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ArribaAbajo23 de abril, 1896

Pocas palabras para dejar a un lado el enojoso incidente promovido por el señor Vargas, a mi juicio. Por ser él colaborador de Las Novedades, y por tratarse de quien es, en rigor, extraño por oficio y hasta creo que por temperamento, a las cuestiones de puras letras, no quiero poner los puntos sobre las íes. El señor Vargas ha caído en el garlito, como vulgarmente se dice. Con toda malicia, lo confieso, escribí lo que escribí acerca de sus embozadas alusiones (en que sigo creyendo) a mi persona y obras. El señor Vargas, a mi ver, como casi todos los redactores de El Liberal estaba a mal traer con mi pobre Teresa. Quise comprobarlo... y en efecto, el señor Vargas firma unas cuantas ironías, de reporter, contra mi ensayo dramático. Si no quiso aludir antes a él, ¿a qué viene maltratarlo ahora? ¡Y con qué delectación morosa nos repite que Teresa tuvo mal éxito en Madrid! Si el señor Vargas fuera imparcial, reconocería que, en cambio, tuvo buen éxito en Barcelona el año pasado, y este año otra vez, representándose tres noches seguidas: y buen éxito en Sevilla, y en Gerona, y en Cartagena (dos noches), y. ahora en Gijón (dos noches), pidiendo el público la presencia del autor, que no quiso ir a recibir aquellos aplausos para no disgustar a El Liberal y al señor Vargas. Resumen, buen éxito en todas partes, menos en Madrid... donde el público no oyó la representación.

El notable noticiero me da las gracias porque le llamo discreto.

Es justicia. Y podía añadir: diligente. El señor Vargas, que no es literato, ni quiere, y hace bien, es un águila en cuanto reporter. Es la pura verdad. Hasta tiene su leyenda. Se dice que un telegrama misterioso y de gran interés que el señor Sagasta rasgó, para que nadie pudiera leerlo, en un lugar a donde no suelen acudir los reporters a buscar noticias, lo buscó y encontró el señor Vargas gracias a su buen olfato de noticiero. Es una leyenda, pero demuestra la gran fama de este periodista, insigne en su clase. Y nada más. ¿Cómo he de atreverme a discutir yo, que no he descubierto ningún incunable ni palimpsesto, con el descubridor del famoso telegrama legendario?

*  *  *

La tristemente célebre catástrofe de la voladura del Cabo Machichaco, en Santander, es el asunto del último libro de Pereda. Se titula Pachín González. Es una narración de pocas páginas, pero de no escaso mérito; uno de esos empeños que es muy fácil realizar de un modo vulgar y adocenado, despachando la labor literaria con varios lugares comunes, hipérboles y prosopopeyas; pero que es de no poca dificultad cuando ha de ser el resultado arte verdadero. Pereda ha vencido inspirándose en sus hábitos de maestro y en la profunda sinceridad de su sentimiento. Vivía el ilustre santanderino como aletargado por el dolor de la horrible desgracia que le había privado del hijo de su alma, de su primogénito; no atendía a nada del mundo exterior, sólo tenía conciencia para su pena. Pero la tremenda calamidad, el dolor infinito de toda su noble tierra, que lloraba por cientos los hijos perdidos en la tarde inolvidable por tanta desventura, le hicieron al poeta de Sotileza sentir vibrar con dolorosa impresión la fiebre de hijo, como estaba sintiendo la de padre, en su corazón generoso. Él mismo me lo escribía ha poco: «no he vuelto a la realidad hasta que estalló el Machichaco». Y volvió con la caridad del cristiano y las visiones del artista, que, siendo además buen patriota, acaso padece más que todos por la fuerza con que el daño común se le representa.

Pasó tiempo, y resultado de aquellas grandes y tristes emociones fue Pachín González, que nos recuerda la célebre descripción de la peste de Atenas; y más todavía la de Milán en la inmortal novela de Manzoni.

Pachín es, como Renzo el de I Promessi Sposi, un aldeano. Viene a Santander con su madre, para tomar pasaje en un vapor que le llevará a América, donde quiere buscar fortuna. Se separa de la madre querida por odio a la miseria aborrecible. El tipo de la madre de Pachín es un Velázquez, ¡qué verdad en la sencillez!, natura naturans.

La catástrofe inenarrable a madre e hijo amenaza de muerte, pero ambos se salvan, se buscan, se encuentran; y ahora que saben lo que es el dolor de la ausencia, y lo poco que vale el bien perecedero que se puede encontrar en la vida, renuncian a la ambición, ven la pobreza tolerable si la acompaña el amor; y esta enseñanza sacan del formidable castigo.

No pudo Pereda escoger mejor perspectiva particular para describirnos lo que es asunto capital de su obra. Como en el Waterloo de la Cartuja de Parma de Stendhal, asistimos aquí a la catástrofe y sus varios incidentes y aspectos, de un modo artístico, siguiendo las impresiones de una víctima y de un testigo. Ya nos había pintado el insigne novelista, en otras ocasiones, grandes apuros en el mar; escenas terribles en tierra; furores del viento, peligros de los montes; pero, por lo general, prefería la naturaleza apacible. Jamás la realidad le había invitado a inspirarse en espectáculo tan horrendo, que, por lo que respecta a su origen y consecuencias, no había tenido antes parecido, ni lo tuvo después, hasta que hace poco, en el Transvaal, en Johannesburg, la dinamita también produjo un cúmulo de desgracias semejantes.

Pereda describe, no declama; no asiste indiferente a tamañas lacerias; pero no aprovecha la ocasión para dar lecciones de un providencialismo demasiado parecido a las leyes penales de los países bárbaros. Ve la mano de Dios en todo esto, pero no comete la imprudencia de concretar propósitos celestiales y culpas terrenas.

En resumen, por lo que dice y por lo que sabe callar; por el arte con que está escogido el punto de vista; por la sobriedad, por la fuerza, por la seria moralidad del fondo, Pachín González es un libro excelente, aunque la crítica (?) haya hablado poco de tal obra, tal vez juzgándola con una balanza, es decir, apreciándola por el peso, como ciertos libreros de viejo.

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Obra también en cierto sentido regional es el poema en bable de José Quevedo, que está llamando la atención de los patriotas asturianos en España y en Cuba. Se titula el poema: «La batalla de Sao del Indio», ganada por el general Canella. No se parece nada a los versos patrióticos de circunstancias; es, sencillamente, una obra de arte que, por casualidad, tiene por objeto un suceso de interés actual y patriótico.

A instancias del autor, he escrito el prólogo de este poema, y no por eso he de dejar de alabarlo cuanto merece, ya que en el prólogo mismo apenas digo nada en el capítulo de los elogios.

José Quevedo es un literato que no suele publicar sus producciones; hombre de mucho talento, gusto, gracia, gran sentido práctico, compatible con el mayor idealismo. «La batalla de Sao del Indio» tiene las buenas cualidades de la forma clásica de nuestra poesía épico-heroica, y además toda la flexibilidad, riqueza, fuerza, gracia de la moderna poesía descriptiva. Pero lo que primero notarán y saborearán todos es el buen humor del poeta, su habilidad para hacerle decir al bable, en boca de un paisanu (campesino), todo lo que puede decir con sus grandes recursos de frases y modismos gráficos, sugestivos.

Seguro estoy de que los soldados asturianos de Cuba, que son muchos; y en general, todos los hijos de Pelayo que viven en América, comprarán, leerán y llegarán muchos a saber de memoria este poema que deben a un paisano que, si quiere, tanto puede honrar las letras de la patria chica... y las de la grande.

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Ya se ha concluido la temporada en los principales teatros de declamación, en Madrid. Otro día haré acaso un resumen del resultado general de la campaña de este invierno. Hoy sólo quiero tributar merecidos elogios a una de las últimas obras estrenadas, María del Carmen, de Feliú y Codina, que alcanzó en el Español el triunfo mayor de la temporada en este teatro.

María del Carmen, que he visto representada en condiciones muy aceptables, es, a mi juicio, la mejor obra dramática de su autor. Lleva ventaja a La Dolores en el fondo, desde luego, y a Miel de la Alcarria en la composición.

Se trata todavía, es verdad, de más celos, rivalidades de muchachos impetuosos, que es el tema que ahora aplaude el público lo mismo en la zarzuela festiva (La verbena) que en el drama (Juan José, La Dolores, etc.); pero en María del Carmen hay hermoso ambiente poético, tipos nobles y fuertes, sentimiento sincero, lenguaje propio, y es obra en fin que si no trae a la escena mucho nuevo, conquista para su autor muy buenos laureles. Está escrita en prosa, como Miel de la Alcarria, y es de celebrar, porque Feliú demuestra en los versos, premiosos, prosaicos y ripiados de La Dolores (no siempre) que es muy regular versificador y que se mueve más libremente sin metro ni rima.

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Acaba de publicarse el álbum Limosna, dedicado a socorrer a las víctimas de la miseria ocasionada por la famosa catástrofe de Palma. El simpático y elocuente ex-Ministro don Antonio Maura ha sido el iniciador y director de esta caritativa empresa literaria, de excelente resultado. Puede decirse que cuantos escriben y dibujan en España, con algún provecho artístico, han colaborado en Limosna, de modo que entre lo mucho mediano, que necesariamente tiene que haber en obras de esta clase, puede encontrarse no poco bueno, pues nuestros mejores literatos y pintores han llevado su trabajo al álbum que el Sr. Maura patrocina.

No todas nuestras eminencias, sin embargo, han dedicado, a la pía obra de que hablo, momentos de la más despierta vigilia; así v. gr., el Sr. Núñez de Arce, firma una poesía religiosa muy fría e incorrecta. Y la incorrección en un maestro es casi un escándalo; y la frialdad en asunto religioso no es muy edificante. Nos habla el poeta de un crucifijo de talla, y a renglón seguido dice que no era escultural, porque era tosco, mal hecho. Allá se las haya con el diccionario de la Academia. Pero yo creo que un Cristo de talla tosco, mal hecho, es siempre escultural; será una mala escultura, pero es escultura, y el mismo Núñez de Arce lo dice antes: era de talla... Después habla de un cuerpo que yacía inerte... y sin fuerzas... Claro: ¿qué fuerza ha de tener lo inerte? Y muchas cosas así. ¡Y qué frío!




ArribaAbajo18 de junio, 1896

Parece lo natural que la vida literaria consista en... escribir y leer, que su materia sean ideas que pasan de un pensamiento a otro mediante la escritura y la lectura. Pues aquí la vida activa de las letras consiste en cualquier cosa menos en leer. ¡Nada de leer! Hay crítico que no sabe siquiera, ni le hace falta, según él.

Los chicos de la prensa, de quien tanto bien acaba de decir el Sr. Pidal, en su discurso de inauguración de cierto Círculo de periodistas, no dan cuenta apenas más que de espectáculos; de cosas que entran por la vista y el oído. Hablarán muchísimo más, ¡ya lo creo!, de ese discurso visto y oído, de Pidal, que en todo el año se ha hablado de los mejores libros que durante él publicaron los mejores literatos.

El Sr. Pidal, ¿para qué más ni menos que la verdad?, aduló a los chicos para realizar implícitamente uno de los contratos innominados: facio ut facias, hago para que hagas. Siguió en esto las huellas de otro académico, no menos cuco, que, hace poco también, alababa y adulaba a los critiquillos, cuando más debía fustigarlos. Por esta rectitud de carácter, la prensa se estropea más cada día, y si ahora muchos escriben hasta sin ortografía (v. gr. La Época), dentro de poco se escribirá en caló, o no se publicarán más que jeroglíficos, monos, que es a lo que tiende la llamada prensa festiva, que desprecia el texto y sólo paga bien las fotografías instantáneas. Dentro de poco habrá pasado por las columnas de esos semanarios ilustrados todo lo que hay en España mineral, vegetal y animal, en forma de retrato, vista, etc., etc., según el reino, y en cambio no se sabrá qué ha sido de lo que tenían dentro de la cabeza los españoles. La decadencia de la sindéresis (la sindéresis intelectual, como decía Burell, un periodista) es cada día más alarmante. No sé dónde vamos a parar. Pero vuelvo a mi asunto.

