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Locura y normalidad: el anti-modelo varonil en «El egoísta», de María Rosa Gálvez de Cabrera

Jesús Pérez Magallón





El psiquiatra González Duro, a pesar de no haber escapado ni a ciertos prejuicios historiográficos relativos a la Ilustración ni a otros ideológicos respecto a los programas ilustrados, ofrece una percepción interesante sobre el estado de la locura en el siglo XVIII español. Según él, los ilustrados «deseaban eliminar de la circulación social a cuantos fueran idiotas, insanos, vagos, ociosos, criminales o locos, considerados como seres nocivos, como un estorbo o amenaza para el ordenado funcionamiento de una sociedad racionalmente organizada, progresiva y eficaz» (105). Ordenar, organizar y clasificar siguiendo los modelos científicos era parte esencial de la estrategia reformista ilustrada. Pero, en sus objetivos secularizadores, también propugnaban los ilustrados desplazar lo que había sido responsabilidad religiosa -la caridad cristiana- a las manos del estado -la beneficencia pública-, ofreciendo de ese modo una alternativa que respondiera a la vez a la sensibilidad y compasión humanas tanto como a la eficacia operativa. Así, a lo largo de la centuria ilustrada personas sin vinculaciones estables y solventes, o anómalas en su conducta, o formando parte de cierta trashumancia urbana, dieron con sus huesos en «manicomios o casas de locos, hospitales generales, casas de misericordia, cárceles, depósitos» (González Duro 106). Según el mismo psiquiatra, los locos «corrieron igual suerte que los mendigos, los vagabundos, enfermos pobres, niños abandonados o expósitos, ancianos sin bienes de fortuna y sin familia, mujeres abandonadas, prostitutas o mancebas, delincuentes, criminales, libertinos, hijos rebeldes» (106). O, como escribe Franco Basaglia:

durante siglos, locos, delincuentes, prostitutas, alcohólicos, ladrones y extravagantes han compartido el mismo lugar, un lugar en el que la diversidad de la naturaleza de su «monstruosidad» era ocultada y nivelada por un elemento común a todos: la desviación de la «norma» y de sus reglas, unido a la necesidad de aislar lo anormal del comercio social.


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De ese modo, la locura «fue arrojada a la región del silencio, convertida en una subespecie de la que sólo debían hablar los médicos» (González Duro l06).

Las casas de locos, por tanto, acaban encerrando «toda la locura del mundo» (García 14), pero establecen con ella una relación doble: por un lado, la excluyen del mundo, la separan del colectivo de los «normales» con la intención, seguidamente, de «intentar domesticarla en un severo trabajo de reeducación del loco» (García 14). De esa manera, la política del internamiento, de la separación expurgadora que lleva a cabo la sociedad respecto a sus propios conciudadanos «diferentes», se sintetiza en dos objetivos: «la exclusión y la reeducación en función de la norma es, ciertamente, el problema del manicomio, pero es, a la vez y en un sentido muy concreto, el problema genérico de la educación» (García 14). Basaglia señala cómo cárcel y manicomio, una vez separados, continuaron conservando «idéntica función de tutela y defensa de la "norma"» (157). En efecto, una vez se establece con claridad en qué consiste la norma -noción en la que aparecen inscritos todos los valores de la(s) clase(s) dominante(s) y hegemónica(s)-, todo lo que no encaje en ella, todo lo que disuene o desentone, tiene que ser aislado, apartado y domesticado para que pueda, en el mejor de los casos, reintegrarse al redil del que nadie debe salir; en el peor, permanecer internado y separado de por vida, dando origen así a uno de los más graves problemas del internamiento: la cronificación. Cuando la diferencia sólo puede definirse en base a lo no-razonable -no a la violencia de la sinrazón-, es obvio que la única política previsible pasa por la «educación», es decir, por lo que Pérez Galdós califica en uno de los capítulos de Marianela como «Domesticación» (199-202). En esa novela el científico Teodoro Golfín, pícaro potencial que gracias a sus generosos amos consigue instalarse socialmente como oftalmólogo famoso de honorarios astronómicos, se propone ensayar con la niña «un sistema de educación» (199) que la convierta en «señorita de mérito... mujer de bien» (200). La norma es la quintaesencia del conjunto de valores que constituyen lo razonable y la educación domesticadora es el conjunto de mecanismos que permite «conseguir la interiorización de dichos valores funcionales al sistema» (García 15). La locura -en su forma objetualizada: el loco- se entregó, pues, a la mirada científica, exploradora y escrutadora del alienista. Pero, convertida en un problema al que ciertos sectores ilustrados dedicaban atención preferente, en su versión metafórica invadió las obras de creación, y sus métodos «curativos», es decir, reintegradores, impregnaron los mundos ficticios de la época. No es, por tanto, cierto -y lo veremos aquí- que los ilustrados se ocuparan poco de ella, ni que apenas hubiera «signos de su existencia en la literatura o el teatro» (106), como asegura González Duro. Las páginas que siguen se basarán, pues, en esa concepción y manipulación metafórica del ámbito semántico locura.

El discurso dramático de los neoclásicos -como había sucedido con el de los autores barrocos- en el modo cómico arranca de una constatación y de un claro proyecto programático. En el primer sentido, comprueban la existencia de una serie de comportamientos sociales que resultan -desde su óptica- absolutamente inadecuados a las nuevas circunstancias que ellos mismos quieren modificar y, por tanto, colectivamente inaceptables. Frente a esos comportamientos, los neoclásicos proyectan un proceso de «corrección» o «enmienda» que tienda a «mejorar» la vida social. Tal proyecto sólo es concebible a partir del momento en que se dispone, al menos intelectualmente o, mejor, ideológicamente, de un modelo alternativo y, obviamente, «superior». Y si lo tienen por «superior» es porque responde a una percepción del mundo y la sociedad que resulta de la observación racional y experimental, así como de la compasión hacia los demás. La importancia de su articulación dramática deriva de que el teatro es instrumento esencial para configurar una sociedad más civilizada, en pleno progreso y, en consecuencia, más humana. Una de las razones esenciales de las críticas neoclásicas al teatro barroco -y, más en particular, al contemporáneo que no pone en tela de juicio los valores de aquél- se encuentra en el modo en que la dramaturgia barroca desarrolla y representa las costumbres sociales. Y el problema no es que dichas costumbres estén mal representadas, sino que esas costumbres mismas resultan intolerables y fuera de lugar para el presente en el que escriben. Por tanto, lo esencial es construir un discurso dramático que aborde la crítica de las costumbres a la vez que ofrezca un nuevo modelo de comportamiento social en los términos que le son propios al modo cómico: personajes que no sean de sangre real o de alta posición social y poder, lenguaje coloquial en estilo mediano, identificación del «vicio» social (léase, comportamiento inaceptable) y censura por medio de lo risible o, a partir de cierto momento, de lo sensible y lacrimoso.

