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Lo cómico en la obra de G. G. de Avellaneda

Marina Mayoral Díaz


Universidad Complutense, Madrid



Era la Avellaneda más proclive a la tragedia y al drama que al humor y la comicidad. Ya desde su primer libro de poesía la influencia de su admirado Byron1 se manifestaba en el tono pesimista de muchos de los poemas, muy alejados de los tópicos dulzarrones y humildes de la escritura femenina de la época. Hay a veces ironía o sarcasmo, pero las únicas notas de humor del libro están en el prólogo y corren a cargo de Nicasio Gallego, que presta su apoyo a la joven escritora, pero deja constancia burlesca de su desacuerdo de ilustrado con las apasionadas y sombrías vivencias expresadas por la que muy pronto iba a ser la divina Tula: Gallego no entiende que una joven dotada con tantas prendas para ser feliz se sienta tan desgraciada, y atribuye los acentos lúgubres del libro a la «manía del siglo» y al horario de trabajo de la escritora, de una a cuatro de la madrugada2.

A Tula no le faltaron motivos para la tristeza y para la desesperación, pero con los años fue adquiriendo una serenidad vital y un dominio de la técnica dramática que le permitió asomarse a géneros para los que en principio no estaba muy dotada.

Su incursión más clara en el mundo de lo cómico es la obrilla El millonario y la maleta, intrascendente juguete escénico en el que apenas deja entrever en un breve diálogo sus reflexiones sobre el amor, que suelen ser lo más interesante de toda su obra. La escribió para ser representada por un teatrillo de aficionados de Sevilla, donde residió durante cuatro años del 1865 al 1869. La obra no llegó a representarse y no se publicó hasta 1871 en sus Obras Completas3.

El argumento es el siguiente: Un millonario ha anunciado que va a ir a descansar una temporada al pequeño pueblo en el que ha nacido. En contra de sus deseos, la noticia se extiende y todos hacen planes para sacar provecho de la visita. Entre ellos doña Policarpa, que tiene tres hijas casaderas y que se ofrece para albergar al viajero por estar llena la posada. En lugar del millonario llega al pueblo un joven amigo suyo, pintor, a quien ha encargado que le copie un cuadro del retablo de la iglesia. El pintor ha conocido por casualidad en Madrid a Gabriela, la hija pequeña de doña Policarpa, que acompañaba a una amiga de su madre en un viaje a la capital. Se han visto y se han enamorado, aunque no pudieron hablarse porque la chica tuvo que regresar precipitadamente. Todos confunden al pintor con el millonario porque las iniciales del nombre y apellido que ven en el equipaje coinciden. Sólo Gabriela sabe la verdad, pero le pide que no aclare el error para que les dejen estar juntos. El pintor acepta y se dedica a complacer a todos los que vienen a hacerle peticiones. Cuando llega el millonario se hace cargo de la mayoría de los compromisos y se va corriendo a descansar a otra parte. Naturalmente, el pintor y Gabriela se casan.


Elementos de comicidad

Señalaremos como primer elemento cómico la deformación caricaturesca de los personajes.

Doña Policarpa representa al tipo de la madre obsesionada por «colocar» a sus hijas: Es una mujer que habla sin parar y que no escucha a su interlocutor, excepto cuando toca el tema que le interesa: el matrimonio de las chicas.

Mónica, la hija mayor de doña Policarpa, es una caricatura de la mujer instruida: suelta frases en latín sin ton ni son y palabras altisonantes para referirse a las cosas más sencillas: «Mi frontispicio no se presta a angaripolas femeniles», dice para justificar que no quiere ponerse adornos, o: «haré vibrar el címbalo sonoro», cuando tiene que tocar la campanilla. Recuerda la figura de don Hermógenes de El sí de las niñas, y no le faltan tampoco precedentes femeninos en la comedia clásica, pero merece un comentario la utilización por parte de Tula de un tópico que sirvió siempre para ridiculizar el deseo de saber de las mujeres.

En un momento en el que la mujer empezaba a incorporarse a la cultura y en el que las reivindicaciones feministas pedían la igualdad de instrucción, esta burla de una mujer enfadosa por su mal asimilada instrucción puede querer decir que no es ese el modelo de mujer sabia4 que la escritora defiende; o, dicho de otro modo: que las falsas eruditas también son objeto de burla para las mujeres escritoras. Pero tampoco hay que descartar la idea de que Tula no atendiese en absoluto a las consecuencias que podía tener la presencia de tal personaje en la lucha de las mujeres por acercarse al mundo masculino del saber. No sería la primera vez que la Avellaneda hace la guerra por su cuenta. En este sentido es revelador el «Romance contestando a otro de una señorita» en el que va desmontando los tópicos5 de la hermandad lírica femenina6, surgida en tomo a Carolina Coronado.

