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ArribaAbajoLibro quinto


ArribaAbajoCapítulo primero

De este modo Guillermo, aparte sus dos heridas apenas curadas, vino a tener una tercera que no le era menos incómoda. Aurelia no quiso permitir que utilizara los servicios de un cirujano; curábale ella misma, en medio de toda suerte de singulares discursos, ceremonias y sentencias, colocándolo, de este modo, en una situación muy penosa. Por lo demás, no sólo él, sino todas las personas que se encontraban en su proximidad tenían que sufrir con su inquietud y singularidades; pero nadie tanto como el pequeño Félix. La viva criatura era atacada de una impaciencia extrema bajo tal opresión, y mostrábase cada vez peor criado cuanto más lo reprendía y quería corregirlo ella.

El mozuelo se complacía en ciertos caprichos, que generalmente suelen ser llamados mala educación, y que Aurelia no quería en modo alguno tolerarle. Por ejemplo, le gustaba más beber de la botella que en un vaso, y manifiestamente le sabían mejor los manjares cogidos de la fuente que los servidos en su plato. Tales inconveniencias no le eran toleradas, y cuando dejaba las puertas abiertas o las cerraba de golpe, cuando no se movía del sitio al serle mandada alguna cosa o se echaba a correr bruscamente, érale preciso oír una gran lección, sin que con ella se manifestara en él ninguna enmienda. Al contrario, parecía perder de día en día su cariño hacia Aurelia; en su acento no había ternura alguna cuando decía «Madre», y en cambio se unía apasionadamente con su vieja ama, que, a la verdad, le dejaba hacer todos sus caprichos.

Pero desde hacía algún tiempo se había puesto ésta tan enferma, que, sacándola de la casa, habían tenido que instalarla en un alojamiento más tranquilo, y Félix se habría visto completamente solo si, en Mignon, no se hubiera mostrado también un amable espíritu protector. Ambas criaturas se entretenían una con otra del más lindo modo: enseñábale ella cancioncillas, y el niño, que tenía muy buena memoria, recitábalas con frecuencia para admiración del auditorio. También quiso ella explicarle los mapas geográficos, de los que siempre seguía ocupándose mucho, en lo cual, sin embargo, no empleó el mejor método; pues, en realidad, su especial interés respecto a todos los países parecía ser el de saber si eran fríos o cálidos. Sabía muy bien darse cuenta de los polos de la tierra, del espantoso hielo que allí había y de que crecía el calor cuanto más se alejaba uno de ellos. Si alguien se iba de viaje, sólo preguntaba si iba hacia el Norte o hacia el Sur, y se esforzaba por encontrar su camino en sus pequeños mapas. En especial, prestaba gran atención cuando Guillermo hablaba de viajes, y siempre parecía afligirse tan pronto como la conversación pasaba a otro tema. Si no era posible convencerla de que se encargara de un papel, o siquiera de que fuera al teatro cuando había representación, por el contrario, se aprendía de memoria, con diligencia y gusto, odas y canciones, y provocaba admiración en todo el mundo cuando se ponía a declamar impensadamente una de tales poesías, que pertenecían de costumbre al género serio y solemne.

Serlo, que estaba habituado a observar la más pequeña huella de un talento en germen, procuraba infundirle ánimos; pero, sobre todo, lo que más le impresionaba en ella era su linda, variada y frecuentemente alegre manera de cantar; por el mismo medio habíase ganado también sus favores el arpista.

Sin poseer él mismo talento para la música ni tocar ningún instrumento, Serlo sabía apreciar el alto valor de este arte; tantas veces como le era posible, trataba de procurarse ese goce, que con ningún otro puede ser comparado. Una vez por semana tenía concierto en sus habitaciones, y ahora, con Mignon, el arpista y Laertes, que no era torpe para tocar el violín, habíase formado una singular orquesta doméstica. Solía decir:

-El hombre hállase tan inclinado a abandonarse a las cosas más vulgares; el espíritu y los sentidos se embotan tan fácilmente para las impresiones de lo bello y lo perfecto, que por todos los procedimientos debe ser conservada en nosotros la capacidad de sentir, pues nadie puede prescindir por completo de tales goces, y sólo la falta de costumbre de disfrutar de algo bueno es causa de que muchos hombres encuentren placer en necedades y tonterías con tal de que sean novedades solamente. Debíamos todos los días -decía también- oír siquiera una cancioncita, leer una buena poesía, contemplar un cuadro excelente, y, si fuera posible, decir algunas palabras razonables.

Con tales opiniones, que hasta cierto punto eran innatas en él, no podían faltar entretenimientos agradables para las personas que rodeaban a Serlo. En medio de esta placentera situación, cierto día trajéronle a Guillermo una carta cerrada con lacre de luto. El sello de Werner indicaba una triste noticia, y no se espantó poco al encontrar, en breves palabras, el anuncio de la muerte de su padre. Al cabo de rápida e inesperada enfermedad, había abandonado este mundo, dejando en el mejor orden sus asuntos familiares.

Esta noticia inesperada hirió en lo más íntimo a Guillermo. Sintió hondamente la indiferencia con que solemos olvidarnos de amigos y parientes mientras gozan de su existencia terrena, y sólo nos arrepentimos de nuestra falta cuando han sido rotos aquellos bellos lazos, por lo menos, en la actual existencia. De otra parte, el dolor de Guillermo por la temprana muerte de aquel hombre excelente sólo podía ser mitigado por la idea de que había amado poco el mundo y por el convencimiento de que había gozado poco de él.

Los pensamientos de Guillermo dirigiéronse pronto hacia su propia situación personal y no se sintió menos inquieto. El hombre no puede ser colocado en una posición más peligrosa que cuando se opera un gran cambio en su situación, por obra de circunstancias exteriores, sin que su modo de sentir ni de pensar estén preparados para ello. Prodúcese entonces una época sin época, y origínase una contradicción tanto mayor cuanto menos puede observar la persona que todavía no está dispuesta para las nuevas circunstancias.

Guillermo se veía libre en un momento en que todavía no podía entenderse consigo mismo. Sus sentimientos eran nobles, sus intenciones y propósitos no parecían censurables. Podía confesarse todo esto a sí mismo con cierta confianza; pero había tenido bastantes ocasiones para observar que le faltaba experiencia, y por ello, concedía un valor excesivo a la experiencia ajena y a los resultados que deducía de ella con gran convencimiento, con lo cual se internaba cada vez más en el error. Lo que le faltaba, creía adquirirlo prontamente conservando y tratando de coleccionar todo lo notable que podía hallar en los libros y en la conversación. Por ello, consignó por escrito opiniones e ideas ajenas y propias, y hasta conversaciones enteras que le habían interesado, y de este modo, por desdicha, guardaba de igual modo lo falso y lo verdadero, aferrábase demasiado tiempo a una idea, y hasta podemos decir que a una sentencia, y renunciaba así a su manera natural de pensar y proceder, ya que con frecuencia tomaba por norte luces y orientaciones ajenas. La amargura de Aurelia y el frío desprecio hacia los hombres que sentía su amigo Laertes no dejaron de contagiar sus juicios con más frecuencia de lo que fuera conveniente; pero nadie había sido tan peligroso para él como Yarno, persona de cuya clara razón brotaban juicios justos y severos sobre las cosas presentes, pero que tenía el defecto de pronunciar sus opiniones personales como si se tratara de máximas generales, olvidando que los fallos de la razón en realidad no valen más que para una sola vez y un caso determinado y se convierten ya en inexactos si se les aplica al más inmediato.

De este modo Guillermo, aspirando a ponerse de acuerdo consigo mismo, alejábase cada vez más de esa saludable unidad, y, en tal desconcierto, fuele tanto más fácil a sus pasiones emplear en provecho propio todas esas disposiciones, confundiéndolo todavía más acerca de lo que tenía que hacer.

Serlo utilizó en beneficio propio esta noticia fúnebre, y, realmente, cada día tenía mayores motivos para pensar en dar otra dirección a su compañía de teatro. Le era preciso renovar sus antiguos contratos, de lo que no tenía gran gana, ya que varios compañeros, que se juzgaban indispensables, hacíanse cada día más insoportables, o tenía que dar a su compañía una forma completamente nueva, cosa que se conformaba también con sus deseos.

Sin instar él mismo a Guillermo, procuraba que lo hicieran Aurelia y Filina; y los otros cómicos, que anhelaban una contrata, tampoco dejaban en paz a nuestro amigo, en forma que éste, con bastante confusión, hallábase en un cruce de caminos. ¿Quién habría pensado que una carta de Werner, escrita en un sentido muy opuesto, debería forzarle por último a tomar una resolución? Prescindiremos de su comienzo y daremos con pocas modificaciones el resto de la carta.




ArribaAbajoCapítulo II

... «Ocurrió siempre así, y así debe tener que ser, que cada cual, en todo propósito, se entregue al ejercicio de sus asuntos y muestre su actividad. Apenas había dejado de existir el buen viejo, cuando, ya en el primer cuarto de hora, no hubo cosa alguna en la casa que se hiciera según las ideas del difunto. Llegaban a montones amigos, conocidos y parientes, y en especial esa clase de gentes que tienen algo que ganar en tales circunstancias. Traíanse unas cosas, llevábanse otras, contábase, escribíase, hacíanse cálculos; unos iban a buscar vino y tortas, otros comían y bebían; pero a nadie vi ocupado con mayor seriedad que a las mujeres, que elegían sus trajes de luto.

»Por tanto, habrás de perdonarme, amigo mío, si también yo, en aquella ocasión, pensé en mi provecho, me mostré con tu hermana tan servicial y activo como me fue posible, y tan pronto como, hasta cierto punto, pareció permitirlo el decoro, le hice comprender que, desde entonces, era interés nuestro acelerar una unión que nuestros padres habían dilatado hasta entonces con prolijidades excesivas.

»Pero no creas que se nos ha ocurrido tomar posesión de la gran casa vacía. Somos más modestos y razonables; debes conocer nuestro plan. Inmediatamente después del matrimonio, tu hermana se trasladará a nuestra casa y hasta vendrá con ella tu madre.

»¿Cómo es posible eso?, dirás tú; en vuestro nido apenas tenéis ya sitio para vosotros solos. Es una cuestión de arte, amigo mío. Una hábil disposición lo facilita todo y no sabes cuánto sitio se encuentra si se necesita poco espacio. Venderemos la casa grande, para lo cual se ofrece buena ocasión en este momento; el dinero que resulte debe producir réditos centuplicados.

»Espero que estarás conforme con ello y deseo que no hayas heredado nada de las estériles aficiones de tu padre y tu abuelo. Aquél colocaba su más alta felicidad en cierto número de obras de arte, de poca apariencia, que bien puedo decir que nadie estaba capacitado para gozar con ellas; el otro vivía en medio de un precioso mobiliario que a nadie permitía gozar con él. Queremos proceder de otro modo y espero tu asentimiento.

»Es verdad que en toda nuestra casa no conservo otro sitio para mí sino mi pupitre, y todavía no logro concebir dónde podría ser colocada una cuna en lo futuro; pero, en cambio, es tanto mayor el espacio fuera de la casa. Los cafés y los clubs para el marido, los paseos a pie y en coche para la señora, y para ambos, los hermosos sitios de recreo en el campo. Con ello, es también muy ventajoso que nuestra mesa redonda estará por completo ocupada y le será imposible al padre convidar amigos que con tanta mayor facilidad se burlan de él cuanta mayor molestia se haya dado para obsequiarlos.

»¡Nada de superfluo en la casa! Ni demasiados muebles o utensilios, ni coche, ni caballos. Nada más que dinero, y entonces, cada día, de la manera más razonable, haremos lo que se nos antoje. Nada de guardarropa; siempre llevaremos puesto lo mejor y más nuevo; el marido echará a todo diario su casaca y la mujer venderá al ropavejero sus trajes tan pronto como estén un poco fuera de moda. Nada me es más insoportable que ser dueño de un viejo almacén de ropa usada. Si quisieran regalarme la más preciosa piedra con la obligación de llevarla en el dedo a diario, no la aceptaría; pues ¿cómo puede obtenerse ninguna alegría de tener un capital muerto? Esta es, por tanto, mi alegre profesión de fe: realizar mis negocios, ganar dinero, divertirme con los míos, y no ocuparme para nada del resto del mundo sino en cuanto pueda prestarme utilidad.

»Pero ahora dirás tú: ¿Qué habéis pensado para mí en esos preciosos planes? ¿Dónde debo hospedarme, si me vendéis la casa de mi padre y en la vuestra no queda ni el más pequeño espacio?

»Esa es precisamente la cuestión principal, hermanito, y te la presentaré al instante, no bien te haya dirigido los condignos elogios por tu tiempo excelentemente empleado.

»Dime, sólo, cómo te has gobernado, en tan pocas semanas, para llegar a ser conocedor de tantas cosas útiles e interesantes. Reconozco en ti muchas capacidades, pero no te hubiera atribuido tanta atención ni tanta diligencia. Tu diario nos ha convencido de la utilidad con que has hecho tu viaje; la descripción de las forjas de hierro y cobre es excelente y muestra mucha inteligencia en la cuestión. También yo las visité en otro tiempo; pero mi relación, si la pongo frente a la tuya, me parece muy chapucera. Es instructiva toda la carta sobre la fabricación de tejidos, y muy exactas tus observaciones sobre la competencia industrial. En algunos sitios has cometido errores en las sumas, que, sin embargo, son muy disculpables.

»Pero lo que a mi padre y a mí nos ha alegrado del modo más alto son tus sólidas opiniones sobre economía agraria y, en especial, sobre el mejoramiento de los terrenos. Tenemos esperanza de adquirir una gran finca, en una región muy fértil, que está ahora embargada. Emplearemos en eso el dinero que obtengamos de la venta de la casa de tu padre; en cuanto al resto del precio, parte será tomado a crédito, parte puede quedar a deber, y contamos contigo para que te traslades a la finca, dirijas las mejoras, y de este modo, para no decir demasiado, en algunos años puede ser aumentado en una tercera parte el valor de aquellos bienes; vuelve a venderse, se busca una más grande, se la mejora y se procede de igual modo, y tú eres para ello el hombre indicado. Mientras tanto, nuestras plumas no estarán en casa ociosas y pronto nos encontraremos en una situación digna de envidia.

»Ahora, adiós. Goza de la vida en tu viaje y trasládate adonde esperes encontrar placer y provecho. Antes de medio año no necesitamos de ti; puedes, por tanto, ir conociendo el mundo a tu capricho, pues un hombre capaz encuentra viajando la educación más conveniente. Adiós; estando tan estrechamente ligado contigo, me alegro que también nos unamos por el espíritu de actividad».

Por muy bien escrita que estuviera esta carta y por muchas verdades económicas que pudiera contener, desagradó a Guillermo por más de un motivo. Las alabanzas que contenía de sus fingidos conocimientos estadísticos, tecnológicos y agrícolas eran un secreto reproche para él, y el ideal de felicidad de una vida burguesa que trazaba ante él su cuñado no le atraía en modo alguno; más bien, por un secreto espíritu de contradicción, lo impulsaba con violencia hacia el opuesto lado. Convenciose de que sólo en el teatro podía perfeccionar la formación que deseaba darse a sí mismo, y pareció tanto más fortalecido en su determinación, ya que Werner, sin saberlo, se había convertido en adversario suyo. Por eso, reunió todas sus razones y se abrazó a su opinión con tanta mayor fuerza cuantos más motivos creía tener para presentarse al prudente Werner bajo una luz favorable, y de este modo nació la respuesta que a continuación insertamos.




ArribaAbajoCapítulo III

«Tu carta está tan bien escrita, y pensada con tanta discreción y prudencia, que nada puede añadirse a ella. Pero me permitirás que te diga que se podría pensar, afirmar y hacer justamente lo contrario, y, sin embargo, tener también razón. Tu manera de ser y de opinar encamínase a poseer ilimitadas riquezas y a gozar de ellas de una manera fácil y divertida, y apenas necesitaré decirte que nada puedo encontrar en ello que me atraiga.

»En primer lugar, tengo que confesarte, por desgracia, que mi diario, por la necesidad de agradar a mi padre, fue redactado con el auxilio de un amigo, tomando la materia de libros diversos, y que las cosas que allí se contienen y otras muchas del mismo género, es verdad que las sé, pero en modo alguno las comprendo ni sé qué se puede sacar de ellas. ¿De qué me servirá el saber fabricar buen hierro si mi propio interior está lleno de escorias? ¿Y de qué poner en orden una finca rústica si estoy en desacuerdo conmigo mismo?

»Para decírtelo en pocas palabras, el educarme a mí mismo tal como he sido formado por la Naturaleza ha sido, desde la niñez, mi deseo y mi propósito. Conservo todavía esos mismos sentimientos, con la sola diferencia de que los medios para hacer posible tal aspiración han llegado a ser para mí cosa más clara. He visto más mundo del que tú crees y lo he aprovechado mejor de lo que tú piensas. Concede, por ello, alguna atención a lo que digo, aunque no sea por completo conforme con tus opiniones.

»Si fuera yo noble, nuestra discusión estaría muy pronto terminada; pero como no soy más que un burgués, tengo que seguir un camino personal y deseo que puedas comprenderme. No sé lo que ocurre en países extranjeros; pero, en Alemania, sólo a un noble le es posible adquirir cierta cultura general, y, si puedo decirlo así, personal. Un burgués puede adquirir méritos y, cuando más, cultivar su espíritu; pero, haga lo que quiera, su personalidad queda perdida. Mientras tanto, el noble, que se relaciona con la gente más distinguida, tiene obligación de procurarse maneras distinguidas, y este decoro, toda vez que para él están abiertas todas las puertas, se convierte en un libre adorno, ya que en cualquier caso tiene que rendir el tributo de su figura y persona, bien en el ejército o bien en la corte, adquiriendo de este modo motivos para estimarse a sí propio y para mostrar que se estima en alguna cosa. Cierta gracia solemne en las cosas diarias, una especie de fácil decoro en las serias e importantes, siéntanle de excelente modo, porque así deja ver que en todas partes encuentra su equilibro. Es un personaje público, y tanto más perfecto será cuanto más pulidos sean sus movimientos, más sonora su voz, más digna y mesurada toda su persona. Si siempre se conduce de igual modo, con los altos y con los bajos, con los amigos y con los parientes, nada hay que reprender en él, no puede desearse de él otra cosa. Que sea frío, pero sensato; disimulado, pero cauto. Si sabe dominarse exteriormente en cualquier momento de su vida, nadie tiene que solicitar más de él, y todo lo restante que posea en sí y alrededor de sí, capacidades, talentos, riquezas, todo ello no parecen más que accesorios.

»Imagínate ahora cualquier burgués que pensara alcanzar la posesión de alguna de esas ventajas; tendría que fracasar totalmente, y sería tanto más desgraciado, cuanto la Naturaleza le hubiera dado capacidades e impulsos para aquella manera de ser.

