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ArribaAbajoVida de Lope de Vega

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ArribaAbajoEn años verdes y en edad temprana

En 1561, Felipe II fijó en Madrid la capitalidad del Imperio. El viejo lugarón casi manchego, acosado entre el páramo por un lado y los bosques de la Corona por el otro, se convirtió rápidamente en la gran ciudad, abigarrado contraste de personajes y de pícaros, sin abandonar del todo su aire labriego y rústico. De todas partes del país acudieron gentes al nuevo reclamo del lujo y de la vida administrativa. Nobles, funcionarios, militares, artesanos, artistas, etc., se dieron cita en esa encrucijada de la geografía española, en la curva, todavía ascendente, de los Siglos de Oro. Uno de tantos recién llegados fue un maestro bordador, Félix de Vega Carpio, quien, originario del valle de Carriedo, en las montañas santanderinas, había bajado a Valladolid, al calor de la corte, y ahora, a principios de 1562, se establecía en Madrid, persiguiéndola. Este bordador, casado con Francisca Fernández Flores, ya había tenido, en Valladolid, y de su legítimo matrimonio, un hijo, Francisco, muerto en edad temprana, y una niña, Isabel.

Parece que la quietud del matrimonio fue turbada por un pasajero devaneo del marido, quien, abandonando a la familia, escapó a Madrid, en seguimiento de una mujer. Francisca Fernández Flores no se amilanó por eso, y, con la decisión necesaria, se encaminó   —26→   también hacia la recién estrenada corte, en persecución de su legítimo esposo. De la subsiguiente reconciliación, a principios de 1562, con la regular reanudación de la vida matrimonial, fue buena prueba el nuevo vástago, que nació en Madrid, el 25 de noviembre de ese mismo año, día de San Lope. Este niño fue bautizado el día 6 de diciembre siguiente, en la parroquia, de San Miguel de los Octoes1. Le bautizó un licenciado Muñoz, y fueron padrinos Antonio Gómez y Luisa Ramírez, su mujer. Andando el tiempo, el bautizado narraría en cumplidos versos el motivo de su existencia: están en la epístola a Amarilis Indiana, una poetisa suramericana de la que nada sabemos:


    Tiene su silla en la bordada alfombra
de Castilla el valor de la Montaña,
que el valle de Carriedo España nombra.
    Allí otro tiempo se cifraba España;
allí tuve principio; mas ¿qué importa  5
nacer laurel y ser humilde caña?
    Falta dinero allí, la tierra es corta;
vino mi padre del solar de Vega:
así a los pobres la nobleza exhorta.
    Siguióle hasta Madrid, de celos ciega,  10
su amorosa mujer, porque él quería
una española Elena, entonces griega.
    Hicieron amistades, y aquel día
fue piedra en mi primero fundamento,
la paz de su celosa fantasía.  15
    En fin, por celos soy: ¡qué nacimiento!
Imaginadle vos, que haber nacido
de tan inquieta causa fue portento.



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Porque, no hace falta recordarlo ya, ese niño que fue bautizado en San Miguel de los Octoes fue Lope de Vega, poeta del Cielo y de la Tierra, la más fecunda personalidad literaria de todo el mundo, el hombre para el que no tuvo sombras el fluir de las pasiones humanas, que vio, vivió y manejó torrencialmente. Parece que su padre también escribió versos, que se han perdido, y también le vemos yendo, en angustiados extremos, desde ese devaneo amoroso, que le hace abandonar casa, mujer e hijos, hasta el otro extremo de la más encendida piedad, que le hacía acudir a los hospitales de Madrid, dando el gesto y el hecho de una caridad sin límites2. Aún sin descontar que sus actividades de este género pudieran tener un lado interesado (el estar en contacto directo con los personajes eclesiásticos, buenos clientes a su quehacer artístico de bordador, resuelto en frontales, casullas, etc.), es curioso ver en ellas un anuncio de muchas de las facetas que después tendrá el hijo excepcional, tumultuoso pelear   —28→   de gozos totales y de encendido arrepentimiento.

