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ArribaAbajo- XIII -

Ventajas de vivir en casa propia. La noche terrible



- I -

Considerando que era una tontería vivir en casa alquilada, teniéndola propia, arreglé el principal de mi finca y me mudé a él. No me disgustaba alejarme del domicilio de mi señor tío, porque la familia empezaba a serme gravosa en una u otra forma. Aunque Raimundo volvió a dormir en casa de sus padres, en realidad no me despedí de él, porque por mañana y noche le tenía a mi lado. Era una adherencia sistemática, lealtad canina que a veces me causaba molestias. Cuando la manía del reblandecimiento no le permitía pronunciar la tr se ponía el tal primo fastidioso, y era más pegadizo que en tiempos normales. Si estaba yo lavándome, él allí,   -254-   describiendo con lúgubre tono los síntomas de su mal. Si almorzaba, él en frente, bien participando del almuerzo, bien amenizándolo con un comentario de las palpitaciones cardíacas o de las sensaciones reflejas, todo ello en forma y estilo de dies irae y con una cara patibularia que daba compasión. Si estaba yo en mi gabinete escribiendo cartas, él allí, arrojado sobre el sofá, como un perro vigilante y amigo, callado hasta que yo le decía algo. Si le encargaba algún pequeño trabajo, como copiarme una minuta, sumarme varias partidas, cortarme cupones y sacar nota de ellos, lo hacía venciendo su indolencia, dando a entender que el gusto de complacerme podía más que su enfermedad. Estas crisis de languidez solían parar en raptos espasmódicos. No sólo pronunciaba entonces con facilidad y rapidez el condenado ejercicio que le servía de gimnasia vocal, sino que su lenguaje todo era febril y de carretilla, cortado de trecho en trecho por pausas, en las cuales se quedaba el oyente más atento, esperando lo que había de venir después. Tales son las pausas que hace el ruido del viento en una mala noche. Durante ellas la expectación del ruido nos molesta más que el ruido mismo.

En semejante estado, la calenturienta habladuría de mi primo se refería siempre a cuestiones de dinero. Sin duda, este se había condensado en el cerebro del pobre Raimundo, constituyendo   -255-   su idea fija, que al mismo tiempo le espoleaba y atormentaba. Sus temas eran estos: ¡si en Madrid se gasta más dinero del que existe; si la sociedad matritense está en perpetuo déficit, en perpetua bancarrota; si no se verifica una transacción grande o pequeña, desde el gran negocio de la Bolsa a la insignificante compra en una tiendecilla, sin que en dicha transacción haya alguien que sea chasqueado...! Le ocurrían cosas bastante originales en la forma, otras muy extravagantes, pero que escondían algo de verdad. «Sostengo -decía-, que no existen, contantes y sonantes, más que veinte mil reales. Cuando uno los tiene los demás están a cero. Pasan de mano en mano haciendo felices sucesivamente a este al otro, al de más allá. Lo que llaman un buen año, es aquel en que los tales mil duros corren, corren, enriqueciendo momentáneamente a una larguísima serie de personas. Cuando se habla de paralización, de crisis metálica; cuando los tenderos se quejan y los industriales chillan y los bolsistas murmuran y los banqueros trinan, es que los milagrosos mil duros corren poco, estando mucho tiempo en una sola caja. La sociedad entonces se pone de mal humor. Lo bonito es verles andar de una parte a otra, despertando el contento general. Creeríase que es el gracioso juego del corre, corre, vivito te lo doy. Viendo pasar por sus dedos el talismán, se creen dichosos, y lo son   -256-   por un momento, el empleado, el tendero, el almacenista, el banquero, el agente de Bolsa, el prestamista, el propietario, el contratista, el habilitado, el casero. La piedra filosofal, por correrlo todo, hállase también en las manos del jugador; pasa rozando por los dedos de la entretenida; sube a las grandes casas de negocios; baja a las arcas apolilladas del usurero; taladra las cajas del regimiento; se mete en la Delegación de contribuciones; sale bramando para ir al Tesoro; la arrebata de cien manos una; va a ser el encanto de la noche de festín; vuelve al comercio menudo, donde parece que se subdivide para juntarse al momento; la agarra otra vez la usura; la coge el propietario hipotecando una finca; vuelve a la Bolsa; la gana un afortunado bajista; la pierde por la noche a la ruleta un sietemesino; va a parar luego a un contratista; le echa el guante uno que suministra postes de telégrafos o cajas para tabacos; va de sopetón a servir de fianza en la Caja de Depósitos; la envían rápidamente de aquí para allí como una pelota de las distintas oficinas del Estado; corre, gira, pasa, rueda, y en este movimiento infinito va haciendo ricos a los que la poseen. ¡Venturosos los que, siquiera por un momento, se jactan de echarle el guante!... Ahora bien, queridísimo primo, pues los hechos han querido que en el actual minuto histórico la consabida pelota esté en tus manos, haz el favor de compartir   -257-   conmigo tu felicidad prestándome dos mil reales.

Así concluían siempre sus humoradas económicas. Mientras viví en Recoletos, estos sablazos de familia se repetían mensualmente, y la verdad, yo los llevaba con paciencia y sin contrariedad grave. Mi buen primo no tenía más que su mezquino sueldo y alguna cosilla que su padre le daba. Yo era rico, y poco perdía, relativamente a mi fortuna, con los ataques de aquella divertida mendicidad. La compasión, el parentesco, la admiración del ingenio de Raimundo obraban en mí para determinar mi liberalidad. Gozaba en su júbilo al tomar el dinero, y me parecía que echaba combustible a su temperamento para encenderlo y verle despedir las chispas de gracia con que me divertía tanto. ¡Pobre Raimundo! si a él le denigraban sus sablazos, en mí eran medio indirecto de gratificar al bufón de mi opulencia, de pagarle la tertulia que me hacía y las adulaciones con que halagaba mi vanidad.

Pero las cosas cambiaron. Cuando me fui a vivir a mi casa de la calle de Zurbano, llevé conmigo por razones que se comprenderán fácilmente, la idea de mirar mucho el dinero que salía de mi caja. Ya los golpes duros de aquel compañero de mis horas tristes empezaban a dolerme. Aquella fue la primera vez que Raimundo, al pedirme limosna, no vio la indulgencia y la generosidad pintadas en mi semblante.

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«Toma mil reales -le dije arrojándoselos desde lejos-, lárgate a la calle con viento fresco, y tarda todo el tiempo que puedas en gastarlos.

Generalmente, la recepción de las sumas que me pedía obraba con maravilloso poder terapéutico sobre la raquis de aquel hombre infeliz, porque su languidez cesaba al instante, su palabra era más expedita y clara, resplandecían sus ojos; en fin, era otro hombre. No tardaba en tomar calle, y por lo común, al día del sablazo sucedían mañanas y tardes que no parecía por mi casa. Estos eclipses me gustaban, aunque no eran baratos. Poco a poco se iba gastando la virtud medicatriz de mi bálsamo, y el hombre volvía a desmayar y a decaer como planta de tiesto, a la que se le va secando la tierra; la lengua se le entorpecía, el temblor nervioso le hacía parecer tocado de idiotismo, hasta que su crisis tenía nuevamente alivio y término en otra sangría a mi bolsillo. Contra lo que manda la ciencia, el enfermo era la sanguijuela y el médico se la ponía.

Francamente, en aquellos días empezaron mis hombros a sentirse cansados bajo el peso de mi familia. Una mañana estaba yo vistiéndome, cuando entró el portero muy afanado y me dijo que la señorita Camila se estaba mudando al cuarto tercero de la derecha, el único que no se había alquilado todavía. Ni mi prima me había   -259-   dicho una palabra acerca de tomar el cuarto, ni había cumplido con el portero, que me representaba para aquel caso, ninguna de las formalidades que la ley y la costumbre establecen para ocupar una casa ajena. «No me he atrevido a decirle nada -manifestó el portero, sofocadísimo-. Arriba está colocando los muebles con una bulla de cien mil demonios, y en el portal han parado dos carros de mudanza. Yo hice presente a la señorita que el señor no había dicho nada, ni se ha hecho contrato, y me respondió que me fuera enhoramala, que ella se entendería con el señor y... que yo no soy nadie. Con que vengo a ver...

No quise tomar una determinación ruidosa, y dejé que mi prima ocupase el cuarto, resuelto a cantar muy claro al feo de Miquis las obligaciones que contraía por el hecho de ocupar mi propiedad. Más tarde se personó en mi presencia la propia Camila, y me dijo: -Perdona, primito, comparito, que hayamos tomado tu casa por asalto. La vi ayer tarde, y me gustó tanto que no he querido que pasase el día de hoy sin estar en ella. No creas, te pagaremos religiosamente, te daremos dos meses en fianza. ¿No bajas nada de los siete mil? En fin, por ser compadre, te daremos seis mil quinientos, y no resuelles, porque será peor. Te pagaremos cuando tengamos dinero, que ojalá sea pronto... Y calla, hombre calla; ya sé lo que me vas a decir.   -260-   Tienes razón, esto es un abuso; pero por algo somos compadres. Nosotros los Buenos de Guzmán tenemos así este genio pronto. Me voy, que tengo que dar una mamada a mi cachorro. ¡Ah! nuestra casa está a tu disposición. Puedes subir cuando quieras y nos acompañaremos mutuamente. Estás muy solito, y te aburrirás en este caserón. Nosotros no salimos, no vamos a ninguna parte. Estoy consagrada a darte un ahijado gordo y rollizo. Sube y lo verás.

Subí aquella tarde. Camila, sin reparo alguno, sacó el pecho en mi presencia y se puso a dar de mamar al inocente. Mi ahijado no era bonito, ni robusto, ni sano. Cuando no tenía el pezón en la boca, estaba consagrado exclusivamente a la ejecución de un interminable solo de clarinete que atronaba la casa. En esta no se podía dar un paso. Ningún mueble estaba aún en su sitio, y el gañán de Constantino no hacía más que clavar clavos por todas partes, rasgándome el papel, descascarándome el estuco, y dando tanto porrazo que parecía haberse propuesto destrozarme todos los tabiques.

«La casa me gusta -díjome Camila obligándome a sentarme en una silla a su lado, después que me acercó a los labios la carátula roja de su feo muñeco para que le besase-; me gusta mucho; pero tiene grandes defectos, sí, defectos que me harás el favor de corregir inmediatamente.

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-Con que inmediatamente... ¡qué ejecutivo está el tiempo!

-Chitito callando, y obedecer. Mira que tengo malas pulgas... Pues sí, es preciso que mandes acá tus albañiles mañana mismo. Necesito que me abras una puerta de comunicación en este tabique que está a mi espalda. No sé en qué estaba pensando el arquitecto cuando trazó la casa. No se les ocurre a esos tipos que todas las habitaciones de una crujía deben estar comunicadas. Necesito además que des luz al cuarto de la muchacha, bien por el patio, bien por la cocina, poniendo una vidriera alta, ¿entiendes? Fíjate bien; parece que no haces caso de lo que se te dice... Otra cosa: es preciso que me pongas una cañería desde el grifo de la cocina al cuarto de baño, para llenar cómodamente la tina. Y de paso me abrirán otra puerta de comunicación entre dicho cuartito del baño y el comedor. Harás que me pongan campanillas en todas las piezas, pues sólo dos las tienen, y en la sala quiero chimenea. Voy a hacer de la sala gabinete y aunque yo no tengo frío, las visitas... ya ves. Voy a dar tes danzantes.

-Di de una vez que mande construir de nuevo la finca -repuse tomando a broma sus reformas.

-No te hagas el tontito. ¡Ah! desde que eres casero te has vuelto tacaño, antipático... Ya no eres el caballero de antes; ya no piensas más que   -262-   en sacarle el jugo al pobre... Pues mira, tú te lo pierdes. Si no haces las obras que te he dicho, nos mudaremos y se te quedará el cuarto vacío. Con que a ver qué te conviene más.

Iba a contestarle que prefería el vacío a un inquilinato tan exigente y que tenía todas las trazas de ser improductivo; pero en aquel instante mi ahijado, dejando el pecho de su madre, me miró ¡pobrecillo! con una singular expresión de súplica. Parecía que impetraba mi indulgencia en pro de sus estrafalarios y míseros papás. Aquel infeliz niño tan gordinflón que parecía hinchado, me inspiraba mucha lástima. Con su debilidad, con su inocencia y con aquel modo de mirar, atento y pasmado, ganaba mi voluntad, reconciliándome con mis inquilinos. En Camila me interesaba la solicitud con que se desvivía por el cuidado y la crianza de su hijo, sin hacer caso de nada que no fuera este fin alto y noble, alejada de la sociedad y de las diversiones. Por esta exaltación del sentimiento materno, que en ella surgía con los caracteres de una virtud sólida, le perdonaba yo sus desfachateces y tonterías, la falta de recato y formalidad que siempre era lo más distintivo y visible de su extraño carácter. Pero me quedaba la duda de que el sentimiento materno fuera también caprichoso como todas las vehemencias maniáticas que sucesivamente privaban en su espíritu. El tiempo me diría si aquello, que parecía mérito muy   -263-   grande, resultaría después, como sus acciones todas, un entusiasmo efímero. Por fin, después de reírme mucho, contesté con un «veremos» a las peticiones de reforma en la casa.

¡Cuál no sería mi sorpresa dos días después, cuando Constantino, entrando inopinadamente en mi despacho, me puso en la mano el importe de un mes adelantado y dos meses de fianza! «Dispense usted, señor casero -me dijo-, la demora. Esperaba yo que mi mamá me mandase los cuartos. En la Mancha ha habido malas cosechas, y por esta razón... De aquí en adelante cumpliremos mejor. Me dijo ayer Camila que usted creía que no le íbamos a pagar, y que nos habíamos metido en su casa para habitarla de balde... ¿Apostamos a que se lo pensó así?

