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ArribaAbajoEl mensaje neoidealista de Ariel

Ariel comienza con una introducción de carácter narrativo, una breve escena que podríamos calificar de arquetípica, en la que se plasma el sueño pedagógico de Rodó y de otros muchos intelectuales decimonónicos y en la que se adelantan, además, el sentido y las características de toda la obra. Una tarde, un viejo y venerado maestro reúne a sus discípulos para despedirse, después de un año de enseñanzas. La sala de estudios, amplia, llena de libros, está presidida por una primorosa estatua de bronce, que representa el Ariel de La Tempestad de Shakespeare. Junto a ella se sienta habitualmente el maestro, al que por eso llaman Próspero, el mago dueño de Ariel. Rodó aclara:

«Ariel, genio del aire, representa, en el simbolismo de la obra de Shakespeare, la parte noble y alada del espíritu. Ariel es el imperio de la razón y el sentimiento sobre los bajos estímulos de la irracionalidad; es el entusiasmo generoso, el móvil alto y desinteresado en la acción, la espiritualidad de la cultura, la vivacidad y la gracia de la inteligencia, el término ideal al que asciende la selección humana, rectificando en el hombre superior los tenaces vestigios de Calibán, símbolo de sensualidad y de torpeza, con el cincel perseverante de la vida»160.



Y a continuación describe la estatua: representa a Ariel en el instante de arrancar en vuelo. El escultor había sabido imprimir a la «firmeza escultural» una «levedad ideal»161. El idealismo que se asienta sobre la misma realidad: este quiere ser el significado de Ariel y el mensaje de la obra.

El escenario no se diferencia esencialmente en nada de los «paisajes de cultura» o de los «interiores» de tantos poemas y novelas modernistas162. El exotismo es aquí helenismo, el habitual ambiente lujoso y abigarrado se sustituye por otro de «gusto delicado y severo»163, reflejo del interior de los protagonistas, pero su función idealizadora es la misma. Cabe repetir lo que el propio Rodó había dicho de Darío meses antes: «Rubén Darío es una mente de poeta que tendría su medio natural en un palacio de príncipes espirituales y conversadores»164. El clasicismo de Rodó es también, como el del poeta, un «clasicismo modernista»165. Su intención era expresar ideas, pero sus ideas y su expresión estaban marcadas, como la de tantos modernistas, por un radical esteticismo. «La obra de Rodó se concreta en ideas, decoradas con pulcritud»: ahora quien dice esto es Darío y hasta podría verse en ello cierta ironía166.

Próspero, figura en la que se resume la tradición socrática de los grandes maestros de la humanidad, es el artificio que le va a permitir a Rodó hablar con la gravedad que lo hace: da autoridad a sus ideas y justifica su estilo. Rodó utiliza la máscara de Próspero, y éste se expresa con «firme voz -voz magistral, que tenía para fijar la idea e insinuarse en las profundidades del espíritu»167. Lo primero que dice a sus discípulos es esto: «Junto a la estatua que habéis visto presidir, cada tarde, nuestros coloquios de amigos, en los que he procurado despojar a la enseñanza de toda ingrata austeridad, voy a hablaros de nuevo, para que sea nuestra despedida como el sello estampado en un convenio de sentimientos e ideas»168. Atrás queda un año de «simposios», de bellos diálogos, que Rodó tal vez pensó reflejar, pero lo que oímos finalmente nosotros es sólo la voz del maestro ante los discípulos que guardan silencio: el sermón y, en él, la presencia continua del tú, la marca propia de la literatura moral o de consejo. Esta marca es la que preservó la unidad entre los sucesivos planes de Rodó (primero Cartas a..., luego un diálogo, finalmente un discurso) y es, en definitiva, la que da a Ariel un tono similar a los evangelios, los diálogos y epístolas clásicas, los enquiridia y los devocionarios.

Además, Próspero, al «despojar a la enseñanza de toda ingrata austeridad», se está presentando como ejemplo del ideal pedagógico que va a defender a lo largo del discurso: una pedagogía activa, estimuladora, individualizada, no pasiva, coactiva o uniformante. Él no quiere «instruir» a sus discípulos, sino «educarlos» en lo más esencial y decisivo; no «informarlos», sino «formarlos» como hombres. Ariel, como dijo en otro sentido Rodó, es un «libro de verdadera iniciación: no sólo de instrucción, sino también de educación de la sensibilidad»169. En él se van a discutir problemas importantes, que habían preocupado a todos los hombres cultos del siglo: la educación, el utilitarismo y el espiritualismo, las diferencias entre latinos y sajones, la ciencia y la democracia, los Estados Unidos... Rodó irá tratándolos sin atender a los detalles, sino de forma general, y terminará encontrando una solución armónica para cada uno de ellos. Próspero es el vehículo adecuado. «Pienso -continúa diciendo- que hablar a la juventud sobre nobles y elevados motivos, cualesquiera que sean, es un género de oratoria sagrada»170. Su sermón, pronunciado en el momento solemne de la despedida, es su testamento, su última palabra; una nueva versión de una escena mítica: la despedida de Sócrates, la última cena de Jesús. Ariel, publicado en la fecha simbólica de 1900, quiere ser una síntesis final, una lección de validez universal y definitiva.

El discurso está dividido en seis partes. En la primera, de carácter general, Próspero encarece a sus discípulos la belleza y la fuerza de la juventud, les recuerda la responsabilidad que ésta les confiere en la renovación de la sociedad, y también les advierte: el entusiasmo juvenil puede malograrse si no se lo pone al servicio de ideas adecuadas. Rodó es un idealista, cree en la fuerza de acción de las ideas. Pero antes de señalar ninguna, se pregunta: ¿cuáles son en ese momento las necesidades y aspiraciones de la juventud, su estado de ánimo general?

Para responder recurre una vez más al diagnóstico de la literatura actual, «oportuna», y más concretamente al de la novela:

«Un escritor sagaz rastreaba, ha poco, en las páginas de la novela de nuestro siglo esa inmensa superficie especular donde se refleja toda entera la imagen de la vida en los últimos vertiginosos cien años- la psicología, los estados del alma de la juventud, tales como ellos han sido en las generaciones que van desde los días de René hasta los que han visto pasar a Des Esseintes. Su análisis comprobaba una progresiva disminución de juventud interior y de energía, en la serie de personajes representativos que se inicia con los héroes, enfermos, pero a menudo viriles y siempre intensos de pasión, de los románticos, y que termina con los enervados de voluntad y corazón en quienes se reflejan tan desconsoladoras manifestaciones del espíritu de nuestro tiempo como la del protagonista de A rebours o la del Robert Greslou de Le disciple»171.



El escritor al que se refiere Rodó sin nombrarlo, es el español Rafael Altamira, compañero de Clarín en la Universidad de Oviedo. Éste lo había calificado como «uno de los epígonos del krausismo español», movimiento del que había recibido «el impulso pedagógico en el más noble sentido de la palabra» y por el que ahora podía unirse a la «mansa corriente, que va siendo general, hacia futuros idealismos», un representante, en fin, del «modernismo sano y culto»172. Y el análisis que emplea Rodó es el estudio «La psicología de la juventud en la novela contemporánea»173. Lo leemos y comprobamos que después de este desconsolador panorama, Altamira termina con una nota de confianza, que es la que le interesa destacar a Rodó: el sentimiento de la decadencia parece haber tocado fondo. En las más recientes novelas de Bourget, Lemaître, Rod, Vyzewa o Palacio Valdés ha hecho su aparición una «juventud que se afirma sustantivamente, que aspira a redimirse, que va creyendo posible la redención, que la busca con sus propias fuerzas y que se preocupa con las grandes cuestiones sociales»174. Una juventud que parece ir encontrando una salida para el hastío materialista, que ya no niega, sino que afirma los grandes ideales políticos, sociales, religiosos. Rodó sabe, como Altamira, que la literatura es un signo de los tiempos, y advierte: esta literatura «es quizá nuncio de transformaciones más hondas»175. Las manifestaciones de un renacimiento idealista en la literatura hacen pensar en un renacimiento idealista en todos los órdenes. Y éste han de llevarlo a cabo los jóvenes, los auténticos representantes del espíritu nuevo, de la vida nueva: el futuro en el presente.

«¿Madurará en la realidad esa esperanza? -se pregunta Próspero- [...], ¿no nos será lícito, a lo menos soñar con la aparición de generaciones humanas que devuelvan a la vida un sentido ideal, un grande entusiasmo?»176. Él cree que sí. Conoce a sus discípulos, ha leído sus primeras páginas, y éstas hablan de duda, no de desesperanza. Sus expresiones de angustia terminan siempre -y la alusión al primer folleto de La Vida Nueva es clara- «con una invocación al ideal que vendrá, con una nota de esperanza mesiánica»177. Su fe nace de la misma duda y del descontento con el presente.

Próspero termina la primera parte de su discurso reconociendo que la influencia de la juventud en la marcha de las sociedades es aún débil; y su iniciación en la vida pública y en la cultura, tardía. «Sin embargo, yo creo ver expresada en todas partes la necesidad de una activa revelación de las fuerzas nuevas; yo creo que la América necesita grandemente de su juventud. He aquí por qué os hablo. He aquí por qué me interesa extraordinariamente la orientación moral de vuestro espíritu»178. Todo su discurso está dedicado a trazar un programa de orientación moral, a fijar en los jóvenes las ideas con las que puedan enfrentarse a la vida y hacer realidad sus esperanzas.

Los consejos contenidos en las dos partes siguientes de su discurso, correspondientes a los capítulos segundo y tercero de la obra, le sirven a Rodó para exponer dos ideales pedagógicos de larga tradición: la educación integral del espíritu y la importancia que en ella tiene el cultivo del sentimiento de lo bello. El hombre debe aspirar a desarrollar no sólo un aspecto, sino la plenitud de su ser. La perfección inigualada de la vida de Atenas se debe a que logró el concierto de todas las facultades humanas: «[...] el sentido de lo ideal y de lo real, la razón y el instinto, las fuerzas del espíritu y las del cuerpo»179. A la concepción del hombre que se funda en el desenvolvimiento libre y armonioso de todas sus facultades, e incluye entre sus fines la contemplación de lo hermoso, se opone la concepción exclusivamente utilitarista, por la que la actividad humana se orienta a la obtención inmediata del interés. Rodó dedica el capítulo cuarto, el verdadero centro de gravedad del libro, a reflexionar y, finalmente, proponer una síntesis entre estas dos concepciones de la vida aparentemente irreconciliables: la idealista y la positivista o utilitarista, entre las que veía debatirse la historia entera del siglo XIX.

