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ArribaAbajoCapítulo VI

Entretanto Melina se había informado detalladamente acerca de adónde habían ido a parar los restos de la precedente compañía. Tanto las decoraciones como la guardarropía habían sido empeñadas a algunos comerciantes, y un notario había recibido de la directora el encargo de venderlas, bajo ciertas condiciones, si se presentara quien las quisiera. Melina quiso ver los objetos y llevó consigo a Guillermo. Cuando les abrieron el cuarto en que se hallaban, sintió éste cierta inclinación hacia aquellas cosas, impresión que, sin embargo, no se confesó ni a sí mismo. Por muy mal estado en que se encontraran las embadurnadas decoraciones, por muy poco flamantes que fueran los trajes de turcos y paganos, las viejas vestiduras caricaturescas para hombres y mujeres, los sayales de hechiceros, judíos y clérigos, no podía defenderse de la emoción de que los más felices momentos de su vida los había encontrado junto a un tal baratillo. Si Melina hubiera podido ver en su corazón, le habría instado más vivamente a que le prestara una suma de dinero con que poder desempeñar, recomponer y dar nueva vida a aquellos miembros dispersos, de modo que formaran un hermoso conjunto.

-¡Qué hombre tan feliz podría ser yo -exclamó Melina-, sólo con poseer doscientos táleros para comenzar por hacer la adquisición de estas primeras cosas indispensables en un teatro! ¡Qué pronto tendría organizado un pequeño espectáculo, que, indudablemente, debería darnos de comer al instante, en esta ciudad y su comarca!

Guillermo guardó silencio y ambos se apartaron pensativos de los tesoros nuevamente encerrados.

Desde aquel momento, Melina no tenía otra conversación sino proyectos y proposiciones de cómo podría establecerse un teatro, encontrando al mismo tiempo su provecho en ello. Trató de interesar a Filina y Laertes y se le hicieron proposiciones a Guillermo para que soltara el dinero a cambio de garantías. Pero éste, sólo en esta ocasión, acabó de comprender por completo que no debiera haberse demorado allí tanto tiempo; disculpose y quiso prepararse para continuar su viaje.

Entretanto, la figura y el carácter de Mignon habíanse hecho para él cada vez más atractivos. En todo lo que hacía y dejaba de hacer, había algo extraño en la niña. No subía ni bajaba las escaleras más que saltando; corría por las barandillas de los corredores de los patios, y antes de que se advirtiera, encaramábase a lo alto del armario y permanecía allí inmóvil durante unos momentos. También había notado Guillermo que para cada cual tenía una distinta clase de saludo. A él lo saludaba, desde hacía algún tiempo, con los brazos cruzados sobre el pecho. Muchos días permanecía totalmente en silencio, a veces respondía algo más a las distintas preguntas, pero siempre de una manera extraña, de modo que no podía distinguirse si lo hacía por broma o por desconocimiento del lenguaje, ya que siempre hablaba en un mal alemán, entremezclado con francés e italiano. En su servicio era infatigable la niña y se levantaba tan pronto como el sol; en cambio, desaparecía temprano por la noche y dormía en su cuarto sobre el desnudo suelo, sin que nada pudiera determinarla a que aceptara un lecho o un saco de paja. Con frecuencia la encontró nuestro amigo lavándose. También sus vestidos estaban limpios, aunque todos mostraran dobles y triples zurcidos y remiendos. Dijéronle también a Guillermo que iba a misa todas las mañanas muy temprano, adonde la siguió una vez y viola rezando devotamente con su rosario, arrodillada en un rincón de la iglesia. Ella no advirtió su presencia, y Guillermo volvió a casa sumido en toda suerte de pensamientos, sin poder pensar nada determinado acerca de ella.

Nuevas solicitudes de Melina para conseguir una suma de dinero con que desempeñar los ya mencionados útiles de teatro determinaron más aún a Guillermo a pensar en su partida. Quiso escribir a los suyos, que nada habían sabido de él desde hacía mucho tiempo, aprovechando la diligencia de aquel día; comenzó realmente una carta para Werner, y ya había avanzado bastante en el relato de sus aventuras, en lo cual, sin notarlo él mismo, se había apartado de la verdad más de una vez, cuando, con gran enojo, encontró escritos por la otra cara del papel de cartas algunos versos que había comenzado a copiar de su cuaderno para madama Melina. Desgarró la hoja, despechado, y aplazó la repetición de sus confesiones para el próximo correo.




ArribaAbajoCapítulo VII

Nuestra sociedad encontrábase otra vez reunida, y Filina, que estaba extraordinariamente atenta a cada caballo que pasaba por la calle y a cada carruaje que rodaba ante la casa, exclamó con gran vivacidad:

-¡Nuestro pedante!... ¡Ahí viene nuestro queridísimo pedante!... Pero, ¿a quién traerá consigo?

Llamó e hizo señas desde la ventana, y el coche se detuvo.

Un lamentable pobre diablo, a quien, a juzgar por su raída casaca gris obscura y sus mal cuidadas medias y calzado, hubiera podido tomársele por un bachiller en artes de los que suelen pudrirse en las aulas, bajose del coche y, al quitarse el sombrero para saludar a Filina, descubrió una mal empolvada peluca, aunque muy rígida, y Filina le arrojó con las manos centenares de besos.

Así como encontraba su felicidad en amar a un cierto número de hombres y gozar de su amor, no era mucho menor el placer de que disfrutaba, cosa que se permitía tantas veces como le era posible, al burlarse de modo aturdido de los que en aquel momento no amaba.

Dado el barullo con que recibió a aquel antiguo amigo, olvidáronse todos de prestar atención a los otros que lo acompañaban. Sin embargo, Guillermo creyó reconocer a las dos damitas y al avejentado varón que con él entraron. Pronto se descubrió que había visto diversas veces a los tres en la compañía que había trabajado años antes en su ciudad natal. Las muchachas habíanse desarrollado, desde aquel tiempo; pero el viejo había cambiado muy poco. Solía representar papeles de viejo bondadoso y gruñón, que no faltan en el teatro alemán, y a los que no es raro encontrar en la vida ordinaria. Pues siendo propio del carácter de nuestros compatriotas hacer y producir el bien sin mucha ostentación, rara vez piensan en que también hay manera de hacer lo justo con decoro y gracia, y, llevados de un espíritu de contradicción, con facilidad caen más bien en la falta de poner en contraste su virtud favorita con una gruñona existencia.

Nuestro cómico representaba muy bien tales papeles, y los hacía con tanta frecuencia y de modo tan exclusivo, que había adquirido idénticos modales para conducirse en la vida común.

Guillermo experimentó gran emoción tan pronto, como lo hubo reconocido, pues se acordaba de cuántas veces había visto a aquel hombre, en escena, al lado de su querida Mariana; aún le parecía oírlo regañar, aún escuchaba la voz aduladora con que, en algunos papeles, tenía que corresponder ella a su áspera naturaleza.

Preguntaron primero, con gran vivacidad, a los recién llegados si era de esperar que hubiera en otra parte contrata para ellos; pero, por desgracia, fue negativa la respuesta, y tuvieron que venir en conocimiento de que las compañías a que se habían dirigido se hallaban completas, y algunas de ellas hasta se veían en la preocupación de tener que disolverse a causa de la inminente guerra. El viejo gruñón y sus hijas, por aburrimiento y afición al cambio, habían renunciado a una ventajosa contrata; con el pedante, a quien habían encontrado en su camino, habían alquilado un coche para llegar hasta allí, donde, según veían, tampoco escaseaban las dificultades.

Todo el tiempo que los otros estuvieron conversando, muy animadamente, acerca de sus asuntos, pasolo pensativo Guillermo. Deseaba hablar a solas con el viejo; deseaba y temía saber de Mariana, y se encontraba en la inquietud más grande.

Los donaires de las recién llegadas damitas no lograban arrancarlo de su ensueño; pero una disputa que se produjo hízole escuchar con atención. Era Federico, el rubio mozo que solía servir a Filina, que aquella vez se resistía vivamente al serle ordenado que pusiera la mesa y sirviera la comida.

-Me comprometí a servirla a usted -exclamaba-; pero no a prestar mi asistencia a todo el mundo.

Se enzarzaron en una discusión violenta. Filina insistió en que tenía que cumplir su obligación, y como él se resistiera tercamente, ella le dijo, sin más ceremonias, que podía irse adonde quisiera.

-¿Cree usted, quizá, que no podría separarme de usted? -exclamó él.

Marchose insolentemente, hizo su hatillo y se apresuró a salir de la casa.

-Ve, Mignon -dijo Filina-, y procúranos lo que necesitamos; díselo al camarero y ayúdale a servirnos.

Mignon se acercó a Guillermo y le preguntó con su lacónico estilo:

-¿Debo hacerlo? ¿Tengo permiso?

Y Guillermo le respondió:

-Hija mía, haz lo que te manda mademoiselle.

La niña cuidó de todo y sirvió toda la noche con gran diligencia. Después de la comida, Guillermo trató do dar un paseo a solas con el viejo, lo consiguió, y después de diversas preguntas acerca de cómo les había ido hasta entonces, dirigió la conversación hacia la compañía de aquellos tiempos, y, por último, se atrevió a preguntar por Mariana.

-¡No me diga usted nada de aquella detestable criatura! -exclamó el viejo-. He jurado no volver a acordarme nunca más de ella.

Espantose Guillermo con tal exclamación; pero mucho mayor fue su embarazo cuando el viejo prosiguió declamando contra la ligereza y licencia de la muchacha. Con qué gusto habría interrumpido nuestro amigo la conversación; mas tuvo que soportar el gruñón desbordamiento de su estrambótico acompañante.

-Avergüénzome de haberle tenido tanto afecto -prosiguió el otro-; pero si hubiera usted conocido con mayor intimidad a la muchacha, de fijo que me encontraría disculpa. Era tan juiciosa, natural y buena, tan amable y humana en todos los respectos. Jamás hubiera podido yo figurarme que la insolencia y el desagradecimiento fueran los rasgos fundamentales de su carácter.

Ya se había preparado Guillermo para oír las peores cosas cuando, de pronto, notó con asombro cómo se iba dulcificando el tono del viejo, el cual llegó a vacilar en su discurso y sacó de su bolsillo un pañuelo para enjugar las lágrimas, que acabaron por interrumpirle.

-¿Qué le ocurre? -exclamó Guillermo-. ¿Qué es lo que hace que sus sentimientos tomen de pronto una dirección tan opuesta? No me oculte nada; me intereso por la suerte de esa muchacha mucho más de lo que usted piensa; déjeme usted saberlo todo.

-Poco tengo que decirle -repuso el viejo, pasando otra vez a su tono serio y enojado-; nunca le perdonaré lo que sufrí por ella. Siempre había tenido cierta confianza en mí -prosiguió diciendo-; yo la quería como a mis propias hijas, y cuando mi mujer aún vivía, había tomado la determinación de llevarla a mi casa, salvándola de las manos de la vieja, de cuya dirección no podía prometerme nada bueno. Falleció mi esposa y quedó fracasado el proyecto. Hacia el fin de nuestra residencia en la ciudad de usted, aún no hace tres años, noté en ella una manifiesta tristeza; interroguela, pero esquivó el responderme. Por último, nos pusimos en viaje. Iba en el mismo coche que yo, y noté que estaba encinta, lo que no tardó en confesarme, llena de temor de que el director la despidiera. No pasó mucho tiempo sin que también él hiciera idéntico descubrimiento; revocó en seguida su contrato, el cual, aun sin eso, habría terminado a las seis semanas, pagole lo que podía exigir, y, sin atender a súplicas, la abandonó en la mala posada de una pequeña villa. ¡Cargue el diablo con todas las mozas livianas -exclamó con enojo el viejo-, y en especial con ésta que me ha echado a perder tantas horas de mi vida! ¿Para qué he de contar ahora cómo me ocupé de ella, lo que por ella hice, cómo me interesé por su caso y cómo aun en la ausencia cuidé de su bien? Preferiría arrojar mi dinero al río y emplear mi tiempo en domesticar perros sarnosos, que no prestar otra vez la menor atención a una criatura de esa especie. ¿Qué ocurrió? Al principio recibí cartas de agradecimiento, noticias fechadas en los lugares de su residencia; pero, por último, ni una palabra más, ni siquiera las gracias por el dinero que le envié para su parto. ¡Oh!, la disimulación y la ligereza están muy bien combinadas en las mujeres para proporcionarles una cómoda existencia y muchas horas de disgusto a un hombre de bien.




ArribaAbajoCapítulo VIII

Piénsese la situación en que habrá vuelto a su casa Guillermo después de aquel coloquio. Todas sus antiguas llagas estaban abiertas de nuevo y se había reavivado otra vez en su pecho el sentimiento de que no había sido completamente indigna de su amor, pues en el cariño de aquel viejo, en las alabanzas que tenía que prodigarle a pesar suyo habían vuelto a aparecérsele a nuestro amigo todas las cosas merecedoras de amor que poseía Mariana; hasta las violentas acusaciones de aquel hombre apasionado no contenían nada que hubiera podido rebajarla ante los ojos de Guillermo. Pues éste se confesaba cómplice de sus transgresiones, y, por último, hasta su silencio no le parecía merecedor de censura; más bien se entregaba, por él, a tristes cavilaciones; veíala como recién parida, veíala como madre, errando sin sostén por el mundo, con un niño que probablemente lo tendría a él por padre; imágenes que despertaban en él los más dolorosos sentimientos.

Mignon lo había esperado y lo alumbró por la escalera. Después de haber dejado la luz le rogó que le permitiera obsequiarle aquella noche con una de sus habilidades. De buena gana lo hubiera rehusado, en especial por no saber en qué iba a consistir la cosa. Pero no era capaz de negarle nada a aquella excelente criatura. Al cabo de algunos momentos de estar fuera, volvió a entrar en la habitación. Traía bajo el brazo una alfombra, que extendió por el suelo. Guillermo la dejó hacer. Después trajo cuatro luces y colocó una de ellas en cada punta de la alfombra. Un canastillo de huevos, que fue a buscar en seguida, hizo más claro su propósito. Tomando medidas, según arte, dio después diversos pasos sobre la alfombra hacia adelante y hacia atrás, y fue colocando los huevos a cierta distancia unos de otros; hizo entrar luego un hombre que servía en la casa, y sabía tocar el violín. Este se puso en un rincón con su instrumento; ella se vendó los ojos, hizo una seña y al instante comenzó sus movimientos al son de la música, como una maquinaria a la que se le da cuerda, acompañando ritmo y melodía con el repicar de sus castañuelas.

Ágil, ligera, veloz y precisa, ejecutaba su danza. Movíase con tal firmeza y tanta seguridad a través de los huevos, que a cada momento se creía que tendría que aplastar a uno de ellos o lanzar lejos a otro con un rápido giro. ¡En modo alguno! No tocaba a ninguno, aunque caminaba entre ellos con toda especie de pasos, breves y largos, hasta a saltos, y, por último, atravesó entre las filas medio de rodillas.

Recorría su camino sin pararse, como un aparato de relojería, y la extraña música, con cada una de sus repeticiones, daba nuevo impulso a la callada danza, que siempre volvía a recomenzar por el principio. Guillermo estaba totalmente hechizado por el extraño espectáculo; olvidó sus cuidados, seguía cada uno de los movimientos de la amada criatura y estaba maravillado de ver cómo en aquella danza se revelaba paladinamente su carácter.

Mostrábase severa, rígida, dura, impetuosa, y en los pasajes dulces, más bien solemne que graciosa. Advirtió en aquel momento lo que ya sentía por Mignon. Anheló en su corazón adoptar por hija aquella criatura abandonada, tomarla entre sus brazos y despertar en ella las alegrías de la vida con el cariño de un padre.

Terminó la danza; hizo rodar suavemente los huevos con los pies hasta reunirlos en un montoncito, sin dejar atrás ni hacerle daño a ninguno; detúvose después, quitándose la venda de los ojos y terminó su artístico ejercicio con una reverencia.

Guillermo le dio las gracias por haber bailado para él, de un modo tan gentil como inesperado, aquella danza que deseaba ver. La acarició, lamentando que se hubiera causado tanta molestia. Le prometió un traje nuevo, a lo cual ella replicó con violencia:

-¡De tu color!

También esto fue prometido por Guillermo, aunque sin saber claramente a lo que se refería. Ella recogió los huevos, púsose la alfombra bajo el brazo, preguntó si aún tenía algo que ordenarle y se lanzó corriendo por la puerta.

Supo Guillermo, por el músico, que desde hacía algún tiempo se había tomado ella mucha molestia, cantándole, hasta que él hubo sabido tocarla, aquella danza, que no era otra que el conocido fandango. Y hasta había llegado a ofrecerle algún dinero por su trabajo, cosa quo no había querido aceptar él.




ArribaAbajoCapítulo IX

Después de una intranquila noche, que nuestro amigo pasó, parte en vela y parte espantado por penosos sueños, en los que vio a Mariana ya en toda su belleza, ya en la más lamentable figura, ahora con un niño en los brazos, después privada de él, apenas había roto la mañana cuando entró Mignon con un sastre. Traía paño gris y tafetán azul, y explicó, a su manera, que quería tener un juboncillo nuevo y unos pantalones de marinero, tal como se los había visto a los niños de la ciudad, con vueltas y lazadas azules.

Desde la pérdida de Mariana, Guillermo había renunciado a todo color alegre. Habíase acostumbrado al gris, al vestido de las sombras, y sólo animaba algún tanto aquel taciturno traje con un forro azul celeste o un cuellecito de idéntico color. Mignon, ansiosa de ir vestida de sus colores, estimuló al sastre, quien prometió entregar dentro de muy poco tiempo el trabajo.

Las lecciones de baile y esgrima que aquel día Laertes dio a nuestro amigo no tuvieron el éxito más feliz. Verdad es que pronto fueron interrumpidas con la llegada de Melina, quien hizo ver, circunstanciadamente, que ya estaba allí reunida una pequeña compañía, con la que se podía empezar a poner en escena bastantes obras. Renovó su proposición de que Guillermo adelantara algún dinero para los gastos de instalación, a lo cual éste manifestó de nuevo su indecisión.

Filina y las otras muchachas entraron poco después con risas y bullicio. Habían imaginado una nueva excursión; el cambio de lugares y de objetos que las rodearan era un placer por el que suspiraban siempre. Comer cada día en sitio diferente era su más alto deseo. Aquella vez se trataba de una excursión acuática.

La barca con la que querían navegar aguas abajo, por los meandros del hermoso río, había sido encargada ya por el pedante. Filina los animó, los otros no vacilaron y pronto estuvieron todos embarcados.

-¿Qué vamos a hacer ahora? -preguntó Filina, así que todos se hubieron sentado en los bancos.

-Lo más breve sería que improvisáramos una comedia -repuso Laertes-. Que cada cual escoja un papel que sea lo más conforme posible con su carácter y ya veremos cómo nos resulta.

-¡Excelente! -dijo Guillermo-; pues una reunión en la que no se finge nunca, en la que cada uno sólo se guía por su propio gusto, no puede ser habitada largo tiempo por la gracia y la alegría; en cambio, donde se finge siempre no concurren, en modo alguno, la diversión ni el contento. No estará mal, por tanto, que ya desde el principio nos consagremos a la simulación y que seamos después todo lo sinceros que queramos detrás de la careta.

-Sí -dijo Laertes-, por eso es tan agradable tratar con mujeres, las cuales jamás se nos muestran en su natural aspecto.

-Eso depende de que no son tan vanas como los hombres -repuso madama Melina-, que siempre se imaginan ser suficientemente amables tal como los ha producido la naturaleza.

Entretanto, habían navegado entre lindas florestas y colinas, huertos y viñedos, y las señoras jóvenes, en especial madama Melina, expresaban su encanto ante aquel paisaje. Hasta esta última comenzó a recitar solemnemente una linda poesía, de género descriptivo, que trataba de una escena análoga; mas fue interrumpida por Filina, la cual propuso una ley para que nadie osara hablar de objetos inanimados; prefirió llevar celosamente adelante la ejecución del proyecto de una comedia improvisada. El viejo gruñón debía representar un militar retirado; Laertes, un maestro de esgrima sin empleo; el pedante, un judío; ella, quería hacer de tirolesa, y dejó a los otros que se buscaran sus papeles. Debían hacer como si fueran un conjunto de gentes desconocidas que acababan de reunirse en una barca pública de pasaje.

Comenzó en seguida a representar su papel con el judío y extendiose una alegría general.

Aún no había navegado mucho tiempo, cuando el batelero detuvo la barca, para tomar a bordo, con permiso de la reunión, a alguien que se hallaba a la orilla y hacía señas.

-Eso es precisamente lo que necesitamos -exclamó Filina-; faltaba aún entre nosotros un pasajero de contrabando.

Montó en la barca un hombre de buena traza, a quien, por su traje y semblante respetables, muy bien hubiera podido tomársele por un eclesiástico. Saludó a los presentes, los cuales le respondieron cada cual a su manera, y bien pronto lo pusieron al tanto de su juego. Adoptó entonces el papel de cura de aldea, el cual, con admiración de todos, representó de la más linda manera, tan pronto amonestando como refiriendo historietas, dejando ver algunos puntos flacos y sabiendo, sin embargo, hacerse respetar.

Todo el que se saliera una vez sola de su papel tenía que pagar prenda. Filina las reunía con el mayor celo, y, en especial, había amenazado con muchos besos al señor eclesiástico en el futuro rescate, aunque él nunca fuera cogido en falta. Por el contrario, Melina estaba totalmente desvalijado; botoncillos de camisa, broches, cuantos objetos sueltos tenía sobre su persona habían pasado a poder de Filina, pues pretendía representar un viajero inglés y en modo alguno era capaz de entrar en su papel.

Mientras tanto, el tiempo había pasado del modo más agradable; todos habían forzado lo más posible su imaginación y su agudeza, y cada cual había desempeñado su papel con gratas y divertidas bromas. Llegose así al lugar donde querían pasar el día, y Guillermo, en el paseo, pronto entró en una interesante conversación con el eclesiástico, que así lo llamaremos en vista de su aspecto y su papel.

-Encuentro este ejercicio -dijo el desconocido- muy útil entre comediantes, y hasta en una reunión de amigos y conocidos. Es la mejor manera de sacar a los hombres de sí mismos y volverlos a conducir a su propio ser mediante un rodeo. Debía ser implantado en cada compañía dramática que algunas veces tuviera que ejercitarse de este modo; de fijo que el público ganaría si todos los meses se representara una obra no escrita, pero para la cual, a la verdad, los cómicos hubieran tenido que prepararse con ensayos numerosos.

-No debería considerarse como obra improvisada -repuso Guillermo- la que fuera compuesta al ser representada, sino aquella cuyo plan, argumento y división en escenas fuera dado antes, pero cuya ejecución quedara confiada a los cómicos.