»Si el noble no conoce límite alguno en la vida diaria; si pueden hacerse de él reyes y figuras reales; si puede presentarse en todas partes con tranquila conciencia ante sus análogos; si en todas partes puede lanzarse hacia delante, al burgués no hay nada que le siente mejor que el puro y silencioso reconocimiento de la línea de frontera trazada ante él. No debe preguntarse: «¿Quién eres tú?», sino solamente: «¿Qué tienes tú? ¿Qué puntos de vista, qué conocimientos, qué capacidades, cuántos bienes posees?» Si el noble lo da todo sólo con presentar su persona, el burgués no da nada, ni debe dar nada, con presentar la suya. Al uno le es permitido y debe lucir; el otro sólo debe ser, y si quiere lucirse es ya cosa risible y de mal gusto. El primero debe hacer y actuar; el otro debe producir y crear; debe cultivar capacidades aisladas para ser útil, y es ya cosa anticipadamente sabida que en su ser no hay ni debe haber ninguna armonía, porque para hacerse útil en un sentido tiene que abandonar todo el resto.

»De esta diferencia no tiene la culpa la petulancia de los nobles ni la condescendencia de los burgueses, sino la misma constitución de la sociedad; preocúpame poco si alguna cosa puede ser modificada en esto y qué será modificado; en una palabra, dado el actual estado de cosas, tengo que pensar en mí mismo y en el modo como puedo salvarme a mí mismo y alcanzar lo que es para mí imprescindible necesidad.

»Precisamente, siento una irresistible inclinación hacia ese armónico cultivo de mis facultades naturales que me niega el nacimiento. Desde que te dejé he ganado mucho en lo que se refiere a ejercicios corporales; me he desembarazado mucho de mi torpeza habitual y sé presentarme bastante bien. También he cultivado mi manera de hablar y mi voz, y sin vanidad, puedo decir que no desagrado en sociedad. Ahora bien, no te negaré que cada día se hace más irreprimible en mí el impulso de llegar a ser un personaje público y de agradar y actuar en un círculo más dilatado. Añádase a esto mi inclinación hacia la poesía y a todo lo que está en relación con ella, y la necesidad de cultivar mi espíritu y mi gusto para que, poco a poco, hasta en los goces de que no puedo prescindir, sólo tenga realmente por bueno a lo bueno y por bello a lo bello. Bien ves que todo esto, para mí, sólo puede encontrarse en el teatro, y que exclusivamente en ese único elemento es donde podré moverme y desenvolverme según mis deseos. En la escena, el hombre bien educado aparece con todo el brillo de su personalidad como en las clases superiores; en todo esfuerzo, el espíritu y el cuerpo tienen que marchar al mismo paso, y allí podré existir y presentarme de modo tan brillante como en ningún otro sitio. Si, al lado de esto, busco además trabajos, encontraré allí muchas enojosas tareas mecánicas y todos los días puedo proporcionar bastante ejercicio a mi paciencia.

»No disputes conmigo acerca de esto, pues antes de que me escribas ya estará dado el definitivo paso. A causa de los prejuicios reinantes, cambiaré de nombre, porque, fuera de eso, me avergonzaría presentarme como Meister (Maestro). Adiós. Nuestra fortuna está en tan buenas manos que no me preocupo nada por ella; llegado el caso, te pediré lo que necesite; no será mucho, pues espero que mi arte debe también darme de comer».

Apenas enviada la carta, cumplió Guillermo su palabra, y con gran admiración de Serlo y de los otros, declaró, de repente, que se consagraba a la escena y quería celebrar un contrato con las debidas condiciones. Pronto estuvieron de acuerdo acerca de ello, pues ya Serlo había declarado antes que Guillermo y los demás quedarían contentos de él. Toda la desgraciada compañía, de la que nos hemos ocupado tanto tiempo, fue contratada de repente sin que, no obstante, ninguno de ellos, si exceptuamos a Laertes, hubiera mostrado su agradecimiento ante Guillermo. Como habían pedido sin confianza, recibían sin gratitud. La mayor parte preferían atribuir su admisión a la influencia de Filina y a ella le dirigieron sus gracias. Mientras tanto, llegó el momento de firmar los redactados contratos y por una inexplicable asociación de ideas, en el instante en que estampaban su fingido nombre, surgió ante la imaginación de Guillermo, la imagen de aquel sitio del bosque donde había yacido herido en el regazo de Filina. Montada en un caballo blanco, salió de entre la espesura la gentil amazona, acercose y echó pie a tierra. Su humanitaria actividad hacíala ir y venir de un lado a otro; por último, se detuvo ante él. Cayole de los hombros la capa; su rostro y figura comenzaron a resplandecer y desapareció. De este modo, Guillermo no escribió su nombre sino de una manera maquinal, sin saber lo que hacía, y sólo después de haber firmado advirtió que Mignon estaba a su lado, lo había cogido por un brazo y había intentado suavemente apartar su mano del papel.




ArribaAbajoCapítulo IV

Una de las condiciones bajo las cuales entraba en el teatro Guillermo no fue aceptada sin restricciones por Serlo. Deseaba aquél que el Hamlet fuera ejecutado en su totalidad y sin cortes, y éste prometía satisfacer, en cuanto fuera posible, el singular deseo. Hasta entonces habían tenido muchas discusiones acerca de ello, pues en cuanto a lo que era y a lo que no era posible en escena, y en cuanto a lo que pudiera ser quitado de la obra sin mutilarla, eran ambos de muy diferentes opiniones. Guillermo encontrábase todavía en esa edad dichosa en la que no puede concebirse que en una muchacha amada o en un escritor venerado pueda haber defecto alguno. Los sentimientos que provocan en nosotros son tan plenos, concuerdan tanto con el sujeto mismo, que tenemos que pensar también que hay en ellos esa perfecta armonía. Por el contrario, a Serlo le gustaba analizar y acaso demasiado; su aguda comprensión no quería reconocer, de ordinario, en una obra de arte, más que un conjunto más o menos imperfecto. Creía que hay pocos motivos para tratar escrupulosamente a las obras tal como se las encuentra, y también Shakespeare, y el Hamlet muy especialmente, tenían mucho que sufrir con ello.

Guillermo no quería oír que nadie hablara de separar la paja del grano.

-No es que estén mezclados grano y paja -exclamaba-; es un árbol con su tronco, ramaje, hojas, botones, flores y frutos. ¿Cada cosa no está unida con la otra o no procede de ella?

El otro afirmaba que no se servía a la mesa el árbol entero, que el artista tenía que presentar a sus huéspedes manzanas de oro en fuentes de plata. Agotábanse en comparaciones, y su modo de pensar parecía cada vez más apartado uno del otro.

Nuestro amigo estuvo a punto de desesperarse totalmente, una vez que Serlo, al cabo de una gran disputa, recomendó, como el medio más sencillo, que se resolvieran simplemente a coger la pluma y a tachar en la tragedia lo que no había modo de hacer pasar; reunir varios personajes en uno solo, y que, si Guillermo no estaba todavía bastante habituado con esta tarea o no tenía ánimos bastantes para ella, no tenía más que confiarle aquel trabajo y lo tendría terminado muy pronto.

-Eso no está conforme con nuestro convenio -repuso Guillermo-. Poseyendo tanto gusto, ¿cómo puede ser usted tan frívolo?

-Amigo mío -exclamó Serlo-, también usted llegará pronto a serlo. Demasiado comprendo lo abominable que es este procedimiento, que acaso todavía no haya sido aplicado en ningún teatro del mundo. Pero ¿dónde hay alguno que esté tan poco vigilado como el nuestro? Los autores nos obligan a esta repugnante mutilación y el público la permite. ¿Cuántas obras de teatro poseemos que no sobrepasen la medida de lo que se dispone en cuanto a personal, decoraciones y mecánica teatral, tiempo, diálogo y fuerzas físicas de los actores? Y, sin embargo, tenemos que representar, representar siempre, y siempre repetirlas de nuevo. ¿No habremos, pues, de aprovecharnos de nuestra ventaja, ya que obtenemos lo mismo con obras mutiladas que con obras completas? El público mismo nos indica lo que nos conviene. Pocos alemanes, y acaso muy poca gente entre todas las otras naciones, tienen sensibilidad para gozar de un conjunto estético completo; no alaban ni censuran más que los detalles; no se extasían más que por los detalles; y ¿para quién será ello felicidad mayor sino para el comediante, ya que el teatro nunca es más que una obra de compilación y despedazamiento?

-Así lo es hoy -repuso Guillermo-; pero ¿es forzoso que continúe siendo así? ¿Todo tiene que seguir tal como es ahora? No me convenza usted de que tiene razón, porque ninguna fuerza del mundo podría obligarme a cumplir un contrato concertado con la equivocación más grosera.

Serlo derivó el asunto por vías humorísticas y rogó a Guillermo que volviera a meditar otra vez en sus frecuentes conversaciones sobre el Hamlet y hallara él mismo la manera de adaptarlo felizmente.

Al cabo de algunos días pasados en soledad, presentose con alegre semblante Guillermo.

-Me equivocaría mucho -exclamó-, si no hubiera encontrado la manera de cómo puede ser realzada la unidad del conjunto; hasta estoy convencido de que el mismo Shakespeare lo hubiera hecho de este modo si su genio no se hubiera preocupado tanto del asunto principal y no se hubiera dejado arrastrar quizá por las novelas, según las cuales componía su obra.

-Hable usted -dijo Serlo, sentándose en el canapé gravemente-; le escucharé tranquilo, pero le juzgaré con severidad tanto mayor.

Respondió Guillermo:

-Nada temo; basta con que usted me oiga. Después del más detenido examen, después de las más maduras reflexiones, distingo dos cosas en la composición de esta obra: en primer lugar, están las grandes e íntimas relaciones entre las personas y los acontecimientos, los poderosos efectos que se originan de los caracteres y del proceder de las figuras principales, todo lo cual es excelente considerado aisladamente e inmejorable el encadenamiento en que es presentado todo ello. Ningún género de adaptación puede destruirlo ni casi desfigurarlo apenas. Esto es lo que todo el mundo desea ver, lo que nadie se atreve a tocar, lo que se graba profundamente en las almas, y lo que, según oigo decir, ha sido casi trasladado a la escena alemana. Sólo que, según creo, se han equivocado al considerar como totalmente insignificante, y no tratar más que de paso o prescindir totalmente de ello, de lo que en esta obra aparece como elemento de segundo orden; quiero decir, las circunstancias exteriores de los personajes, que los hacen ir de un lugar a otro, o que, de una u otra manera, los ligan entre sí mediante ciertos acontecimientos accidentales. Cierto que estos hilos son ligeros y flojos, pero recorren toda la obra de un extremo a otro y mantienen unido lo que en otro caso se dispersaría, y que en realidad se dispersa cuando son cortados y se cree haber hecho todo lo que había que hacer al dejar sólo sus cabos. Entre estos acontecimientos exteriores cuento yo la situación de intranquilidad en Noruega, la guerra con el joven Fortinbras, la embajada al tío viejo, la discordia apaciguada, la expedición del joven Fortinbras a Polonia y su regreso al final de la obra; de igual modo, la vuelta de Horacio de Wittenberg y el gusto de Hamlet por ir también allí, el viaje de Laertes a Francia y su regreso, el viaje de Hamlet a Inglaterra, su cautividad por el pirata y la muerte de los dos cortesanos que llevan la carta traidora; todo esto son circunstancias y acaecimientos que no hay inconveniente en que dilaten una novela, pero que dañan en extremo y son muy defectuosos en cuanto a la unidad de una obra de teatro en la que el héroe no tiene ningún plan.

-¡Así es como me gusta oír hablar a usted! -exclamó Serlo.

-No me interrumpa -repuso Guillermo-. Es posible que no siempre tenga usted que alabarme. Esos defectos son como los puntales de un edificio que no deben ser quitados antes de haber establecido un firme muro por debajo de ellos. Por tanto, mi proyecto es no tocar en nada a aquellas grandes situaciones, sino conservarlas todo lo posible tanto en el total como en los detalles, pero echar fuera de una vez para siempre todos estos motivos externos, aislados, dispersos y dispersadores, substituyéndolos por un motivo único.

-¿El cuál sería? -preguntó Serlo abandonando su tranquila posición.

-Se halla ya en la obra -respondió Guillermo-; sólo que yo hago de él el uso debido. Me refiero a los trastornos que ocurren en Noruega. Aquí tiene usted el plan que me propongo: después de la muerte del viejo Hamlet, agítanse los noruegos recién conquistados. El gobernador de aquel país envía a Dinamarca a su hijo Horacio, antiguo amigo de colegio de Hamlet, el cual excede a todos los otros en valentía y cordura; viene para apresurar el armamento de la escuadra, cosa que no avanza sino muy lentamente bajo el nuevo rey, entregado a la crápula. Horacio conoció al viejo rey, al cual ha acompañado en sus últimas batallas, ha gozado de su favor, y, con ello, nada perderá la primera escena del fantasma. El nuevo rey concede al punto audiencia a Horacio y envía a Laertes a Noruega con la noticia de que pronto llegará la flota, mientras Horacio recibe la comisión de acelerar los preparativos; por el contrario, la madre no quiere aprobar que Hamlet, según él desea, se embarque con Horacio.

-¡Gracias a Dios! -exclamó Serlo-. De este modo nos libraremos también de Wittenberg y de su universidad, que siempre han sido un tropiezo para mí. Me parece excelente su pensamiento, pues aparte de esos dos últimos objetos lejanos, Noruega y la armada, el espectador no necesita pensar en ninguna otra cosa; todo lo demás lo ve, todo lo demás ocurre ante sus ojos; mientras que, en otra forma, su imaginación tendría que ser lanzada a través del mundo entero.

-Con facilidad comprenderá usted -repuso Guillermo- cómo puedo relacionar ahora todo lo restante. Cuando Hamlet le descubre a Horacio el crimen de su padrastro, aconséjale éste que vaya con él a Noruega, se gane el favor de la escuadra, y vuelva al reino con las armas en la mano. Como Hamlet llega a ser muy peligroso para el rey y para la reina, no tienen mejor modo de librarse de él que enviarlo a la armada dándole como espías a Rosenkranz y Güldenstern; y como, mientras tanto, Laertes regresa, este mancebo, excitado hasta el asesinato, es enviado en seguimiento del príncipe. La escuadra queda detenida a causa de desfavorables vientos; Hamlet vuelve de nuevo. Su paso por el cementerio acaso pueda ser motivado dichosamente; su encuentro con Laertes en la sepultura de Ofelia es un gran momento del que no puede prescindirse. Entonces puede reflexionar el rey que mejor sería librarse al instante de Hamlet. Celébrase solemnemente la fiesta de la partida y la aparente reconciliación con Laertes, en la cual se organiza un torneo donde combaten Hamlet y Laertes. No puedo terminar la obra sin los cuatro muertos; nadie debe sobrevivir. Como el pueblo vuelve a poder ejercitar su derecho de elección, Hamlet, al morir, dale su voto a Horacio.

-¡A escape!, ¡al trabajo! -repuso Serlo-. Póngase usted a ello y termine la obra; apruebo la idea totalmente; sólo es necesario que su entusiasmo no se disipe en humo.




ArribaAbajoCapítulo V

Guillermo se había consagrado ya desde mucho tiempo antes a una traducción del Hamlet; habíase servido para ello del ingenioso trabajo de Wieland, a través del cual, primeramente, había llegado a conocer a Shakespeare. Restituyó los pasajes suprimidos en aquella edición y estuvo así en posesión de una traducción completa en el momento en que se puso de acuerdo con Serlo acerca del modo como debía ser tratada la obra. Entonces, según sus planes, se dedicó a suprimir e interpolar, a separar y añadir, a transformar y, con frecuencia, a restablecer, pues por muy contento que pudiera estar con su idea, parecíale siempre, en la ejecución, que no hacía más que estropear el original.

Tan pronto como hubo terminado, leyole su trabajo a Serlo y al resto de la compañía. Mostráronse muy satisfechos con lo hecho, y en especial Serlo hizo diversas observaciones favorables.

-Ha comprendido usted muy justamente -dijo entre otras cosas- que hay circunstancias externas que acompañan a esta obra, pero que tienen que ser más sencillas que las que nos ha dado el gran poeta. Lo que ocurre fuera de la escena, lo que no ve el espectador, lo que tiene que imaginarse es como un fondo ante el cual se mueven las figuras que actúan. La perspectiva grande y simple de la escuadra y de Noruega hará muy bien en la obra; si se la suprime por completo, queda ésta reducida a una escena de familia, y la gran idea de que aquí perece toda una casa real por internos crímenes y torpezas no es ya representada en toda su dignidad. Pero si el fondo sigue siendo diverso, movedizo y confuso, dañará a la impresión de las figuras.

Guillermo tomó de nuevo el partido de Shakespeare y mostró cómo escribiendo para un pueblo insular, para los ingleses, que están acostumbrados a ver como fondo de su vida tan sólo navíos y viajes marítimos, las costas de Francia y los corsarios, lo que para ellos es algo plenamente habitual, ya nos perturba y confunde a nosotros.

Serlo tuvo que convenir en ello, y ambos concordaron en que debiendo ser representada la obra en la escena alemana, este fondo más serio y más sencillo se acomodaría mejor con nuestra manera de representar.

Ya antes de entonces se habían repartido los papeles; Serlo tomó a su cargo el de Polonio, Aurelia el de Ofelia, a Laertes fuele ya adjudicado el suyo por razón de su nombre; un recién llegado mancebo, fuerte y animoso, recibió el papel de Horacio; sólo se encontraron en cierta perplejidad acerca del papel del rey y el del fantasma. Para ambos personajes sólo disponían del viejo gruñón. Serlo propuso que el pedante hiciera de rey, ante lo que Guillermo protestaba violentamente. No podían llegar a buen término.

Por lo demás, Guillermo había dejado subsistir en la obra los dos papeles de Rosenkranz y de Güldenstern.

-¿Por qué no los ha refundido usted en uno solo? -preguntó Serlo-. Esa abreviación es muy fácil de hacer.

-Dios me libre de hacer tales supresiones, que a un tiempo extinguen el sentido y el efecto -repuso Guillermo-. Porque lo que estas dos personas hacen y son no puede ser representado por una sola. En estas pequeñeces se muestra la grandeza de Shakespeare. Este modo fácil de presentarse, estas afabilidades y reverencias, estos asentimientos, adulaciones y lisonjas; esta solicitud, este alabar, esta ubicuidad y vaciedad, esta honrada bribonería, esta incapacidad, ¿cómo pueden ser expresados por un solo hombre? Haría falta siquiera una docena, si se pudiera disponer de ellos, pues no existen nada más que en sociedad, son la sociedad misma, y Shakespeare se mostró muy modesto y prudente no haciendo salir a escena más que a dos de tales representantes. Por otra parte, necesito en mi arreglo que sean una pareja, para contrastar con el único bondadoso y excelente Horacio.

-Le comprendo a usted -dijo Serlo-, y ya nos arreglaremos. Uno de tales papeles se lo daremos a Elmira (así se llamaba la hija mayor del gruñón); en nada perjudicará que tengan buen aspecto, y adornaré y ensayaré de tal modo a mis muñecos que sea un encanto el verlos.

Filina alegrábase extraordinariamente con tener que hacer de duquesa en la pequeña comedia.

-Representaré con la mayor naturalidad -exclamó- cómo puede casarse una a toda prisa con un segundo marido después de haber amado extraordinariamente al primero. Confío en obtener el mayor éxito y no habrá hombre que no desee ser el tercero.

Aurelia puso semblante enojado al oír tales manifestaciones; su aversión hacia Filina aumentaba de día en día.

