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Lope de Vega

Su vida y su obra

Alonso Zamora Vicente



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Retrato

Retrato anónimo de Lope. Hoy, en la Casa-Mueso de Lope de Vega

Autógrafo

Autógrafo de Lope de Vega. El Poder en el discreto.

Manuscrito de la Biblioteca Nacional.



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ArribaAbajoLa España de Lope de Vega

A un español nacido a mediados del siglo XVI le guardaba su circunstancia una asombrosa serie de sucesos, cuajados de abrumadora trascendencia histórica. Éste es el caso de Lope de Vega. Lope nace en 1562, recién convertida la villa de Madrid en la capital del Imperio. Desde el viejo alcázar (o desde el monasterio de las Descalzas Reales durante las ausencias del monarca) se rige la inmensa máquina hispana, derramada por el mundo. Ante los ojos asombrados de los madrileños van surgiendo, compacto estilo de vida, todos los rasgos que constituyen esa voluntad de ser que aún informa todo lo español. América entera, Portugal, los dominios de Flandes y de Italia, todo se daría cita pasajera en esa Puerta de Guadalajara, donde vivía el bordador montañés Félix de Vega, o en torno a la iglesia del convento de la Victoria, lugar predilecto de los enamorados, en cuya vecindad murió, en 1589, Francisca Fernández Flores, la madre del poeta. Remontando las cuestas que brotan del tan escarnecido Manzanares, irían llegando a la corte flamante las mercaderías prodigiosas de todo el mundo, los libros admirables de Italia, de Sevilla y de Amberes, los estudiantes de Salamanca y de Alcalá de Henares, los pintores del Sur. Desde la aún nuevecita y orgullosa puente segoviana verían las innumerables torres de la ciudad, pasmo   —8→   y anhelo de dominio rodeándolos, todos los españoles advenedizos: Vicente Espinel, Luis de Góngora, Vélez de Guevara, Juan Ruiz de Alarcón, Mateo Alemán, Diego Velázquez, Zurbarán... Todos los que habrían de colaborar brillantemente para hacer del humilde poblachón elegido por Felipe II para corte de su desmesurada monarquía, la capital auténtica, la cima de un incomparable momento histórico.

El vivir de Lope de Vega, tan largo y productivo, se nos presenta como un puente entre las generaciones típicamente alimentadas en el momento del Emperador y las representativas del recogimiento y prolongación de aquella desmesura heroica. Lope de Vega nace en 1562: un año antes ha muerto Jorge de Montemayor, el más ilustre representante de la tradición bucólica del Renacimiento en España. También en 1561 ha muerto Alonso de Berruguete, el máximo artista de la plástica renacentista, personalidad en la que, bajo las formas apasionadas, vivaces, late el impulso de la modernidad como en ningún otro. Cuando Lope, ya adulto, pueda contemplar el coro de la catedral toledana, o el sepulcro del Cardenal Tavera, estará consciente de que ve la mejor floración de una época ilustre, maestra directora y nutricia de su mejor tradición, en contenido y en gesto. En 1582, Lope de Vega tiene veinte años. Muere Santa Teresa en Alba de Tormes; con ella desaparecía de la tierra la Santa representativa, conquistadora a lo divino de ese momento de expansión sin barreras y de arrebato colectivo. Lope irá a Alba unos años después, a recoger en carne viva el recuerdo de la fundadora. También en estos años quietos de Alba de Tormes, como secretario del Duque, 1593-1594, Lope hace escapadas a la vecina Salamanca: por todas partes le saldrá al paso en la vieja ciudad universitaria el recuerdo de Fray Luis de León, muerto en 1591. La voz de Fray Luis, encariñado con la vida   —9→   retirada, con la contemplación del alto cielo estrellado, del prado de bienandanzas eternas, nos sobresaltará muchas veces leyendo la vertiente horaciana de Lope. No quiero decir que haya un peso directo, sino que se trata de esa filigrana vital que empalma estrechamente las personalidades de los siglos de oro. También en 1591 mueren San Juan de la Cruz, Gaspar Gil Polo y Gálvez de Montalvo. Lope será, en ocasiones, la más firme decisión de que no sea el silencio lo que suceda al sonar de estas voces.