-¡Exacto! -dijo el desconocido-, y precisamente por lo que se refiere a esa ejecución ganaría extraordinariamente la obra tan pronto como los cómicos estuvieran algo ejercitados. No en lo que se refiere a la ejecución por medio de palabras, con las cuales, verdaderamente, tiene que adornar su trabajo el escritor, sino en cuanto a la ejecución con gestos y ademanes, exclamaciones y todo lo a ello análogo; en una palabra, el trabajo mudo, que poco a poco parece ir perdiéndose entro nosotros. Cierto que hay actores en Alemania cuyo cuerpo muestra lo que piensan y sienten, que mediante silencios y vacilaciones, mediante señas y delicados y graciosos movimientos del cuerpo preparan un parlamento, y saben ligar las pausas del discurso con el conjunto total por medio de una agradable pantomima; pero un ejercicio que viniera en auxilio de la feliz disposición natural y enseñara a competir con el escritor no es tan frecuente como sería de desear para satisfacción de aquellos que frecuentan el teatro.

-Mas una feliz disposición natural ¿no sería lo único, como condición primera y última, que llevara a un comediante, lo mismo que a cualquier otro artista, y acaso a todo hombre, hacia una meta colocada tan en alto?

-Lo primero y lo último, el principio y el fin, muy bien pudiera siempre serlo; pero, en el medio, tendrán que faltarle muchas cosas al artista si la educación, y a la verdad una educación temprana, no hace de él lo que debe ser; pues acaso aquel a quien se juzga dotado de genio se encuentra en peor situación que el que sólo posee capacidades ordinarias, pues el primero puede ser más fácilmente deformado y lanzado por falsos caminos de modo mucho más violento.

-Pero ¿el genio -repuso Guillermo- no se salva a sí mismo, no se cura las heridas que se ha hecho?

-En modo alguno -repuso el otro-, o por lo menos en forma muy insuficiente; pues nadie cree poder sobreponerse a las primeras impresiones de la niñez. Si ha crecido en una laudable libertad, rodeado de objetos bellos y nobles, en el trato con hombres excelentes; si le han enseñado sus maestros lo que tenía que saber primero para comprender el resto más fácilmente; si ha aprendido lo que jamás tendrá necesidad de desaprender; si sus primeras acciones fueron conducidas de suerte que en lo futuro pueda realizar el bien más fácil y cómodamente sin tener que deshabituarse de cosa alguna, entonces este hombre podrá llevar una existencia más pura, plena y feliz que otro que haya consumido sus primeras fuerzas juveniles contra la oposición y el error. Se habla y escribe tanto acerca de la educación, y sólo veo muy pocos hombres que puedan concebir y llevar a ejecución el concepto simple, pero grande, que encierra en sí todos los otros.

-Bien puede ser verdad -dijo Guillermo-, porque todo hombre es lo bastante limitado para querer educar a los otros según su propia imagen. Felices, por tanto, aquellos a quienes adopta el destino, que forma a cada cual a su manera.

El destino -repuso el otro sonriéndose- es un preceptor distinguido, pero que cobra caro. Siempre preferiría atenerme a la razón de un maestro humano. El destino, cuya sabiduría me inspira todos los respetos, suele encontrar en la casualidad, por medio de la cual actúa, un servidor muy poco hábil; pues rara vez ésta parece ejecutar de un modo puro y simple lo que aquél tenía determinado.

-Parece usted enunciar un muy singular pensamiento -repuso Guillermo.

-En modo alguno. La mayor parte de las cosas que acontecen en el mundo justifican mi opinión. ¿No muestran gran significación al principio muchos acontecimientos y no van a parar en cualquier necedad la mayor parte do ellos?

-Usted bromea.

-¿Y no ocurre eso también -prosiguió el otro- con lo que le sucede a cada individuo? Supongamos que la suerte hubiera destinado a alguien a ser un buen comediante (¿por qué no ha de proveernos también de buenos comediantes?); pero, por desgracia, la casualidad llevó al mancebo a un teatro de títeres, donde, desde temprano, no pudo abstenerse de tomar interés por una cosa de mal gusto, de encontrar soportable y hasta quizá interesante una necedad, y de este modo, las juveniles impresiones, que jamás se extinguen, a las que nunca podemos negar cierto apego, han llegado a él por un lado malo.

-Cómo se le ocurre a usted hablar de un teatro de títeres? -exclamó de pronto Guillermo, con cierta confusión.

-No era más que un ejemplo arbitrario; si no le agrada a usted, tomemos otro. Supongamos que la suerte haya destinado a alguien a ser un gran pintor, y que se haya complacido la casualidad encerrando su niñez en sucias cabañas, cuadras y graneros; ¿cree usted que tal hombre se elevará nunca a la limpieza, la nobleza y libertad del alma? Cuanto más vivo haya sido el sentido con que en su niñez percibió lo sucio, ennobleciéndolo a su manera, tanto más poderosamente se vengará de él en el resto de su vida, pues aquello a lo que trata de sobreponerse se ha identificado con él de la manera más íntima. Quien ha vivido tempranamente en una sociedad mala o insignificante, aunque más tarde pueda hallarse en una mejor, siempre echará de menos aquella cuyas impresiones permanecen unidas con el recuerdo juvenil de alegrías raras veces repetidas.

Bien puede pensarse que con tal conversación se habrían alejado poco a poco de la restante sociedad. En especial Filina habíase apartado ya desde el principio. Por un atajo vinieron a su encuentro. Filina sacó las prendas que tenían que ser rescatadas por toda suerte de procedimientos, cosa en la cual el extranjero, con sus lindas invenciones y su fácil porte, agradó mucho a toda la sociedad, y en especial a las damas, y así se deslizaron del modo más agradable las horas del día, en medio de bromas, cantos, besos y toda especie burlas.




ArribaAbajoCapítulo X

Cuando quisieron volver de nuevo a casa, buscaron con la vista al eclesiástico, pero había desaparecido y no se podía encontrarle en ningún lugar.

-No es cosa amable, de parte de un hombre que, por lo demás, parece tener mucho conocimiento del mundo -dijo madama Melina-, abandonar sin despedida una reunión que lo recibió tan amistosamente.

-Estuve reflexionando durante todo el tiempo -dijo Laertes- dónde puedo haber visto ya antes de ahora a esta singular persona. Justamente tenía intención de preguntárselo al despedirnos.

-A mí me ocurrió exactamente lo mismo -repuso Guillermo-, y de fijo que tampoco yo lo habría dejado marchar antes de que nos hubiera revelado alguna cosa de las circunstancias de su vida. Me equivocaría mucho si antes no le hubiera hablado ya en alguna parte.

-Y, sin embargo, bien podríais equivocaros los dos -dijo Filina-. En realidad, ese hombre sólo tiene el falso aspecto de un antiguo conocido, porque se nos aparece como persona y no como Hans o como Kunz.

-¿Qué quiere decir eso? -dijo Laertes-; ¿es que nosotros no aparecemos también como personas?

-Yo sé lo que digo -repuso Filina-, y si no me comprendéis, no me importa. En resumidas cuentas, no estaré yo obligada a interpretar mis palabras.

Dos coches los esperaban. Alabose la previsión de Laertes, que los había encargado. Filina se sentó al lado de madama Melina, Guillermo enfrente y los demás se las arreglaron del mejor modo que pudieron. El propio Laertes cabalgó de regreso a la ciudad en el caballo de Guillermo, que también había sido traído.

Apenas estuvo sentada en el coche Filina, cuando comenzó a cantar lindas canciones y supo llevar la conversación hacia historias de las que afirmaba que podían ser tratadas felizmente como temas dramáticos. Mediante este prudente rumbo de la conversación, no tardó en poner del mejor humor a su joven amigo, quien, con la abundancia de su viviente provisión de imágenes, compuso al momento todo un espectáculo, con sus actos, escenas, caracteres e intrigas. Encontrose conveniente añadir algunas arias y canciones; se las improvisó, y Filina, que servía para todo, acomodoles al punto conocidas melodías y las cantó en el mismo instante.

Aquél era para ella un buen día, un muy hermoso día; supo animar a nuestro amigo con toda especie de chanzas; el cual se encontraba tan a gusto como no lo había estado hacía mucho tiempo.

Desde que aquel cruel descubrimiento lo había arrancado de junto a Mariana había permanecido fiel a la promesa de defenderse del fatal caso de un abrazo femenino, evitar al sexo pérfido, encerrar en su pecho sus dolores, sus inclinaciones y sus tiernos deseos. La escrupulosidad con que observaba esta promesa daba a todo su ser un secreto sustento, y como su corazón no podía permanecer sin afectos, una amorosa simpatía era una necesidad para él. Iba otra vez como envuelto por las primeras nieblas de la juventud; sus ojos se apoderaban con alegría de todo objeto encantador, y jamás habían sido más benévolos sus juicios sobre una figura amable. ¡Lo peligrosa que tenía que ser para él, en tal situación, la atrevida muchacha, es por desgracia muy fácil de concebir!

Al llegar a casa encontraron ya todo preparado para recibirlos en el cuarto de Guillermo; las sillas estaban colocadas para una lectura y puesta en medio la mesa sobre la que debía ser colocada la ponchera.

Las obras alemanas de carácter caballeresco eran entonces completamente nuevas y habían despertado la atención y el interés del público. El viejo gruñón había traído una de tal clase y habíase decidido darle lectura. Sentáronse. Guillermo se apoderó del ejemplar y comenzó a leer.

Los caballeros cubiertos de armaduras, los viejos castillos, la lealtad, honradez y rectitud, pero sobre todo la independencia de los personajes actuantes, fueron recibidos con gran aplauso. El lector hizo todo lo que le era posible y la reunión llegó a estar como fuera de sí. Entre el segundo y el tercer acto trajeron el ponche en una gran ponchera, y como en la misma obra se bebía y se brindaba mucho, nada era más natural sino que también nuestra sociedad, en aquel caso, se pusiera con vivacidad en el lugar de los héroes, chocara también los vasos y diera vivas a sus favoritos entre los personajes de la obra.

Todos estaban inflamados en el fuego del más noble patriotismo. ¡Cuánto le agradó a esta sociedad alemana gozar poéticamente conforme a su carácter y en su propio terreno! En especial, hicieron un efecto totalmente increíble las bóvedas y cuevas, los castillos arruinados, el musgo y los árboles huecos, y, por encima de todo, las nocturnas escenas de bohemios y el juicio del tribunal secreto. Cada cómico sólo veía el modo como manifestaría ante el público su carácter alemán, ellos con yelmo y coraza, ellas con un gran cuello recto. Cada cual quiso apropiarse ya desde aquel momento un nombre tomado de la obra o de la historia alemana, y madama Melina aseguró que el hijo o hija que esperaba tener no sería bautizado de otro modo sino como Adalberto o Matilde.

Al llegar al quinto acto el aplauso se hizo más ensordecedor y clamoroso, y, por último, cuando huye el héroe del poder de su opresor y es castigado el tirano, el entusiasmo fue tan grande que juraron que jamás habían pasado hora tan feliz. Melina, a quien había inspirado la bebida, era el más estrepitoso, y cuando se hubo vaciado la segunda ponchera y se acercaba la medianoche, Laertes juró por lo más sagrado que nadie era digno de volver a llevar jamás aquellos vasos a sus labios, y con tal juramento arrojó el suyo a la calle por encima de su cabeza y a través de los vidrios de la ventana. Los restantes siguieron su ejemplo, y, a pesar de las protestas del huésped, que llegó presuroso, la misma ponchera fue rota en mil pedazos, ya que después de semejante fiesta no debía volver a ser profanada por ninguna sacrílega bebida. Mientras que las dos muchachas dormían en el canapé, no en las posturas más decentes, Filina, en quien apenas era visible la embriaguez, excitaba malignamente a los otros a que hicieran ruido. Madama Melina recitaba algunas poesías sublimes, y su marido, que no era muy amable estando beodo, comenzó a reñir por la mala preparación del ponche, asegurando que él sabría disponer una fiesta muy de otra manera, y, por último, como Laertes le mandara callar, se hizo cada vez más grosero y estrepitoso, de modo que éste, sin reflexionarlo largo tiempo, le arrojó a la cabeza los pedazos de la ponchera, con lo que no poco se acreció el estruendo.

Mientras tanto había venido la ronda y quería que le dejaran entrar en la casa. A Guillermo, muy inflamado por la lectura, aunque hubiera bebido poco, costole bastante trabajo, ayudado por el huésped, apaciguar a aquella gente con dinero y buenas palabras, y llevar a sus alojamientos a los miembros de la reunión en el lamentable estado en que se encontraban. Cuando regresó, vencido por el sueño y lleno de disgusto, arrojose sin desnudarse en la cama, y nada es comparable a la desagradable impresión que sintió al abrir los ojos a la mañana siguiente y ver, con sombría mirada, los destrozos de la noche pasada, el desorden y las malas consecuencias que había traído una obra poética llena de espíritu, de vida y buenos pensamientos.




ArribaAbajoCapítulo XI

Al cabo de breve reflexión, llamó al huésped y le hizo que apuntara en su cuenta tanto los daños como el gasto. Supo al mismo tiempo, no sin enojo, que hasta tal punto había sido maltratado por Laertes la víspera su caballo, que, probablemente, como suele decirse, lo había reventado, y el albéitar tenía pocas esperanzas de que se restableciera.

Un saludo de Filina, que le dirigió desde su ventana, volvió, por el contrario, a ponerlo de buen humor, y al instante se dirigió a la tienda más próxima para comprarle el regalillo de que aún le era deudor, a cambio de su cuchillo para polvos, y tenemos que reconocer que no se mantuvo dentro de las fronteras de un proporcional cambio de obsequios. No sólo le compró un par de aretes muy lindos, sino que aun añadió un sombrero, un chal y algunas otras pequeñeces que el primer día lo había visto arrojar pródigamente.

Madama Melina, que vino a observarlo cuando entregaba los presentes, aun antes de la comida buscó ocasión para pedirle muy seriamente cuentas acerca de sus sentimientos por aquella muchacha, y él se sorprendió tanto más, ya que se creía muy lejos de merecer tales reproches. Juró por lo más santo que en modo alguno se le había ocurrido dirigirse a aquella persona, cuya conducta, en conjunto, conocía muy bien; se disculpó lo mejor que pudo por su amable y gentil proceder con ella, pero no tranquilizó en lo más mínimo a madama Melina, sino que más bien sintiose ésta cada vez más enojada al tener que observar que las lisonjas, con las cuales había adquirido cierta benevolencia de nuestro amigo, no eran bastantes para defender esta conquista contra las acometidas de una persona más viva, más joven y más felizmente dotada por la naturaleza.

Cuando se sentaron a la mesa, también encontraron al marido de muy mal humor, y comenzaba ya a desahogarlo con algunas pequeñeces, cuando entró el huésped y anunció la presencia de una arpista.

-De fijo que encontrarán ustedes -dijo- gran placer con la música y las canciones de este hombre; nadie que lo oiga puede abstenerse de admirarlo y darle alguna cosa.

-Que siga su camino -repuso Melina-; para todo estoy dispuesto menos para oír a un zanfonero, y, por otra parte, también tenemos entre nosotros cantantes a quienes les gustaría ganar algún dinero.

Acompañó estas palabras con una maligna mirada de reojo que arrojó hacia Filina. Ella lo comprendió, y al punto estuvo dispuesta a proteger al anunciado bardo contra el mal humor de Melina. Volviose hacia Guillermo y dijo:

-¿No oiremos a ese hombre? ¿No haremos nada para salvarnos del más lastimoso aburrimiento?

Melina quería responderle, y la disputa se habría hecho más viva si Guillermo no hubiera saludado al músico, que entraba en aquel momento y le hubiera hecho señas de acercarse.

La figura de aquel extraño visitante llenó de asombro a toda la reunión, y tomó posesión de una silla antes de que nadie tuviera ánimos para interrogarlo o hacer alguna observación. Su cráneo calvo estaba rodeado por escasos cabellos grises; grandes ojos azules centelleaban dulcemente entre largas pestañas blancas. Con la nariz, bien formada, poníase en relación una larga barba cana, sin cubrir los labios agradables, y un gran hábito pardo envolvía su esbelto cuerpo desde el cuello hasta los pies, y de este modo comenzó a preludiar en el arpa que había colocado delante de sí.

Los gratos sones que arrancaba del instrumento encantaron muy pronto a la reunión.

-También soléis cantar, buen viejo -dijo Filina.

-Obsequiadnos con algo que al mismo tiempo encante el corazón, el espíritu y los sentidos -dijo Guillermo-. Los instrumentos sólo deberían servir para acompañar a la voz; pues melodías, trinos y modulaciones sin letra ni sentido me parecen semejantes a mariposas, o a hermosos pájaros de colores, que se ciernen por el aire ante nuestra vista y a los que querríamos atrapar para apropiárnoslos; mas, por el contrario, el canto se alza hacia el cielo, como un genio, e invita a acompañarlo a lo mejor de nuestra alma.

El viejo contempló a Guillermo, después dirigió los ojos a lo alto, tocó algunos acordes en el arpa y comenzó su canción. Contenía una alabanza del canto, celebraba la dicha de los cantores, y exhortaba a los hombres a rendirles honores. Entonó la canción con tanta vida y verdad, que parecía como si la hubiera compuesto en aquel momento y para aquella ocasión. Guillermo apenas pudo contenerse para no echarse a su cuello; sólo el temor a provocar una carcajada general lo retuvo en su silla; pues los restantes hacían ya, medio en voz alta, algunas necias observaciones y discutían si aquel hombre sería clérigo o judío.

Al preguntarle por el autor de la canción no dio ninguna respuesta determinada; sólo aseguró que era rico en cánticos y que sólo deseaba que fueran oídos con agrado. La mayor parte de la reunión estaba alegre y contenta; hasta el mismo Melina se había vuelto expansivo a su manera, y mientras charlaban y bromeaban unos con otros, el viejo comenzó a cantar del modo más espiritual las alabanzas de la vida social. Celebró con lisonjeros acentos la concordia y la benevolencia. De repente su canto se hizo seco, rudo y confuso, como si lamentara la odiosa disimulación, el ciego odio y la peligrosa discordia, y cada alma arrojó de sí gustosa estas incómodas cadenas, cuando él, llevado por las alas de una arrebatadora melodía, celebró a los que restablecen la paz y cantó la felicidad de las almas que vuelven a encontrarse.

Apenas hubo terminado, cuando exclamó Guillermo:

-Quienquiera que seas, tú, que como un espíritu protector y clemente vienes a nosotros con voces que bendicen y reaniman, recibe la expresión de mi respeto y de mi gratitud. Ojalá comprendas que todos nosotros te admiramos y confíes en nosotros si tienes necesidad de algo.

El viejo guardó silencio, hizo que sus dedos se deslizaran primero suavemente por las cuerdas, después las hirió con más fuerza y cantó:

-«¿Qué escucho fuera ante el castillo, que retumba en el puente? ¡Haced que aquí, en la sala, suene en nuestros oídos ese canto!» Así habló el rey, el paje corrió, el mozo volvió, el rey exclamó: «¡Haced entrar al viejo!»

«¡Mi saludo os doy, nobles señores; salud, damas hermosas! ¡Qué rico cielo! ¡Estrellas sobre estrellas! ¿Quién sabe vuestros nombres? En la sala llena de pompa y esplendor, cerraos, ojos míos; no es tiempo de deleitarse admirando».

El bardo entornó los ojos y lanzó robustos sones; los caballeros miraban animosamente frente a sí y hacia su regazo las bellas. Agradole al rey la canción y, como premio de su arte, hízole traer una cadena de oro.

«La cadena de oro no me la des a mí, dásela a los caballeros, ante cuyo bravo aspecto se quiebran las enemigas lanzas. Dásela al canciller que tienes y haz que añada todavía la dorada carga a las otras cargas que lleva.

»Yo canto como canta el ave que habita entre las ramas. La canción que brota de la garganta es premio que premia ricamente; pero si me es lícito pedir, pido sólo una cosa: haz que me den un sorbo del mejor vino en una limpia copa».

Llevola a los labios, la bebió de un trago: «¡Oh, bebida que endulza y reconforta! ¡Tres veces feliz la morada donde tal don es poca cosa! Sed dichosos, acordaos de mí y dad gracias a Dios tan ardientemente como yo os las doy por este sorbo».

Como el bardo, después de terminada la canción, cogiera un vaso de vino que estaba allí servido para él y se lo bebiera entero, con agradable semblante, volviéndose hacia sus bienhechores, prodújose en la reunión general alegría. Lo aplaudieron y gritaron que ojalá aquel vaso sirviera para su salud y para fortalecimiento de sus viejos miembros. Cantó todavía algunas romanzas y produjo cada vez mayor animación en la sociedad.

-Viejo -exclamó Filina-, ¿sabes tocar la melodía de El pastor se adorna para la danza?

-¡Oh, sí! -repuso él-; si quiere usted cantar y representar la canción, no ha de quedar por mi parte.

Levantose Filina y se preparó para hacerlo. El viejo comenzó la melodía, y ella cantó una canción que no podemos comunicar a nuestros lectores porque acaso podrían encontrarla de mal gusto o quizá indecorosa1.

Mientras tanto, la reunión, que se había puesto cada vez más alegre, había vaciado algunas botellas más de vino y comenzaba a hacerse muy estrepitosa. Pero como a nuestro amigo se le presentaban aún como recientes, en la memoria, las malas consecuencias de sus alegrías, procuró interrumpir la reunión rápidamente; puso en manos del viejo una generosa recompensa por sus molestias; los otros le dieron también algo, lo dejaron que se retirara a descansar, prometiéndose para la noche nuevos goces con su talento artístico. Cuando estuvo fuera, díjole Guillermo a Filina:

-No puedo encontrar ningún mérito poético ni moral en su canción favorita; no obstante, si alguna vez ejecuta usted algo apropiado en el teatro con tanta ingenuidad, naturalidad y gracia, de fijo que le serán tributados vivos y generales aplausos.

-Sí -dijo Filina-; sería una sensación muy agradable la de calentarse contra el hielo.

-Hablando en general -dijo Guillermo-, cuánto avergüenza este hombre a muchos comediantes. ¿Han notado ustedes qué justa era la expresión dramática de sus romanzas? De fijo que su canto contenía más fuerza evocadora que los tiesos personajes de nuestra escena; la representación de ciertas obras debería ser considerada más bien como relato, y atribuir a estas narraciones musicales el valor de lo que pasa ante nuestros sentidos.

-Es usted injusto -repuso Laertes; yo no me tengo por gran actor ni por gran cantante; pero sé muy bien que si la música dirige los movimientos del cuerpo, les da vida y al mismo tiempo les prescribe su ritmo; si la declamación y la expresión me han sido transmitidas ya por el compositor, entonces soy hombre muy diferente de cuando, en un drama en prosa, tengo que comenzar por crearme todo esto y debo inventar primero el compás y la declamación, en lo cual, además, puede perturbarme cada uno de los que representen conmigo.

-Todo lo que yo sé -dijo Melina- es que este hombre nos vence en un punto, y, a la verdad, en un punto muy importante. La fuerza de sus talentos muéstrase en la utilidad que extrae de ellos. A nosotros, que acaso muy pronto estaremos en gran confusión para saber dónde hemos de comer, nos impulsa a compartir con él nuestro sustento. Mediante una cancioncilla, sabe sacarnos del bolsillo el dinero que podríamos emplear en procurarnos alguna situación estable. Tan agradable parece ser dilapidar el dinero con el que podría uno proporcionarse medios de vida para sí y para otros.

Con esta observación, la charla no tomó el giro más agradable. Guillermo, a quien realmente iba dirigido el reproche, respondió con algún apasionamiento, y Melina, que no se esmeraba por poseer la mayor delicadeza, acabó por enunciar sus quejas con expresiones bastante rudas.

