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Segunda parte


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- I -

Quemado y todo, escupiendo la ceniza, se rió Eliseo.

Había fumado por la lumbre.

Ya antes se puso el chaleco del revés y se anudó la corbata delante de un cuadro, creyéndolo el espejo.

¡Oh, los nervios!

El público se reiría igualmente si pudiese conocer las intimidades, las preocupaciones de un autor al estrenar... De dictador de las conciencias, convertíase en un niño lleno de miedos insensatos.

Qué había detrás de aquella hora ansiada y decisiva: ¿el éxito, con sus halago de vítores, de renombre, o la pena de un desastre?

Problema.

Triste oficio éste que como tal manifestábase desde que la obra salía de su artística serenidad de la creación. Era, a partir de entonces, y aun en el caso más afortunado, algo estático y comercial, que haría repetir a los cómicos las mismas frases con el mismo gesto en la misma hora cada noche... Surtido. Repertorio.

Volvió a reír. Por el reloj, guardábase una polvera en el bolsillo. Y temblaba, temblaba. Dominó su temblor, ya que no pudo la palidez y la contracción del semblante, al pasar al cuarto de Libia, que también acababa de vestirse.

La vio en corsé. Iba a ponerse un traje gris.

-¡Quita! ¡El nuevo, tonta!

-¡Qué más da!

¡No, mujer! ¡El nuevo! ¡A fe que dejará Ernestina de venir hecha una reina!

Se lo quitó de las manos, hiriéndola un poco el instintivo pudor con que ella se había ocultado las desnudeces de los senos, y arrojándolo a un sillón, partió, con prisa de cenar.

-Anda, acaba; es tarde, Libia.

Había mirado la hora del reloj, sin verla, por el revés.

Libia se resignó a sus lujos, a sus galas. Contra toda voluntad, obedecía al marido en esto. Sacó del armario el traje, traído hoy de casa de Mme. Georgette, y el nombre odioso visto en la etiqueta torció su boca hasta crispársela en dolor.

Su agrado hubiera sido una eterna expiación en la modestia, una fuga a no se supiese qué remotos campos apacibles, una mayor devoción de sacrificio a su hija y a su esposo.

Y no podía -a menos de delatarle sus infamias a Eliseo con el súbito cambio de aficiones, y de acabar de confirmársela a las tantas gentes que quizá la sospechasen.

Ignoraba, en verdad, si aquella reserva extraña y hostil que creía notar en las amigas se debiera a que la supiesen determinadamente la heroína del anónimo escándalo propalado por la Prensa, o si no fuese más que sombríos recelos de su espanto.

De cualquier modo, el crimen seguía condenándola a la impudencia del lujo, igual que a Mme. Georgette a complacerla. La ruptura entre la «elegante dama» y la «célebre modista» -y así la modista se lo encareció- hubiese hecho pensar al mundo en aquellas de la historia. Atadas las dos. Pero, menos vil, Libia limitaba los encargos a lo que estrictamente el marido afable la excitaba, a lo que podían pagar únicamente.

Lo que persistía, aterrándola de singular manera en el embrollo abominable, y lo que, al mismo tiempo, en el lago de muda angustia en que flotaba, la hacía temer que fuese una necia ilusión suya el secreto, era el enigma de Javier. No había vuelto a saber de él nada, en cinco meses. O el jefe de Policía le informó del fondo del suceso, o él mismo lo descubrió al leerlo en los periódicos; y así, su rabia, su despecho, su dolor por tanto engaño, ¿habríanle contenido en la venganza de lanzar el nombre de ella al desprecio de las gentes?

Suspiró Libia, la que ya no sabía llorar; la que solamente continuaba sintiendo perpetuos por el alma de ladrona y por la carne de ramera los ascos de lo inmundo.

-¿Señorita?

-¿Qué, Clotilde?

-Que están ahí don Luis y su señora.

-Bien, sí. Sirve la cena.

Había vibrado, al oír a Clotilde de improviso; siempre creía que le pudiesen sorprender en la cara la extensión de su indecencia.

Salió.

En el bello comedor aguardaban Luis y María. Sentáronse a cenar. Libia disimulaba la vergüenza de futuro que inspirábala el honrado matrimonio. Hablaban de su veraneo. Recién llegados de Suiza, no sabrían nada del suceso que tal vez conociesen todos en Madrid, y que cuando les fuese conocido haríales despreciarla...

Cruel castigo a sus orgullos pasados y malditos. Ahora que la indigna querría no serlo para poder amar la honesta sencillez, para entregarse con purezas fraternales al trato de la dulce amiga provinciana, a quien quizá en otros tiempos hubo de desdeñar un poco desde la gloria horrenda de sus lujos, con harta razón temía ser rechazada por ella en más que duro y justísimo desquite.

Luis y María eran antiguos amigos de Eliseo. Luis, desde la infancia. Hombre leal, rudo, tenaz para el trabajo, y esclavo, lo mismo que su mujer, del cariño de los hijos, con suerte especializaba en la cirugía su profesión de médico, sin perjuicio de poseer un excelente general sentido de las cosas y una ciega admiración hacia el autor dramático de quien paso a paso había seguido y gozado los triunfos como propios.

Rara vez acompañaba Luis al artista en sus tertulias literarias, y cuando hacíalo, mudo y desplazado en ellas con su tosco buen criterio y con su traza un poco primitiva de hombre de anchos hombros, de manos fuertes y cara rañada de viruelas, rara vez también dejaba de sentir el impulso de dar algunas bofetadas. «¿Por qué vienes aquí? -decíale al autor, que no tenía más que sonrisas y condescendiente perdón para las insidias envidiosas-; ¡ah, Eliseo, un día me echo a la garganta de uno de estos monos y le ahogo!...»

Eliseo, por su parte, correspondía a tanta lealtad con un afecto hondo que asimismo extendíase a un primo de Luis, a Pablo Ambroa, agente de negocios, y de cuyas sinceridades simples gustaba como de un refugio o como de una purificación contra sus sinsabores en la áspera vida de las letras.

Jamás uno y otro faltaban a un estreno de Eliseo, del queridísimo poeta en quien creían con plena fe, y para salir roncos de gritar a fuerza de imponerse a los miserables protestantes de oficio incluso con los puños.

-¡Vamos, hombre, fuera miedos! -animó Luis, cortando el relato de su viaje, y viendo que el buen amigo no comía.

-¿Y Pablo?

-Al teatro irá. ¡Bah, descuida!

-Me parece que nos zurran esta noche.

-¿Que nos zurran? -repitió Luis, aceptando el posesivo, porque así que al ser terminada una obra el autor se la leía, y él hacíale comentarios que implicaban muchas veces reformas de importancia, la consideraba de los dos-. ¡Vamos, hombre, lo que vas es a ponerte, al fin y para siempre, el primero entre todos los autores! ¡Tú verás!

Entró Ernestina. Iba por la mitad de la cena. Venía escotada y fastuosa, llena de brillantes. En el comedor se alzó con ella un vendaval de risas, de perfumes, de alegría. Detrás, y anunciado igual que siempre por una fuga de Clotilde, a quien casi la dio un beso, apareció Astor, que habíase detenido a dejar el abrigo y el bastón en el pasillo.

El pintor, con su chicote en la boca, sus barbas enmarañadas, y el descuido de su traje, lleno de periódicos por los bolsillos, bromeó leve con el pulcro autor dramático y tendióse en el diván. En tal talante iba a la Comedia, como al Real, al lado de su elegantísima mujer..., lo mismo que iría con una golfa a las tabernas.

Habían estado en Biarritz.

Retornó la conversación a las impresiones del veraneo, y frente a Ernestina, acérrima partidaria de la elegancia y del mundano chic de la francesa playa, María y Luis iban encomiando la paz de la Suiza. Vida dulce, patriarcal, modelo, creía Luis, de todas las aspiraciones a que hubiese últimamente de tender la civilización con sus errores. En Lugano no se veía un alma por las calles a las nueve de la noche. Cerrados los teatros, los conciertos. Horas de descanso para unas gentes que amaban el lago y la montaña, la leche, las flores, la música, los cantos, los sports que fortalecen. Todos encarnados, todos fuertes, con caras cándidas de niños gigantescos, realizaban el ideal de una existencia higiénica y barata, consagrada, desde que salía el sol hasta que se hundía por las montañas, al gozo de los campos. El lujo, paseado allí por los turistas como una cosa ridícula y exótica, no le interesaba lo más mínimo, a no ser para explotarlo, a la gente del país.

¡Oh!, esto sublevaba a Ernestina, que lo conocía de más. Llamaba a la Suiza «pueblo de hosteleros» y defendía que, en nombre del arte y la civilización, tendía todo a complicarse... Y como callaba Libia, pensativa, y Eliseo también callaba con sus preocupaciones del teatro, contra los dos tenaces argumentadores recurrió, en mal hora, a su marido.

Efectivamente, Astor, fuese por convicción, por disparidad perpetua con ella, o por ambas cosa, chupó del cigarro, se tendió más en el diván y empezó a instalar sus opiniones.

El sentimiento estético -según él- era un sentimiento natural, y tanto más intenso en el hombre cuanto más culto; pero el lujo era su perversión. Citaba la insuperable belleza estética de una Venus. No cabía menos lujo en su absoluta desnudez. ¿Se quería ver la influencia del lujo, de un golpe? Pues bastaría ponerle una cinta a una Venus, para hacerla lúbrica. Y una cinta era poco lujo todavía; pusiéransela, además, unos pendientes, unas medias de seda y unas ligas con broche de oro..., y se la habría convertido en indecente.

No se limitaba a esto la influencia del lujo. A nada que se le dejase, llegaba a tornar la belleza en fealdad y a transformarse en tormento. Lujo era el anillo de la nariz en las tribus bárbaras, la cal con que se decoloraban el pelo, el bullo con que se enrojecían los dientes, los cuernos de venado con que se adornaban la cabeza, y los tatuajes con que se ornamentaban las piernas y los brazos...; lujo era la deformación del pie en los chinos, y la rasgadura de la boca y la causticación que carboniza las encías, para lograr un aspecto de escorbuto artificial, en ciertas islas de la Micronesia...; y no de otro modo eran lujo, en Europa, según «los tiranos caprichos» de la Moda, unas veces el amplio miriñaque combinado con el tormento del minúsculo zapato y otras veces la delgadez modernista con el potro del corsé y el reinado amenizante del vinagre...; y en las orejas seguían las damas clavándose los brillantes y rubíes, como las salvajes oceánicas; y en las muñecas seguían luciendo argollas de oro como las esclavas egipcias; y en los escotes, brindando los senos condimentados con perlas, como las cortesanas de Roma.

-Lujo -concluyó Astor, mirando los de su mujer y de Libia, todo burlón y solemne-, símbolo, pues, de salvajismo, de servilismo, de impureza, de crueldad y de fealdad..., y ustedes me perdonarán, señoras mías; y tú, autor, di algo, que tienes una cara que parece que te van a ajusticiar. ¿Qué piensas, hombre?

Hubo una explosión de risas y protestas. María y Luis palmoteaban. Ernestina le tiró al marido su escarcela. Y sólo Libia, muy seria, consideraba tardíamente en su conciencia culpable que todo aquello era verdad, de una verdad cruel que a ella le había costado el caer y encontrarse con sus lujos en el fondo de vergüenzas de un abismo... ¿Por qué no podría trasladarse a Suiza con su marido y su Inés?... A lo menos, aquí en Madrid condenados, poco a poco iría apartando a la hija del abismo de los lujos...

Por cuanto a Eliseo, no había hecho más que sonreír. Pensaba, naturalmente, en su comedia. Como siempre, en la ocasión de ir a someterla al juicio decisivo, su obra le parecía sosa, detestable... Lo manifestó, y Luis la defendió exaltadamente.

Hablaron de la crítica. El desorientado autor hacía notar la divergencia que venía advirtiendo de tiempo atrás, con respecto a él mismo, en los fallos de ésta y los del público. Advertía en la Prensa, después de haberle elogiado mucho en pasados estrenos sin importancia, una envuelta hostilidad... Astor animábale con su opinión desenfadada; harto él de conocer estas cosas, creía a Madrid, al Madrid del arte, sobre todo, demasiado pequeño para que nadie se estimase sin pasión. Se conocían demasiadamente los artistas. No eran los críticos, por otra parte, más que hombres de talento, en general, a quienes la Prensa aprisionaba e inutilizaba para siempre; salían jóvenes y llenos de pujanza y de esperanza a la vida literaria; la dura realidad forzábales a luchar para comer, entraban en una redacción por un sueldo miserable..., y ya el sueldo los esclavizaba por jamás en un mecánico trabajo que no les consentía los de su ensueño; si querían componer luego un poema, una novela o un drama, seducidos por el triunfo del antiguo compañero que tuvo más paciencia en el rigor de su calvario o menos necesidad de alquilar sus aptitudes, lo hacían sin tiempo, entre apremios del montón de telegramas que debieran descifrar o de la crónica que esperaba ser escrita; les faltaba el éxito, y sin darse cuenta de que no podía ser la culpa de los otros, dedicábanse a odiarlos cordialmente. Entonces, cada censura y cada elogio brotaban de sus plumas como una artera flecha de la envidia, bien injusta. Al que estaba alto procuraban regatearle méritos y cercenarle reputación de frente o de soslayo; al que iba a subir, se le estorbaba; y, en cambio, los férvidos aplausos a cualquiera que ellos supusieran incapaz del triunfo, surgían en la malévola intención de crearles sombras y de amargárselo a quienes ya lo hubiesen conseguido... Mas no era tampoco éste sino un generoso modo de ahorcar, alzando al favorecido con la cuerda en el pescuezo, y claro es que se le tiraba de los pies tan pronto como se le viera luego subir por cuenta propia en demasía.

-Estás, pues, caro Eliseo -terminó Astor, levantándose, porque todos lo hacían para salir-, en el periodo de ascensión autónoma. Se te juzgó inepto, bueno para fantasmón de los demás: la crítica te ayudó y hoy te tira de los pies. ¡Debe tenerte sin cuidado!

Pero Eliseo agradeció y no le aceptaba al buen amigo las que pudieran ser tan sólo argucias altruistas. Concentrado en sí propio y propenso en su optimismo al perdón de los agravios, confesó sinceramente:

-No, Guillermo; la crítica, conmigo al menos, tiene razón. Me ha impuesto el público hasta ahora respetos excesivos. He procurado adaptarme de más a los gustos reinantes de suavidad e hipocresía, y ellos me ahogan la personalidad. La labor mía carece de arranque, de nervio... y, ¡ah!, Guillermo -concluyó, deteniéndole y haciendo con su fervor de iluminado que los demás se detuviesen a escucharle-, te quiero anticipar que no es tampoco mi obra de esta noche la del triunfo magno en que confío, sino otra, la próxima, la que inmediatamente escribiré sobre un asunto que todos conocéis.

-¿Cuál?

Estuvo a punto de decirlo..., y se calló.

Salió triunfal, impetuoso, con la alucinada visión de la gloria guardada egoístamente para sí en el misterio de su plan.

En la próxima obra iba a llevar al teatro aquel palpitante y reciente escándalo de la alta vida madrileña. ¡La dama, la modista, el amante..., el embrollo de humanidad intensísima, que él redimiría de particularismo y pequeñez, envolviéndolo y sublimándolo en arte y en alma de la vida!

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Verdadero primor de exposición el primer acto, había sido recibido con aplauso unánime; el segundo, lánguido de acción quizá, pero un prodigio siempre de técnica, habilidad y delicadeza, acababa de producir una enconadísima batalla en que al fin se impusieron los aplausos; el autor había salido a escena muchas veces..., y los vencidos protestantes, en el foyer, por los pasillos, continuaban sus protestas engendrando vivas discusiones.

Algunas de éstas amenazaban terminar de mal modo, especialmente en un gran grupo donde un señor de frac, de bigote y pelo rizados, y con aspecto y ademanes de domador de circo, hacía estallar en crudos improperios contra la obra y el autor su voz clara de trompeta.

Luis, que precedido por Astor y Ambroa a través de la multitud se dirigía desde el palco al saloncillo, dejó perderse a aquéllos en la confusión, y detúvose a escucharle. Le conocía de vista; abrumado bajo las razones de un pálido joven de lentes, literato al parecer, que le hablaba de las exquisiteces de la forma, sosteniendo que en todo arte eran lo importante, el aparatoso señor del frac defendía que el asunto, el asunto, la pasión y la emoción, importaban únicamente en el teatro; además, torpe para sostenerse en la polémica, descendía a lo personal y llamábale imbécil a Eliseo.

Era un tal Sergio Aranda, que aprendió el alemán en Alemania, en Italia el italiano y el inglés en Inglaterra; que pasaba entre los escritores por sportsman en razón a su automóvil y a sus viajes; que pasaba entre los sportsmen por autor, a causa de haber traducido un par de dramas, y que, en suma, acreditado de insolente idiota y cínico confiado por demás a la fuerza de sus puños, no gozaba otro prestigio indiscutible que el que le permitían los idiomas en el galante monopolio de cuantas artistas extranjeras cruzaban por Madrid.

Gritaba, gritaba; desdeñaba ahora a uno que habíase permitido defender también la comedia de Eliseo desde el punto de vista moral, y lanzó entre risotadas, con su voz metálica, imponente:

-¡Oh, moral! ¡Così va il mondo, caballeros! ¡Que no nos venga con lecciones de moral un tipo que deja a su mujer acostarse con todo el que la quiere por cuentas de modista!

-¡Canalla! -rugió súbito y rotundamente otra voz en clarísima respuesta.

Y Luis, que habíala pronunciado, ciego de cólera se abrió paso a codazos, llegó al elegante miserable y le asestó la mano en plena faz. Tremendo, terrible el alboroto; arrojados uno sobre el otro, menudearon por un momento los bofetones y puñadas... Corrió la gente, dispersa; agolpáronse al fin los decididos, y no sin pena lograron apartarlos. Un grupo llevóse a la contaduría a Luis a viva fuerza; otro arrastraba a Sergio Aranda hacia el café, manchada de sangre de la nariz la camisa, hecho un energúmeno.

Pero le calmaban, le calmaban los amigos:

-¡Hombre, no! ¡Estas cosas no se arreglan a trastazos, ya comprendes!

Pronto lleno el teatro por el rumor de aquel escándalo, de aquel duelo que a todo escape preparaban unos amigos del conocido autor sportsman y del conocidísimo doctor, sólo el palco de Libia, respetado por los comentarios que en la sala hervían, permaneció en la ignorancia del suceso. Sin embargo, Libia, inquieta al advertirse objeto de la repentina y como conjurada atención de todas las miradas, de todos los gemelos, de todas las malignas sonrisas que subrayaban las murmuraciones del público; más inquieta, luego, al notar que no acudían Luis ni Astor durante aquel último acto que cerró el triunfo de Eliseo en una estimación de simpatía, acabó de intranquilizarse cuando vio que a la salida esperábala la elegante muchedumbre en dos apretadas filas, entre las cuales tuvo que cruzar bajo no supiera ella qué susurros.

Astor, Luis, no estaban tampoco.

El chauffeur le advirtió a Ernestina que el señorito le había encargado llevarlas a casa, porque él y don Luis acudirían más tarde.

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El duelo, a sable, se verificaba una hora después en el taller de un escultor.

Casi extraños por completo ambos adversarios al juego de las armas, un golpe doble, de estacazos, en verdad, al primer asalto, le hizo a Luis una contusión en el codo y le produjo a Aranda, con gran escándalo de sangre, una brecha en una sien. Y se acabó. Hubo que atender a la hemorragia.

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Levantada Libia antes que Eliseo, salió al despacho, lleno de sol, en tanto el aplaudido autor acababa de vestirse. Sobre una mesita esperaban el correo de la mañana y los periódicos que Clotilde había subido de la calle.

Iba leyendo Libia las reseñas del estreno. Aplaudían, en general.

La sorprendió la noticia del lance, en un diario, dada inmediatamente por debajo de la crónica teatral, como algo que se relacionase con el drama.

La sorprendió más, al alzar otro periódico, una extraña carta cuyo sobre estaba escrito imitando letra impresa. Tembló, considerándola, recordando los anónimos que también había escrito así Mme. Georgette.

Dirigida a su marido.

¿Por quién?

¡Ah!

La abrió.

Otro anónimo -escueto, duro, brutal:

«Venado insigne: Ya que consientes que tu mujer sea una zorra cuyos lujos te van poniendo hecha un bosque la cabeza, ¿por qué, siquiera, no la defiendes tú, a cornadas, cuando de ella habla la gente en los teatros, en vez de permitir que se batan tus amigos?»

Era, para Libia, la groserísima e impiadada revelación de la causa del lance de Luis, y de la más que pública deshonra de su nombre.

Desfallecía, apoyada en la mesa, yerta en la ola inmensa de lodo, de ignominia, que hasta ella, con aquel papel, parecía subir de Madrid entero. No sabían sus débiles nervios de rendida más que dejarla caer como muerta a cada uno de estos golpes, a cada una de estas horrendas violencias del castigo, y acaso ya nublábanse sus ojos y acaso iba a caer...; pero sintió a Eliseo, y la vergüenza y el pavor la dieron fuerzas para escapar, para correr adonde pudiera ocultarle y destruir el anónimo maldito...




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- II -

Con una cobarde energía incapaz de todo cambio que pudiera delatarla, con una estática inquietud de inicua descubierta que ya sólo esperase al primero que quisiera señalarla con el dedo a la pública vergüenza, Libia había intentado resignarse a continuar por Madrid su vida de esplendor.

En los teatros, adonde se obstinó en llevarla su marido, el cándido insensato, el autor gozoso de sus ganancias nuevas y su triunfo, luciendo ella los primores de los trajes y las joyas con que él mismo agasajábala, causaba una insana expectación; la asestaban insolentes los gemelos, y esperábanla los hombres a la puerta, mirándola como a una fácil presa de lujuria. Cruzaba con los ojos bajos, al brazo de Eliseo, y éste, creyéndola así gloriosamente envuelta en los prestigios de su nombre, comentaba aquello dedicándola gentilezas al oído...