Los neoclásicos -como ilustrados- creen, en efecto, tener un modelo «superior» de conducta porque, esencialmente, es el que mejor se ajusta -o debe ajustarse- a las nuevas condiciones sociales de vida. Pero eso presupone también considerarse a sí mismos con la autoridad intelectual y la legitimidad moral suficiente para ofrecérselo a sus conciudadanos creyendo en ciertas perspectivas de éxito. Ese modelo, sin embargo, está lejos de ser aceptable para todas las clases sociales, porque el sector social al que se destinan las comedias neoclásicas es fundamentalmente la clase media, aunque ese concepto incluya elementos tan heteróclitos como la hidalguía urbana que ocupa profesiones liberales, la mediana burguesía manufacturera o mercantil, la pequeña nobleza que vive de rentas, los campesinos más o menos ricos o los rentistas no aristocráticos. Por tanto, ese sector, al que, por otra parte, pertenecen mayoritariamente los autores (y autoras) neoclásicos, se convierte -por la convicción que tienen sus integrantes de contar con la percepción correcta de la realidad- en el centro desde el que juzgar las conductas que observan. Por esa misma dinámica, los comportamientos censurables que se pretenden modificar serán considerados periféricos o transgresores, es decir, marginales al comportamiento tenido por «normal» o «bueno». Más específicamente, las conductas «negativas» aparecerán vinculadas constantemente a palabras y expresiones que las sitúan en el ámbito de la locura. Desvíos, delirios, necias fantasías, extravagancias o manías son voces que se repiten para calificar los modos de actuar y pensar de personajes que están fuera del «centro» desde el que se construye el discurso dramático. Y es ese centro el que se modifica sustancialmente en relación al teatro barroco, en el que la misma metáfora había sido utilizada para estigmatizar conductas anómalas -baste como ejemplo El lindo don Diego de Moreto-. Si, como afirma Foucault, la locura aparece «toujours située dans les régions originaires de l'erreur, toujours en retrait par rapport à la raison» (269), su traslado al terreno literario parece plenamente justificado en la Ilustración. La locura, pues, funciona como metáfora central bajo la que se cobijan todas las conductas «marginales», sean corregibles o no. Como escribe Espinosa: «El concepto de locura, como sinónimo de conducta aberrante o desviada, ha estado siempre en función de una serie de normas y valores culturales institucionalizados en cada lugar y en cada tiempo» (33). Algunas conducirán al desengaño y la integración; otras, a la fuga o al internamiento en los diversos tipos de instituciones represivas / reintegradoras.

De esa manera, nos encontramos con una producción dramática que trata de configurar el modelo de conductas sociales «centrales» o «positivas», es decir, «aprobadas» por los neoclásicos, confrontándolo al conjunto de prácticas «marginales» o «periféricas» que deberían desaparecer de la vida pública. Así, oponiéndose a tales prácticas se construye un modelo que tiende a quedar formulado con absoluta claridad a lo largo de las diversas obras neoclásicas. Por otro lado, las conductas «marginales» pero recuperables -o que sirven de contraste para la construcción de las «positivas»- se distancian de las puramente criminales, que llevan al castigo por medio de la justicia. A pesar de lo que en algunas ocasiones puede parecer, el desarrollo dramático refuerza la idea de que esas conductas «positivas» no son las dominantes en la sociedad contemporánea. Y, sin embargo, los dramaturgos hacen que sistemáticamente sean las que acaban triunfando en el escenario, con lo que es constante lo que podría calificarse de un falseamiento utópico -o utopizante- de la realidad. Innecesario decir que todo proyecto de cambio social implica o presupone un componente utópico, aunque quienes lo defienden lo tengan por perfectamente realizable y, en consecuencia, nada «utópico». El modelo «positivo» que se construye en la comedia neoclásica es la proyección dramática de un deseo de modificación y cambio, de mejora social, progreso y civilización. Ahora bien, esas nociones son obviamente las que articulan el discurso de unas clases dominantes que, sin ruptura revolucionaria, van a llevar a cabo las transformaciones burguesas del país, cuyo proceso de configuración y actuación ha sido trazado por Cruz con rigor y convicción. Las posturas antiaristocráticas que proliferan en la comedia neoclásica se relacionan con un proyecto de transformación burguesa que se quiere amparado por el poder real y, por tanto, sin planteamientos explícita y políticamente revolucionarios. De ahí que las ideas de productividad o de utilidad, la exaltación de los oficios productivos, el «ennoblecimiento» del trabajo, sólo puedan entenderse dentro de dicha lógica. Igualmente, la comedia neoclásica no configura ningún discurso explícitamente antiautoritario; por el contrario, da forma al de una nueva autoridad -pero autoridad, sin duda-, la que rompe con el capricho arbitrario y el abuso de poder para justificar la obediencia en base a lo que los dramaturgos perciben como su racionalidad y su sentido de la compasión humana, aparentemente al margen de las diferencias de clase, es decir, ocultándolas como si fueran algo «natural». La experimentación dramática del neoclasicismo presenta, pues, una orientación completamente opuesta a la que había empujado el teatro barroco.


La hombría de bien y el anti-modelo varonil

La palabra que mejor sintetiza la conducta modélica del varón barroco es, sin duda, el honor. En la Ilustración, nadie expresa mejor el nuevo sentido que el honor debe tener en la sociedad de la época que don Justo en El delincuente honrado: «Bien sé que el verdadero honor es el que resulta del cumplimiento de los propios deberes» (271), nueva postura que se ve complementada con una clara conciencia de la pervivencia de la noción antigua, pues el honor así entendido «es una quimera» (237). Al honor se le atribuye una funcionalidad instrumental imprescindible para la organización y funcionamiento sociales. Así, la legislación «lejos de combatirle, debe fomentarle y protegerle» (237). Del mismo modo, es necesario conocer las bases antropológicas y culturales de esa falsa idea del honor que conduce al duelo (Menarini 53-79). Por tanto, la nueva idea del honor sólo sería enteramente aplicable en «un pueblo de filósofos» (Jovellanos 271) y, en último término, más coherente resultaba la ley antigua que no condenaba unas conductas «lógicas» en una sociedad de genio caballeresco. Intelectualmente, pues, se comprende tal idea del honor, pero no se acepta, sino que se exige la modificación de la legislación.