Considera exagerada «la inculpación de utilitarismo estrecho que suele dirigirse al espíritu de nuestro siglo, en nombre del ideal»180. El predominio del utilitarismo en el mundo moderno ha provocado una pérdida innegable de valores espirituales y, como consecuencia, ha llevado a muchos a la nostalgia del pasado o al temor del futuro, a posturas reaccionarias o desesperadas. Estas actitudes son comprensibles, pero equivocadas, pues olvidan que el utilitarismo es sólo una etapa transitoria y que el avance en la conquista de la naturaleza y en el bienestar material son un trabajo necesario para el surgimiento de «idealismos futuros»181. Y a continuación hace una afirmación interesante:

«Hay, por ello, un bienaventurado pensamiento, en el propósito de cierto grupo de pensadores de las últimas generaciones -entre los cuales sólo quiero citar una vez más la noble figura de Guyau- que han intentado sellar la reconciliación definitiva de las conquistas del siglo con la renovación de muchas viejas devociones humanas»182.



Aunque nunca se refiere a ellos, al escribir Ariel Rodó tuvo que tener muy presente los últimos trabajos de Clarín, en los que con tanta insistencia se hablaba del «futuro idealismo» o «neoidealismo», corriente a la que parecían dirigirse los pensadores jóvenes y auténticamente «modernos». Especialmente el último de sus folletos literarios, al que Rodó consideraba «el más hermoso y sugestivo de todos»183: el folleto Un discurso, de 1891, impresión de la oración académica titulada El utilitarismo en la enseñanza, que Clarín había pronunciado ese mismo año con motivo de la apertura de curso en la Universidad de Oviedo. En él, Clarín aplicó a la enseñanza las denuncias que el escritor inglés Matthew Arnold lanzó contra el utilitarismo de la vida moderna y expuso algunos de sus ideales pedagógicos: formación integral del hombre, rechazo de la educación utilitarista, amor desinteresado a lo verdadero y a lo bello... Éstos procedían fundamentalmente de la pedagogía krausista, concretamente de la de Giner de los Ríos, que aspiraba a la formación de un «hombre nuevo», armónico y completo184. Las coincidencias con lo dicho en Ariel son muchas, también generales, y no nos interesa por ahora detenernos en ellas185. Sólo quiero señalar aquí que, en medio de tales ideas, Clarín vuelve a referirse a las pléyades de jóvenes intelectuales que trabajan seriamente por armonizar la novedad con la tradición, las conquistas modernas con las eternas aspiraciones del hombre. Y como hace Rodó, cita al espiritualista Marie Jean Guyau como representante filosófico de esta juventud que se encamina «al descubrimiento de la filosofía nueva, que para muchos ha de ser una metafísica, sin ser una reacción metafísica»186.

¿Y cuáles son, según Rodó, las «conquistas del siglo»? Básicamente dos: la ciencia y la democracia, temas de continua reflexión y debate intelectual durante el siglo XIX. Muchos de los ataques que entonces se formularon contra ellas, bastantes de las actitudes irracionalistas o reaccionarias que entonces se adoptaron, se justificaban en nombre de una «concepción idealista de la vida». Según ésta, las revelaciones de las ciencias y el triunfo de las ideas democráticas habían traído un mundo menos espiritual y bello, más vulgar, menos heroico. El propósito de Rodó fue demostrar todo lo contrario: que la ciencia y la democracia son compatibles con una vida espiritual y selecta; que son los «dos insustituibles soportes sobre los que nuestra civilización descansa»187 y, además, las únicas bases sobre las que construir el «futuro idealismo».

El discurso de Próspero se centra en una particular defensa de la democracia. Apenas se detiene en la primera cuestión, simplemente -dice a sus discípulos- «porque confío en que vuestra primera iniciación en las revelaciones de la ciencia ha sido dirigida como para preservaros del peligro de una interpretación vulgar»188. Rodó evita así entrar en un tema por el que parecía no tener excesivo interés o preparación. Conviene, sin embargo, reparar en qué confía la defensa de la ciencia: para apreciarla justamente basta con no caer en lo que llama «una interpretación vulgar». ¿A qué se está refiriendo? Sin duda a la interpretación extrema, ya sea el positivismo estrecho o el irracionalismo. Entre la fe absoluta en la ciencia o «la bancarrota de la ciencia», Rodó parece elegir una tercera vía: reconoce los servicios de la ciencia, pero considera que ésta no agota la realidad. Es la misma actitud conciliadora que va a adoptar ante el problema de la democracia. También aquí se trata de evitar las interpretaciones vulgares o extremas. El mensaje de Ariel, contenido fundamentalmente en estas páginas, puede resumirse en una frase de Próspero: «[...] las armonías que han de componer el siglo venidero»189: una nueva ciencia y, sobre todo, una nueva democracia.

En gran parte, Rodó escribió Ariel como una respuesta a los ataques que su admirado Ernest Renan dirigió a la democracia en el primero de sus «dramas filosófícos», Calibán, escrito en 1878190. Como otros muchos intelectuales franceses, como Taine, Flaubert o Bourget, para dar los mismos ejemplos significativos que se citan en Ariel, Renan sufrió las consecuencias del anné terrible de 1871. La humillación de Sedán y las alarmas de la Comuna acentuaron su oposición a los principios revolucionarios que habían inspirado la historia moderna de Francia y su temor al ascenso nivelador de las muchedumbres. El igualitarismo democrático era, en su opinión, incompatible con los intereses ideales; imponía la medianía y la vulgaridad sobre los valores de la inteligencia y de la selección espiritual; conducía al entronizamiento final de Calibán y a la derrota de Ariel. Tal interpretación no satisfacía a Rodó:

«Desconocer la obra de la democracia, en lo esencial -dice-, porque aún no terminada, no ha llegado a conciliar definitivamente su empresa de igualdad con una fuerte garantía social de selección, equivale a desconocer la obra, paralela y concorde de la ciencia, porque interpretada con el criterio estrecho de una escuela, ha podido dañar alguna vez al espíritu de religiosidad o al espíritu de poesía»191.



De ahí que plantease su Ariel como una réplica al diálogo de Renan (lo es en el título, al que responde en buena medida el contenido. Y puede que, en algún momento, hubiera estado en su ánimo escribirlo también como un diálogo, la forma preferida por Renan y una de las más indicadas para la literatura de ideas)192. Quería demostrar que sí era posible conciliar la igualdad democrática con la selección; la vida selecta del espíritu con las ideas de la Revolución francesa, de la que, por otra parte y según una convicción decimonónica muy arraigada, hacía depender directamente la Revolución de la Independencia americana.

La democracia debía completar primero su obra negativa: acabar con las superioridades injustas, allanar los privilegios sin fundamento. Y una vez asegurada la igualdad de condiciones y medios entre sus miembros, realizar su obra afirmativa: la de suscitar «la revelación y el dominio de las verdaderas superioridades humanas»193. Esto es, poner los medios para que triunfasen los mejores y, a continuación, reconocerlos y confiarse a su dirección. Según la ideología democrática y al mismo tiempo elitista de Rodó, la democracia bien entendida se convierte así en el medio más adecuado para llegara una República de los mejores, para establecer una auténtica aristocracia espiritual, cuya supremacía, basada en la inteligencia y la virtud, sea consentida por la libertad de todos: «Racionalmente concebida, la democracia admite siempre un imprescriptible elemento aristocrático»194. La igualdad democrática, entendida como igualdad de condiciones, «es el instrumento más eficaz de selección espiritual, es el ambiente providencial de la cultura»195. La acción de la multitud desemboca en la barbarie si no la orienta una conciencia superior; pero para ejercer legítimamente su dirección, para ser verdaderas, las superioridades han de fundarse democráticamente.

De esta forma, depurándolas de interpretaciones erróneas, Rodó logró conciliar la democracia, conquista definitiva de su siglo, y una vieja devoción humana: el culto a las nobles superioridades, «la fe -dice él- en el heroísmo en el sentido de Carlyle»196. En el sentido de Carlyle o, mejor dinamos nosotros, en el sentido que a la teoría de los héroes de Carlyle le dio Clarín.

Cuando éste escribió la reseña de Ariel y se refirió al tratamiento que en él se hacía de la democracia, señaló como de pasada: «En mi introducción a la versión española de Los Héroes, de Carlyle, exponía yo ideas que coinciden en este punto con las de Rodó»197. Conviene detenerse en esta coincidencia: comprobaremos que, efectivamente, ambos dan idéntica solución al problema de la democracia, a la oposición, insoluble para Renan, entre igualdad y selección.

Según Clarín, si se lee correctamente a Carlyle, si se atiende al fondo de su teoría de los héroes, por encima de algunas expresiones concretas y, sobre todo, dejando a un lado las ideas vulgares que sobre ella circulan, se ve que ésta no es contraria a la verdadera democracia. Los héroes no son, al menos no son siempre, genios aislados que ejercen una especie de cesarismo o protectorado providencial a lo largo de la historia, que lo hacen todo y por los cuales todo puede ser explicado.

«Carlyle reconoce la posibilidad de muchos héroes simultáneos, toda una multitud, y hasta llega por este camino a conciliar lo que yo nunca he visto en otros autores aristocráticos conciliado, lo que nunca he visto resuelto, por ejemplo en el idealismo aristocrático de Renan ni en el diletanttisme artístico y aristocrático de Flaubert: la selección espiritual necesaria para el progreso, y aun para la salvación de la sociedad humana, y la democracia indeclinable prurito moderno, necesidad bien o mal recibida, pero evidente. Carlyle, como tantos otros, como casi todos los espíritus delicados y escogidos de los tiempos modernos, ha notado que en el triunfo político y social ya innegable de las multitudes había peligros y había males ya presentes para intereses muy caros de la humanidad, para la flor de su progreso ideal y artístico principalmente; pero así como a cien escritores, filósofos y artistas, tal consideración les sirve para renegar de la revolución, de la vida moderna, de la democracia en fin, y así como algunos ven el remedio en un salto atrás, en la vuelta a procedimientos y creencias antiguos, y otros inventan oligarquías, aristocracias y hasta hierocracias más o menos paradójicas y fantásticas, Carlyle, lejos de tales sueños, pero sin salir del reino de la esperanza, imagina un triunfo racional de los mejores dentro de la democracia misma, no anulándose ésta, sino elevándose hasta el punto ideal de entregar su poder, suyo, sin duda, en manos de los que más saben, esto es, de los virtuosos y expertos, de los que tienen un ideal de realidad, de los que saben lo que pide la vida social en tal instante, en manos de los héroes, que ahora ya pueden ser muchos, legiones»198.



Ésta es la esperanza de Clarín, lo que él quiere ver en Carlyle: «[...] cabe esperar para la democracia, ya segura, algo mejor que una bancarrota, que un supremo desencanto, que una muerte espiritual, que un estancamiento en la imbecilidad y en el mecanismo social automático, inerte. En rigor, el remado de la democracia comienza ahora»199. Que es también lo que espera Rodó.