-Lástima grande -dijo Serlo- que no tengamos ballet; en ese caso, habría usted bailado un pas de deux con sus dos maridos y el primero debería morirse sin perder el compás, y los piececitos y las pantorrillitas que usted tiene harían un efecto encantador en lo alto de aquel teatro infantil.

-En lo que se refiere a mis pantorrillas, no sabe usted demasiado de ello -repuso Filina mordazmente-, y en lo que afecta a mis piececitos -añadió tendiendo rápidamente la mano bajo la mesa, quitándose sus chinelas y colocándolas una junto a otra delante de Serlo-, aquí tiene usted los soportes, y lo desafío a que encuentre por ahí otros más lindos.

-Verdaderamente -dijo él considerando los elegantes pantuflos-, no sería fácil ver nada más precioso.

Era calzado de París; Filina los había recibido como obsequio de la Condesa, dama que era celebrada por su hermoso pie.

-¡Delicioso objeto! -exclamó Serlo-. Me late el corazón sólo con verlos.

-¡Qué encanto! -dijo Filina.

-No hay nada mejor que un par de chinelillas tan bellamente trabajadas -exclamó Serlo-; pero su ruido es aún más delicioso que su vista.

Levantolas en el aire y varias veces las dejó caer alternativamente sobre la mesa.

-¿Qué quiero decir eso? Devuélvamelos en seguida -exclamó Filina.

-¿Cómo podré decirlo? -repuso él con fingida reserva y seriedad burlona-. Nosotros, los solterones, que en general estamos solos por la noche, y, sin embargo, tenemos miedo como los otros hombres y suspiramos en la obscuridad por compañía, especialmente en las posadas y hospedajes desconocidos, donde no se está seguro por completo, nos sentimos muy consolados cuando una niña de buen corazón quiere prestarnos auxilio y compañía. Es de noche, yace uno en su cama, óyese un rumor, nos estremecemos, ábrese la puerta, reconócese una querida y susurrante vocecita, hay algo que se acerca deslizándose suavemente, muévense las cortinas del lecho; ¡clip, clap!, caen las chinelas, y al instante no se halla ya uno solo. ¡Ah, ese querido e inconfundible ruido que hacen los tacones al golpear contra el suelo! Cuanto más delicados son, más ligero es su ruido. Que no me hablen de Filomela, de arroyos murmuradores, de susurros del viento y de todo lo que silba y resuena; yo me atengo a mi ¡clip, clap!, ¡clip, clap!, lindo tema para un rondó que siempre querría uno volver a oír sonar desde el comienzo.

Filina le arrancó las pantuflas de las manos, diciendo:

-Cómo las he deformado. Son demasiado grandes para mí.

Después jugó con ellas y frotó las suelas una contra otra.

-¡Qué calientes se ponen! -exclamó, manteniendo una suela apoyada en su mejilla; después volvió a frotarlas y las tendió hacia Serlo.

Él fue lo bastante magnánimo para querer sentir aquel calor.

-¡Clip, clap! -exclamó ella, dándole un recio golpe con el tacón, en forma que el otro retiró la mano, lanzando un grito-. Quiero enseñarle a usted a que piense de otro modo cuando se trate de mis chinelas -dijo Filina, riéndose.

-Y yo quiero enseñarte a que no trates como niños a las personas mayores -replicole Serlo, levantándose de pronto, agarrándola con violencia y robándole más de un beso, que ella, hábilmente, supo dejarse arrebatar oponiendo seria resistencia.

Durante la pendencia se soltó la larga cabellera de Filina y se tendió envolviendo el grupo de combatientes; volcose la silla, e íntimamente ofendida por este desorden, retirose con indignación Aurelia.




ArribaAbajoCapítulo VI

Aunque en aquel nuevo arreglo del Hamlet habían sido suprimidos diversos personajes, su número era siempre bastante grande y casi no era suficiente para abarcarlo el total de los miembros de la compañía.

-Si esto sigue así -dijo Serlo-, nuestro propio apuntador tendrá que salir de su agujero, circular entre nosotros y convertirse en personaje.

-Muchas veces lo he admirado ya en sus funciones -repuso Guillermo.

-No creo que exista ningún auxiliar más perfecto -dijo Serlo-. Jamás lo oye ningún espectador, y nosotros, en escena, comprendemos cada sílaba que pronuncia. Se ha formado, por decirlo así, una voz especial para su función, y es como un buen genio que, en caso de necesidad, susurra de modo perceptible para nosotros. Comprende qué parte de su papel se ha apropiado plenamente el actor y adivina de lejos cuándo va a faltarle la memoria. En algunos casos en que apenas había podido yo hojear mi papel, cuando tenía que dictarme palabra por palabra, representó felizmente gracias a él; pero tiene algunas singularidades que incapacitarían a cualquier otro que no fuera él: se interesa tan vivamente por las obras, que, sin declamar los pasajes patéticos, los recita lleno de emoción. Por esta mala costumbre me ha hecho equivocar más de una vez.

-Lo mismo que a mí -dijo Aurelia-, por otra extravagancia me dejó una vez plantada en medio de un pasaje muy difícil.

-¿Cómo fue, pues, posible, si presta tanta atención? -preguntó Guillermo.

-Conmuévese tanto en ciertas escenas -repuso Aurelia-, que se deshace en llanto y llega a estar totalmente fuera de sí en algunos momentos; y no son, en realidad, los trozos llamados conmovedores los que lo ponen en esa situación; son, si puedo explicarme claramente, aquellos pasajes bellos en los que el puro espíritu del poeta lanza sus más claras y serenas miradas, los pasajes con los que nosotros nos encantamos altamente y no suelen ser notados por la muchedumbre.

-Y poseyendo esta alma tierna, ¿por qué no aparece en escena?

-Una voz ronca y un aire envarado lo excluyen de la escena, y su naturaleza hipocondríaca, de la sociedad -repuso Serlo-. ¡Cuántos trabajos no he tenido que darme para acostumbrarlo a mi compañía! Todo en vano. Lee excelentemente, como a nadie he oído leer; nadie mantiene como él los difíciles límites que separan la declamación de una lectura emocionada.

-¡Ya lo tenemos! -exclamó Guillermo-. ¡Ya lo tenemos! ¡Qué feliz descubrimiento! Ya tenemos al actor que debe recitarnos el pasaje del fiero Pirro.

-Hay que tener tanta pasión como usted tiene -respondió Serlo- para utilizar todas las cosas para el fin que nos conviene.

-Verdaderamente estaba con mucha preocupación -exclamó Guillermo- de que tuviéramos que prescindir de este pasaje, con lo que toda la obra hubiera quedado faltosa.

-No puedo imaginármelo -repuso Aurelia.

-Espero que pronto será usted de mi opinión -dijo Guillermo- Shakespeare introduce la compañía de cómicos en un doble objeto. En primer lugar, el hombre que declama con tanta emoción personal la muerte de Príamo ejerce la más profunda impresión sobre el propio príncipe; agudiza la conciencia del vacilante joven, y de este modo esta escena es preludio de aquella otra en la que la pequeña comedia produce tan gran efecto sobre el rey. Hamlet se siente avergonzado ante el cómico que participa tan vivamente en unos dolores extraños y fingidos, y al punto se provoca en él la idea de hacer una tentativa de igual clase en la conciencia de su padrastro. Qué magnífico monólogo en que termina el segundo acto. Cómo me gustaría poder recitarlo: «¡Oh! ¡qué miserable, qué vil esclavo soy!... No es monstruoso que este comediante, sólo por una ficción, por el sueño de una pasión, fuerce su alma tan a su voluntad que sus efectos hagan palidecer todo su semblante. Lágrimas en sus ojos. Extravío en sus ademanes. Voz entrecortada. Todo su ser penetrado de un solo sentimiento. Y todo eso por nada... Por Hécuba... ¿Qué es Hécuba para él, o qué es él para Hécuba para que tenga que llorarla de ese modo?»

-Con tal de que podamos sacar a nuestro hombre a escena -dijo Aurelia.

-Tenemos que irlo llevando poco a poco -repuso Serlo-. En los ensayos puede leer el pasaje, y diremos que esperamos al cómico que debe representar el papel, y ya veremos cómo salimos del paso.

Después de estar de acuerdo acerca de este punto, dirigiose la conversación hacia el fantasma. Guillermo no podía decidirse a entregarle al pedante el papel del rey viviente a fin de que el gruñón pudiera representar el del aparecido, y pensaba más bien, ya que aún había que esperar algún tiempo, y todavía estaba anunciada la llegada de algunos cómicos, ver si podía encontrarse entre ellos el hombre conveniente.

Por eso, bien puede imaginarse lo asombrado que se quedó Guillermo cuando una noche se encontró sobre su mesa una esquela sellada, dirigida a él bajo su nombre de teatro y escrita con extraños caracteres.

«Según sabemos, ¡oh joven singular!, te encuentras en un grande apuro. Apenas encuentras hombres para tu Hamlet y mucho menos espíritus. Tu celo merece un milagro, milagros no podemos hacerlos, pero ocurrirá algo extraordinario. Si tienes confianza, el fantasma se presentará en el debido momento. Ten valor y estate tranquilo. No es necesaria respuesta; tu resolución será conocida de nosotros».

Con esta extraña carta volvió corriendo junto a Serlo, que la leyó y la releyó, y acabó por asegurar, con aire meditabundo, que la cosa tenía importancia y había que reflexionar maduramente acerca de si les sería lícito y podrían atreverse a confiar en aquello. Hablaron largamente en uno y otro sentido; Aurelia permanecía silenciosa y se sonreía de cuando en cuando, y al cabo de varios días, al volver a tratarse del asunto, dejó comprender bastante claramente que lo consideraba como una broma de Serlo. Rogó a Guillermo que estuviera por completo descuidado y que esperara pacientemente al espectro.

En general, Serlo estaba del mejor humor, pues los cómicos que debían marcharse se tomaban todas las posibles molestias para representar bien y que se les echara mucho de menos, y también podía esperar los mejores ingresos de la curiosidad que excitara la compañía nueva.

Hasta el trato con Guillermo había ejercido algún influjo sobre él. Comenzaba a hablar más acerca del arte, pues, en resumidas cuentas, era alemán y a esta nación le gusta darse cuenta de lo que hace. Guillermo tomó por escrito muchas de tales conversaciones; pero como nuestro relato no puede ser interrumpido con tanta frecuencia, en otra ocasión expondremos esos ensayos de dramaturgia a aquellos de nuestros lectores que se interesen por el asunto.

Especialmente Serlo mostrose muy contento cierta noche al hablar del papel de Polonio y decir cómo pensaba interpretarlo.

-Prometo -dijo- que esta vez os obsequiará haciendo un digno personaje; representaré muy galanamente, donde corresponda, su calma y seguridad, su vanidad e importancia, su gracia y sosera, su libertad y astucia, su franca picardía y falsa sinceridad. Imitaré y recitaré del modo más cortés el papel de ese semibribón, canoso, cándido, que todo lo soporta, plegándose a las circunstancias, y para ello me prestarán buenos servicios los rasgos con que lo dibuja nuestro autor, algo rudos y groseros. Hablaré como un libro cuando esté preparado para ello y como un loco cuando esté de buen humor. Seré insípido para conversar con cada cual según su manera, y lo suficientemente agudo para no advertir cuándo se burlan de mí las gentes. Rara vez tomé un papel a mi cargo con tanta malicia y placer.

-¡Si pudiera esperar otro tanto del mío! -dijo Aurelia. No tengo juventud ni morbidez bastante para acomodarme con ese carácter. Sólo sé una cosa, por desgracia: que el sentimiento que perturba el cerebro de Ofelia no ha de abandonarme jamás.

-No miremos las cosas con tanta exactitud -dijo Guillermo-; pues, en realidad, mi deseo de representar el personaje de Hamlet me ha sumido en un extraño error a pesar de todo mi estudio de la obra. Cuanto más analizo ese papel, tanto más comprendo que no tengo en mi figura ni un rasgo fisonómico que se parezca a como Shakespeare ha imaginado a su Hamlet. Si medito en la exactitud con que en ese papel se relaciona todo, apenas puedo confiar en producir con él un efecto soportable.

-Inicia usted su carrera dramática con grandes escrúpulos de conciencia -repuso Serlo-. El cómico se acomoda con su papel tal como puede y el papel se le adapta como debe. Pero ¿cómo se imaginó Shakespeare su Hamlet? ¿Es tan diferente de la figura que usted tiene?

-En primer lugar, Hamlet es rubio -replicó Guillermo.

-A eso le llamo yo traer las cosas por los cabellos -dijo Aurelia-. ¿De dónde lo deduce usted?

-De que, como danés y hombre del Norte, es rubio de raza y tiene los ojos azules.

-¿Habrá pensado Shakespeare en ello?

-No lo encuentro claramente expresado; pero, relacionando diversos pasajes, paréceme innegable. Durante el combate se fatiga, el sudor corre por su rostro y dice la reina: «Está grueso; dejadle que tome aliento». ¿Puede representárselo uno de otro modo sino como rubio y corpulento, pues las gentes morenas rara vez se ven en tal situación en su juventud? Su vacilante melancolía, su blanda tristeza, su inquieta irresolución, ¿no se acomodan mejor con tal figura que si pensamos en un mancebo esbelto y de rizos negros, de quien se espera más ánimo y ligereza?

-¡No me manche usted la imaginación! -exclamó Aurelia-. ¡Llévese usted su Hamlet gordo! No nos represente usted un príncipe cebado. Mejor es que nos muestre usted cualquier quid pro quo que nos encante y nos conmueva. La intención del autor no nos preocupa tanto como nuestro placer y deseamos un hechizo que sea homogéneo con nosotros.




ArribaAbajoCapítulo VII

Una noche discutió la reunión qué cosa merecía la preeminencia, si el drama o la novela. Serlo aseguraba que era una disputa inútil y equivocada; una y otra cosa podían ser excelentes en su especie; sólo tenían que mantenerse dentro de las fronteras de su género.

-Para mí no son todavía cosa clara tales fronteras -repuso Guillermo.

-¿Para quién lo son? -dijo Serlo-; y, sin embargo, valdría la pena de considerar con detalle el asunto.

Hablaron mucho y en diverso sentido, y, por último, el resultado de la conversación vino a ser, sobre poco más o menos, el siguiente:

En la novela como en el drama vemos caracteres humanos y acción. La diferencia entre ambos géneros de poesía no reside puramente en las formas exteriores, no en que en el uno hablen los personajes y en el otro suela narrarse algo acerca de ellos. Por desgracia, muchos dramas no son más que novelas dialogadas y no sería imposible escribir un drama en forma epistolar.

En la novela deben expresarse preferentemente modos de pensar y acaecimientos; en el drama, caracteres y acción. La novela tiene que desenvolverse lentamente, y los sentimientos y modos de pensar del protagonista tienen que detener, de cualquier modo que sea, el avance del conjunto hacia la conclusión. El drama debe precipitarse y el carácter del personaje principal tiene que correr hacia el desenlace, siendo sólo detenido por las circunstancias. El héroe de novela tiene que ser pasivo; por lo menos, no activo en alto grado; del dramático exígense efectos y acción. Grandisson, Clarisa, Pamela, el vicario de Wakefield, el mismo Tom Jones son personajes, si no pasivos, por lo menos que retrasan la acción, y todos los acontecimientos se modelan, hasta cierto punto, según su manera de ser. En el drama, el héroe no modela nada según lo que él es; todas las cosas se le oponen, y él derriba y remueve los obstáculos que encuentra en su camino o perece bajo ellos.

Convinieron también en que el azar puede muy bien permitirse que actúe en la novela, pero que siempre tiene que ser gobernada y dirigida ésta por el modo de ser de los personajes; y que, por el contrario, el destino, que sin su participación arrastra a los hombres, por un conjunto de circunstancias exteriores independientes, hacia una imprevista catástrofe, sólo encuentra lugar propio en el drama; que el azar puede producir situaciones patéticas, pero nunca trágicas; que el destino, por el contrario, siempre tiene que ser terrible, y que es en alto grado trágico cuando, mediante una serie de actos independientes unos de otros, lleva a culpables e inocentes hacia un desgraciado desenlace.

Estas consideraciones los llevaron otra vez hacia el extraño Hamlet y las particularidades de esta obra. El héroe, dijeron, no tiene en realidad más que sentimientos; son los hechos los que lo impulsan, y por eso la obra tiene algo del desarrollo de una novela; pero como el destino ha trazado el plan, como la obra parte de una acción terrible e impulsa constantemente al héroe hacia otra acción terrible, es en alto grado trágica y no soportaría ningún desenlace que no lo fuera.

Debía hacerse entonces un primer ensayo, leyendo cada cual sus papeles; cosa que Guillermo consideró en realidad como una fiesta. Él mismo había cotejado los manuscritos para que por aquel lado no pudiera haber ninguna vacilación. Todos los cómicos conocían la obra, y sólo trató él, antes de comenzar, de convencerlos de la importancia de aquel ensayo leído. Lo mismo que se exige de todo músico que, hasta cierto punto, pueda tocar repentizando, también todo comediante, y aun todo hombre culto, debe ejercitarse en el arte de leer de repente un drama, una poesía o un relato, penetrándose al punto de su carácter y exponiéndolo con facilidad. De nada sirve el aprender de memoria si el comediante no está compenetrado anticipadamente con el espíritu y el pensamiento del escritor; la letra sola no puede producir ningún efecto.

Serlo aseguró que sería indulgente en todos los demás ensayos, y hasta en el general, si era muy satisfactorio para él aquel ensayo de lectura.

-Porque de ordinario -dijo- nada hay más divertido que oír a los cómicos hablar de sus estudios; me parece como cuando los francmasones hablan de sus trabajos.

El ensayo resultó a pedir de boca, y puede decirse que la compañía fundamentó su fama y su buena acogida en aquellas escasas horas bien empleadas.

-Ha hecho usted bien, amigo mío -dijo Serlo cuando volvieron a estar solos-, hablándoles a nuestros compañeros con tanta seriedad, aun cuando temía que difícilmente pudiera usted realizar sus deseos.

-¿Por qué? -preguntó Guillermo.

-He visto siempre -dijo Serlo- que siendo tan fácil poner en conmoción la fantasía de los hombres, a quienes tanto les agrada que se les cuente alguna fábula, es difícil encontrar en ellos ninguna especie de imaginación creadora. Esto es aún más sorprendente entre los cómicos. Cada cual está ya contento con tomar a su cargo un hermoso papel, digno y brillante; pero rara vez hay nadie que haga otra cosa que colocarse gratamente a sí mismo en el lugar del protagonista, sin preocuparse lo más mínimo de si los demás verán también en él al héroe. Pero abarcar con vivacidad lo que el autor ha querido decir en la obra, lo que tiene que sacrificar de su personal individualidad para hacer su papel de modo suficiente; cómo, mediante el propio convencimiento de que se es otra persona, se llega igualmente a convencer al espectador; cómo, mediante la verdad interna de la fuerza del juego escénico, se transforman estas tablas en temple, y en bosques estos lienzos, es cosa dada a muy pocos. Esta íntima capacidad del espíritu, sólo con la cual se engaña al espectador; esta verdad ficticia, que es lo único que produce efecto, lo único que produce la ilusión, ¿quién tiene algún concepto de ella? Dejémonos, por tanto, de insistir demasiado sobre el espíritu y el sentimiento. El medio más seguro es explicarles primero con toda calma a nuestros amigos el sentido de la letra de la obra y abrir su inteligencia. Quien tenga disposiciones para ello se lanzará al punto hacia un modo de expresión espiritual y emocionante; y quien no las posea no representará ni recitará siquiera de un modo totalmente falso. Entre los cómicos, lo mismo que en general entre toda la gente, no he encontrado nunca vanidad peor que la de pretender brillar por el espíritu mientras no se conoce la letra de un modo corriente y claro.




