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ArribaAbajo- XVII -

Sigo narrando cosas que vienen muy a cuento con esta verdadera historia



- I -

Parecerá quizás muy extraño que en una ocasión como aquella, mi primer pensamiento, al verme en la calle, fuera esperar a Camila para hacerme el encontradizo con ella e invitarla a dar un paseíto. La ingenuidad guía mi pluma y nada he de decir contrario a ella, aunque me favorezca poco. Mientras entretenía el tiempo en la calle, alargándome hasta la plazuela de Antón Martín, o dando la vuelta a la primera manzana de la calle de la Magdalena, reflexioné sobre lo que acababa de pasarme. La verdad, yo no podía estar orgulloso de mi conducta, pues si bien el rompimiento y el acto aquel de perdonar el dinero me honraban a primera vista (aun quitando de ellos lo que tenían de teatral), en rigor yo era tan vituperable como Eloísa. Así lo reconocí, aunque sin propósito   -21-   de enmienda. Mi razón echaba luz, eso sí, sobre los errores de mi vida; mas no daba fuerza a mi voluntad para ponerles remedio. «¡Está bueno -me decía yo-, que le exija virtudes que estoy muy lejos de tener...! Pero los hombres somos así: creemos que todo nos lo merecemos, y que las mujeres han de ser heroínas para nosotros, mientras nosotros hacemos siempre lo que nos da la gana. Aquí lo natural y lógico sería que yo siguiera queriéndola como la quise, y que combinando hábilmente la disciplina del amor con la de la autoridad, la apartara poquito a poco de su camino para llevarla al mío. Esto es lo humanitario, lo digno, lo decente. Además, creo que no sería muy difícil. Pero no, yo me planto y digo: has de cambiar de vida de la noche a la mañana, porque yo lo mando, porque así debe ser, porque no quiero gastar dinero; y yo en tanto, hija mía, si te he visto no me acuerdo, y aunque sigo haciendo contigo la comedia de la consecuencia, en el fondo de mi alma te desprecio.

¡Y aquella tunanta de Camila no parecía!... Ya me sabía de memoria todos los escaparates de la zona por donde andaba; ya había visto cien veces las abigarradas muestras del molino de chocolate, los pañuelos y piezas de tela de la tienda de ropas, los carteles de Variedades, los puestos de verdura y pescado de la calle de Santa Isabel. Oí en el reloj de San Juan de Dios   -22-   las doce, las doce y media, la una... Yo no había almorzado y empezaba a tener apetito. No podía entretener el tedio de aquel plantón sino echando sondas a mi espíritu. ¡Ay, qué cosas hallé en tales profundidades! Navegando por entre el gentío de la calle, hallábame tan solo como en alta mar, y oía el murmullo sordo que me agitaba con el inextinguible mugido del viento y las olas. Siento desengañar a los que quisieran ver en mí algo que me diferencie de la multitud. Aunque me duela el confesarlo, no soy más que uno de tantos, un cualquiera. Quizás los que no conocen bien el proceso individual de las acciones humanas, y lo juzgan por lo que han leído en la historia o en las novelas de antiguo cuño, crean que yo soy lo que en lenguaje retórico se llama un héroe, y que en calidad de tal estoy llamado a hacer cosas inauditas y a tomar grandes resoluciones. ¡Como si el tomar resoluciones fuera lo mismo que tomar pastillas para la tos! No, yo no soy héroe; yo, producto de mi edad y de mi raza, y hallándome en fatal armonía con el medio en que vivo, tengo en mí los componentes que corresponden al origen y al espacio. En mí se hallarán los caracteres de la familia a que pertenezco y el aire que respiro. De mi madre saqué un cierto espíritu de rectitud, ideas de orden; de mi padre fragilidad, propensión a lo que mi tío Serafín llama entusiasmos faldamentarios. Lo demás me lo   -23-   hicieron, primero mi residencia en Inglaterra, luego mi largo aprendizaje comercial, y por fin mi navegación por este mar de Madrid, aguas turbias y traicioneras que a ningunas otras se parecen. Carezco de base religiosa en mis sentimientos; filosofía Dios la dé; por donde saco en consecuencia que mi ser moral se funda más en la arena de las circunstancias que en la roca de un sentir puro, superior y anterior a toda contingencia. No domino yo las situaciones en que me ponen los sucesos y mi debilidad, no. Ellas me dominan a mí. Por esto, tal vez, muchos que buscan lo extraordinario y dramático no hallen interesantes estas memorias mías. ¡Pero cómo ha de ser! La antigua literatura novelesca, y sobre todo la literatura dramática, han dado vida a un tipo especial de hombres y mujeres, los llamados héroes y las llamadas heroínas, que justifican su gallarda existencia realizando actos morales de grandísimo poder y eficacia, inspirados en una lógica de encargo, la lógica del mecanismo teatral en la Comedia, la lógica del mecanismo narrativo en la Novela. Nada de esto reza conmigo. Yo no soy personaje esencialmente activo, como, al decir de los retóricos, han de ser todos los que se encarnan en las figuras de arte; yo soy pasivo; las olas de la vida no se estrellan en mí, sacudiéndome sin arrancarme de mi base; yo no soy peña, yo floto, soy madera de naufragio que sobrenada en el mar de los acontecimientos. Las   -24-   pasiones pueden más que yo. ¡Dios sabe que bien quisiera yo poder más que ellas y meterlas en un puño!




- II -

¿Pero qué veo?... Ella al fin. Hacia mí la vi venir, alzando un poco su falda para apartarla de la suciedad de la calle de Santa Isabel. «¡Camililla!... ¿tú por aquí? ¡Qué sorpresa!». -«¿Y tú, a dónde vas? ¿Vuelves a casa de Eloísa?». -«No: iba a... ¡Pero qué encuentro tan feliz!». De fijo, los que quieren que yo sea héroe se asombrarán de que viviendo en la misma casa que Camila y pudiendo hablar con ella cuanto me diera la gana, espiara sus pasos en la calle. Pero de estas rarezas e inconsecuencias están llenos el mundo y el alma humana. Tenía sed de lo imprevisto, y me lo procuraba como podía; es decir, previéndolo. Era, pues, un imprevisto artificial, ya que no podía ser del genuino, de aquel que tiene a la Providencia por propio cosechero. Porque aquella condenada pasión nueva nacía en mí con rebullicios estudiantiles, haciéndome cosquilleos románticos. La vanidad no tenía tanta parte en ella como en la que me inspiró Eloísa. Ya me estaba yo recreando con la idea de que mi triunfo, si al fin lo lograba, permaneciese en dulce secreto, y que sólo ella y yo lo paladeáramos, pues si en otra ocasión el escándalo   -25-   me había sido grato, en esta el misterio era mi ilusión. Púseme en aquellos días un tanto novelesco y un si no es tonto, y mi fantasía no se ocupaba más que en imaginar bonitos encuentros con la mujer de Miquis, peligros vencidos, líos desenredados, tapujos, sorpresas, escenas teatrales en que el goce se sazonara con la salsa de lo furtivo y con esa pimienta dramática, que rara vez aparece fuera de los bastidores de lienzo pintado. En fin, válgame la franqueza, yo estaba hecho un cadete, un seminarista, a quien acaban de quitar la sotana para lanzarle al mundo. Pensaba cosas que luego he reconocido eran puras boberías. ¿Qué más que seguir los pasos de Camila en la calle, ver que entraba en alguna tienda, entrar yo también, fingir sorpresa por verla allí, hacer el papel de que iba a comprar cualquier cosa, comprarla efectivamente, y después pagarle a ella su gasto? Y cuando creía encontrarla en un sitio y me llevaba chasco, ¡María Santísima, la que se armaba entre pecho y espalda! ¡Cuántas veces, a prima noche, le tomé las medidas a la calle del Caballero de Gracia, desde la del Clavel a la Red de San Luis, esperando a que Camila saliera de casa de su cuñado Augusto, que vivía en el 13! Y la muy bribona no parecía. Sin duda yo me había equivocado creyendo que estaba allí. Observaba con disimulado afán la multitud, sorprendiéndome de que ninguna de aquellas caras fuera la que yo   -26-   deseaba ver. El no interrumpido curso de semblante, a trechos iluminados por el gas de las tiendas, a trechos embozados en tinieblas, me mareaba; y yo, impávido, mira que te mira.

De repente me salta el corazón. Veo a lo lejos una esbelta figura, entre los bultos que vienen hacia mí. Un coche me la oculta; yo... ¡zas! a la otra acera... Acércome pensando en que es conveniente disimular la expresión ansiosa y fingir que voy tranquilamente por la calle... ¡Cristo de la Sangre! no es ella. Es una tarasca, que al pasar me mira, como si conociera el gran chasco que me ha dado. Entretanto, me aprendo de memoria los escaparates de Bach y de Matute, y puedo dar cuenta de todo lo que hay en la pastelería, de todos los abanicos de Sierra y de todas las drogas, ortopedias y específicos de la botica de la esquina.

Fatigado de aquel ridículo trabajo, hago por fin propósito de retirarme. Aquello verdaderamente es impropio de un hombre como yo. Pero cuando me retiro, ocúrreme una idea desconsoladora. «¿Y si precisamente en aquel momento de mi retirada sale ella de la casa de Augusto?...». Vuelta a la centinela; vuelta a engancharme al árbol de aquella noria estúpida, de la que no saco ni un hilo de agua; vuelta a pasear, a ver caras antipáticas, a ver los aparatos de gas echando toda su luz sobre las tiendas, menos algún reflejo que cae sobre el piso lustroso y húmedo   -27-   de la calle; vuelta a oír el estrépito de los coches sobre las cuñas de pedernal. Al fin, rendido de cansancio y sin esperanzas de encontrar casualmente a Camila, me marcho...

Bien podía verla en su casa; ¡pero si allí estaba siempre el moscón de su marido, pegajoso, insufrible...! Y se pasaba toda la velada junto a ella como un bobo. Solían ir algunos amigos, y charlaban mil tontadas o jugaban a la brisca y a la lotería. ¡Cosa más necia no he visto en mi vida! Lo simpático de tal reunión era Camila, alma, centro y núcleo de ella. Cosía con atención tenaz, cantorreando entre dientes; decía a cada instante gracias y agudezas; se burlaba de todo bicho viviente, siempre fija en su obra y echándoselas de muy entusiasmada con el trabajo, que era una montaña de tela blanca, de trapos, recortes y cosas medio concluidas y vueltas a empezar. Le había entrado el capricho de las ocupaciones, y renegaba de no tener tiempo para nada. ¡Qué le duraría esta pasión! En aquella época se hacía de rogar mucho para ponerse al piano y divertirnos un rato con la música. Constantino inventaba cosas raras para entretener el tiempo, anticuados juegos de prendas, prestidigitaciones de las más inocentes, y por fin, se ponía a imitar el mayido de los gatos y a representar una escena de riñas y galanteos gatunos, con lo que todos se morían de risa, menos yo, que no encontraba la tostada de tales sandeces.

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Vuelvo a mi aventura. Aquel día que topé con Camila en la calle de Santa Isabel, la invité a dar un paseo. «A pie, en coche, como quieras -le dije-. Siento que hayas almorzado. Si no, nos iremos a un restaurant, al Retiro, a las Ventas, donde gustes. Está un día delicioso...

-Quita allá, tísico. ¿En qué estás pensando? ¡Yo a un restaurant! Por mí no me importaba; pero Constantino se pondría hecho un demonio... ¡Estaría bueno que después de haberle quitado el vicio de ir al café, lo adquiriera yo!

Y seguimos hablando.

«¿Vas de tiendas? Te acompañaré.

-Voy a comprar telas para hacerle camisas a mi mamarracho. Pero cuidado; si vienes conmigo no te empeñes en pagarme como otras veces... No lo consentiré. Mira todo el dinero que traigo.

Enseñome su portamonedas, en que había mucha plata, algún oro y un billete muy sobadito, doblado en ocho dobleces.

«Estás hecha una capitalista. ¿A ver? ¡Chica...!

-Tengo para prestarte, si te ves en un apuro -me dijo cerrándolo de golpe, y acentuando el chasquido del muelle con un mohín muy gracioso de su hociquillo-. ¡Ajajá!... ¡tengo yo más guita...! Si te hace falta, no seas corto de genio, y tu boca será medida.

-Tengo yo mucho más dinero que tú, tonta -dije con un candor que me habría hecho ridículo a mis propios ojos, si no tuviera en estos   -29-   las cataratas de la chifladura amorosa-. Y te quiero pagar la tela. Déjame a mí, tonta.

-No, que no... ¡por Dios!

-Si es un obsequio que quiero hacer a Constantino. Mira, compraremos más tela, y me harás a mí media docena de camisas.

-¡Oh! sí, sí -exclamó riendo y dando palmadas en plena plazuela de Matute-. Oye; mi asnito sostiene que no sé hacer camisas, que no sé cortar el cuello, y que la pechera la dejo con más picos que un candilón. ¡Ya verá él si sé!

-Si es un tonto... ¿Qué entiende él de eso?

-Constantino es abrutado, macizote; pero créeme, es un ángel.

-De cornisa.

-No te rías.

-Si no me río.

-Me quiere muchísimo, me idolatra...

