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ArribaAbajoLa obra de Lope de Vega

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ArribaAbajoObras no dramáticas

El máximo valor lopesco está para nosotros, y para toda la circunstancia española, en el drama, Lope de Vega es el creador del teatro nacional, de uno de los dos teatros nacionales de la cultura moderna (el otro, sería el inglés, con Shakespeare al frente). Pero se impone hacer un orden en el acercamiento a la desmesurada creación del Fénix. Haremos primeramente un ligero recorrido por lo esencial de su obra no dramática, a fin de familiarizarnos lo más posible con la voz de su autor y con sus peculiares actitudes.

No haría falta decirlo: en la producción no dramática es donde Lope figura, o gusta de figurar, como poeta erudito, culto. Son esos poemas donde piensa vencer la fama del Ariosto o del Tasso. Ya adivinamos, pues, que no está en esas obras lo más representativo de Lope, del Lope que venimos destacando. Solamente en aquellas que tienen como trasfondo una emoción o una personal experiencia autobiográfica, Lope se encuentra como pez en el agua y nos da cimas de poesía o de interpretación. Pero, por lo general, predomina la obra de encargo o circunstancial, donde lo convencional es tan fuerte que no añade nada al proceso que perseguimos.

En cambio, en aquellas obras matizadas por la personal experiencia, Lope nos proporciona frutos de extraordinaria calidad. Son, principalmente, Epístolas, Églogas, algunos romances, y, sobre todo, La Dorotea. Haremos un breve repaso de todas ellas.

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ArribaAbajoLa obra en prosa

En toda la obra de Lope, como ya vengo diciendo, resulta muy difícil separar, con arreglo a las normas de una rígida preceptiva, los elementos que la componen. La lírica, la experiencia que motiva esa lírica, y los elementos culturales, se dan entremezclados en una franca alteración de la economía general del libro, lo que hace muy difícil mantener limpia y rigurosa la catalogación en que la obra se incluye. Así, por ejemplo, en La Arcadia, novela pastoril, lo más importante son, sin duda, los trozos líricos que encierra. En las Epístolas ocurre lo mismo: son importantes por las noticias de cualquier tipo que desprenden (autobiográficas, literarias) o por los trances de efusión que, a veces, las salpican. Hecha esta salvedad, iremos analizando, siquiera sea someramente, las obras de Lope.


ArribaAbajoLa Arcadia

La Arcadia, novela pastoril, fue compuesta, aproximadamente, entre los años 1592 y 1594. Cuando Lope se decidió a hacer este libro, tenía ya a la vista numerosos modelos excelentes, desde Boccaccio y Sannazaro hasta la Diana, de Jorge de Montemayor; La Galatea, de Cervantes; la Fílida, de Gálvez de Montalvo, y otras varias. La Arcadia tiene como motivo fundamental el hacerse grato a su señor de entonces, el duque de Alba. Sus páginas están llenas, bajo el dulce disfraz de los   —123→   pastores, del fluir de la vida cortesana en la villa ducal de Alba de Tormes. Fue la primera de las obras extensas de Lope que vio la luz (1598). En ella, Lope se declara partidario de una literatura de tipo erudito, bien distinta de la que le hizo alcanzar la fama.

La novela pastoril se había hecho muy popular después de la publicación de la Diana de Jorge de Montemayor, en 1559. Como en todas ellas, Lope pretendió dar escenas y sucesos actuales, bajo la fronda de las aventuras y los diálogos pastoriles. «La Arcadia es historia verdadera», dice en el prólogo. Así se continuaba la buena tradición que había hecho adivinar a los autores o a los personajes en su real condición detrás de los nombres pastoriles. Años después, Lope, en la Égloga a Claudio, decía:


Sirviendo al generoso duque de Alba,
escribí del Arcadia los pastores,
bucólicos amores
ocultos siempre en vano,
cuya zampoña de mis patrios lares
los sauces animó de Manzanares.



El joven duque de Alba, don Antonio de Toledo, aparece en la novela con el nombre de Anfriso. Lope es Belardo. Anfriso ama a Belisarda. Los padres le alejan de ella para que el olvido se haga lugar. Él cree que Belisarda le ha abandonado para casarse con Olimpo, y los celos y la desesperación, alimentados por las palabras de un hechicero, se apoderan de él. Anfriso cae en el inocente recurso de, por despecho, fingir amor a otra mujer, Anarda, y Belisarda, engañada, se casa con otro, Salicio, rudo amante despreciado. En el colmo de la desesperanza, una bruja, Polinesta, aconseja al pastor Anfriso que se entregue a heroicas hazañas, para así levantar su ánimo.

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Es cierto que, para la sensibilidad actual, una novela como La Arcadia ofrece muy pocos atractivos. Nos encontramos enormemente separados de su sensiblería y de sus párrafos peinados y artificiosos. Pero esa literatura era la que gustaba entonces, la que podríamos llamar, para entendernos, sentimental o romántica, muy al uso de cualquier lector. Por otra parte, todo el mundo reconocía en seguida a los disimulados personajes, lo que proporcionaba una secreta alegría a cada persona que, de pronto, se encontraba dentro del secreto. Cualquier persona, al acercarse a las ordenadas líneas de La Arcadia, sabía que Bresinda era la duquesa, y que Brasildo respondía al ilustre músico Juan Blas de Castro, que figuraba en la corte ducal, y quien hizo la tonada para algunos poemas de Lope. Incluso hoy, la diversidad de su contenido, magias, hechicerías, opiniones sobre la belleza femenina o los misterios de la naturaleza, y, sobre todo, los versos, dan a la novela un movimiento y una gracia que no tienen sus análogas. Un aluvión incontenible de palabras y de preciosismo anega al lector36.

Los aciertos del libro estriban fundamentalmente en la gracia expositiva de Lope. La visión pictórica de la naturaleza es excelente y está expuesta con verdadero   —125→   paladeo. El Lope esclavo de lo que se ve, aparece en sus maneras especiales de adjetivar, de recordar a cada paso el lienzo necesario. Cuando describe los campos, asistimos a la descripción de un fondo de pintura renacentista. Igualmente destaca su personalidad cuando se entretiene en exhibir su amor por las flores. El mismo Lope habla, en el prólogo del libro, de que algo de sus propios sentimientos va infundido en los del héroe, para acabar reconociendo, al final, que había procurado eliminar de la novela; en cuanto pudo, sus vivencias personales.

