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ArribaAbajoCapítulo VI

La sociedad había vuelto a encontrarse, y nuestros amigos se vieron obligados a interrumpir su conversación. No mucho después fue anunciado un correo, que debía entregar en propia mano una carta a Lotario; fue introducido el hombre; parecía robusto y capaz; su librea era muy rica y de buen gusto. Guillermo creyó reconocerlo, y no se equivocó, porque era la misma persona que había enviado en otro tiempo tras Filina y la presunta Mariana, y que no había regresado. Iba precisamente a dirigirle la palabra cuando Lotario, que había leído la carta, díjole al correo con gravedad y casi con enojo:

-¿Cómo se llama su señor?

-Entre todas las preguntas que pueden hacérseme -respondió, con prudencia, el correo-, ésa es a la que menos me es dado responder; espero que la carta ya le habrá anunciado lo preciso; de palabra no me ha sido dada comisión alguna.

-Sea como quiera -repuso Lotario con una sonrisa-, ya que su señor tiene tanta confianza conmigo para escribirme tal majadería, será bien recibido en nuestra casa.

-No se hará esperar mucho tiempo -respondió el correo con una cortesía, y se alejó.

-Oigan ustedes -dijo Lotario- la loca e insulsa embajada: «Como entre todos los huéspedes -escribe el desconocido- el buen humor debe ser el más agradable, cuando se presente, y como yo lo llevo siempre conmigo como compañero de viaje, estoy convencido que no será mal recibida la visita que he pensado hacer a su Excelencia y Dilección, sino que más bien espera llegar para plena satisfacción de toda esa alta familia y retirarse en ocasión oportuna el que es, etc., etc., Conde de Pata de Caracol».

-Esa es una estirpe nueva -dijo el abate.

-Debe de ser un conde vicarial -repuso Yarno.

-El secreto es fácil de adivinar -dijo Natalia-; apuesto a que es nuestro hermano Federico, que desde la muerte del tío viene amenazándonos ya con una visita.

-¡Exacto, bella y sabia hermana! -exclamó alguien en un próximo bosquecillo, y al mismo tiempo avanzó un agradable y risueño joven.

Guillermo apenas pudo contener un grito.

-¿Cómo -exclamó-, nuestro pícaro rubio? ¿También él debe volver a presentárseme aquí?

Federico prestó atención, conoció a Guillermo y exclamó:

-Verdaderamente, me habría asombrado menos encontrar en el jardín de mi tío las célebres pirámides, que tan sólidamente se asientan en Egipto, o la tumba del rey Mausolo, la cual, según me han asegurado, ya no existe, que a usted, antiguo amigo y plural bienhechor. Reciba usted mi especial y más afectuoso saludo.

Después de haber saludado y besado a todos alrededor, volvió otra vez junto a Guillermo y exclamó:

-Cuidadme bien a este héroe, este general y filósofo dramático. El día de nuestro primer conocimiento, lo peiné mal, hasta puedo decir que lo peiné como al cáñamo, y, no obstante, me ahorró después una buena tanda de bastonazos. Es magnánimo como Escipión, dadivoso como Alejandro, enamorado también, si llega la ocasión, pero sin odiar a sus rivales. No amontona carbones encendidos sobre la frente de sus enemigos; cosa que, según se dice, debe ser uno de los peores servicios que puede prestársele a alguien; más bien envía al amigo que le ha birlado su moza buenos y fieles servidores, a fin de que su pie no tropiece con ninguna piedra.

Prosiguió irreprimiblemente en este mismo tono, sin que nadie estuviera en situación de detenerlo; y como nadie tampoco podía responder de igual modo, conservó la palabra durante bastante tiempo.

-No os asombréis -exclamó- de mi gran erudición en autores sagrados y profanos; ya sabréis cómo alcancé estos conocimientos.

Querían saber de él cómo le iba y de dónde venía; pero, a fuerza de sentencias de moral y antiguas historias, no podían llegar a ninguna clara explicación.

Natalia díjole en voz baja a Teresa:

-El género de su alegría me hace daño; apostaría que, a pesar de todo, no es feliz.

Como Federico no encontrara en la reunión ningún eco para sus payasadas, aparte de ciertas bromas con que le replicó Yarno, acabó por decir:

-No me queda otro remedio sino convertirme en persona seria con mi seria familia, y como en tan graves circunstancias al punto pesa grandemente sobre mi conciencia la carga de todos mis pecados, me decido a hacer brevemente confesión general, pero de la cual no debéis saber nada vosotros, dignas damas y caballeros. Este noble amigo aquí presente, que ya conoce algo de mi vida y empresas, es el único que debe saberlo, tanto más que es el único que tiene ciertos motivos para interrogarme. ¿No tendría usted curiosidad por saber -añadió, dirigiéndose a Guillermo-el cómo, el dónde, el quién, el cuándo y el porqué? ¿Qué hay de la conjugación del verbo griego philéo, philoh, y de los derivativis de este encantador vocablo?

En seguida cogió por el brazo a Guillermo y lo llevó consigo, estrechándolo de todos modos y dándole besos.

Apenas hubo llegado Federico a la habitación de Guillermo, cuando encontró un cuchillo de polvos puesto en la ventana, con la inscripción «Acuérdate de mí».

-Conserva usted bien sus cosas de valor -dijo-; a la verdad, éste es el cuchillo de polvos de Filina, que le regaló a usted aquel día en que tanto le tiré yo de los cabellos. Espero que usted habrá recordado fielmente a la hermosa muchacha al hacer uso de él, y le aseguro que tampoco ella le ha olvidado, y si no hubiera yo desterrado de mi corazón toda huella de celos hace mucho tiempo, no le vería a usted sin envidia.

-No me hable usted más de esa criatura -replicó Guillermo-. No niego que, durante mucho tiempo, no pude librarme de la impresión que hacía sobre mí su grata presencia; pero eso fue todo.

-¡Uf! -exclamó Federico-. Avergüéncese usted. ¿Quién renegará de una mujer querida? Y usted la amó tan por completo, que nada quedaba ya por desear. No pasaba día en que no le regalara algo a la muchacha, y cuando el alemán hace regalos, de fijo es que ama. No me quedaba otro remedio sino acabar por rapiñársela a usted, y eso logró hacerlo filialmente el militarcete rojo.

-¿Cómo? ¿Era usted el militar que encontramos en casa de Filina y con quien ella partió?

-Sí -respondió Federico-; el mismo a quien tomó usted por Mariana. Nos hemos reído bastante con su error.

-¡Qué crueldad! -exclamó Guillermo-. ¡Dejarme en tal incertidumbre!

-Y, además, tomar al instante a nuestro servicio al recadero que envió usted en nuestro seguimiento -replicó Federico-. Es un buen chico y desde ese tiempo no se apartó de nuestro lado. Y a la muchacha todavía la amo, tan locamente como siempre. Me ha hechizado tan por completo, que, a poco más, me encuentro en un caso mitológico, y todos los días temo ser metamorfoseado.

-Dígame usted -preguntó Guillermo-, ¿de dónde le viene esa vasta erudición? Oigo con asombro la extraña costumbre que usted ha adoptado de hablar siempre refiriéndose a historias y fábulas de la antigüedad.

-De la manera más divertida -dijo Federico- he llegado a ser erudito, hasta un gran erudito. Filina vive ahora conmigo; le hemos alquilado a un colono el viejo castillo de una posesión feudal, donde hacemos, como los gnomos, la vida más amena. Hemos encontrado allí una biblioteca, cierto que escasa, pero escogida, que contiene una Biblia infolio, la Cronica, de Godofredo; dos volúmenes del Theatrum europaeum, la Acerra Philologica, las obras de Gryphius y algunos libros menos importantes. Cuando habíamos alborotado bastante, a veces sentíamos aburrimiento, queríamos leer, y antes de que nos hiciéramos cargo de ello era mayor nuestro fastidio. Por último, tuvo Filina la magnífica ocurrencia de colocar todos los libros en una gran mesa, nos sentamos uno frente a otro, y en voz alta leemos alternativamente, y siempre a trozos, ya en un libro, ya en otro. ¡Fue un verdadero goce! Creíamos hallarnos realmente en buena sociedad, donde se tiene por mala educación el continuar demasiado tiempo tratando de una misma materia o el pretender dilucidarla con harta profundidad; creíamos estar también en una de esas reuniones animadas donde nadie quiere dejarle hablar al otro. Con regularidad, nos consagramos a esta diversión todos los días, y de este modo, poco a poco, nos hemos hecho ya tan instruidos que nosotros mismos nos asombramos de ello. No encontramos ya nada nuevo bajo el sol; nuestra ciencia nos ofrece precedentes para todo. Variamos el modo de instruirnos de diversas maneras. A veces leemos guiándonos por un viejo reloj de arena estropeado que se vacía en pocos minutos. Rápidamente le da la vuelta el otro y comienza a leer en otro libro, y apenas vuelve a estar la arena en el vaso inferior cuando ya comienza el primero a dar su conferencia, y en esta forma estudiamos realmente de un auténtico modo académico, salvo que hacemos más cortas nuestras lecciones y nuestros estudios son mucho más diversos.

-Comprendo bien esa locura -dijo Guillermo-, si llega a reunirse una pareja tan divertida como la suya; pero que esa ligera pareja pueda permanecer junta tanto tiempo no es cosa que pueda comprender tan pronto.

-Esa es precisamente la suerte y la desgracia -exclamó Federico-. Filina no puede dejarse ver; también le repele verse a sí misma: se encuentra embarazada. En tal situación, no hay nada en el mundo peor formado y más ridículo que ella. Poco tiempo antes de que yo partiera, púsose, por casualidad, delante del espejo. «¡Qué horror! -dijo, apartando el rostro-; ¡la propia estampa de madama Melina! ¡Qué repulsiva imagen! Resulta una completamente repugnante».

-Tengo que confesar -repuso Guillermo, sonriéndose- que deberá ser bastante cómico veros juntos, como padre y madre.

-Es un verdadero delirio -dijo Federico- que, al final de cuentas, tenga que pasar yo por el padre. Ella lo afirma, y los tiempos concuerdan con su afirmación. Al principio confundíame un poco cierta maldita visita que ella le hizo a usted después del Hamlet.

-¿Qué visita?

-Aún no se habrá borrado por completo su recuerdo en usted. El delicioso y palpable fantasma de aquella noche era Filina, si todavía usted no lo sabe. Esa historia me proporcionó, a la verdad, una dote bien amarga; pero tiene que renunciar uno al amor si no quiere permitir tales cosas. La paternidad sólo reposa sobre el convencimiento, en términos generales; estoy convencido, y, por tanto, soy su padre. Ahí ve usted que también sé hacer uso de la lógica en su debido lugar, y en cuanto al niño, si no se muere de risa en el mismo momento de su nacimiento, podrá ser, si no útil, por lo menos, un agradable ciudadano del mundo.

Mientras los amigos conversaban de esta alegre manera sobre frívolos temas, el resto de la sociedad había comenzado una grave conversación. Apenas se habían alejado Federico y Guillermo, cuando el abate condujo insensiblemente a la reunión hacia el pabellón del jardín, y cuando hubieron tomado asiento, comenzó su conferencia de este modo:

-Hemos afirmado en general -dijo- que la señorita Teresa no es hija de su madre; es necesario que expliquemos detalladamente tal afirmación. He aquí la historia que ofrezco justificar y probar inmediatamente en todas formas. La señora de *** vivió en la mejor armonía con su esposo durante los primeros años de su matrimonio; sólo tenían la desgracia de que los hijos, que por dos veces fueron esperados, llegaban muertos al mundo, y la tercera, el médico casi llegó a anunciar la muerte de la madre, prediciendo que sería totalmente inevitable en un siguiente embarazo. Viéronse obligados a tomar una resolución; no querían romper el matrimonio, por encontrarse muy bien establecidos en sociedad. La señora de *** buscó en el cultivo de su espíritu, en ciertas representaciones teatrales y en los goces de la vanidad una especie de compensación a las dichas maternas que le eran negadas. Soportó con mucha tranquilidad que su esposo sintiera afición por una dama que gobernaba toda la hacienda, tenía hermosa figura y carácter muy sensato. La señora de ***, al cabo de breve tiempo, propuso un arreglo, según el cual la buena muchacha se entregó al padre de Teresa, continuando sus funciones domésticas y mostrando todavía hacia la señora de la casa mayor celo y abnegación que antes. Al cabo de algún tiempo sintiose encinta, y ambos esposos, aunque por motivos muy diferentes, tuvieron en aquella ocasión el mismo pensamiento. El señor de *** deseaba introducir legalmente en la casa, como suyo, el hijo de su amada, y la señora de ***, ofendida de que por una indiscreción de su médico hubiera sido sabida su situación en la vecindad, pensaba volver a restablecer su fama mediante un hijo supuesto, y con tal complacencia, mantener un ascendiente en la casa que temía perder, dadas las demás circunstancias. Fue más reservada que su marido, notó bien lo que él deseaba y, sin salirle al paso, supo facilitar una explicación. Puso sus condiciones, y obtuvo casi todo lo que quería, originándose de este modo el testamento en que parece haberse pensado tan escasamente en la niña. El medico viejo había muerto; dirigiéronse a uno joven, activo y hábil; fue bien recompensado, y hasta pudo hacerse un honor reparando y dando a conocer la torpeza y precipitación de su difunto colega. La madre verdadera accedió de grado a ello; representaron muy bien la comedia, vino al mundo Teresa y fue atribuida a una madrastra, mientras que su madre auténtica era víctima de esta superchería, pues falleció por osar levantarse demasiado pronto, dejando inconsolable al buen hombre. La señora de *** había alcanzado, mientras tanto, su pleno propósito: a los ojos del mundo tenía una encantadora niña, que mostraba orgullosa; al mismo tiempo se había librado de una rival, cuya posición no había visto sin envidiosos ojos y cuya influencia temía secretamente, para el porvenir por lo menos; abrumaba a la niña con ternuras, y supo atraerse de tal modo al marido, en horas de intimidad, por su vivo dolor por su pérdida, que bien puede decirse que se le rindió por completo, puso en manos de la esposa su dicha y la dicha de su hija y sólo poco tiempo antes de su muerte, y en cierto modo gracias a su hija ya crecida, volvió a ser señor de su casa. Este era, bella Teresa, el secreto que, probablemente, tanto habría deseado descubrir a usted su padre enfermo; eso es lo que yo quería exponerle a usted detalladamente, ahora que no se encuentra en la reunión el joven amigo que ha llegado a ser su novio ante el mundo por el más raro encadenamiento de circunstancias. Aquí están los documentos que prueban lo que he afirmado del modo más riguroso. Por ellos sabrá usted cuánto tiempo anduve tras las huellas de este descubrimiento y cómo sólo ahora pude llegar, no obstante, a la certidumbre; cómo no osaba comunicar a mi amigo cosa alguna acerca de la posibilidad de esa dicha, porque habría sido herido harto profundamente si por segunda vez desapareciera esta esperanza. Ya comprenderá usted las sospechas de Lidia, pues confieso gustoso que en modo alguno favorecía yo el afecto de nuestro amigo por esa buena muchacha desde que volví a prever la posibilidad de su unión con Teresa.