-Hace ya quince días -dijo- que hemos examinado las decoraciones y la guardarropía empeñadas aquí, y ambas cosas habríamos podido tenerlas por una suma muy módica. Usted me dio entonces esperanzas de que me fiaría ese dinero, y hasta ahora no he visto que haya seguido pensando en el asunto o que haya tomado ninguna resolución acerca de él. Si hubiera accedido entonces, ya estaría ahora en pleno curso la empresa. Su propósito de partir tampoco lo ha ejecutado hasta ahora, y durante este tiempo tampoco me parece que haya economizado usted su dinero; por lo menos, hay personas que saben proporcionarle siempre ocasión de disiparlo más rápidamente.

Estos reproches, no del todo injustificados, ofendieron a nuestro amigo. Respondió algunas cosas con vivacidad y hasta con violencia, y como la reunión se levantara entonces de la mesa y se disolviera, tomó la puerta, dando a entender bastante por las claras que no quería permanecer más tiempo entre unas personas tan desagradecidas y poco amables. Corrió abajo enojado, sentose en un banco de piedra que se hallaba ante el portal de su posada y no advirtió que, ya por alegría, ya por enojo, había bebido más de lo de costumbre.




ArribaAbajoCapítulo XII

Al cabo de breve tiempo, que pasó sentado en el banco, con la vista fija ante sí, inquieto por toda suerte de pensamientos, Filina salió lentamente al portal de la casa cantando, sentose junto a Guillermo o, más bien, casi habría que decir que se sentó sobre él, pues tanto fue lo que se le aproximó; apoyose en sus hombros, jugó con sus rizos, lo acarició y le dijo las mejores palabras del mundo. Le suplicó que se quedara y no la dejara sola en una compañía en la que tendría que morirse de tedio; no podía pasar ya más tiempo bajo el mismo tejado que Melina, y por eso se había mudado a la posada de enfrente.

En vano procuró rechazarla Guillermo, hacerle comprender que ni podía ni debía permanecer allí más tiempo. Ella no cesó en sus ruegos; hasta llegó, inesperadamente, a ceñirle el cuello con los brazos y besarlo con la más viva expresión de deseo.

-¿Está usted loca, Filina -exclamó Guillermo, tratando de desprenderse-, hasta el punto de hacer testigo a la plaza pública de estas caricias, que de ningún modo merezco? Suélteme; no puedo quedarme, y no me quedaré.

-Y yo te he de sujetar -dijo ella-, y besarte aquí, en la calle, hasta que me prometas lo que deseo. Me muero de risa -prosiguió diciendo-; de fijo que, después de estas confianzas, la gente me tiene por una recién casada, y los maridos, que contemplan escena tan graciosa, me alabarán ante sus mujeres como modelo de infantil e ingenua ternura.

En aquel momento, justamente, pasó algún público, y ella acarició del modo más regalado a Guillermo, el cual, para no dar escándalo, veíase obligado a representar el papel de sufrido esposo. Después que pasaban las gentes hacíales muecas a sus espaldas, y, llena de insolencia, realizó toda suerte de cosas inconvenientes, hasta que, por último, tuvo que prometer él que se quedaría aquel día, el siguiente y el otro.

-Es usted un verdadero poste -dijo entonces ella, apartándose de su lado-, y yo una loca, por desperdiciar con usted tantas pruebas de amistad.

Se levantó, enojada, y anduvo algunos pasos; después se volvió riéndose y exclamó:

-Creo que precisamente por eso es por lo que estoy loca por ti; quiero ir a buscar mi calceta para tener algo que hacer. Quédate aquí, para que vuelva a encontrar al hombre de piedra en el banco de piedra.

Aquella vez era injusta con él, pues por mucho que se esforzara en dominarse, en aquel momento, si se hubiera encontrado con ella en un cenador solitario, probablemente no habría dejado sus caricias sin respuesta.

Ella entró en la casa, después de haberle lanzado una mirada de mofa. Él no se sentía obligado a seguirla; más bien, con su conducta, había excitado en él nueva repugnancia; no obstante, sin que él mismo supiera bien por qué lo hacía, se levantó del banco para ir detrás de la damita.

Estaba justamente a punto de entrar por la puerta cuando se presentó Melina; se dirigió a él modestamente y le pidió perdón por algunas expresiones demasiado duras pronunciadas en la discusión.

-No tomará usted a mal -prosiguió- si, en la posición en que me encuentro, me muestro quizá harto acongojado; pero la preocupación por una mujer, y acaso muy pronto por un niño, me impiden vivir tranquilamente, sin pensar en mañana, y pasar mi tiempo en el goce de agradables impresiones, como todavía le es permitido a usted hacerlo. Reflexione sobre ello y, si lo es posible, póngame en posesión de los efectos de teatro que aquí se encuentran. No seré largo tiempo su deudor y le quedaré eternamente agradecido.

Guillermo, que de mala gana se veía detenido en el umbral, cuando una irresistible inclinación lo arrastraba hacia Filina, dijo en tal momento, con azorada distracción y precipitada magnanimidad:

-Si con ello puedo hacer su felicidad y su contento, no lo reflexionaré por más tiempo. Vaya usted, arréglelo todo. Estaré dispuesto para entregar ese dinero esta noche misma o mañana temprano.

Dicho esto, tendió la mano a Melina como confirmación de su promesa, y se puso muy contento al verlo partir presuroso por la calle abajo. Pero, ¡ay!, viose apartado por segunda vez de penetrar en la casa, y de una manera más desagradable todavía.

Un mancebo, con un hatillo a la espalda, llegó precipitadamente por la calle y se acercó a Guillermo, el cual al punto reconoció en él a Federiquillo.

-¡Aquí estoy otra vez! -exclamó, dejando vagar alegremente, todo alrededor y por todas las ventanas, la mirada de sus ojos, grandes y azules-. ¿Dónde está Mamselle? ¿Quién diablos podría resistir más tiempo en el mundo sin verla?

El huésped, que justamente acababa de acercarse, le respondió:

-Está arriba.

En muy pocos saltos estuvo Federico en lo alto de la escalera, y Guillermo quedó, como si hubiera echado raíces, en la puerta. En el primer momento hubiera querido arrastrar por la escalera abajo al mozalbete, cogido de los cabellos; un violento acceso de poderosos celos impedían de repente el curso de su vida espiritual y de sus ideas, y al reponerse de su estupor poco a poco, asaltole una intranquilidad y un malestar como aún no los había experimentado en toda su vida.

Fue a su cuarto y encontró a Mignon ocupada en escribir. La niña se había esforzado, con gran aplicación, desde hacía algún tiempo, por escribir todo lo que sabía de memoria, y habíale dado lo escrito a su amigo y señor para que se lo corrigiera. Era infatigable y comprendía bien; pero las letras eran desiguales y torcidas las líneas. También aquí parecía que su cuerpo se oponía a su espíritu. Guillermo, a quien, cuando estaba sereno, producíale gran satisfacción el esfuerzo de atención de la niña, se fijó poco aquella vez en lo que le enseñaba; ella lo comprendió y turbose tanto más, ya que aquella vez creía haber hecho muy bien las cosas.

La inquietud de Guillermo lo impulsó a pasear de punta a punta por los corredores de la casa, y, poco después, otra vez al portal de la posada. Un jinete llegaba al galope, tenía buena presencia, y, aunque ya maduro de años, mostrábase aún muy vigoroso. El huésped corrió a su encuentro, tendiole la mano como a un antiguo amigo y exclamó;

-¡Eh, señor caballerizo! ¿Vuelve usted a dejarse ver por aquí otra vez?

-Sólo quiero dar un pienso -repuso el recién llegado-; tengo que dirigirme inmediatamente a la finca para hacer que lo dispongan todo con la mayor celeridad. El conde llegará mañana con su esposa; residirán allí algún tiempo para alojar, del mejor modo posible, al príncipe de ***, que, probablemente, establecerá en esta comarca su cuartel general.

-Es lástima quo no pueda usted quedarse con nosotros -repuso el huésped-; tenemos aquí muy buena gente.

Un piquero, que lo seguía galopando, hízose cargo del caballo del caballerizo, el cual charlaba con el huésped en el umbral de la puerta y miraba de reojo a Guillermo.

Este, como observara que se hablaba de él, alejose de allí y recorrió varias calles de un extremo a otro.




ArribaAbajoCapítulo XIII

En la penosa inquietud en que se encontraba, ocurriósele buscar al viejo, por medio de cuya arpa esperaba poder espantar sus malos espíritus. Al preguntar por aquel hombre, indicáronle una mala posada en un apartado rincón del pueblecillo, y llegado a ella, le hicieron subir la escalera hasta el desván, donde los dulces sones del arpa llegaban hasta él desde una cámara. Eran unos tonos lastimeros y conmovedores, que acompañaban un triste y congojoso canto. Guillermo se deslizó hasta la puerta, y como el buen viejo ejecutaba una especie de fantasía y repetía siempre unas cuantas estrofas, en parte cantadas y en parte recitadas, el oyente, después de prestar breve atención, pudo comprender, sobre poco más o menos, lo que sigue:

-¡Quien nunca comió su pan mojado en lágrimas; quien no pasó nunca, llorando, noches de aflicción sentado en su lecho, ése no os conoce, potencias celestes!

Vosotras nos lleváis por la vida adelante; vosotras permitís que el infeliz se haga culpable; después lo abandonáis a su tormento, pues toda culpa expíase en la tierra.

Esta queja, íntima y dolorosa, penetró hondamente en el alma del oyente. Le parecía como si, a veces, el viejo no pudiera continuar, impedido por el llanto; entonces sonaban solo las cuerdas, hasta que otra vez volvía a mezclarse a ellas la voz, débil y entrecortada. Guillermo estaba junto a la puerta; su alma hallábase profundamente emocionada; el dolor del desconocido le abría su propio corazón angustiado; no resistió a la piedad, y ni pudo ni quiso detener las lágrimas que la íntima queja del viejo acabó por hacer brotar de sus ojos. Todos los dolores que oprimían su alma desatáronse al propio tiempo; abandonose por completo a ellos, abrió la puerta del cuarto y se presentó ante el viejo, el cual se había visto obligado a tomar por asiento la mala yacija, único mueble de aquel miserable aposento.

-¡Qué sentimientos has provocado en mí, buen viejo! -exclamó Guillermo-. Has desligado todo lo que estaba estancado en mi corazón. No te turbes por mi presencia; prosigue con tu música, pues mientras alivias tus cuitas haces feliz a un amigo.

El viejo quiso levantarse y decir algo; Guillermo se lo impidió, pues había observado a mediodía que no le gustaba hablar; prefirió sentarse a su lado en el jergón de paja.

El viejo enjugó sus lágrimas y le preguntó con amable sonrisa:

-¿Cómo ha llegado usted hasta aquí? Esta misma noche quería ir a visitarle.

-Estamos aquí más tranquilos -repuso Guillermo- Cántame lo que quieras, lo que convenga a tu situación, y procede en todo como si no estuviera yo presente. Me parece que no podrías equivocarte en el día de hoy. Te considero muy feliz por poder ocupar tu soledad y entretenerte de modo tan grato, y ya que eres un extranjero en toda partes, encuentras en tu propio corazón al amigo mejor quisto.

El viejo contempló las cuerdas de su arpa y, después de haber preludiado dulcemente, concertó su voz y cantó.

Quien se entrega a la soledad, ¡ay!, bien pronto está solo; los demás viven, los demás aman y lo dejan con su tormento.

Sí; dejadme mi suplicio, y si una única vez logro estar verdaderamente solitario, entonces ya no estoy solo.

Con paso quedo, deslízase un amante para acechar si está sola su amiga. Así, de día y de noche, caen sobre mí, en mi soledad, el martirio y el tormento.

Cuando llegue, ¡ay!, la vez de estar solitario en la tumba, entonces me dejarán solo mis sufrimientos.

Seríamos llevados demasiado lejos y, sin embargo, no podríamos expresar el encanto de la extraña conversación que tuvo nuestro amigo con el misterioso extranjero. A todo lo que le decía el mancebo respondía el viejo mediante acordes de la más pura armonía, que evocaban todas las sensaciones análogas y abrían ancho campo a la imaginación.

Quien haya asistido a una reunión de esas gentes piadosas que, apartadas de la Iglesia, creen edificarse de modo más puro, íntimo y espiritual, podrá formarse idea de la presente escena: recordará cómo el que dirige la liturgia sabe acomodar sus palabras con los versos de un cántico que eleva las almas hasta donde desea el orador que alcen su vuelo; cómo, poco después, otro de la parroquia añade, con otra melodía, los versos de otra canción, y con ésta un tercero enlaza, una tercera, y en tal forma las ideas análogas a las de las canciones, de las cuales proceden, cierto que son suscitadas, pero en cada pasaje, mediante el nuevo enlace, adquieren un sentido nuevo e individual, como si hubieran sido inventadas en el mismo momento; de modo que con un conocido círculo de ideas, con ya sabidos cánticos y máximas, se origina un todo especial para aquella sociedad y para aquel momento, mediante cuyo disfrute la compañía es animada, fortalecida y restaurada. De este modo, el viejo edificaba a su huésped, mientras él, por medio de los cantos y fragmentos, conocidos y desconocidos, ponía en circulación sentimientos próximos y remotos, despiertos y dormidos, agradables y dolorosos, cosa de la que era de esperar lo mejor, dada la situación en que se encontraba entonces nuestro amigo.




ArribaAbajoCapítulo XIV

Pues, realmente, durante el regreso comenzó a pensar en su situación de modo más vivo de lo que lo había hecho hasta entonces, y había llegado a casa con el propósito de arrancarse de allí, cuando el huésped le reveló, en confianza, que mademoiselle Filina había hecho la conquista del caballerizo del conde, el cual, después de haber desempeñado su comisión en la finca, había vuelto con la mayor prisa, y disfrutaba, reunido con ella, de una buena cena en el cuarto de la dama.

Justamente en aquel momento entró Melina con el notario; fueron juntos al cuarto de Guillermo, donde éste, no sin cierta vacilación, cumplió su promesa, entregando a Melina trescientos táleros contra una letra de cambio, dinero que éste transmitió inmediatamente al notario, recibiendo en cambio el documento de compra de todos los adminículos de teatro, que debían serle entregados a la siguiente mañana, temprano.

Apenas se habían separado, cuando Guillermo oyó en la calle una espantosa gritería. Oyó una voz juvenil que sonaba, colérica y amenazadora, en medio de ilimitado llanto y clamores. Oyó que quien daba estas quejas venía de arriba, pasaba por delante de su cuarto y corría hacia el patio.

Como la curiosidad hiciera bajar a nuestro amigo, encontró a Federiquillo como con un ataque de locura. El muchacho lloraba, crujía los dientes, daba patadas en el suelo, amenazaba con los puños y mostrábase fuera de sí de enojo y de furor. Hallábase ante él Mignon y lo contemplaba con admiración, y el huésped explicaba hasta cierto punto aquel espectáculo.

El mozo, desde su regreso, como Filina lo hubiera recibido bien, había estado contento, animoso y divertido; había cantado y saltado hasta el instante en que Filina había entablado conocimiento con el caballerizo. Entonces, aquella criatura, intermedia entre niño y mozo, había comenzado a mostrar su enojo, a batir puertas, a correr de arriba abajo. Filina le había ordenado que sirviera a la mesa aquella noche, con lo que aún se había puesto más gruñón e insolente; por último, en vez de ponerla sobre la mesa, había derramado una fuente de ragout entre mademoiselle y el huésped, que debían de estar sentados bastante cerca uno de otro, con lo que el caballerizo le había dado un buen par de bofetadas y lo había arrojado por la puerta a golpes. Él, el huésped, había ayudado después a limpiar a las dos personas, cuyos trajes habían quedado muy deteriorados.

Cuando el mozo supo el buen efecto de su venganza comenzó a reír a carcajadas, mientras las lágrimas le corrían aún por las mejillas. Alegrose cordialmente durante algún tiempo, hasta que recordó otra vez la afrenta que le había hecho aquel hombre, más fuerte que él, con lo que empezó otra vez a gritar y amenazar.

Guillermo se sentía pensativo y avergonzado en presencia de tal escena. Veía como la imagen de su propio interior, aunque con rasgos más fuertes y exagerados; también él estaba inflamado en celos irreprimibles; también él, si las conveniencias no lo hubieran detenido, habría satisfecho gustoso su mal humor, con maligna alegría del mal ajeno, haciendo daño a la querida criatura y provocando a su rival; hubiera querido ahogar a aquellas gentes, que no parecían estar allí más que para su tormento.

Laertes, que también había comparecido y oído la historia, animó maliciosamente al enfurecido mancebo cuando éste juraba por lo más sagrado que el caballerizo tendría que darle una satisfacción, que aún nunca había sufrido sin castigarla una ofensa; si el caballerizo se la negaba, ya sabría él vengarse muy bien.

Laertes encontrábase precisamente allí en su papel. Subió con toda gravedad a desafiar al caballerizo en nombre del mancebo.

-Es chistoso -dijo aquél-; no hubiera podido imaginarme tal diversión para esta noche.

Bajaron y Filina los siguió.

-Hijo mío -díjole el caballerizo a Federiquillo-, eres un mozo bueno y valiente y no me atrevo a combatir contigo; y como la desigualdad de nuestras edades y fuerzas hace ya la cosa algo arriesgada, propongo que, en lugar de armas de combate, empleemos un par de floretes: frotaremos con tiza los botones, y aquel que sea el primero en señalar a su rival en la ropa, o el que marque más golpes debe ser declarado vencedor y obsequiado por el otro con el mejor vino que pueda hallarse en la ciudad.

Laertes decidió que esta proposición podía ser aceptada; Federico lo obedeció como a su maestro de armas. Trajeron los floretes; Filina tomó asiento, sacó su calceta y observó con gran tranquilidad a los dos combatientes.

El caballerizo, que era muy hábil en esgrima, fue lo bastante cortés para tratar con miramiento a su adversario y dejarse marcar en la ropa algunas manchas de tiza, tras lo cual se abrazaron y fue traído el vino. El caballerizo quería saber la familia de Federico y su historia; mas éste le refirió una fábula, que ya había repetido muchas veces, y la cual, en otra ocasión, pensamos dar a conocer a nuestros lectores.

Mientras tanto, en el espíritu de Guillermo, este desafío terminaba la representación de sus propios sentimientos, pues no podía negar que él habría deseado empuñar el florete, o mejor una espada, contra el caballerizo, aunque ya comprendiera que éste le llevaba mucha ventaja en el arte de la esgrima. Pero no se dignó dirigir una sola mirada a Filina, evitó toda palabra que hubiera podido revelar sus sentimientos, y después de haber bebido más de una vez a la salud de los combatientes, corrió a su cuarto, donde cayeron sobre él mil desagradables pensamientos.

Acordábase del tiempo en que su espíritu se elevaba con un impulso ilimitado y lleno de esperanzas; en que flotaba, como en su elemento, en medio de los más vivos goces de toda especie. Era claro para él que últimamente había caído en una indeterminada desidia, en la que apenas sorbía con la punta de los labios lo que antes había saboreado a boca llena; pero no podía ver claramente la invencible necesidad que la naturaleza le había dado por ley, y que esta necesidad, muy excitada por las circunstancias, no había sido satisfecha más que a medias y conducida por caminos extraviados.

Nadie debe, por tanto, admirarse, si al considerar su situación y procurar esforzarse para salir de ella, cayera en la mayor perplejidad. No bastaba que su amistad por Laertes, su inclinación hacía Filina y su interés por Mignon lo hubieran detenido más de lo conveniente en un lugar y una sociedad en la que podía alimentar su afición favorita, satisfacer también como a hurtadillas sus deseos, y sin proponerse ningún objeto, proseguir cultivando sus antiguos sueños; creía poseer fuerza bastante para arrancarse a aquella situación y partir al instante. Mas pocos momentos antes se había ligado con Melina en un negocio, había conocido al enigmático viejo y sentía un indescriptible afán por descifrar su misterio. Sólo que, al cabo de ser llevado de un lado a otro por sus pensamientos, estaba decidido, o por lo menos creía estarlo, a no dejarse detener tampoco por esto.

-Tengo que partir -exclamó-; quiero partir.

Dejose caer en un asiento y hallábase muy conmovido. Entró Mignon, preguntando si no quería que le arreglara los cabellos. Llegó sin ruido; dolíale profundamente que aquel día la hubiera despachado de modo tan brusco.

Nada más conmovedor que contemplar cómo un amor, que se ha nutrido en secreto, una fidelidad que se ha fortalecido en lo oculto, por fin, y a la debida hora, acércase y se manifiesta a aquel que no lo ha merecido hasta entonces. El botón de flor, severamente cerrado durante largo tiempo, hallábase ya maduro, y el corazón de Guillermo no podía nunca ser más capaz de lo que lo era entonces para recibir en sí toda impresión.

La niña se hallaba en pie ante él y advertía su inquietud.

-Señor -exclamó-; si eres desgraciado, ¿qué va a ser de Mignon?

-Querida criatura -dijo él, cogiéndole las manos-, tú estás también entre mis dolores; tengo que irme.

Ella le miró a los ojos, en los que brillaban lágrimas retenidas con dificultad, y se arrodilló violentamente ante él. Guillermo retuvo las manos de la niña, ella apoyó la frente en sus rodillas y permaneció sin movimiento. Jugaba él con sus cabellos y estuvo cariñoso. Ella permaneció inmóvil mucho tiempo. Por último, percibió en ella Guillermo una especie de temblor que comenzó de modo muy débil, y después, al crecer, fue extendiéndose por todos sus miembros.

-¿Qué tienes, Mignon? -exclamó-. ¿Qué tienes?

Alzó ella su cabecita y lo miró, y de pronto se llevó las manos hacia el corazón, con un gesto como para acallar un dolor. Él la levantó, y ella cayó sentada en las rodillas de su protector; estrechola él contra sí y la besó. Ella no correspondió con ninguna presión de manos, con ningún movimiento. Apretábase siempre el corazón y de repente lanzó un grito que fue acompañado de convulsivos movimientos de todo su cuerpo. Púsose derecha y al punto cayó a los pies de él como si tuviera rotas todas sus articulaciones. Era un espectáculo desgarrador.

-Hija mía -exclamó Guillermo alzándola y abrazándola con fuerza-, hija mía, ¿qué tienes?

Proseguían los temblores que desde el corazón se comunicaban a los bamboleantes miembros; sólo estaba sostenida por los brazos de Guillermo. Estrechábala éste contra su corazón y la regaba con su llanto. De repente, pareció volver a ponerse rígida, como alguien que soporta el más alto dolor corporal, y poco después todos sus miembros se reanimaron con nueva violencia, y como movida por un muelle, arrojose al cuello de Guillermo al tiempo que en su interior era como si ocurriera un fuerte desgarramiento; y en el mismo instante, de sus cerrados ojos derramose un torrente de lágrimas sobre el pecho de su amigo. Apretábala él fuertemente. Ella lloraba y no hay lengua que exprese la fuerza de aquel llanto. Se habían soltado sus largos cabellos, envolviendo a la lacrimosa, y todo su ser parecía fundirse inevitablemente en un torrente de lágrimas. Sus miembros, antes rígidos, recobraron su flexibilidad; descargose su emoción interior, y en el aturdimiento del instante, temió Guillermo que se le derritiera entre los brazos sin que de ella quedara cosa alguna. La estrechaba cada vez con mayor fuerza.

