suscitaba la cuestión más profunda de la capacidad que el hombre tiene de intervenir en la historia.

Pero en lo que respecta a la literatura sobre el exilio, ésta es menos abundante que la literatura que gira en torno a la guerra en sí. Montherlant aborda esta cuestión desde la constatación de la derrota del exiliado: el antiguo luchador español se convierte en un tópico cultural que evoca una serie de aspectos que sobrepasan la pura cuestión histórica española: Le Chaos et la Nuit ni siquiera pretende ofrecer un retrato fiel de este fenómeno, antes bien, busca expresar la relación de oposición que media entre un hombre y la sociedad en la que vive.


ArribaAbajoSemprún y la experiencia del exilio

En la literatura sobre el exilio, la relación que existe entre los hechos narrados y el tiempo de la narración es uno de los factores más significativos, pues de algún modo esa configuración temporal se hace eco de la forma que tiene el sujeto de percibir el exilio como hecho integrado en su propia historia. Así, podemos encontrar opciones que van desde la presentación del pasado inmediato, ligado al espacio de la patria natal, hasta un «destiempo» en el que no hay una referencia expresa ni al exilio ni a sus causas; ni tan siquiera a su tiempo cotidiano343.

Semprún siempre trata el tema desde un tiempo retrospectivo al hecho enunciado; pero en Le Grand voyage344 aborda el exilio desde una perspectiva indirecta -la experiencia de la deportación a los campos de concentración alemanes-; en la Autobiografía de Federico Sánchez345 filtra el componente de la autobiografía-memoria por el tamiz de la ficción; en tanto que L'Algarabie346, es una historia marcada por el predominio de lo ficcional, en cuyo marco se entrelazan datos de la vida del autor. Estas obras giran en torno a personajes que son «dobles»   —215→   del yo-Semprún y que aparecen bajo seudónimos que él mismo usaba, o sirviéndose de nombres ficticios, que reenvían a dichos seudónimos. Todos ellos tienen en común el estar marcados por una tensión entre su ubicación física efectiva y la pulsión hacia el espacio «materno»: el exilio se convierte en el ámbito de la lucha y de la espera.




ArribaAbajo1. Gérard

En su primera obra, Semprún opta por un «destiempo» de la narración, desde el cual enuncia tres tiempos diferentes que se entrecruzan a lo largo de la obra:

tiempo del campo de concentración

tiempo posterior al campo de concentración y

tiempo del viaje hacia el campo de concentración.



A pesar de la coexistencia de tiempos y temas, el tiempo del viaje es la clave fundamental de la obra, que comienza con su inicio y finaliza a su término. Pero a pesar de que el tema central del Grand voyage no es el exilio de España a Francia, sino la deportación desde Francia al campo de Buchenwald, el proceso del viaje, como ya han señalado algunos investigadores347 tiene un valor de amplificación del hecho mismo del exilio; y es desde la introducción de este tema como el narrador enuncia una serie de cuestiones relacionadas con la identidad: su regreso del campo de concentración no tiene para él el valor pleno de «regreso a casa» -«no soy un repatriado; soy un extranjero... casi le agradezco a esta mujer rubia que me lo haya recordado» G. V., pp. 132-133-. De hecho, la reivindicación de su condición de extranjero en Francia es una vía de reafirmar su identidad española; y todo ello a pesar del compromiso asumido en ese país en la resistencia -«je m'appelais Gérard...»- y de su perfecto manejo del francés. Esta cuestión se desliza hacia otra vertiente de la alteridad: el que es considerado «meteco» por los franceses, es un «rojo» para los que en su país se autodenominan «nacionales».

Le Grand voyage plantea el exilio desde una doble perspectiva propiciada por el contrapunto temporal: el momento mismo del viaje -viaje hacia lo desconocido, jalonado por las ideas de la muerte y la fatalidad-, y la visión del mismo hecho desde una perspectiva «histórica». Casi podemos considerar sintomático que esta obra comience a ser escrita en Madrid, tal y como aparece señalado en la Autobiografía de Federico Sánchez -«Hoy 17 años después...» (AFS: p. 189)-: desde la recuperación del espacio propio, el exilio-deportación llega a   —216→   ser enunciado de tal modo que el horror que rodea los hechos no oculta la dimensión de lucha contra la abyección que el narrador confiere a la acción narrada.