ArribaAbajoCapítulo VIII

Guillermo llegó muy temprano para el primer ensayo en el teatro y se encontró solo en la escena. Sorprendiole el local y evocó en él los recuerdos más singulares. La decoración de bosque y aldea alzábase en forma muy semejante a la del teatro de su ciudad natal; también había sido durante un ensayo cuando Mariana, una mañana, le había dado a conocer vivamente su amor y lo había prometido la primer noche dichosa. Las casas de aldea parecíanse en la escena a las que se encuentran por el campo, y un verdadero sol matinal, penetrando por una entreabierta hoja de ventana, bañaba una parte del banco mal asegurado al lado de la puerta; sólo que, por desgracia, esta vez no iluminaba como entonces el regazo y el pecho de Mariana. Sentose en aquel asiento, pensó en la asombrosa concordancia, y creyó presentir que acaso muy pronto volvería a verla en tal sitio. ¡Ay!, pero la verdad no era otra sino que el sainete al cual aquella decoración correspondía representábase entonces con mucha frecuencia en la escena alemana.

Perturbole, en estas reflexiones, la llegada de los restantes cómicos, que fueron arribando, con los cuales entraron también dos amigos de entre bastidores que saludaron a Guillermo con entusiasmo. El uno estaba, hasta cierto punto, al servicio de madama Melina; pero el otro era un puro amante del arte dramático, y ambos de la clase de las amistades que debe desearse toda compañía de cómicos. No podría decirse qué cosa dominaba en ellos, si el conocimiento o el amor hacia el teatro. Lo amaban demasiado para conocerlo bien; lo conocían lo bastante para apreciar lo bueno y rechazar lo malo. Pero, dada su afición, no les era insoportable lo mediano, y era indecible el delicioso goce que experimentaban ante lo bueno, disfrutando también de ello con la esperanza y el recuerdo. Divertíales la parte mecánica del teatro, encantábales la espiritual, y su afición era tan grande, que hasta un ensayo fragmentario producía en ellos cierta especie de ilusión. Los defectos sólo se les presentaban al considerar las cosas desde lejos; lo bueno los conmovía como objeto inmediato. En una palabra: eran aficionados tales como cada artista desearía encontrarlos para admirar sus trabajos. Su paseo favorito era el ir de entre bastidores a la sala y de la sala a entre bastidores; su residencia más agradable, el cuarto de los actores; su ocupación más asidua, mejorar algo en el gesto, el traje, el recitado y la declamación de los cómicos; su conversación más viva, tratar de los efectos que se habían logrado, y su esfuerzo permanente procurar que el cómico se mantuviera atento, exacto y cuidadoso, hacerle algún regalo o proporcionarle algún placer y, sin prodigalidad, procurar diversas alegrías a los actores. Ambos habían adquirido el derecho exclusivo de asistir en el teatro a los ensayos y representaciones. En lo que afecta a la ejecución del Hamlet, no en todos los puntos estuvieron de acuerdo con Guillermo; cedió éste en algunos, pero en general sostuvo su opinión, y, en conjunto, su conversación sirvió mucho para la formación de su gusto. Mostró a ambos amigos cuánto los apreciaba, y ellos, por su parte, predijeron que sus comunes esfuerzos serían nada menos que el comienzo de una nueva época para el teatro alemán.

Fue muy útil la presencia de estas dos personas durante los ensayos. En especial, convencieron a nuestros cómicos de que al ensayar tenían que reunir siempre con sus palabras el gesto y la acción, tal como pensaban al representar, relacionándolo todo mecánicamente por medio de la costumbre. Singularmente con las manos, no debe permitirse en el ensayo de una tragedia gesto alguno que sea vulgar; dábales siempre miedo un actor trágico que sorbe tabaco durante el ensayo, pues muy verosímilmente al llegar la representación echaría de menos su pulgarada llegado aquel pasaje. Hasta sostenían que nadie debe ensayar calzado con botas un papel que ha de representar con zapatos. Pero aseguraban que nada les dolía tanto como el que las damas, en los ensayos, escondieran las manos entre los pliegues de su falda.

Fuera de ello, logrose además otra buena cosa con las exhortaciones de estos hombres, y fue que todo el personal masculino aprendiera a ejercitarse en el manejo de las armas. «Como se presentan tantos papeles militares -dijeron-, nada resulta más apenador que el ver circular por la escena, con uniformes de capitanes y comandantes, a personas que no muestran ninguna disposición militar».

Guillermo y Laertes fueron los primeros que se sometieron a la enseñanza de un suboficial, y desde entonces prosiguieron con mayor celo sus ejercicios de esgrima.

Todo este trabajo se tomaban estas dos personas para la educación de una compañía que tan dichosamente había llegado a reunirse. Cuidaban de la futura satisfacción del público, entreteniéndose por el momento con el ejercicio de su franca afición. No se sabía cuántos motivos había para estarles agradecido, sobretodo porque no desatendían el insistir frecuentemente con los comediantes sobre la cuestión capital de que su deber era, en primer término, el de hablar distintamente y claro. Encontraron para ello más resistencia y mala voluntad de la que habían pensado en un principio. La mayor parte pretendían ser entendidos tal como hablaban y pocos se molestaban para hablar de modo que pudiera entendérseles. Algunos achacaban la culpa al edificio; otros decían que no se puede gritar cuando hay que hablar con naturalidad, intimidad o ternura.

Nuestros aficionados, que poseían una increíble paciencia, trataron por todos los medios de disipar este error, de triunfar de esta obstinación. No economizaron razones ni lisonjas, y alcanzaron, por último, su objeto, para lo cual les ayudó muy en especial el buen ejemplo de Guillermo. Rogoles éste que durante los ensayos se sentaran en los rincones más apartados, y tan pronto como no entendieran perfectamente lo que decía, pegaran en el asiento con una llave. Él articulaba bien, pronunciaba mesuradamente, iba elevando su tono de modo gradual y no se desgañitaba ni en los pasajes más violentos. A cada ensayo oíanse cada vez menos veces los golpes de las llaves; poco a poco fueron sometiéndose los otros actores a la misma operación y podía esperarse que, por fin, la obra lograría ser entendida de todo el mundo desde todos los rincones de la sala.

Vese, por este ejemplo, cuánto les gusta a los hombres perseguir sus fines desde su modo de ser personal solamente; lo necesario que es hacerles comprensible lo que en realidad se entiende por sí mismo, y lo difícil que es lograr que aquel que quiera realizar alguna cosa llegue al conocimiento de las primeras condiciones sólo con las cuales es posible la consecución de su propósito.




ArribaAbajoCapítulo IX

Proseguíanse haciendo los necesarios preparativos de decoraciones, trajes y todo lo demás que era necesario. Respecto a algunas escenas y pasajes, tenía Guillermo caprichos especiales, a los que accedió Serlo, en parte por respeto a su contrato y en parte por convencimiento y por esperar que con estas complacencias iría apoderándose más de Guillermo y lo dirigiría tanto más fácilmente, en adelante, según sus puntos de vista.

Así, por ejemplo, en la primera audiencia, el rey y la reina debían aparecer sentados en el trono, los cortesanos a ambos lados y Hamlet confundido en medio de ellos.

-Hamlet -dijo- tiene que permanecer tranquilo; ya su traje negro lo diferencia suficientemente. Más bien tiene que tratar de esconderse que de mostrarse en primer término. Sólo cuando queda terminada la audiencia, cuando el rey habla con él como con un hijo, es cuando debe adelantarse y dar plenamente su curso a la escena.

También presentaron gran dificultad los dos retratos a los que se refiere Hamlet de modo tan violento en la escena con su madre.

-Ambos tienen que ser visibles para mí -dijo Guillermo-, de tamaño natural, al fondo de la estancia, junto a la puerta principal, y el viejo rey tiene que aparecer completamente armado, tal como lo estará el fantasma, y penderá hacia el lado por donde éste haya de presentarse. Deseo que la figura tienda su mano derecha en actitud de mando, que esté algo de medio lado y mire como por encima del hombro, a fin de que se asemeje totalmente al espectro en el momento en que sale por la puerta. Producirá gran efecto si en aquel instante Hamlet mira al fantasma y la reina al cuadro. El padrastro puede presentarse con regios arreos, pero será menos visible que el otro cuadro.

Surgieron así otras varias cuestiones de las que acaso tengamos ocasión de hablar.

-¿Aún exige usted despiadadamente que Hamlet tenga que morir al fin de la obra? -preguntó Serlo.

-¿Cómo puedo dejarlo con vida -dijo Guillermo-, ya que toda la obra lo empuja hacia la muerte? Hemos hablado ya extensamente sobre ello.

-Pero el público desea que viva.

-Cumpliré gustoso cualquier otra voluntad suya, pero por esta vez es imposible. También desearíamos que un hombre útil y bueno, que perece de una enfermedad crónica, siguiera viviendo largo tiempo. La familia llora y conjura al médico para que se lo conserve; y lo mismo que éste no puede resistirse a una necesidad natural, tampoco nosotros podemos ser señores de una manifiesta necesidad artística. Es una falsa condescendencia hacia la muchedumbre el fomentar en ella los sentimientos que quiere tener y no los que debe tener.

-El que trae el dinero puede pedir una mercancía a su gusto.

-Hasta cierto punto; pero un gran público merece que se le respete, que no se le trate como a niño a quien se quiere estafarle su dinero. Llévesele poco a poco, mediante lo bueno, a que tenga comprensión y gusto por lo bueno y dará su dinero con doblado placer, porque su espíritu y hasta su razón no tendrán que reprocharle nada por esto gasto. Puede lisonjeársele como a un niño querido, pero para hacerlo mejor y para que comprenda el porvenir, no como a una persona distinguida y acaudalada a quien se quiere explotar para eternizarlo en el error.

Trataron en esta forma de otras muchas cuestiones que, en especial, se referían al tema de lo que aún sería lícito cambiar en la obra y lo que tendría que permanecer intacto. No nos engolfaremos más en ello, sino que quizás algún día presentaremos un nuevo arreglo del Hamlet a aquel grupo de nuestros lectores que acaso pueda interesarse por tal cuestión.




ArribaAbajoCapítulo X

Estaba terminado el ensayo general; había durado desmesurado tiempo. Serlo y Guillermo encontraron todavía muchas cosas que arreglar, pues a pesar del largo espacio empleado en los preparativos, muchas disposiciones necesarias habían sido aplazadas hasta el último momento.

Así, por ejemplo, aún no estaban terminados los retratos de los dos reyes, y la escena entre Hamlet y su madre, de la que se esperaba tan gran efecto, resultó muy pobre, ya que no estuvieron presentes en ella ni el fantasma ni su pintada imagen. Serlo bromeó con este motivo y dijo:

-Nos veríamos en un gran compromiso si el espectro permaneciera ausente, si los soldados de la guardia combatieran realmente con el aire y nuestro apuntador tuviera que suplir desde entre bastidores las réplicas del fantasma.

-No espantemos con nuestra incredulidad a ese maravilloso amigo -repuso Guillermo-; vendrá seguramente a la debida hora y nos sorprenderá tanto a nosotros como a los espectadores.

-Lo indudable -exclamó Serlo- es que estaré bien contento mañana cuando esté ya terminada la representación de la obra, nos pone en mayores aprietos de lo que hubiera yo imaginado.

-Pero nadie en el mundo se quedará más contenta que yo cuando la función esté acabada -replicó Filina-, por muy poco que mi papel me preocupe. Porque mi paciencia no basta para oír hablar eternamente de una única cosa, de la cual, no obstante, sólo resultará una representación de teatro, que será olvidada, como tantos otros centenares de funciones dramáticas. ¡En el nombre de Dios, no arméis tantos embrollos! Los convidados que se levantan de la mesa siempre tienen algo que decir acerca de cada uno de los manjares; hasta si se les oye hablar en su casa, apenas es comprensible para ellos cómo han podido soportar suplicio semejante.

Permita usted, hermosa niña, que utilice en provecho propio su comparación -repuso Guillermo-. Piense usted en todo lo que han tenido que crear en común la naturaleza y el arte, el comercio y la industria, hasta que puede ser servido un banquete. Cuántos años tuvo que pasar el ciervo en el bosque, el pez en el río o en el mar, hasta que es digno de aparecer en nuestra mesa, y lo que han tenido que hacer en la cocina la cocinera y la señora de la casa. Con qué dejadez se engulle a los postres, como si fuera la cosa más corriente, el fruto del trabajo del lejano viñador, del marino y del bodeguero. Por tal motivo, ¿no deberán trabajar, crear y producir tales cosas los hombres, y el señor de la casa no deberá reunir y conservar todo aquello porque, en resumidas cuentas, su disfrute sea sólo transitorio? Pero ningún goce es transitorio, pues la impresión que deja es permanente, y lo que se ha realizado con aplicación y esfuerzo comunica al espectador una oculta fuerza de la que no sabemos hasta dónde llegará su actuación.

-Todo eso me es indiferente -repuso Filina-; lo único que me importa es que también esta vez observo que los hombres están siempre en contradicción consigo mismos. Con todos vuestros escrúpulos de conciencia para no mutilar al gran autor, dejáis fuera de la obra su más hermoso pensamiento.

-¿El más hermoso? -exclamó Guillermo.

-El más hermoso, indudablemente; el propio Hamlet se ufana de él.

-¿Cuál es? -exclamó Serlo.

-Si tuviera usted una peluca -repuso Filina- se la quitaría con toda delicadeza, pues parece necesario abrirle las ventanas de la inteligencia.

Los restantes reflexionaban sobre ello, y quedó interrumpida la conversación. Habíanse levantado, era ya tarde, parecían dispuestos a separarse. En el instante que permanecieron sin saber qué hacer, Filina comenzó a cantar una cancioncilla, con una melodía muy linda y agradable:

No cantéis con lúgubre acento la soledad de la noche, no; la noche, hermosas damas, fue hecha para la compañía.

Igual que la mujer le fue dada al hombre como su mitad más bella, es la noche media vida y sin duda su mitad más hermosa.

¿Podéis celebrar el día, que no hace más que interrumpir delicias? Es bueno para distraerse, pero no sirve para otra cosa.

Mas en las nocturnas horas, cuando difunde dulce crepúsculo la lámpara, y de una boca se derraman bromas y ternezas en la vecina boca; cuando el raudo y retozón Amor, que suele precipitarse salvaje y fogoso, se detiene, por el contrario, en leves juegos para alcanzar el más pequeño don; cuando el tierno ruiseñor entona su cancioncilla para los enamorados, que suena como ayes y lamentos en los oídos del prisionero y afligido, ¿con qué dulce palpitar del corazón no oís al reloj, que promete seguridad y reposo con doce discretas campanadas?

Por ello, alma mía, aprende bien esto en la larga jornada diurna: cada día tiene su trabajo y su placer cada noche.

Hizo una ligera cortesía cuando hubo terminado, y Serlo le gritó un estrepitoso «¡Bravo!». Ella corrió hacia la puerta y huyó riéndose a carcajadas. Oyosela cantar por la escalera abajo y taconear con sus chinelas.

Serlo pasó al cuarto inmediato y Aurelia permaneció aún algunos momentos delante de Guillermo, que le daba las buenas noches, y ella le dijo:

-¡Qué odiosa me es esta persona! ¡Odiosa hasta lo más profundo de mi ser! ¡Hasta en los más pequeños detalles! No puedo soportar estas cejas obscuras unidas a una rubia cabellera, cosa que mi hermano encuentra tan encantadora, y la cicatriz en la frente es para mí algo tan repulsivo y bajo, que siempre, al verla, querría retirarme diez pasos. Refirió recientemente, como por broma, que durante su niñez su padre le arrojó un plato a la cabeza, a consecuencia de lo cual lleva esa marca. Es conveniente que esté así señalada en los ojos y la frente, para que todos se protejan contra ella.

Guillermo no respondía palabra, y prosiguió Aurelia, mostrando todavía mayor indignación:

-Me es casi imposible dirigirle una expresión cortés, dado lo que la detesto, y, sin embargo, ¡es tan aduladora! Me gustaría que nos viéramos libres de ella. También usted, amigo mío, siente cierta complacencia ante esta criatura y concede a sus ademanes, que me ofenden en lo más profundo del alma, una atención que casi limita con la estima, y que, ¡vive Dios!, no merece.

-Sea como quiera, le debo reconocimiento -repuso Guillermo-; puede censurarse su conducta, pero tengo que hacer justicia a su carácter.

-¡Carácter! -exclamó Aurelia-. ¿Cree usted que tal criatura puede tener un carácter? ¡Oh! En eso los reconozco a ustedes los hombres. ¡Merecen tales mujeres!

-¿Sospechará usted algo malo, querida amiga? -replicó Guillermo-. Puedo darle cuenta de cada minuto pasado con ella.

-Bueno, bueno -dijo Aurelia-; es tarde y no vamos a disputar. Todos igual a cada uno, cada uno igual a todos. Buenas noches, amigo mío; buenas noches, mi linda ave del paraíso.

Guillermo preguntó cómo le daba aquel título honorífico.

-Otra vez se lo explicaré -repuso Aurelia-, otra vez se lo explicaré. Dícese que no tienen patas, flotan en el aire y se alimentan del éter. Pero eso es una fábula -prosiguió-, una ficción poética. Buenas noches. Sueñe usted con algo bien hermoso, si tiene esa suerte.

Retirose a su habitación y lo dejó solo; corrió él a la suya.

Casi de mal humor, paseose de un extremo a otro. El tono burlón, pero enérgico, con que le había hablado Aurelia habíale ofendido; sentía, en lo profundo, cuán injusta era con él. No podía mostrarse ingrato ni descortés con Filina; no había cometido ninguna falta con respecto a él, y, además, sentíase tan alejado de toda amorosa inclinación hacia ella, que, con todo orgullo y seguridad, podía confesárselo a sí propio.

Hallábase precisamente a punto de desnudarse, de ir hacia su lecho y descorrer las cortinas, cuando, con gran asombro, descubrió delante de la cama un par de pantuflas de mujer: una de pie, la otra acostada. Eran las chinelas de Filina, muy conocidas para él; también creyó notar que estaban desordenadas las cortinas y hasta le pareció que se movían; detúvose y miró hacia la cama con inmóvil mirada.

Una nueva emoción, que tomó por enojo, vino a quitarle el aliento, y al cabo de breve pausa, durante la cual se hizo dueño de sí, exclamó sereno:

-¡Levántese usted, Filina! ¿Qué significa esto? ¿Dónde está su cordura y buena conducta? ¿Hemos de ser mañana fábula de toda la casa?

Nada se movió.

-No lo digo por broma -prosiguió-; estas provocaciones son trabajo perdido conmigo.

Ni una voz, ni un movimiento.

Resuelto y disgustado, acercose, por fin, a la cama y abrió las cortinas.

-Levántese usted -dijo-, si no quiere que le deje la habitación por esta noche.