-No, hombre, no creí tal. Ideas de esa loca. No hagas caso... Sois las personas más formales que conozco. A entrambos os aprecio mucho. Seré con vosotros un casero indulgente. Seréis para mí los inquilinos más considerados y los vecinos más queridos. Y cuando me encuentre aburrido en esta soledad, subiré a haceros compañía, a buscar un poco de calor en el fuego de vuestra felicidad.

Él me instó a que subiera todas las noches para darnos mutuamente tertulia. Camila no iba a ninguna parte; la obligación de la teta y el cuidado del crío, que no parecía estar bueno, la retenían constantemente en casa. Él tampoco   -264-   salía ya de noche, porque Camila, a fuerza de predicarle y de reñirle, unas veces tratándole por buenas, otras por malas, había conseguido quitarle la mala costumbre de ir al café. «Como somos pobres -añadió-, tenemos pocas visitas. Mi hermano y su mujer suelen ir algunas noches. Suba usted y jugaremos al tute, a la brisca, al burro y a las siete y media, que son los únicos juegos que Camila consiente. Ella, si usted sube, tocará el piano y cantará alguna cosa bonita de las muchas que sabe». Di las gracias a aquel honrado cafre, que me pareció haberse domesticado algo desde el tiempo en que nos conocimos, e hice propósito de no despreciar su invitación.




- II -

Porque en aquellos días tenía yo muy pocas ganas de andar por el mundo; sentía no sé qué secreto, abrumador hastío, y un indefinible anhelo de la vida de familia, de reposo moral y físico. No pudiendo satisfacerlo cumplidamente, compartía mi tiempo entre la casa de Eloísa y la de Camila, huyendo de círculos, teatros y reuniones mundanas o políticas que me aburrían soberanamente. En la primera de aquellas casas alternaban para mí las horas tristes con las horas entretenidas, pues si bien la fatiga y cierta tibieza del corazón hacíanme padecer, pasaba ratos agradables charlando con Eloísa de aquellos   -265-   proyectos de pobreza, que tanta gracia tenían en su boca, o poniendo en vigor con rigurosa actividad el plan de economías que debía salvarla. Yo mandaba allí como si fuera el amo y disponía a mi antojo de todo. Hice un desmoche horrible de criados, y tuve el gusto de plantar en la calle al danzante de Mr. Petit y al jefe de cocina, con sus tres pinches. Una mujer bastante hábil, asistida de una pincha, se encargó de hacer de comer. Despedí también a la doncella camarera, que me parecía mujer de muchos enredos. Era italiana, de buen ver, llamábase Quinquina y había venido a España al servicio de una célebre artista del Real. Supe que había dado escándalo en la casa, dejándose requerir por los cocheros y lacayos, y que Pepito Trastamara la perseguía por los pasillos. Semejante trapisondista no debía seguir allí, y salió pitando, aunque Eloísa lo sintió porque la servía muy bien. De los mozos que lucían frac o librea en los grandes jueves, no quedó más que Evaristo, criado mío muy leal, a quien coloqué en la servidumbre de mi prima. Parecía estar en honestas relaciones con Micaela, la doncella de Rafaelito. Eloísa me aseguró que se casaban y que seguirían sirviéndola después de la boda. Agradábame que Evaristo permaneciera, porque me constaba de un modo absoluto su adhesión, y me convenía tener un perro de presa, un vigilante, un espía dentro de aquellos muros.

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Entre tanto, las cuadras y cocheras se reducían a un tiro nada más. Los lienzos gustaban al ministro de Holanda, que probablemente se quedaría con ellos por una cantidad alzada. Eloísa daba a su prendera los zafiros para que los corriera, y todo iba bien, perfectamente bien. Para descansar de estas tareas de gobierno, solía pasar algunos ratos con Rafaelito, el más mono y salado chiquitín que podría imaginarse. Tenía ya dos años, y los disparates de su preciosa boca me encantaban más que todas las cosas admirables que han dicho los poetas desde que hay poesía. Sus agudezas, feliz ensayo de la malicia humana, eran mi mayor diversión. Para gozar de aquel hermoso oriente de una vida, provocaba yo y movía las manifestaciones rudas de su naciente carácter; le hurgaba para que se mostrara tal cual era, ya riendo como un loco, ya colérico; le sacaba de un modo capcioso las marrullerías, las astucias y los impulsos nobles del ánimo. Las horas muertas me pasaba a su lado, a veces tan chiquillo como él, a veces tan hombre él como yo. Componíale yo los juguetes, después de que entre los dos los habíamos roto.

También empleaba algunos ratos en acompañar al pobre Carrillo, que apenas salía de su cuarto. Figurándome que tenía con él una deuda enorme, se la pagaba con buenas palabras y con atenciones cariñosas. Nada agradecía él tanto   -267-   como que se le diera cuerda en cualquier tema de los suyos y en su fervoroso entusiasmo por la política inglesa. Yo sabía herir siempre las fibras más sensibles de su amor propio de propagandista y de anglómano. Con mi conversación se animaba, ponía en olvido sus crueles dolores y lanzaba su fantasía al espacio inmenso de los grandes proyectos. Mientras platicábamos, solía estar con nosotros el pequeñuelo. Pero ocurría un caso muy particular, que a mí no me causaba asombro, por estar ya muy hecho a las cosas contrarias a la Naturaleza y a la razón. El pequeño se divertía poco con su papá, y esquivaba el estar en sus brazos. Pronto conocí que le tenía miedo, y que el rostro demacrado de Carrillo, con su amarillez azafranosa, producía en el pobre niño un terror que no sabía disimular. La verdad era que hasta entonces el infeliz padre, harto ocupado con los hijos ajenos, se había entretenido poco con el suyo. Rafael no hallaba calor en los brazos de Pepe y venía a buscarlo en los míos. Ni dejaba perder ocasión el muy inocente de preferirme al otro. Carrillo dijo un día con amarguísima tristeza: «te quiere más que a mí» frase que se clavó en mi conciencia como un dardo. Hubiérame agradado que el pequeño no me acibarase el espíritu con sus preferencias; trataba yo de volver por los fueros de la Naturaleza ofendida; pero no lo podía conseguir. El chiquillo me adoraba. Viéndole   -268-   desasirse con gesto desabrido de los brazos de su padre, sentía yo en mi alma un peso que me aplanaba. Le habría dado azotes, si no temiera que este remedio trivial agravase el daño. Y Carrillo me miraba como con envidia, y me hacía volver los ojos a otra parte, sobrecogido de inexplicable turbación. La imagen de aquel resto de hombre, fijo en su asiento, inmóvil de medio cuerpo abajo, flaco y consumido, de un color de cera virgen, con las manos temblonas y el aliento difícil, me perseguía en todas partes de noche y de día. Imposible, imposible expresar el sentimiento que me inspiraba, mezcla imponente de lástima y miedo, de desdén y respeto.

En casa de Camila pasaba yo algunos ratos por las mañanas antes de almorzar. Confieso que la loca de la familia me iba siendo menos antipática, y que en su endiablado carácter empezaba yo a descubrir cualidades no despreciables, que habrían lucido más, entresacadas de aquella broza que las envolvía. El cariño ardiente y sincero que parecía tener al simplín de su marido, era para mí una de las cosas más dignas de admiración que había visto en mi vida. La sencillez de sus costumbres y su alejamiento de las ostentaciones de la vanidad también me agradaban. Pero estas dotes recién descubiertas creía yo que no debían estimarse como positivas hasta que las circunstancias no las pusieran a prueba. Era cosa de verlo. Con quien   -269-   yo no congeniaba era con mi ahijado, el más ruidoso y malhumorado cachorro que mamaba leche en el mundo. Muchas veces tuve que huir de la casa porque su clarinete me volvía loco. Era el tal de una robustez sospechosa, gordinflón, amoratado. No había equilibrio en aquella naturaleza, y su sangre, quizás viciada, se manifestaba en la epidermis con florescencias alarmantes. En vano Camila tomaba grandes tragos de zarzaparrilla y otros depurativos. El pequeñuelo mostraba rubicundeces y granulaciones que parecían retoños vegetales. No debía de estar sano, porque su inquietud crecía con su sospechosa robustez. Lo peor de todo era que Camila bajaba con él a mi casa cuando menos falta tenía yo de música, y la una con sus cantos y el otro con sus chillidos me daban unos conciertos matutinos y nocturnos que me aburrían.

Vuelvo a la otra casa, donde inopinadamente ocurrieron sucesos en el breve espacio de una noche, que dejaron indeleble recuerdo en mí. Si mil años vivo no olvidaré aquellas horas terribles. Eloísa, que por instigación mía había dejado de renovar su abono en los teatros, fue invitada aquella noche por una de sus amigas a un estreno en la Comedia. Dudó si iría; pero Carrillo se encontraba mejor que nunca; él y yo la instamos a que fuera. No eran aún las nueve, cuando Pepe se nos puso muy mal. Estábamos allí el ayuda de cámara, Villalonga y yo.   -270-   Al punto comprendimos que el enfermo sufría una crisis de las más graves. Mandé inmediatamente por el médico y también quise mandar a buscar a Eloísa; pero Carrillo, en aquel paroxismo que parecía la agonía de la muerte, tuvo una palabra para oponerse a mi deseo, diciendo: «No, no, déjala que se divierta la pobre». En esta frase creí sorprender un desdén supremo; pero seguramente me equivocaba, y lo que había era un espíritu de condescendencia llevado a lo último.

El infeliz sufría horribles dolores. El cólico nefrítico se presentaba más espantoso que nunca, complicado con un gran aplanamiento. El médico auguró mal y se negó a administrar como inútiles las inyecciones hipodérmicas. El marqués de Cícero, a quien avisé, vino prontamente acompañado de su respetable y también insignificante hermana, y después de echar un vistazo al enfermo, salió de la alcoba, porque, según dijo, no tenía corazón para ver padecer. Fuese a las habitaciones más distantes, donde estuvo largo rato hablando con los criados, y después pasó al despacho. Le vi luego vagar por la antesala, echando ojeadas de admiración a los espejos y azotándose la pierna derecha con un bastoncillo. Cuando me tropezaba con él, pedíame noticias de su sobrino. Después se pasaba la mano por aquella frente hermosa digna de encerrar talento; se la frotaba como quien acaricia una gran idea que le cosquillea debajo   -271-   del cráneo, y decía con el tono misterioso que se da a los descubrimientos: «¿Sabe usted, amigo, que ya van creciendo mucho los días? Hoy a las cinco era completamente claro». Aquella noche, afortunadamente, no llevó ninguno de los perros que solían acompañarle. A veces me llamaba con gran aparato de manotadas y chicheos para decirme al oído: «La pobre Angelita no sospechaba que Pepe viviría menos que yo. Estoy muy fuerte. Si Pepe hubiera seguido yendo al monte conmigo todos los sábados para volver los lunes, no se vería como se ve».

Me lastimaba mucho, no puedo ocultarlo, que el marqués y su hermana, advirtieran la ausencia de Eloísa en ocasión tan crítica. Ya me disponía a mandarle un recado... cuando la vi entrar. Eran las diez y media. ¿Cómo tan pronto si la función no podía haber concluido? No se ocupó ella de darme explicaciones, porque en el portal los criados la habían enterado de la gravedad del enfermo. Entró anhelante en la alcoba de este, y pasándole la mano por la frente, díjole algunas palabras consoladoras y afectuosas. Después corrió a quitarse el vestido de sociedad, que era un sarcasmo en tan lastimosa escena. Fui tras ella a su tocador, y mientras se mudaba de traje, contome en palabras breves el motivo de su temprana salida del teatro. La obra que se estrenó era muy inmoral, y todas las personas decentes se habían escandalizado; las señoras se   -272-   salían, horrorizadas, de los palcos, y el público de butacas protestaba en murmullos. «Figúrate que el autor ha sacado allí unas tías elegantes, caracteres enteramente nuevos en nuestro teatro... Es un escándalo, una desvergüenza; es cosa que da asco... Lo único bueno de la obra son los trajes preciosísimos que han sacado las tales... ¡Qué lujo, qué novedad de telas y qué cortes tan admirables!». La gravedad de lo que nos rodeaba no le permitió darme más pormenores. «Pobre Pepe, ¡cuánto padece esta noche! -exclamó abrochándose la bata y mirándose en mi tristeza como en un espejo-. ¡Si le pudiéramos aliviar! Maldita medicina, que para nada sirve. Esta noche no nos abandonarás. ¡Me espanta la idea de quedarme aquí sola!... Siento que pases estos malos ratos; pero no hay más remedio, hijito. Hazlo por mí, por él, por todos. En estos casos se conocen los buenos amigos. Presumo que vamos a tener una noche muy mala, muy mala».

Volví antes que ella al lado de Carrillo. Encontrémele acometido de espantosos dolores, doblándose por la cintura como si quisiera partirse en dos, profiriendo ayes profundos, roncos y guturales que causaban horror. Parecía haber perdido el juicio. Sus gritos eran la exclamación de la animalidad herida y en peligro, sin ideas, sin nada de lo que distingue al hombre de la fiera. Eloísa se puso a su lado, pero él   -273-   no reparó en ella; en mí sí, pues habiéndole rodeado el cuello con mi brazo para sostenerle en la postura que me parecía menos penosa, se aferró con ambas manos a mi cuerpo y me tuvo sujeto largo rato. Agarrábase a mí como si al asegurarse bien, clavándome las uñas, se sintiera aliviado. Últimamente reclinó la cabeza sobre mi pecho, dando un suspiro muy hondo. Mi prima se aterró creyendo que se moría, pero tranquilizonos el médico asegurando que la sedación comenzaba y que las arenillas habían pasado ya. El tal doctor no era una notabilidad de la ciencia, a mi modo de ver, aunque muy zalamero en su trato, razón por la cual muchas familias de viso le preferían a otros. Si la misión del facultativo es entretener a los enfermos y alegrar su espíritu con ingeniosas palabras y aun con metáforas, Zayas no tiene quien le eche el pie adelante. Por lo demás, ni él curaba a nadie, ni Cristo que lo fundó. Eloísa propuso aquella misma noche convocar junta de médicos para el día siguiente, y el de cabecera citó tres o cuatro nombres de los más ilustres. Después de haber recetado un calmante, arrepintiose y recetó otro, y por fin le vimos decidido a darle bromuro potásico.