En los tés, en los salones de amigas que bajo la advocación del buen tono acogían con iguales deferencias a la equívoca de galantes aureolas que a la honrada irreprochable, ella advertíase alrededor una hostilidad de curiosidades insidiosas, de desvíos, de frías y aún más molestas compasiones. No eran tales tertulias como los palcos del teatro, abiertos a todo el que quisiera concurrir, y Libia, así que fue advirtiendo con espanto la menor correspondencia de las amigas a su casa, dudó si no volver. Sin embargo, significaría ello la derrota, el reconocimiento pleno de la justicia con que sabríase rechazarla, y el recuerdo de Ernestina, que asistía también, por una parte, y el recurso, por otra, de prevenir las demudaciones de su faz ante los bochornos posibles con máscaras de albayalde y de carmín, que, llorando, en las secretas torturas de su tocador, tendíase por las mejillas, diéronle a su tenacidad desesperada la hipócrita impudencia.

Siguió yendo con la mujer de Astor, como iba con ella y en el automóvil verde a los paseos, única que en su despreocupación insigne ni habíala retirado un ápice de estimas, ni habíala importunado con la insinuación más ligera acerca del escándalo que a las demás obsesionaba.

Pronto acabó de persuadirse de la ineficacia de este pabellón, para ella, que no pedía sino el olvido, la transigencia con una sola falta quizá trágicamente disculpable, y del distinto e injusto criterio con que las juzgaba la extraña sociedad de pecadoras y de honestas. Ernestina, consideradísima, como siempre, aunque en la noche anterior, acaso, las mismas que la festejaban la hubiesen visto cruzar con un amante. Libia, en cambio, cada vez más siendo objeto de mal disimulados escarnios y repulsas.

Suspendíanse las conversaciones al verla aparecer. Algunas damas, menos obligadas a la piedad por amistad, cortaban agresivamente el violentísimo silencio para admirarla, arteras, sus vestidos: «¡Oh, sí, precioso! De Mme. Georgette, ¿no?»... Y la perfidia de fustigarla con el nombre de la cómplice, desgranábase en comentarios más pérfidos aún: -«Perdía su antigua clientela la francesa; contábanse infamias y vergüenzas que hablaban poco en honra de su casa...» Libia sonreía, sonreía detrás de la máscara inmutable de albayalde y de carmín.

Una vieja vizcondesa, célebre por sus descaros y repulsiva con su arrugada y blanda carátula de reumas y de vicios, la increpó una tarde, como volviéndola a la cortesanía de su atención en el depresivo aislamiento en que la charla de todas la dejaban, preguntándola «si el condesito de Albear seguía en el extranjero». Libia se estremeció. «No le conozco» -repuso. Se admiró la vieja malignamente, se lo hizo recordar, de casa de las de Bulney, y añadió «que el padre, el conde, curaba al inexperto chico, con bálsamos de ausencia, de no se sabía cuál pasión en que trataron de estafarle el corazón y los bolsillos...»

¡Ah, sí! Partió al fin la desdichada sin ánimos para volver a las reuniones.

Quince, veinte días más, bastaron a dejarla abandonada de las últimas tímidas visitas que fueron a su casa.

Ernestina y tantas otras podrían ser las impúdicas amantes por agrado, por placer, y perdonábalas el mundo; pero ella era la ladrona, la inmunda amante de estafas y chantages. ¡Quién supiese si las bonísimas amigas temerían no tener con ella seguras, en los tés, ni las áureas cucharillas!...

Lloró mucho, por aquellos días en que también lloró sus tristezas el invierno. Llovió, nevó, y sobre los pelados bosques del Retiro el viento arrebataba densas nubes.

Las calles desiertas, alfombradas de nieve, y el frío, tenían como en suspenso la vida de Madrid.

A ser eterno esto, ¡cuánto lo hubiese el corazón de Libia agradecido! Morir, acabar con el mundo entero su deshonra. Temió los encuentros con Javier, y seguía temiendo a cada instante el nuevo anónimo o la nueva impertinencia que hubiesen de romper la ignorancia de Eliseo. Evitarlo era ya la única y loca ansia de la esposa, de la madre, que al menos querría extinguirse sin dejarles a los queridos seres un recuerdo de maldita...

Pero tornó el sol a repartir la animación por la ciudad y tornó Libia a obstinarse en mentirles a las gentes un heroico valor de confiada. Fue con Ernestina, en el auto, a los paseos.

Los hombres, las damas, desde los otros coches, a codazos señalábanse el paso de la indigna en regueros de cruel expectación para sus lujos... en malignos cuchicheos que buscaban tal vez, tras de ella, al que ahora los pagase..., Y en su imaginación de aterrada o en la propia realidad iba viendo la infeliz cómo se tendía más cada vez por todas partes la marea de su ignominia. Lucha estéril, pues, y aun contraproducente, agravada en lo que tomaríanle por alardes de impudor, ésta a que se aferraba queriendo defenderse con la impavidez un resto de decoros...; lucha, además, que la agotó, que la hizo sentirse vencida de un modo absoluto, fatal, irremisible.

Le estalló en los nervios la tempestad mal contenida, libres ya de todo esfuerzo de dominio, y como una mimosa enferma, como una débil delicada que no necesitase sino un poco de paz y las caricias de su hija y su marido, en ellos trató de refugiarse.

Inés salía con la institutriz inglesa; la madre las acompañaba, vestida con sencillez. Iban a la Moncloa o a las zonas del Retiro donde los niños jugaban entre flores y entre pájaros, no frecuentadas por las gentes de frívola elegancia que pudiesen conocer a la triste pecadora, y aun el ruido no lejano de estas gentes, de sus coches, sumíala en profundos desalientos.

El espectáculo de su propia hija corriendo y saltando confiada con otras lindas amiguitas no menos bien adornadas de sedas y de encajes, y que también tenían institutrices, llevábala dolorosamente a meditar su falsa situación. Ricas las otras, quizá, estos lujos, al menos, no habían de constituirles el abismo en que ella velase hundida y, que aguardaba a la pobre Inés con las mismas peligrosas seducciones.

Lujos que reveláronle muy tarde su estúpido sentido a la esposa dulce, a la madre tierna que era toda corazón. Miraba los palacios, que antes admiraba, y no comprendía que sus nobles moradores necesitasen tanta amplitud para aburrirse excelsamente. Cruzábanla los automóviles, raudos, revolando pieles y plumas de sombreros, y no acertaba a entender por qué fueran tan de prisa en ellos sus lindas ocupantes. ¿Adónde dirigíanse?... A lo monótono, a lo de siempre, a los teatros que las hacían bostezar con la obra vista veinte veces, a aquellas tertulias distinguidas de los hoteles o los restoráns o las casas elegantes en que se hablaban sin cesar las mismas cosas idiotas o terribles de honras desgarradas, en una exposición de trajes de muñecas. Y para emular a las que podían siquiera con su riqueza sostenerse el tedio de semejante fatuidad, las que no podían arruinábanse y corrían al deshonor en tanto que seguían preparándoselo a sus hijas...

¡Oh, sí, cómo la vergüenza de verse repudiada de aquellas tertulias compensábala al fin con el mísero consuelo de no tener que soportarlas!

Deseó huirlas, alejarse aún más de ellas hasta en el recuerdo de absurdo y de dolor que despertábanla en los parques las niñas que cuando llegasen a mujeres las habrían de secundar, trocando sus inocencias de ángeles por la vanidad de las muñecas, y, sin advertir de qué modo se iba encarcelando en sus pesares mismos al apartarse de la vida, en las siguientes tardes fue con Inés y con la institutriz inglesa a tomar el sol por los barrios pobres y alejados, por las sucias carreteras de las Delicias, de las Ventas, del Puente de Toledo.

El cuadro varió; mas no el martirio de una desolación inversa, de una miseria que era cruda, material, desarrapada, en estos sitios, si era en los otros moral y encubierta por los faustos. El sufrimiento le excitaba a Libia una aguda y como morbosa percepción de las desgracias, y en ella y en todo, fuera de ella, veía aspectos inmensos de tristeza que antes habíanle pasado inadvertidos.

¡Qué pena, qué contraste el de la hija suya adornada tal que una princesita, junto a aquellas criaturitas haraposas que no tenían para comer y que sin que nadie las cuidara y con riesgo de matarse trepaban por las empalizadas del tren y los desmontes!

Una tarde, al regresar, vio una familia entera de mendigos disponiéndose a dormir bajo los pilares de un puente. Lloró, tembló del frío que ellos fuesen a pasar en la yerta noche, y les dio limosna y tuvo la tentación de arrancarse y arrancarle a Inés las ropas, los abrigos para dárselos también.

¡Inútil!... A los pocos pasos vio otro campamento de mendigos en un estercolero, y luego a otros... antes de llegar a la incomprensible sucesión de casas negras, sin puertas en los huecos, de una calle inmunda y llena de sórdidos escombros, como si un incendio hubiérala asolado. No obstante, en aquellas casas se amontonaban con sus humos de sartén y sus guiñapos gentes que se podrían considerar dichosas frente a los pordioseros recogidos sin lumbre bajo el cielo.

Y seguían, seguían cruzando como princesas Inés y ella y la rubia institutriz, y no comprendía Libia que ella y las princesas pudieran dormir tranquilas en sus lechos, después de haber visto una vez siquiera tales espectáculos.

El horror a volver a contemplarlos y a que los contemplase Inés, la pobre hija que en estos paseos poníase triste recordando las plácidas bellezas del Retiro, y el mayor horror, sobre todo, de no saber si a su hija misma, en la tragedia de angustia y de muerte que por culpa de la madre ruin sin cesar la amenazaba, veríase condenada alguna vez a los mismos abandonos, la hicieron renunciar a acompañarla.

¡No; ella, la arrojada de la sociedad, no tenía derecho, con sus tétricas visiones y sus ansias de destierro, a amargarle al bello ángel las horas de cándido placer que aun guardárale la suerte!

Enferma que poco a poco se iba extenuando, que poco a poco iba siendo acorralada por la vida, fueron sus nervios, siempre sus nervios, en otra explosión de tempestad, los que recluyéronla al refugio de su casa como en un último reducto. A las insistencias de Eliseo por volver a llamar a Luis, al médico, se resistía sin fuerzas para afrontar con sus sonrojos a aquel que había tenido una inútil cuestión de honor por defender a la que tan vilmente hubo de perderlo.

Quiso buscarse algún consuelo en los trabajos del hogar, en los cuidados familiares. Atareadas las sirvientes, ayudábalas solícita. Sin embargo, cada lujo de sus salas, cada adorno de las mesas y los muebles heríala con el perenne y doble espanto de la instabilidad en que asentábanse y de un quizá no lejano porvenir de cambio a la fatídica tragedia, así que el marido que ahora la colmaba de atenciones, sabiendo su deshonra, no la pudiera tolerar y tuviera que matarla y que matarse. Del despacho de él echábanla la confiada serenidad de sus tareas y el retrato de ella hecho por Astor; del tocador, el cerrado armario de sus trajes, de su crimen. Y corría a ampararse en las purezas blancas del cuarto de la niña, y las gasas y las sedas también de los pequeños vestidos seguían hablándola del lujo, del lujo horrendo a que ya el ángel hallábase asimismo por el bárbaro destino condenado, sin que la madre, en su infame y muda desventura, pudiera apartarla de ellos y gritarle los consejos de su roto corazón. ¡Ah!, ¿qué iba a ser de esta casa, qué iba a ser de aquella Inés a quien ella no podía besar siquiera sin mancharla?... Entonces, huía, huía Libia de la hija y del cuarto, del templo de inocencias de la ángel, como había huido y seguía huyendo sin cesar de tantas cosas; huía, huía como en fuga desesperadamente loca de sí misma, y por no dejar salir a su vez de la garganta un grito de ¡Madre! ¡Madre!... clamando el socorro de la suya, que no pudiese prestárselo tan lejos, sepultábase en su alcoba y arrojábase de bruces a la cama para ahogarse en el pecho destrozado los sollozos...

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

-¡Oh, no! -protestó al fin Elíseo-. ¡Vendrá Luis! ¡Vendrá a verte! ¡Te pondrá de nuevo un plan!

Y desoyéndole las protestas, fue, lo trajo.

-¡Vaya, Libia! ¡Aquí lo tienes! ¡Al buen amigo olvidadizo que así nos abandona, sin perjuicio de echárselas incluso de andante caballero con sólo que oiga opinar mal acerca de mis dramas!

En la sonrisa de Luis, en el rápido mirar que se cruzaron el médico y la enferma, ella de confusión mortal, él de odioso asombro, como quien torna a ver a una santa trocada en hipócrita demonio, Libia confirmó que Luis conocía sobradamente su indecencia.

¡Sí, sobradamente! Cuando Luis se retiró a un gabinete próximo con Eliseo, y éste (admirado de que no hubiese puesto en la receta sino un poco de bromuro) le preguntó qué enfermedad fuese la de Libia, y le consultó, además, si parecíale que debiesen verla especialistas, el amigo fraternal, el bravo cirujano que entendía apenas de los nervios, tuvo otra sonrisa de piedad que lo era también de penosa persuasión sobre que el bromuro no sirviese menos ni más que otras drogas para combatirle su mal moral a la paciente.

-¡Déjala! ¡No tengas cuidado! ¡Un poco de histerismo! ¡Es el tiempo el que la irá curando, y nada más!

Ya en la calle, recordaba la sorpresa que en la misma noche aquella del lance le produjo su mujer, su bonísima María. Le aguardaba alarmadísima, y al saber lo que habíale retenido hasta el amanecer fuera de casa, dobló la frente, y confirmó: «¡Pues sí, Luis, no había querido decírtelo, porque sé cuánto los quieres, pero he oído también, se dice por ahí que fue Libia la heroína de ese escándalo que rodó por los periódicos...!» Lloraron, los dos. La honradísima María, más aún que por sus aversiones de honradez, por la amargura de volver a contemplar a Libia en su indecoro, deseó no verla más.

Y él, Luis, que visitó a Eliseo en la siguiente mañana, al tiempo que éste disponíase a visitarle para agradecerle y reñirle su impulsividad caballeresca, «por una tontería», en el horror de Libia al oírlos a ellos comentar el incidente, íntegra recogió la autodelación de la perversa.

Mas tampoco él había dejado de verlos en un mes por tal motivo, aunque guardase en el alma su dolor, sino por los hábitos de trabajador infatigable y por la distancia a que vivían unos y otros, de extremo a extremo de Madrid, que, aparte el paternal descuido de su trato, exento de etiquetas, en la vida tan diversa de ambos matrimonios, hacíale raras las visitas, aunque no menos entrañables.

Continuó, pues, asistiendo asiduo a la infeliz que arrastraba sus dolientes agonías por los divanes. En largas miradas y en frases de piedad procurábala consuelos.

-¿Y Mari? ¿Y Mari? -no cesaba Libia de preguntarle, ansiosa de una sombra de bondad junto al lecho de martirio.

Aunque ahora supiese sus miserias, sólo aquella santa pudiera recogérselas como una madre capaz de todos los perdones a través del angustiosísimo silencio.

-¿Y Mari? ¿Y Mari? ¿Por qué no viene?

Invadió a Luis una congoja. Le habló a María.

-¡Ve, mujer! ¡Ve algún rato a acompañarla! ¡Clama por ti! ¡Si fue mala, harto con el arrepentimiento y el sincerísimo pesar lo está pagando!

Anochecía, la tarde en que llegó la honrada, la infinitamente honrada y buena al lado de la vil. Tronchada por la angustia y por la falta de energías, no pudo ésta siquiera incorporarse bajo el peso de las ropas de la cama, que antes que al cuerpo procurábanle calor al alma desgarrada y aterida. Estaban solas. Fue un cruel encuentro de hermanas que el mutuo horror paralizó, y sin besarse, sin decirse una palabra, cogidas solamente en avidez por una mano, la recién llegada se sentó a la cabecera. Por unos instantes, en lo semiobscuro de la estancia, trataron de ocultarse el llanto de los ojos; pero en el silencio gimieron luego las gargantas..., y a un impulso giraron ambas y se abrazaron fuertemente. Las lágrimas se confundieron largo rato, igual que se fundían en inversa emoción de vergüenza y caridad los corazones. Para reanudarse el pacto fraternal, más firme que nunca, no necesitó sincerarse de otro modo.

Hablaron en seguida de sus niños, de sus casas, de las cosas humildes y sencillas.

Hablaban de estas mismas inocencias siempre, siempre, en las sucesivas tardes, y la hora que pasaba Mari allí iba siendo para Libia un inefable bien que aliviaba y hacíala olvidar sus desventuras...

Pudo permanecer más tiempo levantada, paseando por la tibia galería al brazo de Eliseo o al brazo de María, o reclinada en el diván bajo unas pieles. Sin embargo, comía poco, dormía mal, con pesadillas que evitábanle al sueño leve los descansos, y la demacración de su faz, que asustaba a todos, asustábala a ella también en los espejos.

Si a la íntima melancolía de la tertulia llegaba Ernestina alguna vez en la eterna prisa de sus tés y de su auto, dejaba tras de ella un mundano efluvio de lujos perfumados que ponían a la enferma más nerviosa. María, Ambroa, Luis, Astor, que también fumaba despreocupadamente en su butaca, tenían para la superficial Ernestina la misma condescendencia de desdén, y las mismas miradas de dolor caritativo para la pobre Libia, a quien la loca gentil evocábala el Madrid de sus tormentos.

¡Era nada más Eliseo el que no sabía, el que no podía interpretarle sino al revés aquellas súbitas tristezas!

-¡Oh, mujer! -le decía, besándola las manos-. ¡La niña mía! ¿No estás mejor? ¡Pronto volverás con ella, a tu vida, a los paseos, a los teatros!

Mas no; no estaba mejor Libia.

Estaba siempre igual, y hasta el ruido de las calles que subía por los balcones crispábala los nervios y le anegaba el ser entero de un afán de lejanías, de soledad, de una definitiva e imposible fuga en el olvido de las gentes.

-Y bien -planteó una tarde Luis, el médico que no quería la intervención de especialistas, y del cual eran, no obstante, las técnicas responsabilidades de la larga enfermedad-. ¡El campo! ¡el campo! ¡Hémoslo resuelto anoche Mari y yo!... Los padres de Mari tienen en Extremadura una hermosa finca, y a ella iremos todos por dos meses, por tres meses: Libia, Inés, Mari, mis hijos, tú, Eliseo, a escribir cuanto te plazca; es decir, todos, menos yo, por mis enfermos, que sólo me permitirán ir a veros los domingos.

Discutida la proposición, que era, además, una orden, quedó aceptada.

Y desde el nuevo día empezaron los preparativos para el campo, comprando Mari las toscas botas y los abrigos y los impermeables de hule, baratísimos, de marinero, que Libia y ella, y los niños, especialmente, en el mal tiempo, habían de necesitar contra el barro y contra el agua.

-Porque, no creas tú, ¡oh mimada señorita! -decíale a Libia, al verla sorprenderse de la tosquedad, de la rudeza de todo aquello que traía de los comercios-; la dehesa de mi padre no es el Retiro, aunque sea más hermosa que el Retiro, con sus vacas y sus cerdos, ni la casa es un palacio. Prepárate a vivir en la pobreza, como una simple campesina. ¡A lo bruto, a lo salvaje!

Libia sonreía.

Eliseo se sublevaba al ver que, por los consejos de Mari, el baúl de Inés íbase llenando de trajes viejos de lana, de baberos nuevos de percal... Él, porque Luis habíale dicho que abundaba la caza en Los Mimbrales, y aunque no había visto una perdiz viva jamás, acababa de comprarse una excelentísima escopeta y unos arreos de elegante cazador que le costaron tres mil reales...




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- III -

Un tren que sobre el estruendo de sus ruedas los bamboleó por muchas horas, que se detuvo en muchas estaciones, y que, a media noche, entre las inclemencias del frío y de las tinieblas, tuvieron los dormidos niños y la desvelada Libia que dejar en la más abandonada al desamparo de los campos. Una espera hasta el amanecer en los bancos de un vestíbulo, bajo el farol de aceite y contra fardos de patatas y sardinas. Una desvencijada diligencia que los recogió apretadamente y que durante el día entero los fue arrastrando con su monótono campanillear por la blanca carretera tendida sin fin en áridas campiñas. Un ruin mesón de pueblo grande, aceptado a la mitad del viaje para darle en la segunda noche a la enferma un poco de reposo; mal mesón, con honores de fonda, sin braseros, alumbrado con bujías, y en donde cenaron sopas de anís y gallo frito. La diligencia otra vez, recogiendo al salir el sol a los que no lograron descansar por culpa de los mosquitos y serenos; la carretera interminable, de nuevo, subiendo fatigosa a unas montañas, y a las tres de la tarde, la cima, el puerto, la venta como de ladrones en que aguardaban los rústicos sirvientes cuidando los borricos; una sopa todavía, de huevos y jamón, en tanto se cargaba a lomo de las bestias el complicadísimo equipaje; lanzada luego la gitanesca caravana por los abruptos senderos a los hondos valles que cambiaron el paisaje a frondosidad de maravilla; pinos, águilas, simas, canchos...; y salvado con luz del día lo más salvaje y peligrosamente agreste de esta última etapa de la marcha, el retorno sobre los caminantes del frío de las estrellas en una llanura inmensa de rañas, de jarales, en donde aullaban los lobos...

Cuando Libia descendió yerta a las puertas de la casa, y seguida de guardas y pastores entró en el destartalado cocinón en donde sólo halló la nota alegre de un gran fuego, creyó que la piadosa Mari no hubiese querido sino traerla a morir tranquila en un destierro, perdidamente... lejos, tan lejos, tan lejos, con aquellas llanuras y aquellas sierras y aquellas carreteras infinitas y aquel tren apartándola del mundo que aún sobre la muerta pudiera tender sus difamaciones rompiendo en maldición el llanto de Eliseo.