Nadie respondió cosa alguna a este relato. Las damas devolvieron los papeles al cabo de algunos días, sin volver a hacer mención de ellos.

Tenían a mano medios suficientes para ocupar a la sociedad cuando estaba reunida. También la comarca ofrecía muchos atractivos que era grato ir a ver, ya solos o ya reunidos, a caballo, en coche o a pie. Yarno aprovechó una de tales ocasiones para dar cuenta de todo a Guillermo; comunicole los documentos, pero no pareció desear ninguna resolución de parte de él.

-En la situación, altamente extraña, en que me encuentro -respondiole Guillermo- me basta repetir a usted lo que ya al principio dije, y con todo mi corazón, en presencia de Natalia: Lotario y sus amigos pueden pedirme toda clase de renuncias; dejo en sus manos todas mis pretensiones respecto a Teresa; procúreme usted, en cambio, mi licencia formal. ¡Oh, amigo mío! No necesito ninguna gran reflexión para decidirme; ya he observado estos días que Teresa necesita esforzarse para mantener una sombra de la vivacidad con que me saludó al llegar aquí. Me han robado su cariño o, más bien, no lo he poseído nunca.

-Tales situaciones acláranse mejor poco a poco -repuso Yarno-, por medio de silencio y espera, que no con muchos discursos, de los que siempre se origina alguna perplejidad e irritación.

-Creería más bien -dijo Guillermo- que, precisamente, este caso podría terminarse con la más pacífica y clara decisión. Muchas veces se me ha hecho el reproche de ser vacilante e incierto; ¿por qué ahora, que estoy yo decidido, se comete contra mí una falta que se censura en mí? ¿Tómase el mundo tantos trabajos para educarnos sólo para hacernos sentir que no quiere educarse él? Sí; concédanme ustedes pronto la alegre sensación de estar libre de una falsa situación, en la que vine a caer con las más puras intenciones del mundo.

A pesar de este ruego pasaron varios días, en los que no oyó decir nada del asunto ni tampoco notó cambio alguno en sus amigos; la conversación dirigíase más bien hacia temas generales e indiferentes.




ArribaAbajoCapítulo VII

Cierta vez Natalia, Yarno y Guillermo estaban sentados reunidos, y comenzó a decir Natalia:

-Está usted pensativo, Yarno; vengo notándolo en usted desde hace ya algún tiempo.

-Lo estoy -respondió el amigo-; descubro ante mí un importante asunto, preparado ya desde hace tiempo por nosotros, y que ahora tiene que ser acometido necesariamente. En general, ya sabe usted algo de ello, y bien puedo hablar ante nuestro joven amigo, porque dependerá de él el que participe en la empresa, si tiene gusto para ello. No me verá usted ya mucho tiempo, pues tengo intención de embarcarme para América.

-¿Para América? -repuso Guillermo, sonriéndose-; no hubiera esperado de usted tal aventura, ni mucho menos que me hubiera elegido por compañero.

-Cuando conozca usted por completo nuestros planes -repuso Yarno-, darales un nombre más favorable, y acaso sea conquistado por ellos. Escúcheme usted. Sólo se necesita conocer algún tanto la marcha del mundo para notar que nos amenazan grandes cambios, y que la propiedad casi en ninguna parte está ya segura.

-No tengo ningún concepto claro de la marcha del mundo -replicó Guillermo-, y sólo desde hace poco tiempo me preocupo de mis propiedades. Acaso hubiera hecho bien en rechazarlas de mi pensamiento durante más tiempo, porque vengo observando que los cuidados por su conservación producen hipocondría.

-Escúcheme usted hasta el fin -dijo Yarno-; la preocupación es propia de la vejez, a fin de que los jóvenes puedan vivir un tiempo sin cuidados. Por desgracia, el equilibrio de las acciones humanas sólo puede mantenerse mediante contrastes. En la actualidad no hay nada que sea menos aconsejable que tener sus propiedades en un solo lugar y confiar todo su dinero a una sola plaza, y es difícil ejercer vigilancia sobre muchos lugares; por eso hemos imaginado otra cosa: de nuestra vieja torre debe salir una sociedad que se extienda por todas las partes del mundo y en la que puedan entrar todas las partes del mundo. Aseguraremos mutuamente nuestras fortunas para el único caso en que una revolución política arroje a algún socio, por completo, de sus propiedades. Yo paso ahora a América para utilizar las buenas relaciones que nuestro amigo ha formado allí durante su residencia. El abate irá a Rusia, y usted, si quiere unirse a nosotros, puede escoger el venir conmigo o ayudar a Lotario en Alemania. Pienso que escogerá usted lo último, pues hacer un gran viaje es extraordinariamente útil para un joven.

Guillermo reflexionó un momento y respondió:

-La propuesta es digna de toda meditación, pues pronto tendré por divisa: mejor cuanto más lejos. Espero que me dé usted a conocer sus planes. Puede depender de mi ignorancia del mundo; pero me parece que tal asociación encontrará dificultades insuperables.

-La mayor parte de las cuales sólo podrán ser removidas -repuso Yarno-, porque hasta ahora sólo somos pocos, honrados, hábiles y decididos, y poseedores de cierto espíritu general, del cual únicamente puede originarse el espíritu de asociación.

Federico, que hasta entonces sólo había escuchado, replicó a ello:

-Si me animáis, también yo iré con vosotros.

Yarno meneó la cabeza.

-Vamos, ¿qué tiene usted que criticar en mí? -prosiguió Federico-. Una nueva colonia requiere también jóvenes colonos, y esos los llevaré yo conmigo; colonos divertidos, se lo aseguro a usted. Y, además, también sabría yo de una buena muchacha que ya no se encuentra aquí en su debido sitio: la dulce y encantadora Lidia. ¿Qué ha de hacer aquí la pobre niña, con sus dolores y penas, si no puede arrojarlos a lo profundo del mar, llegada la ocasión, y si un hombre bravo no la acoge? Pienso, mi joven amigo, que ya que está usted acostumbrado a consolar abandonadas, debe usted decidirse a tomar del brazo a aquella muchacha, e iremos detrás del viejo señor.

Esta proposición enojó a Guillermo. Respondió con fingida tranquilidad:

-Ni siquiera si está libre, y como, en general, no parece que tenga yo buen éxito en mis noviazgos, no querría hacer semejante tentativa.

Añadió Natalia:

-Hermano Federico, crees que porque tú procedes con tanta ligereza, también a los otros son aplicables tus opiniones. Nuestro amigo merece un corazón femenino que le pertenezca por completo, que no sea conmovido a su lado por extraños recuerdos; sólo con un carácter altamente razonable y puro como el de Teresa podía aconsejarse un azaroso negocio de esa clase.

-¡Negocio azaroso! -exclamó Federico-; en amor todo es azar. Bajo la fronda o ante el altar, con abrazos o con anillos de oro, con cantos de grillos o con trompetas y timbales, todo es azaroso, y la casualidad lo dirige todo.

-Siempre he visto -repuso Natalia- que nuestros principios no son más que un suplemento de nuestra existencia. Nos gusta tender sobre nuestras faltas el manto de una valedera ley. Ten cuidado del camino por donde te puede llevar la bella que te atrajo de modo tan poderoso y que te mantiene tan firmemente esclavizado.

-Ella misma está en excelente camino -replicó Federico-; en el camino de la santidad. Cierto que ha tomado un rodeo, pero es tanto más alegre y seguro; María de Magdala caminó también por el mundo, y sabe Dios cuántas otras. Por lo demás, hermana, cuando se trate de amor, no deberías mezclarte en ello. Creo que no te casarás sino cuando en cualquier sitio quede un novio sobrante, y entonces, con tu bondad habitual, te entregarás a él como suplemento de cualquier existencia. Por tanto, déjanos concertar ahora nuestros tratos con este negrero y ponernos de acuerdo sobre nuestros compañeros de viaje.

-Sus proposiciones son ya demasiado tardías -dijo Yarno-. Lidia está ya colocada.

-¿Cómo? -preguntó Federico.

-Yo mismo le he ofrecido mi mano -respondió Yarno.

-Mi viejo amigo -dijo Federico-, con ello ha tenido usted un rasgo por el cual, si se le considera a usted como substantivo, podrían aplicársele diversos adjetivos, y por tanto, diversos predicados si se le considera como sujeto.

-Tengo que confesar sinceramente -replicó Natalia- que es una tentativa peligrosa unirse a una muchacha en el momento en que desespera del amor de otro.

-Yo he osado hacerlo -repuso Yarno-; será mía bajo ciertas condiciones. Y, créamelo usted, nada hay en el mundo más precioso que un corazón capaz de amor y de pasión. No importa si amó o si ama todavía. El amor con que es amada otra persona es casi más encantador para mí que aquel con que sería yo amado; veo la fuerza, la potencia de un hermoso corazón sin que el egoísmo me perturbe en esta pura contemplación.

-¿Ha hablado usted ya con Lidia en estos días? -preguntó Natalia.

Yarno, sonriéndose, hizo un signo afirmativo; Natalia movió la cabeza y dijo al levantarse:

-Estoy a punto de no saber lo que debo pensar de usted, pero de fijo que no me engañará.

Iba precisamente a alejarse cuando entró el abate con una carta en la mano y le dijo:

-Quédese usted; tengo aquí una proposición para la cual serán muy bien recibidos sus consejos. El marqués, amigo de su difunto tío, cuya visita esperamos desde hace algún tiempo, debe llegar uno de estos días. Me escribe diciendo que, como la lengua alemana no es tan corriente para él como había creído, necesita un compañero de viaje que posea perfectamente este idioma y algunos otros, siéndole imprescindible tal intérprete, ya que más bien desea entrar en relaciones científicas que políticas. No conocería yo nadie más apropiado para el caso que nuestro joven amigo. Conoce idiomas; está, además, instruido en muchas cosas, y hasta será gran ventaja para él ver Alemania en tan buena sociedad y bajo tan favorables condiciones. Quien no conoce su patria no tiene término de comparación para los países extranjeros. ¿Qué dice usted, amigo mío? ¿Qué dice usted, Natalia?

Nadie supo oponer cosa alguna a tal proposición; hasta el mismo Yarno pareció no considerarla como obstáculo a su viaje a América, ya que no pensaba partir inmediatamente. Natalia guardó silencio, y Federico adujo diversas máximas sobre la utilidad de los viajes.

Guillermo estaba tan irritado en el fondo de su pecho con aquella nueva proposición, que apenas era capaz de ocultarlo. Vio con demasiada claridad que se habían puesto de acuerdo para librarse de él lo más pronto posible, y, lo que era peor, que lo dejaban ver abiertamente y sin miramientos. También las sospechas que Lidia había provocado en él y todo lo que él había experimentado, mostráronse otra vez vivamente ante su alma, y el modo natural como Yarno le había explicado todas las cosas, pareciole también que sólo contenía una exposición artificiosa.

Recogiose un momento y respondió:

-Esa proposición merece, en todo caso, un maduro examen.

-Será necesaria una rápida decisión -repuso el abate.

-No estoy ahora preparado para ello -respondió Guillermo-. Podemos esperar la llegada de ese hombre y ya veremos si nos entendemos uno con otro. Pero tengo que presentar anticipadamente una condición esencial y es la de llevar conmigo a mi Félix y conducirlo a todas partes.

-Esa condición será difícilmente aceptada -repuso el abate.

-Y no veo yo -exclamó Guillermo-, por qué motivo he de dejarme imponer condiciones por nadie, y por qué, si alguna vez deseo conocer mi patria, he de necesitar la compañía de un italiano.

-Porque un joven siempre tiene motivos para unirse con alguien -replicó el abate con cierta imponente gravedad.

Guillermo, que bien advertía que no se hallaba en situación de dominarse por más tiempo, ya que la situación de su ánimo sólo hasta cierto punto era dulcificada por la presencia de Natalia, dejó oír con cierta precipitación:

-Concédaseme todavía una breve reflexión y presumo que se decidirá rápidamente si tengo motivos para seguir unido con ustedes o si mi corazón y mi razón no me ordenan más bien, de modo irresistible, que rompa tantos lazos como me amenazan con una eterna y miserable cautividad.

Habló de este modo con vivo y emocionado ánimo. Una mirada dirigida a Natalia tranquilizolo hasta cierto punto, porque, en aquel momento apasionado, la figura y el mérito de la dama hicieron sobre él una impresión más profunda que nunca.