El heroísmo aristocrático que se manifiesta por medio de la violencia (Chauchadis) -cobre ésta la forma que cobre- ya no ocupa (o no debe ocupar) ningún espacio social, porque los verdaderos triunfos deben obtenerse en el campo de la vida civil. Es un desplazamiento que, apuntado en el tiempo de los novatores, conduce a la exaltación del heroísmo de la inteligencia frente al de la violencia. Los desafíos han perdido, a los ojos de los ilustrados, el carácter ejemplar que pareció tener en otra época. Sin embargo, su persistencia -hasta más allá del siglo XIX- se explica como residuo de una conducta que se creyó propia de una percepción del ser honrado y, más aún, del ser español. En este aspecto, como en otros, se manifiesta nítidamente el nuevo modo de afrontar la identidad nacional que acometen los ilustrados y neoclásicos. Para el teatro barroco, desafiar o aceptar un desafío forma parte de un código más amplio, el que se resume en la palabra honor o equivalentes. En otras palabras, el español es honrado porque es capaz de mantener su «fama», o sea, la imagen que ha construido ante los demás -y en especial ante los miembros de su misma clase- y ante sí mismo, llegando hasta morir o matar en su defensa. Para los ilustrados, en este caso Jovellanos, aunque ésa sea una realidad indiscutible, no quiere decir que deba tenerse por inmutable. El honor, por tanto, debe enfocarse desde otro ángulo. En último término, si honra equivale a desafiar y esto a ser español, lo que propone Jovellanos es alterar radicalmente esa cadena. De ahí que «para el hombre honrado la satisfacción de servir bien es el mejor premio» (254) y, en consecuencia, «el hombre de bien, después de haber cumplido con sus deberes, vivirá contento y la injusticia de los que le juzguen no podrá quitarle su tranquilidad, que es el más dulce fruto de las buenas acciones» (254).

El nuevo modelo de ser humano -el hombre de bien (Sebold 203-13; Haidt 151-84)- no vive pendiente de la imagen social que ha heredado y que se esfuerza por mantener, sino por una conducta pública y patriótica en la que lo fundamental es ser virtuoso, o sea, ser útil a la colectividad, en tanto el honor se ve convertido en un sentimiento interior que produce contento y tranquilidad. El ser humano se libera así de un código impuesto por la sociedad y la historia para erigirse en protagonista autónomo de su propio destino gracias a una ética en la que la aportación a la sociedad es eje central. O sea que, por una parte, y según el modelo trágico, la nobleza debe orientar su espíritu guerrero hacia las armas institucionalizadas, es decir, hacia el ejército nacional. Por otra parte, debería contribuir al progreso y desarrollo del país. Indirectamente, se insinúa el proceso de asimilación de los valores nobiliarios y los valores burgueses. Jovellanos, por ejemplo, es paradigmático al plantear con toda claridad que la alta nobleza parece haber perdido el tren de los cambios sociales y, en particular, su función dirigente. El antiaristocratismo, que se recorta como un aspecto central de la comedia neoclásica, es evidente en El delincuente honrado, donde el marqués de Montilla -que es muerto por Torcuato en duelo- aparece como un personaje «marginal» y antisocial. Don Simón lo califica de «calaverón de cuatro suelas» (253; la cursiva es mía). La preeminencia que el discurso dramático neoclásico otorga a «las clases medias» se formula aquí en relación concreta con la justicia. La virtud del hombre de bien incluye como rasgo fundamental su capacidad para emocionarse, compadecerse, sentir intensamente los afectos. La sensibilidad, o hipersensibilidad, del hombre de bien -faceta psicológico-emocional que se exacerba en los héroes y heroínas románticos- se manifiesta en la comedia neoclásica de formas diferentes. La sensibilidad que aboca a la compasión y a las lágrimas es rasgo común, con mayor o menor intensidad, de la mayoría de los personajes de la comedia neoclásica. En El delincuente honrado la virtud, la sensibilidad y el honor parecen atributos sólo de las clases medias, y del monarca ilustrado, por supuesto. Por ello, ni los raterillos o gitanos -con el menosprecio clasista que esa postura revela- ni los poderosos (es decir, la alta aristocracia) se contemplan como partes de la sociedad que puedan ser corregidas.

Tal vez una de las dimensiones más utópicas de la cosmovisión ilustrada y del modelo masculino que articula radique en la creencia en la posibilidad de que la lengua vaya al unísono con el corazón, es decir, que de la boca sólo salgan las voces que reflejan los verdaderos sentimientos del individuo. La imagen no es más que eso, porque en realidad la convicción ilustrada en la veracidad humana va más allá de los sentimientos para abarcar todas las manifestaciones de la actividad del individuo, expresión de una nueva ética que exige la confianza en el prójimo. En último término, lo que se formula es la noción de hermandad universal. Claro que esa noción es mucho más selectiva de lo que parece dar a entender. La hermandad es «universal» entre los miembros de aquellos círculos intelectuales y sociales que pueden disfrutar del comercio de almas que permite mostrar y fomentar dicha hermandad. El diálogo entre don Pedro y don Antonio en La comedia nueva concretiza con precisión la posición axial que en la ética ilustrada -reflejada y desarrollada en los personajes neoclásicos- ocupan la amistad y la veracidad. Las palabras de don Pedro clarifican tanto su concepción de la amistad como el sentido de la veracidad: «tengo pocos pero buenos amigos, y a ellos debo los más felices momentos de mi vida... Yo no quiero mentir, ni puedo disimular, y creo que el decir la verdad francamente es la prenda más digna de un hombre de bien» (113). Por el contrario, don Hermógenes es un pedante hipócrita; y es esa faceta ética la que le hace culpable de todos los conflictos de otros personajes. El antagonismo ético, pues, está representado en esos dos personajes. Por otro lado, la percepción vulgar que tiene a don Pedro como áspero y extravagante es producto de una mirada errónea, pues resulta de una actitud consciente por no adoptar los modos de conducta dominantes, es decir, por haber establecido uno propio que responde a altas exigencias individuales.