-Ya estás exaltada. Todo lo abultas, todo lo amplificas. Así eres tú.

-Es que tú eres un tísico, y no comprendes esto. Por muy alta idea que tengas del amor de un hombre, no sabes cómo me quiere Constantino. Se dejaría matar cien veces por su mujer. Jamás me dice una mentira, y tiene tal fe en mí, que si le dijeran que yo era mala no lo creería.

Sin poner gran atención a estos elogios del asnito, seguimos avanzando hasta llegar a la mitad de la calle del Príncipe. Entramos en la tienda, que era una camisería elegante, llena   -30-   de chucherías preciosas, y de novedades parisienses, veinte mil monadas de cerámica, metal y hueso que sirven para regalos y se pagan a elevados precios. Camila pidió telas, y mientras en el mostrador le medían y cortaban, yo estaba mirando aquellas bagatelas elegantes. De pronto, mi prima se puso a mi lado para ver y admirar conmigo los caprichos. Comprendí que se le iban los ojos; pero que se contenía para que yo no gastara dinero. Todo lo encontraba carísimo. Empecé a hacer compras, y me llené los bolsillos de paquetitos.

«Por Dios, ¡qué disparates haces! En la vida más vuelvo a entrar contigo en una tienda.

Quise pagar la tela, pero ella la había pagado ya. Me enfadé de veras. «¡Qué cosas tienes!». «Tú sí que estás tonto».

Al salir, mirome seria, muy seria. Entró en la Palma a comprar unas cintas de color. Aquella segunda parada fue breve. Salimos pronto.

«¿Quieres que tomemos un simón?

-No -me respondió, poniéndose más bien grave y quizás algo enojada-. Los de la Palma te han mirado mucho y me miraban a mí. Nada, no vuelvo contigo a las tiendas. Y no lo hago porque Constantino piense mal de mí. El pobrecito creerá que el sol sale de noche; pero que yo sea mala no le cabe en la cabeza... Lo dicho, no quiero nada contigo... Y todas esas chucherías que has comprado guárdalas para las   -31-   querindangas que tengas por ahí, que yo no las tomo.

-Vaya si las tomarás.

Entramos en la calle de Sevilla.

-Es que... -me dijo echándose a reír con espontaneidad candorosa-. Es que parece que me haces el amor, que me quieres conquistar.

-¿Y qué?

-Cualquiera diría que te has enamorado de mí -dijo columpiando su mirada entre la gravedad y la risa.

-Pues diría la verdad.

-¡Vaya con lo que sales ahora! -exclamó decidiéndose por la risa-. Tú estás chocho.

Y empezó a hablar de Constantino, de las paces que había hecho con su suegra doña Piedad, del proyectado viaje a la Mancha, de cómo sería el Toboso, sin dejarme meter baza ni salir por donde yo quería. En esto llegamos a casa, y subí con ella al tercero. Constantino no estaba. Yo tenía una debilidad horrible, pues eran las dos y media y no había almorzado. Sobrepúsose en mí la necesidad de alimento a todo lo demás, y se lo manifesté con franqueza.

-Si te contentas con una tortilla y una chuleta, ahora mismo...

-¿Pues no me he de contentar? Y servida por tales manos...

-Pues ya estás sentado...

Salió para dar órdenes a su criada. Pronto la   -32-   vi poniéndose un delantal blanco y azul. La casa no era ya lo que fue meses antes. Había más arreglo, y sin perder el sello especial de la personalidad tumultuosa de su ama, parecíame más casa, menos manicomio. Ya no había en ella perros sabios, ni otro animal que Miquis. En cuanto a Camila, si lo esencial de ella permanecía, había perdido muchas mañas muy feas, como el pedir billetes de teatros y otros excesos. En aquel curso educativo que se daba a sí misma, aprendió delicadezas que antes no conocía.

«No, no acepto tus regalos -me dijo bruscamente como si reanudara la disputa interrumpida, o más bien dando una vuelta a la idea que se había fijado en ella-. ¡Vaya con tus regalitos...! Ya pasan de la raya. Dilo con toda tu alma: ¿es que me haces el amor?

Rompió a reír, pegó un brinco, le cogí al vuelo una mano; pero se me escapó y salió enfilando una carcajada. Yo sentía, en mi felicidad expansiva, ganas de reírme también. La tortilla que me sirvió estaba abrasando. Me la comí, voraz, quemándome todo el gaznate; pero no hacía caso; el hambre, el amor no me permitían pararme en ello.

«Pues sí, Camila... Tú lo has dicho.

Y vuelta a reír.

«Me alegro, me alegro -dijo cuando yo creía que se enfadaba-. Para que sepa Constantino el tesoro que tiene en casa, para que vea cuánto   -33-   valgo, él que me adora creyendo que ni él ni yo valemos un comino.

-Pero no me dejas concluir... -observé, tartamudeando y abrasándome vivo-. Es que... me tienes loco... ¡Jesús, qué fuego!... Me tienes fa... natizado.

Pegó otro brinco. Salió como un pájaro que levanta el vuelo. Al poco rato la oí gritar desde la puerta del gabinete:

«Pues no te queda más recurso que este.

Me apuntaba con un revólver de Constantino, diciendo:

«No creas, está cargado. Si quieres, ahora puedes curarte esa pasión con una píldora.

-No pienso usar tal medicina, porque tú al fin me has de querer, aunque sólo sea por lástima. Mira, haz el favor de no jugar con ese chisme. No me gusta ver armas cargadas.

Poco tardó en aparecer desarmada.

«¿Con que apasionadísimo... ísimo?... -declaró con afectación burlesca, apoyando ambas manos sobre la mesa, enfrente de mí-. En cuanto venga mi asnito se lo he de decir. Verás cómo se ríe.

-Mira, más vale que no le digas nada.

-Pero tú eres memo -dijo, volviéndose hacia donde estaba el trofeo de toros-. ¡Yo cargar de cuernos a mi querido Constantino!... ¡Yo decorar su noble frente con esos indecentísimos atributos!... ¡Yo faltar a mi mozo de cordel, como tú   -34-   dices, y exponerlo a las rechiflas de los tontos con todas esas mitras en la cabeza!... ¡Ay! no te canses en seducirme, porque no me seducirás, perdis... La cornamenta no es para él sino para ti, para tu hermosa cabeza de tísico. Lo menos que piensas es que cuando tú quieres plantarle cuernecitos a otros, se te carga la cabeza de ellos, sin que tú lo sepas, tontín...

Paréceme que me puse verde al oír esto. No sé lo que habría dicho en contestación a aquellas extrañas palabras si no hubiera entrado a la sazón el propio Constantino.

«Mira si será tonta tu mujer -le dije-. Nos encontramos en una tienda, le compré unas baratijas, y no las quiere aceptar. Entérate; esta corbata y estos gemelos son para ti. ¿Ves qué bonito?

-¿Acepto? -preguntó ella con ojos de dicha, bebiéndose en una mirada las miradas de él.

-Sí: ¿por qué no? -contestó Miquis, acariciándole la barba-. Acéptalo, chiquilla.

Ella le dio un abrazo.

«¡Patrona! -gritó el muy bruto en seguida, sentándose frente a mí-. Háganos café... al momento; venga la maquinilla. Y tráigase usted la botella de ron de Jamaica.

-No me da la gana -fue la réplica de ella.

-¿Cómo es eso?

-No se hace ahora café. No saco el ron... Aquí no se fomentan vicios.

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-Si es en obsequio al primo de la patrona...

-No hay obsequio que valga. Si quiere mi primo emborracharse que se vaya a la taberna.

-¡Patrona, el ron! -repetí yo.

-No me da la real gana. Noramala todos. A la calle, a la calle. Y desocuparme prontito la mesa, que la necesito para cortar.

-Bueno, mujer, no te enfades -gruñó Miquis, desocupando la mesa-; lo tomaremos en el café.

-Lo tomará él si quiere -declaró Camila con autoridad-. ¡Usted, señor mío, aquí!

-Vaya, ¿tampoco me dejas salir?

-Tampoco. Este José María es un perdido, y quiere pervertirte.

-Es que vamos a la sala de armas.

-Aquí, y chitito callando.

-¿Ha visto usted qué tarasca?

-A callar. Quítese usted al momento la levita... y los pantalones nuevos... Así me rompes la ropa, condenado. Eso, eso, restrega los coditos sobre la mesa.

-Pero vamos a ver, ¿tengo yo que hacer algo en casa? -preguntó él, mirando embobado a su mujer.

-Pues nadita que digamos... Escribir a tu mamá. Ahora que la tenemos como un confite, ¿vamos a enojarla por no escribirle? Desde el domingo te estoy diciendo: «Escribe, hombre, escribe a tu mamá...».

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-Bueno; ¿y qué más?

-Ayudarme a cortar.

-Yo ¿qué sé de cortes?

-Y hacer de maniquí para probar los cuellos y pecheras.

-¡Yo maniquí! Pero señora, ¿usted qué se ha llegado a figurar?

-Y clavarme clavos en el pasillo para colgar la ropa.

-¿Y yo qué tengo que hacer? -le pregunté a mi vez.

-Usted, señor tísico, lo que tiene que hacer es plantarse ahora mismo en la calle. Aquí no nos sirve más que de estorbo. ¿No le hemos llenado ya la tripa?

-Di que me has abrasado vivo. ¡Vaya un modo de despedir a los amigos! No, hija, lo que es los clavos te los he de clavar yo, mientras Constantino escribe a su mamá. Es que me opongo a que nadie más que yo ponga clavos en mi finca.

-¡A ponerse la ropa vieja! -gritó Camila a su marido-, y tú...

-Los clavos, hija, los clavos. Déjame...

-Bueno, consiento. Trabajando se quitan las malas ideas.

Y me trajo un martillo y unas puntas de París tomadas, torcidas y roñosas.

«Pero hija, lo primero que tengo que hacer es enderezar esto.

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-Enderézalos con los dientes.

Y me puse a trabajar con fe, haciendo yunque de la barandilla de hierro del balcón. No pasaban diez minutos sin que Constantino y yo fuéramos a consultar con la patrona.

«¿Y qué le digo de nuestro viaje a la Mancha? -preguntaba él, vestido con los trapitos más usados que tenía.

-¡Qué burro! Pues que sí; a todo se le dice siempre que sí.

-Camililla de mis entretelas, la mayor parte de estos clavos no tienen punta.

-Pues sácasela como puedas... No me vengas con cuentos. A trabajar. Aquí no se quieren vagos. Después me vas a poner argollas a esos marcos que están por el suelo.

-Bueno, bueno. También las argollas.

-Y callarse la boca. Cada uno a su obligación.

Era aquello una comedia.

«Constantino, ¿ya has escrito? Trae la carta. Quiero leerla. De fijo has puesto algún disparate. Hay que mirar mucho lo que se dice a esa gente de pueblo, que es muy desconfiada. Y tú, ¿qué haces ahí como un papamoscas?

-Esperando a que me digas dónde van los clavos.

-¡Ay, qué hombre! Tengo que discurrir por todos... No hay aquí más talento que el mío. ¿Pero dónde han de ir?... Ven acá, mastuerzo...

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Y me señaló los puntos donde se debían poner las cuerdas; y empecé a golpear con tanta furia, que se podía creer que deseaba derribar mi casa y hacerla polvo.

-¿Y yo, qué hago ahora?

-Ea, ya están los clavos. ¿Y ahora...?

-Pues entre los dos... Di, bandido, ¿te has puesto los pantalones viejos?... ¡Ah! sí. Pues entre los dos me vais a apartar esta cómoda para buscar unas tijeras que deben de haberse caído por detrás... Después, Constantino, a sacar la máquina, limpiarla, engrasarla, ponerle las canillas... Y el tísico que se prepare a fijar las argollas... ¡Ea! mover esas manazas y esas patazas. Adelante con la cómoda.

Y todo lo que nos mandaba lo hacíamos gozosos, riendo y bromeando, y me pasé allí la tarde, encantado, embelesado, respirando a todo pulmón el delicioso ambiente de aquel Paraíso terrestre y casero, en el cual yo quería hacer el papel de culebra.





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ArribaAbajo- XVIII -

De los diferentes procedimientos usados por los madrileños para salir a veranear



- I -

Estaba yo en la firme creencia de que Eloísa se presentaría en mi casa a pedirme perdón y a buscar las paces conmigo. Sin mi ayuda su ruina era inmediata. Pero no acerté por aquella vez. Pasaban días, y la viuda no iba a verme. Dos o tres veces, en la calle, la vi pasar en su carruaje, y su mirada dulce y amistosa me decía que no sólo no me guardaba rencor, sino que deseaba una reconciliación. Pero yo quería evitarla a todo trance, impulsado por dos fuerzas igualmente poderosas, el hastío de ella y el temor de que acabara de arruinarme. Huía de todos los sitios donde pudiera encontrarla, pues si me venía con lagrimitas era muy de temer   -40-   que la delicadeza y la compasión torciesen mi firme propósito.