En 1597 (Lope de Vega tiene treinta y cinco años y prepara su segundo matrimonio) muere Fernando de Herrera. También será para Lope un encendido recuerdo, escondida nostalgia, nueva voz sin carne, cuando, a principios del siglo XVII, Lope viva en Sevilla sus amores con Micaela de Luján. ¡Con qué fervor habrá manejado el madrileño las Anotaciones a Garcilaso de la Vega, publicadas en 1580! Por todas partes por donde Lope se va asomando acaba de desaparecer lo que, aunque excepcional, representaba aún una dimensión local o personal, en abierto contraste con la característica nacional y colectiva que Lope va a representar -está representando ya- con su aliento conciliador de todas las tendencias.

Todo esto es lo que ha ido desapareciendo al llegar Lope de Vega a la vida. Pero ¿qué ha ido apareciendo? ¿Cuál es la melodía que acompañará a Lope? Muy poquito antes ha nacido Góngora: el año anterior. En 1580, Lope con dieciocho años, nace Francisco de Quevedo. (El mismo año que Lope nace también Bartolomé Argensola, y se publica en Lisboa la Copilaçâo de las Obras de Gil Vicente, dispuesta por el hijo del dramaturgo; dos años después que Lope nace Gregorio Hernández, el escultor, que morirá un año después que el Fénix.) A la vez que Lope, ha ido creciendo, día a día, piedra tras piedra, la imponente masa del Monasterio   —10→   del Escorial. Al finalizar los trabajos, en 1584, Lope tiene veintidós años, y la sombra de Elena Osorio le ilusiona y le cobija. En 1599, el año siguiente a su segunda boda, nace Velázquez. Lope está bordeando ya la cuarentena, y es fácil entrever que lo que vaya surgiendo de ahora en adelante ya no le pertenecerá. En efecto, un nuevo giro se plantea, decidido, en el horizonte artístico y sobrevivirá a Lope en el tiempo. 1600, y nace Calderón de la Barca. Un año más, y nacen Baltasar Gracián y Alonso Cano. En 1607 nace Francisco de Rojas Zorrilla, y en 1623, Claudio Coello. Las mudanzas del tiempo son muy notorias.

Ya hacia los principios del siglo XVII comienzan también las defecciones. Un día es uno, otro le toca al de más allá, mañana es aquél... La vida de Lope de Vega fue larga y pudo ir viendo escaparse de su paisaje, fugacidad dolorosa, muchas voces queridas. 1598, y se lleva a Arias Montano. ¡Con qué reposada melancolía habrá acariciado Lope los espléndidos volúmenes de la Políglota de Amberes, aparecida en 1571, cuando todavía era él un niño! ¡Qué resquemor de asombro, de orgullo, durante todos sus años jóvenes, al eco de las noticias sobre la Biblioteca del Escorial, en plena formación! En 1616, muere el Greco. Lope tuvo que verle, tuvo que detenerse ante sus cuadros en la Toledo donde fue a ordenarse y donde vivió en los dos hogares: el de Juana de Guardo y el de Micaela de Luján; en la Toledo donde nació Carlos Félix. El Expolio (1579), El entierro del conde de Orgaz (1586), La Asunción (1610), los cuadros dispersos por las iglesias y conventos tuvieron que llamar a la fuerza la atención de Lope, tan excelente catador de pintura, aunque no cite expresamente al pintor. De entre todas las desapariciones, hubo una muy cercana en el espacio. A pocos metros de la casa de Lope en Madrid, en la calle del León, moría, abril de 1616, Miguel de Cervantes. Los restos del novelista,   —11→   creador de la más noble y limpia sonrisa que la humanidad ha visto brotar, fueron a enterrarse en la iglesia del vecino convento de las Trinitarias, donde Lope irá, años más tarde, a decir su misa ante la hija monja, Marcelica, ya sor Marcela de San Félix, la hija de Micaela de Luján, que profesó en aquella casa en 1622. Por estas fechas, Lope, viejo, desengañado, una nueva amargura al acecho cada día, ¡cómo meditaría sobre el recuerdo de Cervantes, sobre las pasadas diferencias, sobre la chismorrería literaria, resuelta ya en polvo, en recuerdo apenas presente! Primavera madrileña de 1616, el respirar de Cervantes extinguiéndose, y a pocos metros de su casa, entre la calle del Infante y la de Francos, nace, caudaloso, incontenible, el amor de Lope de Vega por Marta de Nevares. La vida tiene sus bromas. Lope, ya pasados los cincuenta años, aún tiene fuerzas y empeño para enamorar a una joven de veintitantos. En la primavera de 1616, Cervantes sólo vivía por el ansia de vivir, según nos cuenta en el prólogo del Persiles. Lope vivía tan sólo para el ansia de amar.