-Sí -se dijo a sí mismo al encontrarse solo-; confiésate que la amas y que vuelves a sentir lo que se llama amar con todas las fuerzas del alma. Así es como amaba yo a Mariana y me equivoqué tan espantosamente respecto a ella; amaba a Filina y tenía que despreciarla; estimaba a Aurelia y no podía amarla; venero a Teresa y el amor paternal ha tomado la forma de cariño hacia ella; y ahora, cuando se juntan en tu corazón todos los sentimientos que pueden hacer dichoso al hombre, ahora te ves obligado a huir. ¡Ay! ¿Por qué es preciso que a estos sentimientos, a este conocimiento, se junte irresistiblemente el deseo de la posesión? ¿Y por qué, sin la posesión, esos sentimientos y esas convicciones justamente destruyen en absoluto todo otro género de felicidad? ¿Podré, en lo futuro, gozar del sol y del mundo, de la sociedad o de cualquier otra dicha? ¿No tendrás siempre que decirte: «¡Natalia no está aquí!», y, sin embargo, por desgracia, Natalia te estará siempre presente? Si cierras los ojos, se te representará en tu interior; si los abres, flotará ante todos los objetos como las apariencias que deja en la vista una imagen deslumbradora. Ya antes de ahora, ¿la figura prestamente desaparecida de la amazona no estaba siempre presente en tu imaginación? Y no habías hecho más que verla, no la conocías. Ahora que la conoces, que estuviste cerca de ella, que tanto se ha interesado por ti, sus cualidades están tan hondamente grabadas en tu ánimo como antes su imagen en tus sentidos. Es acongojador buscar siempre, pero mucho más congojoso haber hallado y tener que abandonar. ¿Qué puedo pedir ya en el mundo? ¿Qué cosa buscaré ya con los ojos? ¿Qué país, qué ciudad contendrá un tesoro que sea análogo a éste? ¿Y deberé viajar solo, para encontrar siempre cosas de menor valor? ¿La vida es sólo un campo de carreras donde hay que volverse atrás rápidamente cuando se ha alcanzado su fin más extremo? ¿Y lo bueno, lo excelente no se alza en él sino como una meta, firme e invariable, de la que es preciso volver a alejarse rápidamente, con veloces corceles, cuando se creía haberla alcanzado? En cambio, cualquier hombre que aspira a mercancías terrestres, puede procurárselas bajo los más diferentes cielos y hasta en el mercado o en la feria. ¡Ven, querido niño! -exclamó dirigiéndose a su hijo, que justamente llegaba corriendo-; ¡selo todo para mí y sigue siéndolo siempre! Me fuiste dado como sustitución de tu madre querida; debes suplir para mí a la segunda madre que te había destinado, y ahora tienes que llenar también un vacío aún mucho más grande. ¡Ocupa mi corazón, ocupa mi espíritu, con tu hermosura, tu amabilidad, tu ansia de saber y tus capacidades!

El mozuelo estaba entretenido con un nuevo juguete; el padre trató de arreglárselo de mejor modo, más ordenadamente, más conforme a su objeto; pero en el mismo momento el niño perdió todo gusto por aquel juego.

-Eres un verdadero ser humano -exclamó Guillermo-; ¡ven, hijo mío! ¡ven, mí hermano! Vayamos a jugar sin objeto por el mundo adelante en cuanto podamos hacerlo.

Su resolución de alejarse, de llevar consigo al niño y distraerse con las cosas del mundo, era entonces en él firme propósito. Escribió a Werner, pidiole dinero y cartas de crédito y enviole al correo de Federico con orden terminante de volver rápidamente. Si se hallaba muy disgustado con sus restantes amigos, permanecían intactas sus relaciones con Natalia. Confiole sus proyectos; también ella reconoció que podía y debía partir, y aunque a él le dolió su aparente indiferencia, tranquilizole por completo su presencia y afectuosas maneras. Aconsejole que visitara diversas ciudades para conocer allí a algunos de sus amigos y amigas. Volvió el correo, trajo lo que Guillermo había pedido, aunque Werner no parecía estar satisfecho con aquella nueva escapatoria. «Mis esperanzas de que seas persona razonable -escribía éste- han vuelto a quedar aplazadas por largo tiempo. ¿Adónde os dirigís todos juntos? ¿Dónde queda aquella dama de cuya ayuda administrativa me diste esperanzas? Tampoco los otros amigos están ahora presentes; todo el asunto pesa ahora sobre el juez y sobre mí. Por suerte, es tan buen jurisconsulto como yo soy hombre de negocios y ambos estamos acostumbrados a tirar de una carga. Adiós. Tus extravagancias deben serte perdonadas, ya que sin ellas no hubiera podido ser tan satisfactoria nuestra situación en el país».

En lo que se refiere a lo externo, hubiera podido partir en el instante, pero su ánimo estaba ligado por doble impedimento. No querían, en modo alguno, mostrarle los restos de Mignon antes de las exequias que el abate pensaba celebrar y para cuya solemnidad no estaba aún todo dispuesto. También el médico había sido llamado por una extraña carta del eclesiástico de aldea. Referíase al arpista, de cuya situación quería estar bien enterado Guillermo.

En estas circunstancias, ni de día ni de noche encontraba reposo para el alma ni para el cuerpo. Cuando todo dormía, iba de un lado a otro por la casa. La presencia de aquellas obras de arte, de antiguo conocidas, le atraía y repelía al propio tiempo. No podía aprehender ni dejar lo que le rodeaba; todo le recordaba todo; abarcaba de una sola mirada todo el círculo de su vida, pero, por desgracia, yacía roto ante él y parecía que nunca más volvería a soldarse. Estas obras de arte que había vendido su padre parecíanle símbolo de que también él, por propias o ajenas culpas, debía ser en parte excluido y en parte privado de una tranquila y duradera posesión de lo que en el mundo es más deseable. Hasta tal punto se perdía en estas extrañas y tristes reflexiones, que a veces creía de sí mismo que era como un fantasma, y hasta cuando sentía y tocaba las cosas exteriores, apenas podía sobreponerse a la duda de si realmente estaría vivo y se encontraría allí.

Sólo el vivo dolor que se apoderaba a veces de él ante la idea de tener que abandonar, de modo tan violento y sin embargo preciso, todo lo hallado y vuelto a encontrar; sólo sus lágrimas le devolvían a veces el sentimiento de la existencia. En vano evocaba ante su memoria la dichosa situación en que realmente se hallaba.

-Todo ello no es nada -exclamaba-, cuando nos falta lo único que para el hombre da valor a lo restante.

El abate anunció a la reunión la llegada del marqués.

-Está usted decidido, según parece -díjole a Guillermo-, a partir solo con su niño; pero conozca por lo menos a este hombre, que en todo caso puedo serle útil dondequiera que en su camino lo encuentre.

Presentose el marqués; era un hombre aún no de mucha edad y de uno de esos tipos lombardos bien hechos y agradables. Cuando joven había hecho amistad con el tío, que era de mucha más edad que él, primero en el ejército, después en asuntos diplomáticos. Más tarde habían recorrido juntos gran parte de Italia, y las obras de arte que el marqués volvió a encontrar allí habían sido, en su mayor parte, adquiridas y procuradas en presencia suya y bajo diversas felices circunstancias de que todavía se acordaba muy bien.

El italiano posee en general un sentimiento más profundo de la alta dignidad del arte que las gentes de otras naciones; cualquier hombre que ejerce algún oficio quiere ser llamado artista, maestro y profesor, y reconoce, siquiera al buscar esos títulos, que no basta adquirir algo por tradición o adquirirlo por el ejercicio de cualquier actividad, sino que cada cual debe también ser capaz de pensar sobre aquello que hace, establecer los fundamentos y causas de por qué procede de este o aquel modo, explicándolo claramente a sí mismo y a los otros.

El extranjero se conmovió al volver a encontrar sin poseedor tan hermosas posesiones y se alegró de oír hablar al espíritu de su amigo por boca de sus excelentes herederos. Examinaron las diversas obras y les fue muy agradable poder entenderse bien unos con otros. El marqués y el abate dirigían la conversación; Natalia, que se sentía otra vez como en presencia de su tío, sabía expresar muy bien sus opiniones y juicios; Guillermo tenía que traducírselo todo en terminología teatral si quería comprender alguna cosa. Costaba trabajo poner un límite a las bromas de Federico. Yarno rara vez estaba presente.

Como se hiciera observar que en los nuevos tiempos son tan raras las excelentes obras de arte, dijo el marqués:

-No es fácil imaginarse y considerar lo que las circunstancias tienen que hacer por el artista, y además, aun con el mayor genio, con el talento más resuelto, siempre son infinitas las exigencias que tiene que presentarse a sí mismo e indecible la diligencia que necesita para su formación. Ahora bien; si las circunstancias actúan poco en su favor, si observa que el mundo es muy fácil de satisfacer y sólo apetece apariencias ligeras, agradables y placenteras, sería de admirar que la comodidad y el egoísmo no lo detuvieran firmemente en una medianía. Sería raro que no prefiriera cambiar por dinero y alabanzas mercancías a la moda, que seguir el recto camino que, en grado mayor o menor, había de conducirle a un penoso martirio. Por ese motivo es por lo que los artistas de nuestro tiempo ofrecen siempre para no dar jamás. Quieren seducir siempre para no satisfacer nunca; todo, en sus obras, no está más que indicado y en ninguna parte se encuentra profundidad ni ejecución. Pero basta pasar algún tiempo en una galería de pinturas y observar hacia cuáles obras de arte se siente atraída la multitud, cuáles son alabadas y cuáles desdeñadas, para sentir poco placer con el presente y pocas esperanzas para lo por venir.

-Sí -respondió el abate-, y de este modo el aficionado y el artista se forman mutuamente; el aficionado no busca más que un goce general e indeterminado; la obra de arte debe agradarle aproximadamente como una obra de la Naturaleza, y las gentes creen que los órganos para disfrutar del arte se forman por sí mismos, igual que la lengua y el paladar, y que se juzga una obra artística a modo de un guisado. No comprenden que se necesita otra cultura para elevarse a un verdadero goce artístico. Encuentro yo que lo más difícil es la especie de abstracción que el hombre tiene que operar en sí mismo si quiere en general formarse; por eso es por lo que encontramos tantas culturas unilaterales, cada una de las cuales, sin embargo, pretenden dar sentencia sobre el conjunto.

-Lo que usted dice no es del todo claro para mí -dijo Yarno, que acababa de entrar.

-Tampoco es fácil explicarse con precisión y brevedad acerca de ello -respondió el abate-. No diré más que esto: en cuanto el hombre pretenda ejercer diversas actividades o disfrutar de goces diversos, tiene que ser capaz de educar en sí mismo, con independencia unos de otros, órganos diversos. Quien quiera hacer todas y cada una de las cosas, o disfrutar de ellas, con todo el conjunto de su personalidad; quien quiera encadenar todo lo que está fuera de él para lograr tal especie de goce, consumirá su tiempo en esfuerzos nunca satisfechos. ¡Qué difícil aunque parezca tan sencillo, contemplar, en y por sí mismo, una buena cosa natural, un cuadro excelente; percibir el canto por el canto, admirar al comediante en el comediante, celebrar un edificio por su propia armonía y su duración! Por el contrario, vese, en general, a los hombres tratando a manifiestas obras de arte como si fueran blanda arcilla. El mármol esculpido debe volver a transformarse al punto conforme a sus aficiones y manías; la edificación de firmes paredes debe dilatarse o encogerse; un cuadro debe instruir; una comedia, corregir, y todo ser de otro modo. Pero eso es realmente porque, como la mayoría de los hombres carecen de carácter, y como no pueden darse forma alguna a sí mismos y a su individualidad, trabajan para quitarles su forma a las cosas a fin de que todo se convierta en una materia suelta o incoherente, a la cual ellos también pertenecen. Acaban por reducirlo todo a lo que llaman efectos; todo es relativo, y de este modo todo se hace verdaderamente relativo, salvo la necedad y falta de gusto, que reinan de un modo totalmente absoluto.

-Le comprendo a usted -repuso Yarno-, o, más bien, veo perfectamente cómo lo que usted dice concierta con los principios a que está usted tan ligado; pero me es imposible ser tan severo con la pobre humanidad. Conozco, a la verdad, bastantes gentes que, en presencia de las mayores obras del Arte y de la Naturaleza, se acuerdan al punto de sus miserables necesidades, que llevan consigo a la ópera su conciencia y su moral, no renuncian a sus amores y sus odios ante una columnata, y tienen que empequeñecer primero en cuanto sea posible, a la medida de su concepción, las cosas mejores y más grandes que les son traídas desde fuera, para poder, hasta cierto punto, relacionarlas con su estrecha mente.




ArribaAbajoCapítulo VIII

Por la noche, el abate los invitó a las exequias de Mignon. La sociedad se dirigió a la Sala del Pasado y la encontró iluminada y decorada del modo más extraño. Las paredes estaban revestidas, casi de arriba abajo, con tapicería azul celeste, de modo que sólo se veía el zócalo y el friso. En los cuatro candelabros de las esquinas ardían grandes cirios, y, en igual proporción, otros cuatro más pequeños en los que rodeaban el sarcófago del centro. Junto a éste, alzábanse cuatro niños vestidos de azul celeste y plata y parecían dar aire con anchos abanicos de plumas de avestruz a una figura que descansaba en el sarcófago. La sociedad tomó asiento y dos coros invisibles comenzaron a preguntar con un canto melodioso:

-¿A quién traéis a nuestra pacífica reunión?

Los cuatro niños respondieron con dulce voz:

-Os traemos un fatigado compañero; dejadlo descansar en medio de vosotros hasta el día en que vengan a despertarlo los clamores de sus hermanas celestes.

CORO

¡Primicias de la juventud, sé bien venida a nuestro círculo, sé bien venida con duelo! ¡Que ningún mozo ni ninguna muchacha te sigan! ¡Que sólo la vejez, tranquila y resignada, se acerque a la sala silenciosa, y que la niña, amada y querida, repose en medio de la grave compañía!

NIÑOS

¡Ay, de qué mala gana la trajimos aquí! ¡Ay, y tener que dejarla en este sitio! ¡Quedémonos nosotros también y lloremos, lloremos sobre su ataúd!

CORO

¡Contemplad esas poderosas alas! ¡Mirad la ligera y pura túnica! ¡Cómo brilla la cinta dorada de su cabeza! ¡Mirad su hermoso y noble reposo!

NIÑOS

¡Ay, las alas no la elevan! ¡Sus ropajes no ondean ya en leves juegos! ¡Cuando coronábamos de rosas su cabeza nos miraba dulce y acariciadoramente!

CORO

¡Contempladla en lo alto con los ojos del espíritu! ¡Que viva en vosotros la fuerza formadora que conduce por encima de las estrellas lo más alto y hermoso: la vida!

NIÑOS

Pero ¡ay, que la echamos aquí mucho de menos! ¡Ya no se pasea por el jardín, ya no recoge las flores de las praderas! ¡Lloremos ya que la dejarnos en este sitio! ¡Lloremos y quedémonos con ella!