Ya se acercaba el verano, y yo tenía curiosidad de ver cómo se las arreglaba Eloísa para hacer aquel año su excursión de costumbre; pues de una manera u otra, empeñando sus muebles o vendiendo sus alhajas, ella no se había de quedar en Madrid. Lo que entonces pasó causome viva pena, sin que la pudiera calmar apelando a mi razón. Súpelo por un amigo oficioso, el que designé antes por El Saca-mantecas, por no decir su verdadero nombre. Aquel condenado fue a verme una mañana, y se convidó a almorzar conmigo so pretexto de hablarme de un asunto que tenía en Fomento, aguardando la resolución del Ministro. Pero su verdadero objeto era llevarme un cuento, un cuento horrible que adiviné desde las primeras reticencias con que lo anunció. Tenía aquel hombre el entusiasmo de la difamación, y sin embargo, lo que me iba a decir era no sólo verosímil sino verdadero, y las palabras del infame arrojaban de cada sílaba destellos de verdad. En mi conciencia estaban las pruebas auténticas de aquella delación, y yo no tenía que hacer esfuerzo alguno para admitirla como el Evangelio. No se valió El Saca-mantecas de parábolas, sino que de buenas a primeras me dijo:

«Mucho dinero tiene Fúcar, querido; pero como se descuide, se quedará por puertas... En   -41-   buenas manos ha caído... Supongo que estará usted al tanto de lo que pasa y que esta observación no es un trabucazo a boca de jarro.

-Enterado, enterado... -dije con no sé qué niebla parda delante de mis ojos.

Yo no había oído nada, no lo sabía, en el rigor de la palabra; pero lo sospechaba; tenía de ello un presagio muy vivo, equivalente en mi espíritu a la certidumbre del suceso. Entrome entonces fuerte curiosidad de saber más, y fingiendo estar enterado de lo esencial, hice por sacarle más concretos informes.

«Esto no lo sabemos todavía en Madrid más que los íntimos, usted, yo, dos o tres más -añadió-; pero cundirá pronto, cundirá. Hasta ayer tenía yo mis dudas. Lo sospechaba por ciertos síntomas. Como no me gusta que me escarben dentro las dudas, me fui a ver a Fúcar... Yo soy así, me agrada beber en los manantiales. Encareme con él y le puse los puntos sobre las íes. «A ver, D. Pedro, ¿es cierto?». El se echó a reír, y me dijo que como las cosas caen del lado a que se inclinan... En fin, que hay tales carneros. No crea usted, Fúcar, en su depravación, es hombre muy práctico. Me dijo que no piensa hacer locuras más que hasta cierto punto, que gastará con su cuenta y razón, en una palabra, que va muy prevenido, por conocer las mañas de la prójima.

Irritome que aquel tipo hablara de Eloísa   -42-   con tanta desconsideración. Sospechando por un instante que la calumniaba, pensé poner correctivo a la calumnia; pero algo clamaba dentro de mí apoyando el aserto, y me callé. Era verdad, era verdad. La tremenda lógica de la fragilidad humana lo escribía en letras de fuego en mi cerebro. Lo que me causaba extrañeza era sentirme contrariado, lastimado, herido por la noticia. ¿Qué me importaba a mí la conducta de aquella prójima, si yo no la quería ya...? No sé si era despecho, o injuria del amor propio lo que yo sentía; pero fuera lo que fuese, me mortificaba bastante. Al propio tiempo me dolía ver en el camino de la degradación a la que me fue tan cara, y alguna parte debieron tener también en mi pena los remordimientos por haberla puesto yo en semejante sendero.

Pero disimulé y supe afectar indiferencia o el interés superficial que es propio, entre caballeros, de las relaciones mujeriles entabladas por la tarde, a la mañana rotas. Creo que me reí, que declaré no tener con ella ya ningún trato; y el maldito Saca-mantecas se entusiasmó tanto con esto hacia la mitad aproximadamente del almuerzo, que dijo más, mucho más... Su lengua era como el hierro afilado de un cepillo de carpintero, y pasando sobre mí me sacaba virutas de carne del corazón.

«Es monísima, pero no se harta nunca de dinero. Como usted no va allá por las noches,   -43-   no sabe que ha puesto mesas de monte. La otra noche decía con terror: «Si José María viera esto, me pegaría». Los tresillistas le teníamos un miedo de mil demonios. Pregúntele usted a Cícero y a Carlos Chapa. Es de las que dicen: «cobra y no pagues, que somos mortales...».

¡Qué trabajo me costó disimular mi rabia! Pero con cabezadas, ya que no con palabras, daba yo a entender que todo lo sabía, que todo aquello era historia vieja.

«Es monísima -volvió a decir el Saca-mantecas echando una ojeada a las paredes por ver si hallaba un espejo en que mirarse-... pero ¡ay del que caiga en sus garras!... Cuando está tronada se queja mucho de tener la pluma en la garganta. Sí, querido, sí; en ciertas mujeres esos estados nerviosos no son más que anemia de bolsillo... Al principio me pareció que la consabida no era como todas. Pero sí, querido, sí; es como todas. Gracias que lo tomamos con calma, y nos quedamos tan frescos cuando un Fúcar nos desbanca.

El miserable, en su vanidad ridícula, quería presentarse también como víctima. Se preciaba de haber recibido favores de Eloísa; pero esto era una falsedad, de que yo no tenía, no podía tener duda alguna. Aquella era la ocasión de haberle soltado cuatro frescas; pero si lo hubiera hecho, habría entregado la carta y denunciado mi despecho. Preferí contenerme con violentísimos   -44-   esfuerzos, y dejarme cepillar, cepillar.

«No he conocido mujer de más imaginación -prosiguió-, para discurrir modos de gastar. Ella es persona de gusto, eso sí, querido, sí... pero con nada se conforma. La otra noche le alabamos su casa, ¡y nos puso una carita de ascos...! Se lamentó de no tener más que porquerías; de que todos sus muebles, sus porcelanas y bronces son industriales; de que se encuentran idénticos en todas las tiendas y en las casas de Fulano y Zutano; de que no posee cosas de verdadero mérito ni de verdadero chic. «Este lujo al alcance de todas las fortunas -nos dijo-, me carga; esto de que no pueda usted tener nada que no tengan los demás, me aburre. A veces me dan ganas de coger un palo y empezar a romper cacharros...». Le ponderamos sus cuadros modernos... ¡Pero si se cansa de todo...! Tiene la pretensión de vender estos lienzos parara comprar Velázquez y Rembrandts. Hipa por lo grande esta prójima. Cuando se pone triste, dice: «Aquí no hay más que pobretería, imitación». En fin, que quiere más, más todavía. Siempre que se habla de casas, para ella no hay más que la de Fernán Núñez. Es su ilusión. Asegura que se pone mala cuando la ve, y que sueña con tener aquella estufa, el Otelo, las latanias plantadas en el suelo, la escalera de nogal, la galería, los cuadros y tapices, la montura de Almanzor y la Flora de Casado. Patrañas, querido.   -45-   Estas mujeres son el diablo con nervios. A nosotros no nos cogen ya, ¿verdad? Somos perros viejos. ¡Qué Madrid este! Todo es una figuración. Vaya usted entre bastidores si quiere ver cosas buenas. La mayoría de las casas en que dan fiestas están devoradas por los prestamistas. En otras no se come más que el día en que hay convidados. Los cocineros son los que hacen su agosto. Un detalle que sé por Mr. Petit: El cocinero de Eloísa, en el tiempo de los célebres jueves, sacó más de seis mil duros. Se ha establecido. Ha tomado la fonda de los baños de Guetaria. ¡Así prospera la industria! En cambio, cuando usted implantó las economías en casa de Carrillo, los criados se marcharon porque no les daban de comer.

-Eso sí que es falso -dije, sin poderme contener-. ¡Hambre! eso no lo ha habido allí nunca.

-Perdone usted, querido -replicó muy serio-; me lo ha contado Quiquina.

-¿Esa italiana...?

-Una mujer deliciosa... Cuando la despidió Eloísa, se fue con la Peri... ¿Sabe usted quién es la Peri? Esa que Pepito Trastamara recogió en Eslava. Mujer hermosísima, pero muy animal. Trastamara la llevó a París para desasnarla; ¡pero quia! Siempre tan cerril. Dice que le gustan los merecotones en vino. Dice también que su padre murió de una heroísma. Come con los dedos, y hace mil groserías. Pero Pepito y sus   -46-   amigotes están muy entusiasmados con ella, y sostienen que es la primera medio-mundana que hemos tenido. Se precian ellos de la incubación del tipo. La verdad es que son unos pobres mamarrachos. Yo me divierto con ellos. Pues bien; Quiquina se refugió en casa de la Peri. Allí nos ha contado intimidades de Eloísa... No, no ponga usted esa cara feroz; no ha sido nada de infidelidades. Cosas de los apurillos de la señora, de sus trazas para procurarse dinero. A Quiquina le hizo sacar del Monte sus ahorros, y aún no se los ha devuelto. Nos hablaba también del pobre Carrillo, ¡que le quería a usted tanto!, de las carantoñas que le hacía su mujer, con otros mil detalles graciosos.

Yo no podía aguantar más. Aquello colmaba el vaso. Las confidencias del Saca-mantecas me revolvían de tal modo el estómago, que poco me faltaba para vomitar el almuerzo. Supliqué que variara la conversación, y él se echó a reír. Empecé a encolerizarme; se me subió la mostaza a la nariz... Por fortuna, entró Jacinto María Villalonga, y se volvió la hoja. Los tres debíamos ir juntos al Ministerio de Fomento, y tomamos café a prisa.




- II -

Y en la Trinidad, ocupándome de lo que no me importaba, no podía apartar de mi mente   -47-   las virutas que me había sacado aquel cepillador, las cuales subían enroscándose desde mi corazón a mi cerebro. Lo que íbamos a solicitar era que el Ministerio le comprara al Saca-mantecas unos papeles o pergaminos viejos que, al decir de un informe académico, interesaban grandemente a la historia patria. Con estos auxilios oficiales trampeaba mi amigo. Tiempo hacía que chupaba del Estado en una u otra forma, ya socolor de comisiones en el extranjero, para estudiar cualquier cosa de que él entendía tanto como de afeitar ranas, ya con el aquel de las excavaciones arqueológicas que se hacían en una finca suya, allá por donde Cristo dio las tres voces.

El Ministro nos recibió a los tres con toda la cordialidad de su temperamento andaluz y maleante. Era un hombre de palabras flamencas y de pensamientos elevados, iniciador de más osadía que perseverancia. Aquel día estaba de buenas. Después de ponerse a nuestras órdenes, añadiendo que nos daría el copón si se lo pedíamos, llevome aparte y me dijo mil perrerías. Yo era un acá y un allá. Cuando se desvergonzaba en broma, me parecía un gran talento que necesita abonarse constantemente con palabras estercolosas, todas las materias de lenguaje en descomposición que manchan, apestan y fecundan. Por fin, en términos comedidos, me reprendió amistosamente por mi apatía política. Yo   -48-   no me cuidaba de nada; no hacía caso de las quejas de mis electores, y estos tenían que valerse de otros diputados para impetrar el favor oficial. Yo era, en suma, un padrastro de la patria. Contestele que dejaría gustoso un cargo que me aburría soberanamente. Insistí mucho en esto de mi fastidio político; pero durante aquella misma conversación, en que intervino también Villalonga, se posesionó de mí una idea. Quizás me convenía variar de conducta, mirar a la política con ojos más amantes, pues con ayuda de este útil instrumento, podía ir reparando mi agrietada fortuna. Salí de la Trinidad, dejando al Saca-mantecas con Villalonga en la habilitación. Deseaba averiguar a todo trance por qué capítulo cobraría, y cuándo le daban el libramento, pues le hacía mucha falta.

Lo mismo fue verme solo en la calle, que volver a pensar en Eloísa. Las virutas se enroscaban más... No sé si aquella mujer me inspiraba compasión tan sólo, o un sentimiento de despecho y envidia, que podría considerarse como reincidencia de la antigua pasión. Lo que había dicho el Saca-mantecas me hería en lo vivo, y ansiaba tener la evidencia de ello. Al instante me acordé de Evaristo, mi criado antiguo, aquel perro fiel que yo había colocado en casa de Carrillo. Hícele venir a mi casa, y me contó cosas que me sacaron los colores a la cara. Tuve que mandarle callar. Cuando me   -49-   quedé solo, estaba nerviosísimo, me zumbaban horriblemente los oídos. Pasé una noche muy aburrida, porque Camila y su esposo fueron al teatro, y no tuve con quién entretener la velada. Me cansaba el teatro, me fastidiaba la sociedad. «Mañana -pensé-, o voy a casa de esa... a decirle cuatro cosas, o reviento». No tenía derecho a pedirle cuentas de su conducta; pero se las pedía porque sí, porque me daba la gana, porque aquel Fúcar se me había atragantado, y eso de que bebiera en la copa que yo bebí me sacaba de quicio. Mi egoísmo había de resollar por alguna parte para que no estallara dentro. «La voy a poner buena -pensaba-. ¡Venderse por dinero! Es una ignominia en la familia que no debo consentir.

Fui por la tarde. Estaba furioso, deseando llegar para deshogar mi ira. ¿Qué cara pondría delante de mí? ¿Se disculparía?... Quedeme frío al entrar, cuando advertí cierta soledad en la casa. El mismo Evaristo fue quien me dijo: «La señora ha salido para Francia en el expreso de las cinco de la tarde».