Aquí no se habla de más literatura que de la representada, sea en la escena, sea fuera de ella. Si se habla mucho de las comedias es porque no hace falta leerlas, porque con verlas basta. Los críticos a quien estorba lo negro pueden, al juzgar este género, disimular bien ese pequeño descuido de su educación.

Se ha hablado mucho también esta temporada de la traslación de los restos de Zorrilla a Valladolid. Otro espectáculo. Pero ¿creen ustedes que se ha aprovechado la ocasión para leer al gran poeta, recordar sus bellezas, juzgar la influencia de este grande hombre en la vida de nuestra poesía? Nada de eso. Se habló de si el cadáver estaba bien o mal conservado, comparándolo con el de San Isidro, que también salió a relucir estos días... para que lloviese; se describió el viaje de los huesos del ilustre vallisoletano; el banquete con que se dieron tono otros poetas ilustres de Valladolid (v. gr. Ferrari, Cano)... pero la verdadera literatura no tuvo nada que ver con todo esto.

Apenas hubo quien advirtiera a los vallisoletanos que el sepulcro de Zorrilla, por grande que sea, debe llenarse con Zorrilla, sin admitir allí a otros ilustres castellanos, como se pretende. Tendría que ver que el mismo panteón encerrase mañana los huesos de Zorrilla y los de Ferrari; que si los tiene como él se los ha puesto a las musas, no tendrá uno sano.

En Valladolid padecen muchos la manía de que allí se dan los poetas como los pimientos en La Rioja. La casualidad de que además del gran Zorrilla sea de la tierra el muy apreciable Núñez de Arce, les ha llevado a la ilusión de que los dedos se les antojen huéspedes, y en cada coplero ven un Dante.

Sea de esto lo que quiera, Valladolid merece un sincero aplauso por haber reivindicado los restos de quien es su legítima gloria. Y no le preocupe que cualquiera de los supervivientes, amoscado el día de mañana porque no le honran tanto como al autor del Tenorio, exclame al morir: «Ingrata patria, no poseerás mis huesos».

*  *  *

Uno de los poetas vallisoletanos de quien sus paisanos aseguran que es un gran poeta, es el Sr. Ferrari, hombre discretísimo, en prosa, prudente, noble, que aunque la crítica desfavorable le duela, no la persigue con miserable maledicencia ni con bajas intrigas, como hacen otros.

Este señor Ferrari, a mi ver, pese a su indiscutible cultura y ordinario buen juicio, cuando escribe en verso -particularmente si son décimas- olvida la lógica, el trivio y el cuadrivio enteros, y por seguir el halago de la rima dice cualquier cosa absurda con la serenidad del mundo.

Yo lo tengo probado muchas veces comentando poesías de este señor. Ahora anda algo retraído; publica poco, y de tarde en tarde. Imitador uniformado del señor Núñez de Arce, su paisano, le imita también en este paulatino abandono de las musas. Sin embargo, cuando hay una que sea sonada, todavía saca a relucir décimas nuevas. El terrible estrépito del polvorín que estalló en Palma de Mallorca, despertó al señor Ferrari (que, por desgracia, se durmió otra vez en la suerte) y le hizo prorrumpir en un filosófico ¿por qué?

Pregunta el poeta que por qué han de morir los jóvenes, los dichosos, los que tienen genio, esperanza, etc., etc. La muerte de los viejos, de los desesperados y de los virtuosos que no encuentran aquí recompensa, le parece aceptable; pero la otra es una pérfida ironía, una asechanza.

Yo creo, señor Ferrari, que esta poesía blasfema está mandada recoger, porque no conduce a nada. Se puede acusar a la Providencia de irónica, pérfida y redomada en una de esas odas en que el arrebato lírico le hace disparatar al vate, por consejo de los preceptistas; con el arrebato no sabe lo que se dice. Pero en una serena serie de décimas filosóficas, no se puede olvidar lo siguiente:

Que una de dos, o hay Dios o no hay Dios; si no hay Dios, quejarse de la necesidad, de las ciegas fuerzas naturales, sin conciencia, es ladrar a la luna; y si hay Dios es una irreverencia absurda, impía, querer enmendarle la plana, y el plan, y acusarle de dolo y de bromista pesado.

Pero todavía mucho peor que todo esto es, a mi juicio, creer, como cree el señor Ferrari, que la órbita de un astro es el arco de su movimiento aparente con relación a nuestro horizonte sensible; creer que la órbita empieza cuando el astro sale, y acaba, queda trazada, cuando el astro se pone. La órbita de un astro no tiene nada que ver con eso. Es la línea que traza, o mejor el espacio por donde va, al girar en torno -aparentemente- de otro astro. Pero oigamos al señor Ferrari:


   Sin medir valle y pradera
no da en el mar la corriente,
ni baja el astro a Occidente
sin trazar su órbita entera.



Ya lo ven Uds.; queda demostrado que el Sr. Ferrari no tiene la idea más remota de lo que es órbita.

Pero hay más; aun suponiendo que Ferrari no esté por el sistema de Copérnico, la órbita queda trazada toda entera en cualquier punto de su curso, lo mismo en el orto que en el ocaso, que donde quiera. A no ser que insista nuestro Josué en que la órbita empieza en el orto y acaba en el ocaso. Y entonces la órbita parece más que otra cosa la carrera de un simón que llega al lugar de su destino.

Además, ¿cómo había de llegar a Occidente el astro, sin andar lo demás del camino? Despacio o de prisa su órbita (!) tenía que trazarla para llegar a Occidente. Pero eso le pasa también al genio que se muere, y al joven, y a todos; llegan a Occidente también, recorren toda su órbita, sólo que de prisa; se cae -el joven- desde el cenit, supongamos, en el ocaso. Pero recorre toda la órbita (!). Lo que el poeta debió decir (mejor era callarse) es que el astro no llega a Occidente de prisa y corriendo, sino por sus pasos contados.

Pero, en fin; lo peor es llamar órbita a eso.

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Afortunadamente, no todos los españoles tienen esa idea de la órbita; y así, por ejemplo, el distinguido antropólogo Sr. Salillas, que se mueve en la suya, en su órbita, alrededor de la ciencia, con gran modestia y prudente acuerdo, nos compensa, en parte, de los muchos disparates que escriben poetas ilustres, próceres insignes y chicos desaplicados.

El Sr. Salillas es médico y es criminalista, desde el punto de vista de la antropología. Su último libro, primero de la serie acerca del delincuente español, trata del lenguaje especial, de la lengua aparte de los pícaros y carne de presidio. Es un estudio muy serio, muy pensado, lleno de exquisita información, de primera mano; muy original, muy útil. Útil para el antropólogo, para el criminalista, para el sociólogo de la vida española, para el filólogo, para el literato y... para el curioso lector.

No se puede pedir más.

*  *  *

Lo que no me gusta es que el Sr. Bremón, víctima, más o menos sincera, del jingoísmo intelectual, diga, para alabar a Salillas, que no es uno de esos sabios que todo lo aprenden en libros y revistas extranjeros.

Naturalmente, cuando se trata de estudiar, de primera mano, cosas de España, hay que aprender en España la primera materia, el objeto del estudio. También los extranjeros, cuando estudian directamente cosas españolas, las estudian en España.

Pero los principios de las ciencias y de la filosofía, según sus actuales progresos, ¿dónde quiere Bremón que los estudien los sabios españoles sino en lo extranjero? ¿Hasta cuándo hemos, digámoslo así, de imitar al avestruz en eso de huir del peligro de nuestra épica ignorancia, cerrando los ojos a la realidad, negando esa ignorancia?

Bien se conoce que Bremón, según él confesó varias veces, v. gr. al hablar de la muerte de H. Taine, no es ni siquiera aficionado de ninguna filosofía ni ciencia. Si no, ya vería que es imposible aprender algo serio, de lo que hoy se sabe en las altas esferas intelectuales, sin salir de lo español, sin acudir casi exclusivamente a lo extranjero.

Oiga Bremón. En el Anuario, de 1895, de Psicología fisiológica, de París, en el índice de la tabla bibliográfica de obras recientes, relativas al asunto del libro, figuran más de mil autores. ¿Cuántos españoles? Uno. Ramón y Cajal. Allí hay Pérez, López, Antón... pero son franceses o alemanes. Lo que hace falta no es meter la cabeza en la arena, sino crear un verdadero ministerio de Instrucción Pública en que, con valor, se gaste una considerable parte del presupuesto.




ArribaAbajo13 de agosto, 1896

En otra ocasión he dicho ya, en una de estas revistas para Las Novedades, por qué en España, en la pobreza actual de producción literaria, se necesita, por excepción, mezclar las cosas, y hablar, a veces, en revistas de mera literatura, de libros y autores que caen, en rigor, bajo la jurisdicción de la ciencia. No he de insistir hoy en el tema entonces tratado, y paso, sin más, a anunciar un libro interesante... no literario, sino científico. Se titula El individuo y la reforma social; su autor es el Sr. Sanz y Escartín, uno de los pocos hombres estudiosos en serio que tenemos. El género de ciencias que cultiva, haciéndolo como él lo hace, bebiendo en variadísimas fuentes modernas, y además pensando por cuenta propia, es aquí cosa de muy pocos. Se distingue entre esos pocos el catedrático de Oviedo Adolfo Posada, infatigable vulgarizador de sociología y derecho político, sin dejar de ser investigador original y de veras científico. Su fama, con ser envidiable en España, es mayor en el extranjero, donde le acogen con gusto las sociedades sabias, se citan sus trabajos, se traducen sus libros y se le coloca a la altura que merece. ¡Caso raro! Dos asturianos notables hay en la actualidad de quienes se puede decir que más los estiman fuera de casa que en la Península: Posada y el célebre novelista Armando Palacio. (De su última novela Los majos de Cádiz, de que yo hablaré aquí, apenas ha dicho palabra la prensa madrileña.) Pero, volviendo al Sr. Sanz Escartín, diré que su labor es análoga, sin abarcar tanto, a la de Posada. El trabajo de Posada es menos político en la acepción de querer influir en la actualidad: es obra de profesor; el trabajo de Escartín es de batalla, de aplicación inmediata, a ser posible, o lo menos lejana posible. Escoge temas de interés palpitante, como se dice. Figura Escartín en la tendencia conservadora, pero en esa altura en que ya no se pueden aplicar con exactitud en la acepción vulgar los epítetos que sirven en la política: liberal, socialista, individualista, conservador, reaccionario, etc., etc. Sanz Escartín, en filosofía, se inclina mucho a los positivistas clásicos, aunque sin negar valor a las novísimas rectificaciones: pero en ciencia social saca consecuencias conservadoras... que también solía sacar el mismo Taine. Escartín da gran importancia a la vida ideal (religión, moral pura, arte, cultivo del espíritu, etc.) no muy seguro del valor trascendental de estas cosas, pero sí de su eficacia para el orden del mundo en lo que se refiere a la acción humana. Es un modo de tener fe en el ideal que acaso comparten hoy muchos sacerdotes... sin confesarlo. Yo no voy por ese camino. No quiero lo ideal para ir viviendo: lo quiero porque creo que es lo real, si no lo creyera, no lo adoraría, aunque se hundiese el mundo... ¡Valiente mundo el que no fuera un cosmos, un orden... divino! Pero si no con todas sus ideas, simpatizo sobremanera con los nobles propósitos de este pensador y erudito, con su sincero amor al estudio y a la sociedad, cuyo bien procura. Es de la élite de nuestra juventud (ya va siendo ex-juventud) estudiosa. Tiene, amén de los intrínsecos, el mérito comparativo de los brillantes, que más que porque deslumbran, valen porque son pocos.