La familia Vega se había instalado en la Puerta de Guadalajara, en la calle Mayor, en el trozo que los madrileños han llamado hasta hace muy pocos años (y aún lo seguirán llamando los vecinos del barrio) La Acera Ancha, entre la Cava de San Miguel y la calle de Milaneses, casi frente a donde, años después, moriría Calderón de la Barca. Era un barrio típico de gremios y de artesanos o comerciantes. Todavía, a unos pasos del solar de Lope, gritan el recuerdo de ese trajín los carteles de la calle de Bordadores. Y, cada vez más dispersos por la nueva nomenclatura oficial, ciega a la verdad histórica, quedan Coloreros, Tintoreros, Cuchillerros, Herradores, Cabestreros, Latoneros, etc. En ese ambiente, movido, de una humanidad que se agita y se desvive, pasó la niñez de Lope de Vega. Nuestro poeta recordó el lugar de su nacimiento, diciendo que fue «pared y medio de donde puso Carlos quinto la soberbia de Francia entre dos paredes», es decir, frontero al Palacio y torreón de los Lujanes, donde, después de la batalla de Pavía, Francisco I de Francia estuvo prisionero.

El sosiego de la vida familiar en el hogar de Félix de Vega y Francisca Fernández Flores se vio aumentado con nuevos hijos: Juliana, que pasó por la vida sin dejar huellas; y Juan, que acompañó a Lope en la expedición a Inglaterra en 1588, en la Armada Invencible, de donde no volvió. Félix de Vega, el padre, murió repentinamente en Madrid, en 1578, cuando Lope tenía dieciséis años. La madre, Francisca Fernández Flores, vivió 11 años más3. Murió también en Madrid,   —29→   en la vecindad del desaparecido convento de la Victoria4.

Se dice en muchos casos que la familia de Lope tenía un vivo interés en ser considerada como noble o, por lo menos, de sangre hidalga montañesa. Pero no hay que olvidar que es un lugar común, en las estimaciones colectivas del español medio en el Siglo de Oro, el considerar noble a todo el oriundo de la montaña santanderina   —30→   o de las Asturias de Oviedo. Baste como prueba una cervantina: aquella dueña que, en el Quijote (II, 48), noble por haber nacido en las Asturias de Oviedo, se veía obligada a trabajar, cosiendo, y estaba casada con un escudero que debía ser considerado «hidalgo como el rey, porque era montañés». Quevedo llamó a la Montaña «cuna de la nobleza de España». En realidad, se trata, como digo, de una creencia colectiva que se aprovechaba o se inventaba, y Lope podía disponer, en este caso, de un solar conocido. Pero la hidalguía auténtica no debió poseerla, ya que, por ejemplo, habría sido nombrado caballero de Santiago, como lo fue Calderón. En cambio, Lope habló repetidas veces de su «humilde sangre» y de la «humilde casa de sus padres», etc. Frente a estas declaraciones, hay que recordar el uso del escudo de Carpio, con 19 torres, del que se burlaron cumplidamente Góngora, Cervantes y otros, y al que tenía un derecho muy dudoso5.