-Hija mía -exclamaba-, hija mía. Eres mía, si puede consolarte esta palabra. Eres mía; te conservaré conmigo; no te abandonaré.

Ella lloraba todavía. Por último, se puso en pie. Una suave serenidad resplandecía en su semblante.

-Padre mío -exclamó-, ¿no quieres abandonarme?, ¿quieres ser mi padre? ¡Soy tu hija!

Dulcemente comenzó a sonar el arpa delante de la puerta; el viejo, como ofrenda nocturna, traíale sus íntimas canciones al amigo, el cual, siempre con su niña fuertemente ceñida entre los brazos, gozaba de la felicidad más pura e indescriptible.






ArribaAbajoLibro Tercero


ArribaAbajoCapítulo primero

¿Conoces el país donde florece el limonero? En la obscura fronda relumbran las naranjas de oro; una dulce brisa sopla desde lo azul del cielo; humilde se alza el mirto y el laurel con soberbia. ¿Lo conoces bien?

¡Allí! ¡Allí, quisiera irme contigo, amado mío!

¿Conoces la casa? Sobre columnas descansa su tejado, resplandece la sala, refulgen las estancias, y hay figuras de mármol que me miran, diciendo: «¿Qué han hecho de ti, qué han hecho de ti, pobre niña?» ¿La conoces bien?

¡Allí! ¡Allí, quisiera irme contigo, amparo mío!

¿Conoces la montaña y su sendero de nubes? El mulo busca entre la niebla su camino; en la caverna habita la vieja raza de dragones; rueda el peñasco y sobre él el torrente. ¿Lo conoces bien?

¡Allí! ¡Allí, va nuestro camino! ¡Partamos, oh, padre!

Cuando, a la mañana, Guillermo buscó por la casa a Mignon, no la encontró, pero oyó decir que había salido temprano con Melina, que se había levantado a buena hora para tomar posesión de la guardarropía y de los efectos de teatro.

Pasadas algunas horas, Guillermo oyó música delante de su puerta. Al principio creyó que el arpista volvía a estar otra vez presente; sólo que pronto distinguió los sones de una cítara y la voz que comenzó a cantar era la voz de Mignon. Guillermo abrió la puerta, entró la niña y cantó la canción que acabamos de copiar.

Melodía y expresión agradaron especialmente a nuestro amigo, aunque no pudiera comprender todas las palabras. Hízola repetir y explicar las estrofas, las tomó por escrito y las tradujo al alemán. Pero sólo muy de lejos pudo imitar la originalidad de los giros. Desapareció la inocencia infantil de la expresión cuando fue concordado el antes fragmentario lenguaje y ligado lo que no guardaba relación. Tampoco era capaz de comparar con nada el encanto de la melodía.

Comenzaba a cantar cada estrofa de un modo solemne y pomposo como si preparara la atención para algo extraordinario, como si quisiera expresar algo importante. En el tercer verso el canto se hacía más opaco y sombrío; las palabras «¿Lo conoces bien?» las pronunciaba con misterio y circunspección; en «¡Allí! ¡Allí!» había una nostalgia irreprimible, y sabía modificar en tal forma su «quisiera irme contigo» a cada repetición, que tan pronto era suplicante e insistente como animador y lleno de muchas promesas.

Después de haber acabado por segunda vez su canción, permaneció un momento silenciosa, miró, penetrantemente a Guillermo, y le preguntó:

-¿Conoces el país?

-Tiene que tratarse de Italia -respondió Guillermo- ¿De dónde sabes la cancioncita?

-¡Italia! -dijo Mignon significativamente-. Si vas a Italia llévame contigo; aquí me hielo.

-¿Estuviste ya allí, querida niña? -preguntó Guillermo.

La niña guardó silencio y no pudo sacarse de ella ninguna cosa más.

Melina, que entró entonces, examinó la cítara y celebró que ya hubiera sido arreglada tan lindamente. El instrumento era una pieza del inventario de la vieja guardarropía. Mignon se lo había pedido aquella mañana, el arpista lo había arreglado al instante, y la niña mostró con tal ocasión un talento que hasta entonces no se le conocía.

Melina había entrado ya en posesión de la guardarropía con todas sus pertenencias; algunos miembros del consejo municipal le prometieron al instante permiso para representar durante algún tiempo en la ciudad. Volvía, por tanto, con alegre corazón y rostro más sereno. Parecía ser por completo otro hombre; pues se mostraba dulce, cortés con todo el mundo y hasta cumplido y atrayente. Se felicitaba de que, desde aquel momento, podía dar ocupación y contratar por algún tiempo a sus amigos, que hasta entonces habían andado descarriados y ociosos, aunque, al mismo tiempo, lamentaba no hallarse, a los principios, en situación de recompensar, según sus capacidades y talentos, a los excelentes sujetos que le había traído la casualidad, ya que ante todas las cosas tenía que satisfacer la deuda con un amigo tan generoso como había demostrado serlo Guillermo.

-No puedo expresarle -díjole Melina- qué prueba de amistad me ha dado usted al procurarme la dirección de un teatro; pues cuando lo encontré me hallaba en una situación muy extraña. Usted recordará la viveza con que le dejé ver mi aversión por el teatro cuando nos conocimos, y, sin embargo, tan pronto como me casé, por amor a mi mujer, que se prometía en ello muchos goces y aplausos, tuve que buscarme una contrata. No encontré ninguna, por lo menos ninguna que fuera permanente; mas, en cambio y por suerte, hallé algún hombre de negocios que, en casos extraordinarios, podía necesitar de alguien que supiera manejar la pluma, entendiera el francés y no fuera totalmente inexperto en contabilidad. Así me fue muy bien durante una temporada; era honradamente pagado, adquiría muchas cosas que necesitábamos, y las gentes con quien me relacionaba no me reprochaban nada. Sólo que los trabajos extraordinarios de mi protector llegaron a su término, no había que pensar en ninguna colocación duradera, con lo que mi mujer anheló tanto más ardientemente dedicarse al teatro; pero, por desgracia, en un tiempo en que su estado no es el más a propósito para presentarse al público con éxito. Ahora confío en que la empresa que con su ayuda organizo, será un buen principio para mí y para los míos, y deberé a usted mi futura suerte, sea la que quiera.

Guillermo oyó con satisfacción estas manifestaciones, y todos los cómicos estuvieron también bastante contentos con las declaraciones del nuevo director; celebraban, en su interior, que se hubiera presentado tan pronto una contrata, y se sentían inclinados, para comenzar, a contentarse con escasos sueldos, porque la mayor parte de ellos consideraban lo que les era ofrecido impensadamente como suplemento con el que poco antes no hubieran podido contar. Melina estaba dispuesto a utilizar estas buenas disposiciones; procuró, de hábil manera, hablar en particular con cada uno y pronto supo tenerlos convencidos a todos, a unos de una manera, a otros de otra, de modo que estuvieran dispuestos a firmar rápidamente los contratos, sin apenas reflexionar en la nueva situación, y creyéndose ya suficientemente asegurados con poder separarse de la compañía avisando con seis semanas de anticipación.

Ahora debían ser redactadas las condiciones en debida forma, y Melina pensaba ya en las obras con las que quería atraer primeramente al público, cuando un correo del caballerizo anunció la llegada de sus señores y ordenó que trajeran para ellos caballos de posta.

Poco después se detuvo ante la posada el carruaje, pesadamente cargado, de cuyo pescante saltaron dos sirvientes, y Filina, según costumbre, fue la primera en dejarse ver y se colocó en la puerta.

-¿Quién es usted? -preguntole la condesa al entrar.

-Una cómica para servir a Su Excelencia -fue la respuesta, al tiempo que la astuta muchacha se inclinaba con rostro virtuoso y gesto modesto y besaba el vestido de la dama.

El conde, que vio, además, que había alrededor algunas otras personas que también se hacían pasar por comediantes, informose de la importancia de la compañía, del último lugar de su residencia y de quién era su director.

-Si fueran franceses -díjole a su esposa- podríamos proporcionar al príncipe un inesperado placer, procurándole su entretenimiento favorito.

-Habría que ver -repuso la condesa- si no podríamos hacer representar a esta gente en el castillo mientras esté con nosotros el príncipe, aunque por desgracia no sean más que alemanes. Bien pueden tener alguno talento. El teatro es lo que mejor entretiene a una reunión numerosa, y podría pulirlos nuestro barón.

Dichas estas palabras, subieron la escalera, y Melina se presentó como director, en lo alto.

-Reúna a sus gentes -le dijo el conde- y preséntemelas, a fin de que yo vea lo que puede hacerse con ellas. También quiero ver inmediatamente la lista de las obras que pueden representarse.

Melina salió rápidamente de la habitación, con una profunda reverencia, y no tardó en volver con los cómicos. Se apretaban unos contra otros; los unos se presentaban mal, por su gran deseo de agradar, y los otros no mejor, porque lo hacían aturdidamente. Filina prodigó a la condesa, que era extraordinariamente bondadosa y benévola, las mayores muestras de respeto; el conde mientras tanto examinaba a los otros. Preguntaba a cada cual las funciones que desempeñaba en la compañía, y, dirigiéndose a Melina, manifestó que había que atenerse rigurosamente a la especialización de tipos y papeles, sentencia que acogió éste con la mayor devoción.

El conde señalole después a cada uno lo que debía especialmente aprender, lo que había que mejorar en su figura y modo de presentarse, mostrándoles palmariamente cuáles son las faltas en que siempre van a caer los alemanes, y exhibió tan extraordinarios conocimientos, que todos se mantenían inmóviles en la mayor humildad, y apenas osaban respirar ante tan ilustrado y esclarecido protector.

-¿Quién es aquel hombre del rincón? -preguntó el conde, mirando hacia una persona que no le había sido presentada; y se le acercó una flaca figura, con una casaca muy usada, remendada por los codos; una lamentable peluca cubría la cabeza del humilde cliente.

Este hombre, a quien ya conocemos desde el libro anterior como favorito de Filina, representaba habitualmente los papeles de pedante, preceptor y poeta, y, en general, tomaba a su cargo los personajes que tenían que ser apaleados o a quienes había que arrojar un cubo de agua. Habíase acostumbrado a ciertas reverencias rastreras, ridículas y tímidas, y su lenguaje trémulo, que convenía muy bien a sus papeles, hacía reír a los espectadores, de modo que todavía podía ser considerado como miembro muy útil de la compañía, en especial porque, fuera de ello, era muy servicial y complaciente. Acercose al conde en su modo habitual, inclinose ante él y respondió a cada una de sus preguntas de la manera como solía proceder cuando representaba en el teatro sus papeles. El conde lo observó con benévola atención y reflexión durante algún tiempo, y exclamó después, dirigiéndose a la condesa:

-Hija mía, fíjate en este hombre; garantizo que es un gran actor o que puede llegar a serlo.

El hombre hizo con su alma entera una estúpida reverencia, en forma que el conde tuvo que reír a carcajadas, y exclamó:

-¡Trabaja excelentemente! Apuesto a que este hombre puede representar lo que quiera y es lástima que hasta ahora no lo hayan empleado en nada mejor.

Una preferencia tan extraordinaria era ofensiva para los restantes; sólo Melina no se sintió afectado por ella, sino que más bien le dio plena razón al conde, y repuso con el aire más respetuoso:

-¡Ah!, sí; a él como a otros muchos de nosotros le ha faltado hallar un protector inteligente y estímulos análogos como los que hemos encontrado al presente en vuestra Excelencia.

-¿Es ésta toda la compañía? -dijo el conde.

-Algunos miembros están ausentes -repuso el prudente Melina- y, en general, sólo con que encontráramos cierta protección, podríamos completarnos muy pronto en estas cercanías.

Entretanto decíale Filina a la condesa:

-Aún hay arriba un mancebo muy lindo, que, sin duda, pronto será considerado como primer galán.

-¿Por qué no se deja ver? -repuso la condesa.

-Voy a buscarlo -exclamó Filina y corrió hacia la puerta.

Encontró a Guillermo ocupándose todavía de Mignon y lo convenció para que bajara con ella. La siguió con alguna repugnancia, pero lo empujaba la curiosidad, pues ya que oía hablar de personas de distinción, estaba lleno de deseos de conocerlas. Entró en la habitación y sus ojos tropezaron al punto con los de la condesa, que estaban dirigidos hacia él. Filina lo llevó hacia la dama, mientras el conde se ocupaba de los otros. Guillermo se inclinó y respondió, no sin confusión, a las diversas preguntas que le dirigió la encantadora señora. Su hermosura, juventud, gracia, elegancia y finos modales hicieron en él la impresión más agradable, tanto más que sus palabras y ademanes iban acompañados de cierta reserva que casi podría calificarse de turbación. También fue presentado al conde, el cual, sin embargo, le prestó poca atención, sino que, en vez de ello, se retiró con su esposa al hueco de una ventana, y pareció preguntarle alguna cosa. Podía observarse que la opinión de la dama coincidía muy vivamente con la suya, propia de modo que parecía que ella le rogaba con solicitud y lo fortalecía en sus opiniones.

Tras de lo cual, pronto se volvió el conde hacia la compañía y dijo:

-Por el momento no puedo detenerme, pero enviaré a un amigo a tratar con vosotros, y si fijáis condiciones moderadas y queréis esforzaros por representar bien, no me repugnaría haceros trabajar en el castillo.

Todos mostraron gran alegría, y Filina, con la mayor vivacidad, besó las manos de la condesa.

-Ya verá usted, pequeña -dijo la dama, dándole a la aturdida muchacha palmaditas en las mejillas-, ya verá usted cómo viene junto a mí; cumpliré mi promesa; pero es preciso que se vista usted mejor.

Filina se disculpó con que podía emplear poco dinero en su vestuario, y al punto la condesa ordenó a sus doncellas que le dieran un sombrero inglés y un chal de seda que podían ser sacados fácilmente de los equipajes. Entonces la misma condesa adornó con ellos a Filina, la cual, con semblante hipócrita y candoroso, continuó gesticulando y accionando muy gentilmente.

El conde le presentó la mano a su esposa y la condujo abajo. Al pasar, saludó amablemente a toda la compañía, y volviéndose aún otra vez hacia Guillermo, díjole con el aire más clemente:

-Volveremos a vernos pronto.

Tan dichosas perspectivas reanimaron a toda la compañía; cada cual dio libre curso a sus esperanzas, deseos y fantasías; hablaba de los papeles que quería representar y de los aplausos que había de obtener. Melina se puso a reflexionar para ver cómo podría dar rápidamente algunas representaciones, a fin de obtener algún dinero de los habitantes de la ciudad, prestando al mismo tiempo bríos a la naciente compañía, mientras otros fueron a la cocina para encargar una comida mejor que la habitual.




ArribaAbajoCapítulo II

Al cabo de algunos días llegó el barón y, no sin recelo, lo recibió Melina. El conde lo había anunciado como a un gran entendido en cosas de teatro, y era de temer que descubriera muy pronto los lados débiles de la pequeña banda y reconociera que no tenía ante sí una compañía formada, ya que apenas podían desempeñar, como era debido, ni una sola obra; sólo que, sin dilación alguna, tanto el director como el resto de los cómicos estuvieron libres de todo cuidado, pues encontraron en el barón a una persona que consideraba con el mayor entusiasmo el teatro nacional, y para quien todos los cómicos y todas las compañías eran cosa grata y jocunda. Saludó a todos con solemnidad, felicitose de encontrar tan impensadamente una sociedad de cómicos alemanes, de entrar en relaciones con ellos y de introducir las musas patrias en el castillo de su pariente. Poco después sacó de su bolsillo un cuaderno, en el que Melina esperaba descubrir las cláusulas del contrato; pero era muy otra cosa. El barón les rogó que escucharan con atención un drama que él mismo había compuesto y que deseaba ver representado por ellos. Gustosamente formaron círculo a su alrededor y celebraron poder ganar a tan escaso coste el favor de un hombre tan necesario, aunque cada uno de ellos, a juzgar por el volumen del cuaderno, temió que la cosa fuera excesivamente larga. Y lo era realmente; la obra estaba compuesta en cinco actos, y de esos que no tienen fin.

El héroe era un hombre de calidad, virtuoso, magnánimo y al propio tiempo desconocido y perseguido, pero que, por último, triunfaba de sus enemigos, sobre los que se habría ejercido al instante la más severa justicia poética si el propio héroe, en el acto final, no los hubiera perdonado.

Mientras fue leída la obra, cada auditor tuvo espacio suficiente para pensar en sí mismo y ascender dulcemente desde la humildad a que se sentía inclinado aún muy poco tiempo antes, hasta una dichosa satisfacción de sí mismo y a columbrar desde ella las más halagüeñas perspectivas para el porvenir. Aquellos que no encontraban en la obra ningún papel que les conviniera, la juzgaron en su fuero interno como mala y tuvieron al barón por un dramaturgo desgraciado; por el contrario, los otros, con todo el posible contentamiento del autor, colmaron con las mayores alabanzas los pasajes en que esperaban ser aplaudidos.

La cuestión económica estuvo arreglada con toda celeridad. Melina, con gran provecho suyo, supo concertar con el barón un contrato y mantenerlo secreto para los restantes comediantes.

Acerca de Guillermo, habló Melina como de paso con el barón y le aseguró que estaba muy bien considerado como poeta dramático y que hasta no tenía malas disposiciones para actor. Al punto el barón entró en relaciones con él, como con un colega, y Guillermo le dio a conocer algunas piececillas que se habían salvado por casualidad, junto con algunas otras pocas reliquias, aquel día en que la mayor parte de sus trabajos habían sido consumidos por el fuego. El barón alabó tanto las piezas como la manera de leerlas; dio por convenido que iría con ellos al castillo, y al despedirse prometió a todos la mejor acogida, cómodo alojamiento, buena mesa, aplausos y regalos, y para Melina añadió a esto la seguridad de determinada gratificación.

Fácil es de pensar la buena disposición de ánimo en que tal visita dejó a la compañía, ya que todos veían, de repente, ante sí, en vez de una angustiosa y miserable situación, el bienestar y la fama. Contando con ello, ya se divertían anticipadamente y cada cual juzgaba como una indignidad conservar ni un solo gros en su bolsillo.

En tanto, Guillermo deliberaba consigo mismo acerca de si debería acompañar a los cómicos al castillo, y encontró que en más de un sentido era aconsejable el trasladarse allí. Melina, con aquel ventajoso contrato, esperaba poder reembolsarle siquiera una parte de su deuda, y nuestro amigo, a quien interesaba el conocimiento de las gentes, no quería desperdiciar la ocasión de conocer de cerca el gran mundo, en el que esperaba encontrar muchas luces para comprender la vida, entenderse a sí mismo y al arte. Al propio tiempo, no osaba confesarse cuánto deseaba volver a acercarse a la hermosa condesa. Más bien trataba de convencerse, en general, de las grandes ventajas que le traerían un conocimiento más directo del mundo rico y distinguido. Reflexionó sobre el conde, la condesa y el barón, sobre el aplomo, la facilidad y la gracia de su porte, y exclamó con entusiasmo cuando estuvo solo:

-De triple felicidad pueden alabarse aquellos que ya por su nacimiento se hallan realzados sobre los bajos escalones de la humanidad; aquellos que, por esa situación, no necesitan recorrer, ni aun visitar siquiera como huéspedes, aquellas situaciones en las que, durante todo el tiempo de su vida, se angustian otros hombres excelentes. En el alto punto de vista en que se encuentran, tiene que ser general y segura su mirada y fácil cada paso de su vida. Desde su nacimiento, hállanse como colocados en un navío, a fin de que, en la travesía que tenemos que hacer todos nosotros, puedan servirse de los vientos favorables y aguardar el término de los contrarios, mientras otros hombres se consumen nadando para sostener su persona, obtienen poco provecho del tiempo más ventajoso y perecen en la tormenta con fuerzas pronto agotadas. ¡Qué comodidades, qué facilidad no da una fortuna heredada! Y ¡qué florecimiento no tiene una empresa mercantil fundada sobre un buen capital, en forma que cualquier empresa desgraciada no la arroje al punto en la inactividad! ¿Quién puede conocer mejor el mérito y el demérito de las cosas terrenas sino aquel que se ha hallado en el caso de gozar de ellas desde su niñez, y quién puede dirigir más pronto su espíritu hacia lo necesario, lo útil y verdadero sino quien tiene que estar desengañado de tantos errores en una edad en que aún no tiene quebrantadas sus fuerzas para comenzar una existencia nueva?

De este modo proclamaba felices nuestro amigo a todos aquellos que se encuentran en elevadas regiones, pero también a los que pueden acercarse a tales círculos, beber en esas fuentes, y bendijo a su genio protector que hacía preparativos para hacerlo subir también por aquellos peldaños.

Mientras tanto, Melina, después de haberse roto largo tiempo la cabeza para ver el modo como podría dividir la compañía en diversas especialidades, asignando a cada una de ellas un grupo determinado de papeles, según el deseo del conde y su propia convicción, por último, cuando llegó la hora de la realización, tuvo que darse por contento, si, con un personal tan escaso, encontraba dispuestos a sus cómicos para encargarse de cualquier personaje, según fuera necesario. No obstante, de ordinario Laertes tomaba a su cargo los galanes, Filina las camareras, las dos damitas se repartían los papeles de enamorada ingenua y tierna. El viejo gruñón era el que resultaba más en carácter. El mismo Melina creyó deber encargarse de los caballeros; madama Melina, con gran enojo suyo, tuvo que pasar a los papeles de casada joven y hasta de madre sentimental, y como en las obras modernas no era ya fácil que salieran un poeta o un pedante como personas ridículas, el conocido favorito del conde tuvo que representar ahora los papeles de presidente y ministro, porque, habitualmente, son presentados éstos como bribones y maltratados en el quinto acto. También Melina, como chambelán o gentilhombre, aguantaba gustoso las groserías que le eran espetadas, a la manera tradicional, en varias obras favoritas, por muy cabales varones alemanes, porque, en tal ocasión, podía vestirse muy a lo galán y le era permitido adoptar los aires de corte que creía poseer cumplidamente.

No pasó mucho tiempo sin que de varios lados acudieran diversos cómicos, que fueron aceptados sin ningún examen especial, pero también contratados sin ningún alto sueldo.

Guillermo, a quien en vano procuró convencer Melina algunas veces para que hiciera un papel de galán, ocupose con muy buena voluntad de la empresa, sin que nuestro nuevo director agradeciera en lo más mínimo sus esfuerzos, ya que más bien creía haber recibido, con la dignidad de director, todas las capacidades necesarias para ello; en especial, el hacer atajos en las obras era su ocupación más agradable, con lo que lograba, sin tener en cuenta ninguna otra consideración, que cada obra se acomodara a la duración debida. Tuvo mucha concurrencia, el público quedó muy contento, y los habitantes de la ciudad, más entendidos, afirmaron que el teatro de la residencia del príncipe en modo alguno podía ser considerado tan bueno como el suyo.