CORO

¡Niños, volveos a la vida! ¡Que el fresco aire que juguetea junto al serpeante arroyo seque vuestras lágrimas! ¡Libraos de la noche! ¡El día y el aire y la duración son dote de los vivos!

NIÑOS

¡Arriba, volvamos a la vida! ¡Denos el día trabajo y placer, hasta que la tarde nos traiga reposo, y el sueño nocturno nos restaure!

CORO

¡Niños, corred hacia la vida! ¡Que envuelto en la hermosura de sus puros ropajes, salga a vuestro encuentro el amor con sus celestes miradas y la corona de la inmortalidad!

Los muchachos habíanse ya apartado; el abate se alzó de su sillón y avanzó hacia el ataúd.

-Es mandato del hombre que dispuso esta tranquila morada que todo recién llegado sea recibido en ella con solemnidad. Después de él, el fundador de esta casa y el creador de este refugio, hemos traído aquí, en primer lugar, a una joven extranjera, y de este modo, este pequeño recinto contiene ya dos víctimas muy diferentes de la severa, arbitraria e implacable diosa de la muerte. Entramos en la vida según determinadas leyes; están contados los días de nuestra formación hasta que llegamos a contemplar la luz, pero no hay ley para la duración de la existencia. El hilo vital más débil crece inesperadamente en longitud, y al más fuerte lo corta con violencia las tijeras de una parca que parece complacerse en las contradicciones. Poco sabremos decir de la niña a quien hemos aquí sepultado. Aun nos es desconocido de dónde había llegado; no sabemos quiénes eran sus padres y sólo presumimos los años que contaba. Su corazón profundo y cerrado apenas nos dejaba adivinar sus circunstancias más íntimas; nada era claro en ella, nada manifiesto, sino su amor hacia el hombre que la había salvado de las manos de un bárbaro. Esta tierna afección, este vivo agradecimiento, parece haber sido la llama que consumió el aceite de su vida; la habilidad del médico no pudo conservar la hermosa vida, ni la amistad más cuidadosa fue capaz de prolongarla. Pero si el arte no pudo encadenar al espíritu que huía de ella, empleó todos sus medios para conservar el cuerpo y substraerlo a la caducidad. Una cantidad de bálsamo ha sido infundido por todas sus venas, y en vez de la sangre, tiñe ahora las mejillas tan tempranamente empalidecidas. ¡Acercaos, amigos míos, y ved los milagros del arte y del cuidado!

Levantó el velo y se vio a la niña yaciendo como dormida, con su traje de ángel, en la más linda postura. Todos se acercaron y admiraron aquella apariencia de vida. Sólo Guillermo permaneció sentado en su sillón; no podía dominarse; no le era dado pensar en lo que sentía y cada pensamiento parecía querer desgarrar su pecho.

El discurso había sido pronunciado en francés a causa del marqués. Acercose éste, con los otros, y consideró atentamente aquella figura. Prosiguió el abate:

-Con santa confianza, estaba plenamente dirigido hacia su Dios este buen corazón tan cerrado para los hombres. La humildad, y hasta una tendencia a rebajarse externamente, parecían innatas en ella. Con todo celo practicaba la religión católica en que había nacido y en la que había sido educada. Frecuentemente manifestó su tranquilo deseo de descansar en tierra consagrada, y según los usos de la Iglesia, hemos bendito este receptáculo de mármol y la escasa tierra que está encerrada en su almohada. ¡Con qué fervor besaba, en sus últimos momentos, la imagen del crucificado lindamente formada con centenares de puntos en su brazo delicado!

Diciendo esto descubrió el brazo derecho de la niña y viose azulear sobre la blanca piel un crucifijo acompañado de diversas letras y signos.

El marqués contempló muy detenidamente aquella nueva aparición.

-¡Dios mío! -exclamó levantándose y alzando sus manos al cielo-; ¡pobre niña!; ¡desgraciada sobrina! ¡Aquí otra vez te encuentro! ¡Qué dolorosa alegría la de volver a hallar, cierto que muerto pero bien conservado, después de haber renunciado a él desde hace mucho tiempo, este querido cuerpecillo que creímos que había sido cebo de los peces del lago. Asisto a tu entierro, tan magnífico por su aparato exterior y más aún por las buenas almas que te acompañan al lugar del reposo, y si pudiera hablar -añadió con voz entrecortada-, les expresaría las gracias.

Las lágrimas le impidieron añadir cosa alguna. Oprimiendo un resorte, el abate hizo que se hundiera el cuerpo en el fondo del sarcófago. Cuatro mancebos, vestidos como aquellos niños, salieron de detrás de los tapices, colocaron sobre la sepultura la pesada tapa, bellamente decorada, y comenzaron en seguida su canto.

MANCEBOS

¡Bien guardado queda ahora el tesoro, la bella imagen del pasado! Aquí, en el mármol, reposa sin ser consumido; también vive en nuestros corazones y en ellos seguirá actuando. ¡Volveos, volveos hacia la vida! Llevad con vosotros santa gravedad, porque lo severo y lo santo es lo único que convierte en eternidad la vida.

El invisible coro repitió las últimas palabras, pero nadie de los presentes prestó atención a aquellas edificantes frases; todos estaban harto ocupados con el extraño descubrimiento y sus propias sensaciones. El abate y Natalia se llevaron al marqués; Teresa y Lotario, a Guillermo, y sólo cuando los cantos dejaron de resonar completamente, volvieron a asaltarles, en toda su fuerza, los dolores, las reflexiones, los pensamientos, el deseo de saber, y anhelaron ansiosamente volver a encontrarse en aquel elemento.




ArribaAbajoCapítulo IX

El marqués evitó tratar del asunto, pero tuvo largas y secretas conversaciones con el abate. Cuando la sociedad estaba reunida, pedía con frecuencia que hubiera música; procurábansela gustosos porque todos estaban contentos de verse relevados de conversar. Vivieron así durante algún tiempo, hasta que se notó que hacía preparativos de marcha. Un día díjole a Guillermo:

-No quiero turbar la paz de los restos de la buena niña; que permanezca en el lugar donde ha amado y sufrido; pero sus amigos tienen que prometerme que me visitarán en su patria, en el lugar donde la pobre criatura nació y fue educada; tienen que ver las estatuas y columnas de que le había quedado una obscura idea. Conduciré a ustedes a las riberas donde le gustaba coger pedrezuelas. No se substraerá usted, querido joven, al reconocimiento de una familia que le es deudor de tantas cosas. Partiré mañana. Le comuniqué al abate toda la historia, se la referirá a ustedes; supo siempre dispensarme cuando el dolor interrumpía mi relato, y como extraño al asunto, narrará los acontecimientos con mayor coherencia. Si quiere usted acompañarme en mi viaje por Alemania, como el abate le propuso, será usted bien recibido. No deje usted a su niño; en todas las pequeñas incomodidades que nos produzca nos acordaremos de los cuidados que tuvo usted por mi pobre sobrina.

La misma noche fueron sorprendidos por la llegada de la condesa. Guillermo temblaba en todos sus miembros cuando entró ella, y la dama, aunque ya preparada, apoyose en su hermana, que no tardó en presentarle un asiento. ¡Qué extraordinariamente sencillo era su traje y qué cambiada estaba su figura! Guillermo apenas se atrevía a contemplarla; saludole ella con amabilidad, y algunas frases generales no pudieron ocultar del todo su impresión y sentimientos. El marqués se había ido temprano a la cama y la reunión no tenía aún deseos de separarse; el abate sacó un manuscrito.

-Tan pronto como me fue comunicada la singular historia -dijo-, la puse por escrito. Donde menos se debe de economizar pluma y papel es cuando se trate de conservar, con todas sus circunstancias, unos acontecimientos notables.

Enteraron a la condesa de lo que se trataba y leyó el abate:

«Por mucho mundo que haya visto -díjome el marqués-, siempre tengo que considerar a mi padre como el hombre más singular que jamás haya encontrado. Su carácter era noble y recto, sus ideas amplias, y bien puede decirse que grandes; era severo consigo mismo; en todos sus planes encontrábase una lógica irreprochable y una ininterrumpida mesura en todas sus acciones. Por ello, cuanto mejor, por una parte, podía tratarse con él y arreglar cualquier asunto, tanto menos, por esas mismas cualidades, podía él hallarse bien con el mundo, ya que exigía que el Estado, sus vecinos, sus hijos y servidumbre observaran todas las leyes que se había impuesto a sí mismo. Sus más modestas exigencias eran exageradas por su severidad, y jamás podía alcanzar goce alguno, porque nada se producía del modo como lo había él pensado. En el mismo momento en que se edificaba un palacio, plantaba un jardín, adquiría un nuevo y hermoso dominio en la más hermosa situación, lo vi internamente convencido, con la más grave amargura, de que la suerte lo había condenado a estar y seguir siempre sin recursos. En lo exterior observaba siempre la mayor dignidad; cuando bromeaba, sólo mostraba la superioridad de su espíritu; le era insoportable ser censurado, y una única vez en toda mi vida lo vi totalmente fuera de sí al oír decir que se hablaba de sus instalaciones como de algo ridículo. Con este mismo espíritu había dispuesto de sus hijos y de su fortuna. Mi hermano mayor fue educado como hombre que puede esperar en lo futuro la posesión de grandes bienes; yo debía adoptar el estado eclesiástico, y ser militar el más joven. Yo era vivo, ardiente, activo, rápido y dispuesto para todos los ejercicios corporales. El más joven parecía inclinado a una especie de quietud soñadora, dispuesto para las ciencias, la música y la poesía. Sólo después de las más rudas luchas, después del más completo convencimiento de imposibilidad, concedió, aunque de mala gana, el padre, que cambiáramos nuestras carreras uno con otro, y aunque nos vio contentos a cada uno de nosotros, no podía acostumbrarse a tal variación y aseguraba que nada bueno resultaría de ella. Cuanto más viejo se hacía, tanto más se sentía separado de toda sociedad. Últimamente vivió casi por completo solo. Únicamente un antiguo amigo, que había servido en los ejércitos alemanes y que había perdido a su mujer durante el servicio y había traído una hija aproximadamente de diez años de edad, fue su sola compañía. Adquirió éste un lindo dominio en las cercanías, veía a mi padre en determinados días y horas de la semana, en los cuales también traía a veces a su hija. No contradecía jamás a mi padre, que, finalmente, se acostumbró a él por completo, y lo soportaba como a la única tolerable compañía. Después de la muerte de nuestro padre, observamos que aquel hombre había sido excelentemente proveído por nuestro viejo y que no había empleado su tiempo en vano: agrandó sus dominios, y su hija podía esperar una hermosa dote. Desarrollose la muchacha y llegó a ser de una singular hermosura; mi hermano mayor bromeaba a veces conmigo diciéndome que debía pretender su mano.

»Mientras tanto, el hermano Agustín había pasado en la más singular situación sus años de convento; se abandonaba por completo a los goces de una santa exaltación, a unos sentimientos semiespirituales y semifísicos, que, si durante algún tiempo lo elevaban hasta el tercer cielo, poco después lo sumían en un abismo de debilidad y vanas miserias. Viviendo mi padre no podía pensarse en ningún cambio, y, además, ¿qué se hubiera podido desear o proponer? Después de la muerte de aquél visitonos asiduamente; su situación, que al principio nos apenó, fue haciéndose poco a poco mucho más soportable, pues la razón había triunfado. Sólo que cuanto más seguramente le prometía plena felicidad y curación por los puros caminos de la Naturaleza, tanto más vivamente deseaba él de nosotros que lo libráramos de sus votos; nos dio a entender que sus intenciones se dirigían hacia Sperata, nuestra vecina.

»Mi hermano mayor había sufrido mucho con la dureza de nuestro padre para poder permanecer insensible ante la situación del más joven. Hablamos con el confesor de nuestra familia, hombre digno y anciano; le descubrimos la doble intención de nuestro hermano, rogándole que dirigiera y activara el asunto. Vaciló, contra su costumbre, y, por último, cuando nuestro hermano volvió a la carga con nosotros y recomendamos vivamente aquel asunto al clérigo, tuvo éste que decidirse a revelarnos la más extraña historia.

»Sperata era hermana nuestra, tanto de padre como de madre; el afecto y los sentidos habían vuelto a dominar al hombre en sus últimos años, en los que los derechos conyugales parecen estar ya extinguidos; habíase divertido mucho la gente, poco tiempo antes, en la comarca, con un análogo caso, y mi padre, para no ponerse igualmente en ridículo, decidiose a ocultar este tardío fruto legal del amor, como suelen esconderse los precoces y casuales frutos de una pasión. Nuestra madre dio a luz secretamente, la criatura fue llevada al campo, y el antiguo amigo, que, junto con el confesor, era el único que sabía el secreto, dejose convencer para hacerla pasar por hija suya. El confesor sólo se había reservado el derecho de poder descubrir en un caso extremo el secreto. Había fallecido el padre; la tierna muchacha vivía bajo la vigilancia de una anciana; sabíamos que el canto y la música habían introducido a nuestro hermano en su casa, y como él nos insistiera repetidamente para que cortáramos sus viejos lazos para poder anudar unos nuevos, fue necesario instruirle, tan pronto como fue posible, del peligro que le amenazaba.