La exageración caricaturesca es también la clave de algunos diálogos graciosos. La impaciencia de Policarpa por casar a sus hijas le hace desear la posibilidad de un harén para colocarlas a las tres de golpe:

POLICARPA.-  ¡Un millonario! ¡Un coloso de fortuna! ¡Un non plus ultra de riqueza puede ser vuestro esposo!

ROSA.-  ¡Cómo! ¿De las tres?

POLICARPA.-  ¡Ay, ojalá! Por desgracia no estamos en Turquía.


(T. IV, pág. 46)                


La galería de personajes que visita al supuesto millonario para conseguir sus favores le permite a la autora trazar una serie de tipos pintorescos: el alcalde, la presidenta de una asociación benéfica, los dos jovencitos, representantes del casino local, que van siempre juntos y uno repite como si fuese el eco la última frase del otro; el paisano que pretende venderle al millonario la casa donde ha nacido, el que saca a relucir un lejanísimo parentesco para que sea padrino de un niño, el joyero que le muestra los regalos que debe hacer al ahijado y al resto de la supuesta familia...

Con todo, la base de la comicidad está en el equívoco y en las situaciones que crea: cuando doña Policarpa encuentra al pintor con su hija Gabriela a solas en un cuarto, creyendo que se trata del millonario, le exige que se case con ella para reparar su honor. El chico accede encantado, pero le dice que no es millonario sino artista. Ella cree que pretende poner a prueba su desinterés y finge que no le importa. Por otra parte, esa situación da origen a toda una serie de discusiones entre doña Policarpa y la posadera sobre la parte de beneficios que a esta le corresponden por haber colaborado a la fortuna de la familia, que recuerdan el cuento de la lechera o el paso de las aceitunas. Cuando se sabe la verdad, doña Policarpa se niega a la boda, esperando un mejor partido para la chica, pero al fin se impone el criterio de que al menos ha colocado a una.

Es también gracioso el contraste entre la alegría con que el pintor dice que sí a todas las peticiones y la desesperación del millonario que ve que se le va una fortuna en dádivas.

De todas formas, es una obra de escasa consistencia y factura muy simple, aunque se ajusta, como es frecuente en la Avellaneda, a la unidad de tiempo. No hay un verdadero enredo, sino una situación alargada y repetida: peticiones exageradas por parte del pueblo y berrinche del millonario que pretendía descansar y acaba huyendo a toda prisa.

La otra incursión en el campo del humor es una obra más larga y compleja, que no puede ser calificada de cómica, pero en la que las situaciones divertidas que arrancan una sonrisa al lector son más abundantes que en ninguna otra obra de la autora, y debieron contribuir al enorme éxito de la obra en su tiempo. Me refiero a la comedia La hija de las flores o Todos están locos, que se estrenó en Madrid en 1852. Respeta estrictamente las tres unidades. Toda la acción transcurre en un día desde la madrugada a la noche y en la finca de verano donde se reúnen los personajes. El argumento es el siguiente: doña Inés, dama valenciana de treinta y seis años, va a contraer matrimonio con don Luis, un joven de veintitrés. Los dos lo hacen en contra de su voluntad, obedeciendo doña Inés a los deseos del padre, empeñado en tener nietos antes de morir y don Luis los del conde de Mondragón, su tío. Se reúnen en una finca propiedad del padre de doña Inés, atendida por una pareja de criados rústicos. Además de ellos, vive en la finca una extraña criatura de extraordinaria belleza, Flora, que se cree hija de las flores porque entre ellas fue encontrada siendo niña. Esta criatura despierta el amor de don Luis y a su vez se enamora de él. Tras una serie de peripecias se descubre que la hija de las flores lo es en realidad de doña Inés, que fue violada por el conde de Mondragón, después de salvarla de morir ahogada. La obra acaba como comedia: el conde repara su falta casándose con doña Inés; los enamorados, que estaban dispuestos a huir juntos, tienen el consentimiento de la familia para casarse, y el anciano padre de doña Inés ve colmados sus deseos de tener nietos al encontrarse con una ya crecidita.