A principios del siglo XIX el don Carlos de El sí de las niñas se recorta como el modelo indiscutible de la conducta varonil «centrada», invirtiendo radical y conscientemente el paradigma de galán áureosecular. Don Carlos se construye progresivamente como el hombre de bien ilustrado y cabal: «mozo de talento, instruido, excelente soldado, amabilísimo por todas sus circunstancias» (171), enseña matemáticas y ha recibido por su valor el grado de teniente coronel y la cruz de Alcántara. No tiene deudas, no es un bravucón envuelto en desafíos y duelos, no juega ni tiene conflicto alguno con sus jefes. El mismo le confesará a su tío y tutor: «nunca olvidaré las máximas de honor y prudencia que usted me ha inspirado tantas veces» (215), atribuyendo a la educación su propia escala de valores. El autocontrol, el respeto a la autoridad y el sentido de la obediencia son, más allá de sus sentimientos individuales, los rasgos que caracterizan la personalidad psicológica e ideológica del modelo masculino. Se establece una obvia vinculación entre esa obediencia al «padre», la disciplina militar que lo somete a la jerarquía del ejército y la voluntad última del monarca. Sólo ante la posible pérdida de su amada la obediencia absoluta parece resquebrajarse. Los insultos y amenazas violentas que aquélla sufre lo empujan a convertirse simbólicamente en el «esposo», sustituyendo a su tío, aunque para aceptar agradecido la decisión final de don Diego, quien renuncia a la posible paternidad y asume resignado una abuelidad sustitutiva. Lo que podía haber sido una fractura absoluta del orden familiar se resuelve en una solución armoniosa y restauradora del sistema patriarcal.

Iriarte, por su parte, acomete la construcción del anti-modelo del hombre de bien en El señorito mimado, aunque situándolo en un ambiente en el que él parece ser la excepción y contraponiéndolo a la figura positiva de otro varón de su edad y a las imágenes de autoridad sensata de hombres mayores. Mariano es un individuo estragado y negativo que no está en condiciones de asumir su función social -la que los neoclásicos creen debe ocupar- y cuya conducta representa una agresión abierta contra la estabilidad de la sociedad, encarnada metonímicamente por su familia y su clase. La estrategia vital de Mariano se resume en estas palabras: «el arte de ser feliz» (919). El arte de ser feliz consiste en disfrutar plenamente el presente, entregándose a todo aquello que le satisface, es decir, lo que le permite gozar sin limitaciones de su juventud, su alegría de vivir y su dinero. Vivir alegremente es lucir sin tasa, despilfarrando una fortuna obtenida legal o ilegalmente. La felicidad -en oposición a su trascendencia filosófica y pública que consagrará la Constitución de Cádiz- no tiene otra dimensión que la puramente individual y actual: «En fin, tendremos ahora / dinerito fresco; y venga / lo que viniere» (1293-5). Las últimas palabras -que son las mismas que dice Segismundo en la jornada segunda de La vida es sueño, es decir, cuando en palacio se instala en un presente placentero dispuesto a gozar libremente y sin límites- ponen el énfasis en el hoy y la despreocupación por el futuro. Frente a cualquier intento de ponerle limites, el sujeto reivindica una autonomía individual sin restricciones que es lo que lo diferencia de los objetos y, por tanto, rechaza cualquier forma de autoridad.

La «filosofía» de la vida de Mariano se opone al trabajo como constricción y se convierte en un elogio de la ociosidad. Otro personaje, don Fausto, contrapone su visión del mundo «normal», «centrada», a la de Mariano. Frente a la ociosidad -que alberga diversiones que lo aproximan peligrosamente a lo criminal- se sostiene la necesidad ele una actividad pública y útil. En último término, el criterio que preconiza Fausto es el precepto plutarquiano de que «nadie debe / singularizarse» (923-4). Mas la reacción de Mariano -«Vivo como uno de tantos / que hay por Madrid» (926-7)- muestra, como en Los menestrales y otras obras, que el intento ilustrado de homogeneización no es sino un programa pendiente de realizar, utópico. Es más, Mariano cuestiona uno de los conceptos sociales básicos del discurso corrector ilustrado: «¿Y qué es la decencia?... ¿Cortesías, cumplimientos? / ¿Estudiar cada vocablo / porque de todo se espantan? / No, amiguito, yo soy franco» (889-95). La franqueza se opone a la veracidad ingenua y prudente, a las formas corteses y, en último término, a la decencia. Las nociones de clase y linaje, como había sostenido Gutiérrez de los Ríos y defenderá Cadalso y tantos otros, sólo se acreditan con hechos virtuosos. Mas el descontrol de Mariano le lleva a insultar abiertamente a quien es socialmente su igual, acusándolo de mentir. Su reacción ante el desafío que él mismo ha provocado pone de manifiesto su irresponsabilidad o su cobardía: «Sí, que me espere. / ¡A mí lances quijotescos!» (2393-4). Lo quijotesco (Aguilar Piñal 207-17), pues, no tiene aquí ninguna connotación negativa, sino todo lo contrario, ya que es la percepción errónea del elemento desclasado sobre la verdadera dignidad individual expresada en forma extremada -y censurable desde, la óptica ilustrada- pero dentro del respeto a la imprescindible discreción propia de los hombres de honor. Su degradación alcanza hasta las manifestaciones más elementales de la conducta varonil nobiliaria.

La vida que ese varón inútil (loco) desea no se encuentra -según lo quieren imaginar los autores neoclásicos- en su propio medio social, por lo que debe buscarla en espacios marginales, aunque con la conciencia de que su posición es un escudo protector cuando se mueve en ellos. La razón esencial que explica su «descarrío» es la mala educación (o falta de ella) y las malas compañías, lo que le abre las puertas a una vida «libre» que le permite acceder a nuevos ambientes y frecuentar «fandangos / de candil, y otras tertulias / perfumadas de cigarro» (326-8). Con los fandangos y el cigarro se identifica semióticamente el medio plebeyo en que Ramón de la Cruz presenta a sus majos. Se establece así una ecuación mecánica entre «buena educación» y aceptación voluntaria de los límites qué caracterizan la pertenencia a una clase social determinada, con los criterios de comportamiento y los valores que se le asignan a la misma desde la voz autorial. Personaje des-educado, es revelador que en el primer acto Mariano use un «bastoncito de petimetre» (183), signo que acentúa su «afeminamiento», o sea, su preocupación por la moda y la imagen exterior propia de las clases pudientes y urbanas; por otra parte, su desclasamiento cultural se expresa sobre todo -además de en expresiones verbales, gestos corporales, formas de trato (el tuteo con que se dirige a Flora) y gustos plebeyos- en el vestido de majo con que aparece en el último acto. Tal actitud aparece asociada a la marcialidad, que en la obra sólo suscita la admiración de la criada, y al «despejo y arte» (1874) que ostenta doña Mónica, centro del espacio marginal. Majismo y petimetría, pues, son la síntesis de su «locura», ya que majo y petimetre son las dos imágenes masculinas que los neoclásicos e ilustrados pretenden combatir porque representan la negación de la verdadera virilidad (Martín Gaite 69-86; Haidt 107-50).