Entendiendo como «abyecto» todo aquello que lanza al sujeto hacia su propio hundimiento, o todo lo que supone una invasión desordenada de la vida por parte de la muerte348, podemos decir que en Le Grand voyage abundan escenas en las que la abyección toma cuerpo: los vagones de tren repletos de hombres desnudos que suscitan la burla de los eventuales espectadores, las muertes producidas a lo largo del viaje, la propia existencia de los campos -quiere ser ignorada por los que viven en sus alrededores-, la obligación de presenciar las ejecuciones o el espectáculo de niños devorados por perros..., son sólo algunas de las imágenes que permiten al narrador evocar la incertidumbre y el miedo de entonces, para inmediatamente relacionarlas con situaciones inscritas en un tiempo más próximo al de la narración: los ghettos de Sudáfrica, la miseria de algunos poblados chabolísticos madrileños; en definitiva, la coexistencia de la vida «normal», con núcleos presididos por el horror. Se hace evidente que Le Grand voyage supera la mera crónica de la deportación, para constituirse en vía de enunciación de una experiencia del caos -la del propio exilio- de la que el campo de concentración, no es sino una concreción particular. Pero detrás de todo subyace una conciencia de lucha contra la violencia «estoy detenido porque soy libre: me he visto en la necesidad de ejercer mi libertad» (GV, p. 53). Y es que la lucha contra el nazismo adquiere la dimensión de lucha contra el régimen franquista, desde la esperanza que la caída del uno arrastrará la del otro («Defiendo a mi país defendiendo a Francia»). Así, aunque la salida de Buchenwald no implica un regreso a la patria; sí existe en ese proceso una idea implícita de acercamiento a ella -«no vuelvo a mi patria, pero me acerco» (GV)-. En este sentido podemos considerar que el «yo» de Semprún se hace eco de un sentimiento que animó el espíritu de muchos exiliados, que vieron en la lucha contra el fascismo desde Francia una vía de recuperación de la propia dignidad.

El narrador de Le Grand voyage toma la forma de la primera persona; sin embargo en el breve espacio que abarca el último capítulo ese «je» es reemplazado por un narrador en tercera persona que centra su atención, y la del narratario, sobre le personaje de Gérard en el momento de su llegada al campo de concentración; el narrador subraya el momento de la integración del personaje con los que allí están: no es anecdótico -y más adelante volveremos sobre ello- que la última escena de la novela sea el momento en que nuestro personaje,   —217→   dañado en una pierna, camina ayudado por otros presos, zafando así su cojera a los ojos de los guardianes nazis.

El caos, en el sentido más literal del término, sólo puede verse superado por la actuación del hombre apoyado por el grupo. Esta relación es expresada en la ayuda física proporcionada a Gérard en esta escena final, y desde esa perspectiva, podríamos también entender la obra como una especie de epopeya de la colectividad, donde la muerte del compañero es la muerte propia, y la ayuda del compañero es determinante para salvar la vida: lo abyecto es así vencido desde la fuerza del grupo.

Acabamos de introducir el concepto de «epopeya» y tal vez, antes de continuar, convendría precisar desde qué ángulo, en lo sucesivo, vamos a servirnos de este término: la epopeya -relato poético de una gran hazaña- se sustenta sobre una visión energética y conflictual del mundo, a partir de la cual se produce la emergencia del orden en medio del caos. Con el correr del tiempo, la epopeya ha legado a la novela sus aspiraciones a la «totalidad cíclica»349: el esquema heroico se ve liberado de sus formas iniciales para convertirse en vía de presentación de un sueño nuevo que surge de lo más profundo del hombre. En esa epopeya moderna, ya no es necesario que el héroe pertenezca a un rango elevado: nace el héroe burgués capaz de llevar a cabo una acción grande en sí misma, concebido como eslabón representativo de una cadena de acciones más vasta y como concreción de una fuerza inmanente que le sobrepasa: en el caso que nos ocupa la idea central es la lucha colectiva por un ideal de libertad. Esta será una constante temática en la obra de Semprún, y volverá a aparecer en la Autobiografía de Federico Sánchez.