¡Ah, miserable! huía de mí, de mi severa corrección, de la voz que le iba a ajustar las cuentas por su liviandad y por haber pisoteado el honor de la familia. ¡Qué vergüenza!... ¡y yo qué necio!

A la tarde siguiente bajé a la estación a despedir a la familia de Severiano Rodríguez, y me   -50-   encontré a Fúcar que se acomodaba en un departamento del sleeping car.

«Hola, traviatito -me dijo abrazándome-. ¿Manda usted algo para París?

-Que usted se divierta -le respondí, afectando no sólo serenidad sino contento hasta donde me fue posible.

Algo más hablé, dándole a entender que no me inspiraba envidia sino compasión, y nos despedimos hasta la vuelta. «Yo no pienso salir de España -añadí-. No quiero hacer gastos. Necesito tapar ciertas brechas y reedificar ciertas ruinas...». Y como él se riera, concluí con esto: «Los convalecientes compadecemos a los enfermos... Adiós, adiós... Deje usted mandado... Divertirse.




- III -

Cuando Camila me dijo: «nosotros no tenemos dinero para veranear y nos quedamos en Madrid», sentí una gran aflicción ¿De qué trazas me valdría para costearles el viaje y llevármeles conmigo? Dije sencillamente a mi prima: «Tú no has estado nunca en París, ¿quieres ir a dar un vistazo?». Pero se escandalizó de mi proposición echándome mil injurias graciosas. Yo estaba dispuesto a pagarles el viaje a San Sebastián o a donde quisieran, y con más gusto lo habría hecho llevándomela a ella sola; pero como no había medio de separarla del antipático   -51-   apéndice de su maridillo, los invité a los dos. «Gracias -me dijo Constantino-. Si mi mamá Piedad me manda lo que me ha prometido, nos iremos unos días a San Sebastián o a Santander en el tren de recreo.

-¡En el tren de recreo! ¿Pero estáis locos?

-Sí, en el tren de botijos -afirmó Camila batiendo palmas-. Así nos divertiremos más. ¿Qué importa la molestia? Tenemos salud. La mujer de Augusto vendrá también.

-¡Qué cosas se os ocurren! Iréis como sardinas en banasta. Eres una cursi...

-Di que somos pobres.

-Vaya... Me han ofrecido habitaciones en una magnífica casa en San Sebastián. Viviremos todos juntos en ella. Id en el tren que queráis, aunque sea en un tren de mercancías.

Yo me regocijaba secretamente con la perspectiva de aquel viaje. «Allí caerás -pensé-; no tienes más remedio que caer».

A la noche siguiente, el tontín de Constantino entró diciendo que irían a Pozuelo, lo que desconcertó mis planes. Marido y mujer discutieron, y yo combatí el proyecto con calor y hasta con elocuencia. Por fin, apelé a las aficiones taurómacas de Miquis, hablándole de las corridas de San Sebastián. ¡Ya vería él qué toros, qué animación! Vaciló, cayó al fin en la red. Quedó, pues, concertado el viaje; pero ellos no podían ir hasta Agosto; y yo, muerto de impaciencia,   -52-   agobiado por los calores de Madrid, tuve que estarme en la Villa todo el mes de Junio, viendo defraudados cada día mis ardientes anhelos. Aquella dichosa mujer era una enviada de Satanás para martirizarme y conducirme a la perdición. Como el badulaque de Constantino seguía de reemplazo, casi nunca salía de la casa. Las pocas veces que encontraba sola a Camila, convertíase para mí en una verdadera ortiga, no se dejaba tocar, suspiraba por su marido ausente y acababa de helarme hablándome de aquel Belisario que no venía, que no quería venir, que se empeñaba en seguir en la mente de Dios.

«Si no vas a tener más chiquillos... -decíale yo-; y da gracias a Dios para que no perpetúe la raza de ese animal manchego.

Al oír esto me pegaba con lo que quiera que tuviese en la mano. Y no se crea... pegaba fuerte; tenía la mano pronta y dura. Me hizo un cardenal en la muñeca que me dolió muchos días.

«Si sigues haciéndome el amor -me chilló una tarde-, le canto todo al manchego para que te sacuda. Puede más que tú.

-Sí, ya sé que es un peón. Pero ven acá, ¿cómo es posible que le quieras tanto? ¿Qué hallas en él que te enamore?

-¡Qué risa!... que es mi marido, que me quiere... Y tú no vienes más que a divertirte conmigo y a hacer de mí una mujer mala.

  -53-  

Y no había medio de sacarla de este orden de argumentos. «¡Que me quiere, que es mi marido!».

Un día, que la encontré sola, llegose a mí con cierta oficiosidad, y dándome un billete de quinientas pesetas, me dijo:

«Ahí tienes lo que me prestaste. Puede que ya no te acuerdes.

-En efecto, ya no me acordaba. Chica, no me avergüences... Guarda esa porquería de billete, y perdonada la deuda. Por algo somos primos.

-No, no quiero tu dinero. He pasado mil apuritos para reunirlo, y ahí lo tienes. Antes te lo pensaba dar; pero tuve que renovar el abono de la barrera de Constantino... ¡Pobrecito mío! ¡Cuánto he penado por que no se prive de la diversión que más le gusta! Para esto, he tenido que dejar de comprarme algunas cosillas que me hacían falta, y no comer postre en muchos días. Me habrás oído decir que no tenía gana. Ganitas no me faltaban. Pero es preciso economizar. ¡Economizar! ¡Qué cosa más cargante! discurre por aquí, discurre por allá; aquí pongo, aquí quito... Créete que me hacía cosquillas el cerebro... Pero todo se aprende con voluntad... Con que ahí tienes tus cuartos, y gracias.

-Que no lo tomo. Quita allá.

-Te echaré de mi casa.

-No me marcharé... Mira, ya me devolverás   -54-   los dos mil reales cuando estés más desahogada. Debes suponer que no me hacen falta.

-Eso ¿a mí qué...?

¡Pobrecilla! Toda mi terquedad fue inútil. Tan pesada se puso, que no tuve más remedio que tomar el dinero, temeroso de que se enojara de veras.

«Bien -le dije-, guardo el billete; pero lo guardo para ti. Soy tu caja de ahorros. Esto y todo lo que necesites está a tu disposición. No tienes más que abrir esa bocaza y... enseñarme esos dientazos tan feos... Todo lo que poseo es para ti, para ti sola, gitana negra, loba.

Lo dije con tanto ardor, alargando mis manos hacia ella, que me tuvo miedo, y de un salto se puso al otro lado de la mesa.

«Si no te callas, tísico pasado -gritó-, te tiro este plato a la cabeza. Mira que te lo tiro...

-Tíralo y descalábrame -le contesté fuera de mí-; pero descalabrado y chorreando sangre te diré que te idolatro, que todo lo que poseo es para ti, para esa bocaza, para la lumbre que tienes en esos ojos; todo para ti, fiera con más alma que Dios.

Sus carcajadas me desconcertaron. Se reía de mi entusiasmo poniéndolo en solfa y apabullándome con estas palabras: «Sí, para ti estaba. ¿Ves esta bocaza? No beberás en este jarro. ¿Ves estos faroles? (los ojos). Otro se encandila con ellos. Emborráchate tú con las tías de las calles,   -55-   perdido. ¿Ves este cuerpecito? Es para que nazcan de él los hijos que voy a tener, para agasajarlos, para darles de mamar. ¡Y rabia, rabia, rabia... y púdrete y requémate!

Constantino entró. Su aborrecida cara me trajo a la realidad. Le habría dado de palos hasta matarle. Pero en mis secretos berrinches, decía siempre para mí con invariable constancia: «Caerá, caerá; no tiene más remedio que caer».

Otro día les hallé retozando con libertad enteramente pastoril. Ella, que tenía calor hasta en invierno, estaba vestida a la griega. Él andaba por allí con babuchas turcas, en mangas de camisa, alegre, respirando salud. Ambos se me representaban como la misma inocencia. Parecía aquello la Edad de Oro, o las sociedades primitivas. Camila se bañaba una o dos veces al día. Era fanática por el agua fresca, y salía del baño más ágil, más colorada, más hermosa y gitana. Él no era tan aficionado a las abluciones; pero su mujer, unas veces con suavidad, otras con rigor, le inculcaba sus preceptos higiénicos; asimilándole a su modo de ser de ella. ¡Una mañana presencié la escena más graciosa...! Me reí de veras. Mi prima, vestida como una ninfa, daba a su marido una lección de hidroterapia. Desnudo de medio cuerpo arriba, mostrando aquella potente musculatura de gladiador, estaba Miquis de rodillas, inclinado delante de una gran bañera de latón. Su actitud era la del reo   -56-   que se inclina ante el tajo en que le han de cortar la cabeza. El verdugo era ella, toda remangada, con la falda cogida y sujeta entre las piernas para mojarse lo menos posible. El hacha que esgrimía era una regadera. Pero había que oírlos. Ella: «restrégate, cochino; frótate bien; toma el jabón». Él: «socorro, que me mata esta perra; que me hielo; que se me sube la sangre a la cabeza». Ella: «lo que se te sube es la mugre; ráspate bien, hasta que te despellejes. Grandísimo gorrino, lávate bien las orejas, que parecen... no se qué». Y no teniendo paciencia para aguardar a que él lo hiciese, soltaba la regadera, y con sus flexibles dedos le lavaba el pabellón auricular con tanta fuerza como si estuviera lavando una cosa muerta. «Que me duele, mujer»... «Lo que te duele es la porquería -respondía ella pegándole un sopapo. Parecía meterle los dedos hasta el cerebro.

Después le frotaba con jabón la cabeza, la cara, el pescuezo, y él, apretando los párpados cubiertos de jabón, gritaba como los chiquillos: «¡no más, no más!...». En seguida volvía Camila a tomar la regadera y a dejar caer la lluvia, y él a pedir socorro y a echar ternos y maldiciones. El agua invadía toda la habitación. Se formaban lagos y ríos que venían corriendo en busca de los pies de los que presenciábamos la escena (mi tía Pilar y yo). Era preciso andar a saltos.

  -57-  

«Hija -dijo mi tía-. Vas a inundar el piso y a pudrir las maderas. Mira qué cara pone este, porque le estropeas su casa.

-Para eso la pago.

Y salía sin esquivar los charcos, metiendo los pies en el agua. Llevaba zapatillas de baño, de esparto, bordadas con cintas de colores; pero a lo mejor se le caían, y seguía descalza como si tal cosa, sobre los fríos ladrillos.

Su mamá se reía como yo. Díjome después: «Es increíble cómo esta cabeza de chorlito ha transformado a su marido. En esto del aseo, ha hecho una verdadera doma. Era Constantino uno de los hombres más puercos que se podían ver. ¡Qué manos, qué orejas, qué cogote! Y míralo ahora. Da gusto estar a su lado. Parece un acero de limpio. Verdad que mi hija se toma todas las mañanas el trabajo de lavarlo como lavaba al Currí, cuando tenían perros en la casa.

Poco después, Camila se presentó más vestida. Miquis llegó al comedor, colorado, frescote, con los pelos tiesos, riendo como un niño grande y abrochándose los botones de la camisa. «Estas lejías no las aguanta nadie más que yo... ¿Ha visto usted qué hiena es mi mujer?». Corría Camila a hacer el almuerzo, pues estaban sin criada, pienso que por economizar. «Patrona, que tengo gana... que le como a usted un codo, si no me trae pronto el rancho». Y sentíamos rumor de fritangas en la cocina, y estrellamiento   -58-   y batir de huevos. «Ahora -me dijo Miquis con beatitud-, nos pasamos con una tortillita y café. Hemos suprimido la carne como artículo de lujo. Y tan ricamente... A todo se jace uno. Esta Camila es el mismo demonio. ¿Pues no dice que va a reunir dinero para comprarme un caballo?... ¡No sé qué me da de sólo pensarlo!... ¿Será capaz?

Miré a Constantino y advertí en su rostro una emoción particular. O yo no entendía de rostros humanos o se humedecían con lágrimas sus ojos. «Dios mío, Dios mío -pensé en un paroxismo de aflicción-, ¿por qué no he de poseer yo una felicidad semejante a la de este par de fieras?




- IV -

«Aquí tienes el pienso -dijo Camila trayendo la tortilla de jamón-. Esto de ser a un tiempo ayuda de cámara del señorito, señora y doncella de la señora, cocinera y criada es cargante, ¿verdad? ¡Ay! quién fuera rica, para estar todo el día abanicándome en mi butaca.

¡Y qué apetito, Dios inmortal! Los dos lo tenían bueno, y a mí se me iban los ojos tras los pedazos que metían en la boca. Observé que ella se reservaba para que a él le tocase más de la mitad de la tortilla. Él también, direlo en honor suyo porque es verdad, fingía estar harto   -59-   para que a su mujer le tocase más. Por fin quedaba un pedazo que ninguno de los dos quería tomar. «Para ti, hija...». «No, para ti, nenito».

«Vamos -decía yo-, no se sabe cuál de los dos tiene más gana. Echar suertes... No, yo decidiré. Que se lo coma la hiena.