«Debe de haber en esto una complicación grave -le dije, razonando con el sentido común-. ¿Habrá derrame cerebral?

-Quizás -replicó lleno de dudas-. Lo indudable   -274-   es la completa atonía del aparato vesical y tal vez paralización de los centros nerviosos. Me temo mucho que haya bolsas arteriales, cuya rotura sería el desenlace funesto. Al principio se quejaba de frío en la espalda, y las fricciones le pusieron peor. El pulso acusa una circulación sumamente irregular.

Nada concreto nos decía aquel sabio, que había estado tres años estudiando al paciente y aún no le conocía. Entre Celedonio y yo, con ayuda de Villalonga, acostamos a Pepe en su cama, vestido para no molestarle. No parecía sufrir dolores agudos; pero su cerebro estaba profundísimamente trastornado. Hablaba sin cesar con torpe lengua, entrecortando las frases con risas que nos causaban espanto. Sentose mi prima por un lado del lecho y yo por otro. Zayas le contemplaba desde enfrente sin decir nada. Miraba Pepe a su mujer con estúpidos ojos; no la reconocía; tomábala por una persona extraña; se volvía a mí y confundiéndome con Celedonio, decía: «Tú, Celedonio, y José María sois las únicas personas que me quieren y me cuidan en esta casa». Eloísa y yo nos mirábamos con azarosa inquietud, sin pronunciar palabra. «¿Se ha ido José María? -preguntaba después el infeliz. «Aquí estoy, ¿no me ves?...». «¡Ah! sí; como estás vestido de sacerdote no te había conocido... ¿De cuándo acá...?

De este modo llegó media noche. El delirio   -275-   disminuía. El marido de mi prima parecía entrar lentamente en un período comático. Calló al fin, y su respiración anunciaba sosiego, quizás un sueño reparador. Por fin el médico, asegurando que no había peligro inmediato, se despidió hasta la mañana siguiente. Villalonga se fue también. El marqués de Cícero, que estaba en el despacho leyendo periódicos, delante del busto de Shakespeare, díjome que no tenía sueño, que se quedaría hasta las tres o las cuatro, si me quedaba yo, y poco después Eloísa invitaba a él y a su señora hermana a tomar un emparedado, un poco de Burdeos y una taza de té. En el comedor les vi a eso de la una cenando silenciosos. Yo no tomé nada.




- III -

A pesar de las seguridades que dio el bueno de Zayas, yo no las tenía todas conmigo. Temía, más que la renovación del ataque de nefritis, un brusco estallido las complicaciones vasculares y encefálicas. Aunque Eloísa me instó a que me acostase, no quise hacerlo. Ella también estaba inquieta. Acordamos velar ambos, cargando juntos aquella espantosa cruz, como nos lo ordenaba la fatalidad de los hechos. El marqués y su hermana se fueron al despacho, donde se entretenían, ella rezando el rosario y él leyendo. Sería la una y media cuando Eloísa y yo volvimos   -276-   a ponernos en triste centinela, cada cual a un lado del lecho del enfermo. Así estuvimos largo rato oyendo sólo el rumorcillo del reloj de la chimenea, que arrojaba los desmenuzados espacios de tiempo, como la clepsidra chorrea las arenas que caen para siempre. Observábamos el cadencioso, reposado aliento de Pepe, y al menor sonido que se pareciese a la emisión de una sílaba, nos entraba sobresalto y azoramiento. Creíamos que nos iba a decir algo aterrador con la solemnidad que es propia de labios moribundos. De improviso abrió el infeliz los ojos, miró a su mujer, cual si no estuviera seguro de quién era, volviose después hacia mí, y en tono tranquilo que revelaba completa posesión de sus facultades intelectuales, me dijo estas palabras: «Haz el favor de mandar que venga un cura. Quiero confesarme». Dijímosle que su estado no era para tanto, y él insistió en que sí lo era con tal energía que no quisimos contrariarle. «Esta noche me moriré -exclamó con una serenidad que nos dejó pasmados-. Esta noche se acabará esta vida que he deseado fuese útil, sin poderlo conseguir. Y no creáis que estoy afligido. Me muero resignado. ¿Qué soy yo en el mundo? Nada. Soy un cero que padece y nada más. La mayor parte de los que vivimos, ceros somos, y mientras más pronto se nos borre, mejor.

Le respondimos a dúo las primeras simplezas que se nos ocurrieron.

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«¡Qué cosas tienes! No digas tonterías. Si estás bien...

-Que se te quite eso de la cabeza.

Y siempre más atento a mí que a los demás, ¡preferencia increíble! repitió su demanda:

«José María, tú que eres tan amable, tan complaciente, tráeme un cura. Mira que esto va de veras, y tengo en mi conciencia cosas que quisiera dejar aquí. Si no me confieso, sobre tu conciencia va; y si me condeno, carga con la responsabilidad... Soy cristiano, deseo cumplir. José María, Eloísa, sed amables, traedme un confesor.

Estas palabras tenían una solemnidad que en vano queríamos quitarle, atribuyéndolas a delirio de enfermo. En las miradas de Eloísa conocí que esta las interpretaba como desvarío de un cerebro alterado. A su vez, ella debió de conocer en las mías que yo entendía aquellos conceptos de otro modo, y pronto cambió la expresión de su rostro. La vi queriendo disimular alguna lágrima que se le saltaba de los ojos; y el marido, notando esta emoción le dijo: «Ni tú, pobrecita, ni Celedonio servís para estos lances. Más vale que os retiréis». Insistió luego en que le trajésemos al confesor; dijímosle que al día siguiente, y él contestó con cierto énfasis: «No, no, ahora mismo. Mañana ya no habrá tiempo». Serían las dos cuando enviamos el recado a la parroquia de San Lorenzo.

  -278-  

El cura tardó una hora en venir, y en este tiempo Carrillo siguió en el mismo estado, más bien con apariencias de mejoría. Hablaba alternativamente con su mujer, con Celedonio y conmigo, mostrándonos a los tres un cariño fraternal que, por la parte que me tocaba, no he podido explicarme nunca. La confesión fue larga. Mientras se verificaba, Eloísa y yo convinimos en que la ceremonia del Viático se celebraría al día siguiente con gran pompa, con asistencia de toda la familia y de los parientes y amigos de la casa. Acordamos en breve discusión algunos detalles. Se haría un bonito altar y se traería la mayor cantidad posible de hachas y plantas de salón. Tanto ella como yo queríamos que este acto piadoso tuviera muchísimo lucimiento. Ocurrionos también impetrar la bendición papal, y yo indiqué que por mediación de mi tío y del general Chapa, que eran amigos del Nuncio, se podía conseguir, costara lo que costase.

Cuando salió el cura de la alcoba, le acompañé al comedor, donde estaba dispuesto un chocolate, que no quiso aceptar. Tenía que decir misa a las ocho. Fumamos un cigarrillo, y él, fijando en mí sus ojuelos sagaces (era viejo y muy curtido en aquellos lances), pronunció estas palabras que me parecieron impertinentes:

«Ese buen señor es un mártir.

-¡Un mártir, sí! -repetí yo como si dijera amén.

  -279-  

Aún me parecía poco, y lo remaché:

«¡Es un santo!

Entonces el clérigo, echándome una rociada de humo, y mirándome como si me atravesara de parte a parte con sus ojos, exclamó: «¡Dichosos los que no temen la muerte, porque están puros!».

Iba yo a soltar una sentencia análoga; pero creí más correcto no decir nada, y le devolví su humo mezclado con el mío. Después de una pausa, los ojuelos volvieron a flecharme. Creí sorprender no sé qué tremenda ironía en aquel intruso forrado de negro, cuando me dijo: «¿Es usted hermano de la señora?

De buena gana le habría respondido: «¿Y a ti qué te importa, tontín, que yo sea hermano de la señora, o lo que se me antoje ser de la señora?». Pero este terrible disparate no salió de mis labios.

«No, señor -le respondí, tragándome el humo-. Soy... de la familia.

Pronunció luego el dichoso clérigo algunas palabras consoladoras, de las de rúbrica, y se despidió. Le acompañé hasta la puerta. Ya tenía yo muchas ganas de perderle de vista.

Carrillo me mandó llamar. Estaba impaciente por tenerme a su lado, y tal vez quería decirme algo importante. En el gabinete que precedía a la alcoba vi a Eloísa sentada en una butaca, inclinada la cabeza y el rostro entre las   -280-   manos. Lloraba en silencio. Creí de pronto que durante el tiempo que yo estuve con el cura, mi prima y su marido habían cambiado algunas palabras; pero después supe por ella que no. La solemnidad y gravedad de las circunstancias, la compasión, el temor religioso, la importancia del acto que su marido acababa de realizar habíanla impresionado enormemente. No se atrevía a franquear la puerta de la alcoba. Sentía pavor, respeto, vergüenza, no sabía qué.

Entré, y acercándome al lecho, advertí que el enfermo estaba sereno; sólo que tenía la voz tomada, y alrededor de los ojos un cerco oscuro, muy oscuro. «Si vieras qué tranquilo estoy ahora -me dijo con cariño-. Tú no lo creerás porque eres irreligioso. Tampoco creerás que tal como estoy no me cambiaría por ti». Le contesté, después de mucho vacilar y confundirme, que en efecto, la vida humana era una broma pesada, y que cuanto más pronto se libre uno de ella, mejor. Él dijo que una hora de conciencia pura vale más que mil años de salud y de ventura, con lo que me mostré conforme aunque sobre ello parecíame que había mucho que hablar. Le insté a que descansara, dejando las reflexiones morales para el día siguiente; pero él no quiso, y siguió hablándome del estado felicísimo en que se encontraba. «Créeme, José María -me dijo dos o tres veces-, te tengo lástima como se la tengo a todos los que viven   -281-   sin fe. Enmiéndate, corrígete. No des importancia a lo que no la tiene». Y mirando al techo, exclamó después con expresión de indescriptible júbilo: «¡Qué gusto poder decir ahora: no he hecho mal a nadie!».

No le respondí. Pero los pensamientos me congestionaban el cerebro. Ocurriéronme tantas cosas, que habría necesitado una resma de papel si intentara escribirlas. Si por instantes admiraba aquella conformidad hermosa, a veces me ocurría que Carrillo faltaba a la verdad al sostener que nunca hizo mal a nadie, pues se lo había causado a sí mismo en grado máximo; jamás tuvo la estimación de su propio ser, fundamento de la vida social; había sido un suicida civil, y no se redimía, no, echándoselas de místico a última hora. Protestaba yo de aquel estado de perfección en que se suponía, y me venían al pensamiento ideas crueles, despiadadas, absurdas quizás, en las cuales algo había de envidia, algo de venganza; pero que entonces me parecían fundadas en el criterio de la eterna justicia. «No -decía yo para mí, inquieto y trastornado-, no te hagas el santo. No lo eres, porque no has combatido, porque no es virtud la falta absoluta de energía, tanto para el mal como para el bien. No nos hables de gozar la bienaventuranza eterna. Sí; para ti estaba el Cielo. Si quieres salvarte, di que me has aborrecido y que me perdonas... Matándome, nos habríamos   -282-   condenado juntos. Pero no has tenido ni siquiera la intención de ello, y me estrechas la mano y me llamas amigo... ¡Ah! miserable cero; no me llevarás contigo al Limbo, que va a ser tu morada... ¿Qué casta de hombre eres? ¿Son así los ángeles? Pues reniego de ellos...

Estos y otros desatinos me bullían en la mente. Para acabar de marearme, Carrillo me dijo: «Procura conducirte de modo que cuando te mueras estés tranquilo como yo ahora».

No pude vencerme y se me escapó una sonrisa. Quise recogerla, pero las sonrisas, como las palabras, no se pueden recoger. Él la tomó por expresión de lástima, y afirmó que se sentía muy bien, mejor que yo, y sobre todo, mucho más tranquilo. No le respondí sino con el pensamiento, diciéndole: «Esa tranquilidad desabrida para nada la quiero. ¡Morirme sin haber querido o sin haber odiado a alguien! ¡Morir sin despedirse de una pasión, sin tener alguien a quien perdonar, algo de que arrepentirse! ¡Sosa, incolora y tristísima muerte!

Después pareció que escuchaba. Ponía su atención en los sollozos de Eloísa. «Esa pobre -murmuró con afabilidad que me causaba pena-, está pasando sin necesidad una mala noche. Dile que se acueste. Acompáñala, consuélala, no la dejes que se entregue al dolor». Salí para cumplir este encargo. Pero ella no me hizo caso, y continuaba en el mismo sitio. Al poco rato,   -283-   Carrillo empezó a mostrar gran inquietud. Me alarmé. Entre Celedonio y yo le incorporamos en el lecho. Quiso hablar y no pudo; llevose una mano a los ojos... Gemidos roncos salían de su garganta. Acudió su mujer, afanada, secando sus lágrimas. Entonces, de la boca del desdichado vi salir alguna sangre, después más, más. Ni él hacía esfuerzos para lanzarla fuera, ni parecía experimentar dolor. No la arrojaba él; ella se salía serenamente, como el agua que afluye hilo a hilo del manantial. ¡Momento de consternación en las tres personas que presenciábamos aquel fin de una vida! Fue tan rápida y tan grande la descomposición del rostro de Pepe, que Eloísa se impresionó mucho. La vi aterrada, próxima a perder el conocimiento. «Vete -le dije-, vete de aquí». Pero su propio terror la clavaba en aquel triste lugar. Entró Micaela y le ordené que se llevara a su señora. La doncella le rodeó la cintura con su brazo, y la que muy pronto iba a ser viuda salió, tapándose los ojos. El marqués de Cícero, que había entrado de puntillas, huyó despavorido, con las manos en la cabeza.