ArribaAbajo2. Federico Sánchez

De todos los personajes de Semprún, tal vez el más conocido es Federico Sánchez350. Nació como consecuencia de una elaboración «ficcional» que pertenecía a la realidad (el seudónimo que Semprún asumió durante su militancia clandestina en el PCE), su existencia está ligada a la de personajes que aparecen en anteriores obras del autor:

-en Soledad (1947) aparece el personaje de Santiago, antecedente ficticio de Federico Sánchez.

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-la identidad ficticia de Semprún desaparece en el guión cinematográfico de Diego Mora, que lo reintegra a su verdadera identidad.

Estas dos composiciones tienen en común el tema de la huelga, pero planteado desde dos ángulos diferentes: si en la primera obra está idealizada y percibida como un hecho épico; en 1965 se pone de relieve su inutilidad para la sociedad española, subrayando la percepción distorsionada que de ésta tiene los dirigentes del PCE: no es anecdótico que Jorge Semprún fuera expulsado del Partido en 1964.

Los personajes a los que acabamos de referirnos anuncian a Federico Sánchez, personaje de ficción que vive fuera de la obra y que se presenta como una parte de Semprún, pero separada de él como por una fina película. Es a esa parte de su ser a la que se dirige y con quien dialoga en la Autobiografía: Jorge Semprún «yo» dialoga, desde un tiempo retrospectivo, con su «yo» pasado -F. Sánchez- evocado en el texto como «tú». Escrita cuando el exilio ha finalizado -1977-, la Autobiografía parece responder a una pregunta formulada por Santiago Carrillo en un artículo de 1974 «¿Quién es Federico Sánchez?»351, y se estructura en torno a dos temas centrales: el exilio y la identidad.

El tema del exilio es retomado desde la perspectiva de los regresos a España como clandestino a partir de 1953 y desde las estancias prolongadas de Semprún en Madrid. El espacio español se revela ahora como una imagen que propicia la recuperación de la identidad: las constantes alusiones a Madrid, ciudad que siempre liga a su infancia; las referencias a paseos por Santander son manifestaciones distintas de una misma realidad; el contacto con el espacio propio, cualesquiera que sean las condiciones legales, se convierte en una vía de recuperación del «yo», y, como ya hemos avanzado, en ámbito de creación; en el número 5 de la calle Concepción Bahamonde «me puse a escribir algo que acabó por convertirse en Le Grand voyage» (AFS). Pero de este espacio será nuevamente exiliado por orden del Partido: Semprún ha de dejar Madrid -Carrillo incluso le sugiere que adopte la nacionalidad francesa-, y la conciencia de ruptura vuelve a producirse.

Si en Le Grand voyage el tema del exilio era evocado mediante una situación que lo «redoblaba» -la deportación-, en la Autobiografía el narrador recurre a un procedimiento semejante: el héroe vuelve a sentirse exiliado en el momento en que el Partido le ordena abandonar Madrid; y el proceso se completa cuando es expulsado del PCE. Es   —219→   desde esa experiencia de ruptura como vuelve a evocar en esta obra la idea de colectividad épica que ya había sido planteada en Le Grand voyage, y que en la Autobiografía se centra en los compañeros que en España, y desde la clandestinidad, luchan por salvaguardar la seguridad de los otros: «rememorarás a los camaradas, la fraternidad de Madrid; te acordaste de que ese libro (Le Grand voyage) no hubiera sido lo que fue si no lo hubieras escrito en la calle de Concepción Bahamonde, en esa casa donde fuiste a pasar la noche del 17 de junio de 1959, seguro de ti, dicho de otra forma, seguro de él, seguro de que Simón Sánchez Montero no hablaría en los locales de la Brigada social» (AFS). Estas líneas que desarrollan la idea de fraternidad y de protección, contrastan vivamente con la presentación del órgano directivo del Partido, que aparece ignorante de la realidad española (a este respecto, las profecías sobre la caída inminente de Franco, y la organización de la HNP -Huelga Nacional Pacífica- son temas recurrentes en la obra). La presentación de las reuniones de la dirección del PCE en medio de un clima «pentecostal», la sacralización de la Huelga como factor decisivo para el triunfo de la revolución -in hoc signo vinces- a pesar de su escaso calado entre los militantes que están en España, están marcados por una clara intención paródica por parte del narrador: el partido ya no es percibido como grupo de lucha por la libertad; antes bien, se ha visto afectado por el mismo mal que aseguraba combatir. Sería ésta otra vertiente de la abyección, entendida como la corrupción de códigos morales o ideológicos sobre los que están concentrados el sueño de los individuos. El Partido se convierte en portador de valores contra los cuales él mismo había luchado; al tiempo que aparece constituido en sujeto de procesos sólo practicados por el «enemigo-dictador»: los exiliados se han tornado exiliadores. La epopeya de la libertad está siendo subvertida.