Volviendo a la vida de nuestro poeta, diremos que sus primeros años nos quedan bastante oscuros. En la dedicatoria de una comedia, La hermosa Esther (Parte XV, Madrid, 1621), recuerda con cariño a su tío don Miguel del Carpio, inquisidor, «de noble y santa memoria, en cuya casa pasé algunos de los primeros días de mi vida». Este Miguel del Carpio fue un celoso guardador de la ortodoxia, muerto en 1579. Su fama como   —31→   perseguidor de la herejía hizo nacer en Sevilla (donde vivió con él Lope) el dicho, refiriéndose a algo caliente: «¡Quema como Carpio!». Si hemos de seguir a la biografía apasionada y encomiástica que de Lope escribió Juan Pérez de Montalbán, su primer biógrafo, habremos de pensar en un Lope niño prodigioso, en el que ya se insinúan los rasgos de rebeldía o de arrebato momentáneo y poco meditado; Montalbán dice así, en su Fama póstuma: «Iba a la escuela, excediendo conocidamente a los demás en la cólera de estudiar las primeras letras; y como no podía, por la edad, formar las palabras, repetía la lición más con el ademán que con la lengua. De cinco años leía en romance y en latín; y era tanta su inclinación a los versos, que, mientras no supo escribir, repartía su almuerzo con los otros mayores porque le escribiesen lo que él dictaba. Pasó después a los estudios de la Compañía, donde en dos años se hizo dueño de la Gramática y la Retórica, y antes de cumplir doce tenía todas las gracias que permite la juventud curiosa de los mozos, como es danzar, cantar y traer bien la espada, etc.». El mismo Montalbán, líneas más adelante, nos cuenta la primera peripecia arriesgada de Lope de Vega: «Viéndose ya más hombre, y libre del miedo de su padre, que ya había muerto, ambicioso de ver mundo y salir de su patria, se juntó con un amigo suyo, que hoy vive, llamado Hernando Muñoz, de su mismo genio, y concertaron el viaje, para cuyo intento cada uno se previno de lo necesario, fuéronse a pie a Segovia, donde compraron un rocín en quince ducados, que entonces no sería malo, por el valor que tenía el dinero; pasaron a La Bañeza y, últimamente, a Astorga, arrepentidos ya de su resolución por verse sin el regalo de su casa, y así determinaron volverse por el mismo camino que llevaron, y faltándoles en Segovia el dinero, se fueron entrambos a la platería, el uno a trocar unos doblones y el otro   —32→   vender una cadena. Pero apenas el platero (escarmentado quizá de haber comprado mal otras veces) vio los doblones y la cadena, claro está, pensó lo peor, pero lo posible, y dio parte a la Justicia, que luego vino y los prendió; mas el juez, que debía de estar bien con su conciencia, habiéndoles tomado su confesión y viendo que decían entrambos verdad, porque decían una misma cosa, y que su culpa era mocedad y no delito, y, en efecto, que su modo, su hábito y su edad no daban indicios de otra cosa, les dio libertad y mandó que un alguacil los trujese a Madrid y los entregase a sus padres, con los doblones y la cadena».

Es muy posible que este episodio recordado por Pérez de Montalbán no sea más que una de tantas invenciones del propio Lope, siempre fluctuante entre la vida y la literatura. De todos modos, en La Dorotea, obra excepcional dentro de la copiosa producción de Lope de Vega, no es difícil reconocer de alguna manera esta fuga, aunque disimulada bajo el noble disfraz literario del libro. Lo mismo ocurre con otros muchos episodios de la juventud de Lope, que aparecen contados con el suficiente esguince para no ser reconocidos inmediatamente como pura fotografía, pero sí para ser tenidos en cuenta y saborear su huella a la distancia con un escondido placer. Montalbán era cuarenta años más joven que Lope y escribe rendido siempre por una rotunda admiración hacia su maestro, aparte de no tener un sentido muy claro de las cosas.

Montalbán y Lope coinciden, cada uno por sus caminos, en la noticia de los estudios en la Compañía. Montalbán en la forma que queda recogida arriba. Lope lo hace en su declaración en el proceso promovido contra él por los familiares de Elena Osorio, y del que más tarde hablaré. Lope dice los Teatinos, nombre con que se designaba popularmente a los jesuitas (establecimientos de Teatinos propiamente dichos no hay en   —33→   España hasta 1630)6. Es muy probable que, antes de entrar en el Colegio Imperial, adquiriese conocimientos elementales en algún estudio o escuela dirigido por el maestro Vicente Espinel, gran poeta y excelso novelista, autor de la Vida del Escudero Marcos de Obregón, por el cual Lope de Vega sintió un gran afecto toda su vida. Ya en el colegio, adonde debió entrar en 1572, hemos de suponerle familiarizándose con los textos de Horacio y de Ovidio, y de Virgilio. También, al parecer, y según el propio testimonio en el mismo proceso a que antes me referí, estudió matemáticas y astronomía en la Academia Real.

Convento de Carmelitas Descalzas

Convento de Carmelitas Descalzas

Sor Marcela de San Félix

Sor Marcela de San Félix. Monja trinitaria, hija de Lope de Vega

Los estudios en el Colegio de la Compañía debieron comenzar a trazar el surco dramático en las estimaciones y en la visión personal de Lope. Dentro de los colegios jesuitas existía un frecuente y destacado teatro escolar, representado en las festividades, en las que Lope, colegial, no dejaría de intervenir, despertándose así su orientación. Quizá este período es el que él mismo recordará después en el Arte nuevo de hacer comedias:


    Y yo las escribí de once y doce años,
de a cuatro actos, y de a cuatro pliegos,
porque cada acto un pliego contenía.