Y echándose a reír, se lo comía, y él se mostraba más feliz. Hacían el café en una maquinilla rusa. Al mismo tiempo devoraban pan a discreción y queso manchego, de que tenían repuesto abundante. Sin saber cómo, la conversación iba rodando a las esperanzas de prole. ¡Oh! Belisario vendría. Hacían proyectos, contando con él, como si lo tuvieran allí en una silla alta, con su babero al pescuezo. «Vendrá, vendrá el señor Belisario -decía ella encendiendo el alcohol-. Verán ustedes como con los baños de mar...

-Eso, eso, los baños de mar.

Para realizar aquel viaje, todo se volvía economías y arreglos. «Pero si os pago el viaje... dejaos de cálculos -les decía yo. Constantino se incomodaba cuando yo hablaba de pagar. No quería, por ningún caso.

¡Oh, cien mil veces dichoso! Lo poco que tenían lo disfrutaban y lo gozaban con inefables delicias. El día que recibieron ciertos dineros de doña Piedad, con los cuales contaban para ayuda del verano, estaban los dos como locos. Camila se había hecho ya su sombrero de viaje, comprando el casco y los avíos, y armándolo   -60-   ella misma por un modelo que le prestó Eloísa. El vestido y el pardessus eran desechos de su hermana, arreglados por la misma Camila. Se vestía ¡ay dolor! aquella imponderable virtud con los despojos del vicio.

Mientras hacían ellos sus preparativos, yo no sabía cómo matar el aburrimiento. Fui algunos días a la Bolsa y al Bolsín, acompañado de Torres, y me entretuve haciendo operaciones de poca importancia. Consagraba también algunos ratos a mi tío, que estuvo todo el mes de Junio metido en casa, muy aplanado, con cierta propensión al silencio, síntoma funesto en el más grande hablador de la tierra. El pañuelo de hilo no se apartaba de sus ojos húmedos; el continuado suspirar producíale una especie de hipo. Pensando que se había metido en algún mal negocio, le supliqué que se clareara conmigo. No era mal negocio, pues hacía tiempo que estaba mi hombre retirado del trabajo. Ya no podía; le faltaban fuerzas; había dado un bajón muy grande. La causa de su trastorno era el mal de familia, que le atacaba en forma de un fenómeno de suspensión. Parecíale que le faltaba suelo, base; que se iba a caer... Pero pronto pasaría, ¡sí...! Procuraba vencer el achaque fingiéndose alegre. Sin saber por qué se me antojó que detrás del síntoma nervioso de la suspensión había otra causa. Estos jaleos espasmódicos suelen provenir de lo que menos se piensa, y lo difícil   -61-   es descubrir el punto vulnerado y atacar allí el mal. Hablé a mi tío con cariño, incitándole a que tuviera franqueza, espontaneidad. ¡Pobre señor! Se aferraba en su misterio y no quería decirme la verdad. Pero con gancho se la saqué al fin. En una palabra, mi buen tío había tenido pérdidas considerables; no podía veranear y no sabía de qué fórmula valerse para decir a su esposa «por este año no hay viaje». Solicitar de Medina un anticipo era lo natural; mas él no se llevaba bien con su yerno, a causa de una cuestión de que me hablaría más adelante. «Pero tío, por Dios, ¿es posible que usted se ahogue en tan poca agua? ¡Estando yo aquí...! ¡Ni que fuéramos...!

Todo se arregló, y por la tarde estaba aquel excelente sujeto tan curado de su ruinera, como si en su vida la hubiera padecido.

A Raimundo se lo llevaron mis tíos consigo a Asturias, lo que agradecí mucho, pues cargar con aquel apéndice a San Sebastián me habría sabido muy mal. Al partir, me dijo con oficioso misterio que iba decidido a emprender un gran trabajo. Llevaba el plan de una obra, y en el sosiego y frescura de Gijón se pondría a trabajar en ella con ahínco. ¡Ya vería yo, vería el mundo absorto lo que iba a salir! No quiso decirme lo que era para darme la sorpresa hache. Francamente, experimenté vivísima satisfacción al perderle de vista.

Pensé marcharme yo también; pero tuve que   -62-   detenerme una semana más en Madrid, porque acertaron a pasar por la corte dos señoras amigas mías, respetabilísimas, de casta mestiza anglo-hispana, como yo, y a las cuales no podía menos de tratar con las mayores consideraciones. Eran las de Morris, mejor dicho, una de ellas era Morris y Pastor, la otra Pastor y Morris, tía y sobrina, ambas solteronas, distinguidísimas y ricas. La de Morris debía de tener setenta años; pero se conservaba bien; era algo pariente de mi madre, y siempre me hablaba del tiempo en que me había tenido sobre sus rodillas, fajándome, limpiándome los mocos y dándome cucharadas de maizena. La Pastor, su sobrina, era más joven; ambas parecían de cera, pulcras como el armiño; sus ojos eran cuatro cuentas azules, enteramente iguales y simétricas. La concordancia de sus miradas y de sus movimientos era tal, que a veces parecía que la una movía las manos de la otra, y que la Morris estornudaba o tosía con la boca de la Pastor. La tía leía mucho, así en inglés como en español, y tenía sus puntas de literata; trataba a Spencer y a George Elliot. La sobrina pintaba, como pintan las inglesas, haciendo habilidades más bien que obras artísticas, embadurnando placas de porcelana, trozos de papel de arroz, y ahumando platos para rascarlos con un punzón. Sus acuarelas tenían frescura sosa, y siempre expresaba en ellas alguna idea moral. Aunque no pintara   -63-   más que un riachuelo reflejando un álamo, yo no sé cómo se las componía que siempre salía la moral. Eran ambas las personas más agradables, más buenas, más finas, más delicadas que se podían ver en el mundo.

La cuna de la Morris había sido Gibraltar; la de la Pastor, Jerez. Fueron íntimas de Fernán Caballero, y por ella adoraban a Andalucía. Vivieron mucho tiempo en Londres; pero tuvieron desgracias de familia; se habían quedado casi solas, y su fortuna disminuyó con la quiebra del Scotland Bank. Total, que acordaron terminar sus nobles días en la tierra de María Santísima.

Detuviéronse en Madrid para verme, porque la Morris me quería mucho, me besaba como a un niño y lloraba acordándose de mi madre. «Si me parece que fue ayer cuando naciste... Me acuerdo muy bien. Fue una noche en que hubo muchos truenos y relámpagos. Tu madre se asustó, echose en la cama y... te tuvo. Paréceme que te estoy viendo ya grandecito, pero no tanto que levantes del suelo más que esta mesa. Eras humilde, delicadito de salud y caprichosillo».

Tuve, pues, que acompañarlas en Madrid, llevarlas al Museo y servirles de cicerone. Mary (la pintora), tenía locos deseos de verlo. ¡Había oído hablar tanto de él! Con muchísimo gusto desempeñé yo aquella noble misión. No me separé de ellas mientras estuvieron en Madrid, y había que verme a mí con mis Pastoras   -64-   (Camila dio en llamarlas así) siempre a remolque, ambas forradas con sus luengos y severos sobretodos de dril, y ostentando en la cabeza unos sombrerotes no muy conformes con lo que por aquí se usa, anchos, ahuecados hacia dentro y con mucha espiga, mucha amapola y otras silvestres florecillas. Camila decía que no podían haber escogido sombreros más propios unas damas que se llamaban las Pastoras. Guardeme bien de presentarlas a mi prima, pues de seguro habría oído de personas tan recatadas el terrible shoking.

Para darme más que hacer, mis ilustres amigas me rogaron que me hiciera cargo de sus intereses. Tenían ciega confianza en mí. Endosáronme varias letras que traían, ordenáronme cobrar por cuenta suya ciertas sumas en casa de Weissweiller y Baüer, y se fueron. Despedilas en la estación del Mediodía, después de haber telegrafiado a Cádiz para que las fueran a recibir. Ambas lloraban cuando se separaron de mí.

Desempeñados con la mayor prontitud posible los encargos que me dejaron, pensé en salir de este horno. Estábamos a mitad de Julio. Los señores de Miquis no irían a San Sebastián hasta el 10 ó el 12 de Agosto. Los últimos días que vi a Camila estuve tan excitado, tan majadero, que dije muchas tonterías. Pintele mi desesperación en términos sombríos y románticos, porque me salía de dentro así. Le decía: «me mato, te juro   -65-   que me mato si no me quieres». Y ella, riendo al principio, me miraba luego con un poco de lástima, exhortábame a ser razonable, y reía, reía siempre. También ella, en la edad del pavo, había querido matarse, y nada menos que con fósforos. ¡Cuánto se había reído de esto después!... ¿Acaso estaba yo en la edad del pavo? Seguramente así lo pensaba ella. Por fin vine a comprender que esta táctica era mala, porque no me daba buen resultado. En Camila no aparecían ni ligeros indicios de ser contaminada de mi romanticismo; al contrario, lo repelía, como rechaza el organismo las sustancias de imposible asimilación.

La mañana del último día que pasé en Madrid, hablamos Constantino y yo de esgrima, de caza y de caballos. Aquellas conversaciones de sport me entretenían, y a él le entusiasmaban. De repente, se me ocurrió decir: «Cuando volvamos de San Sebastián le voy a regalar a usted un buen caballo de paseo». Él se puso encarnado y miró a su cara mitad, como miran los niños a sus madres cuando temen que estas no les han de permitir aceptar un juguete.

«¡Un caballo! -repitió el manchego con éxtasis.

-¿Lo quiere usted andaluz, inglés o árabe?

-No, si no... ¿pero de verdad?... Usted...

La boca se le hacía agua. Camila le miraba con amor entrañable, y luego se dejó decir:

  -66-  

-Acéptalo, no seas tonto. Si te lo quiere regalar...

-Es que yo me enfadaría si no lo aceptara.

Constantino me dio un abrazo tan apretado, que creí que me ahogaba.

«Puesto que Camila no se opone, que sea andaluz, bravío, de estampa, de mucha cabezada, y que ande así... así...

Remedaba con la cabeza y las manos el empaque de uno de esos caballos petulantes, que cuando andan, parecen estar mirándose en un espejo. Luego imitaba el galope: tra-ca-trán, tra-ca-trán.

Poco después advertí en Camila sentimientos de la más pura gratitud por mi ofrecimiento del caballo. «¡Qué bueno eres! -me dijo, dejándose besar las manos, favor que hasta entonces no me había permitido. Y yo dije para mí: «Hola, hola, ¿qué es esto?». Francamente, era para maravillarme. Mil veces le hice ofertas valiosas sin conseguir que me las agradeciera. Habíale dicho: «Camila, te regalaré un hotel, te pondré coche, te pasaré seis mil duros de renta», y ella ¿cómo me contestaba? Riendo, injuriándome o tirando aquellas lindas coces de borriquita enojada, que eran mi encanto... En cambio, aceptaba y agradecía obsequios hechos a su marido. ¿Por qué? Ella se atormentaba con la idea fija de comprar un caballo a Constantino; pensaba en esto a todas horas, y tenía una hucha en la cual   -67-   reunía dinero para aquel fin. ¡Pobrecilla! El regalo del caballo entrañaba una gran conquista para mí, la conquista del tiempo, porque Miquis se iría a pasear en él todas las tardes. Además, Camila se había entusiasmado con mi oferta, se había conmovido... A veces, por donde menos se piensa se abre una brecha. ¿Sería aquella la brecha de la inexpugnable plaza, la juntura invisible de una cota que parecía milagrosa?... Lo veríamos, lo veríamos. Me marché gozoso a San Sebastián, diciendo para mí: «Lo que es ahora, borriquita, no te escapas».





  -68-  

ArribaAbajo- XIX -

Idilio campestre, piscatorio, nadante, mareante y trapístico. Mala sombra de todos los idilios de cualquier clase que sean



- I -

Sin desconocer los encantos de la capital veraniega de las Españas, no me inspiraba simpatías aquel pueblo, que me parecía Madrid trasplantado al Norte. En él, los madrileños no buscan descanso, aire, rusticación, sino el mismo ajetreo de su bulliciosa metrópoli, y los mismos goces urbanos, remojados y refrescados por el agua y brisa cantábricas. Me fastidiaba ver por todas partes las mismas caras de Madrid, la propia vida de paseo y café, los mismos grupos de políticos, hablando del tema de siempre. El paseo de la Zurriola, en que dábamos vueltas de noria, me aburría y me mareaba. Si no hubiera   -69-   sido porque esperaba a Camila, habría echado a correr de aquella tierra. Y como Camila tardaría aún quince días o más en ir, dime a buscar un entretenimiento para ir conllevando las lentitudes del plantón.

