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Los años inútiles. Primer capítulo

Jorge Eduardo Benavides






- I -

Estás temblando, pensó al encender el cigarrillo. Arrugó el paquete vacío y lo tiró al suelo. La calle se abría ante él como una serpiente gris y muerta: vacía. Enfundó las manos en los bolsillos y tentó unos pasos desganados, indecisos, hacia la oscuridad que lo esperaba como un animal manso. Un temor blando y baboso le caracoleaba rebelde por el pecho. Estás temblando, Sebastián, pensó nuevamente con fastidio. Ya lo debían estar esperando. Al llegar a la esquina se detuvo y aspiró hondo el humo del cigarrillo, sintiendo cómo se ramificaba por sus pulmones. Ofreciendo el perfil al viento, recordó.

-Es increíble lo que está ocurriendo, Sebastián, mira -Rebeca detuvo el pincel empapado en esmalte rojo sobre la uña observando incrédulamente las imágenes que ofrecía el televisor. Tenía las piernas recogidas bajo el cuerpo, de vez en cuando sacudía y soplaba sus manos.

Sebastián alzó la vista y la detuvo en un poste inútil; los fue mirando a todos, uno a uno, como un general que pasa revista a sus tropas vencidas, cabizbajas, apagadas por la derrota. Avanzó a la calle alumbrada fantasmagóricamente y a trechos por el resplandor de las velas ocultas que parecían espiar tras algunas ventanas. ¿Dónde habría conseguido velas ese puñado de afortunados? ¿Cuánto habrían pagado por ellas? Acaso sabían ya desde mucho antes que todo ese mes el sector iba a tener luz sólo por las mañanas. Cariño, había que conseguir velas, a ver si traía algunas, le dijo Rebeca. Se lo dijo como al descuido, cuando él alcanzaba la puerta; se lo dijo como quien suelta una jauría de perros y no una frase. Sebastián ni siquiera le contestó, súbitamente asqueado de sí mismo, de su mujer también. ¿No querría que le trajera espárragos en lata, además? ¿Mermelada? Pero el asco que empezaba a asfixiarlo cesó tan bruscamente como había empezado; un falso fuego nada más, y por último qué culpa tenía ella, carajo.

Caminó sin prisas la cuadra, pasó frente al parquecito vacío e invadido por la maleza y cruzó a la acera de enfrente donde lo esperaban dos siluetas. Se sintió en medio de un remolino, una balsa arrastrada inexorablemente hacia un centro fangoso y turbio, en fin, ya estaba allí, ya no había salida.

-¿Estás seguro? ¿Crees que por aquí también? -preguntó Rebeca.

-Sí -respondió sombríamente Sebastián-. Y en Miraflores y en San Isidro, en Magdalena, en La Victoria y en todas partes.

-¿Entonces nosotros también, Sebastián? -Rebeca abría los ojos, no lo podía creer, miraba a su marido y luego al televisor, le costaba asociar imagen y augurio: ¿ellos también corriendo? ¿Así, igual que en la tele? ¿Perseguidos?

Una silueta se desprendió de la oscuridad. La otra sólo era una voz preocupada.

-No, perseguidos no -Méndez estrechó la mano de Sebastián, sonrió apagadamente mientras seguía hablando con Vargas, invitó el cigarrillo que estaba fumando, que lo disculparan pero era el último.

Sebastián y Vargas asintieron, claro, el último, frase recurrente para esconder una cajetilla comprada no sabía con qué esfuerzo, Rebeca, se defendió Sebastián sacando uno, malhumorado, ¿acaso ella fumaba?, calculando al tacto cuántos le quedaban, qué antojada, caray, y ella que no fuera mezquino, uno que le pedía, hombre, y tanta alharaca: Rebeca observaba desde la ventana dos perros que disputaban un trapo, gruñían, erizaban los pelos del lomo, uno amarillo y grande, el otro carachoso. Además, agregó ella, lo que le había dicho le tenía los nervios de punta.

-Porque esta mañana en el noticiero el ministro del Interior habló de sanciones ejemplares -se acautelaba Vargas-. Decía que los terroristas estaban detrás de todo esto, que aprovechaban la situación para fomentar el caos.