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También quizá en los estudios de la Compañía iniciaría Lope de Vega relaciones con algunos jóvenes de la nobleza, que, asistiendo con él a las clases, serían después amigos o puertas de entrada en el trato con los nobles, a la sombra de los cuales vivió durante años. De algunos de sus colegas de tareas hay noticias, y nada generosas por cierto, del mismo Lope en el proceso a que ya me he referido. Así ocurre con el licenciado Ordóñez, al que Lope intentó atribuir la paternidad de algunos libelos escritos por él mismo.

Montalbán nos da la noticia de la ida de Lope a Alcalá a cursar en aquella célebre Universidad. También Lope lo confirma en La Dorotea. Montalbán dice, siguiendo el hilo de su narración después de la frustrada escapatoria con su amigo hasta Astorga: «Luego que llegó a Madrid, por no ser su hacienda mucha y tener algún arrimo que ayudase a su lucimiento, se acomodó con don Jerónimo Manrique, obispo de Ávila, a quien agradó sumamente con unas églogas que escribió en su nombre y con la comedia La pastoral de Jacinto, que fue la primera que hizo de tres jornadas, porque hasta entonces la comedia consistía sólo en un diálogo de cuatro personas que no pasaba de tres pliegos, y de éstas escribió Lope de Vega muchas... Los aplausos que se le siguieron con el nuevo género de comedias fueron tales, que le obligaron a proseguirlas con tan feliz abundancia que en muchos años no se vieron en los rótulos de las esquinas más nombres que el suyo, heroicamente repetido. Mas pareciéndole que sería importante saber de raíz la Filosofía para no hablar en ella al acaso (como sucede a muchos), hizo elección de la insigne Universidad de Alcalá, donde cursó cuatro años, hasta graduarse, siendo el más lucido de todos sus concurrentes, así en las conclusiones como en los exámenes».

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Lope confirma en varias ocasiones su paso por Alcalá. Lo hace en La Dorotea y en otros lugares. De La Filomena, por ejemplo, procede este testimonio, valioso, además, por aclararnos otro aspecto de su juventud: el servicio junto al obispo Manrique, también recordado en las líneas de Montalbán que acabo de transcribir:


    Crióme don Jerónimo Manrique,
estudié en Alcalá, bachilleréme,
y aun estuve de ser clérigo a pique.



No podemos precisar cuánto duraron esos servicios al obispo Jerónimo Manrique de Lara ni cuándo comenzaron. Lope le recordó siempre con cierto afecto, e intentó, ya ordenado, obtener una capellanía invocando el nombre de su antiguo protector, muerto en 15957. Tampoco sabemos a ciencia cierta cuáles fueron los años que Lope pasó en Alcalá, ya que no se ha encontrado su nombre en los registros de matrícula de la Universidad. Incluso se ha negado el episodio universitario alcalaíno por algunos investigadores. Sin embargo, parece que debió ser real, ante las numerosas y rotundas afirmaciones de Lope: dada la cantidad y calidad de sus enemigos, no habría faltado alguno que le desmintiera, y tal suceso no se produjo. Lope de Vega, pues, estudió en Alcalá, aunque no redondease sus estudios, y seguramente debió a la protección de Manrique el poder asistir a las aulas. Según todas las probabilidades, Lope entró en la Universidad en 1577, es decir, cuando tenía 15 años, y saldría cuatro años   —36→   después, como el mismo Montalbán dice, es decir, en 1581-1582.