ArribaAbajoCapítulo III

Por fin llegó el momento en que debían disponerse para la partida y esperar los coches y carros que habían sido encargados para transportar al castillo del conde a toda nuestra compañía. Ya anticipadamente hubo grandes disputas acerca de quiénes irían juntos, cómo se repartirían por los coches. El orden y la distribución fueron, por fin, trabajosamente acordados y establecidos, pero, por desdicha, sin efecto alguno. A la hora fijada, vinieron menos carruajes de los que se había esperado y hubieron de arreglárselas con ellos. El barón, que los seguía a caballo a no mucha distancia, alegó, como causa, que todo en el castillo estaba en gran movimiento, no sólo porque el príncipe iba a llegar algunos días antes de lo que se había creído, sino porque se habían presentado inesperados huéspedes; faltaba sitio, y por ese motivo no estarían tan bien alojados como se lo habían prometido antes, cosa que él lamentaba extraordinariamente.

Distribuyéronse por los carruajes lo mejor que pudieron, y como el tiempo era tolerable y el castillo sólo se hallaba a unas cuantas leguas, los más animosos prefirieron hacer el camino a pie en vez de esperar el regreso de los coches. Partió la caravana con gritos de alegría, y, por primera vez, sin la preocupación de cómo habían de pagar al posadero. El castillo del conde se alzaba ante su imaginación como un palacio de hadas, eran las criaturas más felices y alegres del mundo, y por el camino cada cual, según su manera de pensar, contaba a partir de aquel día, con una serie de dichas, honores y prosperidades.

Una recia lluvia, que cayó inesperadamente, no pudo arrancarlos a estas gratas impresiones; pero como cada vez se hiciera más duradera y densa, muchos de ellos sintieron bastante incomodidad. Vino la noche, y nada podía serles más grato que descubrir el palacio del conde, resplandeciendo ante ellos en lo alto de una colina, iluminado en todos sus pisos en forma que se podían contar las ventanas.

Al llegar más cerca vieron también iluminadas todas las vidrieras de los edificios accesorios. Cada cual pensaba entre sí mismo cuál podría ser su habitación, y la mayor parte se contentaba modestamente con un cuarto en las guardillas o en las alas laterales.

Después atravesaron la aldea y pasaron por la posada. Guillermo hizo parar el coche para alojarse allí; sólo que el huésped le aseguró que no podía ofrecerle ni el sitio más pequeño.

El señor conde, por haberle llegado huéspedes inesperados, había comprometido al punto toda la posada, y en todas las habitaciones estaba ya claramente escrito con tiza desde la víspera quién debía alojarse en ellas. Por tanto, contra su voluntad, nuestro amigo tuvo que dirigirse al castillo con el resto de la compañía.

En torno a los hogares encendidos en un edificio secundario vieron a los activos cocineros que iban de un lado a otro, y ya con este espectáculo se sintieron restaurados; criados, con luces, bajaron a su encuentro, con toda prisa, por la escalera del edificio principal, y el corazón de los buenos viajeros se dilató al verlo. Pero, por el contrario, ¡cuál no fue su sorpresa cuando esta recepción se trocó en horribles imprecaciones! Los sirvientes denostaban a los cocheros por haber entrado hasta allí; les gritaban que dieran la vuelta y se dirigieran, por fuera, hacia el viejo castillo: allí era donde había sitio para tales huéspedes. A una determinación tan poco amable e inesperada añadieron, además, toda suerte de mofas, y se reían unos de otros por haber corrido bajo la lluvia a causa de aquel error. Siempre seguía cayendo el agua a torrentes; no había estrellas en el cielo, y la compañía fue llevada, por un desigual camino entre dos muros, hacia el viejo castillo, situado tras el otro; edificación que había permanecido deshabitada desde que el padre del conde actual había construido el nuevo palacio. Detuviéronse los coches, unos en el patio, otros bajo una ancha puerta abovedada, y los cocheros, que eran gente de la aldea a quien se había obligado a prestar aquel servicio, desengancharon y se volvieron atrás con sus caballerías.

Como nadie se presentaba para recibir a los cómicos, se bajaron de los coches, gritaron, buscaron por todas partes; pero vano trabajo. Todo permaneció silencioso y en tinieblas. El viento soplaba a través de la alta puerta, y era un lúgubre espectáculo el de las viejas torres y patios, de los que apenas se distinguían las formas en la obscuridad. Temblaban de frío y sentían estremecimientos; las mujeres tenían miedo; los niños comenzaron a llorar; su impaciencia crecía por momentos, y un tan rápido cambio de fortuna, para el que nadie estaba dispuesto, desconcertolos por completo.

Como a cada momento esperaban que viniera alguien que les abriera las puertas; como los engañaban, ya la lluvia, ya la tormenta, y más de una vez creyeron oír los pasos del deseado guarda del castillo, estuvieron largo tiempo desazonados e inmóviles; a nadie se le ocurrió ir al palacio nuevo y pedir auxilio a las almas compasivas. No podían comprender qué había sido de su amigo el barón, y se hallaban en la situación más penosa.

Por último, se acercaron realmente algunas personas; pero, por sus voces, reconocieron que eran aquellos peatones que, los que venían en coche, habían dejado atrás, por el camino. Refirieron que el barón se había caído del caballo, se había dañado en un pie fuertemente, y que también a ellos, al preguntar en el castillo, los habían dirigido con gran furor hacia allí.

Toda la compañía se encontraba en la mayor perplejidad; deliberaban sobre lo que deberían hacer, y no podían tomar resolución alguna. Por último, viose venir una linterna a lo lejos, y todos respiraron; sólo que también volvió a desvanecerse la esperanza de una pronta salvación cuando se acercó la aparición y se vio claramente lo que era. Un mozo de cuadra alumbraba el camino al conocido caballerizo del conde, el cual, así que estuvo más cerca, preguntó muy apresuradamente por mademoiselle Filina. Apenas había salido ella del montón do los otros, cuando le rogó con insistencia que se dejara llevar al nuevo castillo, donde estaba preparado un rinconcito para ella entre las camareras de la condesa. No tuvo que pensarlo largo tiempo para aceptar, con gratitud, la oferta; cogiose del brazo del caballerizo y quiso partir con él bien de prisa, recomendándoles a los otros su equipaje; pero les cerraron el paso; preguntaron, suplicaron, conjuraron al caballerizo, quien, por último, sólo para verse libre con su hermosa, prometió todo lo que quisieron, y aseguró que al punto les sería abierto el castillo y alojarían a todos de la mejor manera. Poco después vieron cómo desaparecía el resplandor de su linterna, y en vano aguardaron una nueva luz durante largo tiempo, la que, por último, al cabo de mucha espera, injurias y denuestos, acabó por aparecer, reanimándolos con algunos consuelos y esperanzas.

Un antiguo criado abrió la puerta del viejo edificio, en el que penetraron violentamente. Cada cual no se ocupó más que de sus cosas, de sacarlas de los coches, meterlas en la casa. La mayor parte del equipaje estaba tan empapado como las personas mismas. Con una luz única, todo se hacía muy lentamente. En el edificio tropezaban unos con otros, daban traspiés, caían. Suplicaron que les dieran más luces, que fuera encendido fuego. El lacónico criado decidiose, con gran trabajo, a dejar allí su linterna, fuese y no volvió más.

Entonces se pusieron a registrar la casa: fueron abiertas las puertas de todas las habitaciones; de su antiguo esplendor quedaban todavía grandes estufas, tapices, suelos de taracea; pero no había modo de encontrar ninguna pieza de mobiliario, ni mesas, ni sillas ni espejos; apenas algunas inmensas armaduras de cama sin jergones; todo lo decorativo y todo lo necesario había sido llevado de allí. Los húmedos baúles y maletas fueron elegidos como asientos; una parte de los fatigados caminantes acomodose, como pudo, en el suelo; Guillermo se había sentado en un escalón, y Mignon se apoyaba en sus rodillas. La niña estaba intranquila, y al preguntarle lo que tenía, respondió: «Tengo hambre». No poseía él cosa alguna que pudiese calmar la necesidad de la niña; el resto de la compañía había consumido también todas las provisiones, y tuvo que dejar sin satisfacción a la pobre criatura. Durante estos sucesos había permanecido ocioso y reconcentrado en sí mismo, pues estaba muy disgustado y furioso por no haber persistido en su idea y haberse alojado en la posada, aunque hubiera tenido que acostarse en el último granero.

Los otros se las arreglaban cada cual a su manera Algunos habían colocado un montón de viejas maderas en la inmensa chimenea de la sala, y encendieron con grandes clamores de júbilo la hoguera. Por desgracia, también se vio espantosamente burlada la esperanza de secarse y calentarse allí, pues aquella chimenea no era más que de adorno, y estaba tapada por arriba; el humo descendió rápidamente y llenó de pronto toda la habitación; las maderas secas se inflamaban chisporroteando, y hasta las llamas eran echadas fuera; los soplos de aire que entraban por los rotos vidrios de las vidrieras daban a las llamas una dirección incierta; temiose prender fuego al castillo: hubo que retirar, trozo a trozo, las encendidas maderas, pisotearlas, ahogar su fuego; el humo se aumentó y la situación llegó a ser insoportable; estaban al borde de la desesperación.

Guillermo, huyendo del humo, se había retirado a una apartada estancia, adonde no tardó en seguirlo Mignon con un criado bien vestido, que traía una alta y clara linterna de dos luces; dirigiose a Guillermo y, presentándole en un hermoso plato de porcelana frutas y confites, le dijo:

-Esto lo envía para usted la damita de la otra casa, rogándole que vaya a acompañarla. Me mandó decirle -añadió el sirviente con cara maliciosa- que le va muy bien, y que desea compartir su bienestar con sus amigos.

Guillermo lo esperaba todo menos esta proposición, pues después de la aventura del banco de piedra había tratado a Filina con manifiesto desprecio, y estaba tan firmemente decidido a no volver a tener nada en común con ella, que se hallaba a punto de devolver el dulce presente cuando, una suplicante mirada de Mignon, le forzó a aceptarlo y dar gracias por él en nombre de la niña; en cuanto, a la invitación, la rechazó por completo. Rogó al criado que se ocupara algo de la recién llegada compañía y pidió noticias del barón. Estaba acostado, pero, según el criado había oído decir, le había dado ya la comisión a otro sirviente de que cuidara de aquella gente tan miserablemente alojada.

Fuese el criado y le dejó a Guillermo una de sus luces, la cual, a falta de candelero, tuvo que pegar éste en el antepecho de la ventana, de modo que, en medio de sus reflexiones, veía siquiera claramente las cuatro paredes del cuarto. Pasó todavía largo tiempo antes de que fueran adoptadas las disposiciones que debían permitir que se acostaran a descansar nuestros huéspedes. Poco a poco fueron llegando luces, pero sin despabiladeras; después, algunas sillas; una hora más tarde, mantas; después, almohadas; todo plenamente empapado, y hacía mucho tiempo que había pasado ya la medianoche cuando, por fin, trajeron sacos de paja y jergones, cosa que habría sido altamente bien recibida si la hubieran tenido a mano antes de entonces.

Mientras tanto habían aportado también algunas cosas de comer y beber, que fueron consumidas sin ejercer gran crítica, aunque eran semejantes a sobras revueltas, y no suministraban ningún gran testimonio del aprecio que se hacía de tales huéspedes.




ArribaAbajoCapítulo IV

La mala educación y la impertinencia de algunos aturdidos compañeros aumentaron todavía la inquietud y el daño de la noche, ya que se hostigaban unos a otros, se despertaban y se daban mutuamente toda suerte de bromas. A la otra mañana prorrumpieron en quejas contra su amigo el barón, que los había engañado hasta aquel punto y les había trazado un cuadro muy diferente del orden y las comodidades con que se encontrarían. No obstante, con asombro suyo y para su consuelo, ya muy temprano se presentó el propio conde con algunos criados y se informó de su situación. Enojose mucho al oír lo mal que les había ido, y el barón, que fue llevado allí cojeando, acusó al mayordomo de haberse mostrado muy desobediente en aquella ocasión, y creyó haberle cogido en un mal paso.

El conde ordenó al punto que, en su propia presencia, fuera dispuesto todo para la mayor comodidad posible de los huéspedes. Después vinieron algunos oficiales de ejército que querían conocer al instante a las actrices, y el conde se hizo presentar a toda la compañía, hablole a cada cual por su nombre y mezcló algunas bromas en la conversación, de modo que todos quedaron encantados con señor tan magnánimo. Por último, también tuvo que presentarse Guillermo, de quien no se separaba Mignon. Guillermo se disculpó lo mejor que pudo por la libertad que se había tomado, y el conde, por el contrario, pareció acoger su presencia como cosa ya sabida.

Un señor que se hallaba junto al conde, a quien se tomaría por un militar aunque no llevaba uniforme, habló en particular con nuestro amigo. Se distinguía de todos los otros: grandes ojos, de un color azul claro, brillaban bajo una elevada frente; sus cabellos rubios estaban recogidos de modo descuidado, y su mediana estatura acusaba un carácter muy bravo, firme y decidido. Sus preguntas eran vivas, y parecía entender de todo lo que le hablaba.

Guillermo preguntole al barón quién era aquel hombre, el cual no obstante, no supo decirle mucho bueno de él. Tenía la graduación de comandante; era realmente el favorito del príncipe, se ocupaba de sus asuntos más secretos y era considerado como su brazo derecho; hasta había motivos para creer que fuera hijo natural suyo. Había estado con embajadas en Francia, Inglaterra e Italia, y en todas partes lo habían distinguido mucho, cosa que lo había hecho presuntuoso; se imaginaba conocer a fondo la literatura alemana, y se permitía toda suerte de hueras mofas contra ella. Él, el barón, evitaba toda conversación con aquel hombre, y Guillermo haría bien manteniéndose de igual modo alejado, pues, al final, acababa por portarse mal con todo el mundo. Se llamaba Yarno; pero no se sabía bien lo que debía pensarse de tal nombre.

Guillermo no supo qué responder, pues sentía cierta inclinación hacia el desconocido, aunque también hubiera en él algo frío y repulsivo.

La compañía de cómicos fue distribuida por el castillo, y Melina les prescribió muy severamente que debían observar en adelante una conducta ordenada: las mujeres debían vivir aparte, y cada cual ocuparse sólo de sus papeles y dirigir hacia el arte su atención y sus miradas. Pegó en todas las puertas unos reglamentos y leyes, que se componían de muchos artículos. Estaba determinada la cuantía de las multas que debía satisfacer a la caja común cada transgresor.

Estas disposiciones fueron poco atendidas. Los jóvenes militares entraban y salían, bromeaban con las actrices, no del modo más fino; se burlaban de los actores y redujeron a la nada todas aquellas ordenanzas de policía aun antes de que hubieran podido echar raíces. Se perseguían por las habitaciones, se disfrazaban, se escondían. Melina, que al principio quiso mostrar alguna severidad, fue puesto fuera de sí con toda especie de diabluras, y poco después, cuando el conde lo mandó llamar para visitar el sitio donde debía ser dispuesto el teatro, el daño se hizo aún mucho mayor. Los caballeritos imaginaron toda clase de estúpidas bromas; con la ayuda de algunos cómicos se hicieron todavía más groseros, y pareció como si todo el antiguo castillo estuviera ocupado por una banda de locos; ni tampoco terminó el desconcierto antes de que se sentaran a la mesa.

El conde había llevado a Melina a una gran sala, que pertenecía aún al viejo castillo, pero estaba unida por una galería con el nuevo, y en la que muy bien podía ser instalado un pequeño teatro. Allí mismo explicó el ingenioso señor de la casa cómo quería que fuera dispuesto todo.

Entonces emprendieron con gran prisa el trabajo. montaron y decoraron el tablado del teatro; colgaron todas las decoraciones que venían en los equipajes y de las que se podía necesitar, y lo restante se hizo con el auxilio de algunos hábiles servidores del conde. El mismo Guillermo echó una mano: ayudó a determinar la perspectiva, a trazar los bocetos y se ocupó principalmente de que no se cometiera ninguna incongruencia. El conde, que se presentaba con frecuencia, hallábase muy contento con todo ello; explicaba cómo debían hacer los decoradores lo que ya estaban haciendo realmente, y mostraba en sus discursos, nada vulgares, conocimientos sobre cada arte.

Después comenzaron con toda seriedad los ensayos, para los que habrían tenido bastante espacio y vagar si no hubieran sido siempre estorbados por numerosos forasteros. Pues todos los días venían nuevos huéspedes, y cada uno de ellos quería echar un vistazo a los comediantes.




ArribaAbajoCapítulo V

El barón había traído entretenido durante algunos días a Guillermo con la esperanza de que debía volver a ser presentado en particular a la condesa.

-Le referí tantas cosas a esa excelente señora -dijo- acerca de las obras que usted escribe, tan llenas de espíritu y sentimiento, que le tarda el momento de hablar con usted y hacer que le lea alguna de sus composiciones. Esté usted preparado para comparecer ante ella a la primera indica ción, pues tan pronto como haya una mañana tranquila será usted llamado seguramente.

Señalole tras ello la piececita que debía leerle primero, con la que se ganaría una estimación muy especial. La dama lamentaba mucho que hubiera llegado Guillermo en momentos de tanta inquietud y tuviera que acomodarse malamente en el viejo castillo con el resto de la compañía.

Después, con el mayor cuidado, examinó Guillermo la piececilla con que debía hacer su entrada en el gran mundo.

-Hasta ahora -se dijo- has trabajado para ti en el silencio, y sólo has recibido aplausos de algún amigo aislado; durante una temporada has desesperado totalmente de tu talento, y siempre conservas aún la preocupación de si no estarás en el buen camino y de si tendrás tantas disposiciones como afición por el teatro. Ante un auditorio de gentes tan expertas, en un gabinete donde toda ilusión es imposible, la tentativa es mucho más peligrosa que en cualquier otro sitio, y, sin embargo, no me gustaría quedarme atrás y no enlazar este goce con mis anteriores alegrías y no ensanchar mis esperanzas en el porvenir.

Tomó, después de ello, algunas de sus obras; las leyó con la mayor atención; corrigió alguna cosa; las recitó en voz alta, para estar también muy ejercitado en cuanto a la palabra y la expresión, y metiose en el bolsillo aquello que creía tener mejor estudiado, de lo que esperaba un triunfo mayor, cuando cierta mañana fue invitado a pasar al otro edificio ante la condesa.

El barón le había asegurado que estaría sola con una buena amiga. Cuando entró en la estancia, la baronesa de C*** vino a su encuentro con mucha amabilidad, celebró conocerle y lo presentó a la condesa, a quien estaban peinando en aquel momento, la cual lo recibió con muy amables palabras y miradas; pero, por desgracia, junto a su sillón descubrió a Filina, de rodillas, haciendo toda suerte de necedades.

-La hermosa niña -dijo la baronesa- nos ha cantado ya diversas cosas. Termine usted la comenzada cancioncita para que no perdamos nada de ella.

Guillermo escuchó con gran paciencia la piececilla, deseando que se alejara el peluquero antes de que comenzara él su lectura. Ofreciéronle una taza de chocolate, para lo cual la baronesa misma le presentó las tostadas. A pesar de ello, tal desayuno no le supo bien, pues deseaba con demasiada viveza leerle a la hermosa condesa algo que pudiera interesarle, con lo que pudiera hacérsele agradable. También Filina le estorbaba mucho, pues con frecuencia había sido para él una oyente molesta. Observaba con ansiedad las manos del peluquero, y esperaba a cada instante la terminación del capilar edificio. Mientras tanto había entrado el conde, y habló de los huéspedes que esperaban aquel día, de la distribución de la jornada y de las demás cosas que podían ocurrir en la casa. Cuando salió, algunos militares mandaron a pedir permiso a la condesa para poder cumplimentarla, pues tenían que partir a caballo antes de la comida. El peluquero había terminado durante este tiempo, y la dama hizo entrar a los señores.

Entretanto, esforzábase la baronesa por entretener a nuestro amigo y mostrarle mucha estima, cosa que él recibía con respeto, aunque algo distraído. Tocaba a veces el manuscrito de su bolsillo, esperaba que llegaría el momento, e iba a perder casi la paciencia cuando fue introducido un vendedor de modas, que abrió despiadadamente, una tras otra, sus cajas de cartón, maletas y cofres, y mostraba cada especie de mercancías con la insistencia propia de esa familia de gentes.

La reunión se hizo más numerosa. La baronesa miró a Guillermo y habló en voz baja con la condesa; notolo él, sin comprender la intención, que por fin le fue clara al retirarse, después de una hora de congojosa y vana espera. Encontró en su bolsillo una linda cartera inglesa. La baronesa había sabido introducirla allí sin que él lo advirtiera, y poco después apareció el negrito de la condesa, que le traía una chupa lindamente bordada, sin decirle claramente de dónde procedía.




ArribaAbajoCapítulo VI

Una mezcla de disgusto y agradecimiento echole a perder todo el resto del día, hasta que, hacia la tarde, volvió a encontrar ocupación al descubrirle Melina que el conde había hablado de cierto prólogo que debía ser ejecutado en honor del príncipe el día de su llegada. Quería que estuvieran representadas en él las cualidades de aquel gran héroe, bienhechor de los hombres. Aquellas virtudes debían presentarse juntas en escena, prorrumpir en alabanzas del festejado y, por último, coronar su busto con guirnaldas de laurel y flores, a cuyo tiempo debían resplandecer en un transparente las iniciales de su nombre con sus atributos de príncipe. El conde le había encargado que se ocupara de la versificación y de los restantes preparativos para la obra, y esperaba que Guillermo le ayudaría gustoso, ya que para él debía ser aquello fácil cosa.

-¡Cómo! -exclamó éste con enojo-. ¿No hay sino retratos, iniciales y figuras alegóricas para honrar a un gran príncipe, que, según mi opinión, merece muy otras alabanzas? ¿Cómo puede lisonjear a un hombre inteligente verse representado en efigie y que brille su nombre en papel untado de aceite? Temo mucho que las alegorías, dado, sobre todo, nuestro vestuario, darían ocasión a muchos equívocos y bromas. Si quiere usted hacer esa obra o mandarla hacer, no puedo oponerme; sólo suplico que se me exima de toda intervención.

Melina se disculpó diciendo que aquello era solamente una idea aproximada enunciada por el conde, el cual, por lo demás, quería dejarles en plena libertad en cuanto a la manera como dispusieran la obra.

-Con gran satisfacción -repuso Guillermo- contribuiré de algún modo a proporcionar un placer a ese excelente señor, y mi musa no ha tenido aún ninguna ocupación tan agradable como la de alzar su voz, aunque sólo sea tartamudeando, en alabanza de un príncipe que tanta veneración merece. Reflexionaré sobre el asunto, y acaso logre presentar a nuestra pequeña compañía en forma que produzca siquiera algún efecto.

Desde aquel momento caviló Guillermo con gran ardor sobre la cuestión. Antes de acostarse ya tenía todo bastante bien combinado, y a la mañana siguiente, bien temprano, estuvo acabado el plan, esbozadas las escenas y hasta versificados y puestos por escrito algunos de los más importantes pasajes y canciones.

Guillermo, ya por la mañana, corrió al cuarto del barón para hablarle de ciertos detalles y exponerle su plan. Este le agradó mucho; pero mostró alguna sorpresa, pues la noche anterior le había oído hablar al conde de una obra muy diferente, que debía ser puesta en verso, siguiendo sus indicaciones.