-Es que lo que ha pasado en el centro ha sido bravísimo, peor que en el setenta y cuatro -dijo Méndez-. Yo también oí el noticiero de la mañana y sin embargo no se dijo nada de lo otro, de lo de Monterrico.

-¿En Monterrico también? -preguntó Vargas, los ojos confusos.

-Ni de lo que sucedió en Magdalena; se han hecho los de la vista gorda -intervino Sebastián mirando apenas a Vargas antes de devolver el cigarrillo-. Yo me he enterado de oídas, por ejemplo.

Ellos también, a Vargas se lo contó una hermana que vivía por el mismísimo mercado y a Méndez un pata de la oficina; era un rumor, un secreto a voces, en todas partes estaba sucediendo, el gobierno se hacia el desentendido. ¿Qué podían hacer?, ¿sancionar?, ¿aceptar denuncias? Además ¿no estaba en huelga el Poder Judicial? Méndez buscaba fuerza en sus propios argumentos, ¿acaso no tenía justificación?

-De ninguna manera, Rebeca, tú no vas. Ya lo hablamos ayer por la mañana -Sebastián se puso el saco, consultó su reloj: once y veintidós-. Puede ser peligroso, quizá haya jaleo.

-Es lo más probable -concedió Méndez; flaco, algo gibado, una barba descuidada empezaba a trepar por sus mejillas. Sebastián se pasó la mano por la cara y sintió los cañoncitos empecinados cubriéndole la barbilla, el cuello: todos andaban igual, ¿dónde vendían gillettes desde que empezó la pesadilla?, ¿a cuánto? Volvió a concentrarse en lo que decía Méndez.

-El Cacho se va a resistir, es lógico -movía las manos, los ojos turbios de desvelo, seguramente insomne pensando Dios mío, no hay otra salida.

-¿Y entonces? -Vargas no se movía, miraba hacia el fondo de la calle a cada momento, vacilaba.

-No vayas si no quieres, estás a tiempo -Sebastián se sintió fastidiado por la resistencia de Vargas, por sus dudas, por el miedo que se leía en sus ojos. Era como verse reflejado en un espejo.

-No se trata de eso, caramba -se sorprendió, se ofuscó Vargas contemplando las grietas del asfalto, la punta polvorienta de sus zapatos-. Pero creo que debemos saber exactamente a qué atenernos, ¿no?

Lanzó una bocanada de humo, miró a los otros dos, él personalmente no había hecho algo así nunca, se encogió de hombros, volvió a mirar al fondo de la calle.

-Nosotros tampoco, pues, hombre -Méndez agitó los brazos, miró al cielo, clavó sus ojos en Vargas, ellos no eran unos ladrones, si acaso estaba insinuando eso.

-No, no -retrocedió sus frases Vargas, él no había querido decir algo así, que no lo malinterpretaran.

-Estamos perdiendo el tiempo, señores -dijo Sebastián chupando ávidamente el cigarrillo que le ofrecía Méndez-. Morales nos debe estar esperando.

Se iba de una vez, Rebeca, mejor acabar con esto cuanto antes. Salió abatido, evitando la mirada de su mujer aunque ella insistía en ir contigo, Sebastián, toda ojos, labios, angustia; persiguiéndolo, faldita negra, blusa blanca, por toda la sala, secándose las manos en el delantal, dispuesta a ir con él, no fuera a suceder algo, era peligroso, cariño: de ninguna manera, Rebeca, le contestó él acomodándose el saco, alisándose un poco los cabellos.

-Sebastián tiene razón -Méndez quiso sacar otro cigarrillo, se dio cuenta e hizo el ademán de rascarse el pecho bajo el pulóver-. Estamos perdiendo el tiempo y Morales debe estar pensando que nos hemos achicado. Decidamos de una vez.

Sebastián le echó un vistazo rápido a su reloj: once y cuarenta. La noche volvió a engullir las voces, los ecos se disolvieron mezclándose con el escape averiado de un auto a lo lejos.