¿A que no aciertan lo que se me ocurrió para pasar el rato? Pues emprender un trabajo que a la vez me entretuviera y aleccionara. Sí, de aquel anhelo de distracción nacieron estas Memorias, que empezadas como pasatiempo, pararon pronto en verdadera lección que me daba a mí mismo. Quise, pues, consignar por escrito todo lo que me había sucedido desde que me establecí en Madrid en Setiembre del 80, y pensarlo y dar principio a la tarea, fue todo uno. Proponíame hacer un esfuerzo de sinceridad y contar todo como realmente era, sin esconder ni disimular lo desfavorable, ni omitir nada, pues así podía ser mi confesión, no sólo provechosa para mí, sino también para los demás, de modo que los reflejos de mi conciencia, a mí me iluminaran, y algo de claridad echasen también sobre los que se vieran en situación semejante a la mía. Empecé con bríos, tuve especial empeño en describir las falsas apreciaciones que hice de Eloísa, alucinado por la criminal pasión que me inspiró; di a conocer el pueril entusiasmo, el desatino con que me representaba todas las cosas, viéndolas distintas de como efectivamente eran; y poco a poco las fui trayendo a su   -70-   ser natural, descubriendo su formación íntima conforme los hechos las iban descarnando. Nada se me escapó; describí mi enfermedad, las gracias del niño de Eloísa, la caída de esta, la casa, los jueves famosos y aborrecidos. Ya entraba a ocuparme de la muerte del bendito Carrillo, cuando llegaron Camila y su marido. Di carpetazo a mis cuartillas, dejando la continuación del trabajo para otros días. Con la llegada de mis amigos, tenía yo distracción de sobra, y materia abundantísima para sentir y pensar más de lo que quisiera.

No he visto persona más dispuesta que Camila a gozar de los encantos lícitos de la vida y a apurarlos hasta el fondo. Su marido le hacía pareja en esto. Ambos tortoleaban en mis barbas, haciéndome rabiar interiormente y exclamar desesperado: «Pero Señor, ¿será posible que yo me muera sin conocer y saborear esta alegría inocente, esta puericia de la edad madura, estos respingos candorosos del amor legitimado y estas zapatetas de la conciencia tranquila, que salta y brinca como los niños?».

Todos los días inventaba yo alguna cosa para que ellos se divirtieran, para divertirme yo si podía y para alcanzar mi objeto. Unas veces era expedición a Pasajes; otras caminata por el campo, excursión en coche a Loyola, pesca en bote, etc... Por todas partes y en todos los terrenos buscaba yo el idilio, y se me figuraba que   -71-   lo había de encontrar si no estuviera pegado siempre a nosotros aquel odioso monigote de Constantino. Pero su bendita mujer no se divertía sin él, y él era, sin duda, quien daba la nota delirante de la alegría en nuestros paseos. Cuando salíamos al campo, Camila se embriagaba de aire puro y de luz, corría por las praderas como una loca, se tendía en el césped, saltaba zanjas, apaleaba los bardales, hacía pinitos para coger madreselvas, hablaba con todos los labriegos que encontraba, quería que yo me subiera a un árbol a ver si había nidos de pájaros, perseguía mariposas, aplastaba babosas, reunía caracoles para apedrearnos con ellos y se ponía guirnaldas de flores silvestres. He dicho que se embriagaba y es poco. Era más; se emborrachaba, perdía completamente el tino con la irradiación de su dicha. Si la única felicidad verdadera consiste en contemplar felices a los que amamos, yo no debía cambiarme por ningún mortal; pero la felicidad no es tal cosa, y el filósofo que lo dijo debió de ser un majadero de esos que fabrican frases para vendérnoslas por verdades.

Nunca había visto a mi borriquita dar tanto y tanto brinco. En su frenesí llegó a decir, tirándose al suelo: «me dan ganas de comer hierba». Por su parte Constantino hacía los mismos disparates, acomodándolos a su natural rudo y atlético. Daba vueltas de carnero y saltos mortales, hacía flexiones y planchas en la rama de   -72-   un roble, andaba con las palmas de las manos, cantaba a gritos, relinchaba. Ambos concluían por abrazarse en medio del campo, y jurarse amor eterno ante el altar azul del cielo.

Cuando iba con nosotros Augusto Miquis, este y yo filosofábamos mientras los otros se hacían caricias, o nos reíamos de ellos; pero yo rabiaba.

Nuestros recreos marítimos no eran menos deliciosos para aquella pareja de enamorados, que más parecían niños que personas mayores. Nos embarcábamos en segura y cómoda lancha, y emprendíamos nuestra pesca. La primera paletada de remos era una declaración de guerra sin cuartel a toda alimaña habitante en la mar salada. Un marinerillo nos ponía la carnada en los anzuelos para no ensuciarnos las manos. ¡Qué ansiedades las de los primeros momentos, cuando los aparejos entraban en el agua! ¿Habría o no habría pesca en aquel sitio? ¿Sería mejor ir más allá, donde no hubiera tantas algas? Por fin nos fijábamos, y aquí de las emociones. ¿Quién sería el primero que sacaría algo? En nada como en esto se manifiesta el humano egoísmo. Ninguno quiere ser el segundo. Yo, sin embargo, deseaba que fuese Camila la preferida del destino, para gozar viendo su triunfo y los extremos que hacía.

«Cómo pican, cómo pican...». Pero muchas veces picaban y se iban, llevándose el cebo. Es   -73-   que en las profundidades hay mucha pillería, y van aprendiendo, sí. Camila se impacientaba, estaba nerviosa; cuando sentía picar tiraba con tanta fuerza, que el pez se largaba dejándola chasqueada. Entonces, a la pescadora se le iba la lengua y se le ponía la cara encendida, los ojos echando lumbre. Pero si al fin, al tirar de la cuerda, sentía peso y estremecimiento, ¡María Santísima, qué alboroto, qué gritos! Su imaginación le abultaba la pesca. «Es grandísimo... ¡cómo pesa...! Es una merluza lo que traigo. Mirad, mirad». Por fin brillaba el agua con fulgores de plata, y salía un triste pancho enganchado por la mandíbula. El botín de julias, porredanas, cabras, monjas y chaparrudos aumentaba, y los íbamos echando en un balde, donde su horrible agonía les hacía dar saltos repentinos. Poníase mi prima febril cuando pasaba mucho tiempo sin pescar nada; nos hacía variar de sitio, cambiaba de aparejo, lo metía y lo sacaba, sacudiéndolo. Insultaba a los peces invisibles que no querían picar, llamándolos tísicos, petroleros, carcundas, y no sé cuánto disparate más. Cuando sacábamos algún pancho muy pequeño, un tierno infante que había sido robado por el anzuelo al volver del colegio, Camila imploraba la clemencia de todos los expedicionarios, y reunidos en consejo, votábamos unánimemente que se le diera libertad. Ella misma le sacaba el anzuelo, procurando no lastimarle, y devolvía el   -74-   pez al agua, riéndose mucho de la prontitud y del meneo con que el muy pillo se iba a lo profundo. «Este ya va enseñado -decía-. No se dejará coger otra vez».

¡Qué horas tan dulces para todos, porque yo también me divertía, y además el contento de aquellos seres se me comunicaba, reflejándose en mi alma! Pero por más vueltas que daba, la tostada del idilio no parecía para mí. Apenas pude deslizar en el oído de Camila alguna palabra, frase o símil de la pesca aplicado a mi situación y a mis pretensiones. Ella se hacía la desentendida y aprovechaba las ocasiones para hacerme cualquier perrería, como salpicarme de agua, pasarme por la cara la barriga viscosa o el cerro punzante de algún pez.

Mi fantasía enferma, mi contrariada pasión buscaban refugio en la idealidad. Lo que los hechos reales me negaban, asimilábamelo yo con el pensamiento. En otra forma, yo era también chiquillo como ellos. Di en pensar que la mar traidora nos podía jugar repentinamente una mala pasada. La embarcación se anegaba, se hundía. ¡Naufragio! En este caso yo, que sabía nadar muy bien, salvaba a mi heroína, disputándola a las olas y a la horrorosa muerte... Vamos, que el triunfito no era malo. ¡Y qué placer tan grande! Dominado por esta idea, una tarde que se levantó un poco de Noroeste y que volvíamos a la vela, dando unos tumbos muy regulares,   -75-   le dije, señalando las imponentes masas de agua verdosa: «Oye, borriquita, si se nos volcara la lancha y te cayeras al agua... ¿no te aterra pensar que te ahogarías?

-¿Yo? No tengo miedo -me respondió serena, contemplando las olas-. Al contrario, me gustaría que se levantara ahora una tempestad de padre y muy señor mío. Quiero ver eso...

-¿Y si te cayeras al agua?

-No me ahogaría.

-Claro que no, porque te sacaría yo, con riesgo de mi propia vida.

-¡Qué me habías de sacar, hombre! Me sacaría Constantino, ¿No es verdad, asno de mi corazón, que me salvarías tú?

-Si este apenas sabe nadar...

-¡Que me sacaría digo, que me sacaría, vaya! -gritaba con fe ciega.




- II -

Nada, nada, que el dichoso idilio no parecía por ninguna parte, ni en la calma ni en la tempestad. Aquel naufragio de novela con que yo soñaba no quería venir tampoco, y eso que una tarde... Veréis lo que nos pasó. A lo mejor apareciose por allí un barco de guerra, una de esas carracas que sostenemos y tripulamos con grandes dispendios, para hacernos creer a nosotros mismos que poseemos marina militar. Érase el   -76-   tal un vapor de ruedas, que tenía en buen tiempo la vertiginosa andadura de cuatro nudos por hora. No servía para nada; pero era novedad estupenda para estos pobres madrileños que nada saben de las cosas del mar. Toda la colonia quiso verlo, y la Concha se llenó de lanchas que iban hacia donde estaba fondeada la petaca. Los gatos de Madrid se quedaban con medio palmo de boca abierta, admirando la limpieza y el orden de a bordo, la gallarda arboladura, que no es más que un adorno, la presteza con que los marineros suben como ratones por la jarcia, la comodidad de las cámaras, el reluciente y limpio acero de la artillería, la abundancia de los pañoles de galleta. Era un jubileo. Nosotros fuimos también. ¡Pues no habíamos de ir...! Tomé un bote y nos metimos en él los tres, con más Augusto Miquis, su mujer y su cuñada. Más de una hora estuvimos a bordo, subiendo y bajando escaleras, registrando todo, acompañados de un oficial. Cuando, terminada la visita, volvimos a nuestro bote, nos sucedió un percance. El mar estaba algo picado. Con los balances que hacía el bote al entrar las personas, por poco zozobramos; después el marinero encargado de que aquel arrimara bien a la escala del vapor, se descuidó, y la pequeña embarcación, ya llena de gente, metiose debajo de la escala. El vapor entonces, en un balance, dio un fuerte golpe en nuestra proa con el pico de la escala. Fue como   -77-   si levantara el pie y nos diera una patada. Por pronto que quisimos desatracar no pudimos, y al siguiente balance, el pico de la escala entró en el bote, oprimiéndolo. ¡Que nos hundíamos!... Fue un momento de pánico horrible. Grito de espanto salió de todas las bocas... Nada, que nos íbamos a pique. Un bulto, una mujer estuvo casi dentro del agua por el costado de estribor. Ciego me incliné para sostenerla. ¿Era Camila? Yo no vi nada; duró aquello lo que un relámpago, y pasome fugaz por la cabeza la idea de que yo iba a realizar un acto heroico. ¡Confusión, gritos, agua!... La humana forma que sostuve en mi brazo no era Camila, era la cuñadita de Augusto Miquis. Gracias que al echarle mano me agarré al bote con la izquierda, que si no, ¡sabe Dios...! Los brazos de la niña se me pegaron al pescuezo como un pulpo, sofocándome en tal manera que me habría sido muy difícil ser héroe. Quien hizo una verdadera hombrada fue Constantino, que en el momento aquel rapidísimo del peligro, cogió a su mujer, enlazándola con el brazo izquierdo, mientras echaba la zarpa derecha a la escala del vapor. Se necesitaba para esto una agilidad y una fuerza que sólo él tenía. Quedaron ambos suspendidos, y auxiliados por dos marineros del buque, pronto volvieron a nuestro bote. ¡Ni siquiera se habían mojado...! En fin, que todo quedó reducido a unas cuantas magulladuras, remojones y un grandísimo susto.   -78-   Pero convinimos en que podía haber ocurrido una gran catástrofe. Pronto nos serenamos, y remando hacia el muelle nos pusimos todos de buen humor, y no hacíamos más que recordar los pormenores del lance, relatando cada cual sus impresiones. Camila reventaba de satisfacción. ¡No se había mojado nada! Apenas había cuatro gotas en su vestido. Y refería cómo la cogió el bárbaro con aquella fuerza de Hércules, y cómo se vieron suspendidos un instante a la escala, mientras el bote se iba a lo hondo. En toda la noche no habló mi prima de otra cosa, ni quedó persona conocida en San Sebastián a quien no refiriese el tremendo conflicto, abultándolo con gallardas hipérboles... «El bote parecía tragado por la mar... La escala subía... Constantino la cogió como una pluma y no le dijo más que agárrate bien... El vapor se los quería llevar... vio los picos de los palos rayando las nubes... se le fue la vista... el agua verde causaba espanto haciendo un gargoteo de mil demonios...».

Ya estaba yo arrepentido de haberme metido en aquel pueblo, donde jamás se me arreglaban las cosas para pillar sola a Camila. Si ella hubiera querido no habrían faltado ocasiones; pero como las esquivaba por todos los medios, de nada me valía que yo las buscase.