Cuando Celedonio y yo nos quedamos solos con el moribundo, este me echó los brazos, uno al cuello, otro por delante del pecho, y apretome tan fuertemente que me sentí mal. Me hacía daño. ¿Qué fuerza era aquella que le entraba en el instante último, al extinguirse la vida?... Pasó   -284-   por mi mente una idea, como pasan las estrellas volantes por el cielo. «¡Ah! -pensé- aquí está al fin ese odio que te rehabilita a mis ojos. La última contracción del organismo que se desploma es para expresarme que eres, que debes ser mi enemigo...». Luego oprimió su rostro contra mí, y de su boca salió un bramido fuerte, profundo, que parecía tener filo como una espada... Creí sentir un dardo que me atravesaba el pecho. Con aquel gemido se acabó su desdichada vida... Le miré la cara, y en sus ojos vidriosos vi cuajada y congelada la misma expresión de amistad leal que me había mostrado siempre... No, ¡pobre cordero! no me odiaba... Costome trabajo desasirme del brazo de aquel inocente que quería sin duda llevarme consigo al Limbo.




- IV -

¡Qué noche! Cuando todo concluyó, salí de la alcoba, deseando quitarme pronto la ropa, que estaba manchada de sangre. En el pasillo me vi a la claridad del día, que entraba ya por las ventanas del patio, y sentí un horror de mí mismo que no puedo explicar ahora. Parecía un asesino, un carnicero, qué sé yo... Saliome al encuentro Micaela, la doncella de Rafael, que me tuvo miedo y echó a correr dando gritos. La llamé; preguntele por su ama. Díjome que estaba en el cuarto del niño. En tanto Celedonio,   -285-   los ojos llenos de lágrimas, me hacía señas para que volviese al gabinete, y me dijo entre sollozos que me sacaría ropa de su amo para que me mudase. La idea de ponerme sus vestidos me causaba un sentimiento muy extraño; no sé qué era; mas hallábame tan horrible con la mía que acepté. Púseme a toda prisa una camisa, un chaleco de abrigo y una bata corta del muerto. Pero deseando vestirme con mi ropa, mandé a Evaristo a casa para que me la trajera.

Dejando a Celedonio con los restos aún no fríos de su amo, fui en busca de Eloísa, cuya situación de ánimo me alarmaba. No la encontré en el cuarto del niño, que dormía profundamente, sino en el suyo, acometida de un fuerte trastorno nervioso, manifestando, ya sentimiento ya terror. Al verme con el traje de su marido, se puso tan mal que creí que se desvanecía. Fijábansele los síntomas espasmódicos en la garganta, como de costumbre, y con sus manos hacía un dogal para oprimírsela. «La pluma, la pluma -murmuraba con cierto desvarío-. ¡No la puedo pasar!». Le rogué que se acostara; pero negábase a ello. Micaela y yo quisimos acostarla a la fuerza, pero nos hizo resistencia. Estaba convulsa, fría y húmeda la piel, los ojos muy abiertos. «No vayas tú a ponerte mala también -dije con la mayor naturalidad del mundo-. Recógete y descansa. No has de poder remediar nada dándote malos ratos». Tuve que hacer uso de mi autoridad,   -286-   de aquella autoridad efectiva aunque usurpada; hube de ordenarle imperiosamente que se acostara para que se decidiera a hacerlo. Noté en su obediencia como un reconocimiento tácito de la autoridad que yo ejercía. Micaela empezó a quitarle la ropa, la ayudé, porque mi prima, después del traqueteo nervioso, hallábase como exánime y sin movimiento. La metimos en la cama y la arropamos. ¡Ay! sentíame tan fatigado que caí en un sillón e incliné mi cabeza sobre el lecho. Allí me hubiera quedado toda la mañana, si no tuviera deberes que cumplir fuera de aquella habitación. En tal postura, y hallándome postrado y como aturdido, sentí la voz de la viuda que me llamaba. Alcé la cabeza. Sus palabras y sus miradas eran tan afectuosas como siempre. Sin nombrar al muerto, suplicome que atendiese a las obligaciones que traía el suceso, pues ella no tenía fuerzas para nada. Díjele que no se ocupara más que de su descanso, y le prometí que todo se haría de un modo conveniente. Vivo agradecimiento se pintaba en su rostro, y además la confianza absoluta que en mí tenía. Le arreglé la ropa de la cama, le di a beber agua de azahar, le entorné las maderas, corrí las cortinas para atenuar la luz del día, y poniendo a Micaela de centinela de vista para que me avisase si la señora se sentía muy molestada por la pluma en la garganta, salí, no sin promesa de volver pronto, pues esta   -287-   fue condición precisa para que Eloísa se tranquilizara... «Por Dios, no tardes; tengo miedo -díjome al despedirme, con ahogada voz-; mucho miedo, y la pluma no pasa...

Trajéronme mi ropa y me vestí con ella. ¡Ay! qué peso se me quitó de encima cuando solté la de Carrillo, que además, me venía algo estrecha. A eso de las ocho llegaron mi tío, Medina, María Juana, y más tarde el marqués de Cícero. Atento a todo, daba yo las disposiciones propias del caso, y recibía a los parientes y amigos que se iban presentando. En lo concerniente al servicio fúnebre, allá se entendían Celedonio y los empleados de la Funeraria, pues yo me sentí como atemorizado de intervenir en ello. Recogí las llaves de la mesa de despacho y del mueble donde el pobre Pepe tenía sus papeles, y las guardé hasta que pudiera entregarlas a Eloísa, que al fin parecía vencida del cansancio y dormía con los dedos clavados en el cuello.

Camila recaló por allí a eso de las diez, acompañada de Constantino; mas como tenía que dar de mamar a su nene, lo llevó consigo, y el lúgubre silencio de la casa se vio turbado por el clarinete de Alejandrito. Almorzamos mi tío, Raimundo y yo de mala gana, y luego nos encerramos los tres en el despacho para redactar la papeleta fúnebre y poner los sobres. Sentado donde Pepe se sentaba, no sé qué sentía yo al   -288-   ver en torno mío aquellas prendas suyas, ¡amargas prendas!, en las cuales parecía que estaba adherido y como suspenso su espíritu. Allí vi estados de recaudación de fondos filantrópicos, circulares solicitando auxilios de corporaciones y particulares, cuentas de suministro y víveres y otros documentos que acreditaban la caritativa actividad de aquel desventurado. Cuidamos mucho de que en la redacción de la papeleta no se nos olvidara ningún título, detalle ni fórmula de las que la etiqueta mortuoria ha hecho indispensables. «El excelentísimo Sr. D. José Carrillo de Albornoz y Caballero, maestrante de Sevilla, Caballero de la Orden de Montesa, etcétera... Su desconsolada viuda, la Excelentísima... etc., etc.». No se nos quedó nada en el tintero; y en las direcciones que pusimos a los sobres ninguna de nuestras amistades pudo escaparse.

La señora, por razón de su estado, no podía dar órdenes, y los criados se dirigían a cada instante a mí, como si yo fuera el amo, como si lo hubiera sido siempre, y me consultaban sobre todas las dudas que ocurrían. Y aquella autoridad mía era uno de esos absurdos que, por haber venido lentamente en la serie de los sucesos, ya no lo parecía. Ved, pues, cómo lo más contrario a la razón y al orden de la sociedad llega a ser natural y corriente, cuando de un hecho en otro, la excepción va subiendo, subiendo   -289-   hasta usurpar el trono de la regla. Y cosas que vistas de pronto nos sorprenden, cuando llegamos a ellas por lenta gradación, nos parecen naturales.

Rogome Eloísa que no saliese de la casa hasta que no se verificara el entierro. Así tenía que ser, pues si yo no estaba en todo, las cosas salían mal. El marqués de Cícero, que se ofrecía constantemente a ayudarme, no servía más que de estorbo; y mi tío tenía ocupaciones indispensables aquel día. Sólo Constantino y Raimundo prestaban algún servicio, aunque sólo fuera el de hacerme compañía. La viuda no recibía a nadie, ni a sus más íntimas amigas. Acompañábanla su madre y hermanas, y sin llorar, consagraban alguna palabra tierna y compasiva al pobre difunto.

Por fin vi concluido todo aquel tétrico ceremonial, y respiré cual si me hubiera quitado de encima del corazón un peso horrible. No quise ir al entierro, y Eloísa aplaudió con un movimiento de cabeza esta resolución mía. Cuando se extinguió en las piedras de la calle el ruido del último coche, mis trastornados sentidos querían volver a la apreciación clara de las cosas. Pero la imagen del infeliz hombre que había despedido su último aliento sobre mi pecho, clavándomelo como un puñal, no se me apartaba del pensamiento. ¿Cómo explicarme sus sentimientos respecto a mí? ¿Qué noción moral era la   -290-   suya, cuál su idea del honor y del derecho? Ni aún viendo en él lo que en lenguaje recio se llama un santo, podía yo entenderle. ¡Misterio insondable del alma humana! Ante él, no hay que hacer otra cosa que cruzarse de brazos y contemplar la confusión como se contempla el mar. Querer hallar el sentido de ciertas cosas es como pretender que ese mismo mar, desmintiendo la ley de su eterna inquietud, nos muestre una superficie enteramente plana.

¿Por qué me tenía cariño aquel hombre? Si era un santo, yo me resistía a venerarle; si era un pobre hombre, algo había dentro de mí que no me permitía el desprecio. ¿Le despreciaba yo en el ardor de mi compasión, o le admiraba entre los hielos de mi desdén? Toda mi vida ¡ay! estará delante de mí, como pensativa esfinge, la imagen de Carrillo, sin que me sea dado descifrarla. Antes será medido el espacio infinito, que encerrada en una fórmula la debilidad humana.

A estas meditaciones me entregaba la tarde del entierro, encerrado en el despacho, sin otra compañía que la del busto de Shakespeare. El gran dramático me miraba con sus ojos de bronce, y yo no podía apartar los míos de aquella calva hermosa, cuya severa redondez semeja el molde de un mundo; de aquella frente que habla; de aquella boca que piensa; de aquella barba y nariz tan firmes que parece estar en ellas la emisión de la voluntad. Me daban ganas de   -291-   rezarle, como los devotos rezan delante de un Cristo, y de interesarle en las confusiones que me agitaban, rogándole que pusiera alguna claridad en mi alma.

Al anochecer, cuando aún no habían vuelto del entierro los que fueron a él, me dirigí al cuarto de la viuda, a quien acompañaban su madre y hermanas. En los susurros de su conversación queda, me pareció entender que hablaban de modas de luto. Eloísa tenía en su regazo, dormido, al niño de Camila, y con esta jugaba Rafael. Pero más tarde, cuando mi primo Raimundo y el marqués de Cícero volvieron del cementerio, ostentando éste último una aflicción decorativa, que tenía tanta propiedad como el león disecado con que se retrataba, me alejé del gabinete para no oír las fórmulas de duelo que se cruzaban allí, como los tiroteos alambicados de un certamen retórico, cuyo tema fuera la muerte del pajarillo de Lesbia. Cuando iba hacia el despacho, sentí tras de mí unos pasitos que siempre me alegraban, y una vocecita que me llamaba por mi nombre. Era el chiquillo de Eloísa, que corría tras de mí. Le cogí en brazos, y sentándome le coloqué sobre mis rodillas. Él se puso al instante a caballo sobre mi muslo, y me echó los brazos al cuello. Su inocencia no había permanecido extraña a la tristeza que en la casa reinaba, y en sus mejillas frescas, en su frente coronada de rizos negros advertí una seriedad   -292-   precoz, fenómeno pasajero sin duda, pero que anunciaba la formación del hombre y los rudimentos de la reflexión humana. Después de hacerme varias preguntas, a que no pude contestarle por lo muy conmovido que estaba, me cogió con sus manos la cara. Era de estos que quieren que se les hable mirándolos frente a frente, y que se incomodan cuando no se les presta una atención absoluta. Para satisfacer su egoísmo tiran de las barbas como si fueran las riendas de un caballo para que les pongáis la cara bien recta delante de la suya. Lo que me tenía que comunicar era esto:

«Dice Quela que ahora... tú... no te vas más a tu casa... que te quedas aquí.

Varié la conversación, dándole muchos besos; pero él, aferrado a su tema, ni me dejaba evadir, ni consentía que yo moviese la cara.

«Dice Quela que tú... vas a ser mi papa...

Este inocente lenguaje me lastimaba. No pude contestar categóricamente a las cosas más graves que yo había oído en mi vida. Porque sí, jamás de labios humanos brotaron, para venir sobre mí como espada cortante, palabras que entrañaran problemas como el que formulaban aquellos labios de rosa.

Dejele en poder de su criada, que vino a buscarle, y me retiré. La casa, como vulgarmente se dice, se me desplomaba encima. Sin despedirme de nadie me marché a la mía.





  -293-  

ArribaAbajo- XIV -

Hielo



- I -

Sentía imperiosa necesidad de estar solo. La tristeza reclamaba todo mi ser, y tenía que dárselo, aislándome. Conocí que venía sobre mí un ataque de aquel mal de familia que de tiempo en tiempo reclamaba su tributo en la forma de pasión de ánimo y de huraña soledad. Y lo que había visto y sentido en tales días era más que suficiente motivo para que el maldito achaque constitutivo se acordara de mí. En la soledad de aquella noche y de todo el día siguiente tuve un compañero, Carrillo, cuya imagen no me dejó dormir. El ruido de oídos, que me martirizaba, era su voz; y mi sombra, al pasearme por la habitación, su persona. Le sentía a mi lado y tras de mí, sin que me inspirara el temor que   -294-   llevan consigo los aparecidos. Es más: me hacía compañía, y creo que sin tal obsesión habría estado más melancólico. Mi afán mayor, mi idea fija era querer penetrar, ya que antes no pude hacerlo, las propiedades íntimas de aquel carácter, y descifrar la increíble amistad que me mostró siempre, mayormente en sus últimos instantes. ¡Era para volverme estúpido! Cuando dicho afecto me parecía un sentimiento elevadísimo y sublime, comprendido dentro de la santidad, mi juicio daba un vuelco y venía a considerarlo como lo más deplorable de la miseria humana. Yo me secaba los sesos pensando en esto, traspasado de lástima por él, a veces sintiendo menosprecio, a ratos admiración.