La desolación se le colmó al recorrer rápidamente con Mari la vivienda. Hecha la limpieza de ésta a escape, por la prisa con que avisaron su arribo los viajeros, hallábanse recién enjalbegadas y fregados sus bóvedas y sus pisos de ladrillos; no tenía puestas más que unas camas viejas en tres habitaciones, vacías completamente las demás, y un rimero abominable de muebles rotos, despintados, en un desván, como en una prendería, al lado de montones de cebada y de cebollas.

Mari había ido exclamando a cada cosa, ante los ojos asombrados de Libia y de Eliseo:

-¡Veréis, veréis qué bien nos instalarnos! ¡Veréis qué bien lo pasaremos!

Y el asombro mayor, para la enferma, para la acabada de agotar por el durísimo calvario, para la que en Madrid no podía tocar los manjares delicados ni dormir en lecho de plumas y edredones, fue la voracidad con que comió las presas de un caldero recién quitado de la lumbre, y su sueño profundísimo, de la noche entera, en la cama que clavábale los hierros por la espalda.

¡Ah, era que su cuerpo se rendía por primera vez a la física fatiga, y era sin duda en lo que confiaba Luis para volverla a la salud en lo posible!

Y ahora, ya encajada la vida, ya en su sitio cada uno de aquellos muebles del desván, todo limpio y recompuesto y en orden siempre por la exquisita atención de Mari, a Mari no cesaba de repetirle la gratitud de los que casi la hubieron de odiar en sus emociones horrendas del viaje y la llegada:

-¡Oh, sí, qué bien estamos instalados! ¡Qué bien lo pasaremos!

Despierto Eliseo al despuntar el alba por el escándalo de cerdos y de mulas en el corralón, por el canto de los gallos y por los mozos que empezaban a subir a los graneros, levantábase, tomaba su desayuno de migas con café, a la lumbre, y encerrábase en la sala para escribir su drama de ilusión, sobre una mesa coja.

Despierta Libia, después de harta de dormir, freíales jamón para las migas a los niños, salían éstos a jugar, asomábase a la puerta para verlos bajo las encinas dispersarse con su loco chillar de gorriones y quedábase gozando por un rato la placidez de la mañana. Los mirlos cantaban; volaban en bandos las alondras; llenaban las aguanieves las praderas, y la niebla, desgarrada en los picachos de los montes, hundíase en los barrancos tendiéndoles su dosel de gasa a los riachuelos.

La dehesa hallábase enclavada entre otras dehesas que perdían sus arboledas de perenne verdor en dilatadísimos confines. La casa, sobre un cerro, detrás de un huerto de rosas y naranjos, reducíase a un gran cubo de paredes blancas, de tejado rojo, de ventanas verdes, al cual, por la trasera, hallábanse adosadas la del guarda y las tapias de cuadras y corrales.

Entraba Libia, y dedicábase con Mari a las faenas del arreglo. Barriendo, a lo mejor, o fregando las jofainas por sí misma, sin peinarse y sin más adornos que un simple vestidillo, sorprendíase de la enorme distracción que esto le causaba, en charlas incesantes con María. Ignoraba ella que guardase una tal trabajadora modestísima y alegre, jamás por nadie dispuesta para ello, la fatua señorita de Madrid. No sabía, no había podido sospechar nunca, tampoco, la comodidad de la humildad, o a mejor decir, de la pobreza, con tal que fuese limpia y un poco perfumada cordialmente...

¡Ah, sí! Tenían que reírse las dos, celebrando ingenuas sus asombros de lo bizarra y pintorescamente lindos que iban dejando cada cuarto, cada cosa. En el de Libia, una ancha cama de hierro, reatada, sustituida con un taburete una pata, debajo, y con seras de esparto que defendíanla del frío de la pared... ¡porque puesta en medio, se caería! Más esteras, en el suelo, quitadas de unos carros, y dos alcayatas y un cordel muy útil como percha. En el de Mari y sus tres niños, otras camas de tablones, pero asimismo cubiertas de colchas primorosas; un gran baño de aseo, de loza vidriada, y clavos por los muros. En el de Inés y de Clotilde (despedida, no vino la inglesa institutriz), catres de tijera y una silla...; y en todas, también los cien recursos de utilidad o de simple adorno con que suplían faltas sin cesar las bravas ingeniosas: cuencos del café para el servicio de los dientes, esquilas de cordero como timbres, trípodes de palo con una tabla, en no fácil equilibrio, y que cubierta con toallas servían para sostener los trastecillos de tocador no menos que mesas de mármoles y jaspes; y principalmente, y alrededor de todo, entre la limpieza mística de ermita, lazos, lazos, y flores, muchas flores de los campos, del jardín.

-Mis padres, ¿sabes? -explicábale María-, están tan viejos, que ya no vienen nunca, desde años hace, y tienen esto abandonado.

Pero reíanse, reíanse las hacendosas; bastábanse a sí mismas con su ingenio y creían enteramente inútiles las ofertas de otros trastos y otras camas que hacíanlas los buenos viejos desde el pueblo no cercano. ¿A qué? Vivían bien. Disponían de lo preciso. Los niños y ellas hallábanse encantados de la rusticidad, y cien veces mejor, Libia sobre todo, que entre los superfluos faustos y molicies de su casa madrileña.

Para guisar disponían de dos sartenes; para sentarse en la cocina, de un sillón blanco de madroña, de seis sillas, y de un vetusto arcón que servíales al mismo tiempo de sofá; para alumbrarse, de candiles de aceite y de dos quinqués de acetileno. Guisaban, por las noches, ayudando Libia a desplumar gallinas y perdices; jugaban los niños en un rincón, y Eliseo leía periódicos, en el sillón de patriarca, con los pies hacia la lumbre. Hervían los guisos, aumentábasele a todos con su aroma suculento el hambre de los larguísimos paseos; cenaban, y eran de ver las tertulias que hasta la hora de dormir, reanimado el fuego con verdaderos montes de leña que hacían a las llamas retorcerse por lo negro del hogar y a lo largo de las llares, formábanles el guarda y la familia del guarda y de los vaqueros y pastores, trayendo cada uno su asiento, de taburetes de corcho o de encina, bajo el brazo.

Un gran corro, en el cocinón inmenso, bien cerradas las puertas que aislábalos, con una grata sensación familiar de miedo y de calor, del frío y acaso de los lobos que fuera merodeasen siniestramente por las sombras. Rugía en la chimenea el viento, ladraban los mastines, y allí dentro hablábase de lobos o contábanse cuentos que hacían temblar y reír a los chiquillos.

«Señoras gallinitas -decíale un zorro a unas que, al verlo, habíanse encaramado en un carrasco-, podéis ustedes abajarse y estar sin cudiau denguno junto a mí, porque el señor gobernador ha ordenao en un bando que, desde hoy, andemos amiguitos y en paz y como manda Dios tos los aniniales.» -«¿Sí? Pos, güeno, señor zorro; aspérese osté a ver si pasan aquellos perros que vienen por allí con cuatro cazaores.» -«Entonces me voy, señoras gallinitas; vaya, ¡adiós!, no sia el demóngano que no s'haigan enterao del bando entodavía.»

Otras veces tocaba un empellicado pastor el rabel, cantaba la guardesa, llevaban varios el compás con cucharas y almireces, y armábase un gran baile en que brincaban y mirábanse amorosos los zagales y zagalas. Libia, cogida de alma y corazón en el estruendo de inocencias, miraba las de Mari en su bella faz de reina provinciana; veíala bailar con algún viejo pastor, y ella propia, sacada también a viva fuerza por Inés, no tenía más remedio que lanzarse al torbellino de locura.

Unas tardes iban a coger flores de junco y piedras blancas en el río. Otras a pescar ranas en los charcos. Los niños corrían delante, con Mari. Llevaba Eliseo la excelentísima escopeta y los flamantes arreos de cazador, y conformábase matando pájaros, porque inapercibido sorprendíanle constantemente con su rauda fuga los conejos, las perdices. Pero rebosábale el contento: en un mes le había vuelto a Libia el color de la salud y él adelantaba mucho en su trabajo.

-¡Oh, cuánto me alegro de haber venido, Libia, por ti y por lo intensamente que escribo en esta paz...! ¡Qué drama, qué drama esta vez, el mío!

Decíalo alucinadamente él, que no era vanidoso, que siempre, antes, se había mostrado inseguro de sus obras, y ella, picada de curiosidad, preguntábale el asunto. Mas no quería anticiparla sino el título, Los abismos, y nada, absolutamente nada de más, el autor que, sabiéndola dotada de un certero instinto crítico, hasta después de haberlas terminado no se las leía, y a ella siempre la primera, a fin de recoger su íntegra impresión.

Llegaban al río, soltaba él la escopeta y poníase a cortar el agua, con planos guijarros que saltando recorrían la superficie, en unión de Luisito y de Jacobo, los dos niños de Mari. Ésta, con las niñas y con Libia, buscaban berros y espinacas. De vuelta, parábanse a recoger huevos, en los nidales de los chozos, y a ver ordeñar la leche que, luego, delante de ellos, transportaba en un gran tarro un cabrerillo.

Libia, arrebolada por el aire libre y por el sol, se admiraba de encontrarse y de que todos la encontraran, a pesar de su adorno sencillísimo, más arrogante, más guapa que con sus lujos de Madrid. Lo mismo le pasaba a Inés, vestida ahora con una campesina modestia que había dejado de diferenciarla, en la insolencia de aquellas plumas y aquellos terciopelos, de los hijos de María. Y así, eran también los chiquillos más amigos del alma, más humanamente hermanos. ¿De qué, pues, servían las galas, que no aumentaban siquiera la belleza, creando solamente necias suspicacias de corazón a corazón?

Era el campo todo, en el hermoso anochecer, un concierto de armonías. Saltaban chillando de encina a encina las urracas, los mohínos; trinaban por la hierba las cigarras, y de todas partes acudían los cerdos con sus filosóficos gruñidos al silbar de los porqueros.

Libia, y aun el propio Eliseo, sorprendíanse del idílico valor, aprendido de Mari, con que al cruzar la vacada veían pasar cerca los toros, casi rozándoles los cuernos. Más confiados, no obstante, entre los rebaños de ovejas, seguíanlas a las majadas en pos de sus balidos. Entre teníanse viendo encerrarlas en las redes; soltaba el mayoral los corderillos, y hambrientos y mimosos, sin equivocarse ninguno, corrían en busca de sus madres: mamaban, mamaban, prendidos a las ubres, con ojos de ternura; y los mastines, mientras, fieros, solemnes, con lenta majestad, ladrando alguna vez a los lejanos ruidos toscamente, repartíanse por fuera en su papel de nocturnos centinelas.

La luna solía alumbrar la vuelta hacia la casa, cargados todos con las flores y las varias provisiones recogidas, y al tomar el té junto al fuego de la cocina blanca y confortable, amplia, donde podía tenderse como en un sagrado templo de la vida la inmensa y como espiritualmente animal satisfacción de cada uno, hablaba Eliseo de la paz que día por día más iba extasiándole, hablaba Mari de la baratura inconcebible de las cosas, la mayor parte ofrecidas de un modo generoso por el campo, y hablaba Libia, en fin, con ansias entrañables, de comprar una rústica casa donde hubieran de instalarse para siempre y donde mejor que en parte alguna pudiera el escritor entregarse a la libre inspiración de sus dramas y comedias...

Ponía en ello tanto empeño, tanta fe, que llegaban en serio a discutir su conveniencia, asimismo Eliseo por aquel proyecto seducido. ¿Por qué no? ¡Ir él, a Madrid, a temporadas! ¡Hallarse fuera de envidias y miserias! ¡Ahorrar! ¡Juntarse un capital rápidamente...!

Sin embargo, pronto los traía a la realidad su situación, harto poco desahogada para intentar compras y traslados, y el asunto quedaba como una cuestión de porvenir que debiera no olvidarse. Cogía él los periódicos, poníase María escribirle a su marido, y Libia, entonces, turbada con la visión de aquel Madrid funesto al que hubieran de volver, cruzando el corralón se iba a la casita del guarda para seguir ilusionándose de rústicos olvidos...

Más pobre la vivienda del guarda, pero más completa en su menaje por la atenta previsión de una familia numerosa, reunía a ésta en una abrigada cocinita de suelo de tierra, de techo de negras vigas y llenas las paredes de sartenes, de peroles y cazuelas, de botijos, de estantitos para lozas y cucharas, de escopetas, de asadores, de escardillos, de alforjas y aguaderas, de útiles de guisar y de trabajo...; pero tan pulcramente dispuesto todo, las cosas, las personas y hasta los costales de avena y de bellota en los rincones, que daban una sensación de indestructible dicha aquellas gentes que, con el perro en medio y los gatos dormidos a los pies, hasta para el descanso de las noches tenían quehaceres dulces. El padre construía una fiambrera de corcho, la madre y la hija mayor remendaban pantalones, y Pedro, el más talludo de los chicos, enseñaba a leer a los pequeños.

Libia, a quien dejábanla preferente un sitio, complacíase en charlar con ellos y en impregnarse el corazón de sus venturas. Cenaban temprano y veíalos picar las coles, pelar patatas o rebanar el pan para las sopas. Una sola sartenada de algo de esto, lo que fuese, con tal cual extraordinario de torreznos, los domingos, y un eterno y abundantísimo gazpacho. No obstante, condimentábanlos tan bien, sin más que el aceite y la sal y el pimentón que iban sacando de los cuernos, que ella misma, al observarles la fruición con que los saboreaban después de un alternado cucharetear a la cazuela, los probaba y los hallaba substanciosos y agradables. Además, de que debían serlo ofrecían el testimonio aquellos fuertes cuerpos y aquellas rojas caras de salud, en los hijos y en los padres.

-¿Gastan ustedes mucho? ¡Cuánto! ¡Vamos a ver!

-¿En qué, señorita?

-En vivir.

-¡Ah!, pues... ¡Échele osté un corte!

-¿Treinta duros?

-Más, cincuenta; y once fanegas de trigo y seis de cebá pa la burra.

-¿Al mes?

-¡Al mes! ¡Cómo al mes...! ¡Digo, la señorita...! ¡Al año, al año! ¡To lo que entre tos se gana, y Dios que no nos farte!

Se asombraba Libia. Callábase, con pesar y con vergüenza. Imponíasele el absurdo, la pasada locura de su vida. Ella había invertido ocho mil duros en trapos, para un crimen, y con cincuenta al año vivía aquí una familia de diez personas que tenían fuego, buen sustento, abrigo en limpias ropas, y la alegría santa del sol y de los campos.

Se levantaba y se iba a darle a su Inesina aquellas lecciones del francés que no estaba muy segura de que a ella propia le hubieran servido nunca para nada.

Luis venía cada mes y estábase en la finca algunos días. En este segundo viaje, burlándose del perfilado cazador que no cazaba más que pájaros, y con la oportunidad de que en el cálido Febrero empezaba el celo de perdices, le agenció reclamos y le enseñó a hacer los puestos y a matarlas.

Por las noches, trayendo cinco, siete, entre los dos, y contentísimo el neófito, hablaban de perdices. Luego, satisfecho el médico del silvestre y hondo gozo que en todos advertía, renegaba de Madrid, proponíales alargar aquí la temporada, y en contra de Eliseo, único que alguna vez echaba de menos sus cafés y sus teatros, con Libia y Mari poníase a ponderar los gustos naturales y sencillos.

El lujo le irritaba. Sabía que hacíale a Libia un bien forzándola aún más a detestarlo, fomentando sus nacientes aficiones por la vida simple, por la noble y dulce calma del hogar, y con su rudo buen sentido glosaba los argumentos de Astor contra todo lo idiotamente aparatoso.

¿De qué servían... los lujos? Encarecían la vida horriblemente, dejaban imperar la tisis y la anemia por reducir al hambre el secreto de las casas a cuentas del público esplendor, y sin conseguir más que afear la belleza con adornos ridículos, salvajes, ni aun lograban su propósito esencial de diferenciar socialmente las alcurnias. En efecto, creía Luis que el señor antiguo pudo singularizarse también con indumentarias de respeto entre todos sus vasallos, con unas cuantas sedas, unas cuantas joyas familiares y una sola creación modisteril que duró lo que su época: -«traje Felipe II»; «traje María Antonieta», se dijo; pero las modernas máquinas fabricaban de pitas y de cuarzos sedas y joyas más o menos falsas, del mismo efecto embellecedor que las auténticas, y la duquesa y la millonaria y las que no lo fuesen lucían iguales lujos, al menos aparentemente, a pesar de los cambios incesantes de la moda. En el afán de variar, de diferenciarse, no les quedaba a aquéllas más que la rabia eterna del fracaso.

Además, a la advertencia de Eliseo sobre si el lujo sostenía o no una vasta industria universal que daba de comer a muchas gentes y que representaría la prosperidad de las naciones, Luis replicaba y defendía que la tal industria era inútil e inmoral, por mucho que pudiera enriquecer a los traficantes y a los países en que hallárase más próspera. Lo importante para la humanidad no estaba en crear con el trabajo un valor ficticio, superfluo, sino en invertirlo racionalmente produciendo con fácil abundancia los elementos necesarios de la vida; y lo falso de aquella riqueza veríase en cualquier pueblo que, no contando con otra principal actividad que sus fábricas de lujos, sus sederías, sus joyerías (al lado, por supuesto, de un ejército de hambrientos), aislado por una guerra, verbigracia, no pudiera recibir en cambio los trigos para el pan, las carnes, las mantecas, y tuviera que comerse sus rasos y brillantes. ¡Ah, riqueza estúpida, riqueza convencional, que no tenía nada tampoco de riqueza artística, la de esos efectos, sin otra positiva estimación que la del «valor en cambio», especie de nueva moneda más, lanzada al mundo para su vanidad y para su agobio!




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- IV -

Marzo se iniciaba con un temporal de frío, de vientos y de lluvias digno de lo más crudo del invierno.

Añorando los paseos al sol, no tardaron todos en hallar bizarras distracciones.

Un placer, en sentirse azotados por el vendaval y por el agua. Poníanse chanclos o botas fuertes, abrigos, impermeables; y ya recios contra la intemperie por su larga familiaridad con las encinas, iban chapoteando barro a ver en los arroyos y en el río las tremendas avenidas que ensanchaban turbias su corriente.

Obscurecía pronto, bajo el cielo anubarrado, y hasta la hora del té refugiábanse en un chozo de porqueros próximo a la casa. Allí podía Libia confirmar, aún mejor que en la del guarda, con cuán poco se puede forjar una paz feliz sobre la tierra. Tres niños, el mayor de catorce años, y el más pequeño de cinco, lo ocupaban, en compañía de un mastín. El padre, por atender a su mujer, enferma, dormía en el pueblo por las noches.

Sentábanse con ellos, alrededor de la fogata, en el ruedo de camastros lleno de mantas y pellicos. Un candil, y el reflejo de la lumbre que el muchacho mayor iba alimentando poco a poco, alumbraban la tertulia. Inés y los niños de Mari, no menos que Mari misma y Libia, encontraban extrañamente deliciosa la abrigada estrechez de aquel negro cobertizo de palos y de hierbas que por fuera azotaba el huracán.

-¿No os da miedo?

-Quia, no señora; ¿de qué?

-De los lobos.

-¡Quia, no señora; miste el perro ahí!

-O de ladrones.

-Quia, no señora. ¡A musotros no mus roban! ¿Qué mus iban a robar?

Lucio, el que hacía de padrecito, contaba que en algunos inviernos, y en noches peores todavía, ellos tres solos habían recogido y dado de comer a mendigos caminantes, durmiéndose con ellos después a pierna suelta.

-¿Sin miedo?

-Quia, sin denguno; ¿pa qué? ¿Qué mus iban a jacer? ¡Pa qué quié usté que juesen a matarnos!

El pequeñín, descalcito, recogido con la cara llena de churretes y la barba entre las manos, miraba atento. Él no tenía miedo tampoco, de noche. Si despertábale la sed, le daba a otro una patá, pidiendo agua.

Libia consideraba la tranquilidad con que, entre no importaba qué riesgos del mundo, podían vivir la pobreza y la inocencia, al amparo de la compasión fraternal que hacía buenos a los malos. Y, por otra parte, no revelaban estos niños menos satisfacción plena de la vida que los hijo de ellas, que los hijos de los ricos: sabían estarse mirando al fuego, quietos, mudos, con una calma beatífica hasta la hora de dormir, y ellos mismos, en el único caldero que servíales para todo, se freían las patatas de la cena, barrían el chozo, traían el agua, repartíanse las rebanadas de pan, dábanle su ración al perro, y subvenían, en fin, fiados en el porvenir que haríalos porqueros como al padre, sin miedo a ruinas ni sociales rebajamientos imposibles, a todas sus necesidades. Nada sabían, aparte de guardar puercos y tenderse al sol entre las flores; no habían visto nunca el tren ni ciudad alguna, y, libres de toda inquietud, debían tener de la existencia una idea de dichosa eternidad, en una sucesión de presentes dichosísimos, lo mismo que los pájaros. Durante el día, se les oía cantar hundidos por las frondas, detrás de la piara; y para realizar tal existencia, bastábanles de noche los cuatro palos de cabaña en que guardaban las pieles, las mantas, tres cucharas, tres cacharros para la sal, el vinagre y el aceite, un botijo para el agua y un gato.

Miraba Libia a los niños de María, que tenían también un poco de esta sencillez angélica, y recordando la casa de Mari en Madrid, simple, sin lujos, creíala el ideal de comodidad modesta en que debieran resolverse y encontrarse la pobreza de los pobres y los faustos de los duques... ¡y los faustos falsos de ella misma!

Encendían los porquerillos antorchas de gamones, y trayéndolas en alto, chispeando por la lluvia y las tinieblas, alumbraban la vuelta hacia la casa.

Mientras, Eliseo, ampliando ahora la labor de las mañanas, encerrado en el salón, seguía escribiendo el drama de intensa humanidad que inflamaba su entusiasmo. Faltábale apenas el final, y corregirlo. Con él obseso, había que llamarlo insistentemente para el té.