Varios son ya los libros publicados por Escartín: alguno de ellos ha llamado mucho la atención; pero la obra que ahora publica es, de todas las suyas, la más importante por su mayor vuelo, por su carácter sintético. El individuo aparece estudiado como agente libre (por lo menos de aparente espontaneidad, de acción discreta no continua) de la vida social. Escartín no es, al parecer, de esos regeneradores de antiguas sociolatrías (v. gr. la de Comte, la de Hegel, etc.) que llegan a ver hasta soluciones metafísicas, como en parte Fouillée, y más claramente Roberty, en una concepción social, ante todo, de la realidad. Escartín va por camino más llano, tal vez más seguro. Esa acción del individuo la va estudiando en la vida toda: el trabajo, en general, la especificación económica (trabajo económico, ahorro, capital, propiedad; clases sociales, sus religiones, etc.) y después se eleva a la acción moral individual (ciencia, moral, enseñanza, arte, religión) y concluye por ver en el progreso, ley, de vida social, una labor continua, en que si la voluntad hace mucho, el elemento intelectual tiene el más importante papel.

No puedo yo aquí entrar en más pormenores. ¿Apruebo todas las ideas de Escartín? No; aplaudo muchas, y alabo con calor el espíritu prudente, el oportunismo de muchos episodios, la buena ocurrencia de valerse de fuentes modernísimas y de muchas y muy diversas clases; elogio más que nada la tendencia noble, seria, caritativa, anti-utópica. Ya lo he dicho: ningún espíritu superior de veras y culto en grado notable va hoy tras la utopía, que es siempre una digestión precipitada.

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Rodríguez Marín es un literato andaluz de la mejor cepa; ama el arte; tiene gusto; el don de la lengua castiza, en prosa y en verso; es erudito de veras sin asomos de pedantería; sigue, más por influencia natural del mucho trato que por imitación, a los hablistas del siglo de oro, y además siempre pone sustancia en lo que dice. No será poeta en el sentido en que lo son tan pocos, pero es un notable artista de la palabra noble española en verso y prosa. Vivió primero en Osuna (antes estudió, creo, en Sevilla, y no sé si en Madrid); fue discípulo y amigo del célebre García Blanco (no confundirlo con el P. Blanco y García), maestro insigne de hebreo; y fueron los primeros trabajos de Marín, investigaciones filológicas y folklóricas, y versos bonitos, sueltos y alegres, y... palos muy bien dados a la parte flaca de la Academia de la Lengua. Después se fue a vivir a Sevilla, donde tiene bufete de abogado y trato con las musas y casa puesta en las bibliotecas. Es ya uno de los eruditos más famosos de las orillas del Betis, cuyas márgenes de tanta retórica y poética fueron testigos.

Los Madrigales es uno de los libros recientes de nuestro simpático y lozano andaluz. Primero copia modelos del género, de, poetas antiguos; y después nos da los propios poemas, que no van desairados por ir cerca de los otros. En rigor esta es poesía de imitación, pero de una manera y de una cosa que elevan el mérito del trabajo. Imitar bien, como Rodríguez Marín, la forma poética de nuestros buenos poetas ya clásicos, es ser original por la dificultad grandísima del empeño.

Refranes del Almanaque es un trabajo en que el mismo escritor muestra, como tantas veces, erudición de primera mano y el arte de escoger materia útil y que a muchos puede interesar.

El laborioso literato, después de esos dos libros, todavía nos ha dado otro, hace pocos días.

En dos tomos elegantes, lujosos, de mucha lectura, publica, a expensas del marqués de Jerez de los Caballeros, la segunda edición de las Flores de poetas ilustres ordenada por Pedro de Espinosa, antequerano. El malogrado y muy discreto y erudito don Juan Quirós de los Ríos había dejado incompleto el trabajo de dirigir y anotar (primorosamente) esta esmerada edición de Espinosa, y Rodríguez Marín continúa y termina la labor difícil y meritoria de su amigo, ya muerto.

Se debe recomendar esta obra... porque es obra de caridad el comprarla, toda vez que el producto de la venta se destina a aliviar la pobreza en que quedó (la historia de siempre) la familia del señor Quirós de los Ríos, literato, como la mayor parte, que no tuvo nada de hormiga. Pero es claro que yo no aconsejaría esta obra de caridad, en cuanto crítico, si no pudiera, en conciencia, añadir, que se trata de un libro excelente. ¡Ya lo creo! Juntos, en jardín amenísimo, pájaros de tanto mérito como Góngora (el gran Góngora), Argensola, Quevedo, Arguijo, Lope... etc., etc. conque digo, ¡si la orquesta será agradable!

Leed, leed libros clásicos, versos de antaño y el gusto se depurará... y no llamaréis poetas a muchos que por tales pasan ahora, pese a su ignorancia, sus disparates y su falta de sustancia y de buenas formas.

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Menéndez y Pelayo, infatigable, continúa, entre mil empresas literarias, su tarea de ilustrar con eruditísimos, interesantes y bien pensados y aun mejor escritos prólogos la Antología de poetas líricos castellanos que tiene en publicación la acreditada y benemérita Biblioteca clásica.

El tomo VI de la Antología no contiene versos de poeta alguno; todo él es prólogo, y Menéndez estudia en tan largo y concienzudo escrito la poesía política en tiempo de. Enrique IV, y otras muchas cosas todas de exquisita ciencia y de primor literario. Llaman la atención particularmente el capítulo de Jorge Manrique, cuyas célebres coplas el crítico pone sobre su cabeza; y el cuadro en que se examina, en resumen magistral y originalísimo, el estado de la cultura española en tiempos de los Reyes Católicos. Ni un solo crítico, de los sonados a lo menos, y en publicación muy leída, ha dicho palabra de libro tan importante por su excelencia intrínseca, por el nombre del autor, la novedad de mucha parte del contenido y la importancia general del asunto. Yo aquí, aunque mi competencia me autorizara a ello, no podría, por falta de espacio, ir más allá de este anuncio, esta justa alabanza y consejo al lector de que saboree el último portento de nuestro primer crítico de historia literaria española.

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El teatro en verano se declara en España, cantonal; y se van las compañías, no en malos carros, por esas provincias de Dios; donde no siempre gusta lo que en Madrid se aplaude; y viceversa, es decir, no siempre desagrada lo que en Madrid se silba. Lo cual, por cierto, le parecía un escándalo de insubordinación estético-administrativa a un funesto empresario, de cuyo nombre no quiero acordarme... por ahora.

Quédale a la corte, amén de las Cortes abiertas, este año, el teatro, o mejor, los teatros de verano. Predomina en ellos la zarzuela ligera, alegre; cuando puede, graciosa: y con ella alterna el sainete, que de tarde en tarde es digno de la buena tradición del género.

Arniches y Lucio acaban de estrenar, con peor éxito que suelen, Las malas lenguas. Estos autores muchas veces aciertan, y si bien se imitan a sí propios a menudo, en competencia con otros varios imitadores, algunas de sus obritas tienen gracia verdadera, miga y cierta frescura y novedad.

Burgos, el ilustre sainetero, el autor de los incomparables Valientes, sigue triunfando con Las Mujeres, zarzuela de más fama, a mi juicio, que mérito; aunque alguno tiene, sobre todo en una escena muy natural y salada entre un marido que amaga y no da y una esposa que hace del marido lo que quiere.

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El Imparcial, en una nueva sección de sus Lunes (Tribuna literaria) pregunta a los literatos si debe crearse un teatro libre (?) en Madrid. Hasta ahora han contestado: Echegaray... que lo esquilen; Pereda -en pocas y buenas palabras- que sí; Blasco que sí, Clarín que sí y Zeda que sí... si tal y cual. No necesito ya decir mi opinión. El asunto promete y hablaré de él largo y tendido.

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De dos libros pienso tratar con extensión, otro día; los dos son españoles, en parte, por el asunto, y extranjeros por su respectivo autor. Se trata de una traducción inglesa del Quijote y de un estudio acerca de D. Juan Tenorio.




ArribaAbajo17 de septiembre, 1896

La mayor parte de nuestros literatos parece que no tienen verdadera vocación, que escriben por el éxito, por el interés o la fama, no porque les sale de dentro, porque no pueden menos. Los hay, muchos, que si les dan un buen destino ya no vuelven a sentir el furor pimpleo... hasta que quedan cesantes. Para muchos literatos nuestros, la literatura no es más que un sucedáneo de la oficina o de la política. Hacen comedias o novelas... cuando no son, v. gr., Consejeros de Estado. La inspiración a falta del expediente. El secreto, a mi ver, está en que muchos escritores no lo son más que por vanidad de joven, primero, y después por recurso, como por vía de propedéutica... para conquistar una posición. Muchos hay que en cada poema envían un memorial a la fortuna, personificada en un personaje, un partido, una preocupación social triunfante, etc., etc. Poeta hay que escribe, por ejemplo, un tomo de Soledades que debiera titularse Solicitudes.

No es buena señal que la falta de público, de buen éxito económico, etc., etc, hagan a un artista abandonar su vocación. Tal vez no hay tal vocación.

Cada pocos días se muere un político, un funcionario público del cual se dice en los periódicos: «No escribía hace veinte o treinta años. Dejó el trato de las musas desde que entró en la Deuda, v. gr...».

Sin que esto sea juzgar el mérito literario del escritor que me sirve de ejemplo, recordaré que hace muy pocos días murió don Mariano Cazurro, que hace treinta años escribía mucho y ahora sólo trabajaba en la oficina.

Esta literatura sucursal de los ministerios nunca me ha ido simpática y sí muy sospechosa.

Acaso la falta de sinceridad, franqueza e independencia de que se han resentido nuestras letras casi siempre, ha dependido en gran parte de estos lazos del covachuelismo y del parlamentarismo con las letras.

Como quiera que sea, no falta quien muestre la asiduidad de la vocación verdadera. Ejemplos ilustres de hoy, de ahora: Valera y Menéndez y Pelayo.

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Menéndez y Pelayo vale hoy más que nunca; su ciencia y su experiencia han ido creciendo, naturalmente; sus juicios de personas e instituciones están hoy más fundados que hace veinte años en sólida sabiduría, y además obedecen mejor al freno de la prudencia. También la fama y el crédito del insigne crítico son, entre los eruditos, mayores que nunca; pero el público grande, que sólo se admira de lo maravilloso, ya no atiende a la gloriosa carrera del profesor ilustre con la entusiástica asiduidad de otros días, porque Marcelino ya no es el niño monstruo, el portento de veintiún años; sino un gran sabio que llega a los cuarenta otoños, más cargado de ciencia cada día, pero que en fin ya no tiene veintiún abriles y ya no es un caso inaudito de precocidad. Afortunadamente, Menéndez trabaja por amor al arte, y hoy no es menos concienzudo y constante en su labor, aunque comprenda que en sus estudios de especialista no puede seguirle el público que forma una muchedumbre. Le importa poco esto, y hasta él mismo ha dicho que esta relativa soledad en que el erudito se queda, vigoriza el ánimo, depura la intención. Por todo lo cual, lejos de desmayar, como otros, y echarse a dormir sobre su antigua popularidad, cada día nos da nuevos productos de su ingenio y laboriosidad, enriqueciendo así el caudal de nuestra ciencia crítica, bien escaso por cierto.

El último libro de Menéndez es el tomo VI de la antología de poetas líricos castellanos. No contiene el volumen más que la continuación del famoso prólogo de nuestro sabio; prólogo que viene a ser la historia de nuestra poesía lírica. No recuerdo si en mi revista anterior (que aún no ha llegado impresa a mis manos) analizaba ya esta obra admirable de Menéndez; por si acaso, y por miedo de repetirme, diré sólo de ella que instruye, deleita y hace reflexionar; ejemplo de esto último lo tenemos en un artículo de Valera publicado en El Liberal, artículo en que con motivo de alabar el magnífico capítulo que Menéndez dedica a la cultura española en tiempo de los Reyes Católicos, el autor de Pepita Jiménez declara que no se explica el gran renacimiento de España en aquel reinado, después de tanta miseria y decadencia y corrupción que parecía incurable.