Los días se sucedían lentos y tristes, sin que yo quebrantara mi clausura. No recibía a nadie, y si mis íntimos amigos o mi tío o Raimundo iban a acompañarme, hacía lo posible por que me dejasen solo lo más pronto posible. Pasados tres días, Carrillo se borraba poco a poco de mi pensamiento; le veía bajo tierra confundiéndose con esta y disolviéndose en el reino de la materia, como su memoria en el reino del olvido. Lo que en primer término ocupaba ya mi espíritu era la casa de Eloísa, todo lo material de ella. Los muebles, las paredes cargadas de objetos de lujo, el ambiente, el color, la luz que entraba por las ventanas del patio, componían un conjunto que me era horriblemente antipático y aborrecible.   -295-   La idea de ser habitante de tal casa y de mandar en ella me producía el mismo terror angustioso que en otros ataques la idea de sentir un tren viniendo sobre mí. No, yo no quería ir allá, yo no iría allá por nada del mundo. El recuerdo solo de las afectadas pompas de aquellos jueves poníame en gran turbación, acompañada de un trastorno físico que me aceleraba el pulso y me revolvía el estómago... Pero lo que me confundía más y me llenaba de estupor, era notar en mí una mudanza extraordinaria en los sentimientos que fueron la base de mi vida toda en los últimos años. A veces creía que era ficción de mi cerebro, y para cerciorarme de ello, ahondaba, ahondaba en mí. Mientras más iba a lo profundo, mayor certidumbre adquiría de aquel increíble cambio. Sí, sí; la muerte de Pepe había sido como uno de esos giros de teatro que destruyen todo encanto y trastornan la magia de la escena. Lo que en vida de él me enorgullecía, ahora me hastiaba; lo que en vida de él era plenitud de amor propio, era ya recelos, suspicacia con vagos asomos de vergüenza. Si robarle fue mi vanidad y mi placer, heredarle era mi martirio. La idea de ser otro Carrillo me envenenaba la sangre. La desilusión, agrandándose y abriéndose como una caverna, hizo en mi alma un vacío espantoso. No era posible engañarme sobre esto.

Pero aún dudaba yo de la realidad del fenómeno,   -296-   y decía: «Falta comprobarlo. No me fiaré de los lúgubres espejismos de mi tristeza. Vendrán días alegres, y la mujer que fue mi dicha, seguirá siéndolo hasta el fin de mi vida.

Dos semanas estuve encerrado. Eloísa me mandaba recados todos los días. Yo exageraba mi enfermedad, fundando en ella mil pretextos para no salir de casa. Por fin, una mañana la viuda de Carrillo fue a verme. Era la primera vez que salía después de la desgracia. Venía vestida con todo el rigor del luto y de la moda, más hermosa que nunca. Al verla, no sé lo que pasó en mí. Sentí un frío mortal, un miedo como el que inspiran los animales dañinos. Sus afectuosas caricias me dejaron yerto. Observé entonces la autenticidad del fenómeno de mi desilusión, pues mi alma, ante ella, estaba llena de una indiferencia que la anonadaba. La miré y la volví a mirar; hablamos y me asombraba de que sus encantos me hicieran menos efecto que otras veces, aunque no me parecieran vulgares. Era un doble hastío, un empacho moral y físico lo que se había metido en mí; arte del demonio sin duda, pues yo no lo podía explicar. «Será la enfermedad -me decía yo para consolarme-. Esto pasará. Cierto que yo venía sintiendo cansancio; pero ella me interesaba el corazón. ¿Cómo ya no me hiere adentro? ¿De qué modo la quería yo? ¿Qué casta de locura era la mía?... Nada, nada; esto tiene que pasar.

  -297-  

Seguíamos hablando, ella muy cariñosa, yo muy frío. Nuestra conversación, que al principio versó sobre temas de salud, recayó en cuestiones de arreglo doméstico. Sin saber cómo, fue a parar al funeral de su marido. Ella quería que fuese de lo más espléndido, con muchos cantores, orquesta y un túmulo que llegase hasta el techo. Yo me opuse resueltamente a esta dispendiosa estupidez. Sin saber cómo me irrité, corriome un calofrío por la espalda, subíame calor a la cabeza, y palabra tras palabra, me salió de la boca una sarta de recriminaciones por su afán de gastar lo que no tenía. «Te has empeñado en arruinarte, y lo conseguirás. No cuentes conmigo. Ahógate tú sola, y déjame a mí. Si crees que voy a tolerarte y a mimarte, te equivocas... No puedo más...

Ella se quedó lívida oyéndome. Jamás la había tratado yo con tanta dureza. En vez de contestarme con otras palabras igualmente duras, pidiome perdón; le faltó la voz; empezó a llorar. Sus lágrimas espontáneas hicieron efecto en mí. Reconocí que había estado ridículamente brutal. Pero no me excusé, pues en mi interior había una ira secreta que me aconsejaba no ceder. Eloísa me miraba con sus ojos llenos de lágrimas, y en tono de víctima me dijo: «¿Yo qué he hecho para que me trates así?».

Empecé a pasearme por la habitación. Sentía un vivísimo, inexplicable anhelo de contradecirla,   -298-   y de sostener que era blanco lo que ella decía que era negro.

-Es que estoy notando en ti una cosa rara -prosiguió-. ¿Tienes alguna queja de mí? ¿En qué te he ofendido? Porque desde que entré apenas me has mirado, y tienes un ceño que da miedo... Hoy esperaba encontrarte más cariñoso que nunca, y estás hecho una fiera. Eres un ingrato. ¡Así me pagas lo mucho que te he querido, los disparates que he hecho por ti y el haber arrojado a la calle mi honor por ti, por ti...! Algo te pasa, confiésalo, y no me mates con medias palabras. ¿Me habrá calumniado alguien...?

Con un gesto expresivo le di a entender que no había calumnia. Secó ella sus lágrimas y en tono más sereno me dijo: «Estas noches he soñado que ya no me querías. Figúrate si habré estado triste».

Comprendí que mi conducta era poco noble, y me dulcifiqué. Hice esfuerzos por aparecer más contento de lo que estaba, y le rogué que no hiciera caso de palabras dictadas por mi tristeza, por el mal de familia. Insistí, no obstante, en que el funeral fuera modesto, y ella convino razonablemente en que así había de ser. No quiso dejarme hasta que no le prometí ir todos los días a su casa, desde el siguiente, para arreglar las cuentas, ordenar papeles y ver los recursos ciertos con que contaba. Cuando se fue, halleme más sereno, la veía con ojos de amistad y   -299-   cariño; pero no encontraba ya en mí el interés profundo que antes me inspiraba. ¿Qué me había pasado? ¿Qué era aquello? ¿Acaso las raíces de aquel amor no eran hondas? Sin duda no, y él mismo se me arrancaba sin remover lo íntimo de mi ser. Era pasión de sentidos, pasión de vanidad, pasión de fantasía la que me había tenido cautivo por espacio de dos años largos; y alimentada por la ilegalidad, se debilitaba desde que la ilegalidad desaparecía. ¿Es tan perversa la naturaleza humana que no desea sino lo que le niegan y desdeña lo que le permiten poseer? Después de dar mil vueltas a estos raciocinios, me consolaba otra vez atribuyendo mi desvarío a los pícaros nervios y a la diátesis de familia... Volverían, pues, mis afectos a ser lo que fueron, cuando se restableciese mi equilibrio.




- II -

Era mi deber ir a casa de Eloísa, y fui desde el día siguiente. Ocupando en el despacho de Carrillo el mismo lugar que él ocupó, con el propio escribiente cerca de mí, rodeado de papeles y objetos que me recordaban la persona del difunto, di principio a mi tarea. Para penetrar hasta donde estaba lo importante, tuve que desmontar una capa enorme de apuntes y notas sobre la Sociedad de niños y otros asuntos que no venían al caso. Todo lo que había sobre la   -300-   administración de la casa era incompleto. Gracias que el amanuense, conocedor de los hábitos de su antiguo señor, me esclarecía sobre puntos muy oscuros. Poco a poco fuimos allegando datos, y por fin llegué a dominar el enredo, que era ciertamente aterrador. La casa estaba desquiciada, y al declararme Eloísa dos meses antes sus apuros, no había dicho más que la mitad de la verdad. Me había ocultado algunos detalles sumamente graves, como, por ejemplo, que el administrador de Navalagamella les había adelantado dos años de las rentas de esta finca, descontándose el 20 por 100; que había una deuda que yo no conocía, importante unos seis mil duros; que se tomaron, para atender a necesidades de la casa, parte de unos fondos pertenecientes a la Sociedad de niños, y era forzoso restituirlos.

Sin rodeos pinté a mi prima la situación. «Estás arruinada -dije-. Si no se acude pronto7 a salvar lo poco que aún queda a tu hijo, este no tendrá con qué seguir una carrera, como alguien no se la dé por caridad.

Ella me oyó atónita. Su poca práctica en el manejo de la hacienda propia disculpaba el error en que estaba. Después de meditar mucho, díjome entre suspiros:

«Viviremos con la mayor economía, con pobreza si es preciso. Dispón tú lo que quieras.

Empecé a desarrollar mi plan. Se suprimirían todos los coches; se despedirían casi todos   -301-   los criados que quedaban; se procuraría alquilar la casa, lo cual era difícil como no la tomase alguna embajada. Se venderían los cuadros de primera, los de segunda, y todas las porcelanas y objetos de arte, las joyas, los encajes ricos, aunque fuera por el tercio de su valor, o por lo que quisieran dar; y como fin de fiesta, la familia se sometería a un presupuesto de sesenta o setenta mil reales todo lo más.

«¡Almoneda total! -exclamó la viuda con su mirar hosco clavado en el suelo.

No necesito decir que una parte de este presupuesto recaería sobre mí, pues la testamentaría, tal como estaba, no podía contar con nada en un período de tres o cuatro años, necesario para desempeñar las rentas. Y seguí trabajando, para desenredar por completo la madeja económica. ¡Cuántas noches pasé en aquel triste despacho! Me causaba hastío y pesadumbre el verme allí. Iba notando no sé qué extraña semejanza entre mi ser y el de Carrillo, y cuando vagaba de noche por los vacíos salones para ir al cuarto de Eloísa, donde estaban de tertulia Camila y María Juana, parecíame que mis pasos eran los del pobre Pepe, y que los criados, al verme pasar, recibían la misma impresión que si yo fuera su difunto amo.

Para remachar la bancarrota, el médico nos presentó una cuenta horrorosa. No había curado al enfermo, ni había hecho más que ensayar en   -302-   él diferentes sistemas terapéuticos, sin que ninguno diese resultado; pero pretendía cobrar quince mil duros por su asistencia de un año. ¡Escándalo mayor...! Yo estaba volado. Le escribí en nombre de Eloísa negándome a pagarle. Él se encabritó y amenazó con los tribunales. Por fin, después de pensarlo mucho y de consultar el caso con personas prácticas, llegamos a una transacción. Se le darían ocho mil duros y en paz. Esta cantidad, y otras que fueron necesarias para que la casa pudiera hacer su transformación, pues hasta el economizar cuesta dinero, tuve que abonarlas yo. Pero lo hice en calidad de adelanto sin interés, para reintegrarme conforme entrara en orden la testamentaría.

Y Eloísa me decía con efusión: «En tus manos me pongo. Sálvame y salva a mi hijo de la ruina». ¿Cómo resistirme a este deseo, cuando ella había sacrificado su honor a mi orgullo? Y su honor valía bastante más que mis auxilios administrativos y pecuniarios. Al mismo tiempo, yo quería tanto al pequeño, que por él solo habría hecho tal sacrificio aunque no estuviese de por medio su madre.

Obligáronme, pues, mis quehaceres en la casa a una intimidad que verdaderamente no me era ya grata. Cada día surgían cuestiones y rozamientos... Mi prima y yo estábamos siempre de acuerdo en principio; pero en la práctica discrepábamos lastimosamente. Entonces vi   -303-   más clara que nunca una de las notas fundamentales del carácter de Eloísa, y era que cuando se le proponía algo, contestaba con dulzura conformándose; pero después hacía lo que le daba la gana. Sus palabras eran siempre dóciles, y sus acciones tercas. Sin oponer nunca resistencia directa, ni dar la cara en su sistemática autonomía, llevaba adelante el cumplimiento de su voluntad con acción lenta, sorda, astuta, resbaladiza. Esto se vio en aquel caso importantísimo de las economías. Cuando se trataba de ellas verbalmente, todo era conformidad, palabras suaves y zalameras. «¡Oh! sí, es preciso... Estoy a tus órdenes... Me haré un vestido de hábito para todo el año...». Pero en la práctica, todo esto era un mito, y las economías se quedaban en veremos... Siempre había aplazamientos; surgían dificultades inesperadas... Ni la casa se desocupaba para alquilarla, ni se reducía el gasto doméstico a la mínima expresión. No parecía comprador para los cuadros. Al fin se vendieron los zafiros; pero con el producto de ellos, Eloísa adquiría perlas. Lo supe por una casualidad, y cambiamos palabras duras. Ella me dio la razón... ¡siempre lo mismo! pero las perlas, compradas se quedaron... «El mes que entra dejo la casa, y se hará la almoneda. Seré obediente... soy tu esclava». Tantas veces había oído esto, que ya no lo creía.