Al esplendor mismo de su obra, íbansele cegando las plácidas visiones de la campestre soledad.

Sentíase ya un poco extraño en la dehesa, en la consagración de aislamiento a los rústicos gozos familiares.

Muchas tardes, mirando caer monótona la lluvia por el cristal de una ventana o desde debajo de un árbol, invadíale el ansia de su vida habitual, de su Madrid, de sus tertulias literarias.

En vano el buen tiempo tornó a dejar como lavada y nueva la verde esplendidez de las campiñas. En el cazador de perdices resucitaba el hombre de ciudad, el literato que, según su trabajo se acercaba al término, advertíase más y más desarraigado de la calma de estos montes.

Entristecía a todos anunciándoles la próxima partida, y él mismo, dentro de los puestos, se olvidaba de la caza.

Cantaba el reclamo, los bandos acudían, y él, abstraído, inquieto, espantábalos con una tos o con cualquier movimiento inoportuno.

Era que día tras día abrumábale el dilema de su Libia y de su drama. Reclamado éste y el autor por el teatro, no lo estaba menos aquí, por la salud de su mujer, el marido tierno y bondadoso. El padre amantísimo, también, puesto que igualmente Inesina íbase poniendo dura y fuerte como nunca.

¡Ah, permanecer en la dehesa seis meses aún, un año, dos, siempre..., según tal vez quisiera Luis, temiéndole a la no total seguridad de los nervios de la enferma! Analizaba él su sorda protesta interior a semejante plan, y el padre, el amante marido afectuoso, vencidos por el artista, tenían que encontrarse un poco miserables.

Seríale en verdad posible enviar la obra, dejar que la leyesen y ensayasen, y sólo asistir, o no asistir, en la noche del estreno. Mas, ¡oh! amaba a la esposa o hija del alma, tanto o más que a la hija de su sangre o a la esposa de su vida. Esto le amargaba, con rubor inconfesable, y sin embargo imponíasele como evidente. Confiada al correo, podría perderse; abandonada a una extraña dirección, pudiera malograrse...; ¡la obra, la obra, el drama de maravilla que hubiera de levantarle al fin a las cimas más altas de renombre! Y todavía, por otra parte, su vida espiritual necesitaba respirar el amor del triunfo, embriagarse de él, lo mismo que su plástica existencia necesitaba respirar los efluvios del inmenso amor cerca de su mujer, cerca de su hija, recogiendo con el corazón y con los ojos las veneraciones que despertábanles sus bondades y bellezas a las gentes.

¡Artista! ¡artista!... Sí, se veía un poco grandiosamente miserable. En él había dos: el hombre y el artista, e igual de falsos ambos, tal vez. Pasada la efímera compasión con que allá en Madrid hubo el dolor de convertirle en heroico enfermero junto a Libia, al riesgo de perderla, y pasada aquí (tan pronto como le pasó el egoísmo del trabajo) la mentida abnegación de vivir en ella y su cuidado eternamente, la especie de necia bailarina que dentro del artista se guardaba volvía en su vanidad a soñar con los amigos..., con el ambiente odioso y seductor de su vida, de sus luchas de la gloria.

Estaba entre las jaras, en el puesto. Se movió en el puesto, y espantó cinco perdices y asustó a la de la jaula. La escopeta yacía a sus pies.

Por la mirilla, valle abajo, no veía hierbas, ni encinas, ni perdices... sino nada más la gloria, como un hueco y casi espantoso abismo rosado, sin términos, sin fondo.

La gloria, cuya atracción de abismo le hacía romper las encantadas calmas saludables de Libia, de Inesina..., de Mari..., niños y mujeres solos a quienes él tendría que acompañar volviendo de Madrid..., renunciando a la infinita satisfacción perversa y vana de humillar a los enemigos con el triunfo, despreciando el constante placer inmenso de las gentes que volvíanse a contemplarle con envidia por las calles...

Libia, afortunadamente, estaba bien; pero si no lo estuviese y él hallárase forzado a elegir entre la eterna vida de destierro por los campos o la vida de su gloria... ¡No, no osó, ni en pensamiento, resolver cuál le decidiese!... ¡considerar, al menos, con qué horrendas muertes de su alma pudiera arrastrarle el sacrificio hacia su Libia!

¡Oh, artista, artista! ¡Oh, gloria, gloria, rosado y casi espantoso abismo sin término y sin fondo!

Luis había llegado. Terminado el drama de ilusión y maravilla, esta noche el autor iba a leerlo. Ya antes de empezar, produjo en el íntimo auditorio la más dramática sorpresa, la más profunda y dramática emoción que nunca en nadie habría de producir.

Eliseo, mientras Luis y Mari y él acomodábanse alrededor de la mesita, mientras Libia transportaba de la cocina a la sala el reverbero para colgarlo en la pared, a modo de única advertencia previa anunció con sencillez que su obra se fundaba «en el suceso aquel, de que hizo la Prensa tiempo atrás público escándalo, sobre las deudas de una dama y una célebre modista».

Con el yerto y repentino estupor, un centellazo de nieve se le tendió a Mari y a Luis por las entrañas. El reverbero, alzado hacia el clavo en tal instante, osciló en las manos de Libia y estuvo a punto de caer.

-No, mira, no alcanzas. Tráelo encima de la mesa. Tendré más cerca la luz.

Obedeció la autómata. Quedaba a un lado la pantalla de latón, y situó la silla protegiéndose en su sombra..., la que no podría escapar, la maldita mártir que nunca había creído que tuviese que morir aquí de una tan imprevista e ingenua y terrible e inocente puñalada...

Luis y Mari, mudos, lívidos, la observaban de reojo.

Trémulo el lector, sin más posible atención en torno a él mismo que la que concentrábale en este primer augurio de su triunfo, empezó alucinadamente la lectura.

La cuarta escena era ya una adivinada reproducción casi fiel de una de aquellas realidades espantosas en que la «dama» de los lujos le escuchaba a la modista sus dilemas del abismo negro de la ruina o del abismo de deshonra de un amante...




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- V -

Se detuvo el automóvil, y todavía, antes de bajar, volvió a encarecerle a Astor el preocupadísimo Eliseo:

-Sí, mira, te lo ruego. Atiende bien a la lectura. Tu juicio me importa más que nunca.

Astor le sonrió:

-¡Oh, artista, artista! ¡Cobarde!

Veíale la perplejidad que eternamente le acosaba al pasar sus obras a la escena.

Entraron. Eran las tres de la tarde y les chocó hallar el Teatro Español en espléndida iluminación de fiesta.

Por el vestíbulo paseaba arisco y solo el empresario, con las manos a la espalda.

-¿Qué, función? -le abordó Eliseo.

-Ca, hombre -respondió seco el gordo señor Mir-; pues, ¿no va usted a leer? Ensayo general. ¡Se está acabando!

Y sin más cumplidos, de un impulso repentino tomó del brazo al insigne pastelista y le apartó a un rincón. Quería que le hiciese el retrato de su amante, la Méndez, segunda dama de la compañía. Rico, sin pizca de inteligencia literaria y sin una gentileza para nadie, el célebre empresario concentraba toda su atención en el negocio, en la taquilla, con respecto a los autores, y en la compra de caricias, a cuenta de agasajos y cartel, con respecto a las actrices.

Así abandonado Eliseo, en su pesimista desaliento tuvo que recordar el carácter de aquel tosco asturianote, que, no obstante, guardaba un noble fondo, para no creerse en trance de desaire. Alargábase la conferencia, y prefirió esperar dentro de la sala.

Abrió un palco, pasó. El teatro estaba lleno de luces y de gente, el escenario puesto de jardín, y vestidos con los trajes de la representación los cómicos. Se recogió en la sombra, y no supo si celebrar o deplorar la concurrencia que este ensayo fuese a darle a su lectura. Tardó poco en divisar a muchos conocidos, a muchos enemigos, acá y allá, por las butacas. Especialmente, le enojó López Carmona, un joven pálido y audaz, de estirada y dura faz sacristanesca, rotundo en las frases y en los fallos que emitía siempre pontificando en algún corro, y que, a pesar de no haber escrito nunca nada, ni en periódicos ni en libros, gozaba de un crédito actual de certero maldiciente no menos que de una presunta fama de genio del porvenir... así que él hubiera de dignarse aplastar al público con la altiva flor de sus talentos.

«¡Ah, cuando escriba un drama! ¡Cuando escriba una novela!» -se decía. La novela o el drama no acababan de llegar, año tras año, y al futuro coloso, embrión perpetuo de sí mismo, seguía acreciéndosele la omnipotente autoridad que le hacía con devoción ser escuchado, incluso por los críticos, acerca de los dramas y novelas de los otros.

Le temía Eliseo; le temía desde el fondo de su alma y principalmente hoy, abrumado como hallábase por la más desorientada y negra incertidumbre. Quiso distraerse escuchando el ensayo y no lo consiguió.

Tornaba a sus desfallecimientos.

Aquella primera prueba hecha en el campo con la obra a que, mientras hubo de escribirla, le fió tanta ilusión, tanta esperanza, y ante un reducido auditorio que cordialmente érale propicio, no pudo resultar más desastrosa. Libia y Mari callaron, sin atreverse a mirarle ni apenas a contestar, con la misma tétrica emoción, con igual triste indulgencia espantada que si, en vez de un escénico poema, peor o mejor, hubiesen estado oyéndole los desatinos de un loco. Ni las supo arrancar un juicio, fuera de sus vaguedades y evasivas, fuera de aquellas sonrisas como de dolor por él, por algo así como la muerte irremisible de la inteligencia de él, que aun seguían oponiéndole las dos cuando hablábalas del drama, ni del propio Luis, pálido asimismo de emoción incomprensible, logró otra cosa que idénticas reservas.

No olvidaría jamás la única fría respuesta en que quiso encastillarse el buen amigo, el incondicional fanático que cien veces, y aun con motivo de la cosa más trivial, habíale rendido admiraciones excesivas:

«No sé, no sé... ¡vamos!, me gusta, me parece bien escrito..., y, sin embargo..., ¡no sé! ¡no sé!... Déjame pensar. Ya sabes que no entiendo. ¡Hablaremos otro día!»

Se levantaron, tétricos. Fueron a cenar, cena de un entierro, y valiese más que no hubiesen llegado nunca el «otro día», los «otros días» del viaje y del regreso a Madrid, en que ya Luis volvió a hablarle tercamente. El amigo franco, fiel; el hombre de claro instinto para todo, seguía envuelto en nebulosas. Sin acertar a formularle la razón, o sin querer manifestársela, primero se le mostró desconfiadísimo de que la índole folletinesca del drama hubiera de placerle al público, y luego, ayer, hoy mismo, esforzóse testarudo en disuadirle de que ni debía leerlo en el teatro.

«¡No, no es lo tuyo, Luis! ¡No es lo de tu cuerda!»

Y siempre la piedad, siempre la mal oculta condescendencia dolorosa para el niño o para el loco.

¡Ah! ¿Qué conjunto de dislates indignos de su fama literaria, capaces de desbaratársela quizá, hubiese él escrito sin saberlo, y tan enormes que con tal pena mortal los percibiesen hasta las personas de cuya artística aptitud pudiérase dudar mejor que de su afecto? ¿Qué rara demencia o qué insensata obcecación sería la suya, que al repasar severo el manuscrito, una y otra vez, ya advertido, ya puesto en censor duro de sí propio, una y otra vez tornó a encontrarle bellezas y grandezas indudables?

Cortáronse sus cavilaciones de pronto.

Se removía y se levantaba la gente, con un discreto aplauso al ensayo terminado.

Eléctrico, se levantó Eliseo y se fue al escenario por lóbregos pasillos.

Cuando llegó, apagaban el teatro y alzaban los telones. Dos hombres instalaban una mesa con tapete y dos bujías delante de la cancha. Brillaban solamente unas bombillas en las bambalinas del proscenio, y a su muerto resplandor veíanse como fantasmas los actores, las actrices..., los periodistas y críticos y compañeros del autor que, según hubo éste de temer, quedábanse a conocer la nueva obra.

Sí, sí, lo hubo de temer; le contrariaba, al confirmarlo, por mucho que tal curiosidad, al mismo tiempo, le halagase.

Habló con varios.

Estaba inquieto. Buscaba a Astor, inútilmente, y apenas si le tranquilizó encontrar seis o siete leales camaradas entre los tantos que a pesar de sus sonrisas de bondad le eran hostiles.

Unos minutos después, traído por el archivero el original y sentado el autor en el sillón amplio de la mesa, comenzaba la lectura. En otros sillones y sillas, formando semicírculo, habíase instalado la concurrencia numerosa; cerca los actores y las damas que esperaban papeles del reparto.

No fue muy callada la atención al lector, por un rato. Llegaban algunos rezagados, Astor y el empresario entre ellos, y la voz de Eliseo, además, surgía poco segura. Sus ojos iban en lo escrito, pero su corazón y su pensamiento vagaban en sus íntimos temores; y en las manos le temblaban las cuartillas con sólo recordar que hay formas de locura, que hay monomaníacas perturbaciones de la razón, absoluta y únicamente inadvertibles por aquellos que las sufren. La evocación del pequeño auditorio que le escuchó en el campo, y al cual hubo de causarle decepciones tan amargas, presentábasele ante este otro gran auditorio esquivo, extraño, heterogéneo. ¿Iba, estaba ya él realmente haciéndoles oír una obra genial, ininteligible para un pobre doctor y unas pobres mujeres, o el engendro de un monomaníaco que, sin serlo para todos los demás, lo fuese constantemente al recaer en la ridícula insensatez que le hubiese vuelto el juicio con quiméricas y gloriosas obsesiones?

Sin embargo, arrancó pronto un rumor profundo de sorpresas, y su voz vibró más firme sobre las ágiles intensidades del estilo que se ceñían como serpientes vivas a la acción de creciente y trágico interés. Despierto el de todos, quedaba esclavizado. Ávidos los ojos del lector, revolaban de rato en rato por el concurso, queriendo recoger las emociones que causaba. López Carmona, que antes le había estado mirando con distraída impertinencia desde enfrente, situado bien visible en un claro de las luces, como quien no ignora que sus gestos van a dar la pauta general de la aprobación o el desagrado, atendíale al fin de un modo absorto; Astor, no lejos, había dejado de juguetear y susurrarle bromas a una actriz, y hasta el empresario, el despreocupado y tosco señor Mir, cuya cara de cerdo blanco con tres barbas solía conmoverse poco de literaturas, tenía muy abiertos los ojos para atenderle fijamente.

Tras una presentación plácida de hogar, en gozos familiares y en triunfos de salones, este primer acto lo constituía el calvario de una bella dama que, siguiendo la insensible cuesta abajo del lujo y de las deudas, imposibles de saldar por el marido, un conde de Argelez, con menos caudal que altezas de corazón y falsos faustos, caía en las garras de una célebre modista.

-¡Qué barbaridad! ¡Diríase su mujer! -les comentó a los de su alrededor, Carmona, al llegar aquí, no sin la misma asombrada admiración y quizá las palabras mismas que recorrían de punta a punta al auditorio.

Y cuando en la sucesión de escenas el acto terminaba con las indignaciones de la dama honradísima ante la infame mujer que proponíala entregarse a un amante y explotarlo, como única manera de salvarla del escándalo y de la ruina judicial, ya no hubo duda... ¡el autor, ciego o audaz, con ceguedad o audacia insignes, traía al teatro un pedazo, al menos, del propio drama de su casa!

Un silencio de estupor y de impaciencia reinó durante la breve pausa que marcó Eliseo. Mas no se hallaba fatigado; y puesto que nadie hablaba, y aquella enorme y crispada expectación bastaba a compensarle, siguió inmediatamente la lectura. Gentes nuevas, cómicos y cómicas jóvenes, empleados de la contaduría, sirvientes subalternos del teatro, asomándose a los bastidores y avisados no se supiese por quién, iban aumentando el concurso, cuya maligna curiosidad creyó verse defraudada unos momentos. El acto segundo comenzaba entre la dama y la modista con un diálogo en que aquélla, triste, tiernamente, espantábase de la enormidad y la inutilidad del sacrificio de su honor... Llegó a temerse que el autor, acaso conociendo y torciendo a sabiendas los sucesos que inspirábanle, con la compasión de la modista aspirase a dejar en salvo la virtud de la heroína, habiendo escrito, pues, el drama, sin otro fin que la inoportuna y necia pretensión de sincerar a su mujer públicamente...; y la impresión de general desasosiego sólo volvió a trocarse en admiraciones a lo insensato o a lo heroico al revelar el transcurso de la escena que estaba consumado el sacrificio de la honra.

-¡Bravo! -lanzó Carmona.

El ardoroso y seco aplauso, nacido de sus malevolencias, y acabado de arrancar por la dramática situación, de hermosuras indudables, extendióse a los demás con un murmullo:

-¡Bravo! ¡Bravo!

De todos, muy pocos callaban apesadumbradamente, con los ojos en el suelo; y Astor, de un modo singular, habíale dirigido a Carmona una mirada rápida, de lumbre.

El drama, en este acto, e intensificándose sin cesar por vigorosa inspiración, seguía reconstituyendo con un arte horriblemente bello y formidable el gran escándalo que no hacía un año atrajo la burlona piedad del público hacia el hombre infeliz, hacia el extraño autor de inconsciencia inverosímil o de estupendas osadías que aquí tan serenamente iba leyéndolo. La sucesión de escenas, a través del intento de chantage y entre el siempre tenso estupor de los oyentes, que no cesaban unos a otros de mirarse, llegó con máxima emoción a la visita del jefe policíaco. Entonces, Mir, el empresario, no pudo reprimirse; se levantó, se deslizó sin ruido y por las semitinieblas y por detrás de las sillas, y haciéndoles señas a dos o tres críticos amigos, se los llevó a un cuartito del foro. Carmona los siguió.

-¡Señores! ¡Esto es inaudito!

-¡Qué barbaridad!

-¡Qué barbaridad!

Poníase en la cabeza las manos.

-¡Qué barbaridad!

-Incomprensible ¡Estupendo!

-Ese hombre ¡por Dios! ¿Qué es lo que hace?

-¿Sabe lo que ha escrito?

-¡Oh, no! ¡yo no pongo, yo no puedo poner eso en mi teatro!

-¡Qué barbaridad!

-¡Escándalo de escándalo!

-¡El caso es que está bien, que llega, que toca al corazón profundamente! -sentenció Carmona, sin que esta vez tuviese que valer su autoridad en el general convencimiento-. ¡Es lo más fuerte que ha hecho ni puede hacer ese pobre de Eliseo, jamás, y acaso lo más artísticamente fuerte que yo he oído desde muchos años hace! ¡Lo que puede la verdad!

-Y... ¡qué verdad!... ¡No, yo no lo pongo en escena!

-¡Claro!

-¡Claro!

-¡Claro! -opinaron otros tres.

-¿Por qué no? -protestó enérgico Carmona-. ¡Vale, y basta! Usted, querido Mir, no tiene para qué administrarle a nadie la conciencia. ¡Un éxito brutal! ¡Un éxito sin precedentes!

-Pero..., ¡de escándalo, de escándalo que haría hundirse la sala en el estreno! ¡De ridículo infinito para el autor y para mí!

-¿Para usted? ¿Por qué razón?

-¡Oh, vaya! ¡El público se indignaría!... Fíjese: o sabe el autor lo que ha hecho, o no lo sabe; y en el segundo caso, sobre todo, no se me perdonaría el haberle dejado ponerse en evidencia.

-¡Ah, bah! ¡El público, el público, sin tener que meterse a justiciero, no se inquietará más que de si el drama le interesa y le divierte! Un éxito colosal, repito, de arte, de taquilla. Además, no cabe duda que el autor sabe para qué y por qué ha escrito lo que ha escrito. ¿Quizá no se ve claro la defensa de su heroína, de su mujer, como víctima ingenua de candor y de bondad?

Discutióse esto. Era lo importante. Carmona creía que el drama excelentísimo, al tiempo que ocultaba una hábil súplica de disculpas para Libia, no podía tener otro propósito que una pública sinceración del marido ladino y apocado: incapaz de ahogarla cuando supo su conducta, querría hacerse pasar por ignorante de ella en el mismo hecho de su confiada inocencia al pasarla a un teatral poema como asunto. Otros, al fin, tocados también de sutileza, creían, por el contrario, que tal vez la obra no fuese sino una dura y valerosa acusación que tuviese detrás y en la propia realidad una tragedia: iría Eliseo a matar a la adúltera, a castigarla, a separarse de ella de violento modo, y anticiparía así la explicación. Pero algunos más, y el señor Mir, no tan complicados, se inclinaban, sencillamente, a suponer que sólo una fatal casualidad hubiese hecho caer al infeliz autor en la elección de aquel escándalo sin sospecha ni remota de que fuese el de su honra. En suma, había que conocer el final del drama, para mejor juicio, y la nerviosa rapidez de la discusión quedó rota por la ansiosa vuelta de todos a sus sillas.

El lector empezaba el tercer acto. Sobre el ávido silencio, la voz clara fue desgranando las ternuras infinitas y las escenas dolorosamente delicadas de un proceso de perdón. «El conde», aterrado al conocer la infidelidad y el modo de la traición de la adorada esposa, dominaba sus primeros impulsos de matarla en llantos purísimos del alma, que un amigo recogía. Vivos altercados, luego, con la adúltera, de odio y compasión, hasta hacerla confesar, y la magnanimidad generosa, finalmente, girando en dulces llamas de bellezas impecables, hasta arribar a la solemne majestad del triunfo y del abrazo de las almas por esta compleja y sutil psicología: «Si ella, inconscientemente arrastrada por el lujo, y ya dolorida por los sacrificios pecuniarios que habríale impuesto al marido, se espantó y no quiso hablarle de la nueva y más grande deuda contraída, que no podían pagar, que llevaríalos al descrédito y a la cárcel..., era porque ella le estimaba; si ella, después, tratando de salvarse y de salvarle y de salvar a sus hijos, de una infame mujer aceptó el medio de salvación en otra secreta deshonra con un amante, a quien engañó y quiso estafar, era porque ella no quería al amante aquel... al amante tomado como recurso vil, pero forzoso..., por impulso que no había podido resistirla desdichada al empuje de su educación en la frívola insensatez ambiente...; y la víctima, la mártir, bien merecía ser recogida de su abismo de dolor por la seria y grande alma moderna y comprensiva del esposo, que sabíala noble y buena como un ángel»...