»Nos miró con furiosas y despreciativas miradas. '¡Guardaos vuestros cuentos inverosímiles para los niños y los tontos crédulos! -exclamó-. No me arrancaréis del corazón a Sperata; es mía; renegad al momento del espantoso fantasma con que en vano procuráis acongojarme. ¡Sperata no es mi hermana, es mi mujer!' Describionos con encanto cómo la celestial muchacha lo había conducido desde su situación de contranatural aislamiento de la humanidad a la vida verdadera; cómo ambas almas, lo mismo que sus dos gargantas, se armonizaban plenamente, y cómo bendecía todos sus sufrimientos y extravíos porque hasta entonces le habían mantenido alejado de toda mujer y ahora le habían permitido entregarse totalmente a la más deliciosa de las doncellas. Nos espantamos de este descubrimiento, nos dolimos de su situación, no sabíamos qué resolver, y él nos aseguró con violencia que Sperata llevaba un hijo suyo en las entrañas. Nuestro confesor hizo todo lo que le inspiraba su deber, pero con ello el mal fue cada vez peor. Los lazos de la Naturaleza y de la religión, los derechos de la moral y las leyes de la sociedad civil fueron atacados por mi hermano del modo más violento. Nada le parecía santo sino su relación con Sperata; nada le parecía digno sino los nombres de padre y esposo. 'Sólo ellos -exclamaba- son conforme a la Naturaleza; todo lo demás son manías y prejuicios. ¿No ha habido nobles pueblos que aprobaron el matrimonio entre hermanos? ¡No invoquéis a vuestros dioses! -exclamaba después-; jamás empleáis su nombre sino para aturdirnos, llevarnos fuera de los caminos de la Naturaleza y convertir en crímenes los más nobles impulsos mediante vergonzosas coacciones. A las víctimas a quienes enterráis vivas las obligáis a los mayores extravíos del espíritu, a los más vergonzosos desórdenes corporales. Puedo hablar porque he sufrido como nadie, desde las más altas y dulces plenitudes del ensueño hasta los desiertos más temerosos del desfallecimiento, del vacío, de la desesperación y aniquilamiento; desde los más sublimes presagios de seres sobrehumanos hasta la más absoluta falta de fe, hasta la incredulidad en mí mismo. He bebido hasta sus espantosas heces el cáliz de bordes lisonjeadores y todo mi ser estaba envenenado hasta su interior más profundo. Y ahora, cuando la bondadosa Naturaleza ha vuelto a curarme con sus mayores dones, con el amor; cuando en el pecho de una muchacha celestial vuelvo a sentir que existo, que ella existe, que somos una sola persona y que de esta unión viviente va a originarse una tercera, que ya viene hacia nosotros sonriente; ahora abrís paso a las llamas de vuestro infierno, de vuestro purgatorio, que sólo pueden tostar a una imaginación enferma, y las oponéis al vivo, verdadero e indestructible goce del puro amor. Venid a encontrarnos bajo aquellos cipreses que dirigen hasta el cielo sus graves cimas; visitadnos en aquellas espalderas donde florecen junto a nosotros limones y naranjos, donde los decorativos mirtos nos presentan sus delicadas flores, y osad entonces venir a acongojarnos con vuestras siniestras y negras redes tejidas por el hombre'.

»Persistió así largo tiempo, negándose tercamente a creer nuestro relato, y, por último, como le testimoniáramos la verdad del mismo, como el propio confesor se la asegurara, no se dejó desconcertar por ello, sino que exclamó: 'No interroguéis a los ecos de vuestros claustros, a vuestros mohosos pergaminos ni a vuestras limitadas manías y disposiciones: interrogad a la Naturaleza y a vuestro corazón; ellos os enseñarán de qué cosas debéis horrorizaros; os mostrarán, con dedo severo, qué cosas castiga ella con su eterna e irrevocable maldición. Mirad las azucenas: esposo y esposa, ¿no nacen en el mismo tallo? ¿No las une a las dos la misma flor que dio origen a ambas, y no es la azucena imagen de la inocencia, y no es fecunda su fraternal unión? Cuando la Naturaleza reprueba, afírmalo en voz alta; la criatura que no debe existir no puede nacer; la criatura que vive falsamente es temprano destruida. Esterilidad, existencia miserable, precoz decadencia son sus maldiciones, los signos de su severidad. Sólo castiga por medio de las consecuencias inmediatas. Mirad en torno vuestro y os saltará a la vista lo que está prohibido, lo que está maldito. En el silencio del claustro y en los tumultos del mundo hay millares de acciones santificadas y veneradas sobre las cuales pesa su maldición. Considera con tristes miradas, tanto la cómoda ociosidad como el trabajo excesivo, igual la arbitrariedad y lo superfluo que la miseria y carencia; invita a la moderación, todas sus relaciones son verdaderas y pacíficos todos sus efectos. Quien ha sufrido como yo tiene derecho a ser libre. Sperata es mía; sólo la muerte puede arrebatármela. ¿Cómo podré conservarla? ¿Cómo podré ser feliz?¿ Eso es lo que os preocupa? Ahora mismo voy a su lado para no volver a separarme jamás'.

»Quería tomar una barca para pasar a la otra orilla junto a ella; lo retuvimos y le suplicamos que no diera ningún paso, que podría tener las más espantosas consecuencias. Debía reflexionar que no vivía en el libre mundo de sus pensamientos y concepciones, sino en una organización social cuyas leyes y relaciones tienen la fuerza incoercible de una ley natural. Tuvimos que prometerle al confesor que no perderíamos de vista a nuestro hermano y que tampoco lo dejaríamos salir del castillo; fuese después y prometió volver dentro de algunos días. Ocurrió lo que habíamos previsto: la razón había constituido la fuerza de nuestro hermano, pero su corazón era débil; las antiguas impresiones religiosas volvieron a ser vivas y una terrible duda se apoderó de él. Pasó dos espantosos días con sus noches; el confesor vino en su socorro, pero en vano. La razón libre y sin trabas lo absolvía, pero su sensibilidad, su religión, todos los conceptos habituales declarábanle criminal.

»Una mañana encontramos vacío su cuarto; sobre la mesa había un papel en que nos declaraba que, estando detenido por la fuerza, encontraba justo buscarse la libertad; huía, iba hacia Sperata, esperaba escaparse con ella, estaba resuelto a todo si se pretendía separarlos.

»No poco nos espantamos; pero el confesor nos rogó que estuviéramos tranquilos. Nuestro pobre hermano había sido observado muy de cerca; los barqueros, en vez de pasarlo a la otra orilla, lo habían llevado a su convento. Fatigado por una vigilia de veinticuatro horas, adormeciose no bien la navecilla comenzó a balancearse a la luz de la luna y no se había despertado hasta verse entre las manos de sus hermanos espirituales; no había recobrado su presencia de ánimo hasta oír cerrar a sus espaldas las puertas del convento.

»Dolorosamente conmovidos por la suerte de nuestro hermano, hicímosle a nuestro confesor los más vivos reproches; sólo que aquel hombre venerable pronto supo convencernos, con razones de cirujano, de que nuestra compasión era mortal para el pobre enfermo. No había procedido él por propia voluntad, sino por mandato del obispo y del consejo superior. La intención era evitar todo público escándalo y cubrir el triste caso con el velo de una secreta disciplina eclesiástica. Sperata debía ser tratada con miramientos, no debía saber que su amado era al mismo tiempo hermano suyo. Había sido recomendada a un eclesiástico, a quien ya antes de entonces le había hecho saber ella su estado. Súpose ocultar su preñez y su parto. Como madre, fue muy feliz con su criaturita. Lo mismo que la mayor parte de nuestras muchachas, no sabía escribir ni leer lo escrito; por eso le dio al pater la comisión de lo que debía decirle a su amante. Este creyó deber continuar aquel piadoso engaño con una madre que estaba criando; le llevaba noticias de nuestro hermano, a quien jamás veía, y la amonestaba en su nombre a que tuviera calma; le rogaba que cuidara de sí y de su hija y que confiara en Dios para lo por venir.

»Sperata era naturalmente inclinada a la religiosidad. Su estado y soledad aumentaron esta tendencia; el eclesiástico la cultivó para prepararla poco a poco a una separación eterna. Apenas había sido destetada la niña, apenas creyó el clérigo que el cuerpo de su hija de confesión estaba lo bastante fuerte para sufrir los más angustiosos dolores espirituales, cuando comenzó a pintarle con espantosos colores lo ocurrido: describiéndole el hecho de haberse entregado a un eclesiástico como una especie de pecado contra Naturaleza, como un incesto, porque tenía la singular idea de hacer que su arrepentimiento fuera igual al que habría sentido si hubiera sabido las verdaderas circunstancias de su falta. Produjo de este modo tanto dolor y pena en el ánimo de nuestra hermana; elevó tanto en ella la idea de la Iglesia y de su cabeza visible; mostrole las espantosas consecuencias que tendría para la salvación de todas las almas el que se perdonaran tales cosas y los culpables pudieran llegar a ser recompensados con una unión legítima; le manifestó lo saludable que sería expiar tal falta en lo temporal y adquirir así, para un día futuro, la corona de la gloria, que, finalmente, como una pobre pecadora, presentó su cuello al hacha del verdugo y rogó insistentemente que la alejaran para siempre de nuestro hermano. Cuando hubieron alcanzado esto de ella, le dejaron, aunque bajo cierta vigilancia, libertad para estar en su casa o en el convento, según le pareciera.

»Su niña crecía y pronto mostró una extraña naturaleza. Desde muy temprano supo correr y moverse con mucha agilidad, pronto cantó muy lindamente, y también aprendió a tocar la cítara, por decirlo así, sin maestro. Sólo no sabía expresarse con palabras y el obstáculo más parecía residir en su pensamiento que en los órganos del lenguaje. La pobre madre experimentaba, mientras tanto, tristes sentimientos con relación a su niña; el tratamiento del eclesiástico hasta tal punto había turbado su modo de pensar, que, sin estar loca, se encontraba en la situación más extraña. Su crimen parecíale cada día más espantoso y digno de castigo; la comparación, tan frecuentemente repetida por el eclesiástico, con un caso de incesto, habíase grabado tan profundamente en ella, que sentía el mismo horror que si conociera realmente las verdaderas circunstancias de lo ocurrido. El confesor sentíase no poco orgulloso del artificio con el que destrozaba el corazón de una criatura desgraciada. Era lamentable ver cómo el amor materno, que se sentía inclinado a regocijarse tan hondamente de la existencia de su niña, luchaba con el espantoso pensamiento de que aquella niña no debería existir. Tan pronto combatían uno con otro estos dos sentimientos, como el espanto triunfaba sobre el amor.

»Hacía ya tiempo que se había quitado a la niña de su lado, dándosela a unas buenas gentes que vivían junto al lago, y allí, con la mayor libertad que tenía, mostrose bien pronto en ella un especial gusto por trepar. Ascender a las más altas cimas, correr sobre la borda de los barcos e imitar las más asombrosas habilidades de los funámbulos que a veces se dejaban ver en el lugar era en ella impulso natural.

»Para ejercitar todo esto con mayor facilidad, gustábale cambiar de ropa con los niños, y, aunque esto fuera considerado por los que la criaban como padres como cosa indecorosa e imperdonable, nosotros le consentíamos todo lo que era posible. ¿Sus extraños paseos, caminando y saltando, llevábanla a veces hasta muy lejos. Perdíase, tardaba en regresar a casa, pero siempre volvía a presentarse. La mayor parte de las veces, cuando retornaba, sentábase entre las columnas del pórtico de una casa de campo de la vecindad; no se la buscaba ya, se la esperaba. Parecía quedarse allí dormida sobre la escalinata; después corría a la gran sala, contemplaba las estatuas, y si no la retenían de un modo especial, volvíase corriendo a su casa.

»Pero por último nuestra esperanza fue engañada y nuestra indulgencia castigada. La niña no regresó; encontrose su sombrero flotando sobre el agua, no lejos del lugar donde un arroyo se precipita en el lago. Supúsose que se había desgraciado al encaramarse entre las rocas; a pesar de cuanto se buscó, no pudo encontrarse el cuerpo.

»Por imprudentes charlas de sus compañeras, bien pronto supo Sperata la muerte de su niña; pareció tranquila y serena y dio a entender bastante a las claras que se alegraba de que Dios hubiera llamado a sí a la pobre criatura, preservándola de sufrir o causar una mayor desgracia.

»Con esta ocasión hablose de todas las fábulas que solían referirse respecto a nuestro lago. Díjose que las aguas necesitaban tragar todos los años un inocente niño; no sufrían ningún cuerpo muerto, y, más tarde o más temprano, lo arrojaban a la orilla haciendo salir hasta al más pequeño huesecillo que hubiera caído al fondo. Referíase la historia de una madre inconsolable cuyo hijo se había ahogado en el lago y que había suplicado a Dios y a los santos que le concedieran siquiera los huesos para sepultarlos. La próxima tormenta había traído a la orilla la calavera, la siguiente el tronco, y después de haber estado juntos todos los huesos, los había llevado a la iglesia envueltos en un sudario; y, ¡oh milagro!, al entrar en el templo el paquete se había hecho cada vez más pesado, y por último, cuando lo depositó en las gradas del altar, comenzó a gritar el niño, y con asombro de todo el mundo, se libró de su sudario; sólo había faltado un huesecillo del dedo meñique de la mano derecha, que después la madre había buscado con el mejor cuidado, y habiéndolo hallado, fue conservado en la iglesia, junto con otras reliquias, como testimonio del milagro.

»Sobre la pobre madre hicieron gran impresión tales historias; su imaginación sintió nuevo impulso y favoreció los sentimientos de su corazón. Supuso que la niña había pagado por su falta y la de sus padres; que la maldición y castigo que hasta entonces habían pesado sobre ella estaban ahora plenamente levantados; que todo dependía de volver a encontrar los huesos de la niña y llevarlos a Roma, y allí, en las gradas del altar mayor de la iglesia de San Pedro, volvería a resucitar la criatura ante todo el pueblo, ceñida por su hermosa y fresca piel. Vería de nuevo con sus propios ojos a su padre y a su madre, y el Papa, convencido del consentimiento de Dios y de sus santos, perdonaría a los padres su pecado en medio de las aclamaciones populares, les daría su absolución y los uniría en matrimonio.

»Desde entonces su vista y atención estuvieron siempre dirigidas al lago y su orilla. Cuando por la noche rompían las olas a la luz de la luna, creía que cada brillante espuma le traía a su hija y alguien tenía que bajar corriendo a la orilla para recogerla.

»De este modo, se mantenía también infatigablemente todo el día allí donde la orilla pedregosa se hundía suavemente en el lago; recogía en un canastillo todos los huesos que encontraba. Nadie debía decirle que eran huesos de animales; enterraba los grandes y se llevaba los pequeños. Vivía incesantemente con tal ocupación. El eclesiástico, que por el infatigable ejercicio de su deber la había conducido a aquel estado, encargose de protegerla con todo su poder. Mediante su influencia, fue considerada en el país no como una loca, sino como una criatura inspirada; las gentes se detenían con las manos juntas cuando ella pasaba, y los niños le besaban la mano.

»La vieja amiga y compañera sólo había sido absuelta por el confesor de la culpa que pudiera haber tenido en la desdichada unión de ambas personas, con la condición de que había de acompañar, con incesante fidelidad, todo el resto de su vida a la desgraciada, y con admirable paciencia y escrúpulo ejercitó hasta lo último sus deberes.