Es este exilio, en segundo grado, el que suscita la cuestión de la identidad; porque la pregunta dominante no es ya tanto «donde estoy», -en qué espacio o en qué país-; sino «quien soy». El aventurero de antaño se ve a sí mismo en un plano tan anodino como el de visitante ocasional -«no era más que un escritor francés de origen español»- perdiendo su inscripción en el contexto épico de la lucha. Sin embargo, esa pérdida permite a «Federico» recuperar a «Jorge»: «Ya no eras Federico Sánchez, aquel fantasma se había desvanecido: Eras de nuevo tú mismo». Precisamente desde esa recuperación de su identidad efectiva, se produce la definición, casi reivindicación, del personaje del exiliado-luchador «Federico Sánchez» ante los destinatarios implícitos de esta obra352: el propio partido, con especial mención de   —220→   «Pasionaria» con cuyo discurso (precisamente el que va a decretar la expulsión de Federico Sánchez), comienza y finaliza la obra.




ArribaAbajo3. Rafael Artigas

Si en Le Grand voyage, y aún en algunos fragmentos de la Autobiografía, el exilio podía ser el ámbito de la esperanza de la construcción de un mundo libre, en L'Algarabie (1981) Semprún muestra a un hombre que trata de imponerse sin éxito a la fatalidad y al caos.

Siguiendo esquemas propios de la novela-folletín353, entre los que se mezclan escenarios de otros géneros narrativos, esta obra se centra en los últimos días de Rafael Artigas, seudónimo de un exiliado, cuya identidad no se llega a conocer, y que es una nueva proyección ficcional de Jorge Semprún354-. La narración adopta la forma de biografía, y en ella, datos pertenecientes a la vida del propio autor se mezclan en un entramado ficcional, que pretende tener el valor de discurso histórico: la revolución del 68 ha triunfado y París está dividido y organizado en «comunas». Es en ese contexto donde Artigas busca los documentos que acrediten su verdadera identidad a fin de poder volver a su país, ya que el dictador está a punto de morir: la acción se sitúa en 1975.

Artigas, miembro legendario del PCE, es presentado no sólo mediante el concurso del narrador principal y de su propio discurso, sino a través de otros personajes que aparecen sucesivamente a lo largo de la obra, protagonizando historias paralelas que se entrecruzan. Esa composición contrapuntística, es el telón de fondo que enmarca la búsqueda desesperada de los documentos necesarios para el «desexilio». El retrato irónico de la organización caótica de las Comunas y de los distintos grupos «revolucionarios», que sostienen continuas luchas entre sí, refuerza el protagonismo de un desorden que se hace extensivo al plano de lo lingüístico, marcado por una confusión, a veces babélica, entre el castellano y el francés. Todas estas cuestiones justifican sobradamente la elección del título: L'Algarabie, traducción forzada de la palabra española «algarabía» -el equivalente francés es «charabia»-, cuyo sentido más habitual es el de «lenguaje o estilo incomprensible o groseramente incorrecto»; pero que inicialmente significaba «lengua morisca». Este término que evoca el plurilingüismo ha acabado por aludir al caos, y ambos aspectos van a ser temas recurrentes en esta novela355. Precisamente Artigas percibe su bilingüismo   —221→   como metáfora de su ubicación en una «tierra de nadie», regida por el desorden, que además es amplificado mediante la presentación de la situación vital en que están inmersos algunos miembros de las «comunas» y de la que el personaje del anarquista Eleuterio Ruiz es un caso emblemático.