-Vamos, pues -suspiró Vargas, Dios mío, qué país de mierda, evitó que Sebastián tirara la colilla, la chupó enroscándola entre el índice y el pulgar, la arrojó lejos: un arco rojizo que reventó en mil puntitos contra el pavimento.

-¡Oye! -lo detuvo Rebeca-. No te pongas así -ladeó la cabeza buscándole otro ángulo al rostro macilento de su marido, que no se afligiera tanto, él mismo se lo había dicho la otra noche cuando miraban la televisión; aquí, en Miraflores, en San Isidro y en todas partes, ¿no le había dicho, acaso? Sebastián bosquejó una sonrisa breve, circunstancial, la mano huesuda en el pomo de la puerta, claro, él lo había dicho, qué se le iba a hacer, pero ayer cuando lo detuvo el señor Morales en la calle sintió que un cronómetro invisible había terminado su cuenta regresiva.

-Pensé que ya no venían, señores -Morales tenía la voz carrasposa del fumador habitual, cejas canosas que culminaban casi en punta, manos calientes y ásperas-. Mejor liquidemos esto de una vez. -Estrechó las manos jóvenes, infundió ánimos, hombre, por qué esas caras de velorio, ayer ya había quedado todo bien claro, ¿no?

-¡Ah!, es el viejo que le pegó un puñetazo al Cacho cuando no le quiso vender leche -dijo Rebeca.

-Sí, Sebastián, me permite que lo tutee, ¿verdad? Hace un rato he conversado con otros dos vecinos del barrio. Usted debe conocerlos, supongo.

-Sí, el mismo, acabo de hablar con él -Sebastián dejó la bolsa de pan sobre la mesa y se acercó a la ventana atraído por los gruñidos y las embestidas: en la calle dos perros disputaban un trapo sucio, ¿o era un pedazo de sebo?

-¿Y qué te dijo? -Rebeca se acercó a mirar, qué horror, como peleaban.

-Están de acuerdo, Sebastián -Morales lo miraba fijamente desde sus años, lo medía a él, joven, circunspecto; por ahora no había hablado con nadie más, pensaba que cuantos menos, mejor; sólo con el señor Méndez, ese que vivía aquí a la vuelta, y con el señor Vargas. Y ahora con él, claro. Se permitía hacerlo porque lo veía maduro, serio. Profesor, ¿verdad?

-¿Cómo lo supo? -preguntó Rebeca desentendiéndose de la pelea de los perros y caminando hacia la cocina.

-Qué no se sabe en este barrio, Rebeca -Sebastián suspiró, también dejó de mirar a los perros, caminó hacia la cocina entregando con fastidio un cigarrillo, caramba, ella no fumaba. Metió las manos en los bolsillos y apoyó un hombro en el marco de la puerta. Desde ahí seguía con la mirada a su mujer. Rebeca había recibido la noticia sin decir palabra; para ella el cronómetro también se había detenido: cerró con fuerza el caño y resoplando se apoyó de espaldas contra el fregadero.

-¿Piensas ir? Si es así yo voy contigo.

-No, ¿habían dado su palabra, no? -Méndez mira a Sebastián y a Vargas buscando apoyo, sólo que se retrasaron un poco, sonrió fingiendo convicción, más bien ¿por qué no se ponían en marcha de una vez? Como había dicho el señor Morales, este tipo de asuntos mientras antes se resuelvan, mejor.

Nadie respondió. Soplaba un viento frío que encrespaba los árboles del parque y traía el lejanísimo traqueteo de las tanquetas patrullando la noche inmóvil, había que ir con cuidado, murmuró Vargas caminando junto a Sebastián.

-¿Allí empezó todo, no? -dijo el Pepe Soler.