Ya no se invitaba a nadie a comer; pero poco   -304-   a poco iba naciendo un poquito de tertulia de confianza en el gabinete de Eloísa, a la cual concurrían Peña, Fúcar y Carlos Chapa. Entre tanto, los aflojados lazos se apretaron, trayéndome la triste evidencia de que mi frialdad no era obra de los malditos nervios, sino que tenía su origen en regiones más profundas de mi ser. Se manifestaba principalmente en la falta de estimación, y en que mis entusiasmos eran breves, siempre seguidos de aburrimiento y de amargores indefinidos. Por algún tiempo llegué a creer que este fenómeno mío se repetiría en ella; pero no fue así. La viudita me mostraba el cariño de siempre; hasta se me figuró advertir en aquel cariño pretensiones de depuración, de hacerse más fino, más ideal, por lo mismo que se acercaba la ocasión de legitimarlo. Esto me daba pena. Diferentes veces había hecho ella referencia a nuestro casamiento, dándolo por cosa corriente. No se hablaba de él en términos concretos, como no se habla de lo que es seguro e inevitable. Yo ¡ay de mí! pasaba sobre este asunto como sobre ascuas, y cuando Eloísa aludía al tal matrimonio, hacíame el tonto; no comprendía una palabra. Me entusiasmaba poco aquella idea; mejor dicho, no me entusiasmaba nada; quiero decirlo más claro, me repugnaba, porque bien podían mis apetitos y mi vanidad inducirme a conquistar lo prohibido; pero ser yo la prohibición... ¡jamás!





  -305-  

ArribaAbajo- XV -

Refiero cómo se me murió mi ahijado y las cosas que pasaron después



- I -

Durante una semana estuve distraído por pesares que no vacilo en llamar domésticos. El niño de Camila, mi vecina, se puso tan malito, que daba dolor verle y oírle. Cubriósele el cuerpo de pústulas. Todo él se hizo llaga lastimosa. Martirio tan grande habría abatido la naturaleza de un hombre, cuanto más la de una tierna criatura que no podía valerse. Admiré entonces la perseverancia del cariño materno de Camila, y además una cualidad que yo no sospechaba existiese en ella, el valor, esa energía inflexible en el cumplimiento de las acciones pequeñas y oscuras, que sumadas dan una resultante de que no sería capaz tal vez cualquiera de los héroes públicos que yacen debajo de un epitafio. El mundo me había dado a mí muchas sorpresas; pero ninguna como aquélla. Francamente, no   -306-   creí que una mujer que me pareció tan imperfecta y llena de feos resabios, desplegase tales dotes. Siete noches seguidas pasó la infeliz sin acostarse, con el pequeñuelo sobre su regazo, amamantándole, arrullándole, curándole las ulceraciones de su epidermis con un esmero y una paciencia que sólo las madres de buen temple saben tener. Constantino y yo veíamos con pena tanta abnegación, temiendo que enfermara; pero su potente organismo triunfaba de todo. Eloísa y su madre la instaban a que buscara un ama para que el chico no la extenuase, pues en sus postrimerías Alejandrito era voraz y no se hartaba nunca. Pero Camila esquivaba disputar sobre este punto, y no quería que le hablaran de nodrizas. Estaba decidida a salvarle o sucumbir con él. Ella era así, o todo o nada. Tenía el capricho de ser heroína. Quería saltar de mujer sin seso a mujer grande. «O sacarle adelante o morirme con él», repetía; pero Dios no quiso que ninguno de los términos de este dilema se cumpliese, y al sexto día Alejandrito fue atacado de horribles convulsiones, que le repitieron a menudo, hasta que el séptimo una más fuerte que las demás se lo llevó. Aquel día funesto, Camila me pareció más madre que nunca. La flexibilidad pasmosa de su carácter y su desenvoltura quedaban oscurecidas bajo aquel tesón grave. No creí, no, que entre tal hojarasca existiese joya tan hermosa. A ratos se le conocía   -307-   el genio, por la rapidez febril con que tomaba las resoluciones y por la inconstancia de sus juicios. Sólo el sentimiento era en ella duradero y profundo. Añadiré una circunstancia que me llegaba al alma, y era que consultaba conmigo toda dificultad que ocurriese, aun en cosas de que yo no entendía una palabra. Por corresponder a esta noble confianza, daba yo mi parecer al tirón, sin detenerme a considerar lo que saldría de juicios tan atropellados. «José María, ¿te parece que haga calentar esta ropa antes de ponérsela?... José María, ¿te parece que le dé dos cucharadas de jarabe en vez de una?... José María, ¿me hará daño café puro para no dormir? ¿me irritará?...». A todo contestaba yo lo primero que se me ocurría, después de mirar a Constantino en una especie de deliberación muda. Rara vez aventuraba Miquis opinión concreta, y cuando la emitía, de seguro era un gran disparate. Yo era el oráculo de la casa en todo.

Por fin, el nene dejó de padecer. Bien hizo Dios en llevársele, abreviando su martirio. Se fue de la vida, sin conocer de ella más que el apetito y el dolor. Fue un glotón y un mártir. Se quedó yerto en el regazo de su madre, y nos costó trabajo apartar de los brazos y de la vista de ella aquel lastimoso cuerpecito, que parecía picoteado por avecillas de rapiña. Con sus besos quería Camila infundirle vida nueva, dándole la que a ella le sobraba. La separamos al fin, llevándola   -308-   a que descansara. La Camila normal reapareció al cabo, la muchacha sin juicio que en otro tiempo había querido tomar fósforos porque la privaban de su novio. Hubo convulsiones, llanto, risa nerviosa; habló de matarse; deliró cantando; nos dijo que la habíamos robado a su niño... Por último se calmó; cesaron las extravagancias, y la loca, que tan bien había sabido cumplir sus deberes, se encastillaba al fin en la conformidad cristiana, invocaba a Dios, y llorando hilo a hilo, sin espasmos ni alboroto, tenía el valor de la resignación, más meritorio que el del combate.

Mientras la mujer de Augusto Miquis y María Juana amortajaban al niño, yo dije a Constantino: «Quiero hacerle un entierro de primera. Corre de mi cuenta, y no tenéis que ocuparos de nada». En efecto, al día siguiente piafaban a la puerta de casa seis caballos hermosos, con rojos caparazones recamados de plata, tirando de la carroza fúnebre-carnavalesca más bonita que había en Madrid. Llevamos el cuerpo al cementerio con la mayor pompa posible. Yo tenía cierto orgullo en esto, y me complacía en asomarme por la portezuela de mi coche y ver delante el movible catafalco, el meneo de los penachos de los caballos, y el tricornio y peluca del cochero. Yo pensaba que si los niños difuntos abrieran sus ojos y vieran aquello, les parecería que los llevaban a la tienda de Scropp. Cuando regresamos   -309-   después de cumplida la triste obligación, Camila estaba en su cuarto, acostada en un sofá, envuelta en espeso mantón, los puños cerrados, apretando fuertemente un pañuelo contra los ojos. Su madre le había repetido hasta la saciedad todas las variantes posibles del angelitos al cielo. Acerqueme a ella para preguntarle como estaba, y me expresó su gratitud con ardor y cordialidad grandes, entre lágrimas y suspiros, estrechándome una y otra vez las manos. ¿Y por qué tantos extremos? Por un entierrillo de primera. Verdaderamente no había motivo para tanto, y así se lo dije; pero una secreta satisfacción llenaba mi alma.

En los días sucesivos la calma se fue restableciendo poco a poco, y el consuelo introduciéndose lentamente en el espíritu de todos. Camila era la más rebelde, y defendió por algunos días su dolor. El vacío no se quería llenar. La soledad misma en que había quedado érale más grata que la compañía que le hacíamos los parientes, y huía de nuestro lado para volver sobre su pena a solas. Por fin los días hicieron su efecto. La veíamos ocupada y distraída con los menesteres de la casa, y al cabo atendiendo con cierto esmero a engalanar su persona. Este síntoma anunciaba el restablecimiento. La vi con placer recobrar su gallardía, su agilidad pasmosa, y el vivo tono moreno y sanguíneo de sus mejillas. La salud vigorosa tornaba a ser uno de   -310-   sus hechizos, volviendo acompañada de aquel humor caprichoso y voluble, que era la parte más característica de su persona. Resucitaba con sus defectos enormes, pero se engalanaba a mis ojos con una diadema de altas cualidades que a más de hacerse amables por sí mismas, arrojaban no sé qué fulgor de gracia sobre aquellos defectos.

Tratábame con familiaridad jovial, exenta de toda malicia. La afectación, esa naturaleza sobrepuesta que tan gran papel hace en la comedia humana, no existía en ella. Todo lo que hacía y decía, bueno o malo, era inspiración directa de la naturaleza auténtica... Su trato conmigo era de extremada confianza, y solía contarme cosas que ninguna mujer cuenta, como no sea a su amante. Cualquiera que nos hubiese oído hablar en ciertas ocasiones, habría adquirido el convencimiento de que nos unía algo más que amistad y parentesco. Y, no obstante, no cabía mayor pureza en nuestras relaciones.

Mil veces, conociendo su penuria, hícele ofrecimientos pecuniarios; pero ella nunca aceptaba. «No quiero abusar -decía-, bastante es que no te hayamos pagado la casa este mes, y que probablemente no te la pagaremos tampoco el próximo. Pero el trimestre caerá junto. Para entonces me sobrará dinero. No te creas, me he vuelto económica. Tú mismo me has visto haciendo números por las noches y estrujando   -311-   cantidades para sacarme un vestidillo.

Y era verdad esto. Algunas noches me la había encontrado garabateando en una hoja de la Agenda de la Cocinera, destinada a los cálculos. Por cierto, que las apuntaciones de tal hoja no las entendía ni Cristo. Eran un caos de vacilantes trazos de lápiz. Examinando aquellas cuentas, ¡me reí más...! Noté que los treses que hacía parecían nueves, y los infelices cuatros no tenían figura de números corrientes. Yo iba en su auxilio, porque comprendí, tras brevísimo examen, que Camila no sabía sumar. «¿Pero qué educación te han dado, chiquilla?». Y ella me contestaba candorosamente. «Ahora me la estoy dando yo misma. La necesidad obliga». A veces me llamaba, me hacía sentar junto a la mesa del comedor y rogábame fuera apuntando las cantidades que ella me decía para sumarlas después. Con cuánto gusto lo hacía yo no hay para qué decirlo. Cuando era ella quien trazaba los números, hacía muecas con los labios, como los chiquillos cuando están aprendiendo palotes. «Ya, ya me voy jaciendo -decía con gracia. Por fin, salía del paso y hallaba la suma exacta. Los progresos, bajo el espoleo de la necesidad, eran rápidos y seguros. Eloísa también era poco fuerte en cuentas gráficas, enfilaba mal las columnas, sacaba unas sumas disparatadas; pero de memoria hacía prodigios. Más de una vez me quedé absorto viéndola sumar cifras enormes   -312-   sin equivocarse ni en una unidad. Había adquirido el hábito de calcular de memoria. Camila, en cambio, no daba pie con bola sin ayuda del lapicito, un sobado pedazo de madera negra que apenas tenía punta. «Ya me podías regalar un lápiz -me dijo un día. Le llevé un lapicero de oro.

Y volví a rogarle me confiara su situación económica, que por ciertos indicios, conceptuaba poco desahogada. Doña Piedad, su suegra, se había reconciliado con Constantino; pero las remesas metálicas eran escasas, y las en especie, como arrope, cecina, queso y azafrán, no suplían ciertas necesidades. Camila mostrábase siempre muy reservada conmigo en este capítulo de sus apuros. Un día, no obstante, debió de causarle apreturas tan grandes la insuficiencia de su presupuesto, que se resolvió a hacer uso de la generosidad que yo le ofrecía. Observela aquella tarde un poco seria, inquieta, pero no hice alto en ello. Estaba yo leyendo el periódico militar de Constantino, cuando se acercó a mí despacito por detrás de la butaca. Inclinose y sentí en mi rostro el calor del suyo. Híceme el distraído y oí como un susurro. Bien podía creer que mi ruido de oídos me fingía esta frase: «José María, me vas a hacer el favor de prestarme dos mil realitos». Pero no era un moscón de mi cerebro, era ella la que me hablaba. Luego soltó una carcajada, repitiendo la petición   -313-   en tono más adecuado a su temperamento normal. «Nada, nada, que me los tienes que prestar. Si no, por la puerta se va a la calle... No te creas, te los devolveré el mes que entra...».

Me supo tan bien el sablazo, que casi casi lo consideré como una fineza, como una galantería. La verdad, si no hubiera andado por allí, entrando y saliendo a cada rato, el gaznápiro de Miquis, le doy un abrazo. Faltome tiempo para complacerla. Si, conforme me pidió cien duros, me pide mil, se los entrego en el acto.




- II -

Mi prima salía poco de su casa. Siempre que yo iba allí, la encontraba ocupada en algo, bien subida en una escalera lavando cristales, bien quitando el polvo a los muebles, a veces limpiando la poca plata que tenía o los objetos de metal blanco. Cuando yo le decía algo que no le gustaba, solía responderme: «Cállate, o te tiro esta palmatoria a la cabeza»; y lo peor era que lo hacía. Por poco un día me descalabra. Un mes después de la muerte del chiquitín, aún su charla voluble y bromista era interrumpida por suspiros y por algún recuerdo del pobre ángel ausente. «¡Ay mi nene! -exclamaba, conteniendo el aliento y cerrando los ojos. Después se ponía a trabajar con más fuerza, pues pensaba que así se le iba pasando mejor la pena. Notaba que   -314-   planchar era muy eficaz, y que echarle un forro nuevo a la levita militar de Constantino le despejaba la cabeza. Otras veces decía con íntima convicción: «para mí no hay más consuelo que tener otro nene. Y lo tendré, lo tendré. Anoche hemos andado a la greña Constantino y yo. ¿Sabes por qué? porque sostengo que le debemos poner también el nombre de Alejandro en memoria del que se nos ha muerto. Pero él se empeña en que se ha de seguir el orden alfabético; de modo, que al primero que venga le toca la B. A mi Alejandrín se le llamó así por el hermano mayor de Constantino; pero da la casualidad de que Alejandro es nombre de un gran capitán antiguo, y ahora quiere mi marido que todos los hijos que tengamos lleven nombre de héroes. ¿Has visto qué simpleza?