La comicidad se basa en distintos tipos de elementos. En primer lugar está la tradición de la comedia clásica del criado rústico y crédulo que habla mal y cree toda clase de boberías y es zarandeado por una esposa más lista, aunque igualmente tosca. Juan, el rústico, es, además, como el castellano viejo de Larra, el hombre que queriendo ser cortés resulta enojoso. Así, por ejemplo, su empeño en que el huésped de su amo pase siempre delante da lugar a una graciosa escenilla:

JUAN

 (Señalando al CONDE la entrada de la casa.) 

Por aquí.
CONDE
Marcha delante.
JUAN
¿Yo? ¡No, pardiez! Muerto antes.
CONDE
Debes guiarme.
JUAN
Vano empeño.
No soy tan palurdo yo.
CONDE
Si no conozco la casa...
JUAN
Pues el siervo nunca pasa
antes que el amo.
CONDE
Si...
JUAN

  (Con fuerza.) 

¡No!
¡No paso!
CONDE

 (Impaciente.) 

Pero...
JUAN
No hay peros,
corteses semos aquí.
CONDE

 (Entrando.) 

¡Que el diablo te lleve!
JUAN

 (Siguiendo al CONDE.) 

¡Ansí!
Siempre el primero, primero.

(T. III, pág. 106)                


Otra fuente de comicidad son los equívocos: Para librarse del matrimonio, don Luis dice a su tío que doña Inés tiene fama de loca. El extraño comportamiento de la pareja hace pensar al tío que también el sobrino ha enloquecido, y las anagnórisis del final, mal explicadas, hacen creer al padre de Inés que todos son víctimas de una locura contagiosa, provocada por algunas flores que crecen en la finca.

En mi opinión, el momento más gracioso de la obra es la escena en la que doña Inés y don Luis se observan mutuamente con la esperanza de encontrar loco al otro y poder así librarse del compromiso matrimonial. Al comprobar que los dos razonan con cordura se entristecen de ello y al cabo de un rato de conversación acaban confesando sin ambages que van obligados al matrimonio. Una vez hecha esa declaración, los dos se animan a romper el compromiso, ponderando cada uno las dificultades para hacerlo uno mismo. La dama le dice que si él no lo evita los casan sin remedio. El galán le hace notar que debe ser ella quien rompa y no él quien la desdeñe. La mujer se apoya en el tradicional papel pasivo de su sexo, en su innata sumisión para hacer recaer en el varón el peso de la ruptura. Don Luis se defiende con ideas que más parecen de la propia Tula: Una mujer, que se supone que no es una ignorante y cercana ya a los cuarenta años, no debe dejarse mandar en cuestión tan importante como es el matrimonio. Aduce Inés su condición de hija, es decir, de mujer sometida a la autoridad paterna. Pero el chico hace notar que también él tiene obligaciones y deberes respecto a su tío, el conde de Mondragón. Veámoslo con las palabras de los personajes:

INÉS
[...] lo positivo
es que nos casan, si modo
no encuentra usted de impedirlo.
LUIS
Eso a usted le corresponde.
INÉS
¡A mí! Mi sexo es muy tímido:
Pero no es justo que a un hombre
se le trate como a un niño,
y de su suerte futura
otro disponga a su arbitrio.
LUIS
Ni hay razón para que usted
con su edad, con su atractivo,
pudiendo a gusto escogerlo
se deje escoger marido.
INÉS
Caballero, tengo un padre.
LUIS
Señorita, tengo un tío.

Inés sigue insistiendo en que debe ser él quien rompa y don Luis acumula los argumentos para que ella se decida a hacerlo: si el que rompe es el novio se considera un ultraje al decoro de la dama y se prestaría a que la gente hiciese suposiciones que afectarían al honor de doña Inés. Por el contrario, si es ella quien rompe, todo lo más se achacaría a capricho e, incluso, si quiere evitar ser tachada de caprichosa, don Luis le da permiso para que diga de él que es un necio, un calavera y que está plagado de vicios. Inés se mantiene en sus trece: no quiere recurrir a ese artificio y prefiere sacrificarse y resignarse a ser infeliz. Entonces el chico, horrorizado por lo que se le viene encima, le pide, sin faltar a la buena educación cortesana, que no se sacrifique tanto y que tenga compasión, no de él, le dice, sino de sí misma:

LUIS
Mas, ¡ay señora!, por Dios:
No es soportable el martirio
de mirar siempre a su lado
un objeto aborrecido.
Téngase usted compasión;
rompa su empeño conmigo
sin miramiento ninguno.
Si es menester me arrodillo
demandándole esa gracia,
Por su bien, no por el mío.

(T. III, págs. 133-134).                