Tal era el desenlace, de melancólica y eterna fusión de dos vidas de infortunio, y en los ojos de las damas, en los ojos de muchos de aquellos histriónicos oyentes había lágrimas de humanidad intensamente removida con soberano arte cuando a la última frase se agotó la doliente voz del lector como un suspiro.

Cerrado el manuscrito y puesto Eliseo de pie, se vio inmediatamente rodeado de manos que tendíansele efusivas, de plácemes, de aplausos. «¡Bravo!» «¡Bravo!» «¡Magnífico!» «¡Ideal!» «¡Un poema de dolor y de hermosura!» «¡Un soberbio drama de emoción insuperable!» «¡Un triunfo! ¡un triunfo!»...

Eran los enemigos y los conocidos indiferentes del autor, sin que ellos mismos pudieran determinar bien qué hubiera de perversidad o de estética fruición en su entusiasmo. Le acosaban. Desfilaban rindiendo parabienes. Le había estrechado, Carmona, el primero, pecho contra pecho, y mientras, los verdaderos y buenos camaradas, consternados, conmovidos también, no obstante, por el mérito innegable de la obra, huyendo el delicadísimo problema de alentar o no al enigmático, infeliz, habían aprovechado el tumulto para hurtarse por las sombras del teatro hacia la calle.

Al encontrarse Eliseo, por fin, libre del torbellino de secuestro victorioso, en mitad del escenario; al esperar con más ansia la felicitación de aquellos compasivos y leales fugitivos, advirtió con sorpresa helada que no estaban..., que no estaban, que habíanle huido, que habíanle abandonado a la angustia, tal que Luis, tales que Mari y su mujer en la noche horrenda, a pesar de haberle seguido en la lectura con la misma enorme atención indescifrable...

¿Qué significaba esto?

Vagó un momento por las desiertas tablas, y partió, solo, tambaleándose como un borracho.

Astor, también solo, paseaba preocupadamente en el foyer.

-¿Qué? -le abordó el desorientado.

El pintor trató de sonreir y recobrarse a la aturdida jovialidad de su bohemia.

-¿Qué? ¿Cómo qué?.. ¡Nada, que te espero!

-¡Bien, sí, digo mi drama!

-¡Tu drama!

-¡Claro! ¡Tu opinión! ¡Dímela, Guillermo! ¡Y franca!

-¿No tienes ya la de los otros?

-¡No importa! ¡Quiero la tuya!

Recogióse Astor en sí mismo, un segundo. Como a todos, aunque con más dolor, atormentábale la duda de si el pobre amigo hubiera escrito aquel magnífico alegato para justificar públicamente el perdón a su mujer. Volvió a levantar los ojos, e inquirió, mirándole muy fijo:

-¿Qué te propones tú, con ese drama?

-¿Qué me propongo?

-Sí... Dilo, y dímelo con igual franqueza que me pides.

-Pues... ¡qué he de proponerme!... ¡Ya ves!

No le comprendía, siquiera. Evidentemente no tenía ni la sospecha más remota de la fatalidad que habíale hecho recoger en las magnas maravillas de su ingenio el horror de su desdicha.

Callaba Astor, e intimó torvo Eliseo:

-En suma, ¿te place? ¿no te place?

-Sí, me place. Sin embargo, lo has calcado en un tan reciente y ruidoso escándalo de la vida de Madrid..., que ¡vamos! yo no sé, yo no sé hasta qué punto haya derecho a remover...

Hubo de callarse. Llegaban la Méndez y su madre, puestas de acuerdo con él por el impacientísimo empresario para ir a elegir esta tarde misma, en casa de ella, el vestido con que el retrato hubiera de empezarse a la siguiente..., y se alegró de la oportunidad que le cortaba reflexiones escabrosas.

Las damas reiteráronle sus norabuenas al autor. Hablaron ruidosas en seguida del retrato, del vestido; empujaron a Guillermo hacia la puerta, al automóvil..., y Eliseo, frío, muerto, no quiso acompañarlos.




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- VI -

Desde el Español, caminando ensimismadamente, solo, dejado por todo el mundo igual que un apestado, se halló en San Carlos.

Luis solía permanecer allí a estas horas de la tarde.

Le buscaba, sin saber por qué, sin tener nada que decirle..., por una desesperada necesidad de refugio mudo en sus lealtades. Advertía a su alrededor la contradicción, el desconcierto, la inversión monstruosa de un mundo moral en el que los afectos entrañables se le tornaban foscos, en el que únicamente, y en cambio, la malquerencia envolvíale de una como pérfida y terrible aura de lisonjas, y ahogándose de angustia anhelaba sentir junto al corazón la nobleza del amigo que menos le había cerrado el suyo al tratar siquiera de evitarle con misteriosa terquedad tanta amargura.

Preguntó por él.

-Sí, está. Creo que operando. Vaya usted por esas galerías de la derecha -díjole el portero.

Avanzó el absorto, y se encontró perdido en el fondo desierto y gris de unos claustros cuyos vidrios de los grandes ventanales daban a un melancólico jardín. Dalias. Girasoles. Flores frías y tristes, de necrópolis.

No encontraba a nadie más que le guiase. Olía a amoníaco, a cloro, a vahos de podredumbre. Por primera vez visitaba un hospital, y bajo las altas bóvedas de soledad que hacían resonar sus pasos, empezó a sobrecogerse.

Avanzaba. Dobló un crucero. Vio una puertecilla abierta y se asomó. Erizósele el cabello. Tres cadáveres, desnudos, afrentosamente rígidos y flacos, se amontonaban en el suelo. Escapó lleno de terror, y habría querido volverse hacia la calle. Mas no acertaba ya, entre las lóbregas y panteónicas encrucijadas de los muros.

Parado un punto, tratando de orientarse, tratando de lanzar de detrás de sí aquellas miradas céreas y cuajadas de los muertos, vio venir por otra galería una macabra procesión. Seis hombres, de dos en dos, traían en palos y parihuelas más muertos y una cuba. Los muertos, llenos de sangre, estaban mutilados. A uno le faltaban las dos piernas y tenía verde el vientre, en manchas descompuestas. La cuba exhalaba la peste putrefacta de los humanos despojos que la colmaban: manos, brazos y cabezas cortadas, huesos que mostraban, igual que los de una infernal carnicería, sus rojos músculos sangrientos y sus grasas amarillas...

Sin atreverse a preguntar, por no detener el cortejo horrible, le miró alejarse y sólo acertó a cerrar los ojos cuando ya su impresión quedábale en el alma. Pero un segundo grupo de tristeza, que llegaba, en opuesta dirección, le apercibió a nuevos espantos. Sin embargo, le precedían hermanas de la caridad con la paz blanca de sus tocas. Era una camilla con una enferma joven, rubia, de facciones delicadas. Le miró a él, con dulce susto, creyéndole un médico quizá, y él le preguntó por Luis a una monja.

-¿Qué deseaba usted?

-Hablarle.

-No recibe ahora, señor. Va a operar. Puede aguardarle, si gusta.

-Bien. ¿Dónde?

-Allí. Suba allí.

Causáronle rubor estas santas mujeres, que andaban con tan dulce intrepidez entre lo horrendo. Habíasele señalado una escalinata a cuyo fin veíase una puerta, y subió, pensando ir a algún salón donde amparar su cobardía.

Al abrir, al entrar, le aumentó el respeto la sorpresa. Hallábase en la gradería semicircular de una especie de templo diáfano, por cuyo fondo de luz vagaban blancos fantasmas. La claridad perla del día, cayendo por la cúpula de vidrios, y poderosamente aumentada por tres focos voltaicos provistos de reflectores, tendía por todas partes una crispada gloria de reposo en las nítidas limpiezas. Arriba, un pequeño público de alumnos; abajo, Luis y sus ayudantes, entre vitrinas de instrumentos y estufas de vendajes y mesas de hierro y de cristal, consagradas a un rito de pulcritud minuciosísima. Y cuando descendió las gradas Eliseo, para acomodarse contra la baranda, por la frontera puerta del quirófano vio que entraban a la rubia enferma en la camilla. Iba, pues, sin quererlo, sin saber si sería capaz de soportarlo, a presenciar la operación.

¡Oh, Luis! No le había visto, no veía nada aparte los cuidados que esclavizaban su atención, y él, en cambio, contemplábale en una transfiguración inverosímil. El hombre rudo y casi feo, de cara rañada de viruelas, era aquí el hermoso apóstol de la energía y la autoridad. Litúrgicamente cubierto de blanco, inclinábase a un lavabo desinfectándose los brazos con jabón y con cepillo, en múltiples abluciones, a la vez que lo vigilaba todo y que con gestos más que con palabras transmitíales discretas órdenes a los que preparaban a la enferma. Ésta, tendida ya encima de la mesa y cubierta la boca y la nariz por la careta clorofórmica, giraba la inquietud resignada de sus ojos tratando inútilmente de ver los cuchillos de horror y salvación que se le irían a hundir por las entrañas.

Poco tardó la pobre ansiedad aquella en extinguirse. El anestésico la sofocaba y la iba adormeciendo, la iba sumiendo en un sopor que dejábala entregada inertemente. Virgen, pura quizá, el pudor y las hipocresías sociales sustituíanse sobre ella por más altos respetos de los hombres que habrían de jugar a la muerte con su vida. Cubriéronla de paños blancos el desnudo busto escultural, y la dejaron al aire un lado del pecho y la garganta. Lavada con rudeza de piedad impía, Luis se acercó, mirando la inocencia rosada de la carne en igual éxtasis de calma apasionada que un amante que fuera a dar un beso; se dobló, aplicó el oído; palpó después con una mano, y con la otra, armada de un fino bisturí, desde el borde de la mandíbula hasta la horquilla del esternón trazó una línea cruel que fue primero de bordes nacaradas y luego de sangre a borbotones...

El rojo líquido extendióse por los paños, por la mesa, por el suelo.

Creyó Eliseo que debieran todos correr y gritar en demanda de auxilio para la amorosamente degollada, y admirado de la calma con que acudían a la enorme herida las pinzas, las esponjas..., fue únicamente él quien huyó la vista con una intensa emoción de cobardísimos fervores.

Agobiábale el bochorno, además, ante el Luis aureolado de grandeza que le celebraba a él como artista, que seguíale y le acompañaba en sus varios triunfos, y a quien, sin embargo, el vanidoso, dejándose adular como un estúpido idolillo, nunca había venido a tributarle la más grande admiración que el héroe modesto del saber había debido merecerle.

¡Castigo a su soberbia!... Se la arrancaba ahora por azar, y aun dijérase que anulándole en la idiotez de su importancia literaria con la fuerza del contraste inopinado.

Volvió a mirar, al cabo de un minuto, queriendo al menos domar sus debilidades lamentables, y el horror le esclavizó en el cuadro del destrozo. El breve tiempo había bastado para convertir la lineal herida en un purpúreo boquete coronado de pequeñas pinzas, mantenido abierto por ganchos de hierro entre los que la sangre manaba en abundancia, y en cuyo fondo el cuchillete del impávido seguía hundiéndose sin temor a los paquetes de arterias y de nervios que tan cerca amenazaban con la muerte.

Apartada a veces momentáneamente la careta del rostro de la joven, su expresión de inerte dolorosa tintábase como de un martirio de ensueño celestial con aquella mística corona de brillantes pinzas que bordeábala la herida.

-¿Qué tiene? ¿Qué la operan? -le preguntó Eliseo a uno de los estudiantes.

-No sé. Creo que un aneurisma.

-¡Ah!

-Sí, mire. Ahora se ve.

Efectivamente, con nuevas oleadas de sangre, prendido en garfios de acero, hacían aparecer un saco de arteria, o de pulmón... Temió Eliseo que le arrastrasen detrás el corazón mismo..., y un sudor, yerto, de desmayo, le hizo doblarse a la baranda. Luego cambió de sitio, a otro de enfrente, donde el cuerpo del operador tapábale el espectáculo horroroso.

Pudo entonces reintegrarse a él mismo.

Las emociones, el pánico a los cadáveres en el abandono de los claustros, trocado aquí en un estupor de fascinación sagrada, habíanle sido, por lo pronto, rudamente favorables. Al soplo de lo eterno, sus míseros histerismos habían sido aventados como hojas secas, como cosas necias, baladíes...

Y volvía a ellos, pero con pena de desdén, despreciándola a la vez que en su propia vanidad se despreciaba. Él, que ciego por los pueriles orgullos de poeta, de explorador de las almas, juzgábase avezado como un dios a los más hondos dolores, sentía la humillación de estos desfallecimientos sin nombre al descubrir la realidad de los que ni siquiera conocía..., de los que a diario afrontaban, sin embargo, en imponente y callada lucha, aquellos médicos, aquellos jóvenes, estudiantes casi niños, aquellas débiles mujeres de sonrojado aspecto que se llamaban hermanas de la Caridad.

Recordó los teatros de los telones pintados y las farsas, los sucios escenarios polvorientos donde todo abrillantábase al artificio de la luz y la mentira. ¡Qué otro teatro éste; tan sinceramente claro y limpio en nombre de la ciencia, tan severamente hermoso en nombre del deber, y cuyos dramas eran los de la escueta verdad de la vida y de la muerte!... Aquí respirábase íntimo lo eterno, lo infinito, lo solemne, como en un templo mudo de recogimiento y de oración; allá, en los otros, se pregonaba con carteles, a la puerta, el oropel de una gloria que a pesar de su ruido y su esplendor estaba hecha de vanidad y ruindades, de envidias, de sandeces...

¡Oh, sí! ¡de sandeces, de ruindades!

Las suyas, empezando al fin a descubrirle el misterio de su cuita idiota, habíaselas señalado un poco Astor, con el reparo opuesto al drama que pública e imprudentemente fuese a remover los ya casi olvidados infortunios de un escándalo.

Astor, pues, con las medias frases y la pena de tener que hacerlo, habíale el primero insinuado la clave de las repugnancias que el tal drama producíales invenciblemente a cuantas personas habrían querido en el autor un fondo más limpio de maldad, más lleno de respeto hacia la ajena y anónima desdicha.

También Luis le deslizaba algo por el estilo, entre sus reparos tercos, aunque menos determinadamente, y él propio, antes de escribir la obra, habíale consagrado profundas y largas reflexiones a la consideración de sus éticos derechos a escribirla. Falló que sí, puesto que no se trataba más que de descifrar y generalizar sucesos de la vida, fuente al fin de toda inspiración; y sin duda habríase equivocado.

¿Podía haber sido tan grande su pecado de torpeza, pudo haberse obcecado de manera tal que sólo ahora se explicase con sorpresa tanta el dolido horror y el silencio compasivo con que de él y de la funesta obra se apartaban Libia, Mari, el mismo Luis, y hasta los buenos y leales camaradas que en el teatro acababan de esquivarle apenas acabada la lectura?

¡Oh, sí; como Libia, como la inteligente y buena esposa que lloraba y que callaba por no tener que echarle en rostro su conducta, las almas nobles abandonábanle con dolor a la vileza, en tanto acudían a rodearle falsos los enemigos de siempre, los cuervos de la envidia..., ansiosos de empujarle al precipicio!

Veía, veía claro dentro de su ser; vislumbraba al cabo en una mancha negra de su conciencia la única razón posible de aquel moral desconcierto que antes le aturdió a contradicciones; contemplaba a la vez, allí tan cerca, a Luis, al doctor heroico de grandezas humildísimas, y la conciencia y el ser entero se le iban rebosando de vergüenza, de bochorno.

Hundido el áureo alcázar de sus vanidades, desde el montón de ruinas seguía mirando a Luis, y le envidiaba.

Luis tenía una profesión seria, noble, grave y valerosamente consagrada al bien y al alivio del sufrir de los humildes, útil para la humanidad, calladamente abnegada en los riesgos y directas responsabilidades de una perenne batalla con la muerte...; él, una arlequinesca profesión de cascabeles, sin otro objeto que aumentarle al mundo de la imbécil alegría sus ruidos de carnaval, tomada acaso porque el trabajo convertíasele al haragán artista en deleite de vagancia, y en la cual, a disculpas de moralizar y de instruir y de amor a la belleza, el autor clown pasábase la vida haciendo juegos malabares con todas las miserias de la vida suya y de los otros...

Tarde, muy tarde, para cambiar de oficio, después de tanto tiempo ya dejada su carrera de Derecho, después de tantos años desviado del camino que habría podido conducirle a las prácticas regiones honorables del trabajo, no lo era al menos, quizá, en su trivialidad de bailarina, para detener un momento las piruetas escuchándole a hombres como este Luis los consejos que le hubieran de apartar de la insensatez deslumbrada.

Que tendría razón con aquellos tenaces empeños y advertencias, acababa de probárselo esta tarde, al rebelde, el efecto singular de la lectura... ¡Oh, su drama! ¡Los abismos! ¡Como un abismo, en efecto, como un abismo de no sabía qué sombras insondables, presentábasele ante el desorientado corazón su afán de gloria!...

Ansiaba hablarle, volver a oírle atentamente y con la sumisión debida al altísimo prestigio en que hoy le estaba descubriendo...; pero se estremeció de pronto, tornado a las indominables cobardías: de la mesa de la operación caía al suelo un verdadero torrente de agua y de sangre, y la operada, lanzando un estertor siniestro y pavoroso, retorcíase sin sentido en convulsiones de tortura.

Iba a morir, quizá. Los ayudantes del operador agitábanse apremiados, unos sujetándola, y otros llevando de las vitrinas nuevos instrumentos y aparatos de socorro...

Le faltaron enteramente los ánimos para seguir presenciando aquello, y al ver que dos estudiantes, que partían, pudieran servirle de guías hasta la calle, ni su egoísmo de hablar con Luis fue capaz de detenerle.

Se levantó y salió también.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

La prensa, aquella misma noche y al otro día le dedicó largos y elogiosísimos artículos a la nueva obra leída en el Español.

Tanto, más, acaso, que a un estreno.

Eliseo leía, leía aturdido, y en vano a la unánime y anticipada ovación buscábale entre líneas la irónica malevolencia. Tales alabanzas no estarían escritas por enemigos suyos por los que si en la particularidad del trato personal fuera explicable que intentasen hacerle objeto de una burla, era imposible que llevasen concitado igual designio hasta la pública responsabilidad de los periódicos.

Ninguno, por lo demás, hacía alusión siquiera a aquel «pecado grave» que habría de consistir en fundar el imaginario drama en el real escándalo. Y... entonces, ¿fuese que él tendría razón contra todas las no bien meditadas suspicacias de Libia y de María, de Luis, de Astor, de los otros camaradas, excesivamente temerosos por la misma intensidad de sus cariños? ¿fuese que él creyera enemigos suyos, sin razón, a aquellos que se lo hubieran siempre parecido sólo por la noble independencia de indicarles los defectos a sus obras anteriores?...

Leía, leía Eliseo y sonreíale en los labios y en el alma con este último argumento, su halagada vanidad. De ser así, ello, el cambio repentino al entusiasmo, al elogio sin reservas, de los detractores implacables, no podía querer significar, y harto claramente, sino que él habría acertado con el drama pleno de su gloria.

Con el drama de esplendor y maravilla, tal vez (y con orgullo demoniesco inferíalo de la inmensa emoción que a todos causaba su lectura) que por inverso milagro psicológico hubiérale tornado en celosísimos rivales, entre los de la misma profesión, a los que sólo habríansele sabido mostrar leales compañeros, casi afables protectores, mientras pudieron estarle contemplando en un nivel inferior del que nunca hubiera de salir... para estorbarles.

¡Cómo en las reaseguradas firmezas de su fe sonreíale el orgullo demoniesco!... Harto complejo y tenebroso a veces el mundo moral, se explicaba, se explicaba al fin la grosera fuga de los buenos compañeros sin decirle una palabra...

Pero..., no obstante... sin embargo... Astor... Libia... Luis..., los otros obcecados de cuyo afecto inmenso no podía dudar... ¿por qué..., por qué también...?

¡Oh, sí! ¿Por qué Luis? ¿Por qué Libia?...

Se hacía un embrollo. Veía nuevamente tenebroso y complicado el mundo moral, y su orgullo demoniesco vacilaba..., teniendo que arrojarse un poco ciego a la luz deslumbradora de aquel unánime aplaudir de los periódicos.

Se atuvo a él..., a ellos, en última consecuencia.

-¡Mira, Libia! -le dijo a su mujer, yendo a buscarla arrojándoselos delante de los ojos.

Estaba Libia con Inés (cosiendo ambas, la una ropas suyas y de Eliseo, la otra ropas de muñeca, y oyendo contar cuentos, como siempre a aquellas horas), y los cogió y ansiosamente pasó la vista por algunos. Luego los devolvió, guardó silencio en una sonrisa de humildad y, tras una vaga aprobación de incoherencias melancólicas, le restituyó la atención al cuento de la impaciente infantil, interrumpido...

-¡Mira! ¡Mira! -le lanzó Eliseo a Luis, también presentándole los periódicos, al verle entrar por la noche en el despacho.

Luis se sentó, los hojeó triste, sin mirarlos, y dijo: -Sí, los he leído. Te aplauden, te animan... Conozco todo eso. Y sin embargo, Eliseo, yo insisto en creer...

Se empeñó la discusión, incontinenti.

Luis comenzaba otro de sus tercos alegatos, nunca claramente razonados, en contra de la obra.

Y era inútil, ya, para el reintegrado a su alta fe por el más valioso y unánime juicio de la Prensa.




