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ArribaAbajoMicaela de Luján y Juana de Guardo

Abandonado el servicio de la casa de Alba, y establecido de nuevo en Madrid con el perdón de los Velázquez, Lope, en 1598, es decir, sin tregua en su vivir de torrente, contrae matrimonio por segunda vez. La boda aconteció el 25 de abril (Lope va camino de sus treinta y seis años), en la iglesia parroquial de Santa Cruz. Las velaciones se efectuaron en la iglesia de San Blas, el 3 de mayo siguiente. Se llamaba ella Juana de Guardo, y era hija de Antonio de Guardo, rico carnicero que abastecía de víveres los mercados de Madrid. Al casarse doña Juana, ya había muerto su madre, María de Collantes. La condición de la familia Guardo desató las burlas de los poetas y escritores enemigos de Lope, especialmente las de Góngora, que fue implacable con Lope hasta su muerte. Doña Juana de Guardo llevó en dote al matrimonio una cantidad muy respetable: más de veintidós mil reales de plata. A pesar del primerizo aire de matrimonio por interés, no hay razones para pensarlo. Parece que esa dote no llegó a hacerse efectiva nunca, ni Lope la reclamó jamás. En los frecuentes ataques de los demás escritores, hemos de ver, por lo general, fruto de envidias y maledicencias. Doña Juana de Guardo apenas aparece en los poemas de Lope. Debió de ser una mujer vulgar y sosegada, que sobrellevó, pacientemente la inconsecuencia de su marido. El matrimonio   —64→   duró hasta 1613, fecha en que murió doña Juana, y hay que suponer que fue para ella un largo calvario, lleno de su bondad. Tuvieron una hija, Juana, que murió niña, y un hijo, Carlos Félix, nacido en 1605 y muerto siete años después. Una tercera, Feliciana, que sobrevivió a Lope, nació en 1613.

Los primeros momentos de su regreso a Madrid, Lope los vivió como pasajero secretario del marqués de Malpica, pero ya en 1598 le encontramos como secretario del marqués de Sarria, futuro conde de Lemos. Este acomodo hubo de buscarlo empujado seguramente por una viva necesidad: poco antes de su segunda boda, murió la infanta Catalina Micaela, duquesa de Saboya, hija de Felipe II, y éste, en señal de duelo, prohibió las representaciones teatrales, que no se reanudaron hasta que, al año siguiente, ya muerto Felipe II, se celebraron las bodas de Felipe III con Margarita de Austria. El conde de Lemos, don Pedro Fernández de Castro, tuvo a su lado a Lope de Vega hasta 1600, y su secretario le conservó siempre viva gratitud. De algún testimonio de Lope parece deducirse que sirvió al conde en menesteres quizás más humildes de lo que correspondía a un secretario, pero tampoco hemos de olvidar la permanente exageración y desmesura, derivada en lujo verbal, que caracteriza a Lope.


    Mostrara yo con vos cuidado eterno,  15
mas haberos vestido y descalzado
me enseñan otro estilo humilde y tierno.



En abril de 1599, vuelve Lope a Valencia, a la ciudad a que tan gratos recuerdos le unían. Vuelve acompañando a su señor, el marqués de Sarria, quien va a Valencia en el séquito de Felipe III y de su hermana, la infanta Isabel Clara Eugenia; ambos iban a reunirse con sus parejas, Margarita de Austria y el duque Alberto.   —65→   Con motivo de la doble boda, se celebraron numerosos y brillantes festejos populares, en los que Lope intervino muy directamente. Se representó el auto alegórico Las bodas del alma con el amor divino, del propio Lope, y Lope en persona intervino en un juego que escenificaba el duelo entre el Carnaval y la Cuaresma. Ante las parejas reales se recitó algún poema de Lope, donde el rey expone su poder desmoronándose ante la muerte, y una comedia profana más, Argel fingido y renegado de amor. Fruto de este viaje por la tierra que le había dado refugio durante su destierro, son Las Fiestas de Denia, poema que narra las diversiones que tuvieron lugar en Denia, bajo el patronato del duque de Lerma, en honor del joven rey. El fin del poema era contárselas a doña Catalina de Zúñiga, condesa de Lemos, que, ausente en el virreinato de Nápoles, no pudo presenciarlas.