Éste compartió en gran medida la concepción cristiana, democrática y, en último extremo, krausista de los héroes que tuvo Clarín200. El héroe es el hombre nuevo, íntegro, de los krausistas y no el superhombre de Nietzsche. En Ariel, Rodó también quiso dejar clara sus diferencias respecto a lo que llamó el «reaccionario espíritu» de Nietzsche y su «concepción monstruosa» del hombre superior201, cuyo fin era el poder, la imposición de sus derechos sobre los débiles. Por el contrario, dice Rodó, «nuestra concepción cristiana de la vida nos enseña que las superioridades morales, que son un motivo de derechos, son principalmente un motivo de deberes»202. Los mejores han de predominar para mejor servir a los demás, su superioridad debe ser también una superior capacidad de amar.

De esta forma consideradas, la verdadera democracia y las verdaderas superioridades no son incompatibles. Esta es la razón por la que «libros como Los Héroes, de Carlyle -dice Clarín-, ayudarán a las generaciones nuevas en ese trabajo, no de reacción, pero sí de reflexión, que consiste en recoger de la historia, de la santa historia, muchas enseñanzas y muchas grandezas que son tesoros que se despreciaron antes sin reconocerlos, o por haberlos considerado superficialmente»203. Y en libros así debía estar pensando Rodó cuando, por boca de Próspero, le dice a los jóvenes: «[...] el alto pensamiento contemporáneo ha mantenido, al mismo tiempo, sobre la realidad y sobre la teoría de la democracia, una inspección severa, que os permite a vosotros, los que colaboráis en la obra del futuro, fijar vuestro punto de partida, no ciertamente para destruir, sino para educar, el espíritu que encontráis en pie»204. He aquí, pues, cómo educar el espíritu democrático: rectificando su tendencia a lo vulgar y lo utilitario, asegurando el gobierno de los mejores y más cultos, «la vida de la heroicidad y el pensamiento»205.

En la parte quinta del discurso, Rodó aplicó las anteriores ideas al juicio de la democracia norteamericana. Aun reconociendo sus cualidades, la encuentra como una democracia imperfecta, en la que ha triunfado el igualitarismo nivelador y el utilitarismo en detrimento de la vida espiritual y moral. Y advierte: este es el futuro de las repúblicas de América del Sur que, aquejadas de nordomanía, fascinadas por el éxito de los Estados Unidos, traten de imitarlos ciegamente y olviden sus raíces latinas. Son páginas escritas bajo los efectos de la guerra hispanonorteamericana en Cuba, que tan fuerte impacto causó en la conciencia de Hispanoamérica y España y que, en último extremo, vino a reavivar la polémica sobre las diferencias entre latinos y sajones, encendida en Europa desde la derrota francesa ante Alemania en 1871206. La actualidad del tema dio a esta parte de Ariel una resonancia que no tuvieron las otras, hasta el punto de que desde entonces se ha solido considerar la obra toda un simple alegato, uno de los más famosos sin duda, de la cultura latina frente a la sajona, encarnaciones históricas del espiritualismo y del materialismo, de la poesía y de la prosa del mundo respectivamente. Como veremos, muchas de las primeras críticas al libro también se centraron en sus juicios antinorteamericanos, bien para sumarse a ellos, bien para tacharlos de superficiales. Y nada pudo hacer Rodó para corregir esta interpretación, que consideraba empobrecedora, desatenta al fondo general del libro207. Era inevitable.

En el capítulo sexto y último, Rodó comienza haciendo una breve referencia a otra conquista de la vida moderna: la gran ciudad, de la que ya existen ejemplos en Hispanoamérica, especialmente en los países del Cono Sur208. Y como hizo a propósito del adelanto de la ciencia y la democracia, declara su confianza en que el desarrollo urbano no trajese una disminución de la vida espiritual, de la vida auténticamente humana, sino todo lo contrario. «La gran ciudad es, sin duda, un organismo necesario de la alta cultura»209. Basta con que, en medio del engrandecimiento material, se reserve un lugar a las preocupaciones puramente ideales. Lo que enlaza con las soluciones armonizadoras que, tanto en el plano personal como público, han ido presidiendo todo el discurso. Próspero ve a sus discípulos, nacidos en la América contemporánea, en un medio de prosperidad y desarrollo urbano, como la generación encargada de impedir que aquella caiga en manos de Calibán, de que el número prevalezca sobre la calidad: los destinados a predicar la delicadeza, la inteligencia y el desinterés entre la muchedumbre.

Próspero termina con un himno al futuro. «Todo el que se consagra a propagar y defender, en la América contemporánea, un ideal desinteresado del espíritu -arte, ciencia, moral, sinceridad religiosa, política de ideas-, debe educar su voluntad en el culto perseverante del porvenir»210. Es la conclusión más adecuada para este modelo de oración laica. El culto al porvenir es la nueva religión del mundo moderno, mercantilizado y burgués. Este es, desde sus orígenes, un mundo esencialmente profano,

«[...] pero su profanidad -dice José Luis Romero- no había desdeñado toda trascendencia; y acaso en la curiosa invención de una trascendencia profana radicara el secreto de su capacidad de continuidad y penetración. Era un mundo volcado hacia el futuro, pero no hacia un futuro del más allá y; de la muerte, sino hacia un futuro histórico: no el de la eternidad sino, simplemente, el de la posteridad»211.



La perfección no se alcanza más allá del tiempo, sino en el tiempo mismo. El futuro es el reino de lo perfecto, de lo ideal, hacia cuya realización se encamina la Humanidad mediante el esfuerzo continuo del progreso. «El porvenir -dice Rodó- es en la vida de las sociedades humanas el pensamiento idealizador por excelencia»212. Para él, como para muchos hombres del XIX, la Humanidad es más un concepto histórico que biológico: el desarrollo ininterrumpido de la civilización (de la occidental, única en la que piensa); tradición y cambio hacia una plenitud nunca conseguida. Conviene aquí aclarar algo: Rodó nunca expresó directamente sus sentimientos religiosos, y aunque no negó la eternidad, la historia pareció bastarle: el convencimiento de que toda individualidad se perpetúa indirectamente a través de la especie.

«Si por desdicha, la Humanidad hubiera de desesperar definitivamente de la inmortalidad de la conciencia individual, el sentimiento más religioso con que podría sustituirla sena el que nace de pensar que, aun después de disuelta nuestra alma en el seno de las cosas, persistiría en la herencia que se trasmiten las generaciones humanas lo mejor de lo que ella ha sentido y ha soñado, su esencia más íntima y más pura»213.



La progresiva pérdida de influencia religiosa en la sociedad, lo que en el siglo XIX empezó a conocerse como «la muerte de Dios», y que provocó tantas reacciones distintas, no pareció preocuparle excesivamente. No llegó a proclamar a la Humanidad como un sustituto de Dios, pero sí a decir que trabajar de forma altruista por su mejoramiento, responde a un sentimiento incluso más noble que el religioso214. Tal vez también convenga añadir: esta es una de sus mayores diferencias con Clarín. Ambos creían en el progreso y en la necesidad de trabajar por él; pero Clarín no disolvió en la historia su preocupación por la muerte y la salvación personal, y, por encima del futuro, ponía su esperanza en la trascendencia.

La figura de Ariel, termina diciendo Próspero, es el símbolo del ideal humano, el coronamiento de toda obra. «Ariel triunfante, significa idealidad y orden en la vida, noble inspiración en el pensamiento, desinterés en la moral, buen gusto en el arte, heroísmo en la acción, delicadeza en las costumbres»215. El instinto de perfectibilidad que ha guiado todos los esfuerzos de la Humanidad. Vencido mil veces por el indomable Calibán, por las fuerzas retrógradas o caóticas de la historia, vuelve a resurgir siempre, devolviendo la esperanza a los hombres que trabajan bajo su inspiración. En la esperanza de Rodó aparece América, el continente de la utopía, el continente joven por excelencia, como el reino futuro de Ariel.

«Pueda la imagen de este bronce [...], en las horas sin luz del desaliento, reanimar en vuestra conciencia el entusiasmo por el ideal vacilante, devolver a vuestro corazón el calor de la esperanza perdida. Afirmado primero en el baluarte de vuestra vida interior, Ariel se lanzará desde allí a la conquista de las almas. Yo le veo, en el porvenir, sonriéndoos con gratitud, desde lo alto, al sumergirse en la sombra vuestro espíritu. Yo creo en vuestra voluntad, en vuestro esfuerzo; y más aún en los de aquellos a quienes daréis vida y transmitiréis vuestra obra. Yo suelo embriagarme con el sueño de día en que las cosas reales harán pensar que la Cordillera que se yergue sobre el suelo de América ha sido tallada para ser el pedestal de esta estatua, para ser el ara inmutable de su veneración»216.



«Así habló Próspero», el discurso ha terminado. Sigue un breve epílogo, de lirismo sereno y melancólico, que se corresponde con la introducción narrativa y que parece una invitación de Rodó al lector para que medite y lleve a la práctica las palabras de Próspero. Los discípulos estrechan la mano del querido maestro; es la última hora de la tarde, un rayo final toca la frente de la estatua de Ariel, que parece mirar al grupo que se aleja en silencio. Cuando los muchachos llegan a la ciudad y se mezclan entre la muchedumbre, es ya de noche. Entre las constelaciones, claramente visible, «el Crucero, cuyos brazos abiertos se tienden sobre el suelo de América como para defender una última esperanza...»217. Entonces el más joven, pero el más reflexivo, a quien todos llaman Enjolrás, dice: «Mientras la muchedumbre pasa, yo observo que, aunque ella no mira al cielo, el cielo la mira. Sobre su masa indiferente y oscura, como tierra del surco, algo desciende desde lo alto. La vibración de las estrellas se parece al movimiento de unas manos de sembrador»218. Ésta es la función del mejor sobre la multitud, según Rodó: ser, como dijo en otro lugar, un «labrador de ideales»219. Ariel une a las últimas palabras de Próspero las primeras de Enjolrás, el fruto logrado de su labor educativa. Esta figura es un trasunto del «puer senex» y del «discípulo predilecto» de la tradición clásica y cristiana. Para Rodó es también el lector soñado, a través del cual expresa su confianza en el carácter de iniciación que ha de tener su libro.




ArribaAbajoLa recepción crítica de Ariel en España

Empezamos diciendo que Rodó escribió y actuó en todo momento con la voluntad de convertirse en «guía intelectual» de su tiempo. Sus temas, su estilo, su misma concepción de la literatura obedecen a esta ambición. También la atención especialísima que dedicó a la suerte de sus libros, mediante una nutrida correspondencia, hábilmente dirigida y cuidadosamente sostenida con escritores y críticos influyentes de todo el ámbito hispánico. «Luchamos -le escribía a Unamuno- por poner en circulación ideas; por hacer pensar, por formar un público para el libro que trae quelque chose dans le ventre, como dice Zola»220. Un público para un libro de contenido como Ariel, ejemplo de literatura de ideas y de ese nuevo concepto de modernismo que, tal como le había prometido a Clarín tres años antes, estaba empeñado en difundir.