Otro elemento fundamental dentro de esta obra, y casi parte integrante de ese universo caótico, es la presencia de lo banal, cuya función sobrepasa el plano de la anécdota. La banalidad no sólo invade el proceso de búsqueda -demorado por la atracción que la funcionaria de inmigración siente por el exiliado-, sino que determina la propia muerte del héroe, que sucumbe a manos de unos delincuentes nocturnos, instantes después de haber recuperado sus documentos. Si a ello añadimos el descubrimiento, horas antes de morir, de que es padre de la joven Perséfona, por la que siente cierta inclinación física, podríamos considerar esta novela como una tematización del factum, encarnado en lo cotidiano, frente al cual todos los esfuerzos del hombre por construir su mundo son falaces. En L'Algarabie el agente degradador ya no es sólo Franco, sino la más pura casualidad, cuyo protagonismo es puesto de relieve por el narrador, que comienza la obra presentando el encuentro casual entre Artigas y los delincuentes que en el último capítulo le quitarán la vida.

En la Autobiografía el retorno a la patria era enunciado como experiencia revitalizante, que se traduce en un proceso creador -escritura del Grand voyage-; en L'Algarabie, por el contrario, el gran protagonista es el destino, asociado a la muerte, que irrumpe en la vida del exiliado cuando éste, finalmente, se hallaba en disposición de regresar a su patria. Con ello Semprún aborda uno de los grandes «fantasmas» del exiliado: el de morir fuera de la patria, prolongando así el exilio eternamente.

Estas tres obras nos han permitido situarnos ante formas diferentes plantear la misma cuestión, por parte de una misma persona; y esta variedad de perspectivas obedece al hecho, ya señalado, de los distintos momentos vitales desde los que el sujeto-escritor se enfrenta a esa experiencia. La creación de Le Grand voyage tiene lugar en un período en que Semprún está plenamente integrado en la actividad en el PCE: es desde ese contexto como la lucha contra el nazismo se encuadra en un marco épico más amplio: la aventura contra la dictadura (y por ello también contra el franquismo)356. En esta obra la sordidez   —222→   encuentra su contrapeso en el relato de la gesta colectiva que, presenta a los presos como vencedores de sus carceleros, en medio de su debilidad.

Como trasfondo a este plano principal aparece puesta de relieve su conciencia de extranjero; así como su nostalgia hacia una patria que él considera «invadida». Pero el sentimiento de alteridad es expresado con mayor fuerza en la Autobiografía (obra compuesta ya desde el desexilio), que gira en torno al nuevo exilio al que le condena su propio partido: es entonces cuando su identidad de «luchador» parece quedar diluida. Precisamente la reivindicación de su propio «yo» -una de cuyas facetas fundamentales es su misma condición de militante- es lo que permite superar el componente trágico de esta obra. En este sentido, consideramos significativo que la obra fuera escrita en castellano: tal vez porque lo que mueve a Semprún a escribir este libro es la voluntad de ofrecer a sus compatriotas un testimonio que repare la exclusión de la Historia, de que le habían hecho objeto. En L'Algarabie, sin embargo, esa vertiente trágica parece anular los denodados esfuerzos del héroe para recuperarse a sí mismo (recuperar su identidad y regresar a su país): el exilio es asociado con la muerte.