Ya es Lope de Vega en este tiempo el Fénix de los Ingenios. Ha publicado, además de La Arcadia, La Dragontea, poema épico consagrado a narrar las odiadas hazañas del pirata inglés Drake. Ha escrito más de un centenar de comedias y ha dado su sello y orientación al teatro español definitivamente. Sus romances y sonetos corren de boca en boca. Su vida familiar parece que marcha por derroteros de tranquilidad. Y sin embargo...

Hay otro conflicto en la vida de Lope. Un conflicto, como no podía ser menos, amoroso: Micaela de Luján. Ha debido venir de más atrás, silenciado, pero cada vez menos, dadas las cualidades de nuestro poeta, el trato con la hermosa comedianta: antes de su segunda boda. Este trato alcanzará, con el tiempo, la máxima desenvoltura, sin el menor reparo ni encubrimiento. No sabemos a ciencia cierta cuándo empezaron estos amores, pero ya en Las fiestas de Denia, 1599, hay una clara alusión a Micaela. Seguramente empezó por ese   —66→   tiempo, y alcanzó su mayor furia entre 1602 y 1604, fechas en las que Lope anteponía la inicial de Micaela a su firma hasta en documentos públicos. La última vez que esto ocurre es en 1608, y ya, en lo sucesivo, desaparecen las alusiones a Camila Lucinda, tan frecuentes los años anteriores18.

La figura de Micaela de Luján, que aparece un poco desdibujada en la poesía lopesca, ha cobrado bulto y movimiento en los documentos. Era comedianta, de no primera categoría, que seguramente se retiró de la escena al entablar sus relaciones con Lope. Estaba casada con un Diego Díaz, también representante, quien, desde 1596, residía en el Perú; allí murió en 1603. Micaela tenía dos hijas de este comediante: Agustina y Dionisia. Son las dos mayores en la lista de siete hijos que figuran en el documento por el cual la viuda, en 1604, recaba ser nombrada tutora y curadora de sus personas y bienes. Salía como fiador de tal empresa de tutela Lope de Vega, y como testigo de su solvencia figura nada menos que Mateo Alemán, el autor del Pícaro Guzmán de Alfarache. Cuando Micaela acepta el cargo de tutora de sus hijos, declara que la mayor, Agustina, tiene catorce años, y el menor, Félix, tres meses. Diego Díaz, el difunto marido, había partido para las Indias en 1596, ocho años antes19. Los cinco hijos últimos (Angela, Jacinta, Mariana, Juan y Félix) eran de Lope. Todavía en 1605 nació Marcela, la hija dilecta del poeta, en Toledo; y en 1607, en Madrid, nació el último,   —67→   Lope Félix de Vega Carpio, Lope el mozo. Por cierto que en la partida de bautismo de este último, en la parroquia de San Sebastián, se le inscribe como hijo de Lope de Vega Carpio y de Micaela de Luján. Había desaparecido todo recato.

Durante largos años, Lope de Vega se sintió unido a Micaela de Luján por un afecto tranquilo, conyugal, muy diferente del atormentado y gesticulante de Elena Osorio o de la propia Belisa. El período que lleva a 1610, fecha de su asentamiento definitivo en Madrid, es un tiempo de ajetreado ir y venir para el Fénix, que tiene que dividirse entre sus dos hogares. Juana de Guardo, la mujer legítima, residió en Madrid hasta 1604, y en Toledo de 1604 a 1610, en que se vuelven a Madrid. Micaela de Luján residió primero en Toledo, luego en Sevilla (donde Lope pasó temporadas entre 1602 y 1604), después anduvo de nuevo por Toledo (donde nace Marcela), y por último en Madrid, donde Lope alquiló una casa en la calle del Fúcar (1607) para vivienda de la familia ilegal. La legítima seguía en Toledo, donde en 1606 había nacido Carlos Félix, el segundo hijo de doña Juana de Guardo, bautizado en la iglesia de San Justo.