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Sí; Valera se ha dedicado a pensar alto, en los periódicos populares, y hace bien. En España, lo he dicho mil veces, es necesario que los más empingorotados escritores se dignen hablar con la multitud, no en libros y revistas que leen pocos, sino en hojas diarias, callejeras. Valera enfermo, anciano, triste, lucha con el dolor a fuerza de actividad intelectual, y no desdeña las columnas de El Imparcial y de El Liberal para tratar de asuntos filosóficos, políticos y literarios. Si los pocos escritores buenos y de veras ilustrados, con que podemos contar, imitaran a Valera, gran servicio prestaría la prensa popular a la cultura del país.

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El teatro libre es uno de los temas a que el autor de Asclepigenia está dedicando su atención y su elegantísima pluma.

He tenido el honor de que don Juan se dignase discutir conmigo acerca de este asunto, si se puede llamar discusión a sostener ideas semejantes con nombres diferentes. Yo deseo (no espero) un teatro particular, artístico, de invitación, de ensayo; obra de un esfuerzo colectivo de autores, críticos, actores, pintores, arqueólogos, aficionados, corporaciones literarias y artísticas, etc., etc., y, por vía indirecta, con un poco de auxilio del gobierno. Valera llama a lo que él quiere teatro de lujo, teatro modelo. En el fondo lo que pedimos (y esperamos que nos den) es lo mismo.

Otros escritores consultados, hombres o mujeres, no sólo de más mundo que yo, sino de más mundo que Valera, que lo tiene todo, nos han llevado la contraria, dejándonos por inocentes, ilusos y visionarios. Ellos, o ellas, más prácticos, han descubierto el Mediterráneo de nuestra flojera moral, han descubierto los obstáculos con que el teatro libre tropezaría aquí. Vea usted. ¡Y nosotros que no sabíamos nada! Bremón, doña Emilia Pardo, y otros espíritus predominantemente positivos no creen, ¡son tan largos!, que se pueda hacer aquí en materia de teatro de lujo o de ensayo nada de provecho. Estos linces no se han fijado en que Valera habla por lo utópico, pidiendo una de cotufas en el golfo que hacen casi humorístico su proyecto. Y ya lo dice él: En principio podemos pedir todas estas gollerías. Por lo que a mí toca, básteme decir, que habiendo sido el primero que en El Imparcial expuso un proyecto de teatro de ensayo, tuve buen cuidado de advertir al final de mi segundo artículo, que toda aquella Arcadia de poetas, críticos y cómicos trabajando unidos y sin interés, en pro del arte, era un sueño, legítimo sin duda. Soñemos, alma, soñemos, decía yo, con palabras del gran soñador Segismundo. De modo que después del tono de los artículos de Valera y el de los míos, las ideas prácticas y pedestres de la Pardo y el Bremón no pueden resultar más graciosas por lo ridículo de la lección experimental que pretenden darnos.

¡A buena parte vienen a querer demostrar que la vida literaria en España es pobre, perezosa, incapaz de grandes empresas! ¿No han visto en el fondo de nuestros desiderata la intención satírica? ¿No han visto, entre líneas, el contraste de lo que pedimos y de lo que hay? ¿Quién se iba a fiar de la mayoría de nuestros hombres (y mujeres) de letras... y artes, si entre ellos existen tantos espíritus adocenados y aviesos como el de los positivistas preopinantes?

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Como ya no hay espacio para hablar de los libros extranjeros a que aludí en mi última revista, me contentaré con anunciar un tomo de cuentos populares publicado hace poco en Madrid con gran aceptación y lisonjero resultado en la venta.

La gracia del libro consiste en el primor con que están redactados muchos de los cuentos y chascarrillos que, por lo demás, son casi todos muy conocidos. Fulano, Mengano, Zutano y Perengano figuran como autores, y firman con estrellitas. A pesar del anónimo, bien se ve que el autor de la Introducción y el que firma con una sola estrella son una misma persona y un solo escritor correcto, castizo, elegante y de rica fantasía. Los demás procuran imitarle, pero algunos pecan de incorrectos (** y ***) y su desenfado no siempre es de buen gusto. Sin embargo, el conjunto del libro es muy agradable y el buen éxito ha sido de justicia.

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Nada de particular se anuncia para el próximo otoño, época del año en que, como dice bien Lombroso, la actividad intelectual suele excitarse y producir con abundancia. De Pereda nada nuevo se espera, que yo sepa, por ahora. Galdós, según he leído, nada tiene preparado para la escena, y tampoco sé de ninguna próxima novela suya. De Echegaray nada se dice; Campoamor, con derecho a descansar, lleno de gloria y de años, calla; Núñez de Arce no publica ni siquiera sonetos medianos: latet in herba. Et sic de los pocos caeteris que podía ir nombrando.

En cuanto a los cómicos y empresarios, siguen como siempre. Mario, el más desinteresado y amigo del arte, a mi ver, no puede reunir un cuadro completo, por culpa de las pretensiones de unos y otros. La Guerrero, mal aconsejada tal vez por personas a quienes ella debe gran respeto, pero que la crítica tendrá al cabo que sacar a relucir con todos sus inconvenientes, la Guerrero, digo, no acaba de llevar a su teatro lo que necesita. Necesita a Vico y necesita alguna actriz que pueda acompañar dignamente a la simpática María.

En fin, yo no espero grandes cosas en el teatro; pero mi buena voluntad me hace desear que en la temporada próxima se descubra algún otro Juan José para los aficionados; que bueno es que alguien goce.




ArribaAbajo22 de octubre, 1896

Los dos libros, de extranjeros, pero dedicados a asuntos españoles, de que yo pensaba hablar a los lectores de Las Novedades, según anuncié en una de mis últimas revistas, son la nueva edición de la primera traducción de El Quijote por Shelton, con una sabia y elegante introducción de Jaime Fitzmaurice-Kelly, y el Don Giovanni de Arturo Farinelli.

Pero, por no dejar atrasadas materias de más reciente actualidad, no me es posible dedicar a las citadas obras el espacio que me proponía y que merecen.

Con gran lujo, una casa editorial de Londres publica, bajo la dirección de ilustre crítico, versiones clásicas de los más insignes escritores europeos de fama ya universal y acrisolada por el tiempo. Tres tomos de esa biblioteca han sido ya dedicados a escritores españoles; el primero contenía La Celestina y los otros dos abarcan la primera parte de El Quijote publicada en inglés en 1612 por Shelton. En la Introducción, sabrosa y erudita, de Fitzmaurice-Kelly, puede verse cuán excelente intérprete encontró Cervantes en la Gran Bretaña, y cuál fue el esmero y la conciencia escrupulosa con que la traducción se hizo.

Entre los muchos puntos interesantes que el muy ilustrado hispanófilo trata en su trabajo crítico que sirve de prólogo, merece notarse el referente a la posible, y para algunos probable, lectura de El Quijote por Shakespeare, lectura que, de existir, tuvo que ser mediante esta traducción de Shelton. La hipótesis de que cierta obra dramática en que Shakespeare colaboró, está tomada de la novela episódica de El Quijote titulada El curioso impertinente, adquiere mayor fuerza con la admisión de esta conjetura relativa a las relaciones del espíritu del primer escritor inglés con el del primer escritor español.

Más agradecida de lo que se muestra debiera manifestarse la crítica española a todos esos ilustres extranjeros que consagran a la resurrección de nuestras glorias literarias atención, cuidado, talento, tiempo y dinero. No he leído nada de la prensa de mi tierra en alabanza del señor Fitzmaurice-Kelly, que tanto trabaja por el triunfo de nuestra literatura clásica. Por lo mismo, y por vía de indemnización, en lo poquísimo que puedo, me complazco en repetir el anuncio y el elogio de su trabajo, de que ya hablé en mi Revista Literaria de El Imparcial de Madrid.

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Arturo Farinelli es todo un sabio, de menos de treinta años. Creo haber hablado ya de este italiano injerto en alemán a los lectores de Las Novedades, y no insisto en los datos biográficos.

Sus amores artísticos son las letras españolas, no las contemporáneas, por supuesto; y su especialidad lo que puede llamarse estudio de las influencias de país a país. No es literatura comparada, es análisis de las relaciones de espíritu nacional a espíritu nacional.

Esta clase de investigaciones las cultiva con predilección el historiador moderno, porque son fecundas en hallazgos interesantes para la explicación de la vida moral, económica, religiosa, artística, etc., de cada pueblo. Sea por el principio de imitación, según Tarde, o de sugestión, según Guyau, o por natural coincidencia de fenómenos que obedecen a situaciones análogas, ello es que se notan relaciones, semejanzas, influencias, según los casos, estudiando estos contactos, roces y compenetraciones de pueblos y pueblos. Ihering, nada más que para estudiar a fondo, de veras, el derecho romano, llegó a remontarse, por un lado, a las más altas especulaciones de filosofía jurídica, y por otro al examen conjetural y paciente de los orígenes históricos de las razas más antiguas que podemos en parte conocer. Como este ejemplo, pudieran presentarse muchos. Aunque sea para recabar originalidad y espontaneidad para determinado grupo étnico, es hoy indispensable el estudio de grupos anteriores, colaterales, etc.

En la literatura, aunque sea de épocas modernas, los trabajos de este orden son ya también indispensables, y no poco fecundos en enseñanzas serias, sólidas. Como el profesor de Insbruck, Pastor, en su notable Historia de los Papas estudia con atención y prolijas informaciones la vida de los alemanes en Roma, Croce trabaja en las relaciones de las letras españolas e italianas, y en este trabajo le acompaña, y a veces corrige y completa, Farinelli; que también tiene preciosos estudios de las relaciones entre la literatura alemana y la de Italia.

El Don Juan del sabio residente en Insbruck es un libro originalísimo, revolucionario a su modo, y de una erudición abundante y segura, de primera mano.

No faltarán patriotas de las letras, de esos que todo lo quieren, con razón o sin razón, que censuren a Farinelli por su propósito de demostrar que Don Juan, en su origen, no es una creación española; que el símbolo moral que encarna viene del Norte, probablemente. ¡Qué inaudito atrevimiento! Según los que juzgan con la pasión, no con el entendimiento, será pecado, aunque se demuestre que es verdad, decir, como Farinelli, que don Juan no es sevillano, ni es Mañara, ni es de los Tenorios de Galicia. Los que quieran pelear contra este Héctor por el cuerpo de este Patroclo, reservándoselo a España, háganlo en buen hora, pero tiéntense la ropa primero y lean el libro de Farinelli, formidable fortaleza crítica que no se rendirá con frases huecas.

Lo que demuestra el autor de Don Giovanni de manera irrefutable, es lo poco y mal que se ha estudiado, lo mismo en España que fuera, la leyenda del Tenorio, a pesar de lo mucho que se suele divagar con tal motivo.

Uno de los aspectos del asunto que Farinelli examina con más detenimiento, competencia, erudición y originalidad, es el de don Juan en la música. Verdad es que Farinelli, a pesar de su modestia, es un especialista en estética de este arte y en su literatura.

En fin, el libro, tenga razón en todo o no, es de un maestro, obra de conciencia y; de paciencia.

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Ahora un paréntesis. Veo con mucho gusto, y cierta vanidad, que un día y otro periódicos y más periódicos de las repúblicas americanas, desde México a la Argentina, me honran copiando íntegras estas modestas revistillas literarias. Yo agradezco el honor aunque sienta que no prefirieran una colaboración directa, pagada; pero lamento que al copiar a Las Novedades, que es quien me paga, no declaren de dónde toman los artículos. Yo los escribo para el periódico de Nueva York exclusivamente; cónstele así a quien hace el correspondiente desembolso.