Clarín siempre esperó mucho de Rodó; cuando recibió Ariel vio cumplirse en gran parte sus esperanzas. Parecía que las nuevas generaciones hispanoamericanas se encaminaban hacia el «nuevo idealismo» por el que ya marchaba lo mejor de la juventud intelectual europea. «¿Qué quiere esta juventud? -se había preguntado cuando apenas despuntaba el movimiento- No se puede decir a punto fijo; no todos ellos piden lo mismo en todo; pero hay algo de común en las tendencias; podría decirse que se espera una aurora de poesía espiritual, una vida nueva en que entren por mucho algunas cosas muy viejas, una filosofía hecha con el amor de la historia y las esperanzas nuevas y el respeto a lo averiguado por estas generaciones más cercanas, a quienes debemos también mucha gratitud...»221. En suma, una ideología totalizadora, la solución armónica de todos los conflictos culturales, políticos y sociales que habían desgarrado al siglo XIX. Por esto le dedicó a Ariel una reseña entusiasta, porque «Rodó sabe llegar a la armonía, siempre inspirado por la justicia, siempre sincero, valiente y decidido en la defensa de sus propias ideas, pero leal con las opuestas, sin desvirtuarlas; flexible, tolerante, comprendiéndolo todo, pero predicando lo suyo. Recomiendo a nuestros literatos decadentes y modernistas, y a los jóvenes ácratas y libertarios [...] el estudio de este espíritu americano, tan joven y ya tan equilibrado; sereno e imparcial, sin mengua de entusiasmo, enamorado del porvenir, pero con veneración por el pasado, y con el conocimiento positivo del presente» 222. No cabe, en efecto, mayor armonismo. De ahí que Clarín difundiese Ariel entre sus compañeros krausistas de la Universidad de Oviedo y que propusiese a Rodó como ejemplo ante los nuevos escritores americanos y españoles.

Pocos intelectuales españoles podían identificarse mejor con el mensaje del libro que los herederos de la ética y la pedagogía de Giner de los Ríos. Y ninguno tanto como Rafael Altamira, muy interesado en los asuntos americanos y antiguo conocido de Rodó. Cuando en 1898 se incorporó a la Universidad de Oviedo, su primera tarea fue pronunciar la lección inaugural del curso. La tituló «Universidad y patriotismo» y en ella propuso medidas concretas para convertir la universidad en un instrumento de regeneración nacional, entre las que nos interesa una, a la que iba a dedicar gran parte de su vida: el acercamiento cultural a Hispanoamérica. Desde ese año en que España perdió sus últimas colonias, se intensificaron los esfuerzos por hacer sentir en América una presencia espiritual que viniera a sustituir la antigua implantación física. Aunque nació al mismo tiempo que la Independencia, el concepto de «hispanismo» o «hispanoamericanismo» no cobró auge hasta entonces. El acercamiento por parte de España fue en buena medida correspondido en América, donde la tradición española se asumió como una seña de identidad frente al expansionismo estadounidense223. Por su formación krausista y por su vocación hispanoamericanista, puede decirse que Altamira estaba predispuesto a favor de Ariel, donde hemos visto, además, que Rodó utilizó algunas páginas suyas sobre la imagen de la juventud en la novela decimonónica. En junio de 1900 le escribió: «Hace bastantes años, amigo Rodó, desde que Leopoldo Alas dejó de escribir en serio y dejé yo de asistir a la cátedra de Giner de los Ríos, no había yo escuchado una voz castellana ni leído libro alguno castizo, que me hablase tanto al alma, de manera más íntima y solemne, como el de usted»224. Y le promete ocuparse de él, lo que hizo inmediatamente.

Al mes siguiente salieron dos reseñas suyas. En la primera, publicada en el diario El Liberal de Madrid, con el inequívoco título «Latinos y anglosajones», caracteriza con precisión el género del libro:

«Rodó, bajo la ficción de un discurso en que cierto venerable maestro se despide de sus discípulos con tan serena gracia de estilo que trae a la memoria los gloriosos nombres de Ernesto Renan y Juan Valera, escribe un hermoso tratado de pedagogía aplicada, un precioso sermón laico a la juventud, que tiene todo el encanto y trascendencia de los últimos Discursos de Fichte»225.



Y a continuación lo compara con el libro de Víctor Arreguine, sociólogo uruguayo y colaborador de Rodó en la Revista Nacional, En qué consiste la superioridad de los latinos sobre los anglosajones (1900), réplica al de Edmond Demolins, En quoi consiste la supériorité des anglosaxons, que tanta controversia provocó en Francia, Italia y España en el fin de siglo:

«Uno y otro son la expresión del espíritu latinoamericano, que prevé los peligros de la absorción yanqui, y protesta de la superioridad absoluta que a la civilización anglosajona prestan los que sólo ven el lado brillante de las cosas»226.



En la segunda reseña, publicada en Revista Crítica, que él mismo dirigía, insiste en las ideas anteriores, subraya la maestría del estilo de Rodó y concluye señalando la coincidencia de éste «con el espíritu que caracteriza a los mejores de la minoría intelectual española»227: «Mucho de nuestra alma moderna, de la que vale y de la que podemos ufanarnos, se transparenta en las páginas de Rodó, que es así propiamente de los nuestros»228. Altamira creía ver en Rodó el mismo pensamiento armónico, la misma voluntad reformadora y educativa que en España lo animaban a él y a otros muchos intelectuales krausistas. Ese año publicó Cuestiones hispanoamericanas, primero de una larguísima serie de libros sobre el tema, en el que incluyó fragmentos de su discurso «Universidad y patriotismo» y su segunda reseña de Ariel. Por su epistolario sabemos también que hizo diversas gestiones para publicar Ariel en España, seguramente en la importante editorial «La España Moderna», que tanto contribuyó a la difusión de la cultura europea de fin de siglo por todo el ámbito hispánico y a la que estuvo vinculado el núcleo krausista de Oviedo229. El proyecto no prosperó; la primera edición española de Ariel es de 1908 y la realizada por Altamira, nada menos que de 1926230.

Por lo demás, aunque ya era bastante conocido desde su ensayo sobre Darío, el prestigio de Rodó en España crece con Ariel. Juan Ramón Jiménez, que en 1900 marchó a Madrid, para luchar por el modernismo junto a Darío y Francisco Villaespesa, escribió años después: «Una misteriosa actividad nos cogía a algunos jóvenes españoles cuando hacia 1900 se nombraba en nuestras reuniones a Rodó. Ariel, su único ejemplar conocido por nosotros, andaba de mano en mano sorprendiéndonos. ¡Qué ilusión entonces para mi deseo poseer aquellos tres libritos delgados, azules, pulcros de letra nítida roja y negra: Ariel, Rubén Darío, El que vendrá231. Los comentarios periodísticos dedicados al libro fueron generalmente favorables232. Destacan, como excepción, los reparos de Juan Valera a su «olvido de la antigua madre patria, de la casta y la civilización de que procede la América que se empeñan en llamar latina»233, a sus juicios antinorteamericanos: «Lo que dice el señor Rodó frisa ya en injusta severidad contra el supuesto utilitarismo de los hombres de aquella gran república»234, y sobre todo, a la vaguedad de sus ideas, deudoras de las de los intelectuales franceses más difundidos. En esto último coincidía con lo que pensaba Unamuno, muy dolido de ver que Clarín ponía a Rodó como ejemplo ante los nuevos escritores, mientras que a él no le reconocía el menor mérito. En una carta privada a Clarín se quejaba: «¿cree usted, con asombro o sin él, en esa originalidad de Rodó que a Unamuno regatea? [...] Porque es sano, es cierto, es simpático, pero ¡he leído tantas veces todo eso en autores franceses! Parecíame un eco del Mercure»235.

Clarín le envió a Rodó su reseña en una carta, la última, en la que le decía: «Ariel me gusta muchísimo, como Vd. verá por ese artículo. Es oportunísimo ahora y parece que va algo de veras a estrechar las relaciones entre España y América»236. Siente que Rodó está bien orientado, que su Ariel es oportuno, pero también sabe que le falta profundizar y definirse. Y no deja de darle un último consejo, sobre el que conviene reparar:

«Le veo a Vd. en una tendencia filosófica que me gusta mucho. Si no lo conoce bien, le recomiendo el movimiento filosófico francés que representan Boutroux, La Chelier y sobre todo Bergson, difícil de penetrar, pero muy sugestivo y a mi ver bien encaminado. Si puede, adquiera la colección de la Revue du morale et méthaphysique, que orienta muy bien sobre estas cosas. Es claro que yo no sé si le hablo de lo que ya le es familiar; pero aquí ¿querrá Vd. creer que cuando fui hace dos años a Madrid a dar unas conferencias en el Ateneo sobre "La novísima filosofía religiosa" nadie, absolutamente nadie conocía el movimiento francés, alemán, inglés a que yo me tenía que referir?»237.



El espiritualismo francés y, sobre todo, Bergson. Tampoco Rodó parecía conocerlo aún. Lo hará poco más tarde, aunque nunca en profundidad, cuando el bergsonismo llegue a América y los jóvenes a los que él se dirigía lo adopten como su filosofía.

Clarín murió al año siguiente y durante medio siglo cayó en un considerable olvido238. En España sólo unos pocos siguieron recordando el valor su obra narrativa y crítica y lo representativo de su trayectoria intelectual. Era necesario mirar por encima de determinadas actitudes y equivocaciones de sus últimos años para ver con claridad cómo también se dieron en él las preocupaciones esenciales del fin de siglo. Pero en América, su fama de crítico satírico y el descrédito que le acarreó su ofuscación ante la poesía modernista eran difíciles de superar. El propio Darío, que tantas razones tenía para la censura o el silencio, advertía en uno de sus artículos para La Nación, de Buenos Aires, que a pesar de la «precipitación febril» con que escribía tantas de sus cosas, «Clarín ha demostrado ser un literato de alto valer, un pensador y un escritor culto, en libros y ensayos que fuera de su país han encontrado aprecio y justicia [...]; es el autor de páginas magistrales como sus antiguas Lecturas o su ensayo sobre Baudelaire, o el de Daudet y tantos otros. En América se tiene por esto una idea falsa de Leopoldo Alas»239. Rodó tuvo que ser sensible a esa imagen falsa, incompleta si se quiere, y ésta debe de ser una de las razones por las que, aunque nunca deje de tenerlo en cuenta, desde su estudio sobre Darío evite citarlo. Con todo, puso su reseña al frente de la segunda edición de Ariel, publicada también en Montevideo en 1900240. Dos ediciones en tan poco tiempo es una prueba de su éxito, que iba a seguir aumentando en distintas partes de Hispanoamérica y en España.