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- VII -

¿Qué estaba sucediendo, en suma, detrás del misterio impenetrable? ¿Qué extraña tormenta continuaba condensándose alrededor de su empeño, de su obra... del drama de luz y de esperanza que iba a recibir en esta noche la pública sanción?

Eran las ocho.

Inquieto el autor, vagaba por las calles.

La boca le amargaba. Los ojos brillábanle febriles.

¡Cuán áspera la cuesta arriba de la fama!

Miraba en torno suyo las cosas, sin ver, y únicamente veía, sin querer mirarla, la confusión tremenda de su espíritu.

Se acercaba al Español.

¿Por qué a esta hora?... No lo sabía. Lanzado de todas partes, repelido de todos los amores por los torvos enigmas del recelo y sintiendo roto el nexo de su vida emocional de hombre con su vida de ensueños de poeta, una desolada seducción de horror de abismo atraíale al teatro donde por él, y un poco fatídicamente, los carteles anunciaban Los abismos.

Se ahogaba. Su angustia hubiésele clamado piedad, en un grito, a no supiese quién capaz de concedérsela.

Sentía más que nunca la fe en sí propio, y por paradoja inconcebible, para el augurio de triunfo, en tanto que la Prensa otras veces adversa y los enemigos de siempre le aclamaban, persistían vueltos contra él los amigos entrañables, los cariños indudables..., el de su adorada mujer buena entre ellos, el de su bella mujer inteligente, tan inexplicablemente hostil, ahora con su triste pasividad, con su glacialidad, con sus herméticos silencios.

¡Libia!

¡Ah, por vez primera ella no iría a serle, desde un palco, el ángel de hermosura a quien pidiésele consuelo o rindiésela victoria cuando hubiesen de llamarle los aplausos de mera estimación o los bravos delirantes!... Quiso la fatalidad agravarla su dolencia, dejándola en cama desde ayer, y el infeliz se había alejado de la esfinge bella y de la casa, a vagar, a cenar, a afrontar solo su ventura o su infortunio.

Llegó al Español.

Los abismos, volvió a leer, casi espantado, en los carteles.

Ante las cerradas puertas aguardaban algunos grupos de impacientes.

NO HAY BILLETES

decía un aviso en las taquillas.

Sonrió. Ambiente de triunfo inmenso, sin embargo. Los periódicos publicaban su retrato y reproducían escenas de la obra.

Iba a alejarse, cierto únicamente de haber llegado aquí en las nerviosas incoherencias que siempre invadíanle al estrenar, y más hoy, que hallábase a ellas de manera tan cruel abandonado, y sintió una mano que le caía en el hombro y una voz afectuosa:

-Hola, ¿adónde vas?

¡Luís!

Al verle se enojó. Su presencia ratificaba la persecución implacable que ya duraba tantos días. A pesar de la expectación despertada y mantenida en torno al drama, el terco obstinábase en que no le interesaría al público y debiera no estrenarse. Ayer, hoy y esta misma tarde, en fin, le había estado agotando la paciencia para que aun lo retirase de la escena...; y acaso por huirle, por no escucharle más, por no verle de nuevo aparecer y tener al fin que contestarle a bofetones, el irritado amigo del buen amigo insoportablemente extraño había escapado de su casa.

-Qué, ¿adónde vas?

-¿Adónde voy?

-Sí.

-¿Me buscabas?

-No. Te encuentro. Pasaba por aquí. ¿Y tú, por qué vienes tan temprano?

-¡Pues... no sé! Pasaba también. Voy a cenar.

-¿Dónde?

-En cualquier parte.

-Vamos, entonces. Te acompañaré. Tampoco yo he cenado.

Vaciló Eliseo, se encogió de hombros y marcharon por la calle del Príncipe hasta un inmediato restorán.

No hablaban. Refugiados en un gabinete que con sus claras sedas parecía más dispuesto para las alegrías de una pareja de amor que no para la esquiva gravedad de ellos, acomodáronse frente a frente en la blanca mesa llena de flores.

Un camarero cancillerescamente ceñido en su frac les servía.

Al concluir la sopa, Luis prorrumpió:

-¡Oye, Eliseo! Tú debías acercarte al Español en un instante, ver al director, concertar una disculpa y retirar el drama. Tú debías...

Se contuvo, al duro rebrillar de una mirada de Eliseo; de una mirada de lástima y de ira, como la que puede merecer la insistencia de un demente.

Siguieron mudos la cena.

Hosco el autor, pensaba, aun queriendo disculpar a este amigo y a Astor, y a Ambroa y a Mari, que no eran literatos, que no eran del oficio, lo cual, si acreditábales a sus consejos buena fe, les quitaba autoridad y explicaba, dentro de lo que pudiera ser explicable en lo absurdo, sus timideces y torpezas.

No obstante, se le imponía la tal tenacidad de ellos, de Luis, principalmente, obstinado en acompañarle ahora con el duelo sombrío y mudo que a un niño a quien fuese a sobrevenirle una desgracia, inevitable por su propia y voluntariosa ceguedad, y con el alma y la boca amargas comía poco de los platos que iban desfilando por la mesa.

Luis, observando siempre al disgustado displicente, no les dispensaba mucho más honor.

-¡Oye, Eliseo! -tornó a decir, hacia el final de la cena, con insensata y monótona firmeza, cortando el lúgubre silencio-. Tú, créeme, ¡aun estás a tiempo!... debías ir al teatro, ver al director, y evitarle al público ese drama.

Levantó la cólera a Eliseo.

Su mano, que empuñaba el palo de la silla, sintió el ímpetu de estampárselo al amigo en la cabeza.

Pero el amigo, el fiel amigo raro de la infancia, sonreía, lleno, en su obcecación inverosímil, de resignación y de bondad... y Eliseo volvió a sentarse.

-Luis -exigió no obstante, intimador-, si tienes otras razones que las que me has hecho escuchar con paciencia tantas y tantas veces, dímelas; si no, es inútil que te aferres en tu empeño; y sea cual haya de ser mi éxito esta noche, tú y yo habremos de salir de aquí separados para siempre.

Acabó Luis de mondar una manzana, la dejó luego sin comerla, y repuso:

-Bien, sí, atiéndeme. En primer lugar, tu drama es un drama que no es tuyo, sino un hecho de la vida galante de Madrid, y tan reciente, que aun lo tiene todo el mundo en la memoria.

-¿Y en segundo lugar?... Porque eso no me importa; es lo mismo que me dices siempre, lo mismo que todos repetís, y siempre he podido responderos que el drama es mío, aunque basado en un suceso real, desde el punto en que son míos, absolutamente míos, el conflicto sentimental, la solución y el comentario. ¿Qué obra artística moderna has visto tú que no se funde en un hecho de la vida del autor o de los otros?

-En segundo lugar, que justamente esa solución es disparatada y chocaría con el público sentir. De modo que, si lo que hay en tu obra de interesante y pintoresco no es tuyo, y, en cambio, lo que hay tuyo es falso, o repugna, al menos, a la social conciencia... ¿quieres decirme qué es lo que al éxito le fías?

¡No, no era un literato, no era un artista ni un psicólogo capaz de comprender, el pobre Luis, sólo grande allá entre sus enfermos!... Le miró Eliseo con pena.

Éste, y los demás amigos, y su propia mujer, de sobra honesta y honradamente rectilínea para entender tampoco el perdón a una traición inicua, temían, con cariñoso afán ya harto molesto, ver públicamente en ridículo al valiente innovador que tomaba de la vida misma, para mayor sinceridad, el tema de sus filosofías.

Se levantó, y díscolamente, con aires de consumación de la anunciada ruptura, fue a la percha a coger el abrigo y el sombrero.

Pero el terco, inmóvil, le hizo detenerse, con tanta más certera eficacia cuanto que fue más melancólico y suave el tono de su voz:

-Tú, además..., y advierte que empiezo a decirte algo nuevo, Eliseo, no tienes derecho alguno a remover la pesadumbre, la vergüenza, el infinito dolor de una pecadora que de sobra estará ansiando el amparo en el olvido.

-¿Por qué no? -respondió Eliseo, girando rápido hacia él-; si lo tuvo la crónica periodística para entregarle a la publicidad el hecho escueto, que en su mero aspecto de escándalo sólo pudo interesarle a la curiosidad malsana de las gentes, ¡ha de negársele al arte, que al limitarse, después de todo, a recordarlo y a estudiarlo, lo embellece y ennoblece!... Yo no incurro en la indiscreción de quebrantar secreto alguno sacándolo a la luz desde su escondida intimidad, sino que lo recojo del ambiente de la calle a que ya la Prensa hubo de lanzarlo.

Marcó una pausa, se acercó unos pasos, y apoyó:

-Dime: el drama histórico, ¿qué es?.. ¿No se han llevado al teatro mil veces pedazos vivos de la Historia, infamias de reinas, de reyes, próximos o lejanos hasta poder avergonzarlos a ellos mismos o a sus egregios descendientes?... Pues este sería un drama de la historia anónimo actual, y con la ventaja de una menor crueldad para la infeliz mujer, cuya persona queda siquiera tan oculta como estaba debajo del suceso.

No acertaba el torpe tenaz a replicarle, como tantas otras veces que había necesitado oponer sus argumentos a los verdaderos argumentos del acosado sin razón, y éste terminó generosamente desdeñoso:

-Luego, yo no trato de la pecadora para nada, Luis; trato del pecado; y en última consecuencia, no añado ni un átomo más de infamia a la infamia (si la hubo) de su culpa: antes al revés, la explico y la sincero. ¡Derecho, pues, el mío, de caridad para con ella!

Luis alzó lentamente la cabeza, y deslizó con miedo y amargura:

-¿Y... para con él? Porque, aunque así fuera, restaría algo absolutamente digno de respeto en la desgracia del marido.

-¿Del marido?... ¡Ni sé quién sea, ni él sabrá tampoco su desgracia!

-¡Por lo mismo!... No sabes quién es, y acaso lo sepan otros y pueda ser algún infortunado que esta noche asistiría al estreno para hallarse envuelto en un escarnio tanto más feroz cuanto que se le hubiese de arrojar a una víctima indefensa e inocente.

Se inmutó Eliseo ante esta sombra de justa inculpación; pero se recobró a la seguridad de sí mismo, y en el fondo de ella encontró él el fuego de su réplica definitiva y formidable:

-¡Oh, Luis! Fíjate en que desde hace un mes, y con insistencias bien bizarras, me estás pidiendo para un desconocido, cuyo daño no habré en manera alguna de acrecer, lo que yo no puedo concederte. Hablas en nombre de un altruismo sensiblero, impropio de ti, del cirujano que hasta matar sabría bajo la fe impasible de la Ciencia, y te respondo en nombre de la Belleza del Arte, perennes también sobre los pobres posibles dolores de la vida fugaz, y más nobles y más altos y respetables que la propia vida desde que son sus flores divinas y sagradas. Tengo la persuasión de haber tocado la cima de todos mis alientos, de haber hecho refulgir en esta obra los máximos esplendores de mi arte, capaces de marcarme el porvenir, si alguna vez he de merecerlo, con el nivel definitivo de la gloria, y ya ves lo que habría de dejar renunciado, renunciando todo eso (que es más aún que mi existir), por el vano y sentimental respeto a la desdicha de un hombre que habría de conocer ni pudiese jamás, siquiera, agradecerme tan inmenso sacrificio. ¡Oh, Luis -recalcó acercándose y vertiendo en el acento las vehemencias de su alma-; fíjate en lo que me pides, y no insistas; porque es tanto, tanto de mi ensueño, tanto del tesoro de mis esperanzas e ilusiones, tanto de mi carne y de mi sangre mismas, que habría al fin de saber que con ello hubiera incluso de afrontar la muerte, y daríale mi drama al Arte y a la Gloria!

No se conmovía, no se convencía Luis. Apenas había recibido la ardorosísima protesta con una vibración de asombro en la faz, y Eliseo se alejó de él, arrojándole fríamente desdeñoso:

-¡Tú no puedes entender lo que es para un artista el abismo de cielo de la Gloria!

Llegó a la percha, nuevamente. Descolgaba el abrigo y el sombrero. Se los puso. Iba a salir, y aun le escuchó a la como lejana y aterrada voz del testarudo:

-No sabes quién es, ese infeliz, y puede ser quizá... ¡un amigo tuyo!... ¡un pariente mío!. ¡yo! ¡tú!... cualquiera, en fin: un hombre de honor que no sospeche su infortunio en la íntegra virtud aparente de su esposa... ¡En nombre de él, por última vez, Eliseo, te imploro un poco de esa misma piedad que es el alma de tu drama!

La respuesta fue un portazo de hastío y desabrimiento.

El autor escapó a la calle.

Libre del impertinente, respiró.

Nada pensó, por un rato. Marchaba al teatro de sus triunfos, con la compacta masa de público que ya también se dirigía al estreno. Coches, automóviles, gentes a pie, por la acera, entre las cuales predominaban las graves etiquetas de los hombres y los claros faustos de las damas. El todo Madrid de las solemnes fiestas.

Le miraban muchos, le saludaban algunos, y sentíase más que nunca envuelto en los halagos de la curiosidad y la admiración.

-¡Ése! ¡ése es! -oyó que uno decíale a unas señoras.

Mas no hubo avanzado doscientos metros, sin que el reposo momentáneo de su espíritu se turbase con una visión horrenda de aquella tenacidad, de aquel penoso y crispado sobresalto que le había advertido al amigo fiel, y de aquel recóndito sentido que podrían transparentar sus últimas palabras.

«¡Yo! ¡Tú! ¡Un hombre de honor que no sospeche si quiera su desdicha en la íntegra virtud aparente de su esposa!»

Dejó de mirar a los que pasaban, a los que le miraban, y perdido y como protegido en un grupo de viandantes más modestos, que no le conocerían, retardó la marcha mirando al suelo.

O las tales frases serían la aplicación estúpida e incongruente de un altruismo bizantino, o querrían significar que... que él... ¡él! ¡Eliseo! ¡el autor mismo que había hecho un drama de una historia de la calle..., fuese la ridícula víctima inocente de la historia de ignominia!

-«¡Yo! ¡Tú! ¡Un hombre de honor que ni sospeche siquiera...!»

Galvánico, de un salto horrible el corazón, le detuvo. Creyó que a sus propios pies abriérase una sima que le haría rodar eternamente, a un paso más, y, rápido, eléctrico también, sin ver ya coches, ni gentes, ni nada, todo envuelto en las repentinas negruras de antro que le cegaban el alma y los ojos, hendió la creciente marca de multitud, hacia el restorán.

¡Luis tendría que decirle la verdad desnuda! ¡Tendría que disiparle, con el fondo de las sinceridades de su ser, la mortal congoja que artero o torpe habíale sepultado en las entrañas!

Llegó. Subió. Abrió loco la puerta, y tuvo en su insensatez que pararse murmullando disculpas y perdones.

Luis no estaba. El coquetón gabinete que ambos ocuparon minutos antes, tenía ya su pareja de amor en un viejo señor de barbas canas y en una elegantísima cocota. Ella despojábase de sus pieles de renard el desnudo escote. A Eliseo le parecieron repulsivos.

Cerró. No supo darle cuenta el camarero, que cruzaba el corredor con servicio nuevo, de adónde Luis habría partido.

En vano el atormentado se lanzó otra vez a la escalera, y le buscó, calle arriba, calle abajo, cruzando por las gentes y los coches que aumentaban sin cesar.

Le habría gritado: «¡Luis! ¡Luis!», clamándole a desgarradas voces como un náufrago que se estuviera sintiendo ahogar en el mar de muchedumbre. Negro, confuso, movible todo alrededor. Un misterio de horror habíasele incendiado de improviso en otro misterio de horror y de estupor.

¡Absurdo, brutal, inadmisible... pero centella roja del infierno que alumbraba el caos de la inverosímil hostilidad de su mujer y sus amigos hacia el drama que al mismo tiempo le iría a cubrir de la gloria y del ridículo! ¡Libia! ¡Ah! ¡Qué horror! Más aún que enferma, muerta de espanto y cobardía, se habría quedado en cama por no asistir a su calvario.

Y seguía él buscando, buscando a Luis, perdido en desfallecimientos, y seguían los automóviles y los coches y las gentes desfilando hacia el teatro tal que a un circo; tal, quizá, que a un espoliarium donde esperarían verle convertirse en fiera de sí propio.

¡Oh, el teatro, el teatro!... Entre el teatro y el autor se alzaba ahora la impalpable y formidable muralla del enigma!

Le miraban, sí; continuaban mirándole y sonriendo al mostrársele unos a otros tocados con el codo, y acaso eran de anticipada burla las miradas, las sonrisas...

«¡Ese! ¡Ese es!» -escuchó antes y volvía a escuchar cerca de sí; pero con el miedo, al fin, del posible -«¡a ése!» de un ratero.

Le aterró la multitud, el todo Madrid... que le hizo recordar el feroz verso «todo Madrid lo sabía, todo Madrid menos él».

Se encontró en la esquina de una calle lateral, desierta, y escapó de las gentes, de las luces, llevándose sólo para él la crueldad de su martirio...




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- VIII -

En cuanto la fuga por el laberinto de estrechas calles le apartó del espléndido tumulto, rehízose a sí mismo y el pensamiento le cayó al fondo del ser como candente hierro, levantándole un profuso hervor de ímpetus, de ideas.

Seguir buscando a Luis y escupirle al rostro que su acción, cierto o no lo que había querido insinuarle, constituía una canallada.

Correr a su casa y en una sola mirada a Libia, que le llegase hasta el alma, penetrarla en su traición o en su bondad.

Volar al teatro y arrebatar y hacer pedazos el nefando manuscrito.

Mas ¡no! ¡Oh, jamás!... Esto, no. Querido por el destino, el drama de horror o maravilla debía jugarse. Falsas las sospechas que un amigo aleve o torpe le lanzó..., para su gloria; ciertas..., para que su arte hundiérase en destrozo feroz de tigres al mismo tiempo que su imbécil existencia.

Refrenó el impulso y continuó ante el escaparate en que maquinalmente habíase detenido. Estaba en la calle del Olivar. Empezaban a circular las mujerzuelas, y le asaltó una, inmunda con su cara de bermellón y de albayalde.

-¡Hola, rico!

La miró él.

-¿Vienes? ¡Anda, vamos! ¡Es muy cerca!

Le iba a tomar del brazo al advertir su fascinación extraña, y Eliseo volvió la espalda y se alejó.

Una caridad, mezclada de repugnancia, le inspiraban las desdichadas que hacía dos horas habríanle sido indiferentes, y que en su ya lejana época de estudiante le formaron un poco de ilusión. Y sobre la amargura del recuerdo de esta ilusión juvenil suya, inverosímil, más amarga y más inverosímil e inmunda, le evocaron la imagen de una imposible posible Libia prostituta.

¡Libia! ¡Libia!... ¡Oh, Libia!

Esfinge de la vida. Esfinge de la muerte.

¿Qué era?

La duda le mataba.

Nunca habría creído tener que contar con duda semejante.

Hundióse su desolación al pleno espanto de la realidad que aun pudiese estar debajo de la duda, y en una total suspensión del pensamiento siguió marchando mucho rato.

Los abismos -hiciéronle leer contra una esquina las grandes letras de un cartel.

Los abismos -volvió a leer en otro, en otra esquina.

Y luego en otra. Y luego en otra.

Cruzando la Puerta del Sol, hubo de verlos también en las mamparas de los anuncios y en un eléctrico reflector rojo, de fulgor sangriento.

Madrid hallábase inundado del fatídico nombre que la fatalidad escribió por la inocencia de su mano.

Volvió a verlo en la calle del Carmen, en la plata del Callao.

LOS ABISMOS

Sobre abismos, pues, sobre el infinito abismo de no sabía aún qué cosas odiosamente abominables que era para él Madrid entero, caminaba lo mismo que un lúgubre funámbulo, atraído por no sabía tampoco qué inminencias de tragedia.

Caminaba, caminaba siempre buscando a Luis. Vivía en la plaza de San Marcial, el amigo inconcebible, que no quiso asistir a los ensayos, que menos iría al estreno, y le encontraría en su casa.

Lo que habría de suceder nadie lo previese.

O sus palabras fueron, sí, de un piadoso bizantinismo por un extraño llevado al colmo, o tuvieron que ser la revelación de lo que a un amigo jamás debiera revelársele. ¿A qué ni con cuáles designios salvadores, si ya la revelación era la muerte?

Marchaba, marchaba, y cada vez más parecíale inconcebible tal conducta. Pensaba en Libia, y a su resplandor de purezas, trocábasele en estúpidamente inicuo el proceder del que ni se hubiera atrevido a despojarse de perfidias con las gallardías de la lealtad. ¡Tendría que ser la infame, Libia, para que Luis no lo fuese, para que Luis no fuese un impostor, antes, aún, que un miserable delator!

Sin embargo, seguía avanzando incierto, como sobre lumbres arrojadas por la proyección de su memoria y el conjunto de los hechos que de tiempo atrás le rodeaban, y cuya cruel significación no osaba ahora analizar, de miedo a descubrirla, en ella misma claramente horrible, iba destellando los chispazos de una justificación para el amigo.

Procuraba reunirlos y ordenarlos, abrasándose también la voluntad.

Luis no podía tener interés en calumniar a Libia. Si ésta hubiese sido, en verdad, la heroína del escándalo, y Luis lo supo, callándoselo a él cumplió un deber dolorosísimo.

¿Por qué entonces quebrantarlo esta noche y en la forma vaga que lo hizo? ¿Por qué arrojarte al corazón la flecha mortal de aquella duda?

Era lo que le faltaba averiguar, sincerando al compañero de la infancia, y lo vislumbró en los pocos pasos que ya le separaban de su puerta. Luis, que, efectivamente, no habría podido decirle con franqueza su infortunio sin matarle y sin saber que le mataba, había tenido que decírselo de aquel modo, dejándoselo entrever, antes de consentir en que muriera de sorpresas de ignominia al saberlo al fin entre las risas y las burlas de una carnavalesca muchedumbre de teatro.