Micaela debió de ser extraordinariamente hermosa, pero, a diferencia de las otras amadas de Lope, era una mujer ignorante. Consta que no sabía firmar. Lope alaba siempre de ella, y exclusivamente, sus perfecciones naturales y espontáneas. Muchos de sus más hermosos pasajes líricos se basan en la hermosura de Lucinda, en sus ojos zarcos («azules como el cielo y los zafiros»), sus cabellos, sus manos blancas. Esto hace que la personalidad de Micaela quede un tanto perdida, a pesar de los esfuerzos de Lope por darle categoría literaria. Buena prueba de esta actitud literaria es este espléndido soneto:

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    Belleza singular, ingenio raro,
fuera del natural curso del cielo,
Etna de amor, que de tu mismo hielo
despides llamas, entre mármol Paro.
    Sol de hermosura, entendimiento claro,  5
alma dichosa en cristalino velo,
norte del mar, admiración del suelo,
émula al sol, como a la luna el faro;
    milagro del autor de cielo y tierra,
bien de naturaleza el más perfecto,  10
Lucinda hermosa en quien mi luz se encierra:
    nieve en blancura y fuego en el efecto,
paz de los ojos y del alma guerra,
dame a escribir, como a penar, sujeto.



De los hijos de Micaela, Marcela y Lope alcanzaron edad adulta, y más adelante volveremos sobre ellos. A partir de 1608, las relaciones con Micaela debieron de ir enfriándose. Después del nacimiento de Lopito, nada se sabe de la madre, que se esfuma en la obra y en la vida de Lope de Vega, olvidada u abandonada, o separados de mutuo acuerdo. Lope vuelve a aparecer contento en el hogar familiar legítimo, pasada a la zona intocable de la creación poética la aventura con la hermosa serrana, como llama a Camila Lucinda.

En 1605 ha muerto en Madrid su hermana Isabel; en 1605 ha entablado trato de amistad estrecha con el duque de Sessa, don Luis Fernández de Córdoba y de Aragón, su mecenas y protector, con el que estará ya en estrecha relación toda su vida20. En 1608 se titula ya Familiar del Santo Oficio de la Inquisición, y publica la Jerusalén Conquistada en 1609. También en 1609 aparece el Arte nuevo de hacer comedias, excelente alegato   —69→   en pro de su comedia y en contra de los preceptistas aristotélicos, que no acababan de entender la genial innovación de su arte escénico. Por fin, en 1610, verano arriba, Lope de Vega se establece en Madrid, en una casa propia, en la calle de Francos, cuestas del Madrid austríaco hacia el Prado, con su huertecillo y una piedra con inscripción labrada en el dintel: Parva propria, magna; Magna aliena, parva. La inscripción revela un regusto suave en la encariñada visión de lo propio: lo pequeño, si es propio, es grande; lo ajeno, por grande que sea, resulta pequeño. La casa de Lope, donde ya vivió para siempre y murió, podemos hoy verla admirablemente reconstruida y viva, con sus salas y su huerto, y sus recuerdos inmediatos.

En esta casa de Madrid puso Lope lo mejor de sus empeños y de su cariño, de su intensa y emocionada ternura por todo lo vivo, dotándola de una personalidad sin límites:


    Mas tengo un bien en tantos disfavores
que no es posible que la envidia mire:
dos libros, tres pinturas, cuatro flores.



En efecto, allí reunió una nutrida biblioteca, algunos cuadros y esculturas que serían de su gusto, y gastaba las horas necesarias en cuidar y arreglar su huerto y jardín:


    Que mi jardín, más breve que cometa,
tiene sólo dos árboles, diez flores,
dos parras, un naranjo, una mosqueta.



Había comprado la casa a un tal Juan Ambrosio de Leiva en nueve mil reales. Con la propiedad, le nacieron instintos de comodidad burguesa, y ráfagas de tranquilo vivir, ni envidioso ni envidiado, cruzan su existencia al abrigo de sus tejas recién estrenadas. A esa casa de la   —70→   calle de Francos se trajo su familia legítima, ya enfermucha doña Juana de Guardo y de cinco años el pequeño Carlos Félix. El aliento cálido del hogar, el refugio seguro, el mimo de la esposa y del niño surgen, nítidos, aquí y allá, alejando más a la nostalgia y al verso los anteriores amoríos y devaneos. Parece que quiere nacer ya la quietud de la edad madura, dorándose en frutos. Lope de Vega trabaja incansablemente. En ese estudio de la calle de Francos, hoy visible y palpitante, Lope escribió sus obras más densas: La dama boba, El perro del hortelano, El acero de Madrid. Tras de una luz delgada, la luz de los atardeceres madrileños, mientras el fárrago de la vida cortesana se desliza hacia el Prado, Lope habrá estado afilando las rimas de El Caballero de Olmedo, de El castigo sin venganza, de Peribáñez, de Fuenteovejuna. Detrás de esa ventana silenciosa han nacido los dramas que han significado la más honda y valiosa transformación en la escena del Renacimiento, algunos de ellos tan sumamente nuevos y desligados de la tradición universitaria de su tiempo que han tenido que pasar siglos para que la crítica comprenda sus excelsos valores, tanto nacionales como poéticos. A esa casa llegaron, en peregrinación de intelectual pleitesía, personalidades de todas partes, ansiosas de conocer al genio de Lope, ya camino de la vejez reposada y gloriosa, sembrada de increíbles bellezas21. Y allí, a la vez, su vida familiar parece que va a alcanzar el total respiro, esa quietud merecida después de tan alteradas andanzas:


    Quien no sabe del bien del casamiento
no diga que en la tierra hay gloria alguna,
que la mujer más necia e importuna,
la vence el buen estilo y tratamiento.
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    Trasladar a los brazos soñoliento  5
un hijo en bendición desde la cuna
es la más rica y próspera fortuna
que puede descansar el pensamiento.
    Necedad es sembrar tierras ajenas;
conoce el pajarillo el huevo extraño  10
y el amante engañado el hijo apenas.
    Oigame aquel que se llamare a engaño:
los hombres hacen las mujeres buenas,
y sólo por su culpa viene el daño.



Sí, parece que ha llegado por fin la calma. La felicidad doméstica -que ahora ya se encargarán la muerte y la desgracia de ir perturbando, a él, gran perturbador- rebosa en sus escritos. Así aflora en Los pastores de Belén, especie de Arcadia a lo divino, que fue publicado a principios de 1612, dedicado a su hijo Carlos. Comienzan a entreverse las llamaradas místicas, con los Soliloquios. En fin, la Epístola al doctor Matías de Porras, médico y presidente de Audiencia en el Perú, nos retratan un Lope vuelto hacia dentro, lleno de felicidad, narrada en notas de emotiva sencillez:


    Ya, en efecto, pasaron las fortunas
de tanto mar de amor, y vi mi estado
tan libre de sus iras importunas,
    cuando amorosa amaneció a mi lado
la honesta cara de mi dulce esposa,  5
sin tener de la puerta algún cuidado;
    cuando Carlillos, de azucena y rosa
vestido el rostro, el alma me traía
cantando por donaire alguna cosa.
    Con este sol y aurora me vestía;  10
retozaba el muchacho como en prado
cordero tierno al prólogo del día.
    Cualquiera desatino mal formado
de aquella media lengua era sentencia
y el niño a besos de los dos traslado...  15
    Y contento de ver tales mañanas,
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después de tantas noches tan escuras,
lloré tal vez mis esperanzas vanas.
    Y teniendo las horas más seguras,
no de la vida, mas de haber llegado  20
a estado de lograr tales venturas,
    íbame desde allí con el cuidado
de alguna línea más, donde escribía,
después de haber los libros consultado.
    Llamábanme a comer; tal vez decía  25
que me dejasen, con algún despecho;
así el estudio vence, así porfía.
    Pero de flores y de perlas hecho,
entraba Carlos a llamarme, y daba
luz a mis ojos, brazos a mi pecho.  30
    Tal vez que de la mano me llevaba,
me tiraba del alma, y a la mesa
al lado de su madre me sentaba.



No se puede encontrar más clara, ágil y despreocupada emoción ante esas voces infantiles que le alejan de su trabajo y le conducen entre refunfuños y caricias a la mesa familiar, olorosa y bien dispuesta. Entre las paredes de la casa de la calle de Francos se ha guarecido la felicidad.