»Mientras tanto no habíamos perdido de vista a nuestro hermano; ni los médicos ni los religiosos de su convento querían permitirnos que apareciéramos ante él; sólo para convencernos de que le iba bien, a su manera, podíamos, cuantas veces quisiéramos, acecharlo en el jardín, en las galerías y hasta por un hueco practicado en el techo de su habitación.

»Después de muchas épocas espantosas y singulares que pasaré en silencio, había caído en una extraña situación de calma de espíritu e intranquilidad de cuerpo. Casi nunca estaba sentado sino cuando tomaba su arpa y la tocaba, para acompañar en general su canto. Por lo demás, estaba siempre en movimiento y era en todo extraordinariamente dócil y obediente, pues todas sus pasiones parecían haberse reducido al solo temor de la muerte. Podíase lograr de él que hiciera cuanto se quisiera amenazándole con una grave enfermedad o con morir.

»Aparte de esta singularidad, de su ir y venir infatigables por el convento y de dar a entender, no sin claridad, que todavía le gustaría más caminar por montes y valles, también hablaba de una aparición que le acongojaba habitualmente. Afirmaba que, a cualquier hora de la noche, al despertarse, hallábase un hermoso mozuelo a los pies de su cama que le amenazaba con un puñal centelleante. Trasladáronle a otra habitación; sólo que afirmó que también allí, y, por último, en cualquier lugar del convento, estaba siempre el niño en su acecho. Era cada vez más inquieto su eterno vagar; hasta se recordó más tarde que en estos tiempos se asomaba con mayor frecuencia que de costumbre a la ventana y lanzaba sus miradas al otro lado del lago.

»Entretanto, nuestra pobre hermana parecía ser poco a poco aniquilada por sus únicos pensamientos y su ocupación exclusiva, y nuestro médico propuso que se debía lentamente ir mezclando entre sus otros huesos los del esqueleto de un niño, para aumentar así su esperanza. El ensayo era dudoso, pero parecía que por lo menos se conseguiría con él, que, una vez que tuviera juntas todas sus partes, podría desviársela de su eterna busca, dándole esperanzas de un viaje a Roma. Hízose así, y, sin que se notara, su compañera fue substituyendo los pequeños restos que se le confiaron por los huesos hallados por ella en el lago, con los que se esparció una increíble delicia sobre la pobre enferma cuando encontró poco a poco que se juntaban las partes y se podía indicar las que todavía faltaban. Había prendido con el mayor cuidado, con cintas y cordones, cada parte donde correspondía; como suele hacerse con los cuerpos de los santos, había llenado los huecos intermedios con sedas y bordados.

»De este modo, habían concertado todos los miembros; sólo faltaban algunas extremidades. Una mañana, cuando todavía dormía, habiendo ido el médico para preguntar cómo se hallaba, la anciana sacó de su cajita, que se encontraba en el dormitorio, los restos venerados, para mostrar al médico cómo se ocupaba la buena enferma. Poco después oyósela saltar de la cama, levantó el paño y encontró vacía la caja. Cayó de rodillas, entraron en la habitación y oyeron su alegre y fervorosa plegaria. '¡Sí, es verdad! -exclamaba-. ¡No era ningún sueño, es realidad, ¡Alegraos conmigo, amigos míos! De nuevo volví a ver viva a la buena y bella criatura. Levantose y arrojó el velo que la cubría; su resplandor iluminaba la habitación; su hermosura era gloriosa; no podía pisar el suelo, aunque lo quería. Fácilmente fue arrebatada hacia lo alto y ni siquiera pudo tenderme la mano. Entonces me llamó para que fuera junto a ella y me mostró el camino por donde debo ir. ¡La seguiré, la seguiré pronto! Conózcolo así, y mi corazón se siente aliviado. Desapareció mi pena, y la vista de mi niña resucitada me ha dado ya un anticipo de las alegrías celestes'.

»Desde aquel momento su ánimo estuvo siempre ocupado con las más alegres perspectivas; ya no dirigía su atención hacia ningún objeto terrestre; tomaba muy escaso alimento, y su espíritu se iba librando poco a poco de los lazos del cuerpo. Por último, encontráronla inesperadamente pálida y sin sentido; ya no volvió a abrir los ojos; estaba lo que nosotros llamamos muerta.

»La fama de su visión habíase extendido prontamente entre el pueblo, y la respetuosa consideración de que había gozado en vida transformose rápidamente, después de su muerte, en la idea de que había que tenerla por bienaventurada y hasta por santa.

»Cuando quisieron llevarla al sepulcro precipitáronse muchas gentes con increíble violencia; querían tocar sus manos, o por lo menos su vestido. En esta apasionada exaltación, algunos enfermos no sintieron ya los males de que hasta entonces habían sido afligidos; tuviéronse por curados, lo proclamaron, bendijeron a Dios y a su nueva santa. El clero se vio obligado a colocar el cuerpo en una capilla; el pueblo pedía ocasión para dirigirle sus devociones; la afluencia era increíble; los habitantes de la montaña, que, por otra parte, están siempre dispuestos para vivos sentimientos religiosos, precipitáronse desde sus valles; la devoción, los milagros, la adoración crecían de día en día. Las disposiciones episcopales que debían limitar aquel nuevo culto y hacerlo desaparecer poco a poco no podían ser ejecutadas; a cada resistencia, el pueblo se mostraba más violento y dispuesto a usar de la fuerza contra los incrédulos. '¿No anduvo también San Borromeo entre nuestros antepasados? -exclamaban-. ¿Su madre no tuvo la dicha de presenciar su beatificación? ¿Por medio de aquella gran imagen que se alza sobre la roca de Arona no se ha querido representarnos sensiblemente su grandeza espiritual? ¿No viven aún los suyos entre nosotros? ¿Y Dios no ha prometido renovar siempre sus milagros entre un pueblo creyente?'

»Como el cuerpo al cabo de algunos días no diera señal de corrupción, sino que más bien se hacía cada vez más blanco y como transparente, acreciose sin cesar la confianza de las gentes y señaláronse entre la multitud diversas curaciones, que un observador atento no se podría explicar ni tratarlas directamente como imposturas. Toda la comarca estaba agitada, y los que no fueron en persona no oyeron por lo menos hablar durante algún tiempo de otra cosa.

»En el convento donde se encontraba mi hermano resonó la fama de estos milagros como en el resto del país, y tantas menos precauciones adoptaron para hablar de ello en su presencia, cuanto que, en general, no solía prestar atención a nada y de nadie eran conocidas sus relaciones con la difunta. Mas esta vez pareció haber oído con gran atención; ejecutó su fuga con tal astucia que jamás ha podido comprender nadie cómo logró salir del convento. Súpose más tarde que se había hecho llevar a la otra orilla con cierto número de peregrinos, y que sólo les había rogado a los barqueros, que por lo demás nada anormal notaron en él, que tuvieran gran cuidado para que no diera vuelta la barca. A altas horas de la noche llegó a la capilla donde descansaba de sus dolores su desgraciada amante; sólo algunos devotos estaban arrodillados en un rincón; su antigua amiga estaba sentada a su cabecera; acercose a ella y la saludó preguntándole cómo se encontraba su señora. 'Ya la ve usted' -repuso la otra no sin confusión. Sólo de reojo miró el cadáver. Al cabo de alguna vacilación, cogiole una mano; pero, espantado al notar su frío, volviola a dejar caer, miró inquietamente alrededor y le dijo a la anciana: 'No puedo ahora quedarme aquí con ella; todavía tengo que recorrer un camino muy largo; pero volveré en el debido tiempo; dígaselo cuando despierte'.

»Marchose de este modo; sólo harto tarde fuimos informados de este acontecimiento; investigose para saber dónde había ido, pero todo fue en vano. Es incomprensible cómo pudo llegar a franquear montañas y valles. Por último, al cabo de largo tiempo, volvimos a encontrar huellas de él entre los Grisones; pero era ya demasiado tarde y pronto las perdimos. Sospechamos que estaría en Alemania; sólo que la guerra había borrado totalmente las débiles huellas de sus pasos».




ArribaCapítulo X

El abate dejó de leer y nadie lo había escuchado sin llanto. La condesa no apartaba el pañuelo de los ojos; por último, se levantó y abandonó la habitación con Natalia. Guardaron silencio los restantes y el abate dijo.

-Trátase ahora de la cuestión de si debemos dejar partir al buen marqués sin descubrirle nuestro secreto. Pues ¿quién dudará un momento de que Agustín y nuestro arpista son la misma persona? Hay que reflexionar sobre lo que debemos hacer, tanto por ese hombre desdichado como por su familia. Mi consejo sería no precipitar las cosas y esperar las noticias que nos traiga el médico que debe llegar ahora de allí.

Todo el mundo fue de la misma opinión, y prosiguió el abate:

-Otra cuestión, que quizás hay que resolver con mayor rapidez, origínase al propio tiempo. El marqués está extraordinariamente afectado por la acogida que su pobre sobrina encontró entre nosotros, en especial en nuestro joven amigo. He tenido que referirle circunstanciadamente toda la historia, y hasta que repetírsela, y mostraba al oírla el más vivo agradecimiento. «Ese joven -decía- rechazó el viajar conmigo antes de conocer las relaciones que existían entre nosotros. Ya no soy yo ahora para él un extraño, de quien no conoce la manera de ser ni las costumbres; soy su aliado, y, si usted lo quiere así, su pariente; y su niño, a quien no quiere dejar y que primero era el obstáculo que le apartaba de unirse a mí, llega a ser ahora el más hermoso lazo entre nosotros, que nos liga con la mayor firmeza uno a otro. Después de las obligaciones que ya le debo, deseo que quiera serme útil también en este viaje y que vaya después conmigo a mi patria; mi hermano mayor le recibirá alegremente y le rogará, conmigo, que no desdeñe la herencia de su hija adoptiva, pues, según un convenio secreto de nuestro padre con su amigo, los bienes que había dedicado a su hija han vuelto a nosotros, y no privaremos ciertamente al bienhechor de nuestra sobrina de lo que ha merecido».

Teresa cogió la mano de Guillermo y le dijo:

-Vemos una vez más en este hermoso caso que los beneficios desinteresados producen los réditos mejores y más altos. Siga usted esa singular llamada, y, haciéndose doblemente acreedor al marqués, corra usted hacia un hermoso país que más de una vez ha atraído su imaginación y su afecto.

-Me abandono por completo a mis amigos y a sus direcciones -dijo Guillermo-; en vano se aspiraría en este mundo a cumplir la propia voluntad. Lo que quiero poseer tengo que abandonarlo, y cae sobre mí un inmerecido beneficio.

Después de apretar la mano do Teresa, Guillermo la dejó libre.

-Confíole a usted por completo -le dijo al abate- que decida acerca de mí; si no necesito apartarme de mi Félix, consiento en ir a cualquier parte y en emprender todo lo que se juzgue conveniente.

Después de esta declaración, el abate esbozó al instante su plan: dijo que debían dejar partir al marqués; Guillermo esperaría las noticias del médico, y tan pronto como hubieran decidido lo que había que hacer, podría marchar con Félix tras el italiano. Por ello indicó el abate al marqués, bajo pretexto de que no tenía por qué detenerse por los preparativos de viaje de su joven amigo, que visitara mientras tanto las curiosidades de la ciudad. Partió el marqués, no sin repetidas y vivas expresiones de agradecimiento, de lo cual dieron suficiente testimonio los regalos que dejó, consistentes en joyas, camafeos y telas bordadas.

Guillermo hallábase ahora plenamente dispuesto para el viaje; pero estaban todos muy perplejos, ya que no se recibía ninguna noticia del médico; temían que al pobre arpista hubiera podido ocurrirle una desgracia, justamente en el momento en que podía esperarse que lo colocarían en mejor situación. Enviaron un correo, y, apenas hubo partido a caballo, cuando, por la noche, llegó el médico con un extranjero, de figura y aspecto importantes, graves e imponentes, a quien nadie conoció. Los recién llegados guardaron silencio durante algún tiempo; por último, el extranjero se acercó a Guillermo, tendiole la mano, y le dijo:

-¿Ya no conoce usted a su antiguo amigo?

Era la voz del arpista; pero no parecía haber quedado huella alguna en él de su anterior figura. Estaba vestido limpia y decorosamente con el traje habitual de un viajero, había desaparecido su barba, sus bucles se mostraban colocados con cierto arte, y lo que lo hacía realmente del todo inconocible era que en su expresivo rostro no aparecían ya los rasgos de la edad. Abrazole Guillermo con la más viva alegría; fue presentado a los otros, y se condujo de modo muy razonable, sin saber lo conocido que había llegado a ser para toda aquella reunión desde poco tiempo antes.

-Tendrán ustedes que tener paciencia con un hombre -prosiguió diciendo con gran calma- que, aunque ya parezca adulto, entra en el mundo como inexperto niño al cabo de largos dolores. A este excelente hombre es a quien debo el poder presentarme nuevamente en la sociedad humana.

Diéronle la bienvenida, y el médico propuso inmediatamente un paseo para cortar la conversación y llevarla hacia cuestiones indiferentes.