-No hagas caso de ese majadero -le respondí con toda mi alma-. ¿Pues no sostenía ayer que habías de llegar a la Z?... ¡Veintiocho hijos, según la Academia! ¡Qué asquerosidad! te pondrías bonita.

-Llegaremos siquiera a la M -afirmó ella dándome a conocer en el brillo de sus ojos un sentimiento extraño, una especie de entusiasmo al que no puedo dar otro nombre que el de fanatismo de la maternidad-. Sí, llegaremos a la M, quizás a la N... Y el de la N dice Constantino que se ha de llamar Napoleón.

-¡Qué estupidez! No pienses en tener más   -315-   muchachos. Mejor estás así, más guapa, más saludable, más libre de cuidados.

-Pero mucho más triste... Anoche soñé que había tenido dos gemelos.

-¡Qué tonta eres! Siempre has de ser chiquilla -respondí-. Parece que consideras a los hijos como juguetes... Si tuvieras tantos como deseas, puede que no fueras tan buena madre como lo has sido en este primer ensayo. Porque a ti te pasan pronto esos entusiasmos. Lo que hoy te enloquece de amor, mañana te hastía.

-¿Te quieres callar? -gritó llegándose a mí y amenazando sacarme los ojos con una aguja de media-. Tú no me conoces.

-¡Oh! sí, demasiado te conozco. Eres una mala cabeza. Pero hay que declarar que tienes algún mérito. Has domesticado a Constantino. Hay casos de esto: dos fieras juntas se doman mutuamente. Y Constantino parece otro hombre. Es más persona; sabe tratar con la gente; no tira ya aquellas coces; no habla de pronunciarse como si hablara de fumarse un pitillo; no juega, no bebe, no disputa...

«Todo eso es obra mía, caballero -observó Camila con acento de inmenso orgullo-. Es que esta tonta tiene mucho de aquí, mucho talento.

Volvió sus ojos hacia el retrato de Miquis, desnudo de medio cuerpo arriba.

«¿Pero no te da vergüenza -le dije-, de que la gente entre aquí y vea ese mamarracho? Mil   -316-   veces te he dicho que lo eches al fuego, y tú sin hacer caso. Tienes un gusto perverso. Es que da asco ver ahí ese zángano de circo, enseñando sus bellas formas, con esos brazos de mozo de cordel, y esa cabeza de bruto.

-¿Te quieres ir a paseo? Vaya con el señorito este... ¿Pues qué tiene de feo ese retrato? Bien guapo que está. ¿Qué querías tú? ¿que mi marido fuera como esos tísicos que se van cayendo por la calle, porque no tienen fuerzas para andar?... ¿como esos palillos de dientes en figura de personas? Francamente, no me gustaría un marido a quien yo pudiera retorcer el pescuezo, o arrancarle un brazo de una mordida. Constantino es hombre para cogerte como una pluma y tirarte al techo.

-¡Angelito! Tirando de un carro quisiera verle yo.

-Pues no es tan bruto como crees -declaró enojándose-. Yo podía probártelo... Pero no quiero probar nada. Donde lo ves, es un ángel de Dios, que me quiere más que a las niñas de sus ojos. Si le mando que se eche por mí en una caldera hirviendo, créelo, lo hace.

-Buen provecho a los dos... No te digo que no le quieras, Camila; pero mira, haz el favor de no tener más chiquillos; te vas a poner fea; no te acuerdes más de las letras del alfabeto.

-Pues sí que los tendré -dijo poniendo una cara monísima de niña mal criada, y machacando   -317-   con el puño de una mano en la palma de la otra-. Los tendré... ¡y rabia! Y llegaré a la N... ¡y rabia! ¡Y tendré a Napoleón... y toma, toma, toma hijos!

A la sazón entró el padre de aquella esperada generación de gloriosos capitanes, y Camila le recibió, como suele decirse, con dos piedras en la mano. «¿En dónde has estado, pillo? ¿Qué horas son estas de venir a casa? Como yo sepa que has ido al café, te voy a poner verde.

Después se abrazaron y se besaron delante de mí. «Ea, señores, divertirse -dije tomando mi sombrero.

-Espera, tontín, y comerás con nosotros. No tenemos principio; pero en obsequio a ti, abriremos una lata de langosta.

Y los dos me instaron tanto, que me quedé y comí con ellos, embelesado con su felicidad, que me parecía un fenómeno de inocencia pastoril. De sobremesa, Camila volvió a hablar de lo que tanto la preocupaba, y riñeron por aquello del alfabeto. Ella no quería nombres de capitanes herejes, sino de santos cristianos. «Nada, nada -decía Miquis-, el primero que venga se ha de llamar Belisario.

Yo me reía; pero en mi interior me indignaba aquel inmoderado afán de cargarse de familia, aquel apetito de hijos, y esperaba que la Naturaleza no se mostrara condescendiente con mi prima, al menos tan pronto como ella deseaba.   -318-   Seré claro: la loca de la familia, la de más dañado cerebro entre todos los Buenos de Guzmán, la extravagante, la indomesticada Camila se iba metiendo en mi corazón. Cuando lo noté, ya una buena parte de ella estaba dentro. Una noche, hallándome en casa, eché de ver que llevaba en mí el germen de una pasión nueva, la cual se me presentaba con caracteres distintos de la que había muerto en mí o estaba a punto de morir. Las tonterías de Camila, que antes me fueron antipáticas, encantábanme ya, y sus imperfecciones me parecían lindezas. Tal es el movible curso de nuestra opinión en materias de amor. Sus particularidades físicas se me transformaron del mismo modo, y lo que principalmente me seducía en ella era su salud, la santa salud, que viene a ser belleza en cierto modo. Aquella complexión de hierro, aquel gallardo desprecio de la intemperie, aquella incansable actividad, aquella resistencia al agua fría en todo tiempo, su coloración sanguínea y caliente, su vida espléndida, su apetito mismo, emblema de las asimilaciones de la Naturaleza y garantía de la fecundidad, me enamoraban más que su talle esbelto, sus ojos de fuego y la gracia picante de su rostro. Uno de sus principales encantos, la dentadura, de piezas iguales, medidas, duras, limpias como el sol, blancas como leche que se hubiera hecho hueso, me perseguía en sueños, mordiéndome el corazón.

  -319-  

La conquista me parecía fácil. ¿Cómo no, si la confianza me daba terreno y armas? Consideraba a Constantino como un obstáculo harto débil, y comparándome con él personal, moral e intelectualmente, las notorias ventajas mías asegurábanme el triunfo. ¿Qué interés, fuera del que le imponía el lazo religioso, podía inspirar a Camila aquel hombre de conversación pedestre, de figura tosca, aunque atlética, y que sólo se ocupaba en cultivar la fuerza muscular? ¡El lazo religioso! ¡Valiente caso hacía de él la descreída Camila, que rara vez iba a la iglesia, y se burlaba un tantico de los curas!... Nada, nada, cosa hecha.

Por aquellos días invitome Constantino a ir con él a la sala de armas. Mucho tiempo hacía que yo no tiraba, y diez años antes no lo había hecho mal. Comprendí que me convenía el ejercicio para contrarrestar los malos efectos de la vida sedentaria y regalona. Al poco tiempo, el recobrado vigor muscular me ponía de buen temple y me daba disposición para todo. ¡Bendita salud que es la única felicidad positiva, o el fundamento de estados que llamamos dichosos por una elasticidad del lenguaje! En los asaltos en que Constantino y yo nos entreteníamos por las tardes, aquel pedazo de bárbaro llevaba la mejor parte. Tenía más destreza que yo, muchísima más fuerza y un brazo de acero. Su agilidad y fuerza me pasmaban. Arrimábame   -320-   buenas palizas; pero yo, al darle la mano quitándome la careta, le decía con el pensamiento: «Pega todo lo que quieras, acebuche. Ya verás qué pronto y qué bien te la pego yo a ti».






 
 
FIN DEL TOMO PRIMERO
 
 



ArribaAbajoTomo II

  -5-  

ArribaAbajo- XVI -

De cómo al fin nos peleamos de verdad



- I -

Una tarde del mes de Mayo fui a ver a Eloísa con firme propósito de hablarle enérgicamente. No la encontré. Estaba en no sé qué iglesia, pues por aquel tiempo se le desarrolló la manía filantrópico-religioso-teatral, y se consagraba con mucha alma, en compañía de otras damas, a reunir fondos para las víctimas de la inundación. Lo mismo manipulaba funciones de ópera y zarzuela que lucidas festividades católicas, en las cuales las mesas de tapete rojo, sustentando la bandejona llena de monedas, hacían el principal papel. También inventaba rifas o tómbolas que producían mucho dinero. Se me figuró que había transmigrado a ella el ánima propagandista del desventurado Carrillo. Casi todos los días había en su casa junta de señoras para distribuir dinero y disponer nuevos arbitrios con que aliviar   -6-   la suerte de las pobres víctimas. Por eso aquel día no la pude ver; de tarde porque estaba en el petitorio, de noche porque había junta, y francamente, no tenía yo maldita gana de asistir a un femenino congreso ni oír a las oradoras. La junta terminaba a las doce, y de esta hora en adelante bien podía ver a Eloísa; pero no me gustaba pasar allí la noche, y me iba con más gusto a la soledad de mi casa.

Al día siguiente creía no encontrarla tampoco; pero sí la encontré. Hízose la enojada por ausencias, púsome cara de mimos, de resentimiento y celos. ¡Desdichada! ¡Venirme a mí con tales músicas!... «Tengo que hablarte», le dije de buenas a primeras, encerrándome con ella en su gabinete, lleno de preciosidades, que valían una fortuna. Allí estaba escrito8 con caracteres de porcelana y seda el funesto caso de la disminución de mi capital.

Comprendió ella que yo estaba serio y que le llevaba aquel día las firmezas de carácter que rara vez le mostraba. Preparose al ataque con sentimientos favorables a mi persona, los cuales, según afirmó, rayaban en veneración, en idolatría. Cuando me tocó hablar, le presenté la cuestión descarnada y en seco. La reforma de vida que me prometiera no se había realizado sino en pequeña parte. Las ventas de cuadros y objetos de lujo continuaban en proyecto. No se quería convencer de que el estado de su casa era   -7-   muy precario, y que no podía vivir en aquel pie de grandeza y lujo. Entre ella y su marido habían derrochado la fortuna que les dejó Angelita Caballero. Si no se variaba de sistema pronto no quedarían más que los escombros, y el inocente niño, destinado más adelante a poseer el título de marqués de Cícero, no tendría qué comer. Si ella se obstinaba en hundirse, hundiérase sola y no tratara de arrastrarme en su catástrofe. Yo, por sus locuras, había perdido una parte de mi fortuna. No perdería, no, lo que me restaba. No me cegaba la pasión hasta ese punto.

Sentándose junto a la ventana, díjome con tono displicente: «Te pones cargante cuando tratas cuestiones de dinero. Haz el favor de no hacer el inglés conmigo. Me enfadan los ingleses... de cualquier clase que sean».

Y luego, echándolo a broma: «Dejáme en paz, hombre prosaico, prendero. Todo lo que hay aquí te pertenece. Trae mercachifles, vende, malbarata, realiza, hártate de dinero. Cogeré a mi hijito por un brazo y me iré a vivir a una casa de huéspedes...

-Con bromas no resolveremos nada. Si no quieres seguir el plan que te trace, dilo con nobleza, y yo sabré lo que debo hacer.

-Si lo que debes hacer es no quererme -respondió, sin abandonar las bromas-, humilla la cerviz... Te hablaré con franqueza. Dos cosas me gustan: tu individuo y mucho parné; tu señor   -8-   individuo y mi casa tal como la tengo ahora. Si me dan a escoger no tengo más remedio que quedarme contigo. Dispón tú.

-Pues dispongo que busquemos en la medianía el arreglo de todas las cuestiones, la de amor y la de intereses.

Dio un salto hacia donde yo estaba, y cayendo sobre mí con impulso fogoso, me estrujó la cara con la suya, me hizo mil monerías, y luego, sujetándome por los hombros, mirome de hito en hito, sus ojos en mis ojos, increpándome así:

«¿Te casas conmigo, mala persona? ¿De esto no se habla? De esto, que es el caballo de batalla, ¿no se dice nada? Para ti no hay más que dinero; y el estado, la representación social no significan nada.

No sé qué medias palabras dije. Como yo no jugaba limpio; como lo que yo quería era romper con ella, no me esforzaba mucho por traerla a la razón.

«¡Ah! -exclamó seriamente, leyendo en mí-; tú no me quieres como antes. Te asusta el casarte conmigo, lo he conocido. El santo yugo te da miedo. No quieres tener por mujer a la que ya faltó a su primer marido y ha adquirido hábitos de lujo. Dudas de mí, dudas de poderme sujetar. La fiera está ya muy crecida, y no se presta a que la enjaulen. Dímelo, dímelo con sinceridad o te saco los ojos, pillo.

  -9-  

Su mano derecha estaba delante de mis ojos, amenazándolos como una garra. La obligué a sentarse a mi lado.

«Yo leo en ti -prosiguió-, me meto en tu interior y veo lo que en él pasa. Tú dices: «Esta mujer no puede ser la esposa de un hombre honrado; esta mujer no puede hacerme un hogar, una familia, que es lo que yo quiero. Esta tía...» porque así me llamarás, lo sé, caballero; esta tía no se somete, es demasiado autónoma... Dime si no es esta la pura verdad. Háblame con tanta franqueza como yo te hablo.

La verdad que ella descubría, desbordándose en mí, salió caudalosa a mis labios. No la pude contener, y le dije:

«Lo que has hablado es el Evangelio, mujer.

-¿Ves, ves cómo acerté?