Primero un círculo amplio, lento casi ilimitado; luego otro ligeramente más rápido y también más pequeño. Otro más y una brisa encrespada impulsó sus alas negras brevemente: abajo el mar opaco y quieto dejaba olas espumosas y amarillentas contra la playa rocosa; más allá los cubos de esteras apiñadas en desorden junto a los montículos de piedras que parecen cobijar al pueblo joven de la cercanía estruendosa de las olas, el movimiento multicolor y famélico de la gente; un viejo cartelón en el suelo, cubierto de polvo, pisado muchas veces, Mitchell & Arana, Ingenieros Constructores. Dos niños harapientos correteaban entre los charcos malolientes que había dejado una lluvia pertinaz y sucia: el gallinazo descendió planeando con suavidad hasta posarse torponamente sobre un montículo de basura. El Mosca lo observó escarmenarse el plumaje negro y liso. «Mala carne», pensó destapando la botella de ron, tomando un largo trago antes de pasarse el dorso por la boca. Le entregó la botella a Rafael y lo miró tras el velo turbio que empañaba su vista.

-De manera que así era la vaina, cholo -le dijo con voz áspera. Tenía los ojos inyectados en sangre, el cabello crespo y desordenado, la voz como demorada en resacas cotidianas.

Rafael bebió del gollete, paseó el trago por la boca inflando los carrillos y asintió pensativamente, así era la vaina. El Mosca soltó una carcajada bronca, cínica, él que alguna vez pensó que la izquierda salvaría al país. Miró desde la puerta entreabierta a los dos niños que se acercaban sigilosamente al gallinazo, demasiado absorto en su minucioso hurgar de plumas para percatarse.

-Y ahí tienes lo otro, el Apra ha destrozado al país en menos de cinco años.

-Yo voté por este gobierno -dijo el Mosca mostrando una sonrisa cariada y torva.

-El que menos, Mosca. Y mira qué país nos dejan... si es que lo hacen. La única esperanza es el Frente, aunque te suene traído de los pelos, no tanto por Ganoza como por José Antonio Soler. Ese gallo tiene las ideas bastante claras, lástima que mientras el viejo Ganoza esté arriba, Soler no tendrá opción a nada.

-Para nosotros no habrá nunca esperanza, cholo, convéncete -el Mosca bebió otro trago y contempló la botella con delectación, para ellos todo seguiría igual, si no peor; así había sido siempre, así sería siempre.

-Tal vez tengas razón -dijo Rafael-. Todo está podrido, la pus revienta apenas pones el dedo, izquierda, derecha, centro: sólo corrupción.

-Tú conoces eso mejor que yo. Vienes de arriba -el Mosca señaló con la cabeza los acantilados donde asomaban los edificios de la ciudad.

Rafael no contestó, se quitó los lentes con cuidado arrojándoles aliento antes de frotarlos contra la chompa para volvérselos a colocar con la misma lentitud. Enfocó miopemente a su amigo sonriendo sin convicción, ¿cuánto tiempo que no vivía en la ciudad, Mosca?, dijo en un susurro y el Mosca uf, ya había perdido la cuenta. Él era de Barrios Altos, mataperreaba por allí, por Carrozas, Maravillas, Pejerrey, esas callecitas que conducen al cementerio. Luego se había ido al Rímac, chambeaba en la Municipalidad gracias a un cuñado, porque ya para ese tiempo tenía mujer y un calato. No le iba mal, tampoco era la cagada, que Rafael no creyera, pero eran otros tiempos y para ir tirando alcanzaba. Sólo que le empezó a meter duro a esto, dijo dándole unos golpecitos cariñosos a la botella. Lo botaron del trabajo, conseguía una chambita aquí y otra allá, trabajó como palanca en una línea de microbuses, Rafael seguro la conocía, la Covida; en fin, cosas eventuales que le duraban hasta que se ponía a chupar una semana entera. Andaba metido en líos todo el tiempo, los tombos de varias comisarías ya lo tenían fichado porque el Mosca se tomaba unos tragos y quería partirle la cabeza al que se le pusiera en frente, una vez incluso le pegó a un tombo que estaba fuera de servicio y para qué, carajo, en la comisaría le sacaron la conchesumadre, le jodieron esta mano, que Rafael se fijara. Bueno pues, un día ya no estuvo su mujer, se había llevado al niño. Para lo que le importaba en ese entonces, carajo. ¿Y ahora, Mosca?, ¿no los extrañaba? El Mosca se quedó en silencio un buen rato, bebió otro trago de ron mirando hacia los niños que se acercaban al gallinazo con infinita cautela. Ya no, cholo, dijo y su voz sonó hueca, sin registros, ya qué le iba a importar si fue hace tanto tiempo. Uno de los niños dio un salto rapidísimo y derribó de un golpe al gallinazo. De pronto una confusión de gritos, manos furiosas, aletazos, chillidos, plumas.