Experiencia, la valiosa experiencia que proporciona el convivir, le va llenando a Lope los días: en 1599 ha visto el primer Guzmán de Alfarache. (Muy poco después, Mateo Alemán será testigo de una de las numerosas asomadas judiciales de Lope, esta vez a causa de sus amores con Micaela de Luján.) En 1605 (la probable fecha del Cristo yacente del Pardo, de Gregorio Hernández), Lope se habrá tropezado con el primer Quijote, y en 1615, con el segundo. A su lado, bordeando su casa y sus andanzas cotidianas, ha ido naciendo la dimensión más fecunda y universal del genio y del arte españoles: los Romanceros y Cancioneros generales, El condenado por desconfiado, la picaresca, el mito de Don Juan, las Novelas ejemplares. (Por cierto, el mismo año de las Novelas ejemplares, 1613, nace Perrault, 1613-1688.) Con un insoslayable sobresalto habrá   —12→   ido leyendo la poesía de Carrillo de Sotomayor y de don Luis de Góngora. Este último muere en 1627. Un año antes, 1626, se ha publicado en Zaragoza El buscón. (Quevedo, admirador de Lope, era también su vecino, en ese barrio madrileño de calles estrechas y empinadas, camino del Prado de San Jerónimo.) En 1617, a los cincuenta y cinco años, Lope pasa por el período de mayor furia en los ataques contra él dirigidos: es la famosa pelea con los preceptistas aristotélicos, enemigos de su sistema dramático, que no podían comprender. Estos enemigos iban encabezados por Suárez de Figueroa y por Torres Rámila, catedrático de Latín en la Universidad de Alcalá de Henares, autor de la Spongia. A ella replicaron Lope de Vega y sus amigos con la Expostulatio Spongiae. También la enemiga de Góngora alcanza este año su mayor virulencia. Para Lope, ya sería un sosegado placer releer las Flores de poetas ilustres, de Pedro de Espinosa, publicadas en Valladolid en 1605, donde el reconocimiento y el prestigio aparecen intocables, o las colecciones anteriores, o recrearse en sus Partes de comedias. Todo sería íntimo, aplacador; todo menos pensar en sus contemporáneos, ya enemigos, ya indiferentes. Desde aquí, ¡qué leve, qué lejos la extinguida enemistad con Cervantes! En 1628 muere Ribalta, el delicado pintor a quien Lope trataría en algunas de sus estancias valencianas y que, al parecer, retrató al Fénix. Al llegar a los sesenta y ocho años (1630), Lope verá el nacimiento del Palacio del Buen Retiro, la aparición de las Lecciones solemnes, de Pellicer, en las que se comenta a Góngora, y la primera edición del Burlador de Sevilla. 1635, ya la muerte llama al portal de la casa de Francos, aún frescos los disgustos por el rapto de Antonia Clara y por la muerte del hijo, Lope, en las costas del Caribe, y todavía está reciente la tinta en el manuscrito de Las   —13→   bizarrías de Belisa. Ese mismo año se inaugura el teatro del Buen Retiro, pero con una comedia de Calderón: El mayor encanto, amor. De la misma fecha es La vida es sueño.

Ese mismo 1635, se funda la Academia Francesa. Al año siguiente, Corneille escribe Le Cid, y nace Boileau. El arte de Lope no volvería a estar vigente hasta el romanticismo, saltando por encima del tiempo y de los avatares, conservando su inmarchitable lozanía a pesar de las modas y las limitaciones.