El chico echa rodilla a tierra y en esa tesitura los sorprenden el padre de Inés y el tío de Luis, que creen que se trata de una escena de amor y deciden que la boda se realice esa misma noche sin más tardanza.

En esta escena y en la conversación que acabamos de leer resuenan ecos de preocupaciones constantes de la Avellaneda, que aparecen una y otra vez en su obra y en su correspondencia más privada. La primera de ellas es la denuncia de las limitaciones y la falta de libertad que sufren las mujeres en asuntos en los que sólo ellas deberían decidir. Desde Sab, la condición femenina se asimila a la de los esclavos7 y en Dos mujeres lanza un ataque sin rebozos a la indisolubilidad del matrimonio, contraria a las leyes de la Naturaleza en la que todo es mutable8. Esa unión hasta la muerte, aunque afecta también al varón, la padece más la mujer, porque el hombre, argumenta Tula, tiene siempre el consuelo de dedicarse a su trabajo y paliar así su fracaso sentimental, cosa que no sucede a la mujer.

Esa falta de libertad de la mujer en todo lo que se refería a cuestiones amorosas la comentará también Tula por carta a Antonio Romero Ortiz, que sería ministro de Ultramar en 1869 y 1874, con quien mantuvo una relación amorosa hacia 1852-53. La Avellaneda era por entonces una mujer viuda, pero le pide que disimule ante su madre para que ésta no sospeche nada, porque no quiere darle el disgusto de saber que tiene un amante. Ella misma comenta las ataduras a que está sometida alguien que aparentemente es una mujer libre9.

En La hija de las flores en lugar de una madre encontramos a un padre a quien doña Inés no quiere, ni puede contrariar, porque así está organizada la vida de las mujeres en la sociedad.

El aspecto cómico de la conversación estriba en que el chico tiene, al parecer, las mismas limitaciones que la dama. No es un galán romántico, aunque al conocer a Flora decida huir con ella antes que someterse al matrimonio impuesto. Creo que en la construcción del personaje debió de influir el recuerdo del don Carlos de El sí de las niñas de Moratín. Igual que aquél, siente hacia su tío un respeto que lo lleva a aceptar su decisión de casarlo, sin oponer a su voluntad más que débiles reparos. Y su actitud es más propia de un galán ilustrado, respetuoso de las normas, que de un fogoso enamorado romántico: Lo único que hace es intentar convencer a su tío de que doña Inés está loca para que sea el conde quien deshaga el compromiso.

Mientras que en El millonario y la maleta la trama es de una sencillez extrema, aquí la acción es mucho más complicada y tiene un elemento de suspense que mantiene la atención. Así los desmayos y las actitudes descompuestas de doña Inés, que hacen pensar al conde que en efecto está loca, tienen su explicación al final: el hombre que la violó, después de salvarla de morir ahogada, dejó sobre su pecho una flor de lis, y la niña que nació de aquella violación tenía una mancha con esa forma; no es, pues, extraño que cada vez que aparece esa flor doña Inés pierda la compostura. Pero el lector -o espectador- no lo sabe y eso crea situaciones cómicas, en las que todos los personajes creen que es el otro quien está loco.

Al final de la obra tienen lugar dos anagnórisis muy espectaculares: doña Inés descubre que la hija que creía muerta es la extraña muchacha que se considera hija de las flores, y el conde de Mondragón reconoce en doña Inés a la mujer violada por él, y por tanto también reconoce a Flora como hija.

En Leoncia, su primer drama, estrenado en Sevilla en 1840, trató la Avellaneda un tema muy semejante aunque en clave de drama10: Leoncia, dama de misterioso origen, tiene un amante joven que debe casarse con una jovencita por imposiciones de la familia. Al final se descubre que esa joven es hija de Leoncia, y que el padre de su joven amante es el hombre que la deshonró. La anagnórisis desencadena la tragedia ya que Leoncia se suicida y los dos jóvenes, al resultar hermanos, tampoco pueden casarse. No hay en toda la obra ni un solo momento de humor o de comicidad. El distinto tratamiento dado a dos obras con bastantes puntos comunes puede ilustrar el cambio de gusto que se estaba produciendo en la escena española: desde el romanticismo desbocado de los años cuarenta a un realismo creciente. En el caso de la Avellaneda hay que añadir a esto la pervivencia de los modelos de la comedia moratiniana11 y su propia evolución personal. Aunque Tula fue una romántica hasta la muerte, los años añadieron al apasionamiento de la juventud un pequeño contrapunto de humor.







 
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