-Cuando le empiezas a dar al trago nada te importa en el mundo -dijo el Mosca-. No te importa ni tu mujer, ni tu hijo, ni quién está en el poder, si la izquierda o la derecha o los milicos o la concha de su madre; lo único que te interesa es chupar y chupar. Además vivir aquí -el Mosca alargó un brazo señalando las chozas que se levantaban sobre los desniveles del terreno- es como vivir una borrachera de por vida: nada te importa más que lo que puedas comer este día, un poco de abrigo para el frío y chau, se acabó.

Rafael observó los aletazos cada vez más esporádicos del gallinazo entre las manos crispadas de los niños que lo metieron en una bolsa y desaparecieron cuando otros chicos empezaban a acercarse con las miradas ávidas puestas en el costalillo de arpillera. La tarde comenzaba a caer como una desgastada melancolía de nubes preñadas sobre las esteras, barriendo todo con su silencio de enfermo.

-Quizá sea así -concedió sombríamente Rafael-. Pero no se pueden perder las esperanzas, Mosca, tú mismo sueñas con tener una carretilla y salir a chambear igual que Quispe, Venegas y los otros.

El Mosca lo miró meneando la cabeza, los ojillos divertidos y burlones.

-Cómo se nota que no eres de aquí, carajo.

-No te olvides que llevo con ustedes casi un año -dijo Rafael.

-Hablas como si eso fuera un huevo de tiempo -se burló el Mosca limpiando con el puño de la camisa el pico de la botella antes de beber un largo trago.

-Un año puede ser muchísimo tiempo, Mosca -insistió Rafael con voz apagada.

-Ya te pareces a Alfonso -dijo el Mosca eructando-. Pura filosofía. Antes que llegaras tú me tenía cojudo leyéndole libros. Con lo que me cuesta. Ahora te jodiste porque se nota que has estudiado, ¿no?

El Mosca observó a hurtadillas la alarma encendida en los ojos de Rafael.

-Secundaria, nomás -respondió cogiendo la botella.

-Ya, huevón -sonrió escéptico el Mosca-. Está bien que yo sea un burro que apenas sabe leer, pero cojudo no soy. A mí, personalmente, me importa un carajo la razón de que estés aquí; todo el mundo tiene sus líos y si no quieres contarlo es problema tuyo, pero no me quieras meter el dedo con esa historia de que apenas terminaste la secundaria. El viejo siempre dice de ti se nota que es bien leído.

-El viejo dice muchas cosas -Rafael se miró ambas manos, las frotó contra el pantalón-. Es un buen tipo.

-Si no fuera por él, tú no estarías aquí -dijo el Mosca estirando las piernas antes de rascárselas con fuerza-. Y por la negrita, que es puro corazón.

-Y por ti también, Mosca -Rafael volvió hacia él sus ojos cansados, miopes.

El Mosca le devolvió la mirada casi con lástima, se acercó al primus y encendió fuego, puso una ollita de agua, maldijo buscando entre los cubiertos, las tazas amontonadas, se volvió hacia Rafael que continuaba sentado junto a la puerta: que no lo enamorara, cholito, si por él hubiera sido Rafael se quedaba en el basural, dijo con su sonrisa cariada. En un primer momento pensó que estaba con diablos azules, al Mosca alguna vez le había pasado igualito, así, babas y frases sin sentido, un charco de vómito que resbalaba de la boca y que se había secado en el cuello y en la camisa como una costra, palabra, compadre, se había pasado de tragos.

-No me lo recuerdes -pidió Rafael encendiendo un cigarrillo y dándole una profunda calada.

-Pensamos dejarte ahí, pero la negrita se apiadó -dijo el Mosca entrecerrando los ojos.





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