Para Lope de Vega la vida tiene todavía, afirmativamente y durante los años de su formación, toda la resonancia heroica de la época imperial. Espíritus agudos para entrever el porvenir, y no rotundamente instalados en la tradición, como era el caso de Lope, veían ya el nuevo aire que iban tomando los acontecimientos: Cervantes, Quevedo. Pero Lope late colectivamente, siempre, sin el menor desmayo ni la más lejana sospecha o vacilación. Lope es hombre de la calle, pueblo, estado llano, y solamente capta el lado inclinado de su historia, sin que le asalten temores. Y todo ayuda a que así sea. Siendo Lope muy niño, se dan por terminadas las tareas del Concilio de Trento (1563), la gran afirmación doctrinal del vivir español: Lope la recogerá muy de cerca en sus años formativos. Por esos años, 1568-70, Lope verá la sublevación de los moriscos de las Alpujarras, y habrá oído en su casa, en los corrillos de las esquinas ajetreadas de la Puerta de Guadalajara, la universal satisfacción por la terminación de este episodio, que volvía a poner sobre la vida nacional la vieja Reconquista. Los hechos heroicos de las leyendas y tradiciones nacionales tomaban así para Lope de Vega, ilusionada criatura del Madrid creciente, un resplandor de inmediatez. En 1568, a los seis años de vida de Lope, mueren el príncipe don Carlos y la reina Isabel de Valois. Si, y hemos de creerlo ya que no faltan datos en   —14→   apoyo, Lope era el niño prodigio de que sus contemporáneos hablan, oiría con atención, y atesoraría la experiencia, la complicada historia del príncipe, de las preocupaciones reales por la muerte, casi a la vez, del heredero del trono y de la reina. Muy cerca de la casa de Lope de Vega, en el estudio del maestro López de Hoyos, un joven escribía unos versos en honor de la reina recién muerta: se llamaba Miguel de Cervantes. También en ese mismo año, fueron ejecutados Egmont y Horn, los rebeldes flamencos, por el gobierno del Duque de Alba, y era destronada María Estuardo. Mil veces habrá visto el jovencillo Lope, calle Mayor abajo, camino del Alcázar, las cabalgatas de embajadores, plenipotenciarios y guerreros que rodean la terminación de todas estas aventuras. Una España en decidida voluntad de afirmación, a pesar de los reveses que ya empiezan a asomar. En 1571, con nueve años, ¡qué fascinación oír una y otra vez, a veteranos y paseantes de la corte, la narración del combate de Lepanto! Toda su vida habrá estado presente en su memoria, como la ocasión más alta que vieron los siglos. En 1578, oiría la noticia de la muerte de Don Juan de Austria, y el recrudecimiento de las campañas en Flandes, y el asesinato de Escobedo, y el proceso contra la princesa de Éboli y Antonio Pérez. Al llegar a los dieciocho años, 1580, habrá visto el desastre de Alcazarquivir. Quizá en el aliento interno, la incorporación de Portugal a la corona de Felipe II le habrá satisfecho: en este sentido, se nos aparece hoy su alistamiento y participación en la expedición a las Azores, con el Marqués de Santa Cruz, Don Álvaro de Bazán, en 1583, a fin de reducir la rebeldía de la última isla que no quería acatar la autoridad de Felipe II. Lope de Vega es todavía el joven habituado, por una fatalidad geográfica (haber nacido en España) a las ininterrumpidas victorias militares, a la inesquivable vocación de heroísmo. La minoría directora   —15→   del país, en la que incluiremos a Fray Luis de León, a Arias Montano, Figueroa, Pacheco, Herrera, etcétera, que ya está empezando a remontar la vejez, no puede adoptar posturas diferentes: están antes, en la época afirmativa de los grandes triunfos. Lope se quedará a caballo entre el heroico recuerdo y los descalabros. 1587, es ejecutada María Estuardo; 1588, y Lope de Vega figura en la expedición de la Armada Invencible. En un temperamento más reconcentrado y meditativo que el de Lope, la vuelta de la desgraciada expedición a Inglaterra, el fracaso a hombros, le habría hecho pensar más. Así ocurrirá con Cervantes, anterior a él, y con Quevedo, posterior. Pero en Lope, lo esencial era entregarse, sin rodeos, a la gran faena de vivir la vida íntegramente.