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Una lección breve y muy cortés le da en El Liberal el Sr. Valera a un señor Murguía de Galicia, regionalista de esos que quieren sacarle al campanario de su pueblo más punta de la que tiene. Este regionalismo de las medianías provincianas que, por no haber podido ser nada de león, quieren dar a la cabeza de ratón una importancia que no tendrá nunca, merece correctivos algo más fuertes que el aplicado al Sr. Murguía por el Sr. Valera.

Ese señor Murguía puede juntarse, si no se ha juntado ya, con un señor Brañas, otro regionalero gallego, empeñado en hacerse un pedestal, de la muiñeira. Todos nos conocemos, y nunca faltarán Clarines para decirle estas verdades amargas a esos simoníacos del santo y religioso amor de la patria chica. Y no me vengan con teorías ni con venerandas tradiciones; no se trata de eso, sino de ellos, que son muy poca cosa. No hay razón para que, por amor a Galicia, a Cataluña, a Valencia, a Asturias, etc., pasen por cuartos los que, en la cotización de las letras nacionales (no madrileñas) no pueden ser más que ochavos.

Los eruditos de ropa vieja dan muy mal ejemplo metiendo en docena, por el gusto de mostrar muchos documentos, a medianías oscuras de antaño o de hogaño. Hay personaje por esos mundos, que no tiene esperanza de que hable de él jamás la crítica de actualidad, pero que aguarda verse en una lista de autores en las obras de algún erudito de esos que se pasan la vida descubriendo a Juan Fernández.

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Teodoro Cuesta, para mi gusto el mejor poeta del bable (lo que es poeta, tal vez el único), no supo, mientras vivió, de estas vanidades de reivindicaciones literarias regionales.

La modestia que Valera, en reciente artículo, atribuye a la literatura bable, no sin razón, fuera de ciertas excepciones, está concentrada en Teodoro Cuesta, que manejó su instrumento sin pretensiones filológicas, sin aspiraciones de regionalista no comprendido, ni nada de eso. Ni siquiera disputaba cuando un pseudo-filólogo de los que quieren hacer conservas del dialecto asturiano, le decía que sus versos no eran verdadero bable, de la Academia de Morcín, como si dijéramos. Teodoro escribía porque sí, ya porque le salía de dentro, ya porque se lo pedían; y escribía como oía que hablaban los aldeanos, los paisanos, cuya vida había estudiado como observador poeta. ¿No era aquello bable? Bueno, pues, al reor d' Uvieo, hablaban así.

Algunas de las publicaciones de Cuesta acaban de coleccionarse en un tomo que lleva un prólogo de Alejandro Pidal. No recomendaré la compra de este libro a quien no haya vivido en Asturias, ni visto ni oído a sus aldeanos, ni pueda penetrar toda la gracia y picardía bonachona de este bable al aire libre; pero a quien esté en circunstancias de saborear la expresiva malicia inocentona que en el bable se esconde hasta en las contracciones, en las corrupciones fonéticas, y que vive más holgadamente en giros y modismos; al que llegue a comprender lo que es chistoso, o tierno, o irónico, por ser bable; al que sepa despreciar la poesía falsa del bable artificioso en que lo asturiano es caricatura ridícula y no pasa de la sintaxis y de la fonética; a ese le diré, bajo mi palabra de honor, que el libro de Cuesta, con faltarle mucho Teodoro, el más vivo, es el libro más característico, no de la literatura bable, que en rigor apenas la hay, sino del particular matiz del genio popular español encerrado en nuestros valles y en nuestras montañas.

La gran desigualdad que se nota en la facilísima musa de Teodoro, hace que muchos no aprecien lo bueno por fijarse demasiado en lo escrito de prisa, por encargo importuno y sin inspiración verdadera. Pero este defecto, muy general entre los poetas muy fecundos, ¿no ha engañado a ciertos críticos superficiales del mismísimo Zorrilla?

A Teodoro se le puede defender, en cuanto poeta de verdad (no por ser tuerto en tierra de ciegos; no en gracia del bable y de la región), reduciendo el análisis de su producción a sus poesías selectas. No me refiero precisamente a las ahora reunidas, colección en que para nada intervino el criterio según el cual yo llamaría selectas a determinadas composiciones de Teodoro.

De todas suertes, aunque


ni estén todos los que son
ni sean todos los que están



los mejores versos de Cuesta, este tomo que publican sus herederos debe ser leído por todos los asturianos que tengan un poco de afición a la poesía, o por lo menos a la tierra.




ArribaAbajo3 de diciembre, 1896

Hace tiempo que en estas revistas para Las Novedades de Nueva York no se habla de autores americanos. No es porque dejen de llegar a mi poder cada lunes y cada martes libros y revistas de allende el Atlántico. Yo agradezco a esos ilustrados escritores que se acuerden de este humilde revistero, tan apartado de ellos por tantas leguas y por tantas diferencias, que engendra, principalmente, la diversidad de circunstancias; agradezco sus recuerdos, pero no puedo pagárselos con un examen singular de cada libro. Para eso no tengo tiempo, no tengo espacio. De vez en cuando procuro pagar, si no toda mi deuda americana, parte de ella, y hoy es uno de esos días. Espere España y trátese de América... o a lo más de americanos que escriben en nuestra Península.

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Entre los últimos papeles recibidos predominan, como suele acontecer, los versos. Una juventud llena de entusiasmo, peor o mejor dirigido, continúa cultivando, con fe envidiable, el noble endecasílabo castellano, no el de gaita gallega, a Dios gracias; y publica estrofas y más estrofas en revistas muy bien impresas y en elegantes, a veces lujosos volúmenes. No todo es rematadamente malo; pero sí me atrevo a asegurar que, aun en los que muestran buenas disposiciones, hay cierto engouement modernista, imitación casi siempre de la juventud francesa más exagerada, y outrancista, diría, si no fuera barbarismo censurable.

Los jóvenes versificadores americanos ya no imitan a Zorrilla, ni a Espronceda, ni siquiera a Bécquer. Algún día había de acabar eso; pero tampoco, por lo general, imitan a Campoamor, sugestivo como él solo para imitadores, ni siquiera a Núñez de Arce, que algo se parece a ellos en la de tener menos fondo que esculturales apariencias, las más veces. No; «nada de lo español nos incumbe», parece ser la consigna ahora entre la juventud americana; y, como imitar hay que imitar, se buscan modelos en París, principalmente.

Como pedrada en ojo de boticario les ha venido a muchos la especie de débacle lírica que reina y no gobierna en Francia a estas horas. Yo recuerdo haber leído en uno de esos jóvenes revolucionarios y redentores (cuando yo leía estas cosas: confieso que me he cansado y me he vuelto a mi Homero) que la poesía está hastiada de ser occidental, de empeñarse en tener sustancia, en proceder por nociones, juicios y raciocinios; que ahora iba a ser hebraica, o cosa así, a gastar todo el calor natural en exclamaciones, llegando, a ser posible, a la glosolalia. Nadie, que se estime, debe aspirar más que a expresar emociones, de ningún modo ideas. Un poema que con una interjección pudiera expresar el estado del alma del poeta sería el perfecto. La poesía de los tembladores, de los inspirados balbucientes y hasta tartajosos... ese es el ideal.

¡Mal año para él! La poesía que se escribe bajo la influencia de ese canon parece toda ella... buñuelos de viento. Es un terreno fofo, en que no se puede sentar la planta. También contribuye algo a malear los partos de esos ingenios noveles el espíritu de irreverencia que cunde por todas partes y que tiene su núcleo en los reformadores franceses, imitados hasta en eso.

Cualquier chiquillo de dieciocho años, a veces de menos, se cree autorizado para soltar la sinhueso, sin estudios de preparación, sin conocer los secretos de la lengua, la gramática general, la retórica, la dialéctica; sin haberse nutrido con la lectura, la meditación y hasta la admiración de los clásicos así españoles como ingleses, franceses, alemanes, italianos, griegos y latinos. De todo eso se prescinde, y con llenarse la boca de Verlaine, Mallarmé y hasta Moréas y nombres así, ya se creen unos estetas. ¡Y qué prurito de teorías, de crítica reformista y modernísima!... Parece que están sacando el mundo de la nada, y que han perdido la memoria.

¡Poética! La humanidad lo ha sido infinitamente en lo pasado: y no es seguro que lo sea más, ni tanto, en lo porvenir.

Imaginar; fingirse cielos, infiernos; amar, anhelar, llorar... el hombre histórico ha sabido hacer todo eso maravillosamente.

Olvidar lo pasado, en poesía, es no ser poeta de este mundo...

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El Sr. Chocano, poeta joven y entusiasta, de Lima, me escribe en su periódico La Neblina, y en carta particular, invitándome a dejar mis ideas reaccionarias, a ser modernista, de lo que me cree digno porque, según él, soy imparcial y tengo otras cualidades dignas de elogio. Muchas gracias. No merezco las alabanzas, que estimo, ni merezco ser decadentista.


Lástima que este moro no se salve



me viene a decir el autor de Iras santas. No me salvaré, porque creo en nuestro antiguo paraíso de las musas clásicas.

Se quiere que fustigue a los poetas decadentes, pero que respete y admire la doctrina. ¡Pues si la doctrina es lo peor!

El pecado original en todas esas tentativas desmañadas de poesía nueva, es la afectación ergotista. No quieren que sus versos tengan ideas, y... cada tomito que publican necesita puntales de estética gárrula, descomunal y paradójica, irreverente y desordenada.

No, no me arrepentiré. Amo el progreso en las cosas que, para mejorar, lo requieren; no soy progresista en punto a lo eterno, a lo que posee en su perfección sustantiva la serenidad invariable. La poesía, en cierto sentido, no progresa. No hay poeta que se pueda decir superior a Homero. Progresan ciertos elementos accesorios que rodean, muy de cerca, a la poesía; pero su llama pura, su quintaesencia varia, vive... no progresa. No progresan las ideas madres. Et nunc et semper.

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Nada de esto impide que el mismo señor Chocano, muy joven creo, tenga ciertas condiciones recomendables de escritor en verso. Conozco de él un tomito de poesía titulado Desde la aldea, otro, de 1895, que se llama Iras santas y el que acaba de publicar ahora y que representa un verdadero progreso en sus facultades.

Por fortuna, el Sr. Chocano no es tan modernista, o como ellos lo llamen, en sus versos como en sus teorías y en su revista. Si el simpático poeta de Lima, que habla en verso noble y armonioso naturalmente, lo cual no es poco, abandona del todo preocupaciones escolásticas y tendencias de penúltima moda, llegará a haber en él cosa bastante mejor que un sinsonte con plumas de pavo real decadente. Pero La Neblina debe disiparse, o cambiar por completo.

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¡La moda! Esta es la madre del cordero. Los innumerables escritores americanos que imitan a los jóvenes de cierto estilo parisiense, no son ni más ni menos que sietemesinos provincianos, petimetres exagerados, como los gomosos, casi desaparecidos, de la indumentaria.

Los griegos, los clásicos no conocieron la palabra moda. Yrmos, que hoy se emplea con ese significado, no lo tenía en el siglo de Pericles. Por algo ello.

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Recibo un precioso volumen, pequeño y elegante, publicado en Londres por Enrique W. Fernández, de Colombia. El libro se titula Versos.

No es uno de tantos productos insignificantes de la fecundísima y vulgar musa hispano-americana. El Sr. Fernández me parece libre del sarampión decadentista. Los azules (y ultra-violetas) que capitanea Rubén Darío (tal vez un gran bromista con buen oído) acaso encuentren anticuado y demasiado intelectual al autor de Versos. Yo veo que va por buen camino; si bien le convendría expresar más poéticamente ciertas ideas filosóficas y de observación interna. No tiene muy buen oído, en general, y algunos versos le salen duros y de difícil construcción. En este punto el Sr. Chocano puede darle lecciones.

Pero no hay en W. Fernández afectación, pretensiones de excesiva originalidad -y llamo originalidad excesiva a la que llega a ser original a costa de la naturalidad y la sencillez-. En fin, con sus defectos y todo, es un poeta simpático el Sr. W. Fernández.