Es a veces abrumador el alarde cultural de La Arcadia, la pesada erudición científica, astrológica, retórica. Una lista de los «nombres poéticos e históricos», agregada al libro, forma, en la edición de Amberes de 1605, unas sesenta páginas. Este pedantesco despilfarro de erudición y de citas, hizo que Cervantes se burlase, suave y maliciosamente, de Lope en el prólogo del Quijote. La burla debió dolerle mucho al Fénix, tanto más cuanto que Cervantes es citado en el libro V de La Arcadia como uno de los poetas famosos de España.

La Arcadia debió de terminarse hacia 1590, fecha en que el duque de Alba contrajo matrimonio, ya que, en la novela, Anfriso queda soltero. Sin embargo, una alusión a la muerte de doña Isabel de Urbina hace pensar que, el menos alguna parte del libro, sería añadida después de 1594, fecha de esa muerte.




ArribaAbajoLos pastores de Belén

En el otoño de 1611 terminaba Lope de Vega Los pastores de Belén, publicado en 1612, y dedicado a su hijo Carlos Félix, el niño, hijo de Juana de Guardo, que murió de siete años en la casa de la calle de Francos, aquél al que Lope dedicó tan hermosa elegía, ya   —126→   recordada. El amor de padre, caudaloso, vertido en plenitudes, que Lope sentía por su pequeño, está bien patente en las palabras de la dedicatoria: «Estas prosas y versos al Niño Dios, se dirigen bien a vuestros tiernos años: porque si él os concede los que yo os deseo, será bien que cuando halléis Arcadias de pastores humanos, sepáis que estos divinos escribieron mis desengaños, y aquéllos mis ignorancias. Leed estas niñeces, comenzad con este Christus, que él os enseñará cómo habéis de pasar las vuestras».

Ahí va explicado, a grandes líneas, el aire general de Los pastores de Belén: una Arcadia a lo divino. Pastores que van y vienen, traspasados de tierno y real sentido religioso, en torno al nacimiento del Salvador. Lope logró redondear un libro exquisito, saturado de poesía y de emoción, elementales, sí, pero aún operantes sobre el ánimo de cualquier lector. Podemos acercarnos a Los pastores seguros de que tropezaremos en seguida con bellezas abrumadoras. Una explicación simplista, para localizarla en la trayectoria de las letras españolas, sería la de pensar en la corriente que hace volver a lo divino multitud de libros ilustres. Tal, la vestidura devota que Sebastián de Córdoba hizo con los versos de Garcilaso de la Vega, o La clara Diana a lo divino, título del trueque de la Diana de Montemayor, llevado a cabo por Bartolomé Ponce. Pero, en todas estas trasmutaciones y nuevas vestiduras, hay siempre una parodia, o por lo menos una evidente irrespetuosidad con la criatura artística, no justificada siquiera con los fines piadosos. Y estos sentimientos no albergan en la obra de Lope: Lope es sincero, emocionado y rendidamente sincero cuando mueve a sus pastores. Pone en este danzar sus más altas dotes, introduciéndose en el mundo de la leyenda piadosa y bíblica, también común a todos sus contemporáneos -no perdamos de vista esta identidad nunca-, y haciéndola vivir, dotándola   —127→   de carne y hueso. Estos pastores no tienen nada de profanación o de burla: recitan una y otra vez poemas admirables, con boca limpia y candorosa, dicen largos párrafos llenos de complicada casuística, y con su rústica andadura remueven todo el patrimonio cultural de Lope, al lado de sus más nobles remedos de la tradición popular.

Unos cuantos pastores se han reunido en los valles próximos a Belén, unas semanas antes del Nacimiento de Jesús. En su charla, repiten las historias de David y Betsabé, de Absalón y Tamar, de Susana y los jueces; se pierden en consideraciones sobre la familia de María, sobre las profecías que anuncian el advenimiento, y participan con ademán claro y voluntarioso en la Visitación, el Nacimiento, etc. En la realidad más cercana, estos pastores quieren bien poco. Como algo muy adjetivo, y en realidad como el recuerdo de la trama de cualquier novela pastoril, nos sale al encuentro en alguna ocasión la noticia de los amores entre ellos (Aminadab y Palmira; Ergasto y Niseyda). En el fondo, estos pastores se quedan extáticos, las manos juntas o arrodillados, embebidos del Prodigio que les toca presenciar, disimulados sus pecadores pies por una capa de oloroso musgo casi artificial: se ha comparado Los pastores con un Nacimiento37, con el familiar Belén tradicional en las casas españolas, de figurillas de barro, movidas cada Navidad por manos infantiles, puras, temblorosas de emoción y milagro. Esta comparación es exacta. Lope toca, mima, casi besuquea al Niño Jesús. Toda su ternura por la niñez aflora a borbotones, sin perder ni en un solo momento su calidad religiosa. Las creencias toman cuerpo concreto, descienden a nuestras manos. También en esto el Fénix comparte la   —128→   firmeza de creencia de todos sus contemporáneos. En él, como en Murillo, la intimidad del Hogar Santo es la intimidad de un hogar cualquiera, modesto y artesano. El Niño al que se canta en Los pastores es de veras un niño, un niño que muy bien podía estar en la calle de Francos, para el que Lope escribió, cantándosela luego, la más hermosa canción de cuna de la literatura española:


    Mas revelándole a el alma
de la Virgen la respuesta,
cubrió de sueño en sus brazos
blandamente sus estrellas.
    Ella entonces desatando  5
la voz regalada y tierna,
así tuvo a su harmonía
la de los cielos suspensa:
   Pues andáis en las palmas,
ángeles santos,  10
que se duerme mi niño,
tened los ramos.
    Palmas de Belén,
que mueven airados
los furiosos vientos,  15
que suenan tanto,
no le hagáis ruido,
corred más paso,
que se duerme mi niño,
tened los ramos.  20
    El niño divino,
que está cansado
de llorar en la tierra
por su descanso,
sosegar quiere un poco  25
del tierno llanto,
que se duerme mi niño,
tened los ramos.
    Rigurosos hielos
le están cercando,  30
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ya veis que no tengo
con qué guardarlo.
Angeles divinos
que vais volando,
que se duerme mi niño,  35
tened los ramos.