En el año 1598, el de la boda con Juana de Guardo, se da fin a una larga guerra con Francia. La pelea habla comenzado en 1585. Los azares de la lucha habían sido muy varios y siempre difíciles. La complicación de la guerra con Inglaterra, con la Invencible por medio; la turbia historia de la huida de Antonio Pérez en 1590; la conquista de Calais por las tropas del conde de Fuentes; los ataques de las naves piratas, Drake a la cabeza, contra los puertos de las tierras americanas y contra la marcha normal de las flotas a Indias; el desembarco de los ingleses en Cádiz, con el saqueo subsiguiente de la ciudad (suceso que produjo algunas manifestaciones literarias de cierta importancia, como las del propio Lope de Vega y de Cervantes); la conquista de Amiens por el conde de Fuentes en 1597, etc., etc. Al llegar a 1598, el cansancio de la guerra se dejaba sentir. Es entonces cuando se firma la paz de Vervins, entre Felipe II de España y Enrique IV de Francia, con lo que las luchas religiosas entran en una fase nueva. Por este tratado, Felipe II, ya convertido al catolicismo Enrique IV (1593), el primer Borbón francés, retiró la   —16→   candidatura de Isabel Clara Eugenia al trono de Francia, pretensión basada en que la infanta española era la última descendiente directa de los Valois. Felipe II reconocía como rey de Francia a Enrique IV. A consecuencia de este tratado abandonaron París las tropas españolas que, mandadas por Alejandro Farnesio, habían entrado en la capital de Francia en 1590. La conclusión de todo el tejemaneje dinástico iniciado en Vervins está en las bodas reales recordadas en la trama de El villano en su rincón. Todo esto era todavía para Lope de Vega, como para la masa del pueblo español, inequívocas señales de gloria y poderío. Sin embargo, el cansancio se acentúa, significativamente: Felipe II concede ese año la autonomía a los Países Bajos, poniéndolos bajo el mandato de Isabel Clara Eugenia, ya casada con el Archiduque Alberto de Austria. Ese mismo año, 1598, asomando el otoño por El Escorial, Felipe II moría. El año fue pródigo en acontecimientos: prohibición de las comedias en señal de duelo; aparecen las cartas de Antonio Pérez en París; Mateo Alemán se dispone a lanzar el Guzmán. Sube al trono Felipe III y con él la política de los validos.

Felipe III reina de 1598 a 1621. Veintitrés años de política secundaria, en la que Lope no interviene ya más que como una figura del fondo, sin lograr jamás honores palaciegos. Quizá como madrileño apasionado, sentirá hondamente el pasajero traslado de la Corte a Valladolid (1600-1606). En 1603, habrá meditado largamente sobre la muerte de Isabel de Inglaterra, su vieja enemiga, él, veterano de la Invencible. Todavía los años de Felipe III verán prolongado el sentido medieval de la vida con la expulsión de los moriscos en 1609, e incluso con la toma de Larache en 1610. En 1618, la política parece llenarlo todo: es la famosa Conjuración de Venecia, se desarrolla la campaña de la Valtelina, se recrudecen las luchas religiosas, desencadenándose   —17→   lo que después se llamará Guerra de Treinta Años. Sí, la política parece atraer toda la atención. Sin embargo, mientras la vida española parece derramarse enloquecida por Europa, ese mismo año da vida al Marcos de Obregón, de Vicente Espinel, a la primera parte de comedias de Guillén de Castro, a las Eróticas de Esteban Manuel de Villegas, a las Rimas de Juan de Jáuregui. El espíritu no se quedaba atrás.