ArribaAbajoRodó y el arielismo

Ariel fue uno de los libros más editados y comentados en todo el ámbito hispánico durante el fin de siglo. Hasta el punto de que el llamado «arielismo» -el proceso de recepción, difusión e influencia de Ariel- puede considerarse como un fenómeno representativo dentro del complejo de ideas y actitudes de la época. Casi todos los estudios sobre Rodó aluden a este fenómeno. Es más, muchos de los estudios escritos durante las tres primeras décadas de siglo, son parte inseparable de él. Hoy hay que leerlos teniendo en cuenta esta parcialidad y aprovecharlos como testimonio. Sólo en fechas relativamente recientes, Carlos Real de Azúa y Bernard Le Gonidec han tratado el asunto de manera objetiva y general. Sus investigaciones, basadas en los materiales del archivo de Rodó, especialmente en su minuciosa correspondencia, proporcionan datos valiosos, pero dejan muchos aspectos importantes por aclarar. Las páginas que siguen se centran en los grupos intelectuales más destacados de unos lugares y unos años concretos, en los que la resonancia de Ariel fue especialmente intensa: las Antillas, México y el Perú, entre 1900 y 1908. Ofreceré algunos datos nuevos y trataré de explicar la conexión entre las ideas de Rodó y las peculiaridades de estos medios intelectuales241.

Aunque iba dedicado «A la juventud de América», en realidad Ariel sólo se dirigía a una pequeña parte de ésta. Su público estaba entre las élites de jóvenes intelectuales europeístas, que vivían en las capitales y que se consideraban a sí mismos como representantes de su generación y guías futuros de sus países. Sin embargo, conviene no olvidar que el «arielismo» no fue un fenómeno exclusivamente juvenil. Ya lo hemos visto en el caso de España. Rodó ponía mucho cuidado en presentar el «nuevo idealismo» como una rectificación y una ampliación, no una negación, del positivismo anterior. Y esta es la razón por la que, aunque Ariel se dirigía expresamente a los jóvenes, muchos intelectuales de generaciones anteriores, que habían llegado a su madurez en el apogeo del positivismo, también se identificaran con él. Para estos simbolizaba la herencia que dejaban; para aquellos, la herencia recibida. Para unos fue el punto de llegada; para otros, el de partida, del que se fueron alejando.

Una de las zonas de más inmediata y profunda repercusión de Ariel fue el Caribe, precisamente allí donde el intervencionismo estadounidense era más directo. Sus primeros lectores y propagandistas fueron los intelectuales dominicanos conocidos como «normalistas», seguidores del puertorriqueño Eugenio María de Hostos, el incansable luchador por la libertad y unión de las Antillas. Hostos se había educado en España, donde fue discípulo del introductor del krausismo, Julián Sanz del Río, aunque, como tantos de sus compañeros, no tardó en evolucionar hacia el krausopositivismo. De raíz krausista es su permanente aspiración a la formación del «hombre nuevo». Entre 1879 y 1888 se hizo cargo de la educación pública de Santo Domingo, la única Antilla libre, estableciendo un sistema racional y laico y adoptando las ciencias positivas como base de los programas de enseñanza. Quería que la Escuela Normal que fundó en 1880 se convirtiera en el «alma mater» del antillanismo, en el centro civilizador de donde salieran maestros que formaran ciudadanos para una futura confederación antillana. Allí surgió el núcleo verdaderamente activo de sus adeptos, que pronto comenzaron a ser conocidos en la isla como los «normalistas». Les caracterizaba su fervor científico y patriótico, su compromiso con la lucha por la «civilización» de Hispanoamérica y su confianza en la educación como el único modo de lograrlo.

En 1900, tras una década de dictadura y exilio, en la que vivió, además, la ocupación norteamericana de Cuba y Puerto Rico, Hostos volvió a Santo Domingo, a reanimar su obra. Los normalistas solían reunirse en la tertulia de Leonor Feltz, buena conocedora de las novedades literarias europeas y americanas. Allí se leyó y comentó por primera vez en público Ariel242. No es extraño que estos contertulios se sintieran identificados con sus ideas sobre la educación integral del hombre, sobre la necesidad de los valores espirituales y estéticos, y sobre todo, pues les tocaba muy de cerca, con su visión de Norteamérica como representante del materialismo y la democracia mal entendida. Enrique Deschamps, maestro educado en la Normal, periodista y habitual de la tertulia de Feltz, decidió publicarlo en la Revista Literaria, que él mismo dirigía: era tercera edición del libro, la primera fuera del Uruguay243.

Las tres ediciones siguientes se debieron también, directa o indirectamente, a la gestión de dos jóvenes dominicanos: Pedro y Max Henríquez Ureña, hijos de colaboradores muy cercanos de Hostos. Ambos se formaron en el espíritu normalista y se iniciaron en el conocimiento de la literatura moderna de la mano de Leonor Feltz. En 1901 se instalaron en Nueva York para completar su educación y en 1904 se trasladaron a Cuba. Por entonces consideraban como un verdadero deber del intelectual hispanoamericano la defensa y difusión del «modernismo» en su más amplio sentido. Con este fin fundaron en Santiago la revista Cuba Literaria. Ariel salió como suplemento de la revista entre enero y abril de 1905, alcanzando así su cuarta edición. «De las páginas de Cuba literaria -dice Max- copiaron algunos periódicos diarios (como La Discusión, de La Habana, por indicación de su redactor Enrique Hernández Miyares) los fragmentos más inspirados de Ariel, y gracias a ello la difusión de las ideas de Rodó fue más eficaz»244.

Pedro Henríquez Ureña se encargó de presentarlo al público cubano en un artículo que incluyó ese mismo año en su primer libro, Ensayos críticos. En él acepta el mensaje idealista de Rodó: fomentar los valores del espíritu entre las clases dirigentes; y sólo pone reparos a su visión simplista de los fallos y peligros de la civilización norteamericana. No deja de reconocer los males de lo que llama el «orgullo anglosajón», en que se asientan el imperialismo, la moralidad puritana y los prejuicios de raza, y del «espíritu aventurero», origen del mercantilismo sin escrúpulos y del materialismo vulgar; pero da ejemplos concretos de «esfuerzo idealista», de la búsqueda de la elevación moral e intelectual que guía, por encima de las tendencias prácticas, a los mejores representantes del espíritu norteamericano en todos los campos: en la política, la educación y la ciencia, el periodismo, la literatura y el arte245. Además, Henríquez Ureña no siente excesivo temor por la nordomanía. La personalidad de los pueblos latinos no se verá disminuida, antes bien, reforzada, con una juiciosa y mesurada adaptación a las formas de progreso y democracia realizadas en los países sajones.

En 1906 los Henríquez Ureña se trasladaron a México. Pedro, el mayor y más formado, se convirtió inmediatamente en el centro de los intelectuales jóvenes de la capital, reunidos en la Sociedad de Conferencias, más tarde Ateneo de la Juventud y Ateneo de México. Los ateneístas revitalizaron decisivamente la vida cultural mexicana. A su interés inicial por la literatura moderna unieron el de las humanidades y la filosofía, que la enseñanza positivista implantada en México medio siglo antes había hecho prácticamente desaparecer. Y esto les llevó a colaborar en las reformas educativas del ministro Justo Sierra, la figura central de la cultura durante el porfiriato, formado en el positivismo, pero cada vez más abierto al nuevo espiritualismo de la época.

En 1908 el ateneísta Alfonso Reyes, el más íntimo amigo y colaborador de Pedro Henríquez Ureña, logró que su padre, el gobernador de Nuevo León, publicase Ariel para repartirlo gratis entre la juventud mexicana. Inmediatamente después la Escuela Nacional Preparatoria, de orientación fundamentalmente positivista y base del sistema educativo mexicano, costeó otra edición, también para distribuirla gratis. En la Escuela Nacional se habían educado los ateneístas y allí, junto a otros jóvenes de la clase dirigente, habían oído a menudo sermones construidos sobre la misma retórica progresista, liberal y laica, halagadores de los de su edad y llenos de ideales de difícil traducción práctica.

En realidad las instituciones de enseñanza eran el medio natural de Ariel. Durante el mes de enero de 1908 se celebró en Montevideo el Primer Congreso Internacional de Estudiantes Americanos, en el que se expresaron grandes aspiraciones: reforzar el papel de la juventud en la sociedad, devolver el idealismo al mundo contemporáneo y lograr la unidad espiritual del continente. Ariel fue término constante de referencia. Rodó, consagrado como «maestro continental», pudo comprobar allí -le escribió a Rafael Altamira- «cómo Ariel y su espíritu han calado en el corazón de la juventud a quien dediqué aquella pobres páginas mías. Han llegado a ser una bandera»246. A finales de ese mismo año la editorial española «Sempere», de las de mayor distribución en el ámbito hispánico, lo publicó también. Era la tercera edición en 1908, el momento de mayor difusión del arielismo y de más alto prestigio de Rodó247.

Entre todos los jóvenes intelectuales americanos del momento, la personalidad que mejor encarnó el espíritu arielista y a quien Rodó tuvo en mayor consideración fue el peruano Francisco García Calderón, hijo del antes presidente de la República y por entonces Rector de la Universidad de San Marcos de Lima248. Cuando se publicó Ariel, García Calderón era alumno del filósofo espiritualista Alejandro Deustua, en torno al cual se reunían otros representantes de la nueva generación peruana, posterior a la propiamente modernista: José de la Riva Agüero, Osear Miró Quesada, José Gálvez, etc.249. Desde muy joven García Calderón comenzó a escribir para la prensa limeña artículos críticos sobre letras europeas contemporáneas. En 1904, con veintiún años, reunió unos pocos y publicó su primer libro, De Litteris (Crítica), para el que solicitó y obtuvo un prólogo de Rodó.

De Litteris se abre con un artículo sobre los prólogos de Clarín, entre los que García Calderón destaca precisamente los dedicados a Los Héroes de Carlyle y al Ariel de Rodó. En ambos se apunta «la solución del conflicto entre la distinción espiritual y la democracia igualitaria: el genio naciendo de la muchedumbre y aplicando su mayor energía en beneficio del pueblo»250. El segundo estudio lleva por título «Una nueva manera de crítica» y en él se analiza la obra de Rodó.

«Su labor es ésa: sondear en las almas, escuchar su ritmo, y ser "modernista" en la extensión noble del concepto [...]. Rodó es, por esta amable conjunción de tendencias actuales, un crítico moderno, un espíritu a la vez refinado y tolerante, preocupado siempre de las más serenas orientaciones del alma contemporánea. Según confesión propia, es positivista y modernista, hijo intelectual de su siglo»251.



Al estudiar la novela Reposo, de Rafael Altamira, a García Calderón le interesa sobre todo destacar el contraste entre la juventud romántica, pesimista y sin ideales, y una nueva juventud, llena de ideales afirmativos, en la que pensaba Rodó y con la que él se identifica:

«Si preguntáis a esa juventud, tan soberbiamente desarrollada en Francia, qué anhela, os dirá que el idealismo, la plenitud de la vida, el valor de la solidaridad, la reforma interior, la grave solución de los problemas sociales, la belleza y el triunfo de los ideales sobre las muertas cristalizaciones del presente. Al periodo negativo, a los jóvenes solitarios, sucede el gran periodo fecundo de colaboración y acercamiento en que recordando a Terencio, los jóvenes creen que nada del hombre es ajeno a ellos y que en sí encierran el germen de la nueva humanidad más amplia, más progresiva y fecunda»252.