Toda la andadura erudita del libro (poesías con un pie forzado de rima muy difícil, los juegos de prendas y de colores y letras, los torneos literarios, la figura de un gracioso, llamado Rústico por broma, etc.) palidece ante esta llamarada de sinceridad popular. Lope supo presentar toda la materia religiosa como presentaba cualquier otro asunto histórico o pasional. No hay más respeto que el intocable al dogma; la irreverencia, por otra parte, no se habría tolerado tampoco en la colectividad. Fuera de eso, lo más sagrado y lejano aparece inmediato y familiar, vestido del color y del eco actuales y orlados de experiencia. He aquí cómo se cuenta el Nacimiento del Salvador:

«Conociendo, pues, la honestísima Virgen, la hora de su parto, José salió fuera, que no le pareció justo asistir personalmente a tan divino sacramento. María, descalzándose las sandalias de los benditos pies, y quitándose un manto blanco que la cubría y el velo de su cabeza, quedándose con la túnica y los cabellos hermosísimos tendidos por las espaldas, sacó dos paños de lino y dos de lana, limpísimos y sutiles, que para aquella ocasión traía, y otros dos pequeñitos para atar la divina cabeza de su Hijo... Pues como tuviese todas estas cosas prevenidas, hincándose de rodillas, hizo oración, las espaldas al pesebre y el rostro levantado al cielo, hacia la parte de oriente... Estando en esta oración sintió mover en sus virginales entrañas su Soberano Hijo, y en un instante lo parió y vio delante de sus castos ojos... Estaba   —130→   el glorioso infante desnudo en la tierra, tan hermoso, limpio y blanco como los copos de la nieve sobre las alturas de los montes, o las cándidas azucenas en los cogollos de sus verdes hojas... El Niño entonces, llorando y como estremeciéndose por el rigor del frío y la dureza del suelo, extendía los pies y las manos buscando algún refrigerio y el favor y amparo de su madre, que, tomándole entonces en sus brazos, le llegó a su pecho, y poniendo su rostro en el suyo, le calentó y abrigó con indecible alegría y compasión materna. Púsole después de esto en su virginal regazo, y comenzóle a envolver con alegre diligencia, primero en los dos paños de lino, después en los dos de lana, y con una faja le ligó dulcemente el pequeñito cuerpo, cogiéndole con ella los brazos poderosos a redimir el mundo; atóle también la soberana cabeza por más abrigo, y hechas tan piadosas muestras de su amor materno, entró el venerable José».



Trozos como el señalado se encuentran con frecuencia en el libro, que tuvo un éxito considerable, pues alcanzó por lo menos ocho ediciones en el siglo XVII. Sin embargo, la primera fue duramente expurgada por la Inquisición, sobre todo en episodios como el de Susana y los jueces, Absalón y Tamar, donde el prurito erótico de Lope se manifestaba de forma poco acorde con el tono general del libro38.

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Digamos, para terminar lo que a Los pastores de Belén se refiere, que su fecha anda muy cerca de otras en las que las apetencias religiosas de Lope dieron señales evidentes, y que ya hemos indicado antes (1609, ingresaba en la Congregación de Esclavos del Santísimo Sacramento; 1610, en el Oratorio del Olivar; 1611, en la Orden tercera franciscana; hacia fines de este año, terminaba Los pastores, quizá con la idea de que apareciesen en la Navidad). Los pastores de Belén serían, en esta sucesión de fechas, la vertiente literaria de su orientación a la vida religiosa.




ArribaAbajoEl peregrino en su patria

En Sevilla, en 1604, y dedicado a don Pedro Fernández de Córdoba, marqués de Priego, apareció por vez primera El peregrino en su patria, complicada novela de aventuras, llena de incidentes dificultosos y enredados que llevan a un desenlace feliz a través de situaciones verdaderamente asombrosas. El libro alcanzó un éxito bastante importante: entre 1604 y 1618 se hicieron seis ediciones, y años después ya estaba traducido al inglés.

Se trata de una narración extremadamente artificiosa. Los protagonistas, Pánfilo de Luján y la hermosa Nise, enamorados, pasan por graves dificultades para lograr su amor. El modelo parece haber sido la Selva de aventuras, de Jerónimo de Contreras. En este libro, el héroe, Guzmán, sufre en tierras lejanas toda una larga serie de calamidades y azares, acabando por encontrar a su amada en un convento, y él mismo termina por hacerse cenobita. En cambio, Lope, con su acierto y vitalidad de siempre, hace que las calamidades no salgan del territorio nacional, casi en una zona restringida: Valencia, Zaragoza, Barcelona y Toledo. Pánfilo es perseguido por su desdichada suerte, pasando por   —132→   mil desgracias, visitando muchos santuarios famosos, sin que el sosiego le alcance. Hay naufragios, piratas, disfraces, equivocaciones, duelos, condenas a muerte y mil sucesos más. Y en medio de ese universal y alocado tejemaneje, los personajes están como ausentes, sorprendidos también, con el pasmo que sufre el lector. Sus reacciones no se dan claras, o si se dan no lo sabemos. Es decir, no están tratados como héroes de una narración, sino de una comedia de intriga, con todas las contradanzas típicas del teatro de Lope. Vossler, que ha mirado con mucho cariño esta obra, nos dice: «Burlas de la suerte y arrebatos del momento se acumulan como en sueños, en una perspectiva irreal, hasta que llega el fin dichoso. Una vez llegado se tiene -lo mismo que al principio- la impresión de que en definitiva nada esencial ha sucedido; es como si los amantes, en su constante relación, hubieran de ser concienzudamente baqueteados para ver qué tal lo aguantaban»39.