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En 1621, Lope conoce al tercer Rey coronado de su vida: Felipe IV. Tampoco consiguió nada en la corte del Rey poeta, a pesar de sus peticiones, de sus intentos de ser cronista real, de hacer descaradas concesiones adulatorias al Conde-Duque y a su familia. Lope no consiguió el favor real. Quizá la causa esté en lo escandaloso que resultaba su vivir privado para las rígidas normas sociales, siempre teñidas de hipocresía, o bien porque su arte no llenaba ya las exigencias de una nueva sensibilidad, ya que el arte de Calderón y de sus seguidores se había ido imponiendo. En 1621, después de estrenar el nuevo reinado con la muerte de don Rodrigo Calderón y la pública censura contra los validos de Felipe III, hubo nueva guerra con los Países Bajos. El signo militar de España ya está en franco declive. En cambio, aumenta el signo intimista de su cultura, cada vez más acusado frente a las nuevas y ya imperantes corrientes racionalistas del vivir europeo. En 1622, Madrid celebra la canonización de San Isidro. Nuestro poeta, Lope de Vega, figuró al frente del certamen poético, y con motivo de las fiestas populares alguna comedia suya se representó, incluso ante la corte. En 1623, la Embajada del Príncipe de Gales, que buscaba novia en el Alcázar madrileño, sería la comidilla del hablar cotidiano. 1625, y la toma de Breda dejaría un halo de cortesanía y bravura en la pintura de Velázquez y en el teatro de Calderón. Pero no deja de ser un episodio: desde 1624 era ministro de Luis   —18→   XIII de Francia el Cardenal Richelieu, quien había de inclinar el poderío de las cortes europeas hacia la casa de Borbón. En 1629, aún ve nacer Lope de Vega otra pasajera ilusión: a los sesenta y siete años, habrá visto la alegría por el nacimiento del príncipe Baltasar Carlos. En este año, y durante una breve paz, Quevedo publica las poesías de Fray Luis de León. Y ya en 1635, Richelieu vuelve a declarar la guerra a España. Muy poco tiempo más, y esa España en la que Lope se sentía muy bien instalado, gozosamente, vitalmente instalado, comenzará a resquebrajarse: la campaña de las dunas (1639), la separación de Portugal y las revueltas de Cataluña (1640)... La noticia de la batalla de Rocroy llegaría a España como un escalofrío (1643).

Europa ha seguido también su camino: dos años después de haber nacido Lope de Vega, nacen Shakespeare, Marlowe y Hardy: es un año decisivo para el drama. También en 1564 nace Galileo. En 1572, se afirma el sentido renacentista de la epopeya en los pueblos modernos, al hacerse nacional con la aparición de Os Lusiadas. En 1596, nace Descartes: un nuevo aire de pensamiento va a poblar la mente europea, a la vez que el escalón vital de Lope se engarza definitivamente en la Historia; 1604, y comienza la publicación de las comedias de Lope. Este mismo año es el del Otelo de Shakespeare. El año anterior es el de Hamlet. El año 1608 trae al mundo a Milton (1608-1674) y a Torricelli (1608-1647). En 1632, el año de la muerte de Marta de Nevares, cuando ya la vida no le guarda a Lope más que reiteradas penas, nacen Locke y Espinoza, y muere Gustavo Adolfo de Suecia en la batalla de Lützen. Nuevos vientos, nuevas ideas, nuevos estilos del pensar. Y en medio de ellos, Lope, ceñido estrechamente a su pueblo, apoyado firmemente en la circunstancia colectiva y en los afanes teatrales del vivir español y en su propia nostalgia: en 1632 aparece La Dorotea. Al tener en   —19→   sus manos el primer ejemplar, Lope ha acariciado sus setenta años, tan densos y fructíferos.

El teatro de Lope de Vega refleja cumplidamente la vida en esa España en que le tocó vivir. La vida cotidiana surge en los versos de Lope animadamente, llena de sus ecos más firmes: el amor, el sentimiento del honor, la fidelidad a la monarquía, la vida religiosa. Al lado de esto, nos encontramos también datos, noticias, etc., que nos dan luz sobre esa vida pequeña de lo que no está totalmente dentro de las normas, una picaresca en carne viva, que se presenta sin los agrios perfiles de la picaresca auténtica y literaria. Así, por ejemplo, las romerías y devociones populares, al lado de las diversiones y pasatiempos en general. Lope nos conduce de la mano a las fiestas famosas en Madrid, San Isidro y Santiago el Verde, donde los madrileños se solazaban de mil modos a orillas del Manzanares; a alguna de estas fiestas incluso asistía el Rey. Salen en sus comedias los juegos de cañas y los toros, las fiestas mayas y el Carnaval. Enamorado como estaba de lo popular, no es nada extraño que la noche de San Juan salga repetidamente en su teatro. Toda su obra dramática es espectáculo, diversión también colectiva.