A esta juventud dirige García Calderón el último escrito del libro, titulado «Hacia el porvenir». Se trata de un nuevo y no disimulado Ariel, una oración dirigida por un maestro a los jóvenes, escrita, se dice, «con la poética unción de un sermón laico»253. En ella se predica el entusiasmo, la solidaridad y, sobre todo, la tolerancia: «Sed tolerantes si queréis ser sabios; sed tolerantes si queréis ser hijos de vuestro siglo y herederos de sus glorias»254.

Rodó vio en De Litteris una obra de contenido, realización del «nuevo concepto de modernismo» que estaba empeñado en difundir; y en García Calderón, un «literato de ideas» abierto a todos los intereses intelectuales, un «crítico pensador» caracterizado por la tolerancia del criterio y el vigor de la expresión. Lo reconocía, en suma, como su primer discípulo255. Así lo presentó Miguel de Unamuno al público hispánico cuando, por recomendación suya, se ocupó de él; y así ha seguido desde entonces considerándolo la crítica.

«La obra del meritísimo Rodó -dice Unamuno- empieza a rendir frutos en la América Latina; los discípulos del admirable maestro uruguayo están realzando su labor. He aquí uno, el peruano García Calderón, que lleva a su trabajo la serena reflexión y la alta espiritualidad del maestro»256.



Aunque él no olvida añadir: «García Calderón parece unir en un culto a los dos maestros, a Clarín y a Rodó»257.

En 1905 García Calderón fue nombrado embajador en París, donde fijó su residencia. Su posición le permitió entrar en contacto directo con los protagonistas de la cultura europea del momento, especialmente con los filósofos espiritualistas franceses que se reunían en torno a la Revue de Métaphisique et de Morale. Intimó mucho con Émile Boutroux, su verdadero mentor en estos años, por cuya mediación conoció a Henri Bergson. La figura de Boutroux cruza, en un halo de veneración, por sus páginas de entonces. Él es el «santo laico», cuya palabra le hace revivir «la escena de un diálogo platónico, noble y sereno, como aquellos que se realizaron bajo las sombras tutelares del Academo»258.

Desde su llegada a Europa, García Calderón comenzó a enviar a diversos periódicos americanos artículos críticos sobre filosofía, sociología y literatura. De cuando en cuando los reunía en libros que, bajo el aval de prestigiosas editoriales europeas, alcanzaron gran difusión entre los círculos cultos de Hispanoamérica. En Hombres e ideas de nuestro tiempo (publicado en 1907, con prólogo de Boutroux, por la editorial Sempere), incluye, junto a estudios sobre Renouvier, Brunetière, Fogazzaro o William James, tres ensayos de tema americano: «Ariel y Calibán», «La nueva generación intelectual del Perú» y «Por ignoradas ratas».

El primero es una nueva profesión de fe en el mensaje de Rodó. El segundo es una interpretación de su propia generación: la relativa estabilidad del Perú en las dos últimas décadas ha preparado el camino a una nueva juventud, en condiciones para lograr que «de la pugna material surjan perspectivas de esfuerzo desinteresado e ideal»259, capaz de llegar a la armonía entre utilitarismo e idealismo a la que parece tender el mundo contemporáneo. «Por ignoradas rutas», con el que se cierra el libro, es otra oración laica dirigida a esta juventud peruana. Sus modelos son el Ariel de Rodó y Un discurso de Clarín, al que comienza citando. Un filósofo anciano, arquetipo del sabio y el maestro, se dirige, ante la proximidad de la muerte, a su discípulo predilecto. Va cayendo la tarde mientras le habla, grave y sereno, sobre el misterio de la eternidad que lo llama. Quiere dejarle un mensaje final, sugerirle, «sembrar en su alma» diría la retórica del género, un ideal amplio para que él y otros como él puedan enfrentarse al nuevo siglo: «Yo os predico tres direcciones en vuestro ideal: la tolerancia, la solidaridad, la primacía de los valores morales»260. Sobre ellas va disertando hasta que ve brillar las estrellas. «Es hora ya de terminar -dijo- esta charla platónica, que hubiera sido bella y serena bajo los plátanos del Academo. Y hablando a los jóvenes, todo sermón laico debe conducir a la acción y a la esperanza»261. Reafirma entonces su fe en la educación racional, libre e integral, que debe hacer surgir en las sociedades americanas las verdaderas superioridades.

No es difícil ver en este filósofo innominado un trasunto de Deustua, de Rodó, de Boutroux, en general de todos los «profesores de idealismo» de fin de siglo; y en su fervoroso discípulo, al propio García Calderón, el encargado de trasmitir el mensaje a la juventud elegida de América. «Los novísimos movimientos filosóficos no han encontrado mejor evangelista que él entre nosotros», escribió Henríquez Ureña, que lo conoció por mediación de Rodó262.

En septiembre de 1908 García Calderón acudió, junto a una delegación de filósofos franceses presidida por Émile Boutroux, al III Congreso Internacional de Filosofía celebrado en Heidelberg. Según él, el Congreso venía a poner de manifiesto el momento de transición en que se encontraba la filosofía en el mundo. Durante el siglo XIX el hombre, asistido por la ciencia, dio un paso de gigante en la conquista de la naturaleza: la riqueza, el bienestar, el refinamiento, transformaron el mundo, crearon un brillante materialismo. El positivismo fue el pensamiento de esta edad que dominó la materia. «Contra los excesos de esa filosofía renace hoy, como en todas las épocas -dice García Calderón-, el idealismo. Pero, es un idealismo que se inspira en los nuevos resultados científicos, es un idealismo constructor, pero también crítico»263. Esto es lo que parece reservar el porvenir: «El mundo marcha hacia el idealismo, no ya romántico, a priori, lógico, como el de los metafísicos de Ultra Rhin»264, «Vamos a una vida más rica de contenido moral, a una filosofía que trate de conciliar estrechamente las necesidades lógicas del espíritu con las eternas afirmaciones del sentimiento»265.

García Calderón participó en las sesiones con una importante y olvidada memoria titulada Les courants philosophiques dans l'Amérique latine, donde por primera vez se estudia el movimiento filosófico del continente en su desarrollo y en su conjunto. Inmediatamente fue publicada por la Revue de Métaphysique et de Morale. Henríquez Ureña realizó una traducción excelentemente anotada para la Revista Moderna de México, donde salió en noviembre de 1908. García Calderón la utilizó en su siguiente libro, Profesores de idealismo (1909), conservando todas las notas.

En su informe, García Calderón recorre el desarrollo de las ideas filosóficas en Hispanoamérica desde la Colonia hasta el momento mismo en que escribe, caracterizado por la crisis del positivismo. Esta última parte es la que nos interesa aquí. Al triunfo del positivismo en Hispanoamérica contribuyeron, según García Calderón, factores diversos: una reacción contra un modo de pensar verbal y difuso que había predominado hasta entonces; el laicismo, la supremacía de la razón y el culto a la ciencia; condiciones de progreso material y hasta de conveniencia política. La doctrina de Comte influyó como método, como reacción contra la teología y la metafísica y como dirección pedagógica; pero Spencer arraigó más profundamente y su «principio de evolución» se llegó a aplicar a todo. Bajo la dirección de Spencer se llega a la época científica y las más diversas influencias se mezclan confusamente para favorecer el triunfo del positivismo: las teorías políticas y sociales de Gustave Le Bon, la criminología de Lombroso y de Ferri, la biología y la sociología de Letournau, la crítica de Taine, los libros de Nordau.

Fórmulas positivistas se encuentran en universidades y escuelas, en parlamentos y en periódicos. El positivismo se populariza, también se degenera.

«Como doctrina, el positivismo ha ejercido grande influencia sobre las ideas y la dirección de la vida. Ha producido un racionalismo algo estrecho, una metafísica dogmática, y, en la acción, el culto de la riqueza, la supremacía de lo práctico, el egoísmo»266.



Este predominio del positivismo provoca lentamente «una reacción idealista; y esta última corriente tiende a predominar ahora en la América latina»267. Para García Calderón este movimiento es un reflejo de la evolución filosófica europea, imitación de las tendencias que se van imponiendo en Francia, Estados Unidos y Alemania; pero también es una tendencia innata. Existe lo que él llama «verdadero idealismo de raza y de cultura en la América latina»268.

Entre las figuras que impulsaron inicialmente el movimiento idealista en Latinoamérica, García Calderón destaca a Fouillée, cuya doctrina flexible y armoniosa ha influido sobre todo en los estudios jurídicos y sociales, y al joven filósofo poeta Guyau. Ahora también comienza a estudiarse y a comentarse el pensamiento de Boutroux y de Bergson. He aquí sintetizados los nuevos aspectos de este movimiento filosófico:

«En psicología, la doctrina de las ideas-fuerzas, la primacía de la voluntad, la originalidad de la evolución psíquica; en metafísica, cierto indeterminismo, la condenación del mecanicismo; en ética, la autonomía del sujeto moral, el imperativo persuasivo, el valor del ideal»269.



Este movimiento, que encuentra formulaciones en la filosofía, se expresa también, de distintas formas, en todos los ámbitos intelectuales. Por ejemplo, en la literatura: «Se observa, aun en la poesía, un gran fondo de idealismo; en la novela, altas preocupaciones psicológicas, religiosas, sociales; así en la poesía de Silva, de Darío, de Lugones; en la novela, por ejemplo, Redención, del argentino Ángel Estrada»270. Las nuevas generaciones de casi todos los países hispanoamericanos tienden decididamente hacia estas concepciones: «Bergson ha destronado a Spencer»271. Todo ello no es más que la expresión de una nueva época: «Estamos en pleno renacimiento idealista»272. El «símbolo» americano de este renacimiento es Ariel.

Durante estos años, mientras se difundía su libro entre los círculos intelectuales de Hispanoamérica y en el momento mismo en el que las distintas influencias antipositivistas confluían en la moda del bergsonismo, Rodó publicó dos obras: el folleto ocasional Liberalismo y jacobinismo, en 1906, y un libro extenso y ambicioso, Motivos de Proteo, en 1909, ninguno de los cuales iba a suponer una auténtica novedad ni a incrementar su fama.

Liberalismo y jacobinismo fue fruto de la polémica surgida en Montevideo por la disposición oficial de retirar los crucifijos de los hospitales. Rodó se opuso a la medida, no por convicciones religiosas, sino por considerarla «jacobina», contraria al verdadero espíritu liberal. En su estudio traza la evolución de la idea de la caridad, que culmina con Cristo, y expone su concepción del liberalismo y la tolerancia. Aunque sus argumentos pertenecen al fondo común de la época, en la conclusión acude de nuevo a una fórmula empleada con frecuencia por Clarín y antes de éste, por Giner de los Ríos: «la tolerancia activa o positiva». Según ésta, la verdadera tolerancia es algo más que simple respeto: es apertura e intercambio entre las distintas ideas.