Nadie como Ramón de la Cruz construye una versión clara y crítica del petimetre, relacionándolo con el cortejo, fenómeno social urbano típico de la época (Martín Gaite 1-23, 168-307; Deacon 85-95; González Troyano 239-44). El petimetre, joven de buena familia y con acceso a amplios recursos económicos, derrocha tanto en su vestuario y arreglo como en satisfacer los caprichos de la dama que corteja. Su preocupación vital es la apariencia, es decir, el cuidado de su vestido, complementos, peinado y cualquier otro detalle de su imagen externa. Se las da de muy puesto en cosas del mundo y muestra una proclividad evidente hacia lo extranjero -no sólo hacia lo francés- y el «buen gusto», ostentando sobre todo una gran ductilidad para relacionarse con las damas. Así, es la figura masculina idónea para constituirse en acompañante de las mujeres casadas o en el pretendiente de las casaderas. En La oposición a cortejo (1773), de Cruz, un personaje lo declara abiertamente: «Señoras, / en el lugar es proverbio / que el cortejar es oficio / de petimetres» (Doce 353-6). Compartiendo con las mujeres el rasgo «femenino» de vivir para su apariencia -en El petimetre (1764) el decorado, que es la cámara del protagonista, muestra «un tocador» y «multitud de frasquitos» (Cruz, Doce 59), en tanto su lacayo lo trata frontalmente de «dama» (38)-, se convierte en el compañero perfecto de las señoras, pues sus conversaciones «superficiales» pueden girar en torno a unas preocupaciones comunes. Ahora bien, se trata de una figura «feminizada» sólo en lo externo. El que se mezclen a veces rasgos de petimetre y de majo -no sólo en El señorito mimado, sino que Cruz presenta en La Petra y la Juana (1791) al «majo petimetre» (Doce 317)-, orienta hacia la virilidad enmascarada del petimetre y explica la aparente ambigüedad erótico-sexual del cortejo. En realidad, si el petimetre es un personaje al que se censura desde todos los niveles del discurso social no es exclusivamente por su poca «hombría», sino porque, tras una imagen «feminizada» -en sí censurable y perturbadora-, se oculta un «hombre» que amenaza con sustituir al marido o rivalizar con los varones modélicos -hombres de bien- que constituyen la imagen ejemplar de la masculinidad, amenaza que Ramón de la Cruz muestra sin ambages en El cortejo escarmentado (1773). Así, la animadversión hacia el petimetre-majo se explica no tanto por su «afeminamiento» en un caso o la hombría machista en el otro, como por el papel que puede desempeñar en la corrupción moral-sexual de la sociedad -mediante el dinero y/o el sexo- y, en consecuencia, en su desestabilización.

Si el majismo tiene una significación específica para la gente del pueblo, tiene otra muy distinta para los hidalgos y nobles. Para los primeros es un gesto explícito -no sólo de los hombres (pero ver Rodríguez Méndez 51-87)- de autoafirmación y contraposición a unos sectores urbanos que creen decadentes y degradados; para los segundos, un signo de desclasamiento siquiera temporal con implicaciones muy diversas. Lo que no se sostiene es ver en ese fenómeno -parte del más global plebeyismo- una indicación clara e irrebatible de la incapacidad de la nobleza para ejercer su papel dirigente en la sociedad, como hace Ortega y Gasset (525-30). El majismo no es sino una diversión más para la alta nobleza, ansiosa siempre de encontrar, consumir y agotar nuevos modos de llenar su tiempo en actividades lúdicas, para lo cual no repara en asimilar aparentemente formas inicialmente transgresoras de otros grupos culturales o sociales, proceso exacerbado en nuestro tiempo, el de la tiranía de los medios de comunicación de masas. Por otra parte, esa curiosidad, interés y comportamiento mimético de las costumbres populares -expresada por autores de sainetes, comediógrafos neoclásicos o pintores como Bayeu, Paret y Goya- puede verse como parte de una tendencia que es inseparable del romanticismo, entendido más que como un movimiento literario, como una corriente cultural polimorfa del último tercio del siglo XVIII que se prolonga y acentúa en el siguiente. Claro que todo eso está fuera de la percepción irartiana y de su modo de construir al personaje.

En la visión del mundo de Mariano las nociones de obedecer y respetar no ocupan ningún espacio. De ahí que a lo largo de la acción su tutor intente corregir sus extravíos. Para éste, lo más grave no es la conducta en sí, sino que su fama haya traspasado los límites de lo privado para invadir el espacio público: todo Madrid tiene a Mariano por un calavera, otra voz, ya vista en El delincuente honrado, con la que se aludirá a las conductas socialmente reprobables y a la que Mor de Fuentes dará forma en su comedia El calavera (1800), donde, como delincuente irrecuperable, don Rodrigo huye y será detenido y encarcelado: «he de pedir / que en Barcelona le prendan, / y algunos meses encerrado / en un castillo le tengan; / pues ya que por este medio / no se consiga su enmienda, / se evitará por lo menos / que otras maldades cometa» (109). Larra, por su parte, desarrollará con profunda y corrosiva ironía el sentido de la palabra y los posibles tipos de calavera en dos artículos de junio de 1835. El objetivo, por tanto, que se traza la figura madura y representativa de la autoridad en El señorito mimado se formula con absoluta claridad: «Si has aprendido a mandar, / te enseñaré a que obedezcas» (1565-6). Obedecer es la palabra clave que resume el programa de reeducación que quiere implantar el tutor a fin de reintegrar a esta figura extravagante. Para completar el castigo ejemplar, lo deshereda. La marcha del transgresor «conviene al sosiego / de esta familia y al fin / de contener los progresos / de un desorden tan temible» (3194-7; la cursiva es mía). El ser antisocial -el loco- constituye una amenaza peligrosísima para la estabilidad familiar y social; por tanto, sólo le queda el destierro y la cura reeducativa y domesticadora.




La transgresión social masculina: El egoísta

La transgresión social masculina que se apunta en El señorito mimado se desarrolla hasta el límite extremo en El egoísta (1804), de María Rosa Gálvez de Cabrera, cuya dimensión autobiográfica ha sido estudiada con detalle por Bordiga Grinstein (107-12). Sidney, el esposo de Nancy, recoge todos los rasgos de los anteriores anti-modelos masculinos (Pérez-Magallón, Teatro 229-94). Calificado emblemáticamente de «calavera» (122) al empezar la obra -voz cuyas connotaciones ya hemos visto más arriba-, Nancy se limitará a señalar «la violencia / de su carácter altivo» (119). El varón transgresor sitúa su propio goce narcisista por encima de cualquier otra consideración pero, en el contexto específico de la obra, lo más grave es que lo sitúa por encima de la familia. Nelson, en un acceso de ira, lo describe así:


un hombre egoísta
que a todo el mundo desprecia,
que ha malgastado sus bienes,
que sumergió en la indigencia
a su esposa y a su hijo
y que, a la naturaleza
insensible, ha desterrado
toda sombra de vergüenza.