Cuando quedaron solos, el médico dio las siguientes explicaciones:

-La curación de este hombre se la debemos a la casualidad más singular. Durante largo tiempo lo habíamos sometido a un tratamiento moral y físico, y hasta cierto grado estaba mejor, sólo que el temor de la muerte era siempre grande en él y no quería sacrificar por nosotros su barba ni su ropa talar. Por lo demás, tomaba mayor interés en las cuestiones del mundo, y sus cánticos, lo mismo que sus ideas, parecían acercarse otra vez a la vida. Ya saben ustedes la extraña carta con que el eclesiástico me llamó cuando estaba yo aquí. Llegué y encontré a nuestro hombre plenamente cambiado: había renunciado voluntariamente a su barba, había permitido que se cortara su cabellera en la forma usual, pedía trajes ordinarios y pareció de pronto haberse convertido en otro hombre. Estábamos deseosos de investigar las causas de esta transformación, y, sin embargo, no nos atrevíamos a tratar con él acerca del asunto; por último, descubrimos por casualidad las singulares circunstancias que lo habían motivado. Faltaba un frasco de opio líquido en el botiquín del eclesiástico; juzgose necesario hacer la más exacta investigación; cada cual trató de defenderse de la sospecha; hubo escenas violentas entre los compañeros de casa. Por último, entró este hombre y confesó que lo tenía él; preguntáronle si había tomado alguna cantidad de aquel líquido; dijo que no; pero añadió en seguida: «Débole a la posesión de este veneno mi vuelta a la razón. Depende de vosotros el volver a quitarme este frasquito y de nuevo me veréis caer sin esperanzas en mi antigua situación. La idea de que sería deseable para mí ver terminados por la muerte mis sufrimientos terrenos trájome primero a vías de curación; poco después surgió en mí el pensamiento de darles fin por medio de una muerte voluntaria, y con esta intención cogí el frasco; la posibilidad de poner para siempre término, en cualquier instante, a mis grandes dolores diome fuerza para soportarlos, y de este modo, desde que poseo el talismán, volví a ser impulsado hacia la vida por la proximidad de la muerte. No os preocupéis de que haga uso de él -dijo-, sino, como conocedores del corazón humano, decidíos a permitirme que me haga independiente de la vida para ser así totalmente dependiente de ella». Después de maduras reflexiones, no insistimos más con él, y lleva ahora consigo ese veneno, en un grueso frasquito de cristal tallado, como el más singular contraveneno.

Enteraron al médico de todo lo que había ocurrido mientras tanto y resolvieron guardar el mayor silencio con Agustín. El abate se propuso no apartarse de su lado y continuar haciéndole avanzar por el buen camino en que había entrado.

Mientras tanto, Guillermo debía hacer con el marqués el viaje por Alemania. Si parecía posible infundir de nuevo en Agustín un afecto hacia su patria, descubriríase su situación a sus parientes y Guillermo volvería a llevarlo a los suyos.

Este había hecho todos sus preparativos de viaje, y si al principio pareció singular que Agustín se alegrara cuando supo que su antiguo amigo y bienhechor debía alejarse al instante, pronto descubrió el abate el fundamento de este particular movimiento de ánimo. Agustín no podía sobreponerse a su antiguo temor al ver a Félix y deseaba que el niño partiera lo antes posible.

Habían ido llegando poco a poco tantas gentes, que apenas era posible hospedarlas a todas en el castillo y en los edificios accesorios, tanto más, que al principio no se había contado con tantos huéspedes al hacer las primeras disposiciones. Almorzaban y comían juntos, y con gusto se habrían convencido de que vivían en una placentera armonía si ya, secretamente, los ánimos no anhelaran en cierto modo separarse. Teresa había salido a veces con Lotario a caballo, pero con más frecuencia sola, y había conocido ya, por las cercanías, a todos los labradores y labradoras; era en ella un principio de gobierno doméstico, y bien puede ser que no le faltara razón, que hay que estar siempre en la mejor relación con los vecinos y vecinas y tener siempre con ellos un eterno cambio de amabilidades. Parecía que no se trataba de matrimonio entre ella y Lotario; ambas hermanas tenían mucho que decirse; el abate parecía buscar el trato del arpista; Yarno tenía frecuentes conferencias con el médico, Federico ateníase a Guillermo, y Félix estaba en todas partes donde se encontrara bien. En igual forma solían también unirse para pasear por parejas, al separarse de la sociedad, y si tenían que estar juntos, refugiábanse rápidamente en la música, para ligar a todos devolviendo a cada cual su independencia.

Inesperadamente, aumentose la sociedad con el conde, que venía a buscar a su esposa, y, según pareció, a despedirse solemnemente de sus parientes mundanos. Yarno corrió a su encuentro al descender del coche, y al preguntar el recién llegado qué sociedad encontraría allí, díjole, en un acceso del alocado humor que siempre le atacaba tan pronto como veía al conde:

-Encontrará usted a toda la nobleza del mundo: marchesi, marquis, my1ords y barones; sólo nos faltaba un conde.

Subieron juntos la escalera y Guillermo fue la primera persona a quien encontraron en la antesala.

-My1ord -díjole en francés el conde, después de haberlo considerado un momento-, me alegro mucho de renovar impensadamente el conocimiento con usted, pues me equivocaría mucho si no lo hubiera visto ya en mi castillo en el séquito del príncipe.

-Tuve entonces la dicha de cumplimentar a Vuestra Excelencia -respondió Guillermo-, pero me hace usted demasiado honor teniéndome por inglés y de primera calidad; soy alemán y...

-Un muchacho excelente -añadió Yarno interrumpiéndole.

El conde contemplaba a Guillermo sonriéndose y quería responderle algo, cuando se acercó el resto de la sociedad y lo saludó del modo más afectuoso. Disculpáronse de no poder ofrecerle en el instante una habitación digna de él y le prometieron que le proporcionarían el debido espacio sin perder momento.

-¡Eh, eh! -dijo él sonriéndose-, bien veo que se ha confiado a la casualidad el hacer las boletas de alojamiento. ¡Cuánto no es posible hacer con previsión y orden! Suplícoos ahora que por mí no cambiéis de sitio ni una zapatilla, pues bien veo que habría un gran desorden; todo el mundo viviría incómodo, y por mi causa nadie debe estarlo ni siquiera durante una hora. Usted fue testigo -díjole a Yarno-, y también usted, mister -añadió dirigiéndose a Guillermo-, de cuántas gentes alojé entonces con comodidad en mi castillo. Que se me dé la lista de los huéspedes y de los sirvientes, que se me muestre cómo está cada cual alojado; yo haré un plan de dislocación para que, con la menor molestia, encuentre cada cual espacio suficiente, y todavía debe quedar sitio para los huéspedes que por casualidad puedan presentársenos.

Yarno convirtiose en seguida en ayudante del conde, proporcionole todas las noticias indispensables y se divirtió mucho, a su manera, haciendo que el anciano señor se equivocara a veces en medio de su trabajo. Pero éste le proporcionó un gran triunfo. La distribución pronto estuvo terminada; hizo escribir, en presencia suya, los nombres sobre todas las puertas, y no se podía negar, que, con pocas molestias y cambios, había alcanzado plenamente su objeto. También Yarno había dirigido de tal modo las cosas, en forma que habitaran reunidas las personas que en aquel momento se interesaban unas por otras.

Cuando todos los arreglos estuvieron terminados, díjole el conde a Yarno:

-Ayúdeme usted a acordarme de ese joven a quien usted llama Meister y que pretende ser alemán.

Yarno guardó silencio, pues sabía muy bien que el conde era una de esas personas que sólo hacen preguntas cuando en realidad quieren instruir a los otros; en efecto, prosiguió el anciano su discurso sin esperar respuesta:

-Usted me lo presentó entonces, recomendándomelo con toda eficacia, en nombre del príncipe. Si su madre era quizá alemana, respondo de que su padre es un inglés, y de la nobleza ciertamente; ¿quién podría contar toda la sangre inglesa que desde hace treinta años circula por venas alemanas? No quiero insistir más; siempre tienen ustedes esos secretos de familia, pero no es a mí a quien puede engañársele en tales cuestiones.

Después refirió aún diversas cosas, que debían haber pasado entonces con Guillermo en su castillo, ante las cuales Yarno guardó igualmente silencio, aunque el conde estaba completamente equivocado y más de una vez confundía a Guillermo con un joven inglés del séquito del príncipe. El buen señor había tenido en otros tiempos una excelente memoria, y estaba siempre orgulloso de poder acordarse hasta de las menores circunstancias de su juventud; pero daba también por verdaderas, con la misma certidumbre, singulares combinaciones y fábulas, que, en la creciente debilidad de su memoria, le iba presentando su imaginación. Por lo demás, se había hecho muy dulce y atento, y su presencia actuó de un modo muy favorable entre la sociedad. Deseó que leyeran juntos alguna cosa útil, y hasta indicó a veces algunos jueguecillos de sociedad, los cuales, aunque no tomara parte en ellos, eran dirigidos por él con el mayor cuidado; y como se admiraran de su llaneza, decía que era deber de toda persona que se aparta del mundo para consagrarse a cuestiones elevadas prestarse tanto más a cosas indiferentes.

En medio de todos estos juegos, Guillermo tenía más de un momento de inquietud y enojo, pues el aturdido Federico aprovechaba diversas ocasiones para aludir al afecto de Guillermo por Natalia. ¿Cómo podía habérsele ocurrido tal cosa? ¿Quién lo habría informado? ¿No tendría que pensar la sociedad, ya que los dos andaban mucho juntos, que Guillermo le había hecho tan imprudente como desgraciada confidencia?

Cierto día habíanse divertido con tales bromas más que de costumbre, cuando Agustín entró corriendo de pronto por la puerta, que abrió con violencia, haciendo aterradores ademanes; su semblante estaba lívido, siniestra su mirada; parecía querer hablar pero le faltaba la palabra. Espantose la sociedad; Lotario y Yarno, que sospecharon un nuevo acceso de locura, se echaron sobre él y lo sujetaron firmemente. Entonces él habló primero balbuceando y con voz ahogada, pero después exclamó, recia y poderosamente:

-¡No me sujetéis! ¡Corred! ¡Valedle! ¡Salvad al niño! ¡Félix está envenenado!

Lo saltaron, corrió hacia la puerta, y toda la reunión, llena de terror, se precipitó tras él. Llamaron al médico; Agustín dirigió sus pasos hacia el cuarto del abate; encontraron al niño, que pareció asustado y aturdido al gritarle ya desde lejos:

-¿Qué has hecho?

-Querido padre -exclamó Félix-, no bebí de la botella; he bebido del vaso; tenía sed.

Agustín juntó las manos y clamó: «¡Está perdido!»; y después se abrió paso entre los asistentes, huyendo a toda prisa.

Encontraron un vaso de leche de almendras sobre la mesa y a su lado una garrafa más que mediada; vino el médico; averiguó lo que sabían, y vio con espanto el conocido frasquito que había contenido el opio líquido, vacío sobre la mesa; hizo traer vinagre y llamó en su auxilio todos los recursos de su arte.

Natalia hizo que llevaran al mozuelo a otra estancia; ocupose acongojada de él. El abate había salido corriendo para buscar a Agustín y arrancarle algunas explicaciones. Lo mismo había hecho, en vano, el desdichado padre, y cuando regresó, halló en todos los rostros inquietud y preocupación. Mientras tanto, el médico había analizado la leche de almendras del vaso y descubrió en ella la más fuerte mezcla de opio; el niño yacía en una meridiana y parecía muy enfermo y rogaba al padre que no le hicieran tragar ninguna otra cosa, que no volvieran a atormentarlo. Lotario había enviado a sus gentes por todas partes, y él mismo había salido a caballo para descubrir las huellas de la huida de Agustín. Natalia estaba sentada junto al niño; refugiose éste en su regazo, rogándole y suplicándole que lo protegiera, pidiéndole un trozo de azúcar porque el vinagre era muy ácido. El médico lo permitió; dijo que había que dejar descansar a la criatura durante algún tiempo, porque se hallaba en la agitación más espantosa, y añadió que se había hecho hasta entonces todo lo conveniente, y que aún había de hacer todo lo posible. Entró el conde, aunque de mala gana según parecía; traía un aire grave y hasta solemne; impuso sus manos sobre el niño, miró al cielo y permaneció en tal actitud durante unos momentos. Guillermo, que se había dejado caer, inconsolable, sobre un sillón, alzose de repente, lanzole a Natalia una mirada llena de desesperación y salió de la estancia.

Poco después también el conde dejó la habitación.

-No puedo comprender -dijo el médico al cabo de una pausa- que no se muestre en el niño ni la menor señal de una situación peligrosa. Aunque no fuera más que un solo trago lo que hubiera bebido, tuvo que haber tomado en él una enorme dosis de opio, y no encuentro en su pulso ninguna alteración, sino la que puede atribuirse a mis remedios y al temor que le hemos causado.

Poco después entró Yarno con la noticia de que habían hallado a Agustín, en los desvanes, bañado en su sangre, con una navaja de afeitar al lado; probablemente se había seccionado la garganta. El médico salió corriendo y encontró a las gentes que bajaban el cuerpo por la escalara. Fue tendido en una cama y examinado detenidamente; el corte había sido en la tráquea, y un desmayo había seguido a la fuerte pérdida de sangre; pero pronto pudo notarse que todavía conservaba vida y aún había esperanzas. El médico colocó el cuerpo en la debida posición, juntó las partes separadas y colocó un vendaje. Todos pasaron la noche sin dormir y llenos de cuidados. El niño no quería separarse de Natalia. Guillermo estaba sentado a sus pies en un taburete; tenía los pies de la criatura en sus rodillas; la cabeza y el pecho descansaban en las de la dama, y de este modo se repartían la agradable carga y la preocupación dolorosa, permaneciendo hasta que rompió el día en aquella incómoda y triste situación. Natalia le había dado su mano a Guillermo; no decían palabra; miraban al niño y se miraban uno a otro. Lotario y Yarno estaban sentados en un extremo de la estancia, sumidos en una importante conversación, que con gusto comunicaríamos aquí a nuestros lectores si los acontecimientos no agobiaran tanto. El niño dormía dulcemente; despertose muy alegre por la mañana temprano, alzose de un salto y pidió un emparedado.

Tan pronto como Agustín se hubo repuesto algún tanto, procuraron obtener de él algunas explicaciones. Súpose, no sin trabajo y sólo poco a poco, que, como a consecuencia de la desgraciada dislocación del conde había sido instalado en el mismo cuarto del abate, había encontrado el manuscrito y leído en él su historia; había sido sin igual su horror, y se había convencido de que no le era lícito vivir por más tiempo; al punto había acudido a su habitual refugio del opio, habíalo mezclado en un vaso de leche de almendras, y al llevárselo a los labios se había abstenido de beber, lleno de espanto; habíalo dejado después sobre la mesa, para correr aún al jardín y ver por última vez el mundo, y a su vuelta había encontrado al niño ocupado en volver a llenar el vaso de que había bebido.

Rogábanle al desdichado que se serenara; cogía éste convulsivamente una mano de Guillermo:

-¡Ay! -decía-, ¿por qué no te he abandonado hace ya tiempo? Bien sabía yo que había de matar al niño y él a mí.