-Yo no podía figurarme -repuso Guillermo- que la intención del conde hubiera sido que se ejecutara la obra tal como él se la había indicado a Melina; si no me equivoco, sólo quería señalarnos el debido camino con una orientación general. El aficionado y el entendido le indican al artista lo que desean tener, y dejan después a su cuidado el producir la obra.

-En modo alguno -repuso el barón-; el señor Conde dispone que la obra sea ejecutada tal como él lo indicó, y no de otra manera. La de usted tiene una lejana semejanza con su idea, es cierto, y si queremos llevarla adelante y desviarlo de su primer pensamiento tenemos que actuar por medio de las damas; en especial, la baronesa sabe realizar estas operaciones de un modo magistral; la cuestión es averiguar si el plan que le presentemos le agradará hasta el punto de querer encargarse del asunto; en ese caso, el éxito es seguro.

-Aparte de eso, también para otra cosa necesitamos el auxilio de las damas -dijo Guillermo-, pues es posible que nuestro personal y nuestra guardarropía no sean suficientes para la ejecución de la obra. Había contado ya con algunos lindos niños que corren por la casa de un lado a otro y que pertenecen al ayuda de cámara y al mayordomo.

Después solicitó del barón que pusiera su plan en conocimiento de las damas. Este volvió poco después y trajo la noticia de que querían hablar con el mismo Guillermo. Aquella noche, cuando los señores estuvieran ocupados en el juego, cosa que tendría más importancia que de ordinario por la llegada de cierto general, a pretexto de una indisposición, se retirarían ellas a su cuarto, y Guillermo debía ser conducido por la escalera secreta, y podría exponer de la mejor manera su asunto. Esta especie de misterio dábale ya doble atractivo al asunto; desde entonces, en especial la baronesa, divertíase como una niña con aquella cita, y más aún con deber proceder secreta y hábilmente contra la voluntad del conde.

Hacia la noche, a la hora señalada, vinieron a buscar a Guillermo y lo hicieron subir con toda precaución. La manera como la baronesa salió a su encuentro en un gabinetillo, recordole, durante un momento, pasados y dichosos tiempos. Llevolo al cuarto de la condesa y entonces comenzaron las preguntas y las averiguaciones. Expuso su plan con todo el calor y vivacidad posibles, de modo que las damas quedaron totalmente conquistadas, y nuestros lectores permitirán que también se los hagamos conocer en breves palabras.

La obra debía comenzar en una decoración campestre, con algunos niños que bailaran una danza, análoga a ese juego en que hay algunos que corren alrededor de los otros, tratando de quitarles el sitio que ocupan. Después debían pasar a otras bromas y, por último, cantar una alegre canción, bailando en corro, cogidos de las manos. Tras ello debía llegar el arpista con Mignon; provocaban curiosidad y atraían a diversas gentes del campo; el viejo debía cantar diversos cánticos en alabanza de la paz, el reposo y la alegría, y después ejecutaría Mignon la danza de los huevos.

Eran turbados en estos inocentes goces por una música guerrera, y la reunión sorprendida por una masa de soldados. Los hombres quieren defenderse y son dominados; las muchachas huyen y se les da alcance. Todo parece quedar deshecho en el tumulto cuando surge una persona, cuya caracterización no tenía aún determinada el poeta, y vuelve a restablecerse la tranquilidad con la noticia de que no se halla lejos el general en jefe. Aquí se describiría con los más hermosos rasgos el carácter del héroe, que promete la seguridad en medio de las armas y pone límites al orgullo y la violencia. Daríase principio a una fiesta general en honor del magnánimo caudillo.

Las señoras quedaron muy contentas con este plan; sólo afirmaron que necesariamente tenía que haber en la obra algo alegórico para hacerla agradable al señor conde. El barón propuso caracterizar al jefe de los soldados como genio de la discordia y la violencia; por último, tenía que llegar Minerva, lo prendería con cadenas, daría noticia de la llegada del héroe y entonaría sus alabanzas. La baronesa tomó a su cargo la cuestión de persuadir al conde de que había sido ejecutado el plan señalado por él, sólo que con algunas modificaciones; pero para ello exigió expresamente que, al fin de la obra, aparecieran necesariamente el busto, las iniciales y las insignias del príncipe, porque sin ello sería inútil toda negociación.

Guillermo, que ya se había representado en su interior lo delicadamente que alabaría al héroe por boca de Minerva, no cedió en este punto sino al cabo de larga resistencia; pero se sintió forzado de manera muy grata. Los hermosos ojos de la condesa y sus amables gestos lo habrían llevado fácilmente a renunciar también a sus más bellas y agradables concepciones, a la codiciada unidad de la composición, a los más felices detalles y a proceder contra su conciencia poética. También sufrió ruda lucha su conciencia de ciudadano cuando, al determinar el reparto de papeles, exigieron, especialmente las damas, que también él representara uno.

A Laertes se le adjudicó como personaje el del poderoso dios de la guerra. Guillermo debía representar al jefe de las gentes del país, que tenía que decir algunos versos, muy lindos y conmovedores. Después de haberse resistido durante algún tiempo, tuvo también que acabar por rendirse; sobre todo, no encontró ya ninguna disculpa cuando la baronesa le hizo ver que el teatro del castillo no debía ser considerado más que como un teatro de sociedad, en el cual ella misma desearía trabajar si se pudiera preparar la cosa de modo conveniente. Tras ello, las señoras despidieron a nuestro amigo con mucha amabilidad. La baronesa le aseguró que era un hombre incomparable y lo acompañó hasta la escalera secreta, donde le dio las buenas noches, estrechándole la mano.




ArribaAbajoCapítulo VII

Entusiasmado por el sincero interés que tomaban en el asunto las damas, adquirió plena vida para Guillermo el plan que se le había hecho más presente, gracias al relato. Empleó la mayor parte de la noche y la mañana siguiente en una cuidadosa versificación del diálogo.

Casi había terminado, cuando lo llamaron al castillo nuevo, donde le fue dicho que quería hablarle el señor, que justamente se hallaba almorzando en aquél momento. Al entrar en la sala, la baronesa salió la primera a su encuentro, y, a pretexto de darle los buenos días, murmuró misteriosamente a su oído:

-No diga usted nada de su obra; sólo conteste a lo que se le pregunte.

-Según oigo decir -le gritó el conde, está usted muy ocupado, trabajando en el prólogo que quiero hacer representar en honor al príncipe. Apruebo que introduzca usted en él una Minerva, y estuve pensando todo este tiempo cómo debe ir vestida la diosa, a fin de no incurrir en una impropiedad. Por ello, he mandado traer de mi biblioteca todos los libros en que se encuentra la imagen de Minerva.

En aquel momento precisamente entraban en la sala algunos sirvientes con grandes cestas llenas de libros de todos los tamaños.

Montfaucon2, las colecciones de antiguas estatuas, piedras talladas y medallas, toda suerte de obras sobre Mitología fueron abiertas y comparadas sus figuras. Pero aún no era bastante con eso. La excelente memoria del conde le representó todas las Minervas que podían figurar en portadas, viñetas u otros lugares de libros. Por ese motivo tuvieron que ir llevando, desde la biblioteca, un volumen tras otro, en forma que, por último, el conde hallábase sentado sobre un montón de libros. Finalmente, como no recordara ya ninguna Minerva, exclamó, rompiendo a reír:

-Podría apostar que ahora no hay ya ninguna Minerva en toda la biblioteca, y acaso sea ésta la primera vez que ocurra que una colección de libros tenga que estar tan por completo privada de la imagen de su diosa protectora.

Toda la reunión celebró la ocurrencia, y especialmente Yarno, que había excitado al conde a traer cada vez más libros, se reía desmesuradamente.

-Ahora -dijo el conde, dirigiéndose a Guillermo- hay una cuestión capital, y es la de saber a qué diosa se refiere usted. ¿Minerva o Palas? ¿La diosa de la guerra o la de las artes?

-¿No sería lo más hábil, excelentísimo señor -repuso Guillermo-, no determinar expresamente ese punto, y ya que en la mitología representa un doble papel, dejarla aparecer también aquí con doble cualidad? Cierto que anuncia a un guerrero, pero sólo para tranquilizar al pueblo; celebra a un héroe, pero exaltando su humanidad; domina la violencia y restablece entre las gentes la calma y la alegría.

La baronesa, que sentía temor de que Guillermo se hiciera traición, hizo intervenir rápidamente al sastre de la condesa, quien tenía que dar su opinión sobre la mejor manera como podían ser hechos aquellos antiguos ropajes. Aquel hombre, acostumbrado a hacer disfraces, supo resolver la cuestión muy fácilmente, y como madama Melina, a pesar de su avanzado embarazo, había tomado a su cargo el papel de la celeste doncella, se le mandó que le tomara medida, e indicó la condesa, aunque con cierto mal humor de sus camareras, cuáles trajes de su guardarropa debían ser despedazados para ello.

De modo hábil supo también la baronesa alejar a Guillermo, y le hizo saber poco después que estaban ya arregladas todas las demás cosas. Al instante le envió al músico que dirigía la orquesta doméstica del conde, para que compusiera parte de los necesarios números de música y eligiera otros entre las melodías propias para el caso que encontrara en su repertorio. Desde entonces todo fue a pedir de boca; el conde no preguntó nada más acerca de la obra, sino que estaba ocupado principalmente con la decoración transparente que debía sorprender al espectador al fin de la pieza. Su inventiva y la habilidad de su confitero produjeron un efecto de iluminación en extremo grato, pues en sus viajes había visto los más solemnes espectáculos de aquella clase, había traído consigo muchos dibujos y grabados en cobre y sabía reproducir todas estas cosas con excelente gusto.

Mientras tanto, Guillermo terminaba su obra, diole a cada cual su papel, tomó a su cargo el suyo, y el músico, que también era muy entendido en danzas, organizó el ballet, y todo marchó del mejor modo.

Sólo se interpuso en su camino un obstáculo inesperado, que amenazaba producirles un vacío en el espectáculo. Habíase prometido Guillermo el efecto más grande con la danza de los huevos de Mignon, pero ¡qué sorprendido no se quedó cuando la niña, con su sequedad habitual, se negó a bailar, asegurando que ahora era dueña de su persona y no volvería a presentarse en el teatro! Trató de convencerla con toda clase de razonamientos, y no cejó hasta que ella comenzó a llorar amargamente, y exclamó, cayendo ante sus pies:

-¡Padre mío! ¡Mantente también tú alejado de la escena!

No reparó él en este aviso, y reflexionó en cómo podría hacer interesante la escena dándole otro giro.

Filina, que representaba una de las aldeanas y debía cantar los solos en la danza del corro y dar las entradas a los coros, gozaba inmoderadamente con ello. Aparte de eso, todo le resultaba a la medida de sus deseos: tenía un cuarto para ella sola, estaba siempre junto a la condesa, a quien divertía con sus monadas, por las que recibía algún regalo todos los días; también en aquella obra hicieron para ella un traje especial, y como poseía un natural muy dispuesto para la imitación, pronto había aprendido, en su trato con las damas, todo lo que podía ser conveniente para ella, y en muy poco tiempo se mostraba llena de miramientos y de buenos modales. Las atenciones del caballerizo más bien crecían que menguaban, y como los oficiales también se mostraban muy insistentes cerca de su persona, encontrándose en tan rico elemento, ocurriósele representar por aquella vez el papel de gazmoña y ejercitarse hábilmente en adoptar cierta apariencia distinguida. Siendo fría y perspicaz como lo era, conoció en ocho días las debilidades de toda la casa, de modo que, si hubiera sido capaz de proceder con premeditación, habría podido fácilmente labrar su fortuna. Pero también allí, sólo para divertirse y pasar bien el tiempo, se servía de sus ventajas, siendo impertinente donde notaba que podía hacerlo sin peligro.

Estaban aprendidos los papeles; dispúsose un ensayo general de la obra, el conde quiso presenciarlo, y su esposa comenzó a preocuparse acerca de cómo recibiría la cosa. La baronesa llamó en secreto a Guillermo, y, según se iba acercando la hora, manifestaban cada vez mayor perplejidad, pues de la idea del conde no había quedado absolutamente nada en la obra. Yarno, que se presentó justamente en aquel instante, fue puesto en el secreto. Regocijose vivamente y se sintió dispuesto a ofrecer sus buenos servicios a las damas.

-Tendrían que ir muy mal las cosas -dijo-, para que ustedes, señoras mías, no pudieran salir solas de este compromiso; pero, en todo caso, quiero mantenerme yo como reserva.

La baronesa refirió la manera como hasta entonces le habían hablado al conde de la obra, siempre de un modo fragmentario y sin el debido orden, en forma que él estaba dispuesto para presenciar cada detalle, pero creía, en verdad, que el conjunto había de concertar con su idea.

-Esta noche, en el ensayo -dijo ella-, me sentaré a su lado y trataré de distraerlo. También avisé al confitero para que, aun presentando muy hermosamente la decoración del final, deje siempre que falte alguna pequeñez en ella.

-Sé yo de una corte -repuso Yarno- donde necesitaríamos poseer amigos tan prudentes y activos como usted lo es. Si esta noche no puede usted tener buen éxito con sus artes, hágame una seña y haré salir al conde para no dejarle volver a entrar hasta que se presente Minerva y sea de esperar para muy pronto el socorro de la iluminación. Hace ya algunos días que tengo que comunicarle algo que se refiere a su primo, y, afortunadamente, siempre he venido retrasándolo. También eso le servirá de distracción, y, a la verdad, no de las más agradables.

Algunas ocupaciones impidieron al conde que se hallara al principio del ensayo; después lo entretuvo la baronesa. El auxilio de Yarno no fue en modo alguno necesario, pues como el conde tuvo bastantes cosas que poner en orden, enmendar y dirigir, perdiose por completo en estos detalles; además, como al final la señora Melina habló según sus ideas y resultó bien la iluminación, mostrose plenamente contento. Sólo cuando todo estuvo acabado y pasaron a las mesas de juego, pareció llamarle la atención la diferencia, y comenzó a reflexionar en si realmente sería invención suya la obra. Mediante una seña, Yarno salió de su retaguardia; transcurrió la velada; la noticia de que era auténtica la llegada del príncipe tuvo su confirmación; salieron diversas veces a caballo para ver la vanguardia acampada en las cercanías; la casa estaba llena de ruidos e intranquilidad, y nuestros cómicos, que no siempre eran atendidos del mejor modo por los mal dispuestos criados, tenían que pasar su tiempo en el viejo castillo, llenos de expectación y entregados a sus ensayos, sin que nadie se acordara especialmente de ellos.




ArribaAbajoCapítulo VIII

Por fin había llegado el príncipe; el generalato, los oficiales de Estado Mayor y el resto del séquito que surgieron al mismo tiempo, las muchas personas que se presentaban, unas como huéspedes, otras para tratar de asuntos, hacían del castillo algo semejante a una colmena de la cual quisiera salir un enjambre. Todos se oprimían para ver al excelente príncipe y cada cual admiraba su afabilidad y llaneza; todos se asombraban de descubrir en el héroe y el caudillo al más agradable hombre de corte.

Según orden del conde, todos los habitantes de la casa tuvieron que estar en sus puestos a la llegada del príncipe; a ningún cómico le era permitido dejarse ver, porque el príncipe debía ser sorprendido con la solemne fiesta preparada, y de este modo, por la noche, cuando lo llevaron a la gran sala bien iluminada y decorada con tapices del siglo pasado, no parecía esperar, en modo alguno, ver una comedia, ni mucho menos un prólogo en su honor. Todo resultó de la mejor manera, y la compañía, después de acabada la representación, tuvo que salir y mostrarse al príncipe, quien supo preguntar algo a cada cual, del modo más amable, y decirle algo a todo el mundo, en el tono más grato. Guillermo, como autor, tuvo que destacarse en forma especial y también a él le fue rendida su parte de aplauso.

Nadie volvió a tratar del prólogo, y al cabo de algunos días, era como si nunca se hubiera representado nada semejante, salvo que Yarno habló incidentalmente acerca de él con Guillermo y se lo alabó en términos muy razonables; pero añadiendo:

-Es lástima que juegue usted con nueces hueras y por nueces hueras.

Durante varios días no se le borraron de la memoria a Guillermo tales palabras; no sabía cómo explicárselas ni qué debía deducir de ellas.

Mientras tanto, la compañía representaba todas las noches lo mejor que podía hacerlo, dada su capacidad, y hacía todo lo posible para atraer la atención de los espectadores. Dábanles ánimos inmerecidos aplausos, y, en su viejo castillo, creían que en realidad era por ellos por lo que se había reunido la gran concurrencia, que sus representaciones atraían la gran masa de forasteros, y que ellos eran el punto medio en torno al cual y por el cual todo se movía y giraba.

Sólo Guillermo, con gran disgusto suyo, advertía precisamente lo contrario; pues aun cuando el príncipe hubiera asistido desde el principio al fin, con la mayor escrupulosidad, a las primeras representaciones, pareció, poco a poco, irse excusando de buena manera de hacerlo. Justamente aquellas personas, con Yarno a su cabeza, que Guillermo había descubierto como más cultas en las conversaciones, sólo cortos instantes pasaban en la sala del teatro; en general, permanecían sentadas en el salón de la entrada, jugaban o parecían entretenerse charlando de sus asuntos.

A Guillermo le disgustaba mucho, a pesar de sus perseverantes esfuerzos, verse privado de los aplausos que deseaba. En la elección de obras, la copia de papeles, los ensayos constantes, y en todo lo que pudiera presentarse, ayudaba celosamente a Melina, quien acabó por dejarle hacer lo que quisiera, al sentir secretamente su propia insuficiencia. Guillermo aprendía con diligencia sus papeles y los recitaba, con calor y vivacidad y toda la distinción que permitía la escasa educación mundana que se había dado a sí mismo.

Entretanto, el sostenido interés del barón apartaba toda duda de los restantes miembros de la compañía, ya que aseguraba que lograban los mayores efectos, sobre todo cuando representaban alguna de las obras que él había escrito; sólo lamentaba que el príncipe tuviera una exclusiva inclinación por el teatro francés, y que una parte de sus gentes, entre las cuales se distinguía Yarno muy en especial, manifestaran una apasionada preferencia por las monstruosidades de la escena inglesa.

De esta manera, si el arte de nuestros comediantes no era atendido ni admirado del modo más perfecto, sus personas, por el contrario, no eran del todo indiferentes a los espectadores y espectadoras. Ya hemos indicado antes que las cómicas habían suscitado la atención de los jóvenes militares ya desde el principio; pero en adelante fueron más dichosas e hicieron importantes conquistas. No obstante, las pasaremos en silencio, y haremos observar solamente que Guillermo le parecía cada día más interesante a la condesa, al modo como también en él comenzaba a germinar un secreto afecto hacia la dama. Cuando él estaba en escena, la señora no podía apartar los ojos de su persona, y pronto pareció que Guillermo sólo se dirigía a ella al representar y recitar. Contemplarse mutuamente era para ellos un placer inefable, al cual se abandonaban por completo sus almas, inocentes, sin sustentar más vivos deseos o preocuparse de sus consecuencias.

Lo mismo que a través de un río que los aparta, conversan, pacífica y gratamente, dos avanzados puestos enemigos, sin pensar en la guerra en que están comprometidos sus dos partidos de uno y otro lado, así la condesa cambiaba con Guillermo miradas expresivas sobre el abismo monstruoso de su nacimiento y clase social, y, por su parte, creía cada uno de ellos que le era lícito entregarse sin peligro a sus sentimientos.

Mientras tanto, la baronesa había elegido a Laertes, que lo agradaba muy en especial como muchacho alegre y animoso, y él, por muy enemigo que fuera de las mujeres, no desdeñaba una aventura pasajera, y en realidad, aquella vez habría sido encadenado, contra su voluntad, por el agrado y hechizo de la baronesa, si el barón no le hubiera prestado, por casualidad, un buen servicio, o, si se quiere, uno malo, al darle a conocer los sentimientos de aquella dama.

Pues como una vez Laertes la alabara con gran extremo y la antepusiera a todo su sexo, repúsole el barón bromeando:

-Bien veo dónde están las cosas: nuestra querida amiga ha vuelto a ganar a alguien para sus establos.

Esta desdichada comparación, que aludía con harta claridad a las peligrosas caricias de una Circe, enojó sobremanera a Laertes, quien no pudo oír sin enfado al barón, que prosiguió despiadadamente:

-Cada forastero cree ser el primero con quien se emplea tan agradable conducta, pero se engaña fuertemente, pues todos nosotros fuimos ya llevados por ese camino: hombres hechos, mancebos y rapazuelos, quienquiera que sean, tienen que consagrarse algún tiempo a depender de ella y a ocuparse nostálgicamente de sus hechizos.

El feliz mortal que, al entrar en el jardín de una hechicera, es recibido por todas las delicias de una primavera artificial, no puede ser sorprendido de modo más desagradable, que, si en el momento en que su oído atiende por completo al canto del ruiseñor, oye gruñir impensadamente a cualquiera de sus transformados antecesores.

Después de esta revelación, Laertes se avergonzó, muy en el fondo de su pecho, de que su vanidad lo hubiera conducido otra vez a pensar de una mujer ni siquiera el bien más pequeño. Abandonola totalmente, atúvose al caballerizo, con quien tiraba a las armas con gran asiduidad, y se fue de caza, conduciéndose en los ensayos y representaciones como si aquello fuera solamente una cosa accesoria.

A veces, por la mañana, el conde y la condesa mandaban llamar a alguien de la compañía, y en ese caso, cada cual encontraba motivo para envidiar la siempre inmerecida suerte de Filina. Con frecuencia el conde solía tener a su lado mientras se arreglaba, y a veces durante horas enteras, a su favorito el pedante. Este hombre, poco a poco, fue siendo vestido de nuevo, y hasta equipado y provisto de una tabaquera.

También la compañía, ya junta o ya separadamente, era llamada a veces, después de la comida, a presencia de los señores. Apreciábanlo como gran honor, y no observaban que precisamente a la misma hora hacían que los cazadores y sirvientes trajeran cierto número de perros, y mandaban que desfilaran los caballos por el patio del castillo.

Le habían dicho a Guillermo que, si se presentaba la ocasión, alabara a Racine, el poeta favorito del príncipe, con lo cual debía suscitar buena opinión de sí. Encontró ocasión propicia para ello una de aquellas tardes, en la que también él había sido citado, y el príncipe le preguntó si leía con asiduidad los grandes dramaturgos franceses, a lo que Guillermo respondió que sí con mucha viveza. No advirtió que el príncipe, sin esperar su respuesta, estaba a punto ya de apartarse de su lado y dirigirse a otro, sino que al instante se apoderó del elevado señor, cerrole casi el camino, y prosiguió diciendo que apreciaba altamente el teatro francés y leía con entusiasmo las obras de los grandes maestros, pero que había oído decir, con gran alegría suya, que el príncipe le hacía plena justicia al gran talento de un Racine.