Y basta, por hoy, de versos ultramarinos.

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Poco sé de novelas americanas de estos días. No creo que ninguna, después de aquellas que pueden llamarse ya clásicas, haya llegado a la categoría de obra maestra.

Durante la reconquista se titula una novela histórica que, con fecha de 1897, publica en París, en dos tomos muy lujosos, de más de 500 páginas cada uno, el señor don Alberto Blest Gana. Se trata de la reconquista de Chile. El señor Blest Gana debe de ser hombre de edad, pues dedica su novela a su esposa, que lo es hace cuarenta años. Supóngole, por consiguiente, más ducho y experimentado que yo, y reconozco que sus motivos tendrá para llamar reconquista a la independencia de Chile. Nosotros los españoles, venimos a ser los moros (aunque en la novela se nos llama godos); pero lo que no veo claro es por qué los chilenos del siglo diecinueve, se tienen por reconquistadores. Eso es considerarse más indios que españoles, en lo cual yo pienso que se equivocan. Opino que estos romanticismos etnológicos no son necesarios para explicar ciertos hechos consumados, que ya nadie discute. Pudieron los Borbones no portarse bien del todo con los americanos, sin que por esto, esos que se llaman Fernández, Gómez, etc..., como nosotros, tengan derecho a creerse más indios de lo que son en efecto.

Pero, sea lo que quiera de esto, la novela del señor Gana podía ser buena. No lo es, a mi juicio, porque el autor no tiene nada de artista. Todo aquello es pesadísimo. Parece cosa del señor Pirala. El Sr. Gana escribe muy mal; a ratos parece que se traduce a sí mismo del francés. Es incorrecto, no como él solo, sino como él...

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Y el señor Canals, autor del libro publicado en Madrid con el título de El año teatral. Este Canals, aunque chico de la prensa en Madrid, es natural de América.

De sus solecismos y barbarismos, que son como las estrellas del cielo por lo abundantes, hablaré otro día... si me acuerdo.




ArribaAbajo31 de diciembre, 1896

Distraída, fácilmente y como de soslayo, se nos muestra hoy la escasa atención que se presta a las cosas de la literatura en España. Si en algún tiempo tiene disculpa este desvío, es en circunstancias como las actuales. Tenemos dos guerras de muy mal carácter, entre manos; sangre y dinero, que se invierten, no en ganar tierras, sino en conservar las pocas que nos quedan de un dilatado imperio. No es, pues, extraño que el ánimo público carezca de la serenidad que se requiere para atender con intensidad y constancia a los asuntos del arte, que al fin algo tienen de juego como pensaba Schiller.

Algunos periodistas, ganosos, legítimamente, de atraerse al público, han inventado el recurso de hacer que la literatura de sus columnas tenga por asunto intereses relacionados con las graves cuestiones de patriotismo que hoy nos preocupan. El Liberal, por ejemplo, dedica números extraordinarios al Ejército, a la Marina, al empréstito de la guerra, a esta o la otra región colonial, actual teatro de luchas intestinas.

En general, es de alabar el esfuerzo de este periódico; y aunque ni por el sacrificio que su empeño supone, ni por la grandeza del objeto y utilidad del resultado, puede compararse lo que está haciendo con la gran obra de caridad por El Imparcial emprendida, todavía queda no poca gloria para quien consigue que contribuyan a excitar el entusiasmo patriótico multitud de plumas, bien tajadas unas, sin tajar apenas otras. (Porque no falta quien, al parecer, escribe con un palo.)

Pero como, si no todas, muchas cosas de este mundo tienen su pro y su contra, el esfuerzo de El Liberal, más bien de solicitud y celo que de sacrificios pecuniarios (pues es claro que colaboradores como Azcárraga, Weyler, Cánovas, Monescillo, etc., etc., no cobran sus artículos), digo que ese esfuerzo tiene como consecuencia algunos inconvenientes. Uno es obligar a escribir a quien no sabe. Y otro, obligar a escribir con pie forzado a quien suele escribir bien si se le deja libre.

Noto, en efecto, que se perjudica no poco a escritores notables quitándoles la libertad de elección; y el castigo de El Liberal por este prurito de importuna iniciativa, suele ser, como ya le tengo advertido, que estilistas admirables se conviertan en mediocres, cuando trabajan para esos números con pie forzado del popular periódico.

Además, esto de imponer materia, tela cortada, a los poetas, críticos, novelistas, etc., etc., es para ellos punto menos que humillante; es tratarlos como a especialistas de cualquier profesión en que no media la inspiración para nada. Se encargan a un zapatero unas botas en que se cuenta con los juanetes del parroquiano, pero no se deben encargar a Núñez de Arce versos que tengan por asunto la moralidad... o el empréstito de 400 millones.

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Y ¿qué diremos del empeño de que sean por fuerza escritores los que por costumbre y arte no lo son?

¿A qué viene pedir artículos sobre lugares comunes a Azcárraga, el diligente Ministro de la Guerra, a Weyler, a estos y los otros generales de división, a un director general, a un obispo, etc., etc.? ¿Qué necesidad tiene el mundo de saber que algunos de esos señores, que se distinguen mucho en el orden de actividad a que se dedican, cuando tocan a escribir no saben por dónde andan?

No es de ahora, ni sólo de El Liberal, este desatinado empeño de hacer un periodista de cualquier personaje que llama la atención, aunque sea, v. gr., en calidad de ilustre chocolatero, o por los muchos millones que tiene.

Estando, como sin duda estamos, amenazados de que el mundo se acabe, no por agua ni por fuego, sino por un diluvio de tinta; siendo, como es, cada día más necesario trabajar en los diques que contengan la inundación literaria, ¿a qué viene contribuir a que aumente el número de los escritores de afición, improvisados?

¿No hay bastantes solecismos en el mundo?

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El Liberal no respeta ni la edad decrépita.

Al mismo cardenal Monescillo le ha hecho escribir acerca de... la moralidad.

¡Y qué cosas dice el respetable Primado!

Créalo El Liberal: la literatura de los periódicos debe venir por aluvión, no por avulsión. Así, ahoga. Además, deben escribir exclusivamente los literatos. Y deben escribir lo que ellos quieran, no lo que les mande el director del periódico que les paga.

Si el generoso Mecenas de Cervantes le hubiera impuesto el asunto del Quijote, probablemente no sería español el mejor libro de la edad moderna.

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Del teatro no hay cosa importante que decir.

Vico, el inspiradísimo actor, no figura, al fin, en la lista de la compañía del Teatro Español. No hay, según mis noticias, que culpar a María Guerrero... ni a Vico. Hay que culpar a los hados.

Vico trabaja en Novedades, el teatro que es a los demás teatros lo que López Silva a los demás poetas... es decir, el teatro... de los barrios bajos; el teatro popular, el teatro del público de Madrid que tantas veces ha pintado Galdós con verdad, arte y complacencia.

En Novedades predomina el público de corazón: es el público de los melodramas que ya no se escriben.

Vico, según mis noticias, sigue siendo el gran actor de siempre: más viejo, pero tal vez más sabio.

Créalo Vico, créalo María Guerrero, créalo Fernando D. de Mendoza: hay que hacer los mayores esfuerzos para vencer todas las dificultades que se presenten, y conseguir que el año que viene Vico y María Guerrero trabajen en la misma escena.

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La Comedia estrenó una de Enrique Gaspar con muy mal éxito. Para pronto, se anuncia en este teatro, digno de buena suerte, aunque sólo sea por el celo y desinterés de Mario, su director y empresario, otra obra de Galdós, La fiera, y El Señor Feudal, de Dicenta. Yo, naturalmente espero más de Galdós que de Dicenta; pero a lo mejor resulta que el público me quiebra el juego.

Como El Señor Feudal caiga en gracia, poco le servirá a la Fiera ser graciosa.

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En el Español se representó La verdad sospechosa de Alarcón, y no faltaron críticos que aprovecharon la coyuntura para demostrar sus muchas letras y pocas aprensiones llamando a Alarcón jorobado y latoso. Ricardo de la Vega llamó tonto a Calderón; Arimón le tomó el pelo, como ellos dicen, y ahora Alarcón resulta, como ellos dicen también, latoso y tabarra... y... así se pierdan la lengua castellana y el sentido común.

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El último estreno de los teatros de verso ha sido Tierra baja, drama de Guimerá traducido del catalán por Echegaray.

La obra fue aplaudida y en ella se distinguió, de veras, Díaz de Mendoza, en un papel de hombre del pueblo.

Los críticos, y sus sucedáneos, no están de acuerdo al juzgar Tierra baja. Algunos se meten en unas filosofías topográficas que se entienden mal y se leen peor: no por nada, sino por lo mal escritas.

Parece ser que el primer acto y el segundo, o como decía un crítico, los dos actos primeros, gustaron más que el tercero.

Lo mismo sucedió con María Rosa, que a mí me gustó desde el principio hasta el fin. Sólo conozco de Guimerá Mar y cielo que no me entusiasma y María Rosa que sí me entusiasma. Es fácil querer ser naturalista en la escena; muy difícil serlo. Guimerá lo es, y como un maestro, en María Rosa. Ojalá de Tierra baja pueda decir lo mismo cuando la conozca.

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He recibido más libros de América; v. gr., una novela del señor don Federico Gamboa, de México, titulada Suprema Ley. Al señor Gamboa le sucede lo mismo que al autor de la novela chilena de que hablaba el otro día. ¿Sabe el señor Gamboa cómo escribe aquel señor?

Muy, mal.

Pues él, lo mismo.

Un botón: se trata de una joven que va a casarse muy pronto, con la anuencia de sus padres: «Clotilde le siguió sin vacilar y sin pudores». Bueno es que siga a un amante sin vacilar... pero ¡sin pudores!... a lo menos uno, ¡un pudor, el pudor! El pudor le gusta a todo amante aunque no sea «un burgués sin pasiones y de criterio mezquino» como llama el señor Gamboa a un señor Ortegal que considera caída y manchada a una señorita que pierde la honra.

«...y una noche, en la conversación que les permitían a solas, se hallaron entre los labios con el primer beso, y con el beso Clotilde se dio toda, ignorando cómo, agradeciéndole su desgracia por la incomparable felicidad que la tal desgracia le aportaba».

¡Aportaba!... Así escribe el burgués sin pasiones... y sin verbos. Créame el Sr. Gamboa, él aprendió a sentir como los artistas que no tienen el criterio mezquino, ni llaman... lo que es, a una Clotilde que se da toda, antes de tiempo; pero no aprendió a escribir como los artistas.

«-Yo los dejo que se las compongan como puedan, y sólo que resulten heridos llamo al gendarme».

Pues yo llamo a la policía de la Academia (de que es miembro c. el Sr. Gamboa) para que lleve a la cárcel ese: sólo que.

Podría yo aportar muchísimos solecismos y barbarismos, muchas frases de estilo ramplón y pedestre... pero basta con lo aportado.

Lo dicho. Suprema ley está muy mal escrita. Una novela es arte; y ese lenguaje y ese estilo no son de artista.

*  *  *

Un folleto lleno de versos, en muy mal papel, y con prólogo de un Sr. Penha, se titula Crisantemos y viene también de la América... latina.

El tercero o cuarto asunto es «Absalón».

No veo lo que Absalón pueda tener de crisantemo.




ArribaAbajo21 de enero, 1897

Son estas revistas puramente literarias, y por eso me abstengo de hablar en ellas de lo que es natural que ahora sea pensamiento principal de todo buen español, a saber, las delicadas cuestiones internacionales a que da ocasión la malhadada guerra de Cuba. Crece el deseo de tratar tal asunto, considerando que este periódico, aunque español, se publica en la ciudad más importante de esos Estados Unidos con quienes precisamente tenemos pleito pendiente, que ojalá acabe sentenciado por la razón, que es lo que nos conviene.