Con gran asombro, encontró vacía la cama; las almohadas y mantas estaban en el orden más perfecto. Miró en torno suyo, buscó, registró por todas partes y no encontró huella de la artera. No se veía nada. Detrás de la cama, de la estufa, del armario; buscó con diligencia cada vez mayor; un espectador malicioso habría llegado a creer que buscaba para encontrar.

El sueño no se presentaba; colocó las chinelas sobre la mesa y marchó de una esquina a otra de la habitación, parándose a veces delante de la mesa, y un espíritu malicioso que lo vigilaba asegura que gran parte de la noche estuvo pendiente de aquel lindo calzado; que lo contemplaba son interés, lo cogía, jugaba con él, y sólo hacia la mañana se tendió vestido en el lecho, donde se adormeció en medio de las más extrañas fantasías.

Aún dormía realmente, cuando entró Serlo y exclamó:

-¿Dónde está usted? ¿Aún en la cama? ¡Imposible! Le he buscado a usted en el teatro, donde todavía quedan por hacer muchas cosas.




ArribaAbajoCapítulo XI

La mañana y la tarde transcurrieron veloces. La sala estaba ya llena y Guillermo se apresuraba a vestirse. No podía, en aquel momento, ponerse aquel disfraz con el aplomo con que lo había hecho la primera vez que se lo había probado; procuró estar vestido en un momento. Cuando se presentó ante las damas en el saloncillo del teatro, todas exclamaron como a una sola voz que nada le sentaba como era debido; el hermoso penacho se hallaba fuera de su sitio, la hebilla no ajustaba; comenzaron otra vez a descoser, a coser, a poner las cosas en su sitio. Había empezado la sinfonía; Filina tenía algo que criticar en el cuello y Aurelia mucho que arreglar en los pliegues de la capa.

-Dejadme, criaturas -exclamó él-; esta negligencia me convertirá en un verdadero Hamlet.

Las damas no lo soltaron y continuaron componiéndolo. Había terminado la sinfonía y comenzado la obra. Contemplose Guillermo en el espejo, calose el sombrero sobre los ojos y renovó la pintura de su rostro.

En aquel momento alguien entró precipitadamente, gritando:

-¡El fantasma! ¡El fantasma!

En todo el día no había tenido vagar Guillermo para pensar en la gran preocupación de si vendría o no vendría el fantasma. Ahora se veía totalmente libre de ella y podía confiar en el auxiliar más extraño. Llegó el director de escena y preguntó algunas cosas; Guillermo no tuvo tiempo para buscar con los ojos al espectro, y corrió a situarse junto al trono, donde ya el rey y la reina, rodeados de su corte, resplandecían con toda magnificencia; sólo oyó las palabras de Horacio que hablaba muy turbado de la aparición del fantasma y casi parecía haber olvidado su papel.

Alzose el telón y Guillermo vio delante de sí toda la sala. Después que Horacio hubo recitado su parlamento y acabado lo que tenía que tratar con el rey, acercose a Hamlet y, como si se presentara al príncipe, le dijo.

-El diablo está dentro de la coraza. A todos nos ha hecho huir llenos de miedo.

Mientras tanto, sólo se veían entre bastidores dos hombres altos con blancas capas y capuchas, y Guillermo, en la distracción, inquietud y aturdimiento de su primer monólogo, que creía haber recitado mal, aunque su salida había sido acompañada de vivos aplausos, presentose en una situación de verdadero malestar en la escalofriante y dramática escena de la noche de invierno. Pero hízose dueño de sí y pronunció con la conveniente indiferencia el pasaje, traído tan en su punto, sobra la afición a la bebida de los pueblos del Norte; olvidose con él, como los espectadores, de la existencia del espectro, y espantose realmente cuando exclamó Horacio:

-¡Miradlo, allí viene!

Volviose con violencia, y la elevada y noble figura, sus pasos apenas perceptibles, sus fáciles movimientos bajo la pesada armadura hicieron en él tan fuerte impresión, que quedó como petrificado y sólo pudo exclamar con voz ahogada «¡Ángeles y espíritus celestes, protegednos!» Contempló fijamente la aparición, respiró profundamente algunas veces y dirigiole la palabra al espectro de un modo tan confuso, descompuesto y forzado, que el arte más perfecto no lo hubiera podido expresar de modo tan excelente.

Su traducción de aquel pasaje sirviole mucho para ello. Habíase mantenido lo más cerca posible del original, cuyas frases le parecían expresar de un modo único el estado de ánimo de una persona sorprendida, espantada y llena de horror.

-Ya seas un buen espíritu o ya un trasgo maldito, ya traigas contigo celestiales aromas o vapores del infierno, ya sea buena o mala tu intención, llegas a mí bajo una venerable forma y al hablarte te llamo Hamlet, rey y padre. ¡Oh, respóndeme!

Observose entre el público el efecto más vivo. El espectro hizo una seña y el príncipe lo siguió en medio de los más ruidosos aplausos.

Mudose la escena, y cuando llegaron al lugar apartado, el espectro se detuvo inesperadamente y se volvió en forma que Hamlet vino a encontrarse demasiado cerca de él. Con curiosidad y anhelo, miró al punto Guillermo por entre la cerrada visera, pero sólo pudo descubrir unos hundidos ojos a los lados de una nariz bien formada. Acechándolo temeroso, mantúvose delante de él; sólo que cuando brotaron del yelmo los primeros acentos, cuando una voz sonora, aunque un poco ruda, dejó oír las palabras: «Soy el espíritu de tu padre», Guillermo se hizo atrás, estremecido, y todo el público sintió también aquel estremecimiento. Aquella voz pareciole conocida a todo el mundo y Guillermo creyó notar semejanza con la voz de su padre. Estos extraños sentimientos y recuerdos, la curiosidad por descubrir al singular amigo y el cuidado de no ofenderlo, y hasta la inconveniencia cometida de haberse acercado demasiado a él en la escena, impulsaban a Guillermo a marchar hacia atrás. Durante la larga relación del espectro cambió tantas veces de postura, pareció tan irresoluto y vacilante, tan atento y tan distraído, que su modo de representar produjo general admiración, lo mismo que el fantasma general espanto. Este hablaba con un profundo sentimiento, más bien de enojo que de queja, pero era un enojo espiritual, lento y de ultratumba. Era la desazón de un alma grande que está separada de todo lo terreno y sin embargo sucumbe a dolores sin límites. Por último, desapareció el espectro, pero de modo muy extraño, pues hubo un ligero velo, gris y transparente, que, como un vapor, pareció elevarse de lo profundo, se tendió sobre él y lo llevó consigo.

Entonces reaparecieron los amigos de Hamlet y juraron sobre la espada. Pero el viejo topo trabajaba de tal modo debajo de la tierra, que, dondequiera que se colocaran, siempre les gritaba desde debajo de sus pies: «¡Jurad!» Y ellos, como si el suelo les hubiera quemado, corrían rápidamente de uno a otro sitio. También cada vez, cualquiera que fuera el sitio en que se encontraban, brotaba del suelo una llamita, que aumentó el efecto y dejó en todos los espectadores la impresión más profunda.

De este modo siguió inalterablemente su curso la tragedia; nada resultó mal; todo tuvo éxito; el público mostraba su contento; el placer y los ánimos de los comediantes parecían acrecerse de escena en escena.




ArribaAbajoCapítulo XII

Cayó el telón y los aplausos más vivos resonaron en todos los lugares de la sala. Los cuatro regios muertos se alzaron temblorosos y se abrazaron con alegría. Polonio y Ofelia salieron también de sus sepulturas y todavía oyeron con gran placer cómo Horacio, al adelantarse para anunciar la futura representación, fue acogido con violento batir de palmas. No querían dejarle anunciar ninguna otra obra, sino que se deseaba impetuosamente la repetición de la de aquel día.

-Hemos ganado -exclamó Serlo-; por el día de hoy no tratemos de ninguna cosa sensata. Todo depende de la primera impresión. Nadie debe tomar a mal que ningún cómico sea previsor y caprichoso en su debut.

Llegó el taquillero y presentole copiosos ingresos.

-Hemos debutado bien -añadió-, y los prejuicios nos auxiliarán. ¿Dónde está la prometida cena? Tenemos hoy derecho a regalarnos con ella.

Habían convenido en que permanecerían juntos aquella noche con sus trajes de teatro y que se ofrecerían a sí mismos con una fiesta. Guillermo habíase encargado del local y madama Melina había cuidado de la comida.

Una cámara, en la que de ordinario se pintaban las decoraciones, había sido limpiada del mejor modo posible, habían puesto alrededor decorados diversos, y ornada de aquel modo, casi parecía un jardín con una columnata. Al entrar deslumbrose la compañía por el resplandor de muchas luces, que, en medio de los vapores de los más dulces perfumes, de que no habían sido avaros, prestaban solemne aspecto a una mesa bien servida y adornada. Alabáronse tales preparativos con grandes exclamaciones y se sentaron a la mesa de modo ceremonioso; parecía como si una real familia celebrara una reunión en el reino de los espíritus. Guillermo se colocó entre Aurelia y madama Melina; Serlo, entre Filina y Elmira; nadie estaba descontento de sí mismo ni del puesto que ocupaba.

Los dos aficionados al teatro, que también se habían reunido con los cómicos, aumentaron la dicha de la compañía. Durante la representación habían pasado varias veces al escenario y no tenían palabras bastantes para expresar su satisfacción y la del público; pero ahora entraron en detalles; cada cual recibió su abundante ración de elogios.

Con increíble vivacidad realzose un merecimiento a continuación de otro, un pasaje tras el otro. El apuntador, que estaba modestamente sentado a un extremo de la mesa, recibió grandes alabanzas por su rudo Pirro; no podían ponderar bastante el modo como Hamlet y Laertes habían ejecutado sus ejercicios de esgrima; la aflicción de Ofelia había sido noble y digna sobre toda expresión, y no había modo de alabar suficientemente el modo de representar de Polonio; cada uno de los presentes oyó su elogio en boca de los otros y en la de los aficionados.

Pero tampoco fue privado de su parte de admiración y elogios el ausente espectro. Había recitado su papel con profundo sentido y la voz más apropiada, y asombrábanse muy en especial de que pareciera estar enterado de todo lo que había ocurrido en la compañía. Asemejábase plenamente al retrato, como si hubiera posado ante el artista, y los aficionados no se cansaban de alabar lo espantoso que había resultado en el momento en que se había acercado a su retrato y había pasado por delante de su imagen. Verdad e ilusión habíanse confundido del más extraño modo, y el público había estado realmente convencido de que la reina sólo había visto una de las dos figuras. Con este motivo, madama Melina fue felicitada porque en aquel momento había mirado fijamente hacia el retrato, colgado en alto, mientras que Hamlet le señalaba en tierra hacia el espectro.

Informáronse de cómo había podido deslizarse el fantasma dentro del escenario, y súpose por el administrador del teatro que, aquella noche, una puerta de atrás, que en general estaba siempre cubierta con decoraciones, había quedado libre por ser necesario usar la sala gótica. Por ella habían entrado dos figuras con capas blancas y capuchones tan iguales que no era posible distinguir una de otra, y por el mismo procedimiento habrían vuelto probablemente a marcharse después de terminado el tercer acto.

Serlo alabó especialmente al fantasma por no haber lloriqueado cobardemente, y hasta por haber añadido al final, para inflamar el valor de su hijo, un pasaje que convenía mejor a un gran héroe. Guillermo lo había conservado en la memoria y prometió añadirlo al manuscrito.

En la alegría del banquete, no habían notado que faltaban los niños y el arpista; pero pronto se presentaron de modo muy grato, pues entraron los tres juntos, vestidos de modo muy pintoresco; Félix tocaba el triángulo, Mignon la pandereta y el viejo tocaba al caminar la pesada arpa que llevaba colgada del cuello. Dieron vuelta a la mesa y cantaron diversas canciones. Dióseles de comer, y los invitados creyeron hacer bien a los niños sirviéndoles todo el vino dulce que quisieron beber; pues los propios cómicos no habían economizado las preciosas botellas que como regalo de los aficionados al teatro habían llegado aquella noche en algunos cestos. Los niños siguieron saltando y cantando, y, en especial Mignon, mostrábase tan gozosa como jamás la había visto nadie. Tocaba la pandereta con toda la posible gracia y vivacidad, ya haciendo resbalar apretadamente el dedo sobre la piel para hacerla zumbar, ya golpeándola con el revés de la mano y los nudillos, ya, con diversos ritmos cambiantes, batiendo el pergamino con la rodilla o la cabeza, ya sacudiendo el instrumento para que sólo se oyeran las sonajas, arrancando de este modo sonidos muy diversos del más sencillo de los artefactos musicales. Después de haber hecho ruido mucho tiempo sentáronse en un sillón que había sido conservado vacío a la mesa, frente a Guillermo.

-Quitaos de ese sitio -exclamó Serlo-; está destinado para el fantasma; si viene, podéis pasarlo mal.

-No le tengo miedo -exclamó Mignon-; si viene, nos levantaremos. Es mi tío, y no me hará daño.

Nadie podía comprender estas palabras sino sólo el que supiera que había llamado «gran diablo» a su padre supuesto.

Los cómicos se miraron unos a otros y fortaleciose aún más la sospecha de que Serlo sabía bastante de la aparición del espectro. Charlose y bebiose y las muchachas miraban de cuando en cuando temerosamente hacia la mesa.

Los niños, sentados en el gran sillón en forma que sólo aparecían sobre el borde de la mesa como polichinelas fuera de su caja, comenzaron a representar una escena propia de tales. Mignon imitaba muy bien la lengua estropajosa de tal personaje, y, por último, chocaron de tal modo sus cabezas una contra otra y contra la tabla de la mesa, que realmente sólo hubieran podido resistirlo muñecos de madera. Mignon estaba contenta hasta el delirio, y los cómicos, que al principio se habían reído con aquella broma, tuvieron, por último, que ponerle término. Pero de poco sirvieron las amonestaciones, pues ella se levantó saltando como una loca y, con su pandereta en la mano, corrió en torno a la mesa. Flotaba su cabellera, y con la cabeza echada hacia atrás, y todos sus miembros, que semejaban estar en el aire al propio tiempo, parecíase a una de esas Ménades, cuyas actitudes salvajes y casi imposibles, con tanta frecuencia nos llenan de asombro en los antiguos monumentos.

Animados por el talento de los niños y su estruendo, cada cual trató de hacer algo para divertir a la compañía. Las damas cantaron algunos cánones, Laertes imitó al ruiseñor y el pedante dio un concierto, pianísimo, de birimbao. Entretanto, vecinos y vecinas jugaban a toda suerte de juegos, en los que encontraban y mezclaban las manos, y varias parejas no dejaron de expresar tiernas esperanzas. En especial madama Melina parecía no poder ocultar una viva inclinación hacia Guillermo. Eran ya las altas horas de la noche, y Aurelia, que casi era la única que conservaba dominio sobre sí, levantándose de la mesa exhortó a los otros a que se separaran.

Aun en el momento de la despedida obsequiolos Serlo con un fuego de artificio, imitando con la boca, de modo casi incomprensible, el ruido de los cohetes, voladores y ruedas de fuego. Sólo se necesitaba cerrar los ojos y la ilusión era completa. Mientras tanto, habíase levantado todo el mundo, y los caballeros tendían el brazo a las damas para llevarlas a su casa. Guillermo salió el último con Aurelia. En la escalera encontráronse con el administrador del teatro, que les dijo:

-He aquí el velo con el que desapareció el fantasma. Quedó enganchado en el escotillón y acabamos de encontrarlo.

-Maravillosa reliquia -exclamó Guillermo al recogerlo.

En aquel momento se sintió agarrado por el brazo izquierdo y experimentó muy vivo dolor al mismo tiempo. Mignon había quedado escondida, lo había agarrado y le había mordido en el brazo al hacerlo. Bajó a su lado la escalera y desapareció delante de ellos.

Cuando la reunión se encontró al aire libre, casi todo el mundo observó que por aquella noche habían gozado demasiado de las cosas buenas. Apartáronse unos de otros sin despedirse.

Apenas había llegado a su cuarto Guillermo, cuando arrojó las prendas de su vestido y se apresuró a acostarse después de haber apagado la luz. El sueño quería dominarle al instante, pero un rumor que pareció producirse en el cuarto, detrás de la estufa, hízole prestar atención. Precisamente flotaba entonces ante su acalorada fantasía la imagen del rey cubierto con su armadura; levantose para arengar al fantasma, cuando se sintió rodeado por unos tiernos brazos, cubierta su boca con violentos besos y sintió contra el suyo un pecho que no tuvo valor de rechazar.




ArribaAbajoCapítulo XIII

A la otra mañana Guillermo se despertó con una sensación desagradable y encontrose solo en su lecho. Sentía pesada la cabeza con los vapores de la víspera, no plenamente consumidos por el sueño, e inquietábale el recuerdo de la desconocida visita nocturna. Su primera sospecha dirigiose hacia Filina, pero parecíale no haber sido el suyo el cuerpo encantador que había estrechado entre sus brazos. En medio de vivas caricias, nuestro amigo habíase quedado dormido al lado de aquella extraña y silenciosa visitante, y ahora no le era posible descubrir ninguna otra huella de su paso. Levantose, y al ir a vestirse encontró que su puerta, que solía cerrar con cerrojo, sólo estaba arrimada, y no pudo acordarse de si la había cerrado la víspera debidamente.

Pero lo más sorprendente para él fue que descubrió el velo del fantasma tendido sobre su cama. Lo había traído consigo y él mismo probablemente lo habría arrojado donde se hallaba. Era un crespón gris en cuyo borde descubrió un letrero bordado con letras negras. Desplegó el velo y leyó estas palabras: «Por primera y última vez huye, huye, mancebo». Quedose sorprendido y no supo qué pensar de ello.

Justamente en aquel instante entró Mignon, trayéndole el desayuno. El aspecto de la niña lo llenó de asombro, y casi puede decirse que de espanto. Parecía haber crecido durante la noche; se presentaba con un aire elevado y noble y le miró muy gravemente a los ojos, en forma que él no pudo soportar su mirada. No se acercó a él como de costumbre, ya que solía estrecharle la mano y besarle las mejillas, la boca, un brazo o un hombro, sino que, después de haber puesto todas las cosas en su sitio, se retiró silenciosamente.

Había llegado la hora señalada para un ensayo leído; reuniéronse los cómicos, y todos estaban en mala disposición a causa de la fiesta de la víspera. Guillermo se esforzó cuanto pudo para no quebrantar ya desde el primer momento las máximas fundamentales predicadas con tanta viveza. Su gran práctica vino en su auxilio; pues, en todo arte, práctica y costumbre tienen que llenar las lagunas que dejan con tanta frecuencia el genio y el capricho.

Pero realmente pudo comprobarse en este caso la verdad de la observación de que no debe comenzarse con una solemnidad ninguna situación que ha de durar mucho tiempo, que hasta debe llegar a ser propiamente un oficio y género de vida. Debe celebrarse sólo lo que ha sido llevado a término con felicidad; toda ceremonia hecha al principio consume el gusto y las fuerzas que sostienen el impulso y que debían prestarnos auxilio para una continuada labor. De todas las fiestas, la de las bodas es la que está más fuera de lugar; ninguna cosa debía ser comenzada con mayor silencio, humildad y esperanza que ésta.