Sí, es una comedia, escrita en prosa y con ritmo lentísimo en relación al de la escena. El héroe va de «cortesano a soldado, de soldado a cautivo, de cautivo a peregrino, de peregrino a preso, de preso a loco, de loco a pastor, y de pastor a mísero lacayo de la misma casa que fue la causa original de su desventura». Ya al final, cuando el desenlace se precipita, asomándose al feliz reencuentro al margen de la página, Lope acumula los personajes, que, en su alegría, atraen a los nobles de la ciudad, que acuden a verlos y dar el parabién: «De esta suerte, a un mismo tiempo y en un mismo día, entraron por su casa del anciano y noble Leonicio: Aurelia, madre de Finca; Pánfilo y Elisa; Jacinto y Tiberia, hermanos; y el más perdido de todos, Celio, de quien ya no se esperaban nuevas, antes se habían tenido de que era muerto, y otras de que estaba cautivo».   —133→   En ese dar el parabién está el equivalente a la solicitud de aplauso, con que finalizan muchas comedias.

El peregrino, como ocurre siempre en Lope, nos da también eco de su real experiencia. Así pasa con la égloga Serrana hermosa, que de nieve helada, contenida en la novela, que se refiere a sus relaciones con Micaela de Luján. El autor es Jacinto, nombre que Lope se da en la obra. La propia Camila Lucinda sale algunas veces a lo largo de la novela, para casarse al final con Jacinto. -¡Siempre esa extraña y apasionante mezcla de la verdad y la fantasía!- Otros sucesos reales, que indudablemente están aludidos en El peregrino, son muy difíciles de identificar.

Otro de los atractivos de la novela es su color de anticipación romántica. Si el aspecto general del libro, en cuanto trama novelesca, resulta fatigoso y ha perdido visiblemente interés, no ocurre lo mismo con parcelas aisladas, que aún conservan una indudable frescura, una eficaz atracción. Un heraldo de lo que será después la nocturna llamada del romanticismo, con un hombre moribundo en los brazos, aparece ya patéticamente instalado en la novelita de Lope, que, con su creencia en supersticiones y hados, ayudaba muy bien a esta manera de interpretar las desgracias:

«Pánfilo caminó con aquel hidalgo al monasterio, que con remisas palabras, interrumpidas de la vecina muerte, le refería la ocasión de ella. Llegó el peregrino a la puerta, en cuyo frontispicio con los rayos de la luna se veía una imagen de la que sobre ella tiene sus hermosas plantas, dando claridad al retrato cuyo original había tenido nueve meses al sol en las entrañas. Mientras llamaba, le dijo Pánfilo que se encomendase a ella; oyó el portero los golpes, y llegando a la puerta se informó del caso, y respondiéndole que con otro   —134→   engaño semejante ciertos bandoleros de Jaca habían una noche robado al monasterio, no quiso abrir sin licencia del superior. Rogóle Pánfilo que se diese prisa; pero como hasta su celda hubiese gran distancia y se pasase una huerta, entretanto el caballero expiró en sus brazos».



La subsiguiente acusación de asesinato al inocente, etcétera, colma el carácter romántico del episodio. El interés no decae en otras situaciones acotadas igualmente: por ejemplo, las escenas del manicomio de Valencia o los pequeños relatos milagreros, intercalados (los aparecidos, con las figuraciones de la cama que llega al techo, etc.; la Virgen de un cuadro que saca el brazo para sostener al pintor que sufre un accidente, etcétera). Pero, además de estos intereses estrictamente literarios, El peregrino encierra otro mucho mayor: Lope nos da en este libro una lista de las comedias que hasta entonces había escrito: doscientos diecinueve títulos van citados en asombrosa lista, a la vez que Lope nos da uno de los primeros juicios que expresó sobre su teatro: «y adviertan los extranjeros, de camino, que las comedias en España no guardan el arte, y que yo las proseguí en el estado que las hallé, sin atreverme a guardar los preceptos, porque con aquel rigor, de ninguna manera fueran oídas de los españoles».

En El peregrino en su patria van intercalados cuatro autos sacramentales: El viaje del alma, Las bodas del alma y el amor divino, La maya y El hijo pródigo. Los cuatro habían sido escritos mucho antes que El peregrino, con el que no tienen nada que ver, y figuran entre los primeros de la producción de Lope.




ArribaAbajoNovelas a Marcia Leonarda

Las Novelas a Marcia Leonarda son cuatro narraciones breves: Las fortunas de Diana (incluida por vez primera   —135→   en La Filomena, 1621), La desdicha por la honra, La prudente venganza y Guzmán el Bravo (incluidas en La Circe, 1624). Como ya dije atrás, al tratar de los amores de Lope con Marta de Nevares, fue ésta quien le aconsejó que intentase fortuna en ese género en el cual Cervantes había alcanzado tan visible maestría. (Lope habla de Cervantes en las primeras líneas de Las fortunas de Diana, diciendo que «no le faltó gracia y estilo».) El comienzo de esa misma novela revela el mandato de Marta y la personal actitud de Lope ante el género: «No he dejado de obedecer a V. M. por ingratitud, sino por temor de no acertar a servirla, porque mandarme que escriba una novela ha sido novedad para mí, que aunque es verdad que en el Arcadia y el Peregrino hay alguna parte deste género y estilo, más usado de italianos y franceses que de españoles, con todo eso es grande la diferencia, y más humilde el modo. En tiempo menos discreto que el de ahora, aunque de hombres más sabios, llamaban a las novelas cuentos. Estos se sabían de memoria, y nunca, que yo me acuerde, los vi escritos». Líneas adelante, añade que él nunca pensó ser novelista, pero que escribe por obediencia a Marta de Nevares.