-Puedo figurarme -prosiguió- cuánto tienen que apreciar las personas distinguidas y elevadas a un poeta que sabe pintar las circunstancias de su alta posición de modo tan justo y excelente. Corneille, si me es lícito hablar así, ha representado a los grandes hombres y Racine a las gentes distinguidas. Cuando leo sus obras, siempre puedo imaginarme al poeta que vive en una brillante corte, tiene ante la vista un gran rey, trata con los mejores y penetra en los secretos de la humanidad, tal como se ocultan tras los más soberbios tapices. Cuando estudio, su Britannicus o su Bérénice me parece realmente que estoy en la corte, en medio de las grandezas y las pequeñeces de las moradas de los dioses terrenos, y, a través de los ojos de un francés que siente delicadamente, veo en medio de sus cortesanos, en su figura natural, con sus faltas y dolores, los reyes a quienes toda una nación adora. La anécdota de que Racine murió de pena porque ya no lo miraba Luis XIV, haciéndole sentir así su descontento, es para mí la llave de todas sus obras, y es imposible que un poeta de tan grandes talentos, cuya vida y muerte depende de los ojos de un rey, no escribiera obras que fueran dignas del aplauso de reyes y de príncipes.

Yarno se había acercado y oído con asombro a nuestro amigo; el príncipe, que no le respondió y que sólo había mostrado su aprobación con una amable mirada, dirigiose hacia otro lado, aunque Guillermo, para quien aún no era conocido que no es decoroso prolongar un discurso en tales circunstancias y querer agotar una materia, todavía hubiera querido seguir hablando para mostrar al príncipe que no sin utilidad y emoción había leído su poeta favorito.

-¿No ha visto usted nunca una obra de Shakespeare? -díjole Yarno, llevándole aparte.

-No -repuso Guillermo-, porque desde el tiempo en que se han dado más a conocer en Alemania me he dado yo a desconocer el teatro, y no sé si debo alegrarme de que por casualidad se haya renovado y vuelto a hacer actual en mí una afición y ocupación de mi infancia. Por lo demás, todo lo que oí decir de esas obras no me produjo curiosidad de conocer más directamente tales monstruosidades que parecen transgredir toda verosimilitud y todo decoro.

-Sin embargo, le aconsejaría a usted que hiciera la prueba -repuso el otro-; no puede perjudicarnos en nada el ver lo singular con nuestros propios ojos. Le prestaré algunas Partes, y no podrá usted emplear de mejor modo su tiempo que desprendiéndose al instante de toda otra cosa y viendo este desconocido mundo con esa linterna mágica en la soledad de su vieja morada. Es un pecado que malgaste usted sus horas enseñando a esos monos a presentarse como hombres y haciendo bailar a esos perros. Sólo una sola cosa le pongo como condición: que no se deje repeler por la forma; en cuanto a lo demás, puedo fiarme de su recta sensibilidad.

Los caballos estaban delante de la puerta y Yarno cabalgó con algunos caballeros para ir a divertirse cazando. Guillermo los siguió tristemente con la vista. Con gusto habría seguido hablando con aquel hombre de otras muchas cosas, ya que, si bien de una manera poco amable, le daba nuevas ideas, ideas de las que tenía gran necesidad.

Al arribar el hombre a un desenvolvimiento de sus fuerzas, capacidades y conceptos, ocúrrele a veces que se encuentra sumido en una perplejidad de la que fácilmente podría sacarle un buen amigo. Parécese al caminante que se cae al agua no lejos del albergue; si alguien lo cogiera al instante, lo arrastrara a la orilla, no le habría ocurrido otra cosa sino la mojadura, en lugar de que si es él mismo el que se salva, pero en la orilla opuesta, tiene que dar un difícil y largo rodeo para alcanzar el objeto que se había propuesto.

Guillermo comenzó a comprender que el mundo marchaba de otro modo de como él lo había imaginado. Veía de cerca la vida, importante y llena de valer, de las gentes grandes y distinguidas y se asombraba de que supieran darle trazas de facilidad. Un ejército en marcha, un heroico príncipe a su cabeza, tantos militares colaborando con él, tantos importunos adoradores elevaban su fantasía. En esta disposición de ánimo recibió los libros prometidos, y en breve tiempo, como puede sospecharse, apoderose de él el torrente de aquel genio enorme y lo arrebató hacia un mar sin fronteras visibles, donde muy pronto se olvidó de todo y perdió por completo.




ArribaAbajoCapítulo IX

Las relaciones del barón con los cómicos habían sufrido diversas mudanzas desde su residencia en el castillo. Al principio todo eran recíprocas satisfacciones, pues mientras el barón, por primera vez en su vida, veía en manos de auténticos comediantes y en camino de una conveniente representación una de sus obras, con las que ciertamente habíase entretenido ya algún teatro de aficionados, estuvo del mejor humor, mostróse muy dadivoso y, a cada vendedor de modas que se presentaba, compraba regalillos para las cómicas y sabía proporcionar a los cómicos algunas botellas de champagne extra; por el contrario, los otros se tomaban las mayores molestias con su drama y Guillermo no ahorraba esfuerzo alguno para grabar en su memoria, del modo más nimio, los magníficos discursos, del héroe magnánimo cuyo papel le había sido adjudicado.

No obstante, mientras tanto, fueron introduciéndose poco a poco algunas diferencias. La predilección del barón por ciertos comediantes hacíase más notoria de día en día, y necesariamente tal conducta tenía que enojar a los restantes. Alababa exclusivamente a sus favoritos y con ello producía celos y diferencias entre la compañía. Melina, que, por otra parte, carecía de habilidad en caso de discusiones, llegó a encontrarse en una situación muy desagradable. Los alabados recibían los elogios sin mostrar especial gratitud y los menospreciados hacían sentir de mil maneras su descontento, convirtiendo en desagradable la estancia entre ellos, en una u otra forma, a su primer y respetado protector; y no dio escaso sustento a su maligna alegría el que cierta poesía, cuyo autor no era conocido, produjera mucho revuelo en el castillo. Hasta entonces siempre se habían burlado, pero de una manera bastante discreta, de las relaciones del barón con los cómicos; habíanse referido de él toda suerte de historietas, habíanse adornado ciertas ocurrencias para darles un aire divertido e interesante. Por último, comenzose a referir que se había producido una especie de envidia profesional entre el barón y algunos cómicos, que también se imaginaban ser escritores, y en esta leyenda fundábase la poesía de que venimos hablando y que decía del modo siguiente:

Yo, pobre diablo, señor barón, le envidio a usted por su nobleza, por su asiento próximo al trono y por más de un bello trozo de tierra, por el castillo de su señor padre, y por sus cazaderos y armamentos.

A mí, pobre diablo, señor barón, me envidia usted, según parece, porque desde niño la naturaleza veló por mí maternalmente: dotado de buen ánimo y despejada cabeza, cierto que he sido pobre, pero no un pobre imbécil.

Por eso pienso, querido barón, que debemos seguir tal como somos: usted, heredero de su señor padre, y yo, de mi madre prole; que debemos vivir sin envidia ni odio, no codiciando ninguno de los dos los títulos del otro: ni usted mi puesto en el Parnaso, ni yo su asiento en el capítulo.

Fueron muy varios los juicios sobre esta poesía, que, en copias casi ilegibles, se encontraba en manos diversas, pero nadie sabía adivinar quién fuera su autor, y como comenzaran a divertirse con ello, no sin cierta alegría maligna, Guillermo se manifestó muy opuesto a aquella obrilla.

-Nosotros, alemanes -exclamó-, mereceríamos que nuestras musas permanecieran en el desprecio en que han sufrido tanto tiempo, ya que no sabemos apreciar a los hombres de calidad que, del modo que sea, se dedican a nuestra literatura. El nacimiento, la clase social y los bienes de fortuna no están en contradicción con el genio y el gusto, cosa que nos han enseñado las naciones extranjeras, que cuentan entre sus mejores ingenios gran número de nobles. Si hasta ahora era un milagro en Alemania que un hombre de gran familia se consagrara a las ciencias; si hasta ahora eran pocos los nombres famosos que se hicieran aún más famosos por su afición al arte y al saber; si, por el contrario, muchos ascendieron de la obscuridad y aparecieron sobre el horizonte como estrellas desconocidas, no siempre será así; y, si no me equivoco mucho, la primera clase de la nación está en camino de utilizar sus ventajas para conquistar, en el porvenir, las más bellas guirnaldas de las musas. Por ello, nada hay para mí más desagradable que ver cómo se mofan con frecuencia del noble que sabe estimar las musas, no sólo el burgués, sino también las mismas personas de calidad, que, con irreflexivo humor y nunca perdonable malignidad, alejan a sus iguales de seguir el camino por el cual es de esperar honor y satisfacción para todos.

Estas últimas manifestaciones parecían ir dirigidas contra el conde, de quien había oído decir Guillermo que había encontrado realmente buena la poesía. A la verdad, para aquel señor, que siempre solía bromear con el barón a su modo, era muy bien venida aquella ocasión de atormentar a su pariente en nueva forma. Cada cual había hecho sus conjeturas personales acerca de quién podía ser el autor de la poesía, y al conde, que no veía con gusto que nadie se le adelantara en sagacidad, ocurriósele la idea, que al punto estuvo dispuesto a sostener con juramento, de que la poesía sólo podía haber sido compuesta por su pedante, que era un agudo mozo y en quien hacía ya largo tiempo que había notado él algún talento poético. Para proporcionarse un auténtico placer, una mañana hizo llamar a aquel cómico, quien tuvo que leerle la poesía, a su modo, en presencia de la condesa, de la baronesa y de Yarno; recogió alabanzas, aplausos y un regalo, y supo evitar prudentemente el dar respuesta a la pregunta del conde de si no poseía también algunos versos de tiempos anteriores. En tal forma, el pedante llegó a tener fama de poeta y hombre ingenioso, y a ser, a ojos de los que eran favorables al barón, un libelista y un mal hombre. Desde aquel tiempo, el conde aplaudiole cada vez más, cualquiera que fuera el modo como representara sus papeles, de manera que al final el pobre

hombre estaba como hinchado de orgullo, casi se había vuelto loco, y entonces se le ocurrió que le dieran habitación en el castillo, lo mismo que a Filina.

Si este plan hubiera sido ejecutado inmediatamente, habría podido ser evitada una gran desgracia. Pues una noche, al dirigirse ya tarde hacia el viejo castillo, avanzando a tientas por el obscuro y estrecho camino, fue atacado de repente, sujetado por algunas personas mientras otras lo golpeaban a conciencia, y tanto lo molieron en las tinieblas, que a poco más lo dejan en el sitio, y sólo con gran trabajo logró arrastrarse junto a sus camaradas, quienes, aunque se hicieron pasar por muy indignados, sentían una secreta alegría por aquella desgracia y apenas podían impedir el reírse al verlo tan aporreado, y su nueva casaca castaña totalmente blanca, empolvada y manchada, como si hubiera tenido que ver con molineros.

El conde, que al punto recibió noticias de lo ocurrido, estalló en una indescriptible cólera. Trató aquella acción como si fuera el mayor crimen; la calificó de atentado contra la paz del castillo e hizo emprender, por su intendente, las más severas pesquisas. La casaca, cubierta de polvo blanco, debía servir de pieza probatoria. Todos los que tenían algo que ver en el castillo con polvos y harina fueron citados a interrogatorio, pero todo fue en vano.

El barón aseguraba solemnemente, por su honor, que aquella manera de bromear le había desagradado verdaderamente y que la conducta del señor conde no había sido la más amistosa, pero había sabido colocarse por encima de tal cosa y no tenía la menor participación en la desgracia del poeta o libelista, como quisiera llamarse.

El gran movimiento de forasteros y la agitación de la casa pronto pusieron en olvido todo el asunto y el desgraciado favorito tuvo que pagar caro el placer de haber llevado plumas ajenas durante breve tiempo.

Nuestra compañía dramática, que continuaba representando todas las noches y que en términos generales era muy bien tratada, comenzó a tener mayores pretensiones cuanto mejor le iba. En muy breve tiempo la comida, la bebida, el servicio y el alojamiento les parecían a los cómicos demasiado poco para ellos, o instaban a su protector, el barón, para que se les atendiera mejor, y, finalmente, se les procuraran los goces y comodidades que les tenían prometidos. Sus quejas se hicieron más ruidosas y los esfuerzos de su amigo para satisfacerlos cada vez más vanos.

Mientras tanto, Guillermo se dejaba ver muy poco, aparte de los ensayos y las representaciones. Encerrado en una de las habitaciones más retiradas, donde sólo a Mignon y al arpista se les permitía gustosamente la entrada, vivía y soñaba en el mundo de Shakespeare, de modo que fuera de él apenas nada conocía ni experimentaba.

Háblase de encantadores que, mediante fórmulas mágicas, evocan en su cuarto una monstruosa muchedumbre de espíritus de toda clase. El conjuro fue tan poderoso que muy pronto está lleno todo el espacio de la habitación, y los espíritus que llegan hasta el pequeño círculo, que el mágico ha trazado, crecen en número, moviéndose en una constante y vertiginosa transformación, en torno a la circunferencia y sobre la cabeza del maestro. Está lleno cada rincón y ocupada cada cornisa. Hay huevos que se dilatan, y formas gigantescas que se reducen al tamaño de una seta. Por desdicha, el nigromante ha olvidado la palabra con la que podría producir el reflujo de aquella marea de espíritus. Tal era la situación de Guillermo, y junto con desconocidas emociones, fueron suscitadas en él mil sensaciones y capacidades de las que no había tenido idea ni sospecha. Nada podía arrancarlo de aquella situación y se disgustaba mucho cuando alguien buscaba un pretexto para venir junto a él y hablarle de lo que ocurría por fuera.

De este modo, apenas prestó atención cuando le dieron la noticia de que iba a celebrarse una ejecución en el patio del castillo y sería azotado un muchacho que se había hecho sospechoso de robo nocturno con fractura, y el cual, como llevaba uniforme de peluquero, habría estado probablemente entre los que habían querido matar al pedante. Cierto que el mozalbete negaba del modo más obstinado, y por ese motivo no se le podía castigar legalmente; pero, querían dejarle algún recuerdo, como vagabundo, y echarlo fuera porque había rondado algunos días por la comarca, había pasado las noches en los molinos, y, por último, había apoyado una escala en un muro del jardín y había penetrado en el castillo.

Guillermo no encontraba nada de particular en todo el asunto, cuando entró Mignon precipitadamente y le aseguró que el prisionero era Federico, el cual, después de su disputa con el caballerizo, había desaparecido de la compañía y de nuestra vista.

Guillermo, a quien interesaba el muchacho, salió rápidamente, y en el patio del castillo encontró ya hechos los preparativos, pues al conde le gustaba la solemnidad hasta en aquellos casos. Fue llevado el mancebo; intervino Guillermo y rogó que detuvieran la ejecución ya que él conocía al mozalbete y antes del castigo tenía que declarar diversas cosas que se referían a él. Costole trabajo hacer prevalecer su propósito, y, por último, obtuvo permiso para hablar a solas con el delincuente. Éste le aseguró que no sabía absolutamente nada del ataque de que debía haber sido víctima un actor. Él sólo había vagado en torno al castillo y se había deslizado en su interior por la noche, yendo en busca de Filina, de cuya habitación se había informado y a la que de fijo habría encontrado si no hubiera sido preso por el camino.

Guillermo, que por el honor de la compañía de cómicos no deseaba descubrir aquella relación, corrió en busca del caballerizo y le rogó que con su conocimiento de las personas y de la casa, arreglara el asunto y libertara al mozuelo.

Aquel hombre jovial inventó una pequeña historia, con ayuda de Guillermo: el muchacho había pertenecido a la compañía, se había escapado, pero había vuelto a desear encontrarse en ella y ser recibido. Por eso había tenido propósito de buscar, por la noche, a algunos de sus favorecedores para recomendarse a ellos. Atestiguose, por lo demás, que siempre se había conducido bien; las damas se mezclaron en el asunto, y fue puesto en libertad.

Guillermo se encargó de él, y, desde entonces, fue la tercera persona de la extraña familia, que, desde hacía algún tiempo, Guillermo consideraba como suya. El viejo y Mignon recibieron cariñosamente al que volvía junto a ellos, y los tres se unieron desde entonces para servir celosamente a su amigo y protector y serle agradables.




ArribaAbajoCapítulo X

Filina sabía introducirse, cada día mejor, en el círculo de las damas. Cuando estaban solas, dirigía con frecuencia la conversación hacia los hombres que entraban y salían, y Guillermo no fue el último de quien se ocuparon. No permaneció oculto para la casta muchacha que hacía profunda impresión en el corazón de la condesa; por ese motivo, refirió, acerca de él, lo que sabía y lo que no sabía; pero se guardó muy bien de exponer cosa alguna que hubiera podido redundar en desventaja del galán, alabando, en cambio, su nobleza, su liberalidad y, sobre todo, el recato de su conducta con el sexo femenino. Respondió con prudencia a todas las demás preguntas que se le hicieron, y cuando la baronesa observó la creciente inclinación de su hermosa amiga, también para ella fue grato aquel descubrimiento. Pues sus relaciones con diversos hombres, en especial, aquellos últimos años, con Yarno, no habían permanecido ocultas para la condesa, cuya alma pura no había podido observar aquella ligereza sin desaprobación y suaves censuras.

De esta manera, tanto la baronesa como Filina tenían, cada cual por su lado, especial interés en acercar nuestro amigo a la condesa, y Filina esperaba, además, fuera de ello, volver a trabajar en causa propia y, a ser posible, adquirir de nuevo la perdida afección del joven.

Un día, en que el conde había salido de caza a caballo con el resto de la sociedad y sólo, a la mañana siguiente, se esperaba el regreso de los caballeros, la baronesa imaginó una broma muy en su tipo, pues le gustaban los disfraces, y, para sorprender a la sociedad, se presentaba, ya como muchacha aldeana, ya como paje, ya como montero. Diose de este modo la apariencia de una hadita que está presente en todas partes, y justamente allí donde menos se la esperara. No había para ella mayor alegría que la de poder servir algún tiempo a la sociedad sin que la conocieran o mezclarse entre ella de cualquier modo, y, como final, sabía descubrirse graciosamente.

Hacia la noche hizo llamar a Guillermo a su habitación, y como aún tenía algunas cosas que hacer, encargó a Filina que lo preparara para lo que deseaba.

Llegó nuestro amigo y, no sin asombro, encontró a la aturdida muchacha en la habitación en vez de la noble señora. Ella lo acogió con cierto decoroso desenfado, en el que se había ejercitado hasta entonces, obligándole de este modo a que también él le guardara cortesía.

En primer lugar, bromeó, en términos generales, sobre la buena suerte que lo perseguía, y que en aquel momento lo había llevado a aquel lugar como ella bien sabía advertir; después le reprochó, con tono amable, la conducta con que la había atormentado hasta entonces, se reprendió y se acusó a sí misma, confesando que tenía bien merecido aquel tratamiento; hizo una pintura muy sincera de su situación, calificándola de pasada, y añadió que tendría que despreciarse a sí misma si no hubiera sido capaz de cambiarse y hacerse digna de la amistad de Guillermo.

Guillermo quedó muy sorprendido con este discurso. Tenía muy escaso conocimiento del mundo para saber que, justamente las personas en absoluto ligeras e incapaces de enmienda, suelen ser, con frecuencia, las que se acusan más vivamente, confiesan sus faltas con mayor franqueza y se arrepienten de ellas, aunque al mismo tiempo no tengan en sí ni la menor fuerza para retirarse del camino por donde las arrastra su invencible naturaleza. Por tal motivo, no pudo permanecer desdeñoso con la linda pecadora; engolfose en una conversación, y supo de sus labios el propósito de un extraño disfraz, con que se quería sorprender a la hermosa condesa. Sintió contra ello algunos escrúpulos, que no ocultó a Filina, sólo que la baronesa, que entró en aquel momento, no le dejó tiempo para dudar, sino que lo arrastró consigo, asegurando que aquél era el debido momento.

Había obscurecido, y lo llevó al cuarto de vestir del conde, hízole que se quitara su casaca para meterlo dentro de la bata de casa de aquel señor, púsole después su gorro de dormir con la cinta roja, llevolo al gabinete y lo mandó sentar en el gran sillón y coger un libro; ella misma encendió la lámpara de Argand, que estaba delante de él, y lo enteró de lo que tenía que hacer y qué papel debía representar.

-Le anunciarán a la condesa -dijo- la inesperada llegada de su marido y que viene de muy mal humor; vendrá aquí; dará algunas vueltas por el cuarto; apoyarase después en el respaldo del sillón, echándole a usted el brazo sobre el hombro, y dirá algunas palabras. Usted debe representar el papel de marido tan bien y durante tanto tiempo como le sea posible; pero, por fin, cuando tenga que descubrirse, sea usted gentilmente amable y galán.

Guillermo quedose en el sillón y bastante inquieto con aquel extraño disfraz; la proposición lo había sorprendido, y la ejecución se había anticipado a su poder de reflexión. Ya había vuelto a salir de la habitación la baronesa cuando pensó por primera vez en los peligros del puesto que había admitido. No se le ocultó que la hermosura, la juventud y la gracia de la condesa habían hecho sobre él cierta impresión; sólo que, como por su natural, estaba muy lejos de toda vana galantería, y sus principios no le permitían pensar en una empresa más seria, hallábase realmente en aquel momento en no escasa confusión. El temor de desagradar a la condesa o de agradarle más de lo conveniente eran iguales para él.

Todos los encantos femeninos que habían actuado sobre él en otro tiempo volvían a mostrarse ante su imaginación. Mariana se le aparecía en su blanco traje de mañana e imploraba su recuerdo. Las amabilidades de Filina, sus hermosos cabellos y su lisonjera conducta habían recobrado su eficacia desde su reciente entrevista; pero todo quedaba como bajo el velo de la lejanía cuando pensaba en la bella y florida condesa, cuyo brazo debía sentir dentro de pocos minutos, apoyado en su cuello, a cuyas inocentes caricias se le invitaba a corresponder.

De fijo que ni siquiera sospechaba el extraño modo como debía ser sacado de esta perplejidad. Pues, ¡qué grande no fue su asombro, o, más bien, su espanto, cuando se abrió la puerta, situada detrás de él, y a la primera mirada furtiva que lanzó hacia el espejo descubrió claramente al conde, que entraba en la habitación con una luz en la mano! Sólo algunos instantes duró su vacilación sobre lo que debía de hacer: si debía permanecer sentado o levantarse, huir, confesar la verdad, mentir, o pedir perdón. El conde, que había permanecido inmóvil en el umbral de la puerta, se retiró y la cerró suavemente. En el mismo instante entró corriendo la baronesa por una puerta excusada, apagó la lámpara, arrancó a Guillermo del asiento y lo arrastró al cuarto de vestirse. Con toda celeridad se quitó él la bata de casa, que al punto volvió a ocupar su sitio acostumbrado. La baronesa se echó al brazo la casaca de Guillermo y corrió con él por algunos cuartos, pasillos y pasadizos, hasta alcanzar su estancia, donde el joven, después que la dama se hubo serenado, oyole referir cómo, al presentarse en la habitación de la condesa para llevarle la inventada noticia de la llegada del conde.

-Ya lo sé -habíale respondido aquélla-. ¿Qué podrá haber ocurrido? Acabo de verle entrar por el portillo a caballo.

Llena de espanto, la baronesa se había precipitado a la habitación del conde, para sacar de allí a Guillermo.

-Por desgracia, ha llegado usted demasiado tarde -exclamó éste-. El conde había estado antes y me vio allí sentado.