Y sin embargo... ¡con qué placer escondido entre sus penas meditaría Lope la mudanza de fortuna, las esquiveces de la suerte! Doña Juana andaba siempre con alifafes, y, para complicarlos, tuvo un mal parto en los primeros días de 1612. Marchó a restablecerse a Toledo, mientras Lope sigue entregado a la creación literaria y a luchar con algunos achaques que comienzan a aparecer. Regresa doña Juana, repuesta, y en el verano de 1613, Carlos Félix, de siete años ya, enfermó de calenturas. Lope escribía al duque de Sessa: «Su criado de V. excelencia, Carlitos, está con tercianas dobles, muy trabajoso; no come nada; si allá hay alguna jalea, mande V. excelencia a Bermúdez que la envíe».   —73→   Y después de esto ya no nos queda más que el eco de la transida elegía que Lope dedicó a la muerte de su hijo:


    Este de mis entrañas dulce fruto,
con vuestra bendición, ¡oh Rey eterno!,
ofrezco humildemente a vuestras aras.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
    Y vos, dichoso niño, que en siete años
que tuvistes de vida, no tuvistes
con vuestro padre inobediencia alguna,
curad con vuestro ejemplo mis engaños,
serenad mis paternos ojos tristes,
pues ya sois sol donde pisáis la luna.
De la primera cuna
a la postrera cama
no distes sola una hora
de disgusto, y agora
parece que le dais, si así se llama
lo que es pena y dolor de parte nuestra,
pues no es la culpa, aunque es la causa vuestra.
    Cuando tan santo os vi, cuando tan cuerdo,
conocí la vejez que os inclinaba
a los fieros umbrales de la muerte;
luego lloré lo que ahora gano y pierdo
y luego dije: «Aquí la edad acaba,
porque nunca comienza desta suerte...».
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
    Yo para vos los pajarillos nuevos,
diversos en el canto y los colores,
encerraba, gozoso de alegraros;
yo plantaba los fértiles renuevos
de los árboles verdes, yo las flores
en quien mejor pudiera contemplaros.
Pues a los aires claros
del alba hermosa apenas
salistes, Carlos mío,
bañado de rocío,
cuando, marchitas las doradas venas,
—74→
el blanco lirio, convertido en hielo,
cayó en la tierra, aunque traspuesto al cielo.
    ¡Oh, qué divinos pájaros agora,
Carlos, gozáis, que con pintadas alas
discurren por los campos celestiales
en el jardín eterno...!



La muerte de Carlos Félix debió de ser terrible golpe para los sentimientos de Lope, padre amante y generoso. Y por si fuera poco, doña Juana de Guardo murió pocos meses después, de consecuencias de un parto en el que nació una niña, Feliciana:


Feliciana el dolor me muestra impreso
de su difunta madre en lengua y ojos;
de su parto murió, triste suceso.



El testamento de doña Juana, otorgado pocos días antes de la muerte, revela la penuria económica que imperaba en la casa, quizá un poco desorganizada por los últimos quebrantos y enfermedades, y revela también la avaricia del suegro, el rico carnicero, que nunca quiso ayudarles.

Y he aquí otro nuevo escalón de esta vida convertido en versos extraordinarios, en aventura poética, y traspasada la realidad a la nostalgia. Lope, solo en su casa de la calle de Francos, mira a su alrededor y busca con qué poblarla, cómo dar vida a sus muebles y a sus flores, con tanto amor acarreados y acariciados. Para ello, trae a su casa a Marcela y a Lope Félix, los dos hijos más pequeños habidos con Micaela de Luján, Camila Lucinda. En 1613, Marcela tiene ocho años. Permanecerá con su padre hasta profesar en las vecinas Trinitarias, en 1622, donde sobrevivió al Fénix treinta y tres años, con universal fama de discreción y de dotes   —75→   literarias22. En cambio, Lope Félix proporcionó, con su temperamento díscolo, varios disgustos a su padre. Después de algún tiempo de encierro en los Desamparados (especie de asilo para huérfanos, aún recordado en la nomenclatura del callejero madrileño, esquina a la calle de Atocha, al lado de la imprenta que imprimió el primer Quijote), Lope Félix parecía tener preocupaciones literarias. Participó en el certamen que se realizó con motivo de la beatificación de San Isidro en 1620, pero en 1621, según un testimonio de La Filomena, el joven había cambiado las letras por las armas. En la Epístola a Francisco de Herrera Maldonado, escrita entre 1622-23, Lope dice:


Lope se fue a la guerra, que la guerra
muchos estudios fértiles contrasta.



Lope Félix se alistó en el ejército que mandaba el marqués de Santa Cruz, hijo del ilustre Álvaro de Bazán, bajo cuyas banderas Lope de Vega, el padre, había   —76→   ido a las Azores. Parece que intervino heroicamente en varias acciones contra holandeses y turcos, pero fascinado por la riqueza abandonó las armas, donde iba teniendo buena fortuna, y se embarcó en una expedición a la isla Margarita, en la costa de Venezuela, en busca de perlas. El barco naufragó y el hijo de Lope encontró la muerte en el mar. Este suceso, acaecido poco antes de la muerte de Lope, fue una de las grandes penas de sus últimos años. Nuevamente habremos de recordarlo.