Las cuatro novelas están tan estrechamente concebidas en torno al encargo de Marta de Nevares, que más bien podían llamarse novelas epistolares. Con gran frecuencia saltan en los renglones apostillas directamente dirigidas a la lectora: «Atrévome a vuestra merced con lo que se me viene a la pluma, porque sé que como no ha estudiado retórica, no sabrá cuánto en ella se reprenden las digresiones largas». «A vuestra merced, ¿qué le va ni le viene en que hablen como quisieren de Garcilaso?», dice en otra ocasión. En otro momento, al describir el vestido de la heroína, Laura, que corretea por un jardín, descuidada, dice: «Caerá vuestra merced fácilmente en este traje, que, si no me engaño, la vi en   —136→   él un día tan descuidada como Laura, pero no menos hermosa». En el momento cumbre de la novela tercera, el diálogo se entabla directamente: «Realmente, señora Marcia, que cuando llego a esta carta y resolución de Laura, me falta aliento para proseguir lo que queda...». Algo muy parecido ocurre cuando, al llegar a poemas o versos intercalados, dice a Marcía que puede saltarlos sin leerlos, si así le parece. Sí, novelas epistolares, novelas que son, en realidad, como un diálogo mantenido en el papel, obnubilada la mente de Lope por el expreso deseo de Marta, anhelante de hacer de él un novelista. Las cuatro novelitas comienzan igual: con una alusión directa al mandato de Laura, que sirve de introducción al texto de la trama. ¿No equivalen esas palabras, saltando las distancias, al encabezamiento de una carta? Creemos que sí. Las novelitas terminan también de una manera análoga: con un vocativo a Marcia, trayéndola desde la anonimia del lector al diálogo y a la consideración directa. Estas cuatro llamadas, ¿no equivalen a una despedida de carta, sobre todo si tenemos en cuenta que en ella se invita a la reflexión sobre lo dicho y a esperar la próxima? Sí, no hay duda. Las cuatro Novelas a Marcia Leonarda son cartas desmesuradas, cartas también dentro de la increíble hipérbole en que la pasión le hacía vivir. Las constantes intervenciones de tú a tú, que esmaltan el texto, aumentan tal sensación. Las novelas a Marcia son una prueba más de aquella estrechísima identificación espiritual que señalé como aspecto especial de esta pasión lopesca, en la que Marta habría sido -¡tan rezagadamente encontrada!- la esposa ideal. Vossler ha señalado agudamente este valor de identidad de espíritu: «No se trata aquí, ciertamente, del valor artístico de sus novelas de manera inmediata; más pertenece esto, sin embargo, a la vida del poeta, en cuanto delata la mano fuerte y amable con que Lope introduce a su Marta en la literatura   —137→   como un ámbito espiritual y acogedor, haciéndole partícipe de este elemento de su propia vida. La dedicatoria de la obra no es algo superficial y hecho desde las alturas, sino que supone un anhelo de comunión espiritual como no será frecuente entre hombres y mujeres en la España de entonces. No hay vanidad tan sólo, sino amorosa necesidad de comunicación y dádiva en el hecho de que Lope despliegue ante esta mujer su abigarrada sabiduría»40.

Al final de la cuarta novela, Lope promete otra quinta, El pastor de Galatea, que anuncia para El laurel de Apolo, novela que no llegó a salir41.




ArribaAbajoLa Dorotea

La Dorotea se publicó en 1632. Ya hemos citado muchas veces este libro excepcional con motivo de su contenido biográfico. Volveremos a hacer un análisis, siquiera sea somero, de su contenido y cualidades.

Lope llamó a La Dorotea «acción en prosa». Es decir, es para él, siempre dramaturgo, una obra de contenido dramático, pero no representable. Está dividida en cinco actos, y en ella, Lope, ya viejo y cargado de experiencia y desengaño, vuelve sobre el primer amor de su vida, el turbulento episodio de Elena Osorio, visto ya con la distancia necesaria, matizado por el recuerdo de otros sucesos de su vida. El artificio, la trama en general, está basada en La Celestina, libro que Lope habría leído en varias ocasiones. Pero no se trata de una continuación, ni mucho menos. En La Dorotea, Lope ha puesto a contribución su tacto y su sabiduría literaria, y el   —138→   calor de lo vivido da al libro unas cualidades señeras que hacen de él una de las más bellas obras de la prosa española.

Su argumento es el siguiente, en el cual el lector (ya familiarizado con la vida de Lope, por lo que venimos diciendo) podrá ir reconociendo situaciones y azares que fueron análogos fuera de la página impresa: Dorotea, hermosa mujer, fina, culta, coqueta (Elena Osorio), está casada, y el marido está en Lima. Decide romper las relaciones amorosas que sostiene con un joven poeta, impulsivo, flaco de bolsa, pero muy enamorado de Dorotea. Ese poeta se llama Fernando (Lope de Vega). La madre de Dorotea, Teodora (Inés Osorio), influye mucho en esta determinación, ansiosa de tener para su hija un amante más productivo. Este lo encuentra en el rico indiano Don Bela (Don Francisco Perrenot de Granvela, sobrino del Cardenal de dicho nombre). Gerarda (la reencarnación lopesca de Celestina) es la encargada de todo el tejemaneje que tales tercerías y oscuras intenciones suponen. Fernando, el brillante y pobre galán, quiere huir de Madrid para, poniendo tierra por medio, olvidar a Dorotea. Pero no tiene dinero: lo consigue engatusando a Marfisa, su antigua y engañada amante, que en el fondo aún le ama, y hasta querría volver a ser engañada por él. Marfisa le proporciona unas joyas. Fernando pasa una temporada en Sevilla, sin lograr el olvido que pensaba alcanzar así. Tampoco Dorotea logra olvidar a Fernando, y hasta intenta, sin éxito, suicidarse, al saber la fuga del joven. Don Fernando regresa a Madrid, ronda la casa de Dorotea, y en una pelea nocturna hiere a Don Bela. Una mañana, paseando por el Prado, Fernando se encuentra con Dorotea, embozada, y le cuenta su pasión amorosa. Dorotea se descubre, y los amantes, gozosos, reanudan sus relaciones. Marfisa censura a Fernando su conducta con ella, y Fernando, ya satisfecho porque Dorotea   —139→   haya dejado sus tratos con el indiano Don Bela, se inclina de nuevo por Marfisa, aparte de recibir de manos de Dorotea parte del dinero que ésta ha sacado a Don Bela con sus caprichos y favores. Por fin, abandona definitivamente a Dorotea. Don Bela muere de forma violenta, y Dorotea, arrepentida, decide retirarse a un convento. Gerarda, que iba a buscar un jarro de agua, cae por la escalera y se mata.