La Universidad alcalaína, pasado el gran brillo erasmista y renaciente de sus primeros años, le dio una instrucción de honda raigambre medieval. En la epístola a la Amarilis americana, que ya hemos citado, Lope no disimula su valoración de aquellos estudios, que en realidad fueron más bien una pesada carga:


    Apenas supe hablar, cuando advertido
de las Febeas Musas escribía
con pluma por cortar versos del nido.
    Llegó la edad y del estudio el día,
donde sus pensamientos engañando,  5
lo que con vivo ingenio prometía:
    De los primeros rudimentos dando
notables esperanzas a su intento,
las artes hice mágicas volando:
    Aquí luego engañó mi pensamiento  10
Raymundo Lulio, labyrinto grave,
rémora de mi corto entendimiento.
    Quien por sus cursos estudiar no sabe,
no se fíe de cifras, aunque alguno
de lo infuso de Adán su genio alabe.  15
    Matemática oí, que ya importuno
se me mostraba con la flor ardiente
cualquier trabajo, y no admití ninguno.
    Amor, que Amor en cuanto dice miente,
me dijo que a seguirle me inclinase:  20
lo que entonces medré, mi edad lo siente.
    Mas como yo beldad ajena amase,
dime a letras humanas, y con ellas
quiso el Poeta amor, que me quedase:
    Favorecido en fin de mis estrellas,  25
algunas lenguas supe, y a la mía
ricos aumentos adquirí por ellas:
    Lo demás preguntad a mi Poesía,
que ella os dirá, si bien tan mal impresa,
de lo que me ayudé cuando escribía.  30



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Sí, es seguro que al temperamento ya tumultuoso y poco disciplinado de Lope no le vendrían holgados los procedimientos rigoristas y memoriosos de Lulio, ni sus ciencias ocultas. Pero, en cambio, los años alcalaínos le enriquecieron en experiencia vital, con su vivir diverso y casi milagroso, ese vivir que nos refleja la novela del tiempo o de los años posteriores, una verdadera épica de las costumbres estudiantiles. Por otra parte, si los cursos no eran muy de su gusto, sí es indudable que Alcalá sería entonces, con su vida intelectual y editora, un vivo crisol de las corrientes culturales de su tiempo: ninguna se le escaparía, y, desde luego, en estos años de juventud, plásticos años, cuando todo lo que llega de fuera es entusiásticamente recibido, adquiriría el caudal de conocimientos que aparecen dispersos en sus innumerables escritos. Ciencia y experiencia aunadas en pintoresco y palpitante revoltijo, que luego darán pulso y aliento a sus criaturas, dolientes, serenas, enamoradas, vivas, en una palabra.

Abandonó Lope la Universidad alcalaína, si hemos de creer su propia afirmación, por unos amoríos:


Cegóme una mujer, aficionéme,
perdóneselo Dios...



En 1582-83, parece probable una fugaz escapada de Lope a los estudios salmantinos, donde seguramente oiría alguna lección al doctor Diego de Vera, según recuerda en la dedicatoria de las Rimas de Tomé de Burguillos (1634). Una movida estampa de la vida universitaria salmantina aparece en El bobo del colegio, donde Lope de Vega evoca la ciudad, reflejándose en el Tormes, guarnecida de las torres y de las masas de sus Colegios Mayores, poblada por la gritería colorista de becas y mucetas. Pero esta experiencia salmantina no fue muy duradera. En 1583, un 23 de junio, zarpaba   —38→   de Lisboa una escuadra, mandada por don Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz, con destino a la isla Terceira, del archipiélago de las Azores, única de esas islas que, fiel al prior de Ocrato, no reconocía la autoridad de Felipe II. En esa expedición iba Lope de Vega alistado. Lo recuerda en el Huerto deshecho, epístola dirigida a don Luis de Haro:


Ni mi fortuna muda
ver en tres lustros de mi edad primera8
con la espada desnuda
al bravo portugués en la Terceira...



La expedición a las Azores duró exactamente dos meses. El 15 de septiembre regresaba, victoriosa, a Cádiz la escuadra, con lo que quedaba terminada la anexión de Portugal a la Corona de Felipe II. La empresa militar dejó hermosas huellas en el teatro de Lope, como, por ejemplo, en El galán escarmentado, donde se incluye una minuciosa narración de la pelea, graciosa, movida, salpicada de una deliciosa parla marinera:


Del gran río de Lisboa,
la víspera de aquel grande
que Dios le puso este nombre
y Juan sus dichosos padres,
a quien cristianos y moros
con tanto amor fiestas hacen,
el Marqués de Santa Cruz
con cinco galeones parte,
treinta naos, doce galeras
y doce armados patajes,
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de galeazas, quince cebras,
siete barcas chatas grandes,
con catorce carabelas
y con nueve mil infantes
de bizarros españoles,
italianos y alemanes;
cuatro mil hombres de mar
en faenas y balances,
y cincuenta aventureros,
señores particulares,
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
haciendo que los soldados
en los patajes se embarquen,
y con vientos por bolina
se fue siguiendo el viaje
hasta ver a San Miguel,
isla entonces sin el Angel.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Surge en la playa, a pesar
de sus cañones, y hace
que un soldado y un trompeta
a los fuertes se acercasen
a publicar el perdón
que del Rey de España trae;
nos respondieron las piezas
de muros y baluartes.
Reconocióse la isla,
y con acuerdo bastante,
por una ensenada y calas,
entra a seis de julio, un martes,
remolcando los barcones,
las pinazas y patajes
en que irían cuatro mil
y más quinientos infantes
de los tercios de don Lope
y de otros tres capitanes.
Entró, en efecto, el Marqués,
al tiempo que el alba sale,
llevando en su capitana
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muchas personas notables.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Ganóse la artillería,
San Sebastián luego dase,
y a la ciudad de Angra vuelve
nuestro ejército triunfante,
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
y quedando victoriosa
la gloria de los Bazanes.



Este episodio, como después el de la Invencible, que a su tiempo veremos, formarán en la experiencia heroica de Lope fácil y encendida fraseología, habitual en cualquier español de su tiempo, tan lleno de portentos militares. Es natural que Lope los recordase siempre con una adormecida vanagloria.

Volvemos a encontrarnos, pues, a Lope de Vega sobre la tierra de España en septiembre de 1583. Tiene, en ese tiempo, 21 años y está a punto de cumplir los 22. Y ya es poeta conocido y estimado. Hay que suponer que ha escrito ya con la suficiente calidad para ser citado y solicitado. El Lope de Vega «que comienza ahora» (como se le cita, al lado de varios poetas antiguos, en La Dorotea), en 1584, con 23 años, colabora en el Jardín espiritual, de Pedro de Padilla, y en el Cancionero, de López Maldonado, publicado en Madrid en 1586, pero con licencia de impresión en 1584. Por este tiempo, Cervantes publica su Galatea (1585). Dentro de ella, en El canto de Calíope, al final del libro, Lope de Vega es citado como uno de los ingenios más distinguidos:


    Muestra en un ingenio la experiencia
que en años verdes y en edad temprana
hace su habitación así la ciencia,
como en la edad madura, antigua y cana:
no entraré con alguno en competencia
que contradiga una verdad tan llana,
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y más si acaso a sus oídos llega
que lo digo por vos, Lope de Vega9.



Nos encontramos, pues, a Lope de Vega con 23 años, estrenando casi su juventud, elogiado y conocido, estimado, puesto a la par de los grandes y consagrados maestros. Los años de su formación y de su adolescencia nos han pasado ante los ojos rápidamente, en altibajos de luz y de sombra, diluyéndose largos períodos entre el deslumbramiento de alguna evidente certeza. Vamos ahora a encontrarle con gran frecuencia, vamos a poder seguirle paso a paso dentro y fuera de sus libros, compaginando la verdad histórica con la verdad literaria, asistiendo a ese raro portento de la vida española en el que, según la feliz frase de Vossler, se, vivía la literatura y se literatizaba la vida. El lector atento debe estar muy bien dispuesto a aceptar a Lope tal y como él fue, con su genial desmesura y sus deslices atroces, y debemos estar todos predispuestos a ver estas contradicciones como una prueba más de su apasionada vida. Que todo eso está enredado en el fluir sin norma de los días: virtudes, aciertos, generosidad, y también increíbles ruindades. De un hombre hablamos. Aceptémosle, pues. A cambio, estemos bien seguros de que nadie, en ningún lugar del mundo, ha sabido enaltecer sus propias y desazonantes caídas en tan intocable desfile de bellezas, legándonos la generosa transformación de cada anécdota en palabras de ahilada, sonreída hermosura.