ArribaAbajoLe Chaos et la Nuit

Ya en 1963, Henry de Montherlant había abordado el tipo del exiliado desde una perspectiva trágica en su novela Le Chaos et la Nuit357, que gira en torno al personaje de un anarquista español que ha de retornar a España por una cuestión accidental, y que en su propio país encuentra una muerte extraña, a la que el autor, traicionando el modo realista de su novela, quiso conferir una dimensión simbólica. El tema de España no es tan ajeno al conjunto de la obra de Montherlant358, que tan a menudo cultivaba la ficción histórica -tanto en novela como en teatro-; en estas obras que versan sobre España es frecuente la aparición de personajes, cuyo halo de sombra los hace proclives a identificarse con el propio autor, siempre en relación de conflicto con respecto a su sociedad.

El exiliado anarquista, que sucumbe víctima de un medio que percibe como hostil, es una nueva proyección del «yo» de Montherlant, que ha depositado en el personaje sus fobias y sus obsesiones359. La   —223→   elección de un anarquista, implica la actualización por parte de dicho personaje de una serie de elementos culturales, tales como: el rechazo de los valores propios de la sociedad burguesa; la reivindicación de un individualismo a ultranza y, sobre todo, el sostenimiento de un idealismo y unos postulados teóricos, abocados al fracaso. El referente vital del personaje de Celestino -prototipo del individuo propenso al aislamiento y a las explosiones violentas de personalidad- es el mito de la revolución, una revolución que, como más adelante él mismo constatará, había fracasado en España. Pero Celestino es una versión un tanto distorsionada del anarquista: su actitud de lucha ha quedado desfasada para verse sustituida por una sucesión de lucubraciones en solitario. La presentación del personaje se ve ligada a los tópicos del quijotismo (tema especialmente querido para los libertarios), a través del cual Montherlant expresa la persecución de un sueño imposible y la idea de la inadaptación; y de la corrida de toros, ceremonia por la que Montherlant sintió una especial fascinación360.

Otro de los rasgos que definen el universo de Celestino es el insilio, o exilio interior, entendido éste como inadaptación al país de acogida, o como negación a aceptar el tiempo presente para quedar anclado en la nostalgia de un tiempo pretérito. Su existencia aferrada al pasado, a la guerra y a los miedos, alimentados por él mismo, gira en torno a la idea de la revolución, de la que se hacen eco sus artículos que, publicados en muy rara ocasión, se van almacenando en su casa.

La incomunicación con el país de acogida se traduce asimismo en su torpe manejo del francés y en su falta de relación con la sociedad francesa; así como en la ruptura progresiva de la comunicación con sus compatriotas, también exiliados. La desconfianza -rallano en esquizofrenia-, el miedo constante a ser traicionado, se manifiesta en cuestiones banales (el temor ante la eventual marcha de la criada; su angustia ante la existencia se hace palpable en una omnipresencia de la muerte que se traduce en la preparación concienzuda de todos los detalles que deben acompañar su fin. Esta actitud es presentada por el narrador como una percepción distorsionada de la realidad: «Celestino ne voyait pas les choses comme elles sont: ni la société (son esprit utopique361), ni les êtres (ses erreurs sur Ruiz, sur Pineda, sur Pascualita),   —224→   ni les objets (ses déformations, ses mirages)» (CN, p. 1027); y como expresión de la derrota del espíritu humano ante el misterio de la existencia: la conciencia de estar sumergido en el abismo se traduce en una muerte carente de realismo, planteada a partir de la presentación de una corrida de toros, que redobla, y avanza el destino del héroe.

El tiempo cotidiano de Celestino, básicamente sustentado en los rasgos que acabamos de señalar, y descrito con detalle en la primera parte de la narración se verá alterado por un hecho puntual que, como más adelante mostraremos, reviste el carácter de intervención del «destino»: la muerte de su hermana le obliga a regresar a España.