Éste es, en líneas muy esquemáticas, el argumento de este libro, donde Lope ha puesto un cariño pleno de emoción, línea a línea. Algunas de sus partes debieron de ser escritas en su juventud, estando aún muy próxima su relación con Elena Osorio, relación que se sigue paso a paso en el libro. El prólogo nos aclara esta génesis con muchos años por medio: «Escribí La Dorotea en mis primeros años, y habiendo trocado los estudios por las armas..., se perdió en mi ausencia, como sucede a muchas; pero restituida o despreciada (que así lo suelen ser después de haber gastado lo florido de su edad), la corregí de la lozanía con que se había criado en la tierna mía». Detrás de estas palabras hay, sí, una verdad, pero no la verdad esencial: La Dorotea es obra casi total de la vejez, o por lo menos fruto de su madurez y de su sapiente mirada, ya que abundan las alusiones a sucesos posteriores a 1585, y en especial, poemas dedicados a doña Marta de Nevares. Ya hemos señalado atrás incluso cómo el retrato de la heroína participa de rasgos que pertenecen por igual a las dos damas. Hay, además, una violenta sátira contra el gongorismo, que es de 1630. Por último, en el pronóstico que César, astrólogo, hace a Fernando, se alude hasta a la ordenación sacerdotal de Lope. Como vemos, la obra está hecha, y Vossler lo ha visto muy bien, teniendo su autor a la vez veinte años y setenta. El loco fluir de las situaciones cabalga sobre dos edades bien distintas. «Pocos son capaces de sentir con tal precocidad en la   —140→   juventud y con tanta lozanía en la vejez; pocos capaces de, al rendir la jornada, detenerse con tanta ingenuidad y gracia en los juegos matinales, y en el auge, presentir la caída por modo tan tranquilo y certero»42. En fin, todo nos está poniendo en guardia para acercarnos a unas páginas verdaderamente portentosas, donde el prodigio artístico ha sido, frecuentemente, empañado u olvidado por el alto interés autobiográfico de lo narrado.

José Manuel Blecua, en su excelente y asequible edición de La Dorotea43, ha hecho ver cómo el libro es una culminación, en la senectud de Lope, de un episodio amoroso. Siempre, de una u otra manera, el amor de los veinte años ha estado presente en la mente de Lope, gran enamorado, y habrá estado, además, enredándose en una sombra de remordimiento o de desengañada evocación. Las alusiones a Filis no faltan en ningún momento. Había ido creciendo Dorotea al lado de cada verso o cada poema o comedia, a lo largo del vivir de Lope, para llegar a ser extraordinaria verdad poética, no historia anecdótica o documental. Quizá ese clima de añoranza o de sentimiento soterrado, sobre el que se ha ido superponiendo la experiencia más válida y atormentada de su vivir, haya dado al episodio juvenil una dimensión poética poderosa, que no podía tener la rápida fluencia de otros azares.

¿Cómo son los personajes de esta «Acción en prosa»? Dorotea es una bella mujer que ha perdido el sentido de sí misma y aspira a verse inmortalizada literariamente. «Porque la hermosura se acaba y nadie que la   —141→   mira sin ella cree que la tuvo, y los versos en su alabanza son eternos testigos que viven con su nombre». Dorotea se sueña intercalada en un catálogo de mujeres famosas: una Laura, una Beatriz. Esto le hace ser contradictoria, y verterse sin freno y sin orientación en sus largas charlas con Gerarda (que ironiza constantemente), con Marfisa (que está asaeteada por los celos), con todo y por todos. No es como Melibea: pura, virginal, que se vea obligada a saltar por encima de muchas normas y muchas circunstancias para lograr sus amores, sino que puede satisfacer su inclinación personal amando a Fernando y, a la vez, entregarse por interés al rico indiano. Vive literariamente (hace versos y canta), y revela un claro anhelo de espíritu, de permanencia. Por eso, también, será ella quien mejor dirá, en palabras certeras, todo el desengaño que la corroe después de sus múltiples azares: «Toda la vida es un día; ayer fuiste moza, y hoy no te atreves a tomar el espejo, por no ser la primera que te aborrezcas; más justo es agradecer los desengaños que la hermosura. Todo llega, todo cansa, todo se acaba».

Frente a ella, Marfisa conoce muy bien los trucos sentimentales del joven poeta, y sabe que literatiza todo, escapandose por esa vía, inasible. Sabe que no fue suyo nunca, ni siquiera en los momentos más rendidos. Marfisa representa el vivir desde las cosas, sin la exaltación retoricista de los demás. Está llena de generosidad y desprendimiento, y nos deja en los labios el regusto de la desgracia y de la burla. De la burla por las que le hace su antiguo amante y de la desgracia porque el horóscopo no la trata nada bien. Predice que morirá asesinada por su tercer marido, a causa de los celos. No sabemos aún quién fue esta Marfisa, sombra de vida y de calor entre los personajes auténticos de La Dorotea.

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Lope ha sabido verse sin muchos tapujos. Fernando posee los rasgos inequívocos del tumultuoso poeta, aún vestido de adolescencia. Sólo regala a su amante versos y más versos. Es a veces demasiado culto, al borde de la pedantería, fácil a las lágrimas, ingenioso, pueril y, sobre todo, con pocos escrúpulos. Es lo suficientemente tenaz y enamorado como para pasar noches enteras bajo la nieve, al pie de la reja de Dorotea, y, poco después, abofetearla duramente; pero es poseedor firme de un par de sostenes radicales y necesarios para andar por su circunstancia. Como en tantas ocasiones, Vossler lo ha visto muy bien: «Sería un abúlico sin freno si detrás de sus palabras no hubiera un hondo sentido y una íntima firmeza. Escucha esa intimidad cuando es necesario y llega la ocasión, dispuesto a dejarlo todo por el Rey y por la Iglesia. En lo menudo, puede desconfiarse de él lo, que se quiera hasta el momento que, sea por reflexión o por imposición de las circunstancias, llega la hora crítica, en donde se prueba la rígida rectitud de su fe y la férrea medula se evidencia. Ese carácter no evoluciona; mantiene su vitalidad, desilusionándonos continuamente, sorprendiéndonos y revelándose siempre de nuevo. En el fondo se mantiene idéntico desde el primer acto hasta el último... Al cabo, sigue siendo él mismo: recogido en soledad cenobítica o lanzándose a la guerra contra los ingleses»44.

