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Lo inmenso de una obra periodística

Daniel Moyano






Entre cachacos

Gabriel García Márquez


Mondadori, 691 páginas, 3500 ptas.


Hace poco comentábamos las Notas de prensa, textos publicados entre 1980 y 1984. En esta segunda entrega, compilada e inteligentemente prologada por Jacques Gilard, se incluyen textos publicados entre febrero de 1954 y julio de 1955 en la prensa de Bogotá, de allí el subtítulo Entre cachacos, denominación popular de los habitantes de la capital colombiana.

En la entrega anterior, compuesta a ratos por artículos periodísticos y a ratos por memorias anticipadas, las dos grandes vertientes eran la literatura y la política, donde entraban sus grandes pasiones y obsesiones, América Latina, España, las agresiones norteamericanas a los países del Caribe, las grandes personalidades mundiales que gestaron la historia contemporánea y que fueron sus amigos.

En ésta, en cambio, anterior a esas experiencias mundanas y a la redacción de sus grandes obras literarias, los textos parecen escritos «a brincos y a zancadas» según la fórmula de Montaigne, con el resultado de una deliciosa lectura variopinta cuya tónica es la improvisación, con crónicas qué prefiguran los grandes textos periodísticos posteriores.

Aunque en realidad, a estas alturas, yo ya no sé cuál es el alcance de la expresión «obra periodística», y me parece que estos artículos, si los despojamos un poco de su «sentido» histórico, pasan inmediatamente a destacar por su «sonido», elemento siempre presente en la prosa de García Márquez. Para un lector de oído atento, no hay entonces mucha diferencia entre un episodio donde Remedios la Bella sube al cielo envuelta en una sábana o el comentario sobre una película. Si sabe leer con atención, entonces percibirá que ambos hechos tienen el mismo sonido. Y ésta es una de las claves de la fascinación de este autor.

Entre las cosas importantes que ha hecho García Márquez con nuestro idioma está el hecho de haber contribuido a devolverle su antigua dignidad a los llamados géneros menores. Cuando escribía estos textos de Entre cachacos por los años cincuenta, improvisando, mezclándolo todo, ya lo estaba consiguiendo, acaso sin saberlo.

Todo esto me hace acordar de un alumno del Conservatorio, que era el único verdaderamente músico. En los exámenes, todos daban la misma lección, técnicamente correcta y aburrida. Cuando la tocaba él, en cuanto empezaba venía gente de otras aulas a escucharlo, creyendo que se trataba de un concierto. Y se quedaban con la boca abierta cuando se enteraban de que se trataba de una simple lección archiconocida.





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