«La tolerancia universal, la verdadera secularización religiosa -había escrito Clarín en 1889-, no ha de ser negativa, pasiva, sino positiva, activa; no ha de lograrse por el sacrificio de todos los ideales parciales, sino por la concurrencia y amorosa comunicación de todas las creencias, de todas las esperanzas, de todos los anhelos. Mientras callamos todos en materia religiosa, no aprendemos a ser tolerantes; como no aprende esgrima el principiante mientras no hace más que mirar al maestro, puestos ambos en guardia; para aprender, han de chocarse los aceros. Una sociedad aprende cuando todas las creencias hablan y se oye en calma; no cuando hay esta calma porque callan todas»273.



«El librepensamiento, tal como yo lo concibo y profeso -dice Rodó-, es, en su más íntima esencia, la tolerancia; y la tolerancia fecunda no ha de ser sólo pasiva, sino activa también; no ha de ser sólo actitud apática, consentimiento desdeñoso, sino cambio de estímulos y enseñanzas, relación de amor»274.



Aunque dio a Rodó la oportunidad de volver a exponer algunas de sus ideas fundamentales, Liberalismo y jacobinismo fue sólo un paréntesis en la preparación de Motivos de Proteo. De hecho, el tema de la «tolerancia activa» era uno más entre los muchos que iba a tratar en él: «La tolerancia, término y coronamiento de toda honda labor de reflexión; cumbre donde se aclara y engrandece el sentido de la vida [...]. La tolerancia que afirma, la que crea, la que alcanza a fundir, como en un bronce inmortal, los corazones de distinto timbre...»275. La larga gestación del libro se debió a la dedicación política de Rodó y, sobre todo, a las exigencias que le imponía su propio prestigio: quería una obra que superase en todo a Ariel. Apenas acabado éste, ya empieza a hablar de su proyecto. En las cartas que durante esos años dirigió a intelectuales americanos y españoles iba adelantando cosas: tocaría el tema complejo de la personalidad humana y su formación, pero no en forma de tratado, sino de manera original y artística. Para ello estudiaba y ensayaba sin descanso, aplazando continuamente su terminación. De nuevo se sentía en la tierra de nadie de la «literatura de ideas», preocupado por dar con una fórmula adecuada de la obra «intermedia» entre ciencia y arte, como había hecho en Ariel. Ya dijimos que ambos libros nacieron de un proyecto común y en realidad Motivos es un desarrollo de las ideas del sermón laico referidas al cultivo armónico de la personalidad, un Ariel sin proyección política. El resultado fue un libro extenso, que Rodó presentó como simple proyecto de una obra aún mayor, titulada Proteo, en continua preparación: «un libro en perpetuo "devenir", un libro abierto sobre una perspectiva indefinida»276. Proteo es el símbolo de la personalidad humana, caracterizada por la virtualidad, el movimiento y el cambio. En torno a este motivo central se organiza el libro, y de él van surgiendo todos los demás, en continuas digresiones: la fuerza del tiempo y del inconsciente, las edades, la vocación y sus tipos, la voluntad, la reforma personal y sus estímulos, los viajes, el amor, la conversión, etcétera. Al fin predomina el moralista y el educador: «La esperanza como norte y luz; la voluntad como fuerza; y por primer objetivo y aplicación de esta fuerza, nuestra propia personalidad, a fin de reformarnos y ser cada vez más poderosos y mejores»277. La doctrina se entrevera continuamente con ejemplos, anécdotas significativas de grandes hombres, de «héroes» en el sentido de Carlyle, y parábolas, cuentos de intención moral y ambiente generalmente clásico, en los que Rodó se muestra como depurado narrador modernista.

La expectación con que se esperaba el libro provocó una respuesta de público más inmediata que la que tuvo Ariel, pero también menos intensa y prolongada.

Para los lectores poco preparados resultaba de más difícil lectura; para los enterados de las novedades europeas, algo inconsistente y desfasado. Era, en suma, menos oportuno. La primera edición de dos mil ejemplares, publicada en Montevideo en abril de 1909, se agotó en dos meses, y Rodó comenzó a preparar una segunda, que salió al año siguiente278. Mientras tanto les fue llegando a sus corresponsales de todo el ámbito hispánico. Entre las reacciones críticas que provocó me interesa destacar dos de especial importancia: la de Pedro Henríquez Ureña en México y la del escritor José Castellanos en Cuba279.

En 1910 Henríquez Ureña leyó ante el Ateneo de México una conferencia sobre Motivos de Proteo, en la que puso en relación el contenido y la forma del libro con la teoría de la evolución creadora de Bergson:

«Este nuevo concepto de evolución, esta visión de una perspectiva indefinida, preside el libro Motivos de Proteo, de José Enrique Rodó. El pensador uruguayo trae esa nueva inspiración filosófica al campo de la psicología y de la ética [...]. La grande originalidad de Rodó está en haber enlazado el principio cosmológico de la evolución creadora con el ideal de una norma de acción para la vida»280.



Esta afirmación, tantas veces citada y discutida por quienes se han ocupado del libro, debe entenderse de una forma general, de acuerdo al contexto en la que fue dicha. La conferencia de Henríquez Ureña formaba parte de un ciclo organizado por el Ateneo de México para celebrar el Centenario de la Independencia del país, en el que se trató sobre distintos pensadores americanos desde el positivismo. Los ateneístas querían comparar la tradición inmediata con Bergson, encarnación de la nueva filosofía con la que se sentían identificados. L'évolution créatrice (1907) fue el término constante de referencia. La concepción sobre la personalidad que se desprende de Motivos de Proteo estaba en armonía con las diversas formas del espiritualismo de la época, que entendía al hombre como un ser activo, espontáneo y libre, provisto de impulsos elevados y regido en su realidad más profunda por leyes éticas y estéticas. Acaso podría señalarse en sus páginas algún eco de las ideas sobre el tiempo y la voluntad libre expuestas por Bergson en su primera obra, Essai sur les données immédiates de la conscience, de 1889, que Rodó leyó y extractó281. Pero ninguna huella concreta de la teoría cosmológica de L'évolution créatrice, aparecido cuando Rodó tenía elaborado prácticamente todo el libro. En todo caso, convendría tener presente la concepción krausista de hombre completo, que es también un hombre sucesivo, un hombre en progreso, que se va haciendo a sí mismo en un constante descubrimiento y perfeccionamiento de su interioridad. Una concepción que permitió a algunos intelectuales de formación krausista aceptar de forma natural el bergsonismo282.

La labor llevada a cabo por el Ateneo de México tuvo su reflejo en Cuba. Max Henríquez Ureña, de vuelta en la isla, y Jesús Castellanos decidieron fundar en 1910 la Sociedad de Conferencias de La Habana. Deseaban, siguiendo el ejemplo de los ateneístas, promover la vida espiritual y artística, fomentar un ideal desinteresado entre las clases dirigentes. Para ello nada mejor que la difusión de la obra de Rodó. Castellanos inauguró la institución con una disertación titulada «Rodó y su Proteo».

«Con éste libro ha querido Rodó completar su cruzada anterior, que fue su libro Ariel. Aquel fue el Evangelio de la educación espiritual; éste es el Evangelio de la voluntad sirviendo a la vocación»283. «Entre nosotros -añadía- es una necesidad espiritual la lectura de Ariel y la de estos Motivos de Proteo, y es más necesaria aún la práctica de sus doctrinas»284.

Con ocasión de la inauguración de la Sociedad de Conferencias, Rodó envió al director del periódico El Fígaro de La Habana, una carta abierta titulada «La orientación de la nueva literatura hispanoamericana». Según él, instituciones como la Sociedad de Conferencias o el Ateneo mexicano respondían a las necesidades del momento, en el que se estaba operando un cambio general en la literatura y el pensamiento de Hispanoamérica. «El movimiento modernista americano que, en la relación de arte, fue en suma oportuno y fecundo, adoleció de pobreza de ideas de insignificante interés por la realidad social, por los problemas de la acción y por las graves y hondas preocupaciones de la conciencia individual»285. En ese momento la literatura tendía a expresar de nuevo las «ideas e intereses superiores que constituyen la viva actualidad de una época»286. Las dos tendencias fundamentales que, según Rodó, parecen imponerse en ella son el americanismo y el idealismo:

«Es la una la vigorosa reanimación del sentimiento de la raza, o si se prefiere, del abolengo histórico, como medio de mantener el carácter consecuente de la personalidad colectiva, al través de todas las modificaciones impuestas por la adaptación al espíritu de los tiempos y por influencias extrañas, que son, inevitables, pero que deben someterse a la energía asimiladora del carácter propio.

La otra consiste en la creciente manifestación del sentido idealista de la vida; en la reacción contra el concepto puramente material y utilitario de la civilización y la cultura; en el interés devuelto a las cuestiones de orden espiritual, que es, universalmente, uno de los signos del espíritu nuevo que ha sucedido al auge del positivismo»287.



En 1910, con ocasión del Centenario de la Independencia, muchos intelectuales hispanoamericanos trataron de clarificar y hacer balance de la sociedad y la cultura del continente. Rodó lo hizo en esta carta y, de forma más ambiciosa, en el ensayo que escribió como prólogo al libro de Carlos Arturo Torres, Idola Fori.




ArribaAbajoEl renacimiento idealista finisecular. Conclusión

En 1910 el escritor y político colombiano Carlos Arturo Torres le pidió a Rodó un prólogo para la segunda edición de su libro Idola Fori. Lo había escrito en Inglaterra, donde pasó algunos años como diplomático, y publicado en 1909, en la editorial Sempere. Ahora, a su vuelta a Colombia, quería editarlo con el aval del «maestro continental». La distancia de su país, sumido en conflictos interminables, y la proximidad del Centenario llevaron a Torres a reflexionar con ánimo constructivo sobre la historia de Hispanoamérica. La sucesión de anarquías y despotismos en que ésta se había debatido desde la Independencia se debían, según él, a los «ídolos del foro», esto es, a las supersticiones o fanatismos políticos, que pueden resumirse en «supersticiones aristocráticas» y «supersticiones democráticas»288. Frente a ambos tipos de dogmatismo, Torres predica la tolerancia. La mayor aportación del siglo XIX a la marcha de la humanidad, su auténtico sentido histórico, por encima de los fallos en su realización, ha sido la lucha por la independencia de los pueblos y de los espíritus, la crítica de todas las formas de absolutismo, en política, moral, religión, filosofía o literatura: la tolerancia en suma. En esta dirección debe avanzar el siglo que empieza. Las nuevas corrientes de pensamiento europeas tienden al idealismo y a conciliar la novedad con la tradición. Y esta tendencia se difunde ya entre los círculos cultos de Hispanoamérica, como ha demostrado García Calderón en su ponencia de Heidelberg, una de sus fuentes principales, a cuyo comentario dedica buena parte del libro. En el último capítulo, titulado «Hacia el futuro», expresa la esperanza de que el mismo espíritu de armonía se difunda en la sociedad americana, desterrando de ella los «ídolos del foro».