Este Fernando no ha sido realmente rival de don Bela. En el libro, como Montesinos señala acertadamente, Lope ha sido generoso a más no poder con su antiguo enemigo de amores, prestándole sus propios conceptos. El don Bela, indiano, enemigo victorioso del Lope juvenil en los años duros y reales del comienzo, es ahora nada menos que un trasunto del Lope encanecido y locamente enamorado de Marta de Nevares,   —143→   con toda la congoja que el amor, el dolor, la enfermedad y el sacrilegio podían dar al poeta genial y ya claudicante. La figura está pintada con enorme generosidad. (¡Qué lejos del enconado odio que Lope manifestó varias veces ante el marido de doña Marta, el desventurado Roque Hernández!) Los versos de don Bela reflejan ya (muerta Amarilis) todo el proceso depurador del sentimiento de Lope, de sus propios desengaños. Así ocurre que don Bela, «impuesto en el favor de la dama por la fuerza del oro, resulta mucho más merecedor de sus favores, que don Fernando, incapaz de amar», metido de hoz y coz en el revuelto mar de su literatura preciosista. De resultas de esta trasmutación, don Bela quiere con el alma, y Lope puede poner en sus labios los versos que él ya solamente podía escribir pensando en Marta de Nevares. Si Dorotea no puede comprender esto, qué más da. «... Lo que ha de entender Dorotea de mi pluma son las libranzas de los mercaderes para sus galas», dice don Bela45. La poesía y su razón de existencia, basta con que sea entendida por él, por don Bela-Lope. Curioso por demás este cruzamiento de personalidades y de sentires.

Todo lo que vengo señalando nos despertará, pienso, una viva y extraña resonancia sobre este libro fundamental en la producción del Fénix y en la historia de la prosa española en general. Queda, para redondear esta mirada rápida que le dedicamos, examinar a Gerarda. Gerarda es la figura más cercana a la herencia celestinesca. Detrás de ella está todo el prestigio de las tercerías de la vieja creadora del tipa. Y, sin embargo, es también muy diferente. En primer lugar, digamos que no es el personaje fundamental, como lo era en la obra del siglo XV. Del libro ilustre (que, al decir de Cervantes,   —144→   sería divino si ocultara un poco más lo humano), Lope conserva la estructura semidramática-seminovelesca46, y, si se quiere, la preocupación moralizante que el prólogo refleja. Pero Gerarda no tiene la grandeza de su antecesora, la grandeza mítica, diríamos. Tiene de ella algunos rasgos comunes, comunes además a toda una casta social análoga, en la que no se deben buscar paradigmas: afición al vino, al robo, alcahueta, conocedora de mil trampas, especialmente amorosas, etcétera. Pero, y es muy importante, no tiene esa aureola de mal fatídico que rodea a la antecesora. Los personajes lopescos habrían seguido haciendo lo que hacen sin ella, y lo habrían hecho también sin ella. En efecto, lo que hace Dorotea no es por su culpa, sino por la de Fernando o por sus ambiciones. Gerarda está allí al mismo nivel que cualquier otro personaje. Tiene sus ribetes de erudición y maneja diestramente los refranes. Lope se burla, en Gerarda, de todo el menester teatral que compete a las Celestinas, papel que él supo realizar fuera de las tablas, personal y concienzudamente. Incluso en la muerte de Gerarda, como en la   —145→   dispersión final, preparada de lejos por sucesivos presagios, hay un estremecimiento de inquietud humana, lejos de los mitos. Un viento rápido deshace la complicada maraña de lujos y poemas, y situaciones exquisitas, y la complicada charlatanería amorosa, y las cartas yendo y viniendo. Se hace un silencio que lleva detrás algo más que el fin de una comedia. «... para que veas qué se puede fiar desto que llaman vida, pues ninguno (como dijo un sabio) la imaginó tan breve que pensase morir el día que lo estaba imaginando. No hay cosa más incierta que saber el lugar donde nos ha de hallar la muerte, ni más discreta que esperarla en todos».

En el borde del desenlace, la muerte, cerniéndose sobre todos los personajes, logra dar un tono de mesura y recogimiento excepcionales. «Los supervivientes parecen prepararse para un futuro de mayor mesura, de mejor quehacer, de más grave decoro. En la cercanía de la muerte todos se convierten a una moral que siempre han desoído y que es la verdadera... Moral enemiga de todo romanticismo que incida perturbadoramente en el limpio curso de la vida... No impone Lope a los demás limitaciones que no acató él mismo. Pero nos indica, sonriendo, la necesidad de vivir seriamente nuestra ley vital, lo que da sentido a nuestros actos. Conculcarla es ser don Fernando, Dorotea, Gerarda; serlo tal vez sin la simpatía que les ha prestado la próvida generosidad poética de Lope. Vivir con autenticidad nuestra vida con los ojos en la muerte. Porque el sentido de la conducta trasciende sobre ella desde la Eternidad»47.

El triunfo de la Fe en los reinos del Japón por los años de 1614 y 1615 apareció en 1618. Se trata de una obra de encargo, en la que el genio de Lope, privado de sus habituales alas de inspiración, desfallece un poco,   —146→   pero en la que no es difícil hallar datos para su agudeza o su curiosidad sin límites. Ya Vossler señaló que el hecho de tener que estilizar un material que le es proporcionado por manos ajenas le obliga a aguzar sus procedimientos de escritor. El relato, en prosa, versa sobre los numerosos martirios que en el Extremo Oriente acaecieron por las fechas del título. Lope quiso hacer un alarde de prosa cronística y logró contar con viva plasticidad los tormentos y martirios de los fieles que defendían su fe. Artísticamente, no hace falta decir que el libro no está a la altura de Lope. Éste se limitó a usar los materiales que los misioneros le enviaron. En una carta decía, hablando de su obra: «Mi estudio estos días ha sido una historia de unos mártires, o digamos relación, a que me ha obligado haberme escrito unos padres desde el Japón; serán cincuenta hojas, que voy ya en los fines; pienso que agradará, que también sé yo escribir prosa historial cuando quiero». A pesar de la lejanía material y espiritual de lo tratado, Lope demuestra el calor que puso en su información y el conocimiento que logró: «Incluye el nombre de Japón muchas islas, a quien divide el mar con tan pequeños brazos del continente, que parecen el ramo de las venas del cuerpo humano que pinta la Anatomía».