Mas si no cabe que yo entre aquí de frente en materia política, puedo, con toda legitimidad, referirme a la influencia que los actuales conflictos ejercen en la vida literaria; y puedo también decir algo de los efectos de unión política que debieran producir los innegables lazos que la lengua, la comunidad histórica, y el espíritu literario establecen entre americanos de nuestra raza y españoles peninsulares.

Comienzo por esto último, que no está relacionado inmediatamente con el asunto general de esta revista.

Respeto, hasta donde no lastime derechos nuestros o ajenos, la doctrina de Monroe.

Comprendo que el estado geográfico, haga a los americanos creer en un ideal organismo americano; pero a mi juicio no debe ser a costa de otros organismos fundados en realidades históricas, de carácter menos abstracto y convencional, que el meramente geográfico, de inferior importancia cada día por la rapidez y frecuencia de las comunicaciones.

Los americanos de esas repúblicas, que un día fueron tierra de España, debieran considerarse más españoles, no que peruanos, chilenos, etc., etc., pero sí que americanos en el sentido de reconocer una especie de patria moral futura de todo el continente. Si la unidad americana se llega a establecer, la iniciativa de la procedencia inglesa y la consiguiente hegemonía serán indudables. Pues bien, lo que hay en el fondo, en la herencia, en los recuerdos, en los hábitos, en el genio que revela el idioma, en la erudición tradicional de nuestros americanos, es español, no puede ser del Nuevo Mundo; porque de estas cosas que son el sedimento de una civilización adelantada y de muchos siglos, no había en América antes del descubrimiento. Sea inglesa, sea española, la cultura americana es, en el fondo, en lo esencial, en lo secular, de Europa; y si los hispano-americanos, por la seducción de lo abstracto-geográfico, se dejan llevar al pan-americanismo, perderán la más íntima independencia; se verán ligados a una derivación de la civilización europea... según los anglosajones, en vez de conservar la madre del españolismo.

Sin este fondo, todo será aguachirle, barniz de cultura, cosa advenediza y superficial en los americanos de procedencia española. En literatura, como en todo, se notará, y empieza a notarse, esta falta de jugo sinovial de la patria verdadera, la que arraiga en la historia.

Cierta especie de romanticismo científico con pruritos etnológicos (copia de análogas preocupaciones europeas, engendradas en parte por el positivismo, en parte por las exageraciones materialistas del nacionalismo inorgánico, egoísta y exclusivo) ha hecho a no pocos americanos ilustrados buscar para el corazón, la sangre y la fantasía abolengos indianos a que consagrar culto preferente; pero en quien se llama Pérez, Fernández, Ávarez, García, como nosotros, todo eso es ficticio.

Y, así, la poesía que ha nacido al calor de esa inspiración, es pobre, en general, amanerada; parece un eco de otra cosa, no tiene originalidad verdadera.

Yo, lo digo con franqueza, veo más espíritu literario tradicional en la erudición clásica, española de un Miguel A. Caro, de un Cuervo, que en no importa qué poema o novela inspirados en las matanzas lamentables con que tuvo que comenzar la conquista de América; poema o novela en que el poeta americano quiere ver ya tiranos a lo borbónico en los aventureros, no siempre suaves, del descubrimiento.

En mi humilde juicio, las letras americanas, por lo que respecta al lastre clásico, al jugo de sustanciosa tradición poética, no entrarán en su verdadero cauce mientras no coloquen su ideal pretérito, que también lo hay, en España, en la común historia de los García y Álvarez de allá y de acá. No se quiere ver que la lucha por la independencia, lograda al fin, es un mero accidente exterior, de forma política, que poco debe significar, a la larga, en comparación de los seculares lazos étnicos e históricos que nos juntan a todos. Una federación leal hispano-americana podría aprovechar el hecho de la independencia actual, y continuar la verdadera historia, no meramente pragmática, sino del fondo del espíritu nacional ibérico, sin necesidad de deshacer nada de lo ya consumado.

En esa gran confederación ibero-americana, podría adquirir la América llamada latina, un ideal propio, algo muy arraigado, antiguo y grande que oponer como contrapeso a las influencias anglo-sajonas en los tratos con el otro gran elemento de origen europeo que aspira a la hegemonía de América.

Las letras americanas, como todo, ganarían no poco si predominase allí esta tendencia.

*  *  *

Natural es que los graves asuntos de la vida nacional que nos tienen justamente preocupados, dejen como en la sombra todo otro interés, y que las letras se resientan de esto como los demás órdenes de actividad. En otros tiempos en que el estado de guerra venía a ser el ordinario, la literatura y demás manifestaciones de la vida civil no dejaban de prosperar; y aun encontraban alimento y excitación en el mismo ánimo belicoso que tenía que predominar entonces. Mas hoy, por ventura, la guerra es ya lo excepcional, verdadero estado patológico que quita el humor para otras cosas. Añádase a esto la pereza nacional, la falta de público para los libros que producen ya de por sí el retraimiento de los mejores literatos, y se explicará que el escaso movimiento que se nota en nuestras letras se deba, en general, a principiantes, a los inexpertos que no saben en lo que se meten gastando trabajo y dinero en publicar obras que no se han de leer.

En cambio, la escasísima vida literaria que nos resta, impresionada por la preocupación patriótica, tal vez influye en ocasiones, de mala manera, en el ánimo y en la opinión del público, dócil a las sugestiones de las letras de molde.

Si no se leen libros, en España empieza a ser considerable la lectura de periódicos; y las empresas de los grandes diarios son en rigor ahora los árbitros de las corrientes del gusto en el vulgo. Se piden artículos y versos de circunstancias a los literatos y a los que lo parecen; y como no hay otro mercado con verdaderas salidas, la mayor parte de nuestros escritores escriben versos y artículos de encargo. ¿Resultado de esto? Que pierde el patriotismo y pierde la literatura. Pierde la literatura porque el escritor que, espontáneamente, hace algo original, al manejar los lugares comunes impuestos por el periódico, es uno de tantos; escribe vulgaridades que a veces sólo se diferencian de las que publican los seudos-literatos, en la buena gramática. Pierde también la literatura porque se admite como escritores a muchos que no lo son, nada más que porque tienen títulos de otro género, v. gr. el ser generales, obispos, o diputados o banqueros.

Y pierde el patriotismo verdadero, porque en la poesía de circunstancias suele faltar la verdadera inspiración, la sinceridad, y artículos y versos vienen a ser paráfrasis de la populachería del patriotismo callejero. ¿Y qué sucede? Que en vez de rectificar los instintos mezclados de pasión impura, de egoísmo y crueldad y vanagloria, que suelen acompañar a las manifestaciones tumultuarias del sentimiento de solidaridad nacional, lo que se hace es azuzar, halagar esos alardes de crueldad, de grosería, de fanfarronería repugnante y ridícula.

Así se ha visto a obispos hablando de odios legítimos, a poetas insultando a los muertos, y otros horrores que profanan el noble y austero sentimiento del patriotismo verdadero... y corrompen las letras.

*  *  *

En tanto, sigue la crítica teatral, la del único género que el público atiende algo, por lo que tiene de espectáculo, en manos de la gente menuda, sin juicio, ni gusto propio y cultivado por el estudio.

El señor Dicenta ha debido a esto, a que ya no haya críticos de teatros como Fígaro, Revilla, Balart y el mismo Cañete el que no haya protestado la literatura verdadera contra la decisiva y descaminada alabanza tributada a su ingenio dramático, por causa del Juan José.

Ahora se encuentra la crítica menuda con que el Señor Feudal no revela al genio, y es un pastiche en que se ven vestigios de Ohnet, Feuillet, etc., etc... y se asusta y pasma la crítica menuda.

El señor Dicenta seguirá la misma suerte de otros autores que también sedujeron al vulgo con arte de brocha gorda, y arrastraron a la crítica supernumeraria con la sugestión de lo adocenado rimbombante. Esos señores en vano repiten hoy sus habilidades de otros días. Pasó la moda de aquellas vulgaridades; hoy gustan al pópulo otros brochazos.

Que no serán, señor Dicenta, los que le gustarán mañana.

*  *  *

En cambio de estas apoteosis, sujetas a evicción y saneamiento, no ha habido en los teatros de Madrid nada para el centenario de Bretón de los Herreros, un poeta dramático de verdad; de los que quedan; aunque no fuera más que porque sus versos fáciles, correctos, sonoros, expresivos embalsaman el teatro del autor de Marcela y lo libran de la corrupción que come a los más en cuanto huelen a difunto.




ArribaAbajo8 de abril, 1897

Federico Balart es una de las figuras más simpáticas de nuestra literatura, y en América, particularmente, conviene predicar, en propaganda, sus méritos; porque he notado que críticos y poetas americanos se acuerdan poco, relativamente, de este insigne escritor peninsular, mientras ponen por las nubes a varios literatos de por acá inferiores sin duda al autor de Dolores. Como crítico y como poeta, Balart vale más que ciertos críticos y poetas españoles muy alabados por ahí en una u otra época, en este o en el otro país. Pocas veces veo citado el nombre de Balart entre los maestros de la crítica peninsular contemporánea, en los libros que en América tratan de este asunto: hay excesivos elogios para otros y para Balart injustísimo olvido.

No sucede lo mismo por acá, donde la autoridad crítica de tan notable literato es grande y generalmente reconocida; y eso que no ha hecho para conquistarla esfuerzos de apariencia solemne, de los que tanto efecto causan en la multitud. Balart no ha escrito grandes volúmenes de literatura didáctica, ni ha mostrado al público en investigaciones eruditas el poderoso aparato de su instrucción clásica, sólida y extensa, según mis noticias. Hasta hace pocos años, Balart, ya famoso, no había hecho más que escribir en los periódicos de mucha circulación artículos de crítica literaria y de pintura, y no con gran asiduidad, sino dejando pasar meses, y aun años, sin decir palabra. A pesar de esto, y por rara suerte, su crédito alcanzaba a su mérito, que era mucho. Una terrible desgracia, la muerte de su esposa, apartó por muchos años a don Federico de toda publicidad; mas pasada aquella larga y tremenda crisis, volvió a la vida pública del arte; y para bien del mismo, vino enriquecido con nuevo, inesperado caudal: el que había desaparecido crítico, volvía crítico y poeta, pero poeta de verdad, con inspiración original, con género de poesía bastante raro entre nosotros. Era el poeta del dolor, del dolor reflexivo, religioso, hasta filosófico; y era castizo y puro sin alardes de académica corrección, con sencillez y naturalidad encantadoras.

Además de Dolores, en estos años de resurrección publicó también dos o tres libros de excelente crítica, y hasta consintió que le eligieran en una vacante de académico de la lengua.

La última obra, por ahora, de Balart, es Horizontes, nueva colección de versos, cuyo elogio queda hecho con decir que viene a confirmar lo que en Dolores habíamos visto: que se trataba de un verdadero poeta, mal que pese a los que no quieren reconocer en los demás variedad de aptitudes y talento.

Para los poetas y críticos americanos puede ser Horizontes libro de mucha enseñanza y buen ejemplo, pues sus cualidades más preciosas son la naturalidad, la ausencia de todo prurito escolástico, de toda pose, de todo esfuerzo penoso por conseguir rara novedad; el predominio de la idea y del sentimiento sobre los primores puramente externos de la expresión; la pureza noble y sencilla del lenguaje: condiciones todas que suelen escasear en la actual lírica hispano-americana.

A esos jóvenes que andan buscando modelos de modernismo por Francia y por Italia y por el Norte de Europa, se les debe ofrecer, no para que lo copien ni imiten, sino para que les sirva de ejemplo, el libro Horizontes, donde se llega a la más real y conmovedora poesía sin contorsiones de la frase, sin audacias inauditas de estilo y sin una psicología alambicada y diabólica.

¿Hay novedad en Horizontes? ¡Ya lo creo! La novedad que ofrece la belleza siempre que aparece. La novedad que siempre nos presentan la hermosura de la aurora y la puesta del sol. No se queja Balart de penas de que Job y Salomón no se quejaran; y sin embargo, al sentir con el poeta de ahora, no nos acordamos para nada de que siglos y siglos hace otros hombres, de otra manera, vinieron a decir lo mismo.