En el contexto del discurso sobre el exilio, el carácter provisional que éste tiene -independientemente de que en algunos casos pueda durar toda la vida- implica la esperanza del «desexilio», y esto a su vez nos remite a la visión que se posee del país de origen, que con harta frecuencia se aleja del referente real, el cual puede ser reemplazado por una imagen, bien idílica o bien negativizada. En algunos casos, el desexilio, como consecuencia del contraste entre la realidad efectiva y la realidad imaginada, puede convertirse en un exilio en segundo grado. Es esta misma reacción la que se produce en Celestino, para quien el retorno a España -aún provisional- se constituye en nueva fuente de temores: a la policía, a su cuñado, y, lo que es más importante, el temor al que acabamos de referirnos de un eventual contraste entre su universo creído y la realidad cotidiana de España. Desde el espacio de su aislamiento, su percepción de Madrid nos es transmitida por medio de un monólogo interior: «Madrid era una ciudad como todas», que poco tenía que ver con sus expectativas, y que se hallaba contaminada por los americanos, la circulación de los coches y la omnipresencia de la religión -realidades, todas ellas, por las que el propio Montherlant sentía auténtico rechazo-. Su lugar de nacimiento aparece ante sus ojos como espacio hostil: la exclamación: «à jamais de l'Espagne» se hace eco de la negación de su propio espacio -invadido por la muerte-.

La sensación de haber luchado y sufrido en vano se hace patente al percibir a la sociedad española como la más clara manifestación de la mediocridad: la revolución se revela como aventura completamente fracasada, y ante ese hecho sólo cabe la reacción de la autoexclusión -el insilio al que nos veníamos refiriendo-, como expresión de un sentimiento de rebeldía idealista, en virtud del cual el sujeto se niega a integrarse en un mundo al que desprecia (y que lo rechaza). Desde esa situación, el personaje acaba por no reconocer nada como familiar o propio: todo lo que le ha importado, aquello por lo que él ha combatido se le antoja ahora corrupto (CN, p. 1018) y afectado por la vileza, especialmente encarnada por los Estados Unidos, tan denostados en sus artículos.

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También desde ese contexto puede entenderse la presentación de la corrida, como subversión de los valores espectaculares y festivos: la vertiente oscura de este ceremonial es puesta de relieve por la mirada de Celestino: «les rosses, avec leurs trous et leurs déchirures faits par les cornes, et que ferme le sang coagulé, couvertes de leurs couvrepieds rapiécés d'hótel sordide» (CN, p. 1013). La corrida se convierte así en una apoteosis de la sordidez, y el toro, en el símbolo sobre el que el hombre se proyecta. Esa identificación (que subyacía al imaginario de Montherlant), se materializa de manera progresiva, hasta culminar en la muerte del hombre víctima de unas heridas semejantes a las que hacen morir al animal.

La muerte onírica es una vía para expresar lo que podríamos considerar una autodestrucción, entendida ésta como reacción ante un medio que lo acorrala, de la misma manera que el torero había acorralado al toro. Como acabamos de apuntar, es una mezcla de realismo y rebeldía la que le impulsa a llevar a cabo un proceso de amputación progresiva de sí mismo materializado en sus amigos, su país, su hija... su lucha: «ce fuera todos n'était rien d'autre que sa vieille passion de faire le vide autour de lui, arrivé enfin à l'absolu et au parfait. Il était aussi l'état d'esprit des anarchistes pendant la guerre, refusant tout... Mais il coïncidait aussi avec le cri d'armes de l'Espagne moyenageuse» (CN, p. 1039). La confusión de realidades, la propia integración de su grito de «liberación» en el universo contrario a sus valores, es la prueba misma de la destrucción de su propio mundo; hecho ante el cual tan sólo cabe la aceptación de lo abyecto, como si de una personalidad «secundaria» se tratara: «si son insensibilité lui était pénible, l'injustice qu'elle creait lui causait plutôt du plaisir comme naguère,... son injustice faisait partie de son énergie» (CN, p. 1022). Sólo se libra de esa mancha aquello que nunca ha tenido para él una importancia especial: «la France, elle, au moins n'était pas désenchantée, parte qu'elle n'avait jamais compté pour lui» (CN, p. 1034): sus únicas posibilidades de escapatoria son la indiferencia y la muerte. Paradójicamente su muerte impide que su aprehensión por parte de la policía que, en un tiempo simultáneo al de su muerte, acude a detenerle.