Su mensaje de tolerancia, armonía e idealismo coincidía con el de Rodó289. Este aceptó prologar el libro. Quería escribir un estudio largo, como el que le dedicó a Prosas profanas de Darío, que tanto eco había tenido. Sería su aportación al año del Centenario. Y aunque finalmente resultó más corto en extensión y resonancia, el prólogo a Idola Fori es un texto clave de su producción. Situado casi al final de ella, cuando ésta ya había dado lo más importante de sí, puede leerse como una conclusión. En 1913 lo incluyó en su colección de artículos El mirador de Próspero con el título «Rumbos nuevos».

Rodó siguió en todo momento, atentamente, los «rumbos nuevos» de las letras y el pensamiento. Su primer y más importante guía fue Leopoldo Alas «Clarín», o mejor, aquellas obras de Clarín en que éste se manifestaba como un «crítico pensador». Fue allí fundamentalmente donde aprendió su manera amplia de concebir y practicar la crítica; en ellas no sólo encontró noticias, sino instrumentos con los que interpretar la literatura, como los conceptos de «tolerancia» y «oportunidad», de raíz historicista, y sobre todo una acentuada tendencia al «armonismo» ante los problemas intelectuales de su época.

Rodó acabó reconociendo la conveniencia u «oportunidad» del movimiento modernista hispanoamericano, aunque sólo en el terreno artístico. El modernismo había renovado, efectivamente, el lenguaje literario en español y en este sentido él era también un modernista. Pero siempre quiso mantener la distancia respecto a modernistas como Darío, a quien siguió considerando «decadente» aun después de Prosas profanas. El modernismo le parecía falto de contenido, pobre de ideas. Nunca llegó a aclarar cómo podrían realizarse tales ideas en la ficción y en la poesía. En realidad, sus diferencias eran diferencias de propósito: él se concebía como un «escritor», no un simple literato, un «pensador» que unía la disposición crítica y reflexiva con la artística y era capaz de influir sobre la opinión. Su forma de expresión y lo que proponía como alternativa al modernismo insustancial era la «literatura de ideas». Mientras preparaba la edición de Idola Fori, Carlos Arturo Torres pronunció un discurso titulado precisamente «La literatura de ideas». La época de fin de siglo se caracterizaba, decía, por «la innegable penetración que la política, la moral, la sociología, la ciencia en fin, operan en el campo de la literatura [...]; día vendrá en que sea llamada "la época de la literatura de ideas"»290. Y añadía: este tipo de literatura, de posibilidades ilimitadas, uno de cuyos mejores representantes americanos es Rodó, refleja fielmente las ideas predominantes, «el estado de alma de cada generación»291.

Darío llamó a Rodó, cuando quiso agradarlo, «el pensador de nuestros nuevos tiempos»292. Su tema último de reflexión fue el «espíritu nuevo» surgido tras la crisis de la concepción positivista del mundo, la nueva tendencia histórica general caracterizada por la vuelta a los valores espirituales y estéticos, por el «renacimiento idealista». «Rumbos nuevos» está dedicado a explicar esta tendencia, su origen y caracteres:

«Si retrocedemos a señalar el punto de donde esta universal revolución del pensamiento toma su impulso, en parte como reacción, en parte como ampliación, lo hallaremos en las postreras manifestaciones de la tendencia netamente positivista que ejerció el imperio de las ideas, desde que comenzaba hasta que se acercaba a su término la segunda mitad del pasado siglo»293.



Una reacción y una ampliación de la concepción positivista de la vida que predominó en la segunda mitad del siglo XIX y que afectó a todos los órdenes:

«Expone Taine que cuando, en determinado momento de la historia, surge una "forma de espíritu original", esta forma produce, encadenadamente y por su radical virtud, "una filosofía, una literatura, un arte, una ciencia", y agreguemos nosotros, una concepción de la vida práctica, una moral de hecho, una educación, una política»294.



Rodó, hombre de cultura fundamentalmente literaria, acepta la concepción de la historia de Taine, cuya base primera es el historicismo romántico y más concretamente el organicismo hegeliano. Según éste, el gran motor de la historia es el espíritu o los cambios espirituales, y cada periodo, una unidad en la que las distintas actividades humanas manifiestan una trabazón absoluta, como las partes de un cuerpo orgánico295. Pues bien, el positivismo entendido así, no como filosofía concreta, sino como la forma propia del espíritu -el «Zeitgeist»- de la segunda mitad del siglo XIX, produjo todos estos efectos: en la ciencia, la extensión del método experimental; en la literatura y el arte, el realismo naturalista; en la realidad política y social, el utilitarismo. Rodó reconoce el carácter conveniente y progresivo que este positivismo tuvo en su momento:

«La oportunidad histórica con que tal "forma original del espíritu" se manifiesta, es evidente; ya en el terreno de la pura filosofía, donde vino a abatir idealismos agotados y estériles, ya en el de la imaginación artística, a la cual libertó, después de la orgía de los románticos, de fantasmas y quimeras; ya, finalmente, en el de la práctica y la acción, a las que trajo un contacto más íntimo con la realidad»296.



Pero a medida que el positivismo se propaga y populariza, se empobrece como doctrina y se degenera como práctica. En la esfera del conocimiento ha provocado una concepción supersticiosa de la ciencia como dominadora de la naturaleza y el olvido del misterio del mundo. En la práctica ha llevado a una consideración exclusiva de los intereses materiales inmediatos, a la indiferencia o al menosprecio de toda actividad desinteresada y libre, de la justicia y de la belleza. Tales efectos no alcanzan a compensar lo que tuvo de saludable en su momento, ni siquiera en las nuevas sociedades americanas, tan dadas a «idealismos quiméricos y sueños impotentes y vagos»297. Aquí su sentido materialista se acentuó aún más al coincidir con el crecimiento económico y la influencia de Estados Unidos.

Las generaciones nacidas en Hispanoamérica en el último tercio del siglo, en pleno apogeo de esta concepción, buscaron rumbos nuevos, atentas -dice- «a las primeras vagas manifestaciones de una transformación del pensamiento en los pueblos maestros de la civilización»298. Y a continuación nombra algunas de estas manifestaciones, basándose en el libro de Torres, y a través de éste, en la memoria presentada en Heidelberg por García Calderón:

«Hay en Idola Fori un capítulo donde se indican algunas de las fuentes de la transición que siguió a esto, comentándose el estudio que de la evolución de las ideas en la América española hizo, no ha mucho, Francisco García Calderón, en trabajo digno de su firme y cultivado talento. La lontananza idealista y religiosa del positivismo de Renan; la sugestión inefable, de desinterés y simpatía, de la palabra de Guyau; el sentimiento heroico de Carlyle; el poderoso aliento de reconstrucción metafísica de Renouvier, Bergson y Boutroux; los gérmenes flotantes en las opuestas ráfagas de Tolstoi y de Nietzsche; y como superior complemento de estas influencias, y por acicate de ellas mismas, el renovado contacto con las viejas e inexhaustas fuentes de idealidad de la cultura clásica y cristiana, fueron estímulo para que convergiéramos a la orientación que hoy prevalece en mundo»299.



Son sus maestros de siempre: «mis dioses son Renan, Taine, Guyau, los pensadores, los removedores de ideas», le había escrito a Unamuno en 1900, a propósito de Ariel300. Pero ya entonces Rafael Altamira advirtió: «Cítanse a menudo en Ariel a Carlyle y a Emerson, a Renan o a Guyau; pero bien se ve que la nutrición intelectual de estos y otros autores extranjeros, ha sido asimilada a la manera española, y que con ellos se codean en la mente de Rodó, aunque no los cite, frutos de legítima cepa hispana»301. Diez años después de Ariel, Rodó también cita a Renouvier, Bergson y Boutroux, representantes del espiritualismo francés, hacia el que ya entonces le orientó Clarín y del que ahora García Calderón es el más entusiasta difusor en América.

Al estudiar a Rodó convendrá, pues, tener más en cuenta de lo que suele hacerse y de lo que él mismo dio a entender la importancia de dos factores. En primer lugar su asimilación del pensamiento y la literatura finisecular europea a través de España; en segundo lugar la influencia que en su evolución tuvieron sus propios «discípulos», aquéllos que, como García Calderón, se iniciaron tras él y que pronto siguieron un camino propio.

Rodó termina el prólogo marcando el rumbo que rige el pensamiento contemporáneo: el idealismo, pero no el idealismo romántico de primera mitad del siglo XIX, anterior al positivismo, sino otro, en el que éste ha dejado su huella, un idealismo nuevo. La visión de Rodó no ha variado esencialmente desde su contacto juvenil con la obra de Clarín. Para él el «espíritu nuevo» sólo es realmente nuevo, progresista o moderno, si viene a superar y no a destruir la etapa anterior.

«Se interpone entre ambos caracteres de idealidad, el positivismo de nuestros padres. Ninguna enérgica dirección del pensamiento pasa sin dilatarse de algún modo dentro de aquella que la sustituye. La iniciación positivista dejó en nosotros, para lo especulativo como para lo de la práctica y la acción, su potente sentido de relatividad; la justa consideración de las realidades terrenas; la vigilancia e insistencia del espíritu crítico; la desconfianza para las afirmaciones absolutas; el respeto de las condiciones del tiempo y lugar; la cuidadosa adaptación de los medios a los fines; el reconocimiento del valor del hecho mínimo y del esfuerzo lento y paciente en cualquier género de obra; el desdén de la intención ilusa, del arrebato estéril, de la vana anticipación. Somos los neoidealistas»302.



Sin duda que al hablar de los «neoidealistas» Rodó debía pensar en sus contemporáneos, aquellos con los que compartía su situación espiritual, y de forma más concreta en su propio público, en los medios intelectuales en los que repercutió Ariel y a través de los cuales éste se difundió: los krausistas de la Universidad de Oviedo; los «normalistas» dominicanos, continuadores del krausopositivista Hostos; los discípulos del espiritualista Deustua, de la Universidad de San Marcos de Lima; los miembros del Ateneo de México y de la Sociedad de Conferencias de La Habana. Ariel no fue, no pudo ser para ellos una obra original, inobjetable y definitiva, sino un símbolo: la expresión americana del renacimiento idealista contemporáneo; la representación y la justificación de la vida intelectual a que aspiraban. El propio Rodó sirvió de lazo de unión a estos y otros muchos intelectuales hispánicos hasta la Primera Guerra Mundial, en que murió y comenzaron las reacciones críticas contra el carácter utópico y elitista de su obra y de quienes se habían identificado con ella.






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