¿Por qué consigue Balart, oh decadentistas americanos, sin pretensiones de novedad, conmovernos de nuevo, después de habernos hecho llorar tantos grandes poetas, mientras vosotros con todas vuestras teorías y trasposiciones de sensación y recursos cromáticos y pruritos de perfección escultórica nos dejáis fríos, nos aburrís, valga la verdad, y cuando más singulares os creéis más nos estáis mostrando el espíritu de adocenados?

Porque la poesía, señores hidalgos, es un don del cielo; quiero decir que no se sabe de dónde viene, y es inútil salir a buscarla, como los gallegos de la cuba salen en Madrid a buscar a los Reyes Magos, con escaleras y faroles de crítica revolucionaria, y teorías de anarquismo literario. Eso de que, por ser jóvenes, poco respetuosos y asiduos lectores de Moréas y Mallarmé, ya han de sentir ustedes de veras el furor pimpleo, es una pura ilusión.

La lectura y meditación de libros como Horizontes no harán a nadie poeta, ciertamente, porque Balart es como Salamanca en esto de no poder prestar lo que no da natura; pero podrán servir para que todo joven juicioso y modesto, amigo del arte, pero no predilecto de las musas, se abstenga de publicar versos audaces, pentélicos y todo lo que se quiera, pero huecos, vulgares a la postre, nacidos de un prurito literario, no de inspiración verdadera. Y también servirán esa lectura y esa meditación para que los pocos, poquísimos que en efecto estén llamados a seguir las asperezas por donde se va al Parnaso, se sujeten a noble y nada embarazosa disciplina moral y técnica, y no malogren sus facultades despotricando malamente con sinsontadas vestidas a la moda de París... o de Cristianía, si a mano viene. Porque, según vamos, los poetas de principios de siglo van a ir a buscar sus Homeros y Virgilios al mismísimo polo ártico.

*  *  *

Han entrado, por fin, en la Academia de la Lengua los señores Pérez Galdós y Pereda. Al discurso del primero contestó Marcelino Menéndez y Pelayo y al de Pereda su íntimo amigo Pérez Galdós. Los cuatro discursos se han publicado en un volumen, digno de leerse por mil razones. Por de pronto, hay allí buen castellano, cosa que va escaseando más cada vez, gracias a que casi nadie se toma el trabajo de estudiar gramática, ni de leer mucho y buen español, ni de ejercitarse, en tiempo, en el arte, más difícil de lo que parece, de componer. Resulta después que nuestros oradores, poetas, críticos, novelistas, etc., etc., no saben, cuando llegan a entenderse con el público, lo que en Francia, en Alemania, etc., etc., aprenden los chicos, aun los que no han de ser escritores, en la segunda enseñanza.

Y lo más gracioso es que muchos monos sabios de la prensa, valientes como ellos solos, han dado en la gracia de predicar que es una antigualla la retórica, y otra antigualla la sintaxis y otra la pureza del lenguaje; y que se debe escribir como a uno se le ocurra.

A esta doctrina se incorpora la ya más antigua, de que es un trabajo inútil el de aprender ortografía porque se debe escribir como se pronuncia; precioso dogma anarquista de la lingüística leguleya que, por sorpresa, ha conseguido escalar las columnas de El Imparcial, nada menos. Deseo, supongo y espero que El Imparcial no continuará prestando su gran popularidad a semejantes extravíos a los que no se puede reconocer ni siquiera el derecho de beligerancia. En el mismo periódico, y en La Época, he visto ya la cosa tomada a broma, y eso es lo serio...

No será sólo buen castellano lo que el lector encontrará en los discursos de Galdós, Pereda y Menéndez, sino muy curiosas noticias acerca de las relaciones de antigua amistad de nuestros dos mejores novelistas, y juicios muy atinados de Pelayo acerca de Galdós y de Galdós acerca de Pereda. Ah, y, por supuesto, las otras novecientas noventa y tantas excelencias que no puedo ir exponiendo por falta de tiempo y de espacio.

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Acabo de recibir la nueva novela del simpático, profundo, noble y muy gracioso escritor don Juan Valera. Titúlase el libro Genio y figura... y es de pocas páginas. Me dispongo a leerlo como un goloso puede sentarse a devorar un buen pastel...

En mi próxima revista hablaré a los abonados de Las Novedades de esta nueva producción del ya clásico autor de Pepita Jiménez.

Hoy puedo adelantar, gracias a noticias particulares que debo a la fuente más auténtica posible, que se trata, no de una novela realista por el procedimiento técnico, pero sí de un asunto realísimo, por lo histórico de muchos de los documentos aprovechados por el artista. Es claro que este material de recuerdos, de realidades históricas es peligroso en manos inexpertas, y suele engañar a novelistas y poetas que creen que el interés personal que les inspira el asunto lo traspasan a su obra, sin más que sentirlo bien: pero en poder de un Valera no creo que sea de temer un espejismo de este género. Valera sabe lo que Goethe sabía: que nuestra historia, la de nuestro sentir, no es materia artística mientras es interés personal, sino cuando ya se va cambiando, aun para nosotros, en pura forma curiosa y bella, que podemos estudiar con calor poético todavía, pero sin pasión interesada, antiartística por excelencia.

*  *  *

Es admirable esta laboriosa vejez de nuestro insigne Valera. Siempre elegante y distinguido de veras, pero cada vez más popular, menos tieso y académico, don Juan envía artículos y más artículos de actualidades políticas, sociales, literarias, etc., etc., a los periódicos de circulación, como cualquier literato de menor cuantía.

Valera, seguro de su mérito, se atreve a arrostrar el mayor peligro ante este público nuestro, que vive de aprensiones: el peligro de la prodigalidad. Hace bien; él nunca será esquilón sino campana de Toledo, aunque no sea como aquella de Iriarte


que sólo se tocaba algún solemne día



ni como muchos literatos campanudos que tenemos, que para no gastarse, sólo se dejan tocar cuando repican gordo.

Valera, como Castelar, escribe y publica algo todos los días. Y, lo que no podrían hacer muchos que se reservan, escribe siempre bien.




ArribaAbajo27 de mayo, 1897

Si no me lamento de que se haya hablado y escrito poco acerca de Genio y figura, la novela de don Juan Valera, es porque tales lamentaciones serían ya más repetidas que las de Jeremías. En efecto, casi siempre que se publica, entre nosotros, un libro bueno, tengo que comenzar su examen doliéndome de la indiferencia con que los literatos reciben la obra nueva. Entregada la crítica de actualidad, casi por completo, a los chicos de la prensa, a los Aristarcos interinos, lo primero que falta es la conciencia moral de la crítica misma; y por esto, se habla mucho del libro del amigo, casi nada del libro bueno, si no viene con recomendación. Naturalmente, los escritores notables, que son los que por regla general hacen los buenos libros, no quieren rebajarse a mendigar la atención de esa prensa distraída, superficial y ajena, en rigor, a la verdadera literatura; y en cambio, los que no tienen mérito, suelen tener buenas piernas para ir y venir y colocar el reclamo correspondiente en todas partes.

Muchos autores nuevos, que consiguen en realidad llamar la atención del público, a fuerza de habilidad para alcanzar la benevolencia de los monos sabios, demuestran grande aptitud para corredores y genios del anuncio. Novelistas y poetas casi célebres conozco yo que dejan muy atrás a la madre Seigel y al doctor Ayer.

Cuando Balart publicó su Horizontes salieron a luz otros libros de versos, del todo insignificantes, que dieron más que hacer a los cajistas de los periódicos que las poesías del ilustre don Federico. Pues ahora sucede lo mismo. De ciertos librejos, a lo sumo medianos, se ha hablado mucho más que de Genio y figura. ¡Qué ha de suceder, si los literatos verdaderos no quieren escribir unos de otros y gracias que se lean! De todas suertes Genio y figura es una novelita sin pretensiones, graciosa, alegre, elegante, en la cual sin aparato de intempestiva psicología científica, se estudia, artísticamente, el alma de una mujer excepcional, pero no inverosímil.

Rafaela, la generosa, llega, desde el fango en que nace y se cría, a la riqueza, al esplendor de una posición social envidiable; y, lo que es menos frecuente, a la educación esmerada de su espíritu, superior por naturaleza. Lo único que no deja es el vicio capital, la depravación sensual pegada a su cuerpo como una lepra... Podría creerse que al pintarnos Valera tan simpática y tan bien dotada de cualidades físicas y psíquicas a su protagonista, quiere hacer el vicio amable, pues que no la pinta como una Magdalena ni una Dama de las Camelias siquiera; pero no hay tal cosa; porque el castigo, tremendo por lo necesario, de aquella concupiscencia invencible, se presenta en el alma misma de la pecadora, la cual, ennobleciendo su inteligencia, pero no sus costumbres, llega a comprender que el día que su cuerpo deje de ser hermoso se acaba en ella lo que el mundo admira, lo que hace que se la perdone, o por lo menos se la tolere. Y Rafaela se da la muerte antes que quedarse sola con las excelencias de su intelecto cultivado, que ni le sirven para el mundo ni para lograr la resignación que necesita.

La lección, artísticamente presentada, es de gran efecto moral. Los reaccionarios han dicho que esta novela era inmoral; y es que, por lo visto, esos escritores que quieren representar a la Iglesia militante en la prensa... no van a oír los sermones que, con excelente fin, predican muchos sacerdotes, empleando tonos mucho más viriles que los de Valera.

Genio y figura es obra de un diplomático que además es un artista y un filósofo. Pertenece a la clase de novelas que se ha dado en llamar de la sociedad cosmopolita, pero no por eso dejan de resplandecer en esta obra las castizas cualidades que siempre revelan a su esclarecido autor.

Valera, que no duerme sobre sus laureles, prepara otra novela, de más empeño.

*  *  *

La temporada teatral puede darse por terminada, por lo que toca al llamado género serio, grande (chico en grande, a veces).

No ha habido ningún exitazo, como dicen los chicos de la prensa.

En el Español, alcanzó muchas representaciones un drama titulado Los plebeyos, de mi fraternal amigo Félix Llana y de Francos Rodríguez.

Por esa amistad, me abstengo de todo elogio. Sólo diré, porque son hechos, que la obra llegó al número de representaciones necesario para que los autores tengan beneficio; y que Los plebeyos va a ser traducido en portugués, francés e italiano, para representarse en Lisboa, Bélgica y varios teatros de Italia.

*  *  *

Yo había anunciado, a principio de temporada, que la campaña no sería lucida; y mi pronóstico se ha cumplido.

El público está en las peores condiciones para que los autores se arriesguen a probar fortuna en la escena.

La cábala de pandilla literaria y de empresa teatral enemiga, está en auge; el gusto, maleado y desorientado, en gran parte por culpa de la mala crítica; la atención general se vuelve, con razón, a los tristes sucesos que están poniendo a prueba la resistencia moral y material de España... En circunstancias tales, el que pueda esperar debe retraerse y guardar en cartera sus dramas. Un periódico satírico de Madrid representa al que esto escribe, en una caricatura, en estado interesante, y a mi lado se ve a María Guerrero en actitud de súplica, pidiéndome que dé luego a luz el fruto de mis desvelos de dramaturgo incipiente. Todo esto alude a la promesa que tengo hecha a la señora de Mendoza de entregarle un drama titulado La millonaria.

No se impacienten mis enemigos; llegará la ocasión de que me silben sin oírme, como ya han hecho otra vez. Con su mala voluntad ya cuento; pero al público lo quiero de mejor talante, y me conviene esperar a que nuestra vida política mejore.

María Guerrero va a recorrer gran parte de la América española. Le deseo muchos triunfos: y cuando vuelva a la península, le daré, por fin, el drama prometido. No, no faltará a los monos sabios