La jornada siguió deslizándose de este modo y ninguna otra le había parecido tan vulgar a Guillermo. Por la noche comenzaron a bostezar en lugar de la acostumbrada conversación. Estaba agotado el interés por el Hamlet, y más bien encontraban desagradable el tener que representarlo por segunda vez al día siguiente. Guillermo mostró el velo del espectro; había que deducir de aquello que no volvería a presentarse. En especial era de esta opinión Serlo; parecía estar muy familiarizado con los enigmas de la singular figura; pero no había modo de explicarse las palabras «Huye, huye, mancebo». ¿Cómo podía estar de acuerdo Serlo, con alguien que parecía abrigar el propósito de alejar de él al más excelente actor de su compañía?

Fue entonces necesario confiar al gruñón el papel de fantasma y el de rey al pedante. Ambos declararon que los tenían ya estudiados, y no era milagro, pues después de tantos ensayos y tan largas disertaciones acerca de la obra, todos habían llegado a conocerla de modo que, en términos generales, habrían podido fácilmente cambiar de papeles. Sin embargo, ensayáronse con toda celeridad algunas cosas, y cuando se separaron, siendo ya bastante tarde, Filina dijo en voz baja al despedirse de Guillermo:

-Tengo que ir a buscar mis chinelas; espero que no correrás los cerrojos.

Estas palabras, cuando llegó a su cuarto, sumieron a Guillermo en bastante confusión, pues con ellas fortalecíase la sospecha de que había sido Filina el huésped de la noche última, y también nosotros nos vemos obligados a inclinarnos a esta opinión, en especial porque no podemos descubrir las causas que hacían vacilar a Guillermo y llegaban a inspirarle otra bien extraña sospecha. Lleno de intranquilidad, fue varias veces de un extremo a otro de su cuarto, y, en realidad, todavía no había corrido los cerrojos.

De repente precipitose Mignon en el cuarto, cogiolo por un brazo y exclamó:

-¡Meister, salva la casa! ¡Se quema!

Guillermo corrió hacia la puerta y oprimiole el pecho un humo espeso que bajaba por las escaleras de los pisos superiores. Ya se oían en la calle voces de fuego, y el arpista, con su instrumento en la mano, descendía sin aliento a través de la humareda. Aurelia salió precipitadamente de su cuarto y arrojó a Félix en los brazos de Guillermo.

-¡Salve usted al niño! -exclamó-. Nosotros nos ocuparemos de lo restante.

Guillermo, que no creía el peligro tan grande, pensó en penetrar primero hasta el foco del incendio para extinguirlo, a ser posible, en sus comienzos. Entregole el niño al anciano y ordenole que bajara por una escalera de caracol de piedra que comunicaba con el jardín por una pequeña galería abovedada y que permaneciera con los niños al aire libre. Mignon cogió una luz para alumbrarle. Guillermo rogó después a Aurelia que salvara sus efectos por el mismo camino. En cuanto a él, ascendió a través de los vapores; pero vanamente se expuso al peligro. La llama parecía avanzar desde la casa inmediata, y ya se había apoderado de las armaduras de los desvanes y de una escalera de madera; otras gentes, que corrían también para prestar socorro, sufrieron como él las llamas y humareda. Guillermo infundíales valor y pedía a gritos agua; conjurábales para que no cedieran terreno a las llamas sino paso a paso y les prometía permanecer con ellos. En aquel momento Mignon subió corriendo y exclamó:

-¡Meister, salva a tu Félix! ¡El viejo está loco! ¡El viejo lo mata!

Guillermo, sin reflexionar, bajó a saltos la escalera y Mignon le pisaba los talones.

Detúvose con espanto en los últimos peldaños que conducían a la galería abovedada. Ardían con claras llamas grandes haces de paja y leña que habían sido allí amontonados; Félix yacía en tierra, lanzando gritos; el viejo, apartado, apoyábase en la pared con la cabeza baja.

-¿Qué haces, desgraciado? -exclamó Guillermo.

El viejo guardó silencio; Mignon había levantado a Félix y lo arrastraba trabajosamente hacia el jardín, mientras que Guillermo se esforzaba por desparramar y extinguir el fuego; pero sólo lograba que se aumentaran la fuerza y vivacidad de las llamas. Por último, también él tuvo que correr al jardín con cejas y cabellos chamuscados, llevando consigo a través de las llamas al viejo arpista, que lo seguía de mala gana con la barba tostada.

Al punto Guillermo corrió por el jardín en busca de los niños. Encontrolos en el umbral de un alejado pabellón, y Mignon hacía todo lo posible para tranquilizar al pequeño. Guillermo lo sentó en sus rodillas, interrogolo, examinolo, y no pudo obtener de ambos ninguna explicación razonable.

Mientras tanto, el incendio había invadido poderosamente diversas casas e iluminaba toda la comarca. Guillermo reconoció al niño al rojo resplandor de las llamas; no pudo advertir ninguna herida, ninguna huella de sangre ni ninguna contusión. Le palpó todo su cuerpo sin que diera señal alguna de dolor; más bien iba poco a poco calmándose, y comenzaba a admirar las llamas y hasta celebraba con gritos el ver las hermosas vigas y jabalcones que ardían en fila como en una iluminación.

Guillermo no pensaba en los trajes ni en las demás cosas que podía haber perdido; sentía fuertemente lo queridas que eran para él aquellas dos criaturas humanas que veía libres de tan gran peligro. Estrechaba al pequeño contra su corazón con un sentimiento completamente nuevo, y también quiso abrazar a Mignon con alegre ternura; pero ella lo rechazó dulcemente, le cogió la mano y se la oprimió con fuerza.

-Meister -dijo (hasta aquella noche nunca le había dado tal nombre, pues al principio había solido llamarle «señor» y después «padre»)-. Meister, nos hemos librado de un gran peligro. Tu Félix iba a perecer.

Gracias a muchas preguntas, supo por fin Guillermo que, cuando habían llegado a la bóveda, el arpista le había arrancado la luz de las manos y al punto había prendido fuego a la paja. Después había tendido a Félix en el suelo y con singulares ademanes había puesto las manos en la cabeza del niño y había sacado un cuchillo como si lo quisiera sacrificar. Ella se había lanzado sobre él y le había arrancado el arma de las manos, había gritado, y alguien de la casa, que llevaba algunos objetos al jardín para salvarlos, había venido en su auxilio, pero, en la gran confusión, había tenido también que retirarse, dejando solos al viejo y al niño.

Dos o tres casas se consumían lanzando grandes llamas. Nadie había podido salvarse saliendo hacia el jardín, a causa del incendio de la galería abovedada. Guillermo estaba intranquilo por sus amigos mucho más que por sus cosas. No osaba abandonar a los niños y veía que la desgracia iba siempre en aumento.

Pasó algunas horas en esta angustiosa situación. Félix se había dormido sobre sus rodillas, Mignon estaba tendida a su lado y le oprimía fuertemente la mano. Por fin, las disposiciones adoptadas habían puesto dique al fuego. Veníanse abajo los edificios incendiados; acercábase la mañana; los niños comenzaron a sentir frío, y hasta a él, vestido ligeramente, le era casi insoportable el rocío que caía. Los llevó hacia los restos del arruinado edificio, y junto a un montón de carbones y ceniza encontraron calor muy agradable.

El naciente día fue poco a poco reuniendo a todos los amigos y conocidos. Todo el mundo se había salvado, nadie había perdido demasiadas cosas.

Volvió a encontrarse el baúl de Guillermo, y, hacia las diez, Serlo los impulsó a ensayar el Hamlet, por lo menos algunas escenas cuyos actores habían cambiado. Con respecto a ello tuvo, además, algunas discusiones con la policía. Los eclesiásticos deseaban que, después de tan patente castigo celeste, debía permanecer cerrado el teatro, y Serlo afirmaba que, ya para reponerse de lo que había perdido aquella noche, ya para serenar los espantados ánimos, estaba más indicada que nunca la representación de una obra interesante. Prevaleció esta última opinión y llenose el teatro. Los cómicos representaron con extraño fuego y más pasión y libertad que la primera vez. Los espectadores, cuya sensibilidad había sido exaltada por las espantosas escenas nocturnas, y que por el fastidio de un día lleno de desagradables ocupaciones estaban aún más ansiosos de un entretenimiento interesante, poseían mayor receptividad para lo extraordinario. La mayor parte del público era gente nueva, atraída por la fama de la obra, y, por tanto, no podía establecer ninguna comparación con la primera noche. El gruñón representó totalmente según la manera del desconocido fantasma, y el pedante también había observado muy minuciosamente a su antecesor; por otra parte, su deplorable aspecto sirvió de mucho para que en realidad Hamlet no careciera de motivo cuando, a pesar de su manto de púrpura y su cuello de armiño, lo trata de harapiento rey de trapo.

Acaso nunca había ascendido al trono monarca más singular, y aunque los otros, en especial Filina, se mofaban extremadamente de su nueva dignidad, hizo él observar que el conde, como gran aficionado, le había predicho, al primer golpe de vista, aquella y aun muchas otras cosas; por el contrario, Filina lo amonestaba para que tuviera humildad y aseguraba que, llegada la ocasión, le empolvaría las mangas de la casaca para que recordara la desgraciada noche del castillo y supiera llevar con modestia la corona.




ArribaAbajoCapítulo XIV

Habían buscado con toda celeridad nuevos alojamientos, y la compañía quedó con ello muy desperdigada. Guillermo habíale cobrado afecto al pabellón del jardín, junto al cual había pasado la noche; obtuvo fácilmente su llave y se instaló en él; pero como Aurelia estaba muy estrecha en su nueva residencia, Guillermo tuvo que conservar consigo a Félix, y tampoco Mignon quería abandonar al chicuelo.

Los niños habían ocupado una linda habitación en el primer piso; Guillermo habíase instalado en la sala de abajo. Durmiéronse las criaturas, pero Guillermo no podía encontrar reposo.

Junto al delicioso jardín, magníficamente iluminado en aquellos momentos por la recién salida luna llena, alzábanse las tristes ruinas, de las cuales, aquí y allí, todavía se elevaba alguna humareda; el aire era grato y la noche extraordinariamente bella. Al salir del teatro, Filina habíale tocado ligeramente al codo, susurrando algunas palabras que no había él logrado comprender. Estaba confuso y enojado y no sabía lo que debía esperar o hacer. Filina había evitado encontrarse con él durante algunos días y sólo aquella noche había vuelto a hacerle una indicación. Por desgracia, estaba ahora quemada la puerta que debía él dejar abierta y las chinelitas habíanse convertido en humo. No sabía cómo podría llegar la bella hasta el jardín, si tal era su propósito. No deseaba verla, y, sin embargo, le habría gustado tener algunas explicaciones con ella.

Pero lo que le pesaba más gravemente sobre el corazón era la suerte del arpista, que no había vuelto a ser visto desde aquella noche. Temía Guillermo que lo encontraran muerto entre los escombros, al limpiar los solares. Ante todo el mundo había ocultado Guillermo sus sospechas de que fuera el viejo culpable del incendio. Pues él había sido el primero que bajó de los incendiados y humeantes desvanes, y su desesperación en la bóveda del jardín parecía consecuencia de un gran acaecimiento desdichado. Sin embargo, llegó a ser probable, en vista de las investigaciones que al punto hizo la policía, que el incendio no se hubiera producido en la casa que habitaban, sino en una de más lejos, y que se hubiera propagado deslizándose bajo los tejados.

Sentado en un cenador meditaba en todas estas cosas Guillermo, cuando oyó que alguien se deslizaba por una carrera inmediata. Reconoció al arpista por el triste canto que comenzó a sonar en el mismo momento. La canción, que logró entender muy bien, expresaba el consuelo de un desgraciado que se siente próximo a la locura. Por desgracia, Guillermo sólo conservó en la memoria su última estrofa.

Iré de puerta en puerta, presentareme silencioso y prudente, manos piadosas me tenderán el sustento y seguiré mi marcha. Todos se tendrán por dichosos al compararse con mi imagen; derramarán lágrimas al verme y yo no comprenderé el motivo de su llanto.

Diciendo estas palabras, había llegado a una puertecilla del jardín que daba a una apartada calle; encontrándola cerrada, quiso encaramarse por los espaldares; pero Guillermo lo retuvo y le habló con cariño. El viejo le rogó que abriera la puerta porque quería y tenía que huir. Guillermo le hizo ver que bien podría salir del jardín, pero no de la ciudad, y le mostró lo sospechoso que se haría con semejante paso; pero todo fue en vano. El viejo insistía en su determinación. Guillermo no cejó, y por último, medio a la fuerza, lo metió en el pabellón del jardín, encerrose allí con él y tuvieron juntos una singular conversación, la cual nosotros, para no atormentar a nuestros lectores con ideas incoherentes y angustiadoras impresiones, preferimos pasar en silencio en vez de consignarla detalladamente.




ArribaAbajoCapítulo XV

Aquella misma mañana sacó Laertes a Guillermo de la gran perplejidad en que se encontraba acerca de lo que debía ser hecho con el desgraciado anciano que manifestaba tan claras muestras de locura. Laertes, que, según su antigua costumbre, solía frecuentar toda suerte de lugares, había visto en el café una persona que algún tiempo antes había sufrido los más violentos accesos de melancolía. Habíanlo confiado a los cuidados de un eclesiástico de aldea que había adoptado como especial ocupación la de ocuparse de tales enfermos. También con él había tenido éxito; el pastor se hallaba todavía en la ciudad y la familia del curado mostrábale los mayores respetos.

Guillermo corrió al instante en busca de aquel hombre, expúsole el caso y púsose de acuerdo con él. Supieron entregarle al viejo bajo ciertos pretextos. La separación fue profundamente dolorosa para Guillermo, y sólo la esperanza de volver a verlo restablecido pudo hacérsela hasta cierto punto soportable; tanta era su costumbre de ver al anciano en torno a sí y de escuchar sus canciones conmovedoras y espirituales. El arpa se había quemado en el incendio; buscaron otra, que le dieron para el viaje.

También el fuego había consumido el exiguo equipo de Mignon, y al querer proveerla de algo nuevo, Aurelia hizo la proposición de que por fin le pusieran ropas de mujer.

-De ningún modo -exclamó Mignon, e insistió con gran vivacidad en conservar su antiguo traje, cosa a la que tuvieron que acceder.

La compañía no tenía mucho tiempo para pensar en sí misma; las representaciones seguían su curso.

Guillermo escuchaba frecuentemente lo que se decía entre el público; pero rara vez llegaba a sus oídos una voz tal como él hubiera deseado oírla, y hasta a menudo oía cosas que lo entristecían o enojaban. Así, por ejemplo, inmediatamente después de la primera representación del Hamlet, refería un joven con gran ardimiento lo satisfecho que había estado aquella noche en el teatro. Guillermo prestó oído, y con gran confusión supo que aquel joven, con enojo de los que estaban detrás de él, había permanecido con el sombrero puesto y lo había conservado testarudamente durante toda la obra, acción heroica que recordaba con el mayor placer.

Aseguraba otro que Guillermo había desempeñado muy bien el papel de Laertes, pero que no podía mostrarse tan contento del actor que había tomado a su cargo el de Hamlet. Esta confusión no dejaba de ser natural, ya que Guillermo y Laertes no dejaban de asemejarse, aunque de modo algo remoto.

Un tercero alababa del modo más vivo su manera de representar, especialmente en la escena con la madre, y sólo lamentaba que justamente en aquel momento de pasión se hubiera mostrado un cordón blanco por debajo del chaleco, cosa que había perjudicado enormemente a la ilusión.

Mientras tanto, habían ocurrido toda suerte de cambios en el interior de la compañía. Filina, después de aquella noche que había seguido al incendio, no había vuelto a darle a Guillermo la menor muestra de desear una aproximación. En forma que parecía intencionada, había alquilado un lejano alojamiento; hizo gran amistad con Elmira, y rara vez venía a casa de Serlo, con lo que estaba muy contenta Aurelia. Serlo, que siempre mostraba inclinación hacia ella, visitábala algunas veces, en especial porque esperaba encontrar con ella a Elmira, y una noche llevó consigo a Guillermo. Ambos, al entrar, se quedaron muy admirados al ver a Filina, en el fondo de la segunda estancia, entre los brazos de un joven militar con casaca roja y pantalón blanco, pero cuyo rostro, dirigido hacia otro lado, no les fue posible descubrir. Filina salió a la primera habitación al encuentro de sus visitantes, y cerró la puerta de la otra cámara.

-Me sorprenden ustedes en una maravillosa aventura -exclamó.

-No tan maravillosa -dijo Serlo-; déjenos usted que veamos a ese lindo amigo, digno de envidia. De tal modo nos ha amaestrado usted a los dos, que no osaremos mostrarnos celosos.

-Aún tendré que dejarles algún tiempo con esa sospecha -dijo bromeando Filina-; pero puedo asegurarles que sólo se trata de una buena amiga que quiere permanecer algunos días junto a mí sin ser conocida de nadie. Más tarde sabrán ustedes su suerte, hasta quizá conozcan a la interesante muchacha, y probablemente entonces tendré motivos para ejercitar mi modestia e indulgencia, porque temo que los señores olviden a su antigua amiga ante ese nuevo conocimiento.

Guillermo estaba como petrificado, pues ya desde el primer momento el uniforme rojo le había recordado la tan querida casaca de Mariana; era su misma figura, eran sus cabellos rubios; sólo le pareció que el militar presente era algo más alto.

-¡En nombre del cielo! -exclamó-, permita usted que sepamos algo más acerca de su amiga; deje usted que veamos a la disfrazada muchacha. Participamos ya en el secreto; le prometeremos, le juraremos conservarlo; pero déjenos usted verla.

-¡Oh cómo se inflama! -exclamó Filina-. Calma, paciencia; hoy no sabrá usted nada más.

-Déjenos siquiera que conozcamos cómo se llama -exclamó Guillermo.

-Pues sí que sería un hermoso modo de guardar secreto -repuso Filina.

-Aunque no el apellido, siquiera el nombre.

-Conforme, si lo adivina usted. Puede decir tres nombres, pero ninguno más; si no, sería capaz de recorrer todo el calendario.

-Bueno -dijo Guillermo-; ¿acaso Cecilia?

-Nada de Cecilia.

-¿Enriqueta?

-En modo alguno. Tenga usted cuidado; su curiosidad va a tener que quedarse para otro día.

Guillermo vacilaba y temblaba; quería abrir la boca pero le faltaba la voz.

-¿Mariana? -balbuceó, por fin-. ¿Mariana?

-¡Bravo! Queda acertado -exclamó Filina, dando como de costumbre una vuelta sobre sus tacones.

Guillermo no podía pronunciar palabra, y Serlo, que no advertía la conmoción de su ánimo, prosiguió instando a Filina para que abriera la puerta.

Pero ¿qué llenos de asombro no quedaron ambos cuando de pronto Guillermo, interrumpiendo violentamente su charla, se arrojó a los pies de Filina, rogándola y conjurándola con las más vivas expresiones de pasión?

-Permita usted que vea a esa muchacha -exclamó-; es mía, es mi Mariana. Aquella cuya presencia anhelé todos los días de mi vida; la que todavía sigue siendo para mí mejor que todas las demás mujeres del mundo. Vaya usted, siquiera, junto a ella; dígale que estoy aquí, que está aquí el hombre que le consagró su primer amor y toda la dicha de su juventud. Quiere justificarse por haberla abandonado cruelmente; quiere pedirle perdón; quiere perdonarle cuanto haya podido faltar ella contra él; hasta llega a acceder a no pretender ya cosa alguna de ella con tal de poder verla una vez más, con tal de poder comprobar que vive y es dichosa.