Descubrió el manchego una sala de armas en la ciudad vieja, y nos íbamos todos los días allá.   -79-   El ejercicio de la esgrima debía de ser muy saludable combinado con los baños. Augusto nos acompañaba casi siempre para presenciar nuestros asaltos. Su salvaje hermanito, en quien era necesidad orgánica poner en variadas flexiones y contracciones los poderosos músculos, hacía, antes o después de tirar el florete, ejercicios gimnásticos de los más rudimentarios. Se subía por una cuerda, se colgaba de una barra, andaba largo rato en cuclillas. Contemplábale yo con la admiración que inspira todo bruto incansable. Quizás mi odio me hacía tenerle por más bruto de lo que era en realidad.

Pero sí, era un gañán, sin género alguno de duda. Si no lo probaran otras cosas, lo probaría su maldita maña de divertirse con los juegos de fuerza o de manos, que, según dice el refrán, son juegos de villanos. Sí, villanía es dar puñetazos sin venir a cuento, agarrarle a uno la mano y apretársela hasta hacerle dar un grito, cogerle a uno descuidado por la cintura y suspenderle en el aire, con otras gansadas sin maldita la gracia. Tales juegos me cargaban. Yo le decía: «estate quieto, no me busques». (La confianza en que vivíamos nos había llevado a tutearnos sin saber cómo). Le tenía ganas; habría gozado mucho dándole un buen porrazo, ya que el matarle no estaba en mis sentimientos ni en las costumbres suaves de la época. A ratos eché yo de menos las edades románticas en que se destripaba a   -80-   cualquier rival por un quítame allá esas pajas.

Un día concluimos nuestro asalto, yo rendido de fatiga, él tan campante como si nada hubiera hecho. De repente empezó con las gracias villanas que antes mencioné. «Constantino, que te estés quieto». Yo estaba nervioso, de muy mal humor, y con ganas de darle una zurra. «Que no me busques, Constantino; que no quiero bromas»... Pero él dale que dale, tan pesadote que no se le podía aguantar. De improviso, viéndome sobado y golpeado estúpidamente, nació en mí un ardiente apetito de brutalidad; cegué, perdí el tino, no supe lo que me pasaba, y echándole ambas manos a su pescuezo robusto, caímos, rodamos... Él tenía más fuerza muscular que yo; pero el odio, según creo, centuplicó las mías. La verdad es que le tuve un instante acogotado, y gocé ferozmente en la extinción de su aliento. Recordando después aquella escena, heme avergonzado y espantado de que los hombres más pacíficos se conviertan tan fácilmente en fieras.

«Es demasiado -dijo Augusto, que empezaba a alarmarse-. Para juego basta.

Mi fuerza, puramente nerviosa, por lo mismo que fue tan grande, duró poco. El manchego se repuso, y desasiéndose, ganó pronto ventaja. No tardé en estar debajo. Cogiome las manos, sujetándome los brazos con el peso de su cuerpo, dejome sin movimiento ni respiración, hecho   -81-   un lío, una momia. ¡Cómo ostentaba su poder ante mi debilidad! Así me tuvo un rato, dueño de mí, mirándome y escarneciéndome como si yo fuera un muñeco con apariencias de hombre. «Muévete ahora -me decía, apretando más las argollas de hierro de sus dedos. Y tras esto soltó una carcajada de jayán vencedor, estúpida, mas no rencorosa. Cuando aflojó, yo apenas respiraba. No tenía fuerzas ni para despegarme del cuerpo la camisa. Él continuaba riendo, de un modo franco y leal, que por esta misma cualidad me era más odioso. «Bromas pesadas -repitió Augusto-. Eres un bruto, Constantino...».

Nos serenamos al fin. Él se reía, y yo disimulaba mi encono, figurando tener también ganas de reírme. Todo había sido chanza, juego, gimnasia de capricho... Declaro que le guardé rencor, y para mí decía con gozosa esperanza: «En el mar nos veremos, gandul».

Sí, en la mar era yo más fuerte, mucho más, porque nadaba muy bien, y Constantino apenas se mantenía sobre el agua. Siempre nos bañábamos juntos; era yo su maestro; enseñábale a mover los brazos, jugábamos y saltábamos, cabalgando en las olas. Cuando Camila estaba en el baño, hacía yo más, ¡oh! entonces hacía verdaderas proezas. Orgulloso de aquella habilidad que aprendí en la niñez, alumno de la marítima Inglaterra, esperaba a que mi borriquita estuviese presente para irme muy afuera, muy   -82-   afuera, hasta que ya no podía más. Decíanme todos, al volver, que perdieron de vista mi sombrero de palma, lo que me llenaba de satisfacción. Todas las personas reunidas en la playa estaban con gran ansiedad, y corrían murmullos de alarma. A mi triunfal regreso, dando brazadas a las olas y abofeteando la espuma, era recibido con vítores y plácemes. Yo me ponía muy hueco, si Camila estaba presente; si no, no. No veía más que a ella, saliendo de su caseta ya vestida, colorada, fresca; y me decía con amable reprensión: «¡Qué susto nos has dado! Creí que no volvías más. A ver si te dejas de gracias».

Pues un día, el que sucedió a la escena de la sala de armas, nos bañábamos, como siempre, todos a la vez. Entrambos Miquis hacían sus pinitos sobre las olas. Constantino se me montó encima, hundiéndome un rato en el mar. Salí furioso. Había llegado mi ocasión. Cegué otra vez, y agarrándole por el cogote me sumergí con él, diciendo entre dientes: «Traga agua, perro, trágala». Un instante nos balanceamos en el agua; dimos contra la arena. Sentí la sacudida hercúlea de mi víctima, que procuraba echarme la zarpa en los apuros de la asfixia. Cuando salí a la superficie, pensé por un momento que Constantino se había ahogado, y sentí terror. Camila, que estaba lejos, empezó a chillar. Pero su marido salió de repente, atontado, pataleteando, escupiendo agua, vomitándola... Su aparición fue acogida   -83-   con carcajadas por los circunstantes. Yo me reí también, y braceando agujereé una ola. Creí que no me seguiría; pero impávido me siguió, haciendo gestos de ira cómica, la única ira que en él cabía. Y me acometió, saltome a los hombros, y sus poderosas manos me hundieron a su vez. Dentro del agua, oí una voz que llegaba a mis oídos con esa vibración penetrante con que el mar transmite los sonidos. Camila gritaba: «Constantino, ahógale». Estas palabras, rasgando la masa verde y movible del mar, parecían el ras del diamante al cortar el vidrio... Y en verdad que al oírlas tuve miedo, y creí que en efecto me ahogaba. Por suerte, ambos volvimos pronto a la superficie, y nos acogieron las mismas carcajadas de antes. Tuve que reportarme y disimular. Augusto decía: «juegos pesados y de mal género, que pueden ser peligrosos». Camila reía también; pero yo no podía apartar de mi mente aquel ahógale, que me parecía dicho con toda el alma; se me quedó dentro de los oídos como cuando nos entra agua en ellos, y no la podemos extraer, ni atenuar la gran molestia que produce. Salí del baño aturdido y con despecho, que no excluía la vergüenza de haber sido tonto y brutal.

Después, al abandonar la caseta, donde permanecí largo rato procurando serenarme, vi a los dos esposos correteando por la playa y recogiendo conchas como dos inocentes. Nunca había   -84-   estado mi prima tan hermosa. Los baños de mar habían puesto el sello a su robustez gallarda. Hablando de su apetito, lo pintaba con las hipérboles más graciosas. «Se desayunaría con un cabrito si no fuera de mal tono... Sentía que las chuletas no tuvieran izquierda y derecha para comérselas dos veces... Por punto no devoraba una langosta entera». Su asnito no le iba en zaga en esto. Ambos tenían coloración tostada y encendida, por efecto del sol, del agua de mar y de aquel apetito de la Edad de Oro. Ambos revelaban el apogeo de la salud y del vigor físico, así como el grado culminante de la alegría, que es consecuencia de aquel feliz estado. El indiferente que les veía y les escuchaba no podía menos de alabar a Dios ante una pareja tan bien dispuesta para los goces y los trabajos humanos, ante aquel admirable tronco que arrastraba sin esfuerzo alguno, relinchando de gusto, el carro de la vida.




- III -

¿Por qué Camila no era mía? vamos a ver, ¿por qué? Antojábaseme que habría sido el más feliz de los mortales teniéndola por esposa. No me contentaba con robarla al hogar y al tálamo de otro hombre; quería ganármela legítimamente y tomar posesión de ella ante el mundo y ante Dios. Sí, tal era la mujer que me convenía;   -85-   Camila, sí, y no otra, pues cuando uno se liga a una mujer para toda la vida, es preciso que esta lleve en su temperamento aquellos raudales de dicha, aquel reír inefable y aquella santa salud. ¡Qué fatalidad, llegar siempre tarde! La interposición del marmolillo de Miquis me parecía una mala pasada de mi destino. ¡Dios me quería mal, me estaba trasteando y quedándose conmigo! ¡Cuánto disparate! También pensaba mucho en la primera impresión que me causó la señora de Miquis cuando la conocí. ¿Por qué me fue antipática? ¿Por qué la juzgué tan severamente? ¡Ah! Porque en aquellos días yo era idiota; no me quedaba duda de que era el mayor majadero del mundo, pues la misma equivocación que padecí con Camila la tuve con respecto a Eloísa, a quien estimé adornada de mil virtudes, sin adivinar su diabólica pasión por el lujo. ¿Y si después de ganar y poseer a Camila, me salía con un defecto semejante? Porque equivocado una vez, equivocado mil y quinientas... No, no, no; esta no tenía ninguna chispa del Infierno dentro de sí, como la otra; esta era la alegría, alma del mundo, la rectitud guardada en el vaso de la jovialidad... Tenía que ser mía en una forma u otra, y después era indispensable que el marmolillo reventara o que se le llevaran los demonios, para legitimar mi victoria.

Faltábame aún ensayar otro idilio, puesto que el piscatorio y el campestre no me habían   -86-   servido de maldita cosa. Les convidé, pues, a dar un paseo por Bayona y Biarritz. Augusto y su mujer y cuñada vendrían también. Brindeles con un viajecito hasta Burdeos; pero no aceptaron. Mi idea era pasarle a Camila por delante de los ojos las tiendas francesas de novedades, y observar, al menos, qué cara ponía y si era su ánimo completamente inaccesible a cierto género de tentaciones. Cuando íbamos en ferrocarril camino de la frontera, dije a mi borriquita que se comprara lo que quisiese, un par de abrigos de invierno, tres sombreros, media docena de corbatas, dos o tres vestidos de alta novedad; en fin, que aprovechara la ocasión surtiéndose para todo el año. «No me lo digas dos veces -contestaba entre carcajadas-, mira que te arruino.

¡Ojalá que quisiera arruinarme! Con secreta satisfacción observé que el aspecto de las tiendas de Bayona la puso seria, que miraba mucho y con atención profunda, que ella y la mujer de Augusto discutían sobre lo que veían. A ruego mío entraban en algunas tiendas, pero sin escoger nada. Augusto hizo algunas compras insignificantes. Yo intenté hacerlas considerables; pero Camila no quería tomar nada, sino de acuerdo con su manchego, que a cada paso consultaba el portamonedas y hacía cuentas tácitas. No pude conseguir que aceptasen nada de lo que les ofrecí. Para obtener alguna ventaja en este terreno, tuve que hacer un regalo general,   -87-   obsequiando a cada uno de los que formaban la partida.

«Pero vamos a ver, tonta, ¿por qué no te compras este abrigo...? Yo te adelanto el dinero. Ya me lo pagarás cuando puedas. Constantino, ¿no es verdad?

Constantino decía que nones.

«Y este sombrero... ¿ves qué bonito?

-Vámonos, vámonos -decía Camila, muy seca-. Me carga este pueblo. Esto es una farsantería.

-Al menos -insistía yo-, que acepte tu marido este paraguas, y tú... No me desaires. Me enfadaré si no aceptas este pardessus.

-Quita allá... Voy a parecer una de esas tías... No quiero, no quiero.

Fuimos a Biarritz y almorzamos en el Hotel de Embajadores. Felizmente, Miquis se encontró un amigo que le invitó a jugar una partida de billar en el Casino. Paseamos en tanto los demás por los alrededores de la Villa Eugenia, por las playas de los Locos, de los Vascos y por los vericuetos del Puerto Viejo. Augusto y su mujer y su cuñada se entretuvieron hablando con una familia conocida. Solo ya con Camila, la llevé por los senderos rocosos de La Chinaougue, cerca del Casino y del Puerto de los Pescadores. ¡Qué gusto verme solo con ella! Aquel ratito me parecía la gloria. Tuve el tacto de no hablarle directamente de amor. Observé en ella   -88-   cierta indolencia, menos alegría que de ordinario, y una atención particular y compasiva a lo que yo decía, y a las quejas que exhalé sobre mi suerte y la soledad de mi vida. De pronto dijo: «Estoy en ascuas. Ese individuo con quien ha tropezado Constantino es una mala persona, uno de sus amigotes de Valladolid. Temo que me le pervierta.

Yo les respondí que no se cuidara de su esposo, que era la persona más formal del mundo.