-El niño vive -dijo Guillermo.

El médico que había escuchado atentamente, preguntole a Agustín si toda la bebida estaba envenenada.

-No -respondió aquél-; sólo la del vaso.

-Por tanto -exclamó el médico-, por la casualidad más dichosa, el niño ha bebido de la botella. Un buen genio guió su mano para que no cogiera la muerte que tan cerca de él estaba preparada.

-¡No!, ¡no! -exclamó Guillermo, gritando y tapándose los ojos con las manos-; ¡esta declaración es espantosa! El niño ha dicho terminantemente que no bebió de la botella, sino del vaso. Su salud es sólo aparente; cuando menos lo pensemos se nos irá de entre las manos.

Salió corriendo; el médico bajó tras él y preguntole a la criatura, acariciándolo:

-¿No es verdad, Félix, que bebiste de la botella y no del vaso?

El niño comenzó a llorar. El médico refiriole secretamente a Natalia lo que había ocurrido; también ella se esforzó en vano para obtener la verdad del niño, el cual lloraba cada vez más vivamente y sus lágrimas corrieron durante tanto tiempo, que acabó por dormirse.

Guillermo veló a su lado; la noche transcurrió tranquila. A la otra mañana encontraron a Agustín muerto en su lecho; había burlado la vigilancia de sus enfermeros por medio de un fingido reposo, había soltado su vendaje y se había desangrado. Natalia salió de paseo con el niño; estaba contento, como en sus más dichosos días.

-Tú eres buena -díjole Félix-, tú no me riñes ni me pegas, y quiero decirte que bebí por la botella; mamá Aurelia me pegaba siempre en los dedos cuando cogía la garrafa; el padre me mira muy enojado y creo que va a pegarme.

Como en un vuelo corrió Natalia al castillo; Guillermo salió a su encuentro, aún lleno de congoja.

-¡Padre dichoso -le gritó ella, levantando al niño y poniéndolo en sus brazos-, aquí tienes a tu hijo! Bebió por la botella; su mala educación lo ha salvado.

Refiriéronle al conde el feliz desenlace; escucholo con la confianza sonriente, silenciosa y modesta con que se soporta una equivocación en labios de buenas personas. Yarno, atento a todo, no podía explicarse aquella vez tan alta satisfacción de sí mismo, hasta que, por último, al cabo de muchos rodeos, supo que el conde estaba convencido de que el niño había tomado realmente el veneno, pero que él, con su oración y la imposición de sus manos, le había conservado la vida milagrosamente. Entonces decidió partir al instante; como de costumbre, sus equipajes estuvieron hechos en un momento, y al despedirse, la hermosa condesa cogió una mano de Guillermo antes de haber soltado la de su hermana, estrechó una contra otra entre las suyas, volviose rápidamente y subió al coche.

Tantos acontecimientos, espantosos y extraordinarios, que se habían precipitado unos sobre otros forzaron a un desacostumbrado género de vida y lo pusieron todo en desorden y confusión, trayendo una especie de agitación nerviosa a la casa. Las horas de dormir y de velar, de comer y de beber y de estar reunidos estaban cambiadas y revueltas. Fuera de Teresa, nadie seguía sus carriles; los hombres trataban de restablecer su buen humor mediante fuertes bebidas, y, al proporcionarse una animación ficticia, alejaban la natural, que es la única que nos suministra alegría y actividad verdaderas.

Guillermo estaba agitado y conmovido por las más violentas pasiones, cuyas inesperadas y espantosas sacudidas habían puesto su interior en tal estado que le era imposible resistir al amor que se había apoderado tan fuertemente de su pecho. Había recobrado a Félix, y, sin embargo, parecía faltarle todo; estaban allí las cartas de Werner con giros, no carecía de nada para su viaje, sino de ánimos para alejarse. Todo le impulsaba a partir. Podía sospechar que Lotario y Teresa sólo esperaban que se alejara él para casarse. Yarno estaba, contra su costumbre, silencioso, y casi hubiera podido decirse que había perdido algo de su serenidad habitual. Felizmente, el médico ayudó en cierto modo a nuestro amigo en aquella perplejidad, declarándole enfermo y dándole algunos medicamentos.

La sociedad reuníase siempre por las noches, y Federico, el hombre petulante, que de costumbre bebía más vino del debido, apoderábase de la conversación y, a su manera, hacía reír a todos con cien citas y alusiones a lo Eulenspiegel, no siendo raro que los pusiera en confusión al permitirse pensar en voz alta.

Parecía no creer absolutamente nada en la enfermedad de su amigo. Una vez, cuando estaban reunidos, exclamó:

-¿Cómo se llama esa enfermedad, doctor, que ha atacado a nuestro amigo? ¿No conviene aquí ninguno de los tres mil nombres con que decoran ninguno de los tres mil nombres con que decoran ustedes su ignorancia? Por lo menos, no han faltado casos análogos. Preséntase uno de ellos -prosiguió en tono enfático- en la historia de Egipto o Babilonia.

La sociedad mirábase sonriente.

-¿Cómo se llamaba aquel rey? -exclamó, y se detuvo un momento-. Si no queréis ayudarme -continuó diciendo-, tendré que valérmelas por mí mismo.

De pronto abrió las hojas de la puerta de entrada, y señalando al gran cuadro que estaba en la antesala, prosiguió:

-¿Cómo se llama ese barba de chivo con corona que allí se ve, desolándose a los pies del lecho de su hijo enfermo? ¿Cómo se llama la bella que allí entra y que a un tiempo trae en sus ojos, maliciosos y modestos, el veneno y el contraveneno? ¿Cómo se llama el chapucero del médico que sólo en este momento es atravesado por un rayo de luz y encuentra por primera vez en su vida ocasión de prescribir una receta razonable, de presentar un remedio que cura radicalmente y que es tan sabroso como saludable?

Prosiguió baladroneando en este tono. La sociedad tomábalo lo mejor que podía y ocultaba su confusión bajo una forzada sonrisa. Un ligero rubor cubrió las mejillas de Natalia, y traicionó las emociones de su corazón. Felizmente, paseaba de un extremo a otro con Yarno; cuando llegaron a la puerta salió con un prudente movimiento, dio algunas vueltas por la antesala y retirose después a su cuarto. La reunión estaba silenciosa. Federico comenzó a cantar y a bailar.

-¡Oh!, ¡habéis de ver milagros! Lo pasado está pasado, lo que está dicho está dicho. Antes de que amanezca debéis de ver milagros.

Teresa había seguido a Natalia; Federico arrastró al médico delante del gran cuadro, pronunció un risible elogio de la medicina y después desapareció.

Lotario había permanecido hasta entonces en el hueco de una ventana y contemplaba el jardín sin moverse. Guillermo se hallaba en la situación más tremenda, y aunque entonces se veía solo con su amigo, permaneció en silencio durante algún tiempo, recorrió con rápida mirada su historia pasada, y, por último, miró con espanto su situación presente; después se alzó bruscamente y exclamó:

-Si soy culpable de lo que ocurre, de lo que nos sucede a ustedes y a mí, castígueme usted. Para completar mis restantes dolores, príveme usted de su amistad y deje que vaya sin consuelo por el vasto mundo en el que hace tiempo que hubiera debido perderme. Pero si ve usted en mí la víctima de una complicación casual y cruel de la que me fue imposible libertarme, deme usted la seguridad de que su afecto y amistad me acompañarán durante un viaje que no debo diferir más tiempo. Llegará un día en que pueda decirle lo que me ocurre en este momento. Acaso sufro ahora este castigo por haber vacilado en mostrarme a usted tal como soy; usted me habría socorrido; usted me habría ayudado a libertarme en el debido momento. Pero, una y otra vez, siempre es demasiado tarde y siempre en vano cuando se abren mis ojos para verme a mí mismo. ¡Cuánto merezco las censuras de Yarno! ¡Cómo creía haberlas comprendido! ¡Cómo esperaba poder utilizarlas para comenzar una vida nueva! ¿Podré hacerlo? ¿Deberé hacerlo? En vano los hombres nos acusamos a nosotros mismos, en vano acusamos al destino. Somos desgraciados y destinados a la desgracia, y ¿no es absolutamente igual que sea nuestra propia culpa, una influencia superior o la casualidad, la virtud o el vicio, la sabiduría o la locura lo que nos precipite en la perdición? ¡Adiós! No permaneceré un momento más en esta casa, en la que he faltado tan espantosamente, contra mi voluntad, a los deberes de la hospitalidad. Es imperdonable la indiscreción de su hermano, lleva hasta el más alto grado mi desgracia; me conduce a la desesperación.

-Y ¿si su unión con mi hermana -repuso Lotario, cogiéndole la mano- fuera la condición secreta bajo la cual se ha resuelto Teresa a darme su mano? Tal indemnización ha pensado para usted la noble muchacha; ha jurado que esta doble pareja irá en un mismo día al altar. «Su inteligencia me ha elegido -dijo ella-; su corazón aspira a Natalia, y mi inteligencia quiere ir en ayuda de su corazón». Nos pusimos de acuerdo para observarlos a Natalia y a usted; comunicamos nuestro secreto al abate, al cual tuvimos que prometer que no daríamos ningún paso para favorecer esta unión, sino que dejaríamos que todo siguiera su curso. Lo hemos hecho así. La naturaleza ha actuado y mi aturdido hermano no ha hecho otra cosa que sacudir la fruta ya madura. Permita usted, ya que estamos tan singularmente unidos, que no llevemos una vida vulgar; despleguemos todos juntos una noble manera de ser activos. Es increíble lo que un hombre educado puede hacer, para sí y para los otros, cuando, sin querer dominar, tiene ánimos para ser tutor de muchas gentes, llevándolas a que hagan, en el debido momento, lo que todas harían con gusto; conduciéndolas hacia un fin que la mayor parte ven con claridad ante sus ojos, faltándoles sólo el camino para llegar a él. Formemos con este propósito una alianza; no es una fantasía, es una idea que puede ejecutarse muy bien y que frecuentemente, aunque no siempre con clara conciencia de ello, ha sido realizada por hombres excelentes. Mi hermana Natalia es un vivo ejemplo de ello. Siempre será incomparable el modo de proceder que la Naturaleza ha prescrito a su alma hermosa. Sí; merece este nombre honorífico antes que ninguna otra persona; más aún, si puedo hablar así, que nuestra misma noble tía, la cual, en el tiempo en que nuestro buen médico ordenó aquel manuscrito, era el más hermoso carácter que teníamos en nuestra esfera. Después se ha desenvuelto Natalia y la humanidad se regocija con tal aparición.

Quería seguir hablando, pero Federico entró precipitadamente y con grandes gritos.

-¿Qué corona merezco? -exclamó-. ¿Con cuál me recompensaréis? ¡Entretejed mirtos, laureles, yedras, el roble más fresco que podáis encontrar! Tales son los merecimientos que tenéis que coronar en mí. ¡Natalia es tuya! Yo soy el brujo que ha descubierto ese tesoro.

-Delira y yo me voy -dijo Guillermo.

-¿Has recibido de alguien la comisión de hablar así? -dijo el barón deteniendo a Guillermo.

-Hablo por mi propio poder y fuerza -replicó Federico-, y también por la gracia de Dios, si así lo queréis; tan verdad como he de ser compañero del novio es que estoy aquí de embajador; he escuchado a la puerta; ella le ha confesado todo al abate.

-¡Descarado! -dijo Lotario-. ¿Quién te manda escuchar?

-¿Quién les manda encerrarse? -repuso Federico-; lo he oído todo muy claro; Natalia estaba muy emocionada. Aquella noche, cuando el niño parecía tan enfermo y descansaba a medias sobre las rodillas de ella, cuando tú estabas sentado inconsolable a sus pies y compartías con ella la querida carga, hizo la promesa de que, si el niño se moría, te consagraría su amor y te ofrecería ella misma la mano; ahora que el niño vive, ¿por qué había de cambiar de opinión? Lo que una vez se promete de ese modo, se cumple bajo cualquier condición. Ahora vendrá el clérigo y pensará que os trae nuevas maravillosas.

El abate entró en la habitación.

-¡Ya lo sabemos todo! -gritole Federico-; abreviemos, porque usted no viene más que para las formalidades; otra cosa no se desea de señores como usted.

-Ha escuchado a la puerta -dijo el barón.

-¡Qué mal educado! -exclamó el abate.

-Bueno, de prisa -replicó Federico-, ¿a qué se reducen las ceremonias? Pueden contarse por los dedos; tenéis que viajar; la invitación del marqués os viene magníficamente. Una vez que estéis al otro lado de los Alpes, todo se arreglará en la familia; las gentes os estarán agradecidas si acometéis algo extraordinario; les proporcionáis una diversión que no necesitan pagar. Es como si dierais un baile público; todas las clases sociales pueden participar en él.

-Cierto que ya ha adquirido usted ante el público muchos merecimientos con tales fiestas populares -replicó el abate-, y según parece no podrá decir hoy ni una palabra más aquí.

-Si no es todo tal como yo lo digo -replicó Federico-, enséñenos usted algo mejor. ¡Vamos a su cuarto! ¡Vamos a su cuarto! Tenemos que verla y regocijarnos.

Lotario abrazó a su amigo y lo condujo junto a su hermana, ella salió a su encuentro con Teresa; todos guardaban silencio.

-No vaciléis -exclamó Federico-; dentro de dos días tenéis que estar preparados para el viaje. ¿Qué piensa usted, amigo mío? -prosiguió, dirigiéndose a Guillermo-. Cuando nos conocimos, cuando le pedí a usted aquel hermoso ramillete, ¿quién hubiera imaginado que alguna vez iba a recibir usted una flor como ésta de mis manos?

-¡No me recuerde usted aquellos tiempos en esta hora de la dicha más alta!

-No debe usted avergonzarse de ellos, lo mismo que no debe uno avergonzarse de su origen. Aquellos tiempos eran buenos y tengo que echarme a reír cuando te miro: te presentas ante mí como Saúl, el hijo de Cis, que salió para buscar las pollinas de su padre y se encontró con un reino.

-No conozco el valor de un reino -replicó Guillermo-; pero sé que he alcanzado una dicha que no merezco y que no cambiaría por nada del mundo.








 
 
FIN DEL TOMO TERCERO Y ÚLTIMO