La evidencia de la generosidad heroica completábasela la consideración de cuanto había venido esforzándose Luis por impedir la representación del drama, desde el día mismo que lo conoció en el campo.

¡Ah! esto era en el abismo de tinieblas un nuevo antro que iluminábase al incendio de vergüenzas, y el deslumbrado de horror huyó de la casa y del amigo.

No quería verle ya.

Se sentía sin ánimos para soportarle la última compasión a su torpeza.

Si Libia fuese mala, infame... él debería, al menos, evitarse el bochorno de la confirmación en boca extraña y ahorrarle a Luis el martirio de semejante confesión. Y si fuese buena... ¡ah, si fuese buena!, si en todo su tormento no hubiese más que una sospecha vil del desorientado, por nada del mundo y ante nadie de la tierra debiese dejarle inferido a la virtud de Libia el agravio de la duda.

¡Si fuese buena! ¡Si fuese mala!

¡En qué poco de inversión de una realidad descansaban la felicidad o la desventura!

Pero tornaba así la cerrazón de brumas a envolverle, y tornó a marchar sin rumbo y sin ideas, con un embotamiento al que sólo le quedaba el mecánico ritmo de los pies a través de los senos de lo horrible.

Andar, andar..., perdido por la sombra, persiguiendo la siniestra luz de una verdad que no quisieran encontrar sus ansias de encontrarla.

Delante de los ojos llevaba solamente esta sorpresa de toda su alma en desaliento: él, que creíase alzado en el Olimpo de bellezas y purezas del más noble amor de una mujer, como un Dios, para arreglar el orbe, para remover con su caridad impávida y desde el áureo trono de la dicha las bajas pasiones y miserias de las gentes..., no habría sido sino un pobre mentecato que hubiese estado jugando con las de su vida misma sin saberlo.

La vanidad, la traición, la hipocresía, el lujo, el adulterio..., todo lo que llevó al teatro, instalándolo en mentiras de pintados lienzos y cartones igual que abismos de lienzo y de cartón que hubiese luego de cruzar con ágiles solturas de Júpiter de feria..., era lo mismo que, al brotarle ahora al artista como de la carne del propio corazón, le mataba dentro del hombre en una despavorida angustia de abismos insondables, de abismos insalvables, de abismos verdaderos.

¡Qué farsa, la del artista! ¡Qué mísera contradicción entre el artista y el hombre!

Y seguía, seguía el artista histriónicamente perdonador y generoso, arrastrando al hombre incapaz del más leve sentimiento de perdón ante la simple sospecha de tener que transportar las compasiones líricas a un drama de su vida idéntico a su drama del teatro.

El pensamiento de la posible Libia prostituta, como aquellas que encontró; de la posible Libia de lujurias, cuyo cuerpo de bellezas hubiérase enlazado al de un sátiro brutal..., crispábale en un afán torvo de asesino... El corazón suyo, del hombre, cobarde para no querer saber la afrenta odiosa arrancándosela a pedazos a las piedades lentas de Luis o las más lentas perfidias de la hipócrita, querría en sí propio descubrirla entera y de una vez para matar, para matar, para reconocerse el instantáneo derecho de morir con el placer horrible de estrangular una garganta.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Oyó las once en una torre, y pensó que la representación del drama de maravilla y de deshonra iría por más de la mitad. El sufrir hacíale estoico. ¡Qué importaba! Ni ya era tiempo de impedirlo, ni lo intentaría, aunque lo fuese, el pobre artista que así al Arte habríale dado verdad y dolor de sus entrañas.

Tan absorto iba, que al despertar de la penosa anestesia de la pena con esta conmoción, al advertir que por segunda vez hallábase fuera de las calles, frente al campo, entre árboles, tuvo que reconocer el sitio. Vio la estatua de Isabel la Católica, la estación del tranvía, el palacio de la Exposición. Estaba en el Hipódromo.

Ya antes habíase encontrado, y permaneció con igual fatiga, en un banco de la Moncloa.

Descubrió a los pocos pasos otro banco y se sentó.

El cansancio volvía a rendirle.

La tenaz precisión de saber, de saber..., volvió a lanzarle, obseso, a la fragmentaria y contradictoria significación de sus recuerdos.

Tornaban delante a fulgurarle, como víboras de fuego que sacudíanle el alma y los ojos, las fatídicas palabras:

«¡Tú! ¡Yo!... ¡Un amigo nuestro! ¡Cualquiera! ¡Un hombre de honor que ni sospeche su infortunio en la aparente virtud de su mujer!»

De la insinuación maldita, restaba desde luego lo que pudiese aludir a un desconocido extraño, a un amigo de los dos, o a Luis. Tenía que eliminar al extraño, porque seguirían siendo inexplicables, entonces la hostil terquedad de Luis, de Astor, de Libia... de todos; al amigo, porque Luis, en caso tal, no hubiese vacilado en confidenciarle el nombre para resolverle, si el respeto a la tal amistad lo mereciese, al enorme sacrificio; y al propio Luis, en fin, porque la modestia y la honestidad de Mari alejaban de ella cualquier sospecha de que hubiera podido ser jamás la heroína del escándalo brillante...

Quedaban... ¡él!... Eliseo... Libia.

¡Libia!

¡Oh, Libia! A pesar de sus dulzuras de ángel, o por lo mismo, pues que ellas formaríanla precisamente las herméticas apariencias de virtud, la contingencia del estigma formulado por Luis podía corresponderla.

Por lo pronto, vivió en el plano del escándalo brillante, amó el fausto, deslumbró con su belleza y su elegancia, frecuentó el mundo sin más guía ni guarda que la loca Ernestina irresponsable...; estuvo, en suma, dentro del ambiente peligroso donde acecha la aventura sin cesar.

¿Cedió, débil, manchándose en la infamia..., o supo resistirla excelsa y fuerte su nobleza?

Tal la cuestión.

Planteada ya muchas veces por Eliseo, en su largo ambular de tétrico fantasma, de nuevo se hundía en los recuerdos tristes a fin de analizarlos con más orden, con más rígida serenidad, con menos ofuscación de la que le había precipitado, según los saltos impacientes de su ira o su dolor, a la rotunda inculpación o a la disculpa.

Y en otra interrogación guardábase la clave del problema.

¿Por qué Libia cambió de vida y aborreció de pronto aquellos lujos?

Aquellos lujos, al principio, le habían llevado a él a trances gravísimos de deudas. Antes que disminuir, aumentaron, aumentaron cuando el orden de rigor impuesto por los apuros de la casa, y al parecer escrupulosamente realizado, hacían que el marido ingenuo tuviese que admirar la hacendosa habilidad de su mujer para sostenérselos, a fuerza, quizá, de arreglos y reformas de sus trajes.

Nunca se detuvo su ciega fe a considerar la positiva razón de aquel milagro, ni ante las complacientes deferencias de Mme. Georgette, la cara y célebre modista, cuyas cuentas, por extraña paradoja (¡veíalo al fin con harta horrible claridad!), fuesen tan pequeñas que en pleno plan de economía pudieran ser pagadas mejor aún que las de las otras modistas más humildes que abocáronle al desastre.

No pudo más asemejarse la situación de Libia a la de la heroína del escándalo. Ella, bella, fastuosa encima de una ruina... y la famosa Mme. Georgette otorgándola al mismo tiempo su favor, su confianza. Ella, afectada en el hotel infausto de un repentino ataque que la puso en riesgo de morir, sin clara explicación, dada su salud de flor lozana, y la modista llevándola inerte en un coche al lecho -donde hubiera de resucitarse poco a poco a un incurable mal sin mal que no entendían los médicos...

Y esto acaeció a la vez que daban cuenta del suceso infame los periódicos, y databa desde entonces el cambio de vida radical en la que, abrumada y echada de Madrid por el estampido formidable de su infamia, trató de acogerse a las santas humildades de María; en la que habría ansiado para siempre el selvático destierro de los campos...; en la que quedóse lívida y muda y transmitió su odio a los demás al odiar agónica aquella reconstitución de su ignominia con que el drama fatal, providencial, hubo de sorprenderla.

¡Sí, sí, qué evidencia espantosa de verdad!

Los hechos vertían el raudal de su luz diabólica sobre la cobarde miserable que no habíase atrevido, al menos, a morir con él esta noche, a entregarle el último aliento de la ignominia de los dos al concurso aquel de fieras que seguiría desgarrándoles la vida con uñas y con dientes.

Se irguió en el banco. Un estremecimiento le crispaba... Correr a casa, arrancarle a Libia la inicua confesión, y matarla y matarse, en drama de restitución de realidad que se jurara al mismo tiempo que el otro del teatro.

¡Ah, la carne, el corazón del hombre..., en el artista!

Por largo rato quedóse contemplando como dentro de él mismo el evidente horror de su infortunio.

Pero se contempló más adentro, más adentro aún, en aquel más hondo fondo de su ser que habría necesitado recibir la persuasión terrible para que sus manos supiesen ahogar con trémula delicia...; se contempló llorando por su dicha rota, y no vio todavía lo bastante, al través del cristal de las lágrimas, o veía la faz y el alma de su Libia dulce gritándole que, contra todo y a pesar de todo, ni debía injuriarla suponiéndola capaz de haber sido la que se revolcó en un lecho de delito.

Libia, infinitamente bella y pura, la madre de la Inés ángel de los dos..., para haber sido la mujer aquella tendría que haber podido ser la ramera indecorosa que prestase las delicadas gracias de su espíritu y su cuerpo a las groseras orgías de la lascivia... ¡y esto era imposible!

Tan imposible, que su imagen volvía siempre a levantarse, como la de una mártir vaporosa, del antro negro de injusticia en que obstinárase en sepultarla el insensato.

Tejer y destejer el de su rencor y su esperanza, se dedicó en seguida a ir desvirtuando los mismos indicios vagos que fingieron abrumarla con la culpa.

Los lujos de ella, hábitos de juventud adquiridos en la honorable distinción de su familia, y por él propio alentados luego en su ingénita propensión hacia lo estético, jamás imprimiéronla mudanzas alarmantes al carácter de la noble madre y de la tierna esposa consagrada a los cariños de la hija y del marido.

Coincidencia de fechas, verdaderamente, y aun de ciertos paralelismos, tales que el de la angustia pecuniaria de la casa y el de la modista célebre, entre la vida de Libia y la de la perversa ignota del escándalo, no invalidaban la innegable realidad de aquella inequívoca e inmensa sensación de hogar honrado que, también en días muy poco anteriores al suceso, él advertíase alrededor con una plenitud de felicidad que casi le dolía... que casi le dolía.

¿Dónde estaban, entonces, ni dónde jamás pudieron haber estado los desvíos, los abandonos, las torvas preocupaciones y las frialdades de una mujer cambiada poco a poco o de improviso desde las calmas de su recato y su inocencia a los sobresaltos de la intriga y la traición? ¿Para qué amantes, pues, pudieron impulsarla a las estafas aquellos lujos que ya Libia tenía para el recreo ideal de su marido?

Después de esto, menos aún podría significar que vistiérala o no una modista de fama, que en la casa de ella fulminárala el principio del mal cuya esencia desconocían los médicos, y que el estupor que la enfermedad terrible la dejaba para cuanto formó moralmente su vida, sus agrados, tendiérase también al artístico trabajo del poeta con quien siempre entusiasta compartió las alegrías.

Una relación de fechas, por lo tanto, ¿iba a hacer creer que fuesen la malvada todas las elegantes mujeres de Madrid que, habiendo podido enfermar a raíz del anónimo suceso, tuviesen una célebre modista?

Obvio el razonamiento, ardió como una lucecilla de esperanza, de evidencia, para el harto de martirio que hacía poco creyó de igual impresión irrefutable los opuestos, los horribles..., y descansó a su halago en una hipnótica alucinación de voluntad o de fatiga.

Sacó un cigarro.

Fumó.

Miraba las hileras de luces del paseo, trazadas ante él en rectas cabalísticas, y se levantó del banco y se lanzó hacia ellas, como a un ancho y fácil camino que le invitara a acabar de desvanecer su indecisión con la fuerza de la misma grata realidad en el teatro o junto a Libia.

Sin embargo, se agotaba en la fatigosa formación de estos contradictorios alegatos; dejábanle, además, vacía y exasperada el ansia, sin una determinada víctima que recogiéndola en ella librase a Libia de la insinuación de Luis, y de nuevo la desesperación le dio a su marcha la lenta incertidumbre de un errar maldito y sin objeto.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Libres, por las calmas azules de la noche, una campanada, y otra, y otra..., sonaron las doce en el reloj e los Jerónimos.

Eliseo las contó.

Le cayeron sobre el alma como una etérea señal para empujarle a un término cualquiera del sufrir. Aceleró el paso, y dobló desde el Prado a la calle de las Huertas.

Había habido un instante en que creyó resuelto el enigma con otra solución dolorosamente salvadora, pero salvadora, al cabo, de su honor y de las inmensas dichas que guardábale la suerte. Ernestina, la disoluta mujer del buen Guillermo, sería la perversa de la historia, y la clave de la horrenda confusión en que hubiérale puesto Luis, que lo sabría, con los respetos por demás exagerados que lleváronle a reservar hasta con un íntimo amigo la deshonra de otro amigo.

-¡Ernestina, sí, Ernestina! -había exclamado el ansia del ciego inverosímil al ver de pronto aparecer ante la luz vuelta a sus ojos la vida de intrigas e impudicias de aquella loca incorregible.

Pero, luego, pronto también, pensando..., tratando de medir o sincerar el daño que con su drama de evocaciones imprudentes causaríale a Astor, al despreocupado Astor, que todo quizá lo ignorase, o al bizarramente filósofo Astor, que por no ignorarlo tuvo que limitar a un mutismo desdeñoso su emoción al conocer el drama, el implacable pensamiento le condujo a la evidencia de la imposibilidad de que Ernestina pudiera ser tampoco la heroína del escándalo: ella, en efecto, poseía riquezas en el grado de sobra necesario para dejarla a salvo de trampas con modistas ni con nadie; para dejarla, pues, a pesar de su indecoro, fuera del alcance de un grave conflicto de estafa a un amante por una deuda de cuarenta o cincuenta mil pesetas.

Y en suma, desvanecida asimismo de la avidez de sus manos esta presa, el desorientado infeliz acabó por rechazar cavilaciones inútiles, por apartar de sí como a irritados puntapiés y puñetazos toda la balumba de dudas que le hubieron de levantar las vanas o torpes palabras de un amigo, y por creer lo que antes no pudo creer acerca de la bizantina caridad con que el amigo, el Luis de probidad excesiva, hubiérase obstinado en la defensa de un extraño.

Iba, pues, al Español, seguro de la imbécil vaciedad que habríale mantenido la noche entera huyendo de su triunfo.

Al llegar por la calle del Prado a la Plaza de Santa Ana, aún la desconfianza le detuvo a espiar desde la esquina.

La plaza, llena de luz, tenía desierta bajo la claridad de sus focos la acera del teatro; y los coches, los automóviles, contenidos en orden por los guardias, con sus corros de chauffeurs y de lacayos atestaban materialmente el alrededor de los jardines, perdiéndose por las calles confluentes.

Aquella fastuosa espera parecíase a la de las proximidades del Real en noches de gran gala. Respiró Eliseo, avanzando. El público, que seguía dentro, habría tenido tiempo de salir si no le hubiera atraído al espectáculo más que el escarnio del autor, porque la colectiva ferocidad es rápida en sus explosiones.

Entró, por la contaduría. Tan pronto como le divisó el portero, escapó escalera arriba, al saloncillo, volviendo con el empresario y cuatro o cinco cómicos. Rodeáronle en tumulto, y el señor Mir le gritaba, tirando de él:

-Pero, ¡hombre! ¿Dónde anda?... ¡Loco de llamarle el público! ¡Hartos nosotros de buscarle! ¡Un éxito, un éxito como no recuerdo igual! ¡Venga! ¡Venga!... ¡Se está acabando!

Le arrastraban. Llevábanle al escenario a trompicones.

Situáronle entre las cajas del proscenio, guardándole con la solícita avaricia que a un excelso capturado, y el renacido al estupor de su embeleso, sintiendo al fin tan cerca y tan palpable el rumor de aquellos crispados entusiasmos que mal contenía la muchedumbre a cada nueva frase de la escena, en la escena miraba al actor y a la dama que ya declamaban el final de Los Abismos con los seguros dominios soberanos de quienes han volado raudos sobre el éxito.

Un minuto más, y descendió el telón entre aclamaciones delirantes. Los bravos atronaban. ¡El autor! ¡El autor! -pedia la sala, unánime, imperiosa, en la misma irritación de las cien veces que ya antes hubo de escuchar que estaba ausente. Y Eliseo, empujado por el señor Mir, cogido por la dama y el galán bajo el telón que volvía a alzarse, sufrió el deslumbramiento de aquella tempestad, de aquella esplendidez de luces y dorados en cuyos ámbitos no se veían más que bocas que lanzaban vítores y manos aplaudiendo.

Magnífica visión. Los palcos, las butacas, las alturas, estaban llenas de una multitud frenética que inundábale de gloria a oleadas de torrente. Caía el telón, iba a caer..., en la fatiga divina del poeta niño que ya no sabía cómo agradecer tanto triunfo, y antes de tocar las tablas tenía que volver a levantarse una vez, otra vez, otra vez... diez veces... veinte veces... La dama y el actor, humildemente retirados hacia el foro, dejaron al poeta, por fin, en el proscenio, como cautivo del fragor triunfal e interminable que era sólo para él...

No supo, en fin, Eliseo, el ebrio de victoria, de qué modo ni qué brazos, arrancándole de allí, pudieron transportarle a otra multitud que en todas partes le estrujaba y que llenaba el saloncillo. Las aclamaciones seguían abrumándole con la etérea pesadumbre de un deshecho cielo de locura, entre los retratos de los insignes dramaturgos que también desde sus marcos parecían recibirle consagrado. Le abrazaban, se lo disputaban, tendíansele manos que no bastaban las dos suyas a estrechar, y su boca cansada de sonreír y sus ojos cansados de mirar, seguían cruzando las miradas y sonrisas con las efusivas norabuenas, crispadas como de un asombro sobrehumano, que le rendían por fin los compañeros, los buenos compañeros..., los conspicuos personajes también apenas conocidos de la calle, duques, ilustres diputados, honorables directores de periódicos..., presurosos esta noche por completarle personalmente la aureola de admiración con el respeto...

Cuando al cuarto de hora un acomodador pudo llegar a él, por entre los no tan compactos grupos, le entregó una carta, advirtiéndole:

-Me la han dado abajo para usted. Me han dicho que es de urgencia.

Estaba cerrada, sin sobre, en los pliegues de ella misma, y Eliseo la desdobló.

Pudo leerla de un golpe, de una sola sorpresa, de un solo temblor, pues sólo tenía dos líneas de lápiz.

Decía así, cruda, bestial:

«Nuestros plácemes por tu inmenso triunfo levantado con los cuernos. -Seis espectadores

¡Oh, la tremenda emoción de su emoción!

Esquivó rápido el miserable papel con la mano crispada en un bolsillo, y la palidez de una agonía le hizo sonreír a las sonrisas de aquellos que, callados, discretos un momento, dejáronle leer, volvían nuevamente a festejarle.

Sonreía, sí, sonreía; seguía el «artista» sonriendo a las felices frases joviales de sonrisa... y en medio del abismo etéreo de su gloria, ya indudable, el «hombre», había sentido como el caer de una montaña que abrió a sus pies el abismo negro de su deshonra y de su muerte.

Pero... sonreíase, sonreía... siempre sonreía...




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- IX -

-¡Adiós, señores!

-¡Adiós!

-¡Adiós!

-¡Adiós, Eliseo; descansar!

-¡Hasta mañana!

Se despedía de los que habían querido ácompañarle hasta su casa. Eran los autores de renombre, los buenos compañeros, y los satélites que constantemente acechan la aparición de todo nuevo sol por los horizontes literarios.

El sereno entró a meter el farol en la punta del chuzo por el hueco del ascensor, para alumbrarle.

«¡Descansar! ¡Hasta mañana!»

¡Mañana! ¡Oh, mañana!

¡Qué descanso el de esta noche... el de mañana!

Con la mano por la baranda, ayudábase Eliseo a subir pesadamente los mármoles de la ducal escalera suntuosa.

¡Oh, mañana..., mañana! -¿Cómo y quién la bajaría?

Las palabras que ofrecíanle cualquier fatídico sentido, adquirían la cualidad de estereotiparse con una pesada y honda plasticidad de cera en la limitación de su cerebro.

Llegó al piso. Tenía el llavín. Fatal sombra del Destino, quiso y pudo entrar sin ruido..., como las sombras, como la muerte que se infiltra hasta el lado de los que no la aguardan.

Desfalleciéronle con su frío de panteón el silencio y las tinieblas.

Tuvo que detenerse un instante, apoyado en la pared.

La pesada puerta, cerrada tras de sí, apartábale ya del mundo esplendoroso de las farsas; y ahora, aquí, sabíase el árbitro de la trágica verdad en el antro de verdad de la tragedia.

Escuchó.

Todo en la que fue mansión de sus venturas dormía con el último engaño de la dicha que no volvería nunca a despertar.

Todo..., menos ella, acaso..., recogida en el terror..., si no la hubiese dormido también la insensatez de su inconsciencia.

Tanteando por los muebles, guióse hasta el despacho. Torció una llave y brillaron las luces de la araña. Estaba lejos de la inicua, que no podría sentirle la furtiva entrada, con tiempo a prevenirse de mentiras, hasta que hubiera de abrumarla el rigor de su presencia.

Pero la luz le fue cruel. Mostrábale, con la impasibilidad de las cosas que no lloran, y en tanto él se despojaba del abrigo y del sombrero para arrojarlos a una silla, el santuario donde el alma suya había forjado tantas ilusiones.

Se acercó a la mesa. Abrió un cajón.