Por ahora estamos en 1613. El año ha acabado para Lope con abundantes penas. Enfermedades, la muerte de Carlitos, la desaparición de Juana de Guardo, la soledad. La felicidad aquella que llenaba la casa de la calle de Francos se ha resquebrajado gravemente. Lope saca fuerzas de flaqueza, y todavía en setiembre de ese mismo año figura en el séquito que acompaña a Felipe III y a la real familia en un viaje por Segovia, Burgos y Lerma. Reanuda galanteos, y se insinúa otro nombre de mujer, Jerónima de Burgos, también comedianta y vieja amiga de nuestro poeta: había figurado como madrina en el bautizo de Lopito. Pero parece que eso no fue otra cosa que un episodio más entre otras aventuras más importantes23.

Y llegamos a 1614. Lope cuenta ya con cincuenta y dos años. Es entonces cuando decide acogerse al seguro de la iglesia, ordenarse, y vestir con un manto de tranquila santidad su vida tumultuosa. Una sombra de desengaño puebla sus actos y sus sentimientos, al menos con una absoluta hondura y lealtad en tanto que duran. Pero las caídas siguen acechando...



  —77→  

ArribaAbajo«Ordeneme, Amarilis...»

Sería muy fácil, desde el punto de vista de las normas morales de hoy, censurar a Lope de Vega su proceder subsiguiente a la ordenación. Nada más equivocado. En la España del siglo XVII, la vida sacerdotal era casi un oficio como otro cualquiera, al que se llegaba después de los años universitarios o a través de decisiones familiares, que afectaban, sobre todo, a los segundones de las familias hidalgas. Por otra parte, no podemos olvidar las peculiares condiciones de apasionamiento vital, de verdadera locura de vida que encierra la peripecia entera de Lope. De ahí sus caídas vertiginosas, pocas veces ocasionales o puramente motivo de mojigato escándalo, sino arraigadas en hondas pasiones. Dije al empezar que estábamos hablando de un hombre. Ahora hemos de decir que estamos hablando de un hombre excepcional, para el que la vida merecía la pena de vivirse también excepcionalmente. A nadie le es lícito dudar de la sinceridad o de la hondura de sus creencias religiosas, de su fe, de su disposición para el arrepentimiento y para la honda amargura por sí mismo. En Lope se da admirablemente la postura maltrecha y dividida del hombre que, sin abandonar la Edad Media, con su ascetismo, su renunciamiento, ha alcanzado la plenitud renacentista, con su exaltación pagana de la carne y de la vida en general. Ese hombre partido, desgarrado entre dos mundos en pugna, dos mundos igualmente válidos y atrayentes, forzosamente   —78→   había de andar en inestable equilibrio, dando una a Dios y otra al demonio. Lope de Vega es así personaje de su peripecia histórica, y, como todo en él, es también personaje desmesurado, en franco arrebato, en hipérbole increíble. La misma voz («más voz que carne», como dijo en una ocasión aludiendo a los ruiseñores) que habla susurrado los prodigiosos poemas a Belisa, a Filis, a Camila Lucinda, nos estremece con estas prodigiosas frases de las Rimas sacras:


    No sabe qué es amor quien no te ama,
celestial hermosura, esposo bello;
tu cabeza es de oro, y tu cabello
como el cogollo que la palma enrama;
    tu boca como lirio, que derrama  5
licor al alba; de marfil tu cuello;
tu mano el torno, y en su palma el sello
que el alma por disfraz jacintos llama.
    Ay, Dios, ¿en qué pensé cuando, dejando
tanta belleza y las mortales viendo,  10
perdí lo que pudiera estar gozando?
    Mas si del tiempo que perdí me ofendo,
tal prisa me daré, que un hora amando
venza los años que pasé fingiendo.