Daba palmadas como si estuviéramos tratando de un asunto baladí. Yo me esforzaba en traerla a la seriedad, sin poderlo conseguir. Iba ella adquiriendo la costumbre de emplear a troche y moche expresiones de gusto dudoso, empleándolas también groseras, cuando hablaba con personas de toda confianza.

«¿Quieres que nos arreglemos? Pues escucha y tiembla. Dame palabra de casamiento y no seas sinvergüenza... Me parece que ya es hora. Prométeme que habrá coyunda en cuanto pase el luto, y yo empezaré mi reforma de vida, me haré cursi de golpe y porrazo. Si ya lo estoy   -10-   deseando... Si no quiero otra cosa... Tú editor responsable; yo señora que ha venido a menos; toma y daca, negocio concluido. ¿Te conviene? ¿Aceptas?

-¿Qué he de aceptar tus disparates? Lo primero es que te pongas en disposición de ser mi mujer. Tal como eres, no te tomo, no te tomaría aunque me trajeras un Potosí en cada dedo.

Abalanzose a mí como una leona humorística. Su rodilla me oprimió la región del hígado, lastimándome, y sus brazos me acogotaron después de sacudirme con violencia. Con burlesco furor exclamaba:

«¿Pues no dice este mequetrefe que no me toma? ¿Soy acaso algún vomitivo? ¿Soy la ipecacuana? ¡Qué has de hacer sino tomarme, tomador!... Y sin regatear, ¿entiendes? Y sin hacer muequecitas. Aquí donde usted me ve, señor honrado, soy capaz de llegar a donde usted no llegaría con sus repulgos de última hora. Soy capaz de rayar en el heroísmo, de ponerme el hábito del Carmen, con su cordón y todo, de vivir en un sotabanco y de coser para fuera.

Mientras dijo esto y otras cosas, abarcaba yo con mi pensamiento, a saltos, el largo período de mis relaciones con ella, y notaba la enorme distancia recorrida desde que la conocí hasta aquel momento. ¡Cuán variada en dos años y medio! ¿Dónde habían ido a parar aquellas hermosuras morales que vi en ella? O era una   -11-   hipócrita, o yo era un necio, un entusiasta sin juicio, de estos que no ven más que la superficie de las cosas. Asimismo pensaba que aquella transformación de su carácter era obra mía, pues yo fui el descarrilador de su vida. Sus tratos irregulares conmigo escuela fueron en que aprendió a hacer aquellas comedias de liviandad, de enredos, de palabras artificiosas y de sentimientos alambicados. ¿Por qué la admiré tanto en otro tiempo y después no? La inconsecuencia no estaba en ella, sino en mí, en ambos quizás, y si hubiéramos sido personajes de teatro, en vez de ser personas vivas, se nos habría tachado de falsos sin tener en cuenta la complexidad de los caracteres humanos. Yo la oía, la miraba, diciendo para mí: «¿Eres tú la que me pareció un ángel? ¡Qué cosas vemos los hombres cuando nos atonta y alumbra el amor! ¡Y qué verdad tan grande dice Fúcar cuando afirma que el mundo es un valle de equivocaciones!

Viendo que yo callaba, repitió, exagerándolo, lo del hábito del Carmen, el sotabanco y otras tonterías.

«Como no es eso lo que te pido -observé al fin-, como eso es un disparate, no hay que pensar en ello. Es un recurso estratégico tuyo. Te pido lo razonable y te escapas por lo absurdo. Si yo no quiero que seas cursi, sino que vivas con modestia, como vivo yo.

-¡Ah! -exclamó sosegada-, si no fuera este   -12-   pícaro luto, pronto se resolvería la cuestión. La semana que entra nos casábamos, y el mismo día empezaba la reforma... Pero tú quieres invertir el orden, y yo, te lo diré clarito, temo que me engañes, temo que después de hacerme pasar por el sonrojo de una almoneda y de un cambio de posición, me des un lindo quiebro y me dejes plantada. Porque sí, detrás de ese entrecejo está escondida una traición, la estoy viendo... ¡Ah! no me la das a mí... yo veo mucho. Y si sale verdad lo que sospecho, ¿qué me hago yo? ¿Qué es de mí, con cuatro trastos, un pañuelito de batista, y sin otro porvenir que el de convertirme en patrona de huéspedes?

No pude menos de reírme, y ella, viéndome risueño se puso a cantar la tonadilla de la Mascotte con aquello de yo tus pavos cuidaré. Pasó la música, y sin saber cómo, nos hallamos frente a frente hablando con completa seriedad. Repitió entonces lo de «matrimonio es lo primero», y yo dije: «no, lo primero es lo otro». Puesta su mano amistosamente en la mía, y mirándome con aquella dulzura que me había esclavizado por tanto tiempo, hablome con el tono sincero y un poco doliente que había sido la música más cara a mi alma. «Chiquillo, si quieres sacar partido de mí, trátame con maña; quiéreme y dómame. Pero lo que es domarme sin quererme, no lo verás tú. Estoy muy encariñada ya con mi manera de vivir, muy hecha a   -13-   ella para que en un día, en una hora puedas tú volverme del revés, poniéndome delante de un papelito con números. ¡Ah, los números! ¡Maldito sea quien los inventó!... Qué quieres, soy mujer enviciada ya en el lujo... No pongas esa cara de juez, después de haber sido mi Mefistófeles. Los placeres de la sociedad me son tan necesarios como el respirar. Un poco que yo tengo en mí desde que nací, y otro poco que me han enseñado... los amigos, tú, tú, tú; no vengas ahora haciéndote el apóstol... Sí, eres como los que todo lo quieren curar con agua... o con números, que es lo mismo. Aquí tenemos al Sr. D. Perfiles, que viene a que yo sea una santa, porque sí, porque él ha caído ahora en la cuenta de que la santidad es barata... Antes mucho amor, mucha idolatría, abrir mucho la mano para que yo gastara... Ahora todo lo contrario, y vengan economías. Ya no soy ángel, ya no se me dan nombres bonitos, ya no se me adora en un altar, ya no se me dice que por verme contenta se puede dar todo el dinero del mundo... Ahora se me dice que dos y tres no son más que cinco ¡demasiado lo sé! y se me impone el sacrificio de una pasión sin compensarme con otra. ¿Sabes lo que te digo muy formal? Que si quieres, todo se arregla, si te casas conmigo cedo; pero si no, no. ¿Me quitas el lujo? pues dame el nombre.

Después de echarme esta andanada, salió sin aguardar mi contestación, dejándome solo.   -14-   Llamada por su doncella, pasó al guardarropa a probarse un vestido. Entre paréntesis, diré que vi con sorpresa en la persona de la sirviente la misma Quiquina, la italiana trapisondista a quien yo había despedido meses antes. ¡Y Eloísa la había admitido otra vez, contrariándome de un modo tan notorio! Era burlarse de mí, como cuando compraba perlas con el producto de los zafiros.




- II -

Y en aquel rato que estuve solo hice mental comparación entre el proceder de mi prima y el mío. Sí, por muy censurable que yo quisiese suponer su conducta, aventajaba moralmente a la del narrador de estos verídicos sucesos. Porque ella, al menos, obraba con lealtad, declaraba que el sacrificio de su lujo le era penoso; pero que lo haría si yo le cumplía solemnes promesas. Yo, en cambio, pedía la reforma de vida, reservándome mi libertad de acción; más claro, yo no la quería ya o la quería muy poco, y al decirle «primero la mudanza de vida, después el casamiento», procedía con perfidia, porque ni sin economías ni con ellas pensaba casarme. Esta es la verdad pura; yo reconocí en mí esta falta de nobleza, pero ya no la pude remediar; no estaba en mis facultades ni en mis sentimientos obrar de otra manera. Deseaba el rompimiento   -15-   a todo trance, y para que éste apareciese motivado por ella antes que por mí, gustábame verla en el camino de la obstinación.

Al reaparecer, abrochándose la bata, prosiguió desde la puerta el sermón interrumpido:

«No soy una fiera. Tú puedes domarme, pero no con el látigo de las cuentas. Amor a cambio de lujo. Pero si le quitas todo de una vez a esta infeliz, figúrate qué será de mí... Sigo en mis trece. ¿Me vas a dar tu blanca mano? ¿Te arrancas al fin, te arrancas?

-¿Qué estás diciendo ahí, loca? ¡Yo tu marido! -exclamé sin poder contenerme-. ¡Tu marido después de la confesión que acabas de hacerme... después que has dicho que cuatro trapos y cuatro cacharros te apasionan más que yo!

-Déjame concluir... Eres un egoísta.

-Egoísta tú.

-¿Sabes lo que pienso? -dijo poniéndose grave, pues colérica no se ponía nunca-. ¿Sabes lo que me ocurre? Pues como no me quieres ya... ¡Ah! no me engañas, no. Bien lo conozco. No quisiera más sino saber quién es el pendoncito que me ha robado el corazón que era todo mío... Pero yo lo averiguaré... Estate sin cuidado... Déjame seguir. Como no me quieres, todo tu afán por mis economías no tendrá quizás más objeto que salvar el anticipo que hiciste a la administración de mi casa, cuando perdimos al pobre Carrillo, que era un ángel, sí señor, un ángel,   -16-   un santo... para que lo sepas... Déjame seguir: con la venta salvarás tu dinero; mi señor inglés se frotará las manos de gusto, y después yo... no te sulfures... yo me quedaré pobre, y me abandonarás. Podrá esto no ser la verdad; ¡pero qué verosímil es!

-Nunca hubiera creído en ti pensamientos tan viles -le dije.

Y la glacial mirada que advertí en ella irritome de tal modo, que estallé en frases de ira.

«Tú no eres ya la misma. Has variado mucho. ¿Es esto culpa mía? Quizás. Tienes ideas groseras y un positivismo brutal... ¡Valiente papel haría yo si me casara contigo! No, no seré yo esa víctima infeliz. Con los resabios que has adquirido, ¿qué confianza puedes inspirar? Porque si no me parece bien vender el honor de un marido por el amor de otro hombre, ¡cuánto peor es venderlo por un aderezo de brillantes!... Y a eso vas tú, no me lo niegues; a eso vas sin que tú misma te des cuenta de ello. Ahí has de parar. Reconozco que tengo una parte de culpa, pues te he enseñado a arrastrar tu fidelidad conyugal por los mostradores de las tiendas de lujo... Y para que veas que haces mal en juzgarme a mí por ti; para que veas que aunque hago números no estoy tan metalizado como tú, que no sabes hacerlos, te diré que puedes quedarte con lo que te anticipé a la administración de tu casa para que los usureros   -17-   no profanaran el duelo del pobre Pepe, aquel ángel, aquel santo a quien no quiero parecerme, ¿sabes? a quien no quiero parecerme. Te regalo esos cuartos para que los gastes con tus nuevos amigos. Me felicito de esta nueva pérdida, que me libra de ti para siempre, lo dicho, para siempre (cogiendo mi sombrero.) En la vida más vuelvo a poner los pies en esta casa. Quédate con Dios.

Me levanté para salir. Contra lo que esperaba, Eloísa permaneció muda y fría. O creyó que mi determinación era fingimiento y táctica para volver luego más amante, o había perdido la ilusión de mí como yo la había perdido de ella. Salí al gabinete próximo, y mis pasos hacia la antesala fueron detenidos por una vocecita que siempre me llegaba al alma. Era la de Rafael, que montado en un caballo de palo, lo espoleaba con un furor inocente. No me era posible salir sin darle cuatro besos. ¡Pobrecito niño! De buena gana me le habría llevado conmigo... Fui a donde sonaba la voz, y... ¡otra interesante sorpresa!... Camila, con la mantilla puesta, como acabada de llegar de la calle, tiraba del caballo, que se movía al fin con rechinar áspero de sus mohosas ruedas. En el mismo instante entró Eloísa que dijo a su hermana: «Quédate a almorzar». Y a mí también me dijo con acento firme: «José María, quédate. Espero al Saca-mantecas y nos reiremos mucho». La idea de estar junto a Camila   -18-   me hizo dudar. Por un instante mi debilidad andaluza estuvo a punto de dar al traste con mi entereza inglesa; pero venció esta y rehusé.

Camila se fue cantando. Iba a quitarse la mantilla y a dar un recado a Micaela. Nos quedamos solos Eloísa y yo con el pequeño, a quien besé con ardor.

«¡Pobre niño! -dije mientras él, apeándose, subía la silla que se había corrido a la barriga del caballo-. Aunque no nos hemos de ver más, me comprometo con juramento que hago sobre la cabeza de este clavileño, a hacerme cargo de su educación y a costearle una carrera cuando su desdichada mamá esté en la miseria.

Eloísa volvió al otro lado la cara y no dijo nada. Con inquieta presteza, se puso Rafael a horcajadas. Yo le volví a besar... Entonces su madre, ella misma, sí, ¡cuán presente tengo esto! llegose a él, y poniéndose de rodillas y rodeándole la cintura con sus brazos, le dijo: «Vamos a ver, Rafael; estate quieto un momento y contéstanos a lo que te vamos a preguntar. José María y yo nos vamos ahora de Madrid, nos vamos... él por un lado, y yo por otro. (El chico miraba a su madre con profunda atención, y después me miraba a mí.) Tú no puedes ir a un tiempo con él y conmigo, porque no te vamos a partir por la mitad. ¿Qué te parece a ti? ¿Debemos partirte con un cuchillo? Claro que no. Has de ir   -19-   enterito con uno de los dos... Vamos a ver; decide tú con quién vas a ir, ¿con José María o conmigo?

Sin vacilar un instante, el niño me echó los brazos al cuello, hociqueándome primero y recostando después su cabeza en mi hombro como en una almohada. Cuando quise mirar a Eloísa, ya no estaba allí. Huyó la pícara. Oí el roce de su bata de seda, y nada más... Dejando al pequeñuelo en poder de Camila, que había vuelto a entrar, salí a la calle con vivísima opresión en el pecho.





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