Era el de las intimidades olvidadas, y al sacar de bajo unas cajas de papeles y tarjetas y de entre unas cartas el revólver, que deslizó al bolsillo, arrastró y cayó encima de todo un sobre. ¡De ella! ¡De la época de novios!... Timbrábalo su cifra, verde, del color de la esperanza, del color de la indecencia, y dejaba entreasomar un pensamiento negro.

Símbolo... para aquel cuya espantosa revelación hacíaselos descubrir sombríos por cada rincón de su pasado. Ciego del alma, veía al fin en la historia de su alma con las claridades eternas de la muerte. Así al morir debían ver también los ciegos de los ojos.

Como los gladiadores antiguos, en plena apoteosis habita recibido el golpe que le mató. Igual que ellos supo contenerse supremamente digno ante las gentes, y las lágrimas del corazón que evaporáronle los fuegos de la gloria, no existirían más en el tétrico cadáver aún galvanizado por el odio para repartirlo destructoramente en torno suyo.

Salió del despacho.

Iba, iba, sombra fría, hacia la perversa cuyo fatuo fulgor de belleza del infierno dijérase que por las tinieblas iluminábale el camino a no supiese ni importa ha qué rápidas violencias o qué lentas justicias implacables. O el revólver, o las uñas, o el simple y duro puñal de los agravios... ¡qué más daba! tendrían que arrancarles la existencia.

Palpaba unas cortinas. Reconocía las sedas del tocador, y hundiéronse en el vacío oliente a esencias sus brazos extendidos.

Y se detuvo, de improviso, en cuanto dio un paso por la alfombra. La puerta de la alcoba, no bien cerrada, a través del cuarto de baño lucía una cinta de luz.

¿Velaba la taimada? ¿Esperábale recogida allí en sus arterías, dispuesta con perfidia dulce a la defensa inconcebible contra toda la que ella debiera sospechar derrota ignominiosa del teatro?

Salvó leve la distancia, y con cautelas infinitas abrió y entró. Habíase ido deslizando entre las puertas ingrávido, insentible, como una bruma de un ensueño; y Libia, inmóvil bajo el fulgor rosa de la lámpara, con la cara vuelta al otro lado, cerrados los ojos, descansaba la cabeza en el almohadón, entre las deshechas y doradas crenchas del pelo, y dibujaba su pétreo abandono estatual en los tonos verde agua de la colcha.

Sirena de maldición, de todas las funestas seducciones, que aún, quizá, quisiera cautivarle con sus cantos.

La contempló... en el bajo lecho fastuoso, doselado con más bellos embustes de encajes y de rasos, de nubes y de cielos, en que diosa de lumbres de pasión y de llamas de pureza había creído él tantas veces mirarla al resplandor de su hermosura.

¿Dormía?

¡No, no dormía!... y ante la que debiera crisparse de horror al verle de un modo repentino, fue él quien trepidó de sorpresa al notarse envuelto en la paz de su mirada.

Un movimiento, un roce cualquiera de la mano que buscaba en el bolsillo el revólver o el papel cruel, bastaron para que le advirtiese Libia e incorporase sobre el codo su melancolía de mimosa enferma.

Sino que el mimo de la faz, de los claros ojos, aun antes de haberle dirigido al recién llegado un afectuoso acogimiento, nublóse de recelos, al reparar en su actitud.

Se miraban, fijos, sin moverse, desde lejos. Se miraban, cayendo recta y rígida toda la acusación de él sobre el alma de la vil, que sentíasela descuajada en la íntegra enormidad de su secreto y como absorbida en el creciente grandor de espanto de sus ojos, y la vil, la vil cobarde, no pudo resistirlo y abrió aún más los ojos al último y mayor espanto de la respuesta a que sus ansias le excitaron.

-¿Qué? -demandó seca, irguiendo el busto sobre ambas manos, en una convulsión.

Eliseo sonrió con una ferocidad piadosa de sí mismo.

Había pensado que sus desoladas certidumbres no necesitasen más confirmaciones, y se rindió al asombro de sentir que ninguna fue la decisiva, la inequívoca, la imponente, hasta ésta que recogía de Libia sin palabras.

Lento, siniestro, absortamente observado por el ya mudo terror de la miserable infeliz, se acercó, se sentó en la marquesita de la cabecera, tendió después un brazo, y dijo con frialdad entregándola el anónimo:

-¡Toma! ¡Lee!

La vio leer, vio la fulguración que demudábala el semblante, y la oyó gemir tan sólo un «¡Oh, Dios!», ahogado, a la vez que desfallecía su mano con la brutal esquela y cerrábanse sus ojos huyendo al lado opuesto.

-Cuando menos -la reprochó él con la misma glacial ferocidad que seguíale cuajada en la sonrisa- pudiste evitarme a tiempo los ludibrios.

Pero saltáronle al corazón desde todos los átomos del ser los dardos de la saña, a la vista de la semidesnuda beldad cobarde que tantas veces con idéntica semidesnudez y con más valor impúdico y en otros infames lechos habríase ofrecido a las lujurias de tantos, y atenazándola y sacudiéndola una muñeca, rugió:

-¡Oh, mujer! ¡Maldita seas!

Fue una vida de dolor tumbada de un hachazo. Doblada, como rota al contacto duro la muñeca aquella, cedió la otra también, y dejáronla caer pesadamente, de espaldas, inerte el busto, inerte la cabeza, inerte toda, sobre el lecho y sobre los blancos almohadones. Un desmayo. Quedaba brindada en alto la garganta de la misera, de la cómica, quizá, que habría sabido desplomarse esquivándole atrás el gesto, no tan fácil de fingir, y el rencor y el asco levantaron rápido a Eliseo y lleváronle a ella el garfio de las uñas...

Soltó, no obstante; tuvieron que abandonar las uñas su loco afán de estrangular, apenas hundidas en la carne... Brotaba sangre de la huella de una, y la exánime, la densamente lívida, seguía insensible al dolor y a la sofocación de espanto que la hubiesen debido despertar de su comedia...

¡El gesto! ¡Oh, el gesto!... Pudo el horrorizado justiciero contemplarlo, bien cerca, bien encima de los ojos que ahora no le pudiesen contemplar. Un estirajamiento de la boca contra los dientes secos, una desigual inercia de los párpados contra el estrábico blancor de las escleróticas, en una yerta palidez de blando mármol...

Le recordó el de los muertos del hospital; y para no creer en su alegría horrenda de que ya ella se hubiera muerto, de que ya él tan fácilmente hubiérala matado, con unos «¡Libia! ¡Libia!», de cavernoso amor de eternidad, y con unas palmadas de póstuma cruel caricia en las mejillas que había besado tanto, hubo de estimularla aquella tenue respiración de soplo que aún la agitaba el pecho en clónicas arritmias.

Sentado en el borde de la cama, torcido en el aplomo de ambos brazos abiertos sobre ella, mirábala, mirábala... mirábala alternativamente la gota de sangre que seguía engrosada resbalando por el cuello, y los globos de los ojos sin luz en estática agonía. Maldecida, maltratada, herida por él... ¡qué importaba! Harapo de belleza, guiñapo de sí misma. Mirábala y no podía determinar si estábale aquejando el ansia de escupirla en su abyección o de darla un beso, el último, amparado en su inconsciencia.

-¡Libia! -volvió a llamarla, nada más, eco vago de sus propias confusiones.

Ya que no las de la pérfida, las burlas de la suerte, para ella en vano compasivas, la hurtaban de entre las manos el alma de infamia y de doblez a que él querría infligir el tormento de asistir a su lenta destrucción, sintiéndose a escarnios arrancada pedazo por pedazo.

-¡Libia! -tornó a suspirar en el éxtasis de horror a su beldad y en el lúgubre ridículo de aquella homicida espera de iras y piedades.

Y como al mismo tiempo la piedad o la ira giráronle los ojos a la estancia, haciéndole instintivamente buscar contra el peligro de la vida vil, que acaso se le escapaba impune, el extraño socorro de un pomo de sales, de un frasco de éter..., la indignación le levantó.

Fuese el colmo de lo repugnante y macabramente bufo que la auxiliara él, que hiciera venir a un médico, si no lograba recobrarla al sentido... con la monstruosa caridad del juez que pone el afán de sus escrúpulos en salvar a un grave enfermo sentenciado, para entregárselo a la horca.

La miró aún, con el desdén de todos sus rencores... y salió, pensando cuánto más valdría que el azar y la debilidad de la malvada, si acertasen a matarla, relevásenle de innoblezas de verdugo.

Abría ahora las llaves de las luces, a su paso, y en la sala le paró el gran retrato de ella hecho por Guillermo. Érale igual detenerse allí o en otra parte, y se desplomó en una butaca.

Cerrados los ojos, descansaba a un lado la cabeza con la mano sobre ellos. Quisiera no pensar, y no podía. Los ojos al tacto como muerto de la mano que había hecho saltar la sangre de la odiada a quien tanto amaron, veían dentro de ellos mismos la gota roja en la garganta blanca.

Dueño del tiempo y de lo horrible, reposaba... reposaba al menos su físico cansancio. Aguardaba lo fatal, lo que estaba escrito en los abismos del Destino con letras indelebles que serían las que su inocencia hubo de trazar en los carteles de las calles; lo que por sí solo o por él, y nada importase cómo, tendría que haberse consumado en el abismo sin fondo de esta noche.

El retrato, allí enfrente, acabó por absorberle. La imagen de la falsa, en una viva y portentosa evocación, mostrábale su dulce hipocresía y el esplendor antiguo de sus lujos.

Recordaba los no lejanos días en que la vio vestir aquel traje de gasas y de pieles, con el cual solía partir en el automóvil de Ernestina después de sus poses de modelo, y preguntábase para qué amantes pudiera haberla llevado la perfidia tan regiamente engalanada.

El del escándalo, según la Prensa, era un aristócrata chiquillo; pero ¿las lascivias de cuántos más tuvieron que envilecerla, por capricho, antes, hasta lanzarla a las del incauto, por estafa?

¡Sí, sí, la miserable!... ¡En el largo camino del vicio no se pasaba de un salto desde el pudor de la honradez hasta el encanallamiento criminal de las ladronas del amor!

Habríala hecho falta una escuela de maldad en que primero la hubiese seducido un señuelo de ilusiones, que la hubiese ido infamando lentamente, que hubiésela corrompido, al fin, hasta dejarla a la merced de cualesquiera.

De los amigos, de los mismos íntimos amigos de los dos, quizá, ¿cuáles pudieran arrojarle a él la burla compasiva de la traición con ella realizada a cuenta de unas galas o de un poco de placer, como con una fácil y linda prostituta?

Una duda más le consternó.

¿Habría sido la querida de Guillermo?... Yendo en busca de Ernestina, Libia mil veces le ofreció sin duda ocasiones en su casa; lo mismo que las habían tenido aquí, cuando él no los acompañó en aquellas sesiones de pintura en que Astor arreglábala las ropas con tanta confianza, tocándola las piernas...; igual que con Luis las hallaría en las visitas médicas a Inés.

Astor, sí, el cínico bohemio artista, el despreocupado a quien ni los decoros suyos y de su mujer le merecían respetos; Luis, también, acaso, el probo, que, hombre al fin, no supiera sustrarse a la provocación de la coqueta...

Ambos, por lo pronto, sabiéndola tan vil, al ocultárselo al camarada fraternal, habíanse comportado deslealmente; y si con la tardía oportunidad del funesto drama, con tal de que no llegase al público, llegaron hasta dejárselo vislumbrar sus mañosas terquedades, más que noble inquietud por el daño del autor, parecía esto forzada y agradecida obligación de defender de su propia iniquidad a la inicua generosa.

Y volvió a contemplar el retrato.

Triste le era dudar así de la amistad; pero ¿qué humano afecto pudiera perdurarle digno de estimaciones después de cubrir en catástrofe afrentosa el de la que fue la fe entera de su alma ingenua y el más firme y sagrado culto de su vida?

En torno a la maldita imagen de impureza, doblada allí en el sitial dorado con una pierna sobre otra, con la barba en la mano, y con la angélica vaguedad de ideal espectro de los cielos que parecían destellar su cara y su lánguida estatua toda envuelta en lujos, él, que la miaba extático, fue haciendo surgir la ignota legión de sus amantes... De ellos, ninguno se le señalaba, ninguno podría señalársele a las avideces de su odio, ni siquiera el ya bien defraudado en su pobre triunfo con la hipócrita que intentó estafarle, tanto como aquel, fuese quien fuese, que se la hubiese arrebatado el primero con un engaño de delicia...

Fuese quien fuese... Astor, Luis... otro amigo cualquiera..., un desconocido de la calle... ¡Y tendría ella que decírselo!

Habíase levantado. Ésta nueva urgencia de saber, de conocer en determinados nombres la extensión de su infortunio, para recogerlos también en la fría extensión de su venganza, tornábale hacia la inerte, que a fuegos de voluntad despertaría de aquel desmayo.

Llegó y se asombró de no encontrarla.

¡No estaba en el lecho! ¡No estaba en el cuarto!

Hirieron su oído ligerísimos sollozos. Turbaban apenas el profundo silencio de la noche, y provenían de la próxima alcoba de la niña. Se acerco a la puerta; estaba a obscuras. Escuchó más. ¡Ah! La extraña resucitada lloraba contenidamente su terror, como si temiera despertar al ángel de inocencia en cuyo sueño habíase buscado hábil un refugio.

Tembló Eliseo.

¡Inés! ¡El ángel de inocencia!

Por vez primera imponíasele a su egoísmo de dolor, el dolor de aquella pequeña vida inmensamente adorada y desdichada.

Sintió el impulso de entrar y arrastrar de junto a ella a la perversa que mancharíala con su llanto, con la luz del cieno de sus ojos..., y le paralizaba el sacratísimo temor de tener que verla abrir el susto de los suyos a la escena espantosa de violencia...

Libia gritaría, abrazaríase a la durmiente, no queriendo perder su escudo de candores.

¡Templo, pues, aquello! ¡Santo asilo para el crimen!

Dobló la cabeza, sin acertar a discernir si la que fue insigne comedianta en su vida entera supo serlo de tal modo a la hora suprema del castigo que hasta pudiera fingir con un síncope las orgánicas livideces de la muerte, y se alejó, cruzando vagamente la alcoba, el tocador...

Detúvole un espejo, y al limpio cristal le reprochó con amargura su incapacidad para delatarle las imágenes de impudor que con quién supiese quiénes le habría copiado tantas veces a la impúdica.

Ignoraba lo que hacer, condenado a tal espera en lo horrible inevitable, y atrájole la triste curiosidad el armarito joyero en que habíase reclinado.

Sus llaves, nunca escondidas para él por la audaz mañosa que le confiara de tal modo, solían estar en un cajoncillo de la mesa. Dentro... estarían tal vez los íntimos recuerdos, las cartas, las fotografías de aquellos hombres que él ansiaba conocer.

Fue por las llaves, y durante media hora se dedicó a revisar lo que los compartimientos del elegante mueble contenían.

La sorpresa y la confusión aumentábanle a cada instante. La infame guardaba allí como reliquias, y en perfecto orden, las mismas cosas que a una honrada muerta, por ejemplo, confirmaríanle una aureola de delicadeza y de virtud. Entre las alhajas de sus mundanos triunfos, dijes y sonajeros de cuando Inés fue pequeñita, protegidos cuidadosamente en los más bellos estuches. En un paquete de cartas, que hiciéronle estremecerse, las escritas por él durante breves ausencias, las de los padres y las hermanas de ella y unas medallas y un poco de pelo gris, con un miniado retratillo, que eran de su madre. En otro paquete, atado con cintas y lacrado, antiguos retratos de la niña, que tenían la fecha al dorso; bucles rubios en cuya envoltura de papel de seda decía: «De mi hija de mi alma: cortados al enfermar del sarampión; Abril de 1910», y un amuleto de corales. Luego, más paquetes en que, al deshacerlos trémulo el investigador, ante su estupefacción creciente aparecían trapitos y vestiditos de muñeca con largas puntadas, que serían las primeras hechas por Inés, papeles y orlas, también de ella, con casitas y dibujos y letreros adorablemente torpes, y unas estampas de santos en que la mano infantil, ya más segura, había trazado un «A mi queridísima mamá», en gentil dedicatoria...

Había ido recogiendo Eliseo todos aquellos recuerdos de la niña, que guardó y catalogó la Libia inverosímil, que hubiéranse perdido a no ser por ella, y al cruzar la sala, en su nuevo paso vacilante hacia el despacho, miró otra vez el retrato odiado y tuvo que preguntarse en qué ocasiones, en qué época pudo la perversa consagrarse, ciega y loca, a su larga historia de maldades. Los preciosos objetos eran de todos los tiempos, lejanos y próximos, sin interrupción en la vida de ambos, y no se comprendía la monstruosidad de una mujer que en las mismas entrañas de desastrada aventurera siguiese cobijando ternuras tales de una madre.

Estaba fatigadísimo, moral y materialmente destrozado. Buscó el descanso en la amplitud de una poltrona, y de nuevo el bello orden del despacho hízole pensar en la inmensa felicidad pasada y en la aún más grande felicidad de porvenir que había roto la insensata.

Extraña suerte su suerte.

De un golpe, de una vez, habíanle estallado delante de la vida los fúlgidos incendios de la ansiada gloria y las lóbregas negruras de la muerte.

Siempre, además, contradictoria y compleja, ahora el problema de la muerte volvíasele irresoluble.

El designio de destrucción para él y para Libia que le trajo del teatro, tenía detrás o por encima la sagrada inocencia de aquel ángel a quien la miserable habíale pedido segura protección y que tendría que quedar abandonado.

Si ella le pudo olvidar para su deshonra, él no debía, no podía imitarla olvidándole para su desamparo cruel en la soledad del mundo.

¡Morir con ellos..., Inés!

Meditó siniestro, fijo en la idea de la no sabía cuál terrible y sobrehumana caridad de amor que cortárala en el propio candoroso sueño la existencia.

Mas... ¡oh!, las manos, el revólver, negábansele horrorizados a apoyarse en la garganta o en la frente de su hija.

Un éter, un éter..., un éter que le efluviase a la cándida flor de aquella boca dormida su vapor de eternidad... ¿dónde estaba?

Un beso, un beso... un beso de infinita y letal pasión tan grande que sorbiérale el alma y el aliento...

¿Dónde estaban?

¿Dónde estaban... el beso, el éter de amorosas suavidades de asesino?

No lo sabía; no los veía por los rincones de su hogar o de su alma, y el estupor de la voluntad inerme le sumía en un amodorramiento en que sólo le restaban dos confusas abstracciones: la de esta bella paz de su despacho, centro de todo el universo de una dicha derrotada, y la de aquella alcoba en que sobre una cuna blanca de purezas, llorando, prosternaba su cobarde ignominia una mujer.

Y hasta esta última emoción se le iba borrando poco a poco.

Oía en la calle los ruidos del amanecer.

Oía cerca el tictear de un reloj, que no daba horas, por fortuna..., y el tiempo y el reposo sin medida le fueron adurmiendo su cansancio.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Despertó, porque le daba el sol.

Dejábalo pasar oblicuo el balcón no bien cerrado, y abrió los ojos el que tenía la boca amarga y el alma sonriente.

En su dormitar, soñó; y había estado soñando con Biarritz. Las gentes paseaban por la Digue, sonaba una orquesta, sonaba el mar, y en la venturosa severidad de todo, él y Libia sonreían a Inés, viéndola jugar descalza, con su pala y su traje rojo de chiquillo, por las olas la arena.

¡Oh, cruel evocación! ¡La esperanza herida de agonía habíase aprovechado de esta última libertad del dormitar para llevarle a un pasado venturoso!

Y el sol volvíale a la espantosa verdad de su tragedia.

Seguía con su irónico orden de bellezas el despacho, y seguiría allá no lejos, Libia, llorando sus infamias sobre el ángel de candor.

La boca...; ¡sí, sí, la boca y el alma le amargaban!

Implacable la realidad, había querido colmarle la persuasión del infortunio hasta con el hecho de aquella mujer que no venía..., que no había osado en la larga noche venir a sincerarse de inocencia o a implorarle sus perdones.

¡Tal debía de sentirse imperdonablemente infame en su conciencia!

Pero... le asustó el día, el sol, de pronto. Púsose de pie.

Miró el reloj. Eran las seis y cuarto.

Él tampoco debería ver a la malvada..., verla, cuando la niña y las sirvientes despertasen, sin saber lo que con ella fuese a hacer su odio y teniéndolo que disimular con esfuerzos imposibles.

El pensamiento de tener que convivir entre simulaciones de respeto con la que nada respetó de este hogar, que ya sólo esperaba el minuto en que habría de desplomarse..., inundóle el corazón en ansia de una fuga..., de una fuga... lejos..., lejos de ella y del Madrid que nunca más debiera contemplarle en la deshonra...

Un viaje.

¿Adónde?

¡Bah!... el azar y el primer tren que de cualquier estación partiese hubieran de decirlo.

Un viaje, un viaje.

No podía tardar. Media hora más y levantaríanse las criadas.

Corrió. Trajo de un armario de allá dentro unas ropas y una pequeña maleta, y púsose a arreglarla.

Hermoso día. ¡Qué burla la del sol para alumbrar tanta tristeza!

Cambiado él de ropas, cerrado el maletín, cogió dinero de un cajón, tomó de la pared y guardó un retrato de Inés... y, viajero siniestro en viaje a lo vacío, sus labios lanzaron un beso en dirección al cuarto de su hija, y sus ojos lanzaron un dolorosísimo adiós a aquel despacho...

Salió.

Abrió y cerró puertas con los últimos sigilos.

Bajó rápido la ducal escalera de suntuosos mármoles que él no creyó anoche volver a bajar sino muerto, en la proyección de aquel fatídico «mañana».

¿Tornaría a subirla una vez aún para que le bajasen muerto?

El Sol, los árboles, la vida, el día hermoso en la hermosa calle... todo le era jeroglífico.





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