(123)                


Para Nelson, Sidney forma parte de una «raza de malvados» (123) que habría que aniquilar de sobre la faz de la tierra, «sepultarlos en la nada» (123). Sydney es una encarnación nefasta de la ingratitud, que Nancy explica por el «mal ejemplo de otros» (125), con un plural que recuerda el espacio marginal en que se entretiene Mariano y que, obviamente, desplaza la responsabilidad directa del esposo. Su carencia de escrúpulos morales se pone de manifiesto en el trato vejatorio que impone a su esposa. Según cuenta Nancy, poco después de la boda Sydney «me olvida, ultraja y desprecia; / y no hubo exceso ni infamia / en que no incurriese» (125). Abandono del hogar familiar que da paso al amancebamiento en Londres con Jenny Marvod. Su menosprecio hacia su propia esposa explica que aparezca en Windsor acompañado de su amante.

El anti-varón es un devorador insaciable de fortunas, derrochador insensato al estilo de Mariano. No sólo ha despilfarrado la fortuna de su esposa -«mi esposo agotó mis bienes, / empeñó todas mis rentas, / y aun la ropa y las alhajas / precisas a mi decencia» (126)-sino que, yendo mucho más allá que el señorito mimado, explota como un proxeneta refinado a su amante Jenny. Si, su deseo se cifra en disfrutar sin tasa ni cortapisas morales, a la vez que es de una absoluta improductividad e inutilidad sociales. Jenny juzga que «la ambición / de brillar es el deseo / que lo domina» (166). La vida de Sydney está, en efecto, concentrada en el mundo social, en la vida pública, en los ámbitos exteriores y públicos, opuestos a tos interiores de la casa, donde -desde la óptica autorial- tiene sus raíces la mujer y la familia. Sus espacios son los colectivos, donde se puede lucir, ostentar -lo que se posee o lo que se finge poseer- y mostrar una apariencia autosuficiente que enmascare su realidad privada. La imagen lo es todo, constituye la única realidad del sujeto. Su escala de valores en la vida, y en el pueblo de Windsor en particular, la formula en una pregunta a Belford: «¿Y qué tal / está Windsor de pequeñas / aventuras, de paseos, / de juego y de concurrencias?» (151). Ahí queda establecida la jerarquía de sus intereses. Son los lugares públicos los que necesita para enseñarse y brillar. Adicto al juego, la conducta de Sydney con los naipes es un engaño, porque las trampas forman parte esencial de su vida.

En relación con la vida en el exterior y con la exterioridad como esencialidad cobra sentido su obsesión por la apariencia y vestuario. Sydney cultiva tanto la petimetría que se quiere refinada y aristocrática como la marcialidad y el despejo de los majos, y compagina un modo de actuar desaforado y sin criterios morales con una asimilación vulgar y aparente del honor como duelista insensato que no respeta la ley. Como en tantos otros personajes marginales y ex-céntricos, la imagen externa que proyecta constituye su preocupación obsesiva. Y no solo para él mismo, sino que es lo único en que se fija cuando ve a Carlos, hijo del que no se preocupa en absoluto: «¿Y por qué no te han vestido / con más elegancia? Esta / casaca, este pantalón / hacen muy maldita mezcla. / ¡Qué mal cortado ese pelo! / Que le hagan una chaqueta / de húsar al punto» (143). Al quedarse solo, saca de la maleta «un vestido rico» (145), quejándose de lo arrugado que viene: «pero luego / que me lo ponga, por fuerza / en la perfección del molde / adquirirá gracia nueva» (145). A la preocupación por el vestuario se suma la vanidad narcisista y el engreimiento por su físico. El yo -psicológico y físico- es el único centro que el personaje valora. Y aunque nada se dice en ese momento sobre el tal vestido, un comentario de su amigo Belford resultará revelador: «Considera / que si con ese vestido / llamas la atención, diversas / informaciones harán / de tu conducta» (152). El vestido que estrena, cosido en Londres y todavía sin pagar, llama la atención. Esa preocupación por una apariencia brillante -aunque no haya sido pagada- se complementa con formas de trato propias de los majos y otros personajes achulados, excéntricos y extravagantes. El modo en que se dirige a su esposa Nancy no se distingue del que -desde la óptica clasista y jerárquica del personaje y la época- emplearía con una posadera, pues no sólo la insulta hablando de su «simpleza» (138), sino que le da órdenes como si fuera una empleada subalterna. En síntesis, «joven del gran tono, / modelado a la moderna» (115), dice su criado; personaje «de fábrica moderna» (147), con pleno sentido peyorativo, según se define el propio Sydney. Formas contradictorias que no ocultan un orgullo de clase que la acción revela vacío y que acaba apoyándose en el único valor sólido de la sociedad capitalista: el dinero.

Sus modos y lenguaje son compartidos por los demás personajes de su ambiente: su criado Smith, Belford o Jenny. La aparición en escena de Belford tiene lugar mediante un gesto lleno de claras connotaciones semióticas en la época: entra sin llamar ni anunciarse en la habitación de Nancy. La dama expresa gestualmente su desagrado y exclama: «extraño vuestra franqueza. / Sin avisar ¿en mi cuarto / os entráis de esa manera?» (130; la cursiva es mía). Más arriba se ha visto cómo en el caso de Mariano la franqueza se contrapone a la sinceridad y veracidad propias de los nombres de bien. Nancy es a sus ojos un objeto propiedad de Sydney que éste le cederá sin reparo. Discípulo de la escuela moderna de Sydney, Belford ostenta orgulloso signos de marcialidad, otro elemento identificador de los personajes anómalos, locos, concebida por él como algo insignificante, intrascendente socialmente. Su jactancia aplebeyada se manifiesta tratando de seducir a Nancy para vengarse de las trampas de Sydney. Los giros y expresiones marciales y despejados siguen en boca de Belford hasta el final. Pero su indigencia moral y su insensata inconciencia se acreditan al sugerirle a Nancy un «entendimiento» ofensivo y degradante. El personaje secundario no aprende ni se corrige, aunque su futuro habrá que intuirlo en función del del protagonista.