Filina meneaba la cabeza y dijo:

-Amigo mío, hable usted en voz baja. No nos engañemos; y si esta dama es realmente su amiga de usted, tenemos que tratarla con todo cuidado, pues en modo alguno sospecha encontrarle a usted aquí. Motivos muy diferentes son los que aquí la han conducido, y ya sabe usted que muchas veces preferiría uno ver ante sus ojos un fantasma que a un antiguo enamorado en indebido momento. Yo la interrogaré, la prepararé y ya pensaremos lo que se puede hacer. Mañana le escribiré una esquela diciéndole a qué hora debe usted venir, si es que debe hacerlo; obedézcame puntualmente, pues le juro que nadie debe ver a esta criatura encantadora contra mi voluntad y contra la suya. Tendré mejor cerradas mis puertas y usted no me visitará armado de un hacha.

Guillermo la conjuró, Serlo trató de convencerla; todo en vano. Ambos amigos tuvieron, por fin, que acceder a retirarse de la habitación y de la casa.

Todos podrán imaginarse la intranquila noche que pasó Guillermo. Compréndese fácilmente lo lentas que se deslizaron para él las horas del día en que esperaba la esquela de Filina. Por desgracia, tuvo que representar aquella misma noche; jamás había soportado mayor congoja. Después de terminada la obra corrió a casa de Filina, sin preguntar siquiera si se le había invitado para ello. Encontró su puerta cerrada, y las gentes de la casa le dijeron que la señorita había partido con un joven militar aquel día por la mañana; cierto que había dicho que volvería dentro de pocos días, pero no lo creían porque había dejado todo pagado y se había llevado su equipaje.

Guillermo púsose fuera de sí con la noticia. Corrió junto a Laertes y le propuso ir en su seguimiento, costara lo que costara, para adquirir noticias de su acompañante. Por el contrario, Laertes reprendió a su amigo por su apasionamiento y credulidad.

-Apostaría -dijo- a que no es otra persona sino Federico. Ese mancebo es de buena familia, lo sé muy bien; está locamente enamorado de la chica, y es probable que le haya sacado mucho dinero a sus parientes para poder volver a vivir algún tiempo con ella.

Estas objeciones no pudieron convencer a Guillermo, pero le hicieron dudar. Laertes le hizo ver lo inverosímil que era la historia que Filina le había contado; en cuánto coincidían la figura y el color de los cabellos con los de Federico, y que no sería tan fácil alcanzarles, ya que tenían doce horas de ventaja y, sobre todo, porque Serlo no podía prescindir de ninguno de los dos para sus representaciones.

Por todos estos motivos, Guillermo se dejó siquiera convencer de que renunciara a perseguirlos personalmente. Laertes supo encontrar aquella noche misma un hombre diligente a quien se le podía dar el encargo. Era un hombre prudente, que había servido en viaje a diversos señores en calidad de correo y guía y se encontraba sin ocupación en aquel momento. Diéronle dinero, enteráronle de todo el asunto, con encargo de que buscara y alcanzara a los fugitivos y no los perdiera después de vista, debiendo dar al punto noticias a ambos amigos de cómo y dónde los encontrara. Montó a caballo en el mismo instante y galopó en seguimiento de la equívoca pareja, y Guillermo quedó hasta cierto punto tranquilo con estas disposiciones.




ArribaAbajoCapítulo XVI

La ausencia de Filina no produjo sorprendente sensación en la compañía ni entre el público. Tomaba todo con poca seriedad; las mujeres la odiaban universalmente, y los hombres, en lugar de la escena, hubieran preferido verla a solas, y de este modo se perdían sus hermosos talentos, felices hasta para el teatro. Los otros miembros de la compañía tomáronse más trabajos por ello; madama Melina, sobre todo, distinguiose por su diligencia y atención. Aprendiose, como de costumbre, las máximas de Guillermo; guiose por sus teorías y por su ejemplo, y desde entonces tuvo no sé qué en su persona que la hacía más interesante. Alcanzó pronto una buena escuela de representar y adquirió plenamente el tono natural de la conversación y aun el sentimental. Supo acomodarse al humor de Serlo, y para agradarle aplicose a estudiar el canto, en lo que no tardó en hacer todos los progresos necesarios para poder entretener a una reunión.

La compañía hízose aún más completa mediante la llegada de algunos actores nuevamente contratados, y como Guillermo y Serlo, cada cual a su manera, actuaban sobre la compañía, insistiendo el primero en el espíritu y tono del conjunto de cada obra y el segundo ensayando concienzudamente cada trozo aislado, un laudable celo animó a los cómicos y el público se interesó vivamente por ellos.

-Estamos en buen camino -dijo cierta vez Serlo-, y si continuamos de este modo, también el público marchará por la debida senda. Es muy fácil extraviar a los hombres por medio de representaciones insensatas e indecorosas; pero si se les presenta de modo interesante lo razonable y digno, no dejarán de picar en ello.

-Lo que daña principalmente a nuestro teatro nacional, sin que, sin embargo, ni cómicos ni espectadores reparen en ello, es que generalmente se presenta con tonos demasiado abigarrados y en ningún sitio hallamos un límite en el que pueda uno apoyar sus juicios. No me parece que sea ventajoso para nosotros el que hayamos dilatado nuestro teatro hasta el punto de ser un ilimitado escenario de la Naturaleza; ni directores ni cómicos pueden reducirse a campo más estrecho, hasta que el propio gusto de la nación haya designado los debidos límites de la escena. Toda buena sociedad no existe sino bajo ciertas condiciones, y lo mismo ocurre con el buen teatro. Ciertos modales y modos de hablar, ciertos objetos y maneras de conducirse deben ser excluidos de ella. No se empobrece uno cuando establece un orden en su casa.

Acerca de tal cuestión, llegaron a ponerse de acuerdo hasta un grado mayor o menor. Guillermo y la mayor parte de los cómicos inclinábanse al bando del teatro inglés; Serlo y algunos otros, al del teatro francés.

Estuvieron conformes en que, durante las horas desocupadas, que por desgracia abundan tanto en la vida de un comediante, leerían en común las obras más célebres de ambos teatros, para observar lo que hubiera de mejor en ambos y más digno de ser imitado. Comenzaron, realmente, con algunas obras francesas. Aurelia se alejaba siempre tan pronto como comenzaba la lectura. Al principio tuviéronla por enferma; pero una vez preguntole Guillermo por qué lo hacía, ya que le había sorprendido tal conducta.

-No asistiré a ninguna de esas lecturas -respondió ella-, pues ¿cómo podría oír y juzgar si mi corazón está destrozado? Con toda mi alma odio la lengua francesa.

-¿Cómo puede uno ser enemigo de una lengua -exclamó Guillermo- a la que le debe la mayor parte de su cultura y a la cual todavía tendremos que ser deudores de otras muchas cosas, antes de que nuestra personalidad haya adquirido su forma propia?

-No es ningún prejuicio -respondió Aurelia-. Una impresión desgraciada, un odioso recuerdo de mi infiel amigo me ha privado de que pueda oír con placer ese hermoso y culto idioma. ¡Cómo lo odio ahora con todo mi corazón! Durante el tiempo de nuestras amistosas relaciones escribíame siempre en alemán, en un alemán sincero, fuerte y verdadero. Pero cuando quiso desprenderse de mí comenzó a escribir en francés, cosa que antes sólo por broma había hecho algunas veces. Sentí, comprendí lo que significaba aquello. Lo que se avergonzaba de escribir en su lengua materna podía redactarlo con tranquilidad de conciencia en aquel otro idioma. Es un lenguaje excelente para las reservas, las vacilaciones y las mentiras; es una lengua perfide. Gracias a Dios, no encuentro ninguna palabra alemana para decir «pérfido» en toda su extensión. Nuestro desdichado treulos es a su lado como un niño inocente. Perfide es una infidelidad que se goza en sí misma, que siente orgullo y maligna alegría de sí misma. ¡Oh! ¡Qué envidiable es la cultura de una nación que sabe expresar en una sola palabra matices tan finos! El francés es realmente la lengua mundana, digna de convertirse en idioma universal, a fin de que todos los hombres puedan engañarse y hacerse traición unos a otros. Sus cartas francesas eran siempre de agradable lectura. Queriendo hacerse ilusiones, sonaban todavía de un modo cálido y hasta apasionado; pero observadas de cerca no eran más que frases, malditas frases. Ha echado a perder en mí todo gusto por ese idioma, por la literatura francesa y hasta por las bellas y preciosas manifestaciones que han sido formuladas en esa lengua por muchas nobles almas; me estremezco cada vez que oigo una palabra francesa.

Podía continuar así durante horas enteras, mostrando su disgusto e interrumpiendo o desconcertando cualquier otra conversación. Más pronto o más tarde, con algunas amargas palabras, ponía término Serlo a estas caprichosas manifestaciones, pero de ordinario quedaba estropeado el coloquio para toda la noche.

En general, dase por desdicha el caso de que todo lo que debe ser producido con el concurso de diversos hombres y varias circunstancias no puede subsistir largo tiempo en un estado de perfección. Tanto en una compañía de teatro como en un imperio, en un círculo de amigos lo mismo que en un ejército, puede de ordinario señalarse el momento en que se ha alcanzado el grado más alto de su perfección, de su buena inteligencia, de su actividad y satisfacción; pero con frecuencia cambia rápidamente el personal, surgen nuevos miembros, las personas no se acomodan ya con las circunstancias ni las circunstancias con las personas; todo llega a ser de otro modo, y lo que antes estaba unido no tarda en separarse. De este modo, puede decirse que la compañía de Serlo fue durante algún tiempo todo lo perfecta que podía alabarse de serlo cualquier compañía alemana. La mayor parte de los cómicos estaban en su debido puesto, y todos tenían bastante que hacer y todos cumplían gustosos lo que tenían que hacer. Eran tolerables las relaciones que se mantenían entre ellos, y cada cual parecía prometer mucho en su arte, porque todos daban los primeros pasos con calor y buen ánimo. Pero no tardó en descubrirse que una parte de ellos no eran más que autómatas, que sólo podían lograr lo que se podía producir sin sensibilidad, y bien pronto se mezclaron en todo ello las pasiones que de ordinario se atraviesan en el camino de toda buena institución y tan fácilmente descomponen todo lo que desearían mantener unido las gentes razonables y bienintencionadas.

La partida de Filina no había sido tan insignificante como se creyó al principio. Tenía la mayor habilidad para entretener a Serlo y sabía encantar, en grado mayor o menor, a todos los demás actores. Soportaba con gran paciencia las violencias de Aurelia y su ocupación principal era lisonjear a Guillermo. Había sido para el conjunto de la compañía una especie de lazo de unión, y su pérdida tenía que hacerse sensible bien pronto.

Serlo no podía vivir sin algún amorío. Elmira, que se había desarrollado en poco tiempo y que casi podía decirse que se había vuelto hermosa, hacía ya largo tiempo que excitaba su atención, y Filina era lo bastante cauta para advertir esta pasión y favorecerla. «Hay que acostumbrarse desde temprano -solía decir- a ejercer oficios de tercería; será lo único que nos quede cuando lleguemos a viejos». Por este medio, Serlo y Elmira se habían aproximado lo bastante para no tardar en ponerse de acuerdo después de la marcha de Filina, y aquella novela interesábales tanto más a los dos, ya que tenían toda suerte de motivos para mantenerla secreta ante el viejo gruñón, que no comprendía de bromas acerca de tales transgresiones. La hermana de Elmira estaba en el secreto, y por ello Serlo tenía que ser muy indulgente con ambas muchachas. Uno de los mayores defectos de las chicas era una ilimitada golosinería, y hasta, si se quiere, una insoportable glotonería, en lo cual en modo alguno se asemejaban a Filina, que cobraba nuevo encanto amoroso de que apenas vivía más que del aire, por decirlo así; comía muy poco y sólo sorbía, con la mayor gracia, la espuma de una copa de champagne.

Pero ahora, si Serlo quería agradar a su bella, tenía que unir el almuerzo con la comida y ligar ésta a la cena mediante una merienda. Además, Serlo tenía un plan cuya ejecución le preocupaba. Creía descubrir cierta inclinación entre Guillermo y Aurelia y deseaba mucho que llegara a ser algo serio. Esperaba descargar sobre Guillermo toda la parte mecánica de la administración del teatro y encontrar en él, como lo había hallado en su primer cuñado, un instrumento fiel y diligente. Ya le había ido confiando, insensiblemente y poco a poco, la mayor parte de los trabajos; Aurelia llevaba la caja, y Serlo, como en otros tiempos, vivía completamente a su capricho. No obstante, tanto a él como a su hermana había algo que les dolía secretamente.

El público tiene un modo especial de proceder con los hombres públicos de reconocido mérito; comienza poco a poco a mostrarse indiferente con ellos, y favorece mucho otros talentos inferiores, pero que se presentan de nuevo; impóneles a los primeros exageradas exigencias, y todo se lo consiente a los otros.

Serlo y Aurelia tuvieron en aquel momento hartas ocasiones en que formular esta observación. Los recién llegados, en especial si eran jóvenes y bien formados, atraían hacia sí toda la atención y todos los aplausos, y la mayor parte de las veces ambos hermanos, después de haberse impuesto las mayores molestias, tenían que retirarse sin oír el siempre grato batir de las palmadas. Cierto que aquello no se producía sin motivos especiales.

Era muy perceptible el orgullo de Aurelia y muchos estaban enterados de su desdén para con el público. Serlo, es cierto que lisonjeaba a cada cual en particular, pero sus punzantes frases sobre el conjunto de los espectadores también eran llevadas y traídas con mucha frecuencia de boca en boca. Por el contrario, los nuevos miembros de la compañía eran, de una parte, desconocidos y forasteros, y de otra, eran jóvenes, amables, necesitados de protección, y, por tanto, habían encontrado también favorecedores.

También hubo bien pronto discusiones internas y disgustos diversos; pues apenas se advirtió que Guillermo había tomado a su cargo las funciones de director de escena, cuando la mayor parte de los cómicos comenzaron a mostrarse tanto peor criados cuanto más deseaba él establecer orden y precisión en el conjunto, insistiendo especialmente en que la parte material marchara, ante todo, con puntualidad y exactitud.

En breve tiempo la situación de la compañía, que, en realidad, había sido casi ideal durante algunos momentos, llegó a trocarse en tan vulgar como la de cualquier teatro ambulante. Y, por desgracia, en el momento en que Guillermo, mediante molestias, trabajos y perseverancia, había llegado a conocer todo lo necesario del oficio, y había educado perfectamente tanto su persona como su actividad, pareciole, finalmente, en horas de tristeza, que aquella profesión merecía, menos que cualquier otra, el indispensable consumo de fuerzas y tiempo que exigía. El trabajo era pesado y escasa la recompensa. Hubiera preferido emprender cualquier oficio, en el cual, cuando la tarea es terminada, puede gozarse de tranquilidad de espíritu, y no aquel en el cual, después de soportar molestias corporales, aun hay que alcanzar la meta de la actividad mediante grandes esfuerzos de espíritu y sentimiento. Tenía que prestar oído a las quejas de Aurelia sobre la prodigalidad de su hermano; tenía que dejar de comprender las remotas insinuaciones de Serlo cuando éste trataba de impulsarlo a casarse con su hermana. Tenía, al mismo tiempo, que ocultar la pena que le angustiaba más profundamente, ya que el mensajero enviado tras el ambiguo militar no volvía ni daba noticias de sí, con lo cual nuestro amigo veíase preso del temor de haber perdido por segunda vez a Mariana.

Precisamente en aquel momento ocurrió un duelo público, con lo cual se vieron obligados a cerrar el teatro durante algunas semanas. Aprovechó aquella pausa para ir a visitar al eclesiástico que tenía como huésped al arpista. Encontrolo en una agradable comarca, y lo primero que descubrió en la rectoral fue a su viejo dándole lecciones de arpa a un muchacho. Manifestó mucha alegría de volver a ver a Guillermo; levantose y le tendió la mano, diciendo:

-Ya ve usted que todavía soy útil para algo en el mundo; permita usted que continúe, pues tengo muy lleno mi tiempo.

El pastor saludó a Guillermo del modo más amistoso y le refirió que el viejo iba ya mucho mejor y que tenía esperanzas de curación total.

Su conversación recayó, naturalmente, sobre el método para curar locos.

-Aparte de lo físico -dijo el eclesiástico-, que con frecuencia nos opone dificultades invencibles, y acerca del cual oigo los consejos de un sensato médico, encuentro que es muy sencillo el método para curar a los locos. Es el mismo con el cual se impide que se vuelva loca la gente que está sana. Excítese su actividad personal, acostúmbreseles al orden, hágase que nazca en ellos el concepto de que su existencia y destino está en común con el de otros muchos hombres; que un talento extraordinario, la más grande dicha o la más profunda desgracia, sólo son pequeñas desviaciones del curso habitual de la existencia, y de este modo no se presentará ninguna locura, o, una vez aparecida, irá retirándose poco a poco. He distribuido las horas del viejo: le enseña el arpa a algunos niños, ayuda a trabajar en el jardín, y está ya mucho más sereno. Desea comer las coles que él mismo planta, y desea que mi hijo, a quien lega su arpa para cuando él se muera, se instruya muy diligentemente a fin de que también pueda aprovecharse de ella. Como eclesiástico, trato de hablarle poco de sus extraños escrúpulos, pero una vida de labor trae consigo tantos acontecimientos, que muy pronto tendrá que comprender que sólo por la actividad pueden ser removidas toda especie de dudas. Procedo dulcemente; si puedo lograr de él que renuncie a su larga barba y a su hábito, habré adelantado mucho, pues nada nos lleva tan cerca de la locura como el distinguirnos de los otros y nada conserva mejor el sentido común que vivir en el mismo espíritu que otros muchos hombres. Por desgracia, ¿cuántas cosas no hay en nuestra educación y en nuestras instituciones civiles que nos predisponen a la locura, a nosotros y a nuestros hijos?

Guillermo pasó algunos días en casa de este hombre sensato y supo las historias más interesantes no sólo de gente loca, sino de otras personas a las que se suele tener por cuerdas y hasta por sabias, y cuyas singularidades, sin embargo, limitan muy de cerca con la locura.

Pero la conversación fue mucho más animada cuando se presentó el médico, que visitaba con frecuencia a su amigo el eclesiástico y solía ayudarle en sus ejercicios humanitarios. Era un hombre ya anciano, que, aunque poseyendo una salud muy precaria, había pasado muchos años practicando los más nobles deberes. Era gran amigo de la vida campestre, y casi no podía estar sino al aire libre; al mismo tiempo era extraordinariamente sociable y activo, y desde hacía muchos años sentía especial afición a entablar amistad con todos los eclesiásticos de las parroquias aldeanas. Trataba de auxiliar en todas las formas a aquellos que sabía que ejercitaban una ocupación útil; procuraba inclinar hacia un trabajo de este tipo a aquellos otros que todavía permanecían vacilantes, y como al mismo tiempo estaba en relaciones con los nobles, con los gobernadores y jueces, en el espacio de veinte años había contribuido mucho, calladamente, al cultivo de diversas ramas de la economía rural y había hecho avanzar cuanto puede ser provechoso tanto para el mejor aprovechamiento de las tierras de labor como para la explotación de los animales y la higiene del hombre, fomentando de este modo la verdadera cultura.