Las repetidas alusiones al aislamiento, a la muerte, al vacío contribuyen a generar lo que verdaderamente constituye el armazón argumental de esta obra: el vacío ante la toma de conciencia del fracaso de la lucha en nombre de la cual había asumido la condición de exiliado: es así como se hace presente el caos. El caos, la noche... imágenes que dan título a la obra y que son introducidas a través de la voz del personaje -también por la voz del narrador- de forma diferente a como las presenta la mitología de Hesíodo -a pesar de que Montherlant haga referencia a la obra griega-: tanto en Los trabajos y   —226→   los días, como en la Teogonía, Caos es el vacío primordial previo a la creación, y su hija, Noche, es el tiempo que precede al día y a la luz, proceso que también era integrado dentro del universo mítico de los libertarios: «Destruam et aedificato» fue el lema de Proudhon. Sin embargo, en el contexto de esta narración el lema ha sido subvertido: el caos y la noche, son el resultado final de todo intento de construcción, y la expresión simbólica de la incapacidad para reconocer la realidad y actuar sobre ella.

El tópico de la guerra de España del exiliado, tal como lo actualiza la literatura, es la renovación del arquetipo del combate por el despertar de la conciencia fuera del vacío de la indiferencia: pero al final de todo ello lo que queda es la muerte. El fracaso, que en la epopeya revestía un tinte de provisionalidad, es concebido en esta obra como una escisión definitiva entre el yo y el mundo: y ésta es una concepción de la derrota que nos reenvía al universo trágico.

El exiliado es un tipo cultural que evoca como pocos el arquetipo de la alteridad; pero también el de un ideal épico que con el correr del tiempo se ha debilitado: Franco sigue gobernando, y ningún país europeo deja de reconocer a España. Y sin embargo, para Montherlant, el referente del Chaos et la Nuit no es sólo la lucha producida en España, sino la propia situación de la sociedad francesa a la que el autor considera tan iletrada como la española (CN, p. 904): su obra no es tanto una mirada realista sobre los españoles, como una vía de proyección del «yo» angustiado de un autor individualista, de transformación que en ella se pueda producir; y que en medio de ese «caos» no encuentra otra solución que la de salvaguardar su identidad interna. Como había venido haciendo con los personajes de obras anteriores, Montherlant se apoya en un elemento histórico para plantear su propio conflicto personal y existencial.

Retomando la idea con la que habíamos iniciado nuestro trabajo, podemos decir que la literatura se revela como una zona «intermedia» en la que situaciones y hechos históricos son presentados desde el ámbito de la subjetividad: aunque en la mayoría de las obras de Semprún, se observa una mayor fidelidad al plano histórico -tanto en la alusión a personas, objetos, procesos pertenecientes tanto a la historia personal del autor como a los acontecimientos que tenían lugar en España, o fuera de ella-, la voluntad del escritor, más que ofrecer una crónica del exilio, es materializar distintos momentos de su percepción de ese universo, y de su propio yo dentro de ese contexto vital.

Tras presentar los primeros años del exilio inscritos en un contexto de lucha contra lo abyecto, que podríamos considerar «épico»; la Autobiografía se centra en una época muy posterior desde la cual Semprún enuncia, ante todo, el exilio dentro del exilio, como proceso que le hace salir ya no sólo de su país, sino de la comunidad en cuyo seno   —227→   se definían sus expectativas vitales; para ya en L'Algarabie, con un mayor concurso de la ficción, presentar la experiencia del exilio desde una vertiente trágica y desencantada.

En Montherlant, por el contrario, el exilio funciona sobre todo como punto de partida para la elaboración, mediante un proceso de estilización, de un personaje que permite al autor expresar su horror y su desencanto ante la sociedad en medio de la cual se siente un exiliado.

La literatura, en su diálogo con el hecho histórico, se revela como ámbito donde el lenguaje, relegando provisionalmente su dimensión comunicativa, asume con mayor plenitud su función simbólico-representativa, que hace posible la materialización de una experiencia con el fin de objetivarla y fijarla, independientemente de que más adelante pueda ser transmitida. Muchas de esas experiencias representadas acaban por convertirse en patrimonio común de los que comparten una tradición cultural, o una situación histórica; pudiendo en ocasiones sustituir, o desdibujar un referente histórico más «objetivo».







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