Parte también del ambiente de Sydney, Jenny Marvod entra en acción manifestando el mismo tipo de formas marciales y francas que Belford. Se aproxima a él y «agarrándole del brazo» (133), según anota la didascalia, le dice: «Acércate, buena pieza» (133). Gestos y lenguaje la ubican en un espacio social que nada tiene que ver con el de los hombres y mujeres de bien. Tomándola por la duquesa de Cumberland, parienta de Nelson, Nancy le comenta: «Vuecencia / se explica de un modo impropio / de su clase y su grandeza» (134). Al verse tratada de vuecencia, Jenny, confusa y desorientada, le pregunta a Belford: «¿Qué dicen estas mujeres, / las entiendes tú?» (134). La imagen que Jenny presenta es, según Nancy, la de una mujer desenvuelta que no sabe ni puede respetar las «etiquetas» (140), es decir, las maneras establecidas en los diversos ambientes y clases sociales. Incapaz de reconocer los signos que caracterizan a una dama como Nancy, confunde sus formas con una hipocresía que en el mundo en que ella se mueve no tiene ninguna función. Jenny, maleada por el egoísta, no puede percibir los rasgos honestos de Nancy. Sin embargo, el desvelamiento progresivo de lo que ahora se le presenta como la naturaleza horrible de su amante la empuja a sincerarse con ella y expresarle su profunda compasión femenina.

Por si la experiencia matrimonial no fuera suficientemente reveladora, la depravación moral de Sydney se pone de relieve en su relación «afectiva» con Jenny, a quien ha prostituido, mintiéndole sobre su estado, seduciéndola y obligándola a tener como cortejo -aquí en el sentido explícito de amante que la mantiene- a un duque viejo y opulento, cuyo dinero explota Sydney. Ella misma se lo reprocha cuando él le reclama «libertad» para sus ligerezas: «¿Y por quién en el sendero / del vicio fui conducida?» (172). Lo que Sydney espera de Jenny no va más allá de un materialismo brutal: «que en mi lujo me mantenga, / y que con lo que otro paga / yo me festeje y divierta» (149). Al igual que otros personajes pre-cursis del teatro neoclásico -la petimetra en la obra homónima de Nicolás Fernández de Moratín- Sydney quiere mantener una apariencia, o sea, una identidad social, que no puede sostener económicamente. El lujo de que habla es una riqueza postiza que no tiene ninguna base en su fundamento social. En cierto sentido, y desde la óptica del personaje central, Jenny es una imagen semejante a la de él mismo en mujer, una «calavera» (149) a la que no dedicaría ningún tiempo si no fuera por el dinero que recibe. La venalidad de toda la relación enriquece la caracterización de un individuo embrutecido afectiva y moralmente. Al intuir Jenny que Sydney se está alejando de ella, de repente se desvela como un personaje vulnerable e incluso entrañable cuya única debilidad fue enamorarse, origen y causa de toda su degradación.

La rival y futura sustituta de Jenny no es otra que su hermana Pegui [sic], niña que «aún no tiene doce años» (167), como aclara Belford. En realidad, según Jenny, los «rendimientos» (167) que la sedujeron a ella son los mismos que ahora Sydney emplea para enamorar y corromper a su hermana. Incluso en la defensa y protección de la pequeña Jenny está absolutamente sola. No obstante, al plantearle directamente la situación a Sydney, su respuesta es una risa casi satánica: «¡qué graciosos celos!» (171). Con un cinismo malévolo y cruel, le dice que lo que hace no es «sino mostrarla el camino / que tú [Jenny] le abres con tu ejemplo» (171). Su actitud mezcla el consentimiento erótico con el cinismo vulgar y el materialismo más degradado. En otras palabras, puesto que él consiente que ella tenga un cortejo -replanteamiento falaz de lo sucedido- Jenny tiene que soportar sus «desahogos» aunque sea con su propia hermana menor. Ese cinismo llega a su extremo cuando parece pedirle autorización para iniciar la corrupción e inevitable prostitución de Pegui con una morbosidad pedófila: «Déjame tú en recompensa / ser de tu hermana el maestro / en la brillante carrera / del mundo» (173). Puesto que carece de empleo u ocupación útil, sólo el proxenetismo puede asegurarle el tren de vida que desea. La reacción de Jenny es de estupefacción e ira. En su exasperación y desasosiego, para ella sólo queda la posibilidad de echarle en cara su «infame deseo», su «maldad» y su «ingratitud», para acabar acusándolo de ser «un vil» (174).

El egoísmo del título, que el propio Sidney conceptualiza en más de una ocasión, resume, pues, todas las formas «antisociales» de conducta masculina que hemos visto asociadas al empleo metafórico de la locura, aunque añadiéndosele en este caso la idea del «libertinaje» (203), desenvoltura extremada y desmesurada de orden erótico-sexual, origen -desde una óptica conservadora- de las mayores transgresiones. Nelson identificará con nitidez la perversión moral de Sydney al aconsejarle a Jenny que abandone «los excesos / de las gentes libertinas / con quienes estáis viviendo» (176; la cursiva es mía). En efecto, Sydney confiesa, hablando de Nancy y Jenny, que


ni a ellas ni a nadie
amo en el mundo; mi tema
es buscar entre las gentes
las cosas que me convengan
para conseguir mis gustos
y sacar partido de ellas;
dejarlas cuando no sirven
sin andar en etiquetas,


(147)                


principios que completa acto seguido:


Y sobre todo
quererme a mí mismo: ésta
es la gran filosofía
de un petimetre que lleva,
como yo, con su persona
y su elegancia, la prueba
de que su cuerpo y su alma
son de fábrica moderna.


(147; la cursiva es mía)                


Sidney se configura, por tanto, como individuo de libertad sin límites, lo que la voz autorial considera una completa corrupción intelectual, afectiva y sexual. En el acto primero Nelson trata de que, apoyado en el amor de su esposa, cambie. Como otros personajes de la misma estirpe, desprecia los consejos «sensatos» de las personas mayores, aludiendo a Nelson como «un viejo que con los años / seguramente chochea» (138). Lo que espera y desea de los demás queda claro al hablar de lo que ha recibido de Jenny: «su bolsa / su casa, su tren, su mesa» (141). Lo único que cuenta de ella es lo material, todas las personas -y las mujeres en particular- no son más que objetos, dimensión de la que él se aprovecha y explota sin reparos. En su afán por el bienestar material, afirma: «un egoísta / no siente el remordimiento» (189), dispuesto a volver junto a Jenny -es decir, a ofrecerle sus servicios varoniles- una vez sabe que tiene riquezas desconocidas.