-La única desgracia para el ser humano -dijo- es que se asiente en su espíritu cualquier idea que no tenga influjo sobre su vida activa o lo aparte de ejercitarla. Tengo actualmente ejemplo de ello -añadió- en un matrimonio rico y distinguido, con el cual, hasta ahora, ha fracasado por completo todo mi arte; el caso pertenece casi a sus dominios, querido pastor, y este joven no divulgará lo que oiga. En ausencia de un hombre de calidad, para dar una broma nada laudable, disfrazaron a un mancebo con la bata de casa del señor. Su esposa debía ser engañada de ese modo, y aunque me lo han presentado sólo como una farsa, temo mucho que se abrigara el propósito que esa dama, noble y amable, fuera desviada del recto camino. El esposo regresó insospechadamente, penetró en el cuarto, creyó verse a sí propio, y cayó desde entonces en una melancolía en la cual sustenta el convencimiento de que se va a morir bien pronto. Se abandona a gentes que lo lisonjean con ideas religiosas, y no veo cómo podrá impedirse que ingrese, con su esposa, en una congregación de hermanos moravos, privando a sus parientes de la mayor parte de su fortuna, ya que no tienen hijos.

-¿Con su esposa? -exclamó Guillermo impetuosamente, a quien había espantado no poco semejante relato.

-Y, por desgracia -prosiguió el médico, que sólo había creído ver una expresión de humana piedad en la exclamación de Guillermo-, la dama es también presa de un dolor aún más hondo, que hace que no se oponga a una separación del mundo. Justamente cuando el joven que he dicho se despidió de ella, no fue la dama lo bastante prudente para ocultarle un naciente afecto; siéntese él lleno de osadía, estréchala entre sus brazos, oprimiendo violentamente contra su pecho el gran retrato de su marido cubierto de brillantes. Ella siente un violento dolor que se disipa poco a poco, dejando primero una pequeña rojez y después ninguna otra huella. Como persona humana, estoy convencido de que no tiene que reprocharse ninguna otra cosa; como médico, estoy seguro de que esa presión no tendrá ninguna mala consecuencia, pero no hay medio de convencerla de que no tiene allí una dureza, y cuando quiere quitársele esa manía mediante un reconocimiento, afirma que sólo en aquel instante es cuando no se nota nada; se ha imaginado firmemente que ese mal acabará en un cáncer, y de este modo su juventud y sus bondades quedan plenamente perdidas para ella y para los otros.

-¡Desgraciado de mí! -exclamó Guillermo, golpeándose la frente y apartándose de sus compañeros para correr por los campos. Aún no se había hallado nunca en situación semejante.

Al médico y al eclesiástico, altamente sorprendidos por aquel extraño descubrimiento, no les faltó trabajo, por la noche, cuando regresó a la rectoral, y se acusó del modo más vivo con una circunstanciada confesión de todos los acontecimientos. Ambos tomaron el más vivo interés por él, especialmente porque también les pintó su restante situación con los negros colores que le infundía su momentáneo estado de ánimo.

Al día siguiente el médico no se hizo rogar mucho tiempo para ir con él a la ciudad, acompañándole por si era posible prestar algún auxilio a Aurelia, a quien su amigo había dejado en graves circunstancias.

Encontráronla en realidad peor de lo que sospechaban. Tenía una especie de fiebre intermitente, en la cual era tanto menos posible valerle, ya que ella misma, dado su modo de proceder, mantenía y fortalecía deliberadamente los ataques. El desconocido no fue presentado como médico y se condujo de modo muy amable y prudente. Hablose de su situación de cuerpo y espíritu, y el nuevo amigo refirió diversas historias de personas, que, a pesar de tal enfermedad, habían podido alcanzar una edad avanzada; pero nada es más perjudicial, en tales casos, que renovar intencionadamente sentimientos apasionados. No ocultó, especialmente, que había hallado que eran muy felices aquellas personas que, aun en el caso de una enfermedad de que no se podían reponer del todo, se habían sentido inclinadas a sustentar en su pecho verdaderos sentimientos religiosos. Dijo esto de modo muy comedido y en forma de relato, y prometió a sus nuevos amigos que les procuraría la interesante lectura de un manuscrito que había recibido de manos de una excelente amiga ya muerta.

-Tiene para mí un valor infinito -dijo-, y les prestaré a ustedes el propio original. El título sólo ha sido puesto por mí: Confesiones de un alma hermosa.

Acerca del tratamiento dietético y medicinal de la desgraciada y violenta Aurelia, diole, además, el médico a Guillermo los mejores consejos; prometió escribirle, y, a ser posible, volver a visitarla.

Mientras tanto, durante la ausencia de Guillermo habíase preparado un cambio que no hubiera sido posible sospechar. Guillermo, en el tiempo que había regido el negocio, había procedido con cierta amplitud y liberalidad, había visto excelentemente las cosas, y, en especial en lo que se refería a vestuario, decoraciones y accesorios, se había proporcionado objetos ricos y hermosos; además, para conservar la buena voluntad de los actores, había lisonjeado su provecho, ya que no podía influir en ellos por motivos más nobles, y habíase hallado tanto más autorizado para ello, ya que el propio Serlo no tenía la menor pretensión de ser un administrador exacto, gustaba de oír alabar el esplendor de su teatro y se regocijaba con ello, y se daba ya por satisfecho cuando Aurelia, que dirigía los asuntos domésticos, después de haber pagado todos los gastos, aseguraba que no tenían ninguna deuda, y aun le entregaba el dinero necesario para satisfacer los débitos que mientras tanto hubiera podido echar sobre sí Serlo, ya por su extraordinaria liberalidad con sus amadas o por cualquier otro motivo.

Mientras tanto, Melina, que se ocupaba del vestuario, había observado las cosas con la frialdad y socarronería propias de él, y durante la ausencia de Guillermo y la agravación de la enfermedad de Aurelia, supo hacerle comprender a Serlo que realmente se podía ganar más, gastar menos y, al final de cuentas, ahorrar algún dinero o vivir de un modo aún más divertido, según se quisiera. Serlo oyó con gusto tales cosas y Melina osó exponerle sus planes.

-No quiero afirmar -dijo- que ninguno de nuestros cómicos tenga actualmente sueldos demasiado altos; son gente de mérito y serían bien recibidos en cualquier otro lugar; sólo que reciben demasiado dinero para los ingresos que nos proporcionan. Mi propósito sería establecer una ópera, y en lo que se refiere a drama, tengo que decirle que usted es hombre capaz de organizar solo un teatro excelente. ¿No tiene usted que soportar actualmente que se desconozcan sus merecimientos? No porque sus compañeros sean excelentes, sino sólo porque son buenos, deja ya de hacerse justicia a los extraordinarios talentos que usted posee. Colóquese solo en primer término, como ha ocurrido en otros tiempos; trate usted de tener a su lado, con escaso sueldo, gente mediana y hasta quizá mala, pero eduque usted a la masa en la parte mecánica del arte tal como usted sabe hacerlo; dedique usted a la ópera el resto del esfuerzo, y usted verá cómo con el mismo trabajo y los mismos gastos alcanza mayor satisfacción e incomparablemente más dinero del que ha ganado hasta ahora.

Serlo se sentía demasiado lisonjeado con todo aquello para poder oponer objeciones que poseyeran alguna fuerza. Confesole gustoso a Melina que hacía tiempo que deseaba algo así, dada su gran afición por la música; pero bien comprendía, a la verdad, que el gusto del público sería aún más descarriado con aquello, y que con tal mezcla de espectáculos, que no eran propiamente ópera ni comedia, tendría por necesidad que perder en absoluto el resto de inclinación que todavía conservara hacia una obra de arte plena y bien hecha.

Melina bromeó con escasa agudeza sobre los pedantescos ideales de Guillermo, sus pretensiones de educar al público, en lugar de dejarse llevar por él, y convinieron ambos, con gran convencimiento, en que sólo se debía tratar de adquirir dinero, hacerse rico o vivir alegremente, y apenas ocultaron que deseaban verse libres de aquellas personas que se opusieran a sus planes. Deploró Melina, aunque pensara exactamente lo contrario, que la débil salud de Aurelia no le prometiera ninguna larga existencia. Serlo pareció lamentar que no fuera cantante Guillermo, dando a entender con ello que estaba a punto de no considerarlo como indispensable. Melina se presentó con toda una lista de economías que se podían hacer, y Serlo vio en él un substituto que valía tres veces más que su cuñado. Bien comprendieron que tenían que guardar secreto sobre tal conversación, y con ello todavía quedaron más ligados uno a otro, y aprovecharon todas las ocasiones para conferenciar reservadamente sobre cuanto ocurría, para censurar lo que emprendían Aurelia y Guillermo, perfeccionando cada vez más en su pensamiento aquel nuevo proyecto.

Por muy secreto que pudieran tener ambos su plan y por muy escasa traición que le hicieran en sus palabras, no eran, sin embargo, lo bastante políticos para ocultar en su conducta sus sentimientos. Melina se opuso diversas veces a Guillermo en cosas que correspondían a su órbita de acción, y Serlo, que nunca había procedido suavemente con su hermana, hízose cada vez más agrio, conforme iba creciendo su enfermedad, y cuanto más ella, en su desigual humor febril, habría merecido más miramientos.

En aquellos momentos justamente, propusiéronse hacer Emilia Galotti. Esta obra fue repartida de modo muy feliz, y todos pudieron mostrar, en el limitado círculo de aquella tragedia, la diversidad de su modo de representar. Serlo estuvo muy en su lugar haciendo de Marinelli, Odoardo fue muy bien presentado, madama Melina hizo el papel de madre con mucha inteligencia, Elmira se distinguió en el personaje de Emilia, Laertes salió con mucho decoro haciendo de Appiani, y Guillermo había consagrado varios meses de estudio al papel del príncipe. Con este motivo había examinado frecuentemente, ya entre sí mismo, ya tratando con Serlo y Aurelia, la cuestión de qué diferencia hay entre un porte noble y un porte distinguido, y hasta qué punto el primero debe ir comprendido en el segundo, pero el segundo no necesita ser contenido en el primero.

Serlo, que haciendo de Marinelli representaba al cortesano de un modo puro y sin caricatura, manifestó sobre este punto diversas buenas ideas.

-El porte distinguido -dijo- es difícil de imitar, porque, realmente, es negativo y presupone un ejercicio largo y sostenido; pues no debe uno mostrar en su conducta nada que muestre dignidad, porque fácilmente se cae en formas de orgullo; sólo se debe evitar todo aquello que es indigno y vulgar; nunca debe abandonarse uno, estar siempre atento a sí mismo y a los otros, no perdonarse cosa alguna, no hacer por los demás ni demasiado ni muy poco, no mostrarse afectado por ninguna cosa, no conmoverse por nada ni por nada apresurarse; saber ser dueño de sí en todo momento, y mantener de este modo un equilibrio exterior por mucha que pueda ser la tormenta que haya por dentro. El hombre noble debe descuidarse en algún instante; el distinguido, nunca. Es como un hombre muy bien vestido, que no se apoyará jamás en cosa alguna y todo el mundo se guardará de rozarse con él; distínguese de los otros, y, sin embargo, no debe permanecer aislado, porque, como en todo arte, también en éste, en último término, lo más difícil tiene que ser ejecutado con facilidad; de este modo el hombre distinguido, a pesar de todas las distancias, siempre debe aparecer unido con los otros, nunca envarado, siempre fácil, presentándose constantemente como el primero y no empujado nunca para que se le vea en tal lugar. Vese, pues, que, para parecer distinguido, hay que serlo realmente; vese por qué las mujeres, en general, pueden darse ese aspecto mejor que los hombres, y por qué son los cortesanos y los militares los que más pronto arriban a esta distinción.

Guillermo se desesperaba casi de su papel, pero Serlo volvió a auxiliarlo comunicándolo sobre cada detalle las más finas observaciones, y pertrechándolo en tal forma, que en la representación, siquiera a los ojos de la muchedumbre, apareció como un príncipe auténtico.

Habíale prometido Serlo que después de la representación le comunicaría las observaciones que todavía tuviera que hacer sobre su modo de representar el personaje; sólo que una desagradable disputa que surgió entre el hermano y la hermana impidió toda conversación crítica. Aurelia había hecho su papel de Orsina de un modo como acaso no vuelva a ser jamás visto. En general, érale muy familiar aquel personaje y lo había desempeñado con indiferencia en los ensayos; pero en la función abrió, por decirlo mí, todas las esclusas de su pena personal, y resultó de ello un modo de representar como apenas hubiera podido imaginárselo ningún poeta en el fuego primero de su inspiración. Ilimitados aplausos del público recompensáronla por sus dolorosos esfuerzos; pero cuando la buscaron, después de terminada la obra, yacía en un sillón casi sin sentido.

Serlo había mostrado ya su descontento por aquel modo de trabajar exagerado, como él lo llamaba, y aquel desnudar ante el público lo más secreto de su corazón, ya que, en un grado mayor o menor, era conocida de todos la fatal historia, y según solía proceder cuando se enojaba, había rechinado los dientes y dado patadas en el suelo.

-Déjenla ustedes -dijo al encontrarla en su sillón rodeada por el resto de la compañía-; algún día acabará por salir desnuda a escena, y entonces serán perfectos los aplausos.

-¡Desagradecido! ¡Inhumano! -exclamó ella-. Muy pronto me llevarán desnuda adonde no suene ya en mis oídos ningún aplauso.

Diciendo estas palabras, se levantó con rapidez y corrió hacia la puerta. La criada había olvidado llevarle su abrigo; no estaba allí la silla de manos; había llovido, y un rudo viento soplaba por las calles. En vano procuraron retenerla, pues estaba sobremanera sofocada; caminó con intencionada lentitud y alabó el aire fresco, que pareció aspirar con gran delicia. Apenas hubo llegado a su casa, cuando, con la ronquera, casi no pudo pronunciar ya ni una palabra, pero no confesó que sentía una gran rigidez en la nuca y por la espalda abajo. No mucho después fue atacada de una especie de parálisis a la lengua, en forma que no podía pronunciar ni una palabra; lleváronla al lecho; mediante rápidos remedios, oponíanse a un mal, mientras otro se mostraba. La fiebre era intensa y la situación peligrosa.

A la otra mañana tuvo una hora de tranquilidad. Hizo llamar a Guillermo y le tendió una carta.

-Este pliego -le dijo- hace ya mucho tiempo que espera este momento. Conozco que se acerca el término de mi vida; prométame usted que lo entregará usted mismo y que querrá vengarme del infiel, por mis sufrimientos, con lacónicas palabras. No es insensible, y mi muerte lo afligirá siquiera durante un momento.

Guillermo cogió la carta, tratando, sin embargo, de consolarla y apartar de ella el pensamiento de la muerte.

-No -repuso ella-; no me arrebate usted mi más próxima esperanza. Hace mucho tiempo que la espero, y quiero estrecharla alegremente entre los brazos.

Poco después llegó el manuscrito prometido por el médico. Invitó a Guillermo a que se lo leyera, y del efecto producido podrá juzgar mejor el lector una vez que haya entablado conocimiento con el libro siguiente. El carácter violento y obstinado de nuestra pobre amiga fue suavizado instantáneamente. Recogió su carta y escribió otra, en más dulce disposición de espíritu, según parece; también solicitó de Guillermo que consolara a su amigo si se entristecía con la noticia de su muerte y que le asegurara que lo había perdonado y le deseaba toda felicidad.

Desde este momento estuvo muy tranquila y sólo pareció ocuparse de muy pocas ideas que procuraba adquirir en el manuscrito que Guillermo tenía que leerle de tiempo en tiempo. No era visible la disminución de sus fuerzas, e inesperadamente, una mañana, al ir a visitarla, encontrola muerta Guillermo.

Dado el aprecio que había sentido por ella y la costumbre de vivir en su compañía, fuele muy dolorosa esta pérdida. Era la única persona entre los cómicos que realmente sentía afecto hacia él, y en la última temporada le había herido en gran modo la frialdad de Serlo. Apresurose, por tal motivo, a desempeñar la misión que le había sido confiada, y deseó alejarse durante algún tiempo. Por otra parte, esta partida era muy deseada por Melina, pues éste, por medio de una extensa correspondencia que sostenía, habíase entendido ya con un cantor y una cantante, que, provisionalmente, con sus intermedios musicales, debían preparar al público para la ópera futura. En esta forma debería ser disimulada en los primeros tiempos la pérdida de Aurelia y la ausencia de Guillermo, y nuestro amigo mostrose satisfecho de todo lo que le facilitaba el permiso para estar ausente algunas semanas.

Habíase formado una idea singularmente importante del mensaje que le había sido confiado. La muerte de su amiga lo había conmovido en lo profundo, y al verla desaparecer tan prematuramente de la escena era necesario que sintiera enemistad hacia aquel que le había abreviado la vida y le había hecho tan penosa su breve existencia.

A pesar de las últimas palabras de dulzura de la moribunda, proponíase pronunciar un severo juicio sobre el infiel amigo al presentarle la carta, y como no quería confiarse en un casual estado de ánimo, imaginó un discurso, que, al redactarlo, resultó quizá más patético de lo que fuera conveniente. Así que estuvo plenamente convencido de que estaban bien compuestas aquellas frases, aprendiéndoselas de memoria, hizo las disposiciones para el viaje. Mignon hallábase presente mientras hacía sus maletas, y le preguntó si iba a ir hacia el Sur o hacia el Norte, y al saber que se encaminaría hacia este último punto, exclamó:

-Pues prefiero esperarte aquí.

Le pidió el collar de perlas de Mariana, cosa que no pudo él negar a la querida criatura; el pañuelo lo tenía ya desde hacía tiempo. En cambio, metiole en el saco de viaje el velo del espectro, aunque él le dijera que aquel tul no podía servirle para nada.

Melina se encargó de la administración, y su mujer prometió ocuparse con mirada maternal de los niños, de los que sólo de mala gana se separaba Guillermo. Félix estaba muy contento al despedirse, y cuando le preguntó qué quería que le trajera, el niño respondió:

-Oye; tráeme un padre.

Mignon cogió la mano del viajero, y poniéndose en las puntas de los pies imprimió en sus labios un beso cordial y vivo, aunque sin ternura, diciendo:

-Meister, no te olvides de nosotros, y vuelve pronto.

Y de este modo, dejemos que nuestro amigo comience su viaje en medio de mil ideas y sentimientos, y mostremos aquí como final una poesía que Mignon había recitado con gran expresión algunas veces, y que la urgencia de tantos y tan singulares acontecimientos impidió que antes de ahora fuera comunicada:

No me mandes hablar, mándame que calle, pues el secreto es un deber para mí; desearía mostrarte el fondo de mi alma, pero el destino no lo quiere.

El sol, en su carrera, a la hora debida, expulsa a la obscura noche y tienen que iluminarse las tinieblas; la dura roca abre su seno y no le niega a la tierra los profundos manantiales que se esconden en ella; cada cual busca reposo en los brazos de su amigo y allí su corazón puede derramarse en quejas; pero un juramento me sella los labios y sólo un dios sería capaz de hacérmelos abrir.