Sería fácil espigar unos escalones en la marcha nueva de la vida de Lope: en su transformación religiosa. En 1609 había ingresado en la Congregación de Esclavos del Santísimo Sacramento, y en 1610 en la del Oratorio del Olivar (donde le siguió Cervantes, y luego Salas, Espinel, Quevedo...). En 1611, es terciario franciscano. (Luego, aún entrará en otras varias.) Y en 1614, Lope se encamina a Toledo, a fin de hacer las gestiones necesarias para recibir las órdenes. En la Epístola al Doctor Porrashabla de su trascendental paso:


    Aunque por tanta indignidad, cobarde,
el ánimo dispuse al sacerdocio,
porque este asilo me defienda y guarde.



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Y en la Epístola a Amarilis insiste:


    Dejé las galas que seglar vestía;
ordenéme, Amarilis, que importaba
el ordenarme a la desorden mía.



Todo este tiempo, ya desde varios años atrás, Lope ha sido secretario del duque de Sessa. La correspondencia con el noble, desde Toledo, nos hace seguir detalladamente los incidentes de su ordenación, que no fue tan rápida como Lope pensaba. La espera parece que le ayudó a sobrellevarla Jerónima de Burgos, la comedianta, que estuvo a punto de ser madrina de Feliciana, la niña que nació dando muerte a Juana de Guardo, y que quizá no lo fue porque el padrino, el duque de Sessa, no lo vio con buenos ojos, dadas las condiciones de la mujer24. Lope se ordenó por fin el 24 de mayo de 1614 y dijo su primera misa en el Convento de Carmelitas Descalzos, orden a la que pertenecía su confesor, Fray Martín de San Cirilo, iglesia donde poco tiempo antes se había sepultado a su mujer, Juana de Guardo. Pero entretanto, había seguido escribiéndole al duque sus cartas de amor. Y aquí nació el primer conflicto. El confesor del nuevo sacerdote consideraba gravísimo pecado este menester de secretario en los regodeos adulterinos y le prohibió ocuparse de tal menester. Varias cartas reflejan la angustia de Lope al tener que decir a su señor que no podría escribirle más, porque no le daban la absolución. Sin embargo, el duque siguió protegiéndole y ayudando a la familia. En el otoño de ese mismo año, Lope dedicó sus Rimas sacras a Fray Martín de San Cirilo, su confesor, quizá para atraérselo o desagraviarle. El duque,   —80→   por su parte, proporcionó a Lope un beneficio en Alcoba, en sus tierras de Córdoba.

Dos años, 1614, 1615, dura en Lope este afán de rectitud, de aparecer ocupado con su nuevo estado y las complicaciones que arrastraba. En 1614, Lope figura en el Tribunal de calificación del certamen celebrado con motivo de la beatificación de Santa Teresa, fiesta que se celebró en el Carmen Descalzo, y en la que tomaron parte Cervantes, Vicente Espinel y otros. En 1615 viajó a Ávila con el propósito de conseguir una capellanía, instituida por su antiguo señor y protector, el obispo Manrique de Lara. Sigue manteniendo las íntimas relaciones de siempre con la escena y la gente de teatro, como revelan sus cartas al duque de Sessa, pidiéndole ayudas de diversos tipos y contándole sus andanzas. También en 1615, la corte marchó a Burgos, donde se celebró, por poder, el matrimonio de la infanta Ana de Austria, hija de Felipe III, con Luis XIII de Francia, y el de Isabel de Borbón, hermana del rey francés, con el Príncipe de Asturias, luego Felipe IV. El duque de Lerma fue enviado por Felipe III a la raya del Bidasoa, para que trajese desde allí a la infanta francesa y acompañase a la española. El duque de Sessa iba con el de Lerma, y con él Lope de Vega. Con motivo de este viaje, Lope pide a su señor ropas apropiadas, «para que pueda aparecer sin vergüenza donde hubiere ser preciso el hallarnos juntos». La vida de Lope se puede perseguir casi día a día gracias a esta correspondencia con el duque, que, ansioso, coleccionaba los escritos de su secretario. A fines de 1616, Lope sale inesperadamente para Valencia, según dijo para visitar un hijo franciscano que allá tenía. Es de suponer, sin embargo, que su viaje tiene que ver con una comedianta, Lucía de Salcedo, que por aquellos días regresaba de Nápoles en la compañía de Sánchez. Esta comedianta, a la que Lope llama «La loca» en sus cartas, es un   —81→   amor desdibujado, del que sabemos muy poco, probablemente una locura pasajera, como tantas otras en el ánimo del poeta.

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