Sydney, pues, no siente afecto sincero por nadie, ni siquiera por su propio hijo, y sus excesos lo conducen a planificar y ejecutar un intento de envenenamiento en la persona de su esposa. Probablemente en esa ausencia de sentimientos afectivos hacia los demás, pero muy en particular hacia su esposa, radica la locura de este personaje. Por eso Nelson le pide que cuide de ella, porque tanto la pérdida de Jenny como sus otros defectos podrían resolverse, «si fuereis bastante cuerdo / para amar a vuestra esposa» (177; la cursiva es mía). La cura para la locura del desamor a la propia esposa -base de la familia- no puede ser otra que la cordura del amor. Al desamor se le añade la ingratitud, pecado irredimible. Lo mismo que otros rasgos de esta personalidad des-centrada, la ingratitud es asimilada a lo moderno: «parece / que ignoras el modo nuevo / con que se ha ilustrado el siglo» (178), afirma Sydney.

El panorama «moral» y «amoroso» que pinta el transgresor está vinculado a un determinado concepto del libertinaje: «¿Sabes que ahora el cortejo / de la esposa es el amigo / del marido?» (178). Según esa lógica, Nancy debiera sugerirle medios para hacer las paces con Jenny. «Pero estás tan atrasada...» (179; la cursiva es mía). La contraposición entre lo moderno y lo antiguo (o anticuado) es una manera antifrástica de plantear el conflicto, puesto que el enfrentamiento tiene lugar entre una manera de concebir el matrimonio como base de la familia típicamente burguesa y una moral que sitúa el gozo personal sin límites por encima de cualquier otro criterio, creando un caos inadmisible desde una óptica conservadora. Irónicamente se califica la primera postura de «anticuada» y la segunda de «moderna», cuando el curso de la acción va a convertir esa oposición en otra que separa al criminal del honesto, al delincuente de la persona de bien. En realidad, la conducta de Sydney sólo puede calificarse de crueldad mental. Así, a la confesión de amor de su esposa él le declara que ha roto con Jenny por darle gusto, pero que ha dispuesto «enamorar a su hermana / Pegui, que aun tiene moquero, / pero es linda...» (180). Encontramos ahí un regodeo morboso en utilizar las palabras que mayor dolor pueden provocar en una persona como Nancy, la cual se ha visto reducida a ser un simple instrumento para conseguir el empleo de gobernador que Sydney desea. En la soledad del escenario, éste da rienda suelta a su menosprecio, calificando a Nancy de «fastidiosa» e «insoportable» (182). Es más, llega a considerar que es la «virtud importuna» (189) de Nancy lo que la va a llevar a la muerte. Y por si acaso no hubiera empleo, habría tal vez herencia: «muerta Nancy, tengo un hijo, / y por consecuencia heredo» (184). Su solo momento de enternecimiento tiene lugar cuando le ofrece a Nancy el chocolate envenenado. Pero pronto sale de él, ya que «si pierdo a Nancy, ¿qué pierdo? / Una mujer tan extraña / que no hace ningún aprecio / de sus atractivos» (196; la cursiva es mía). El «moderno» personaje no ha podido comprender nunca a esa mujer extraña, porque tal extrañeza radica en valores y criterios que, si para él son anticuados y atrasados, para ella -y podemos suponer que para la voz autorial- constituyen la única base sólida en que cimentar la familia, núcleo central de la sociedad burguesa. En la mujer se representa aquí la estabilidad de la pareja. Por eso todos los sacrificios de Nancy -que hoy nos parecerían absurdos, si no enfermizos- tienen una sola justificación: la preservación de la familia.

De ahí que el intento de asesinar a Nancy aparezca como el epítome de un comportamiento que ha conducido a lo criminal. Crimen que metafóricamente envía al lector, más allá del cuerpo de la esposa, a la imagen misma de la familia, núcleo de la concepción conservadora de la sociedad y de sus políticas burguesas. Ése es el gran crimen de Sydney: al tratar de matar a su esposa lo que destruye simbólicamente es la familia. Ni Smith -que lo ve manejando sospechosamente el chocolate- ni Betty acaban de aceptar que el travieso Sydney haya llegado a ser tan malvado como para convertirse en asesino. Betty se confiesa a Nelson: «Era siempre en mi concepto / un joven atolondrado, / libertino y egoísta, / pero...» (203). Y esos puntos suspensivos los rellena adecuadamente su interlocutor: «Si tiene esas cualidades / estaba bien preparado / a la atrocidad; creedme, / el egoísmo ayudado / del libertinaje es causa / de mayores atentados» (203). Ante lo que se le presenta como la impotencia de la sociedad y de los humanos para controlar y someter a esos personajes locos y ex-céntricos, o tal vez ante la constatación de su propia impotencia para redimirlo y reintegrarlo, Nancy se dirige al Dios de eterna bondad para que desde el cielo aniquile el egoísmo. Para sorpresa de Sydney, lo que debía ser un nombramiento de gobernador en la India se convierte, primero, en una orden de destierro y, luego, por el intento de asesinato, en una de encarcelamiento. Ni siquiera la intervención favorable de Nancy puede detener el curso de la justicia, que se sitúa por encima de los individuos y sus posibles influencias: «el crimen que ha cometido / vuestra muerte procurando / en ninguna parte dejan / impune los magistrados» (234).

La actitud final de los personajes, «que expresa la consternación y el sentimiento» (236), así como la exclamación que comparten los dos miembros del ya roto matrimonio, «¡Oh dolorosa / separación!» (236), ponen en el centro del escenario la amenaza brutal que pesa sobre la familia por culpa de esas conductas desviadas. Toda la estrategia de Nancy fracasa por la irrecuperabilidad del marido, a quien abandona, llevándose a su hijo -por amor maternal y por «el temor de que aprendiese / las máximas que odio tanto» (229)- para instalarse solos en su casita de Glocester. El papel axial que ocupa la familia en el planteamiento de toda la obra, y del que la función de Carlos viene a ser un encapsulamiento representativo, se cierra con el consejo que un Sydney contrito pero en camino al presidio le dirige a su hijo: «Hijo amado... que te sirva / mi ejemplo, cuando los años / formen tu razón, de freno / para no verte abismado / en el crimen» (235). Los humanos sí pueden controlar a esos elementos «locos», ex-céntricos y marginales. La prisión -es decir, el aislamiento y el internamiento- es el espacio reservado a tales conductas transgresoras irrecuperables. Pero, muy en especial, cuando tales conductas conducen irreversiblemente a la destrucción del núcleo familiar, piedra sillar de la sociedad burguesa.








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