-¿Lo conoció a usted?

-No lo sé. Me vio en el espejo, como yo a él, y antes de que yo pudiera saber si era un fantasma o su misma persona, ya se había retirado y cerrado la puerta a sus espaldas.

Aumentó la perplejidad de la baronesa cuando vino a llamarla un criado y anunció que el conde se encontraba en la habitación de la condesa. Allí se dirigió con el corazón oprimido y encontró al conde, cierto que silencioso y reconcentrado, pero más suave y amistoso en sus manifestaciones de lo que tenía por costumbre. La dama no sabía qué pensar. Hablose de los incidentes de la caza y de las causas de su pronto regreso. La conversación se agotó muy pronto. El conde se quedó en silencio, y especialmente sorprendiole mucho a la baronesa que preguntara por Guillermo y manifestara deseos de que lo llamaran para que le leyera algo.

Guillermo, que ya había vuelto a vestirse en la habitación de la baronesa y se había serenado algún tanto, cumplió, no sin preocupación, aquella orden. El conde le dio un libro, en el que debía leerle un relato lleno de aventuras, cosa que, no sin congoja, realizó. En su acento había algo inseguro y tembloroso, que, felizmente, era muy acomodado con el asunto de la historia. El conde dispensole algunas amistosas señales de aprobación y alabó la singular expresión que había sabido dar a la lectura cuando llegó el instante de despedir a nuestro amigo.




ArribaAbajoCapítulo XI

Apenas hubo leído Guillermo algunas obras de Shakespeare, cuando fue tan intenso su efecto sobre él, que no se encontró ya en situación de poder seguir leyendo. Cayó en la mayor conmoción toda su alma. Buscó ocasión de hablar con Yarno y no sabía cómo darle suficientes gracias por la dicha que le había proporcionado.

-Bien había yo previsto -dijo el otro- que no permanecería usted insensible ante las excelencias del más extraordinario y maravilloso de todos los escritores.

-Sí -exclamó Guillermo-; no recuerdo que ningún libro, ninguna persona, ningún otro acontecimiento de la vida haya producido en mí tan grandes efectos como las preciosas obras que he conocido gracias a su bondad. Parecen ser obra de un genio celestial que, de la manera más suave, se acerca a los hombres para enseñarles a conocerse a sí mismos. Son más que obras poéticas. Cree uno encontrar abiertos ante sí los inmensos libros del destino, en los que braman los vientos tempestuosos de las más agitadas existencias, y con toda celeridad y violencia dan vuelta a sus hojas. Estoy tan asombrado y fuera de mí ante la fuerza y la ternura, la vehemencia y la serenidad de tales obras, que espero con ansia el momento en que vuelva a encontrarme en situación de seguir leyéndolas.

-¡Bravo! -dijo Yarno, tendiendo la mano a nuestro amigo y estrechándole la suya-. Eso es lo que yo quería. Y las consecuencias que espero, de fijo que no dejarán de producirse.

-Quisiera poder descubrir a usted -repuso Guillermo- todo lo que pasa por mí actualmente. Todos los presentimientos que alguna vez he tenido sobre la humanidad y su destino, los cuales me han acompañado desde la niñez sin que yo mismo lo notara, los encuentro realizados y desenvueltos en las obras de Shakespeare. Parece como si nos resolviera todos los enigmas, sin que, sin embargo, pueda decírse: en este sitio o en el otro está la solución. Sus hombres parecen hombres naturales, y, sin embargo, no lo son. Estas misteriosas y complejísimas criaturas de la naturaleza actúan ante nosotros, en sus obras, a modo de relojes cuyas esferas y cajas fueran de cristal; según su destino señalan el curso de las horas y, al mismo tiempo, se pueden ver las ruedas y resortes que las impulsan. Las escasas miradas que he lanzado al mundo de Shakespeare me incitan, más que ninguna otra cosa, a marchar con paso más rápido por el orbe de lo real, a mezclarme en las oleadas del destino que ruedan sobre él, y algún día, si tengo esa fortuna, llenar algunas copas en el inmenso mar de la verdadera naturaleza, para verterlas desde la escena sobre el sediento público de mi patria.

-Cómo me alegra la disposición de ánimo en que le veo -repuso Yarno, y apoyó su mano sobre el hombro del conmovido joven-. No deje usted perderse ese propósito de entrar en una vida activa, y apresúrese a utilizar valientemente los buenos años que le han sido a usted otorgados. Si puedo serle útil, lo haré de todo corazón. Aún no le pregunté cómo ha llegado usted a entrar en esta compañía, para la cual no pudo ser nacido ni educado. Esperaba que, por lo menos, anhelaría usted salir de ella, y con gusto veo que es así. No sé nada de su familia ni de sus circunstancias domésticas; piense usted lo que quiera hacerme conocer. Sólo puedo decirle que, en los tiempos de guerra en que vivimos, suelen darse rápidos cambios de fortuna; si consagra usted sus fuerzas y talentos a nuestro servicio, si no se espanta de la fatiga y, si es necesario, del peligro, precisamente ahora tendría ocasión de colocarle en un puesto que no se arrepentiría más tarde de haber desempeñado durante algún tiempo.

Guillermo no era capaz de expresar su agradecimiento en términos bastantes calurosos, y estaba dispuesto a referir a su amigo y protector la historia de su vida.

Durante esta conversación se habían internado mucho por el parque y habían llegado a la carretera que pasaba a través de él. Yarno se detuvo un momento y dijo:

-Reflexione usted en mi proposición, decídase usted, deme su respuesta dentro de algunos días y otórgueme su confianza. Le aseguro que ha sido incomprensible hasta ahora para mí cómo pudo unirse usted con tales gentes. He presenciado a menudo, con disgusto y pena, cómo, para poder hacer siquiera tolerable su vida, ha tenido usted que entregar su corazón a un coplero ambulante y a una criatura necia y andrógina.

Aún no había acabado de hablar cuando, a toda prisa, llegó un oficial a caballo, a quien seguía un escudero con un corcel de la brida. Yarno le dirigió un caluroso saludo. El militar saltó del caballo, ambos se abrazaron y hablaron aparte, mientras Guillermo, consternado por las últimas palabras de su belicoso amigo, se mantenía pensativo y alejado. Yarno hojeó algunos papeles que le había presentado el recién llegado; mas éste dirigiose a Guillermo, le tendió la mano y exclamó con énfasis:

-Lo encuentro a usted en digna compañía; siga usted los consejos de su amigo y satisfará, al mismo tiempo, los votos de un desconocido que se interesa cordialmente por usted.

Al decir esto abrazó a Guillermo, estrechándolo vivamente contra su pecho. En el mismo momento acercose Yarno y díjole al forastero:

-Lo mejor será que regrese con usted a caballo; así podrá usted recibir las órdenes necesarias y volver a partir antes de la noche.

Al punto saltaron ambos sobre sus monturas y dejaron a nuestro admirado amigo sumido en sus propias reflexiones.

Las últimas palabras de Yarno sonaban aún en sus oídos. Era insoportable para él ver tan profundamente rebajadas, por aquel hombre a quien tanto veneraba, aquellas dos criaturas humanas, que habían ganado inocentemente su afecto. El extraño abrazo del oficial, a quien no conocía, hizo poca impresión en él; sólo ocupó su curiosidad y su imaginación durante un momento; pero las frases de Yarno habíanle llegado al corazón; estaba profundamente ofendido y, durante el regreso, prorrumpía en reproches contra sí mismo por haber podido desconocer y olvidar por un momento la fría dureza del corazón de Yarno, que se revelaba en sus ojos y hablaba en todos sus ademanes.

-No -exclamaba-. ¿Te imaginas poder ser un amigo, yerto hombre de mundo? Todo lo que puedes ofrecerme no vale los sentimientos que me ligan con esos desgraciados. ¡Qué dicha haber descubierto todavía a tiempo lo que podía esperar de ti!

Ciño entre sus brazos a Mignon, que salió a su encuentro, y exclamó:

-No, nada debe separarnos, excelente criaturita. La falsa prudencia del mundo no debe ser capaz de obligarme a abandonarte ni a olvidar lo que te debo.

La niña, cuyas violentas caricias solía evitar Guillermo, alegrose de aquella inesperada manifestación de ternura y colgose de su cuello con tanta fuerza que le costó trabajo poder desprenderse.

Desde aquel momento prestó mayor atención a los actos de Yarno, que ya no le parecían todos tan laudables; hasta llegó a descubrir que había cosas que le desagradaban totalmente. Por ejemplo, tuvo fuertes sospechas de que era obra de Yarno la poesía contra el barón, que había tenido que pagar tan cara el pobre pedante. Como Yarno hubiera bromeado sobre el lance en presencia de Guillermo, nuestro amigo creyó ver en ello la muestra de un corazón altamente corrompido, pues, ¿qué puede ser más malicioso que mofarnos de un inocente, cuyos dolores hemos causado, y no pensar en un desagravio ni en una indemnización? Con gusto habría provocado ambas cosas el propio Guillermo, pues, gracias a una singular casualidad, había llegado a dar con la pista de los autores de aquel nocturno ultraje.

Hasta entonces siempre habían sabido mantener oculto para él que algunos jóvenes oficiales pasaban noches enteras en una sala baja del viejo castillo, divirtiéndose con una parte de los cómicos y de las actrices. Una mañana, habiéndose levantado temprano, como de costumbre, entró, por casualidad, en la habitación y encontró a los caballeritos ocupados en hacerse una toilette en extremo singular. Habían desleído tiza en una escudilla con agua y, con un cepillo, extendían la pasta sobre sus chupas y pantalones, sin quitárselos, y de este modo restablecían, en la forma más rápida, la limpieza de su uniforme. A nuestro amigo, a quien le admiró esta costumbre, acordósele al punto la casaca del pedante espolvoreada y manchada de blanco; la sospecha fue tanto más fuerte cuando supo que en aquella reunión se encontraban algunos parientes del barón. Para seguir más de cerca la pista de aquella sospecha procuró entretener a los señoritos con un frugal almuerzo. Se animaron mucho y contaron muchas historias divertidas. Especialmente uno, que durante algún tiempo había estado en la sección de reclutamiento, no sabía cómo alabar bastante la astucia y actividad de su capitán, que lograba atraerse a toda especie de personas y embaucar a cada cual según su manera. Refirió detalladamente cómo engañaban a muchachos de buena familia y selecta educación por medio de toda suerte de falsas promesas de un decoroso empleo, y se reía con todas ganas de los pazguatos que se sentían al principio tan satisfechos de verso estimados y distinguidos por un militar bien considerado, valiente, prudente y liberal.

¡Cómo bendecía Guillermo su buen genio, que le mostraba, tan inopinadamente, el abismo a cuyo borde, con toda inocencia, se había acercado! Ya no veía sino un reclutador en Yarno; el abrazo del oficial desconocido le fue muy fácilmente explicado. Despreciaba las opiniones de aquellos hombres, y desde aquel momento evitó reunirse con nadie que llevara uniforme; por ello, habríale sido muy agradable la noticia de que el ejército seguía su avance, si, al mismo tiempo, no hubiera tenido que temer el verse desterrado del lado de su hermosa amiga, acaso para siempre.




ArribaAbajoCapítulo XII

Mientras tanto, la baronesa había pasado varios días atormentada por la preocupación y una curiosidad insatisfecha, pues la conducta del conde, después de aquella aventura, era un completo enigma para ella. Había abandonado por completo sus antiguas costumbres; no se oía ya ninguna de sus habituales bromas. Sus exigencias a sus compañeros de reunión y a sus servidores habían disminuido bastante. Apenas se notaba nada en él de su pedantería e imperioso carácter, más bien permanecía en silencio y reconcentrado en sí mismo; mostrábase sereno, y parecía ser realmente otro hombre. En las lecturas que solicitaba de cuando en cuando, solía elegir libros serios y religiosos, y la baronesa vivía en un perenne temor de que pudiera ocultar un secreto encono detrás de aquella aparente calma, un callado propósito de vengar el delito que, por casualidad, había descubierto. Resolvió por ello hacer a Yarno confidencia de todo, cosa que tanto más Podía realizar ya que se hallaba con él en un género de relaciones en las que, por lo general, poco es lo que suele mantenerse oculto. Desde hacía poco tiempo Yarno era su más íntimo amigo; pero eran lo bastante cautos para ocultar su cariño y sus goces ante el ruidoso mundo que los rodeaba. Sólo a la mirada de la condesa no se había escapado aquella nueva novela, y es en extremo probable que la baronesa procurara entretener de igual modo a su amiga para librarse de los secretos reproches que algunas veces tenía que soportar de aquella noble alma.

Apenas la baronesa le hubo contado la historia a su amigo, cuando éste exclamó, riéndose:

-De fijo que el viejo cree haberse visto a sí mismo. Teme que esta aparición signifique desgracia para él, y acaso muerte, y por eso se ha dulcificado, como todos los semihombres que piensan en el desenlace del que nadie se ha librado ni se librará. Pues, ¡silencio! Como espero que todavía ha de vivir largo tiempo, vamos siquiera a educarlo en tal forma, en esta ocasión, que ya no vuelva a ser fastidioso para su mujer ni sus familiares.

Tan pronto como hubo ocasión para ello comenzaron, en presencia del conde, a hablar de presentimientos, apariciones y cosas análogas. Yarno, hacíase el incrédulo; su amiga, igualmente, y llevaron la cosa hasta tan lejos que, por último, el conde llamó a Yarno aparte y le reprochó su libre pensamiento, y trató de convencerlo, mediante su propio ejemplo, de la posibilidad y realidad de tales historias. Yarno se fingía sorprendido, dudoso, y, por último, se dejó convencer; pero inmediatamente después, en el secreto de la noche, se divirtió en gran manera con su amiga, burlándose del débil hombre de mundo, a quien, de pronto, un espantajo había corregido de todas sus malas costumbres, y que sólo merecía ser alabado porque, con tanta resignación, esperaba una inminente desgracia, y quizá la muerte.

-Acaso no estuviera tan resignado con la consecuencia más natural que habría podido desprenderse de tal aparición -exclamó la baronesa con su habitual desparpajo, al cual siempre volvía, tan pronto como era quitada de su pecho cualquier preocupación.

Yarno fue recompensado ricamente y forjaron nuevos proyectos para hacer al conde todavía más dócil, y excitar y fortalecer en la condesa su inclinación hacia Guillermo.

Con esta intención, contáronle toda la historia a la condesa, la cual, cierto que al principio se mostró descontenta con ello, pero después se volvió más pensativa, y en sus momentos de reposo pareció rumiar, proseguir y decorar aquella escena que le había sido dispuesta.

Los preparativos que se hacían entonces por todas partes no dejaban ya duda alguna acerca de que el ejército avanzaría muy en breve, y de que, al mismo tiempo, cambiaría el príncipe de cuartel general; hasta se decía que también el conde dejaría sus posesiones y regresaría de nuevo a la ciudad. Por lo tanto, era fácil para nuestros cómicos establecer su horóscopo; pero únicamente Melina tomó medidas para ello; los otros sólo trataban de atrapar, en aquellos últimos momentos, la mayor cantidad posible de cosas placenteras.

Entretanto, Guillermo hallábase ocupado con un trabajo personal. La condesa había manifestado el deseo de poseer una copia de sus obras y consideró él este afán de la amable señora como la recompensa más hermosa.

Un autor joven, que todavía no se ha visto impreso, dedica, en tales casos, la mayor atención a la pulcritud y decoro de la copia de sus escritos. Es, por decirlo así, la edad de oro de la profesión de escritor; vese uno trasplantado a aquellos siglos en los que la imprenta todavía no había inundado el mundo con tantos inútiles escritos; donde sólo eran copiadas y conservadas por los hombres más nobles las producciones más dignas del humano espíritu; con lo cual se llega entonces fácilmente a la conclusión de que un manuscrito cuidadosamente copiado en letra redondilla es también un notable producto espiritual, digno de ser poseído y conservado por un protector y un entendido.

Todavía habían dispuesto un gran banquete en honor del príncipe, que debía partir en breve. Estaban invitadas muchas damas de la vecindad y la condesa se había vestido temprano. Aquel día se había adornado con un traje más rico de los que solía ponerse habitualmente. El peinado y el tocado eran más exquisitos, estaba adornada con todas sus alhajas. También la baronesa había hecho lo posible para vestirse con gusto y esplendor.

Al notar Filina que a las dos damas se les hacía muy largo el tiempo en espera de sus huéspedes, propuso que hicieran venir a Guillermo, que deseaba entregar su acabado manuscrito y leer aún algunas pequeñeces. Vino y maravillose, al entrar, de ver la figura y gracia de la condesa, que todavía se habían hecho más visibles merced al adorno. Leyó, según le mandaron las damas; pero lo hizo de modo tan distraído y tan mal, que si el auditorio no hubiera sido tan indulgente, lo habrían despedido muy pronto.

Todas las veces que miraba a la condesa, le parecía como si viera brillar ante sus ojos una chispa eléctrica; por último, no sabía ya de dónde sacar aliento para su recitación. La hermosa dama le había gustado siempre; pero ahora le parecía que jamás había visto nada tan perfecto y el contenido de los miles de pensamientos que cruzaban por su alma podría ser aproximadamente el siguiente:

-Qué gran locura, en tantos poetas y otras personas que se dicen sensibles, indignarse contra el adorno y la riqueza de los trajes y desear que sólo se muestren las mujeres de todas las clases sociales con un vestido sencillo y conforme a la naturaleza. Censuran el adorno, sin reflexionar que no es el pobre adorno lo que nos desagrada cuando descubrimos una persona fea o poco dotada de hermosura, rica y refinadamente vestida; yo querría reunir aquí a todos los entendidos del mundo y preguntarles si desearían suprimir algo de esas cintas y encajes, de esos bullones, rizos y piedras centelleantes. ¿No temerían alterar la grata impresión que sale aquí a su encuentro de una manera tan fácil y natural? Sí, natural, bien puedo decirlo. Si Minerva brotó con todas sus armas de la cabeza de Júpiter, parece igualmente que esta diosa, con todos sus adornos, ha salido con fácil pie del seno de alguna flor.

La contempló frecuentemente durante la lectura, como si quisiera grabar en sí esta impresión de modo eterno, y se equivocó varias veces al leer, sin turbarse por ello, aunque en general se desesperaba por el cambio de una palabra o de una letra, funesta deshonra de toda recitación.

Una falsa alarma de que llegaban los coches de los huéspedes puso término a la lectura; marchose la baronesa, y la condesa, ocupada en cerrar su papelera, que aún estaba abierta, tomó un estuche con anillos y todavía se puso algunos en los dedos.

-Pronto nos separaremos -dijo, clavando sus ojos en el estuche-; acepte usted un recuerdo de una buena amiga que nada desea tan vivamente como que le acompañe a usted la fortuna.

Sacó después un anillo, cubierto de piedras preciosas, que bajo un cristal mostraba un hermoso escudo tejido con cabellos. Tendióselo a Guillermo, quien, al tomarlo, no supo qué decir ni qué hacer, sino que se quedó inmóvil como si hubiera echado raíces en el suelo. La condesa cerró el escritorio y se sentó en el sofá.

-Y yo, ¿debo irme con las manos vacías? -dijo Filina, arrodillándose a la derecha de la condesa-. Mire usted este hombre, que siempre tiene tantas palabras en su boca cuando no son precisas, y ahora ni siquiera sabe balbucear unas miserables gracias. Vamos, señor, cumpla por lo menos su deber por medio de gestos, y si hoy no es capaz de inventar nada por sí mismo, imíteme siquiera.

Filina cogió la mano derecha de la condesa y se la besó con vivacidad. Guillermo cayó de rodillas, cogiole la izquierda y se la estrechó contra sus labios. La condesa pareció perpleja, pero no disgustada.

-¡Ay! -exclamó Filina-, otras veces he visto tantas joyas y adornos, pero nunca una dama tan digna de llevarlos. ¡Qué brazaletes, pero, también, qué manos! ¡Qué collares, pero qué pecho!

-Cállate, aduladora -exclamó la condesa.

-¿Es éste el señor conde? -dijo Filina señalando un rico medallón, que la condesa llevaba pendiente de rica cadena al lado izquierdo.

-Está pintado en traje de novio -respondió la condesa.

-¿Era entonces tan joven? -preguntó Filina-. Según me han dicho, sólo hace pocos años que está usted casada.

-Esa juventud debe ser apuntada en la cuenta del pintor -respondió la condesa.

-Es un buen mozo -dijo Filina-. Pero -añadió, posando una mano sobre el corazón de la condesa-, ¿ninguna otra imagen se habrá deslizado dentro de este escondido estuche?

-Eres muy osada, Filina -exclamó la dama-. Te he mal educado. Que no vuelva a oír nada semejante.

-Si usted se enoja, soy bien desgraciada -exclamó Filina, levantándose rápida y lanzándose fuera de la habitación.

Aún tenía Guillermo aquella hermosísima mano entre las suyas. Miraba fijamente el brazalete, que, con gran asombro suyo, dejaba ver, trazadas con brillantes, las iniciales de su nombre.

-¿Es cierto que me da usted cabellos suyos en este precioso anillo? -preguntó con modestia.

-Sí -respondió ella a media voz; después se rehízo y dijo estrechándole la mano-. Levántese, y adiós.

-Por la casualidad más singular lleva usted aquí mi nombre -exclamó él, señalando a la pulsera.

-¿Cómo? -exclamó la condesa-. Son las iniciales de un amigo.

-Son mis letras. No me olvide usted. Su imagen no se extinguirá nunca en mi corazón. Adiós; déjeme usted huir.

Le besó la mano y quiso levantarse; pero, lo mismo que en los sueños lo más extraño se origina de lo más extraño para asombro nuestro, así, sin saber cómo, se encontró con la condesa entre los brazos; los labios de la dama se apoyaban en los suyos, y sus mutuos y apasionados besos les proporcionaron una felicidad que sólo podemos probar con la primera hirviente espuma que se derrama del recién henchido cáliz del amor.

La frente de la condesa descansaba sobre su hombro y no pensaban en los ajados rizos y lazos. Ella había ceñido sus brazos en torno a Guillermo; él la abrazaba con vivacidad y la estrechaba repetidamente contra su pecho. ¡Oh! ¡Que tales momentos no puedan durar una eternidad! ¡Maldito sea el envidioso destino que vino a interrumpir, también para nuestros amigos, aquellos instantes breves!

Con qué aturdimiento, con qué espanto arrancose Guillermo a su feliz sueño, cuando la condesa se desprendió de repente de sus brazos, lanzando un gritó y llevándose la mano hacia el corazón.

Permaneció todo confuso ante la dama; ella se había cubierto los ojos con la otra mano, y exclamó, después de una pausa:

-¡Váyase usted! ¡Pronto!

Aún permanecía inmóvil Guillermo.

-Déjeme usted -exclamó ella, y apartando la mano de los ojos y contemplándolo con una mirada indescriptible, añadió con su voz más tierna: -Huya usted de mí, si me ama.

Guillermo se halló fuera de la habitación y entró de nuevo en su cuarto, antes de saber lo que le había pasado.

¡Desgraciados! ¿Qué singular advertencia del azar o del destino los arrancó a uno de otro?






 
 
FIN DEL TOMO PRIMERO