«Ese granuja le invitó a echar una mesa, y temo que me le arrastre al baccarat que hay en el Casino... No creo que mi marido caiga en la tentación. Bien sabe él que le arrancaría las orejas... Me tiene miedo, y no es capaz ni de decirme una mentirijilla. ¡Ah! mi asnito es muy bueno. Y no te creas, cuando se casó conmigo tenía todos los vicios. Jugaba, bebía aguardiente, se estaba todo el día en el café diciendo gansadas, hablaba de sus jefes con poco respeto, contaba los grados que iba a ganar sublevándose, decía mil tontunas, era sucio y ordinariote. Pues ya ves: poco a poco le he ido quitando todos esos vicios. No te creas... unas veces con blandura, otras con porrazos. Un día le hice sangre... porque yo, cuando pego, no reparo... Figúrate que le mandé apartar un baúl, y se escupió las manos para agarrarlo y hacer fuerza. ¡Ay, cómo me puse! ¡me volé...!

Ved mi tontería... Estaba yo embelesado   -89-   oyéndole estos cuentos de su intimidad doméstica.

«Poquito a poco -prosiguió-, le he hecho romper con todos sus amigotes. Les he ido degollando uno a uno... Hoy es un niño, un angelón, y me quiere más que cuando nos casamos. Si me preguntas que por qué nos casamos, no te sabré contestar. Nos entró muy fuerte a los dos. Nos vimos por vez primera una tarde que fui a merendar de campo en el Pardo con las de Muñoz y Nones, al día siguiente, que era martes, nos hablamos otra vez en el Retiro. El miércoles nos dijimos cuatro sandeces por el ventanillo de casa; el jueves, miraditas en la Comedia: el viernes, carta canta... contestación; el sábado nos volvimos a hablar y juramos morirnos o casarnos; el domingo quise yo almorzar fósforos, y el lunes Constantino en casa con permiso de mamá. Nos casamos contra viento y marea. La mamá de él, doña Piedad, se puso hecha un veneno, y en el Toboso se dijo que yo era una sinvergüenza, que había tenido que ver con muchos hombres. Llegaron hasta decir que... a ti te lo contaré en confianza... que yo había tenido un chiquillo. Ya ves que no me muerdo la lengua. Constantino me ha contado después todas estas tonterías de pueblo, y nos hemos reído. Su madre tenía el proyecto de casarle con una paleta rica, y él dejó todo, palurda y millones por mí. Ya ves qué mérito tengo. Después   -90-   mi suegra se ha querido reconciliar conmigo, y yo le he escrito varias cartas. Soy yo muy cuca. ¿Sabes lo que dice ahora? Que tiene ganas de conocerme. Pero yo me estoy dando lustre, y no quiero ir a la Mancha. Iremos más adelante... Y aquí termina la presente historia. Nos queremos como Adán y Eva. Le domino y me tiene dominada. No te creas... si Constantino no hubiera tenido tantos vicios, y no me hubiese yo calentado los cascos para quitárselos, a estas horas nos habríamos tirado los platos a la cabeza.

No quise apartarla de aquel tema, en que tan espontáneamente se explayaba. Los recelos por la tardanza del otro la inquietaron de nuevo. Por fin lo vimos aparecer solo dando zancajos.

«¿Has jugado? -le preguntó ella, impaciente.

-Jugar, ¿a qué?

-Al baccarat.

-¿Yo?... tú estás loca. Puedes creer que no.

-Lo creo, lo creo -dijo ella, rebosando de confianza-. No hay más que hablar. Pero hazme el favor de no volverte a juntar con ese lipendi. Es un perdido, que no ha tenido una fiera que le dome... Mira, mira, qué bonito te has puesto.

-Si es la tiza, mujer, la tiza que se da a los tacos.

-No estás tú mal taco. En cuanto te separas de mí, ya no hay por dónde cogerte.

  -91-  

Augusto y su familia se nos reunieron, y nos volvimos a San Sebastián, ellos contentísimos, yo triste. Pero al día siguiente creí notar en Camila cierta tendencia a pensar demasiado en los vestidos y adornos de mujer que había visto. La esposa de Augusto y ella discutían con desusado calor sobre manteletas, pardessus, capotas y faralaes. ¡Si habría hecho el idilio trapístico más efecto que los otros! Porque yo la notaba un poco menos alegre, algo más atenta a cosas de vestir. ¿Se conmovería al fin aquella torre? «Quizás, quizás -pensaba yo-. Al fin tiene que ser de una manera o de otra. Tú caerás cuando menos lo pienses».




- IV -

Pero un día resolvieron marcharse, y con mis ruegos no les pude detener. A Constantino se le acababan los dineros. Dije a mi querida prima que no se apurase por eso y que mi bolsa estaba a su disposición; pero ni por esas. «Tú empeñado en arruinarte, y yo en que has de ser rico. ¡Si al fin tendré que ser tu administradora...!». Ojalá lo fuera. Me causó maravilla verla hacer sus cuentas al céntimo y alambicar las cantidades. Unas veces de memoria, otras con ininteligibles garabatos, presuponía todos sus gastos y se sujetaba a un plan con toda firmeza. Se había vuelto avariciosa, y no se sabe las vueltas   -92-   que daba a un duro antes de cambiarlo. Se fueron ¡ay de mí! dejándome en espantosa soledad.

De buenas a primeras, encontreme un día con María Juana y su marido, que después de pasar la temporada en San Juan de Luz, se detenían dos semanas en San Sebastián antes de la rentrée. Dígolo así, porque noté en la mayor de mis primas cierto prurito de decir las cosas en francés. Había estado en Lourdes a cumplir una promesa. Rabiaban por tener sucesión, lo que Dios no les quería conceder, sin duda por haber decretado la extinción de los ordinarios de Medina por los siglos de los siglos.

Contra lo que esperaba, María Juana estuvo obsequiosísima conmigo. De confianza en confianza, se aventuró a hablarme de Eloísa, a quien puso cual no digan dueñas. Su conducta la tenía avergonzada. Era un escándalo. Al menos, cuando tuvo la debilidad de quererme, la vergüenza se quedaba en la familia. Y lo peor era que no se sabía a dónde iba a parar su dichosa hermana con aquella vida y su pasión del lujo. Estaba en la pendiente, ¿dónde se detendría? Hablamos luego de la Virgen de Lourdes, de lo bien arreglado que está aquello, de lo conveniente que sería que en España hubiera algo parecido para que no fuese el dinero de los devotos a Francia, y para que la piedad y el negocio marcharan en perfecto acuerdo. Díjome   -93-   que en Madrid iba a hacer propaganda para que a la más popular de las Vírgenes se le dedicaran peregrinaciones y jubileos, a fin de llevar dinero a Zaragoza. Había patriotismo o no lo había. Yo me mostré conforme con todo. Volviendo a Eloísa, diome pruebas de mayor confianza. Comprendía que una mujer, en momentos de alucinación, faltase a sus deberes por un hombre como yo, de buena figura (movimiento de gratitud en mí); pero no comprendía que hubiera mujer capaz de echarse a pechos (textual) al carcamal asqueroso del marqués de Fúcar, sólo por estar forrado de oro; un adefesio que había sido negrero en Cuba y contrabandista por alto en España, y que, por añadidura, ¡se teñía la barba!

En tanto, Medina estaba afligidísimo. Los sucesos de Badajoz le habían llegado al alma. «¡Qué horror! ¡cuando creíamos que ese cáncer de los pronunciamientos estaba cauterizado...! Así es el cáncer. Se le cree cortado y retoña». El buen señor no hablaba de otra cosa. Su patriotismo sano y leal había sentido la injuria, como un ser delicado que recibe una coz. ¡Y el mulo que la daba era el ejército, nuestro valiente ejército! «Dios salve al país -exclamaba Medina con olozaguista concisión, juntando las manos».

El afán de saber noticias llevábale a él, y a mí también, a los círculos políticos de San Sebastián, a aquellos famosos ruedos de habladores, en cuyo centro suele verse un ex-ministro,   -94-   y cuya circunferencia está formada de ex-directores y cesantes más o menos famélicos. Cansados al fin de círculos, nos marchamos todos a Madrid. Por el camino, María Juana me manifestó que pensaba organizar su casa de otro modo, que había hecho algunas compras para renovar el mueblaje, y que fijaría un día de la semana para quedarse en casa. Esto me pareció muy bien. De concepto en concepto, llegó hasta indicarme que yo debía de ser muy desgraciado en mi celibato, y que me convenía casarme. «Déjalo de mi cuenta -me dijo con cierto entusiasmo-. Yo te buscaré la novia». Esto me hizo pensar, pero pensar mucho.

Apenas llegué a Madrid y a mi casa, subí a ver a Camila, a quien hallé contenta, como siempre. El manchego estaba haciendo café en la cocinilla rusa, y ella cosiendo en una máquina nueva de Singer, que había adquirido con parte de los ahorros destinados al caballo. Esto me recordó mi promesa, que sería cumplida sin pérdida de tiempo. Constantino elegiría a su gusto.

Dijo mi prima que iba a emprender la grande obra de las camisas. Ya veríamos quién era Calleja. No quiso aguardar a otro día para tomarme las medidas, y se puso a ello con entusiasmo, dando tales pases con la cinta de cuero, que me avispé un tanto. «Pero estas camisas van a tener más medidas que la catedral de Toledo...». ¡Qué mona estaba y qué gitana!... ¡Ira de Dios!   -95-   ¡casarme yo mientras aquella mujer existiera!... Jamás de los jamases. Loca estaba la que ideó tal cosa.

¡Y que no estuviéramos en los tiempos legendarios para robarla y echar a correr con ella en brazos, sobre alado caballo que nos llevase a cien leguas de allí! ¿Por qué, Dios poderoso, se me había antojado aquella, y no ninguna otra? Pollas guapísimas, de honradas familias, conocía yo, que se habrían dado con un canto en los dientes porque las requiriera de amores; muchachas de mérito que me habrían convenido para casarme, algunas de mucho talento, otras muy ricas; y no obstante, ninguna me gustaba. Había de ser precisamente aquélla, la borriquita que ya estaba uncida al asno del Toboso. Aquella, forzosamente aquella era la que se me antojaba para mujer propia y fija, para recibir mis homenajes de amor en lo que me restara de vida; aquella nada más, y aquella había de ser, pesara a todas las potencias infernales y celestiales.

Cómo llegaría a ser mi querida, no se me alcanzaba; pero ella vendría al fin. Aunque me hallaba un poco mal de salud, no paraba en casa. Habíame entrado febril desasosiego y curiosidad por averiguar lo que hacía Constantino fuera de la suya cuando salía, y si era tan formal como su mujer pensaba. Porque descubriéndole algún enredo me alegraría seguramente. No era mi ánimo delatarle, sino simplemente   -96-   tomar acta y fundar en algo mis esperanzas de triunfo. Durante algunas tardes y noches, le seguí los pasos, hecho un polizonte. ¡Qué papel el mío! Me habría parecido risible e infame en otras circunstancias; pero tal como yo estaba, completamente ofuscado y fuera de mí, parecíame la cosa más natural del mundo. Siguiendo a mi amigo, deseaba ardientemente verle entrar en donde su entrada me probase su ligereza y el olvido de aquella fidelidad ejemplar de que Camila hacía tanta gala. Mi desesperación era grande al ver que mi celosa suspicacia no podía sorprender ningún acto ni aun indicio en que apoyarse. Alguna vez nos tropezamos de noche cerca de alguna calle sospechosa. Yo le cogía por la solapa, y con afectado enojo le decía: «¡Ah! tunante, tú andas en malos pasos. Tú vienes de picos pardos». Y él se reía como un bendito bruto. Tan seguro estaba en su conciencia, que no me contestaba sino con una afirmación rotunda y tranquila. «¡Parece mentira -insistía yo- que teniendo una mujer como la que tienes...! No te la mereces». Y él se reía, se reía. La honradez pintada en su cara tosca me declaraba su inocencia; pero yo volvía a la carga: «Se lo contaré a Camila».

Y él, sin mostrar contrariedad, no decía más que estas breves palabras, con sencillez grandiosa, que era toda una conciencia sacada a los labios:

  -97-  

«No te creerá.

Y era verdad que no me creía, pues cuando alguna vez, en la mesa, aventuraba yo alguna indicación, más bien con carácter de broma, Camila se reía y bromeaba un poco también, diciendo: «¿Con que en malos pasos... la otra noche...? Me parece que el que andaba en malos pasos eras tú».

¡Él la miraba! ¡Qué mirada aquella de rectitud sublime! Era como la mirada profundamente leal y honrada de un perrazo de Terranova. Camila le cogía la cara entre sus dedos flexibles, bonitos, encallecidos por la costura, y estrujándosela decía: «Déjate de bobadas, José María. Este animal no quiere a nadie más que a mí».

Aquella fe ciega que tenían el uno en el otro era lo que me desesperaba... ¡Que no vinieran los tiempos en que un hombre podía evocar al Diablo, y previa donación o hipoteca del alma, celebrar con él un convenio para obtener las cosas estimadas imposibles! Yo quizás no hubiera cedido mi alma sino a retroventa, para pagarla después de algún modo, o redimirme con oraciones y recobrar la que Shakespeare llama eternal joya... Pero ya no hay diablos que presten estos servicios; tiene uno que arreglarse como pueda.





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