En el prólogo, dirigido al Padre Juan de Mariana, se encuentra una referencia al violento ataque de que había sido víctima Lope en la Spongia, de Pedro Torres Rámila, profesor de latín en Alcalá, ataque con el que comenzó una verdadera guerra literaria48.

Para terminar el repaso de la obra en prosa de Lope, recordaremos los Cuatro soliloquios, aparecidos en Salamanca, 1612. Compuestos durante una crisis de misticismo o de vuelta sobre sí mismo, Lope toma su propia   —147→   vida como motivo de reflexiones morales. Querría anularla, esclavo de un violento arrebato. El ánimo decidido e impetuoso de Lope actúa en esta vertiente religiosa -ya lo hemos señalado- con igual frenesí, con idéntica hondura que cuando se trata de resonancias bien humanas. En los Soliloquios, el tema del pecador arrepentido adquiere tonos de gran patetismo.

En 1612, Lope no era todavía sacerdote, y era muy fácil pensar que un acto de amor a Dios le borraría sus culpas. Pero las caídas no cesaron con el transcurso de los años, y Lope, ya ordenado, volvió a reeditarlos, ampliados49. El frenesí místico es nuevamente violento. Escribe a Sessa: «Aunque por mías no debo estimar esas prosas, por haberlas escrito con tanta devoción y lágrimas, quería que aprovechasen a otros».

Desde el punto de vista literario, los Soliloquios adolecen de manifiesta monotonía, sobre todo para quien no comparta la personal lucha allí citada, y son, como otras tantas páginas de Lope, víctimas de la frescura y de la espontaneidad fértilmente creadoras del autor, que tiene acostumbrados a sus lectores a una rápida inmersión en el prodigio. Pero el grito del arrepentido está a veces admirablemente expuesto y con tonos de alta valía, de rendida humildad: «Con verme a la orilla, bien sabéis que aún ahora es más necesario vuestro   —148→   favor, porque podría alguna mala ola de las mal sosegadas tempestades de mis costumbres volverme al mar furioso de donde he salido; y por eso os pido, dulce Señor, la mano». En muchas ocasiones nos devuelve la religiosidad emocionada que ya había aparecido en Los pastores de Belén, con suave ternura: «Acuérdome, dulcísimo Jesús, que cuando yo alguna vez, en mis tiernos años, me acordaba de Vos, me causaba notable alegría el veros niño en brazos de vuestra hermosa madre; deleitábame la historia de vuestro nacimiento; el veros, Señor, en un portalico de hielo, encogida vuestra grandeza... Mas después, Señor, que fui hombre, y hombre tan malo..., no os he buscado en los tiernos pasos de nuestras niñeces... sino sudando sangre en la oración de aquel huerto».




ArribaAbajoEl Epistolario de Lope de Vega

No se trata ahora, al poner nuestra mirada sobre el Epistolario del Fénix, de analizar, como venimos haciendo, una obra literaria más, con su pie de imprenta y sus aprobaciones, hecha con el recato con que la trascendencia pública condiciona tales escritos. No. Pero si hemos visto cómo Lope trata todo por igual, acercándolo a su experiencia directa y vital, comprenderemos el inmenso valor de estas cartas que han llegado a nosotros, tan numerosas. El repertorio más completo ha sido editado, con un brillante estudio previo, por don Agustín González de Amezúa, y publicado por la Real Academia Española. Figura en estos volúmenes (Madrid, 1935-1943) un grueso caudal de cartas escritas por Lope de Vega durante su servicio como secretario del Duque de Sessa, y son de muy diversa condición. En las puramente oficiales (cartas de recomendación, presentación, ofrecimientos, etc.), Lope es siempre fiel al sistema de preceptiva típico de su tiempo,   —149→   como ha señalado su editor. En ellas, sin embargo, Lope sabe reproducir la postura del noble, según corresponde a cada uno de los casos tratados en la carta, siendo unas veces insolente, otras humilde, otras quejoso, etc. Todo dependerá de la personalidad a quien se dirige la carta. Amezúa ha señalado el esfuerzo notorio que Lope realiza en ocasiones para lograr dar variedad a la monotonía desesperante de las cartas oficiales y corrientes, cambiando palabras de sitio, enderezando conceptos, intentando vestir de su propio estilo y gracejo lo que no era más que pura palabra repetida.

Pero en esas cartas hay un número muy considerable dedicadas a la vida amorosa, tanto del señor como del secretario. Sessa cayó en la manía de coleccionar las cartas de Lope, especialmente las amorosas, e incluso las que a él iban dirigidas, con un placer verdaderamente morboso. A través de todo ese caudal, la especial psicología de enamorado permanente, de desenfreno erótico sin límites que hemos visto que fue la vida de Lope, se observa con enorme precisión. Allí nos encontramos expuesta al vivo la teoría amorosa de su autor, lo que piensa en general sobre la mujer y sobre las relaciones entre los dos sexos, dicho a veces con una crudeza que causa cierto asombro. De todos modos, sirven esas cartas para fechar, en monumental autobiografía, también desmesurada, el fluir de muchos sucesos lopescos, de sus obras, de sus calamidades caseras, de sus afanes, de su pobreza. Las cartas nos van dando un Lope día a día, palpitante, con sus caídas y sus esfuerzos por levantarse, con su hipérbole erótica y sus ratos de desengaño y de regreso al calor del propio arrepentimiento. Nombres, sucesos, una diaria fe de vida, eso son las cartas. Tantas veces como sale en sus comedias el inevitable billete amoroso, con todas sus cualidades respetadas, y he aquí que, una vez más, la vida y la   —150→   literatura se entrecruzan en este hombre excepcional. Quizá la gran sorpresa del lector de las cartas sea el ver el amor de Lope detenido siempre en este lado de la vida, es decir, la sorpresa de no encontrarnos su literatización definitiva, como nos tiene acostumbrados, sino quizá ver cuán ostensible es su preocupación por lo sensual. Las cartas son el escalón previo para el conocimiento de la evolución de muchos estados artísticos de Lope, a la vez que manifestación caudalosa y sin par de su vivir. A ellas habrá que recurrir constantemente cuando se trate de rebuscar cualquier aspecto del vivir y del crear de Lope de Vega.





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