El personaje más destacado en toda esta literatura es el propio Madrid. La recién creada capital del Imperio aparece de mil maneras en el teatro de Lope, como igualmente en la novela picaresca y cortesana. Lope cita los templos famosos de la ciudad, aquellos en los que se daban cita enamoradas y galanes. La Victoria, situada en las inmediaciones de la Puerta del Sol, donde vivió el propio Lope con su madre, era lo que en la jerga actual se llamaría una «iglesia de moda», la de las misas vistosas y atestadas de una multitud endomingada y quizá no muy fervorosa. Los textos clásicos demuestran que en su atrio se celebraban multitud de citas amorosas. Se recuerda a San Felipe el   —20→   Real y sus gradas, donde estaba situado el Mentidero de la villa, lugar de reunión y comentarios, el Carmen y San Ginés, etc. Madrid fue adquiriendo la calidad de un nuevo romancero, convertida en la Babilonia que llenaba de asombro a todo el que la contemplaba. Lope de Vega lleva a pasear a sus personajes al Prado, por las inmediaciones de San Jerónimo el Real, y recuerda las fuentes que por allí había. En torno a una de ellas se desenvuelve la deliciosa trama de El acero de Madrid. Muy cerca estaba el Palacio del Buen Retiro, recordado por todos los escritores del tiempo. Al lado de esta exhibición orgullosa de los rincones hermosos de la ciudad, abunda la ironía sobre la suciedad, la trampa corriente que había de sufrir el recién llegado, la mala vida de algunas mujeres, etc., etc. La vida entera desfila por la pluma de Lope. Ya señalamos más adelante que se tiene la sensación de que en Lope está todo, desde la vida del hampa hasta la de la Universidad y la nobleza. Y no solamente la vida urbana se desliza ante nuestro asombro en el teatro de Lope, sino también la rural, enalteciendo a los labriegos, por las razones concluyentes que hicieron considerarlos en la sociedad como los de sangre más limpia. En esta vertiente, donde Lope explica encantadoramente la vida del campo, nos da felices visiones de un mundo arcádico, a veces horaciano, y siempre vivo, lleno de calor y humanidad. Aprovecha siempre la ocasión para darnos sus hermosísimas cancioncillas o letras para cantar, en las que se revela como un experto conocedor de la tradición más viva de la lírica española.

Venimos, quizá rápidamente, hablando de la vida en la España de Lope. La vida no es solamente el lado bueno de ella, el que querríamos recordar y reservarnos íntegro, sino que está hecha de sinsabores, de pequeñas truhanerías, y de halagos y desengaños revueltos. Todo está encerrado en este Lope excepcional e incomparable,   —21→   representante excelso de las flaquezas y virtudes de su pueblo. Todo en Lope queda inmediatamente trascendido en poesía, y tanto sus virtudes como sus fallos se truecan en seguida en admirable temblor, en voz estremecida. Le cupo a Lope ser el representante adecuado de la colectividad a que pertenecía. Su vida, tumulto sin orillas, es como el fluir de la Historia contemporánea, alocada, orgullosa, desmedida, llena de tropiezos y de gestos de increíble nobleza. Hincada firmemente en la ortodoxia católica y en la fidelidad al Rey, Lope asimila el latido de su pueblo y lo muda en criatura de arte, dándole un ademán de extraordinaria belleza, pero sin puntos de vista nuevos o complicados, sino fiel siempre a la multitud en que se encuentra y apoya. Lope es el poeta más popular de toda la literatura española. La España de su tiempo es la suya, la única posible en ese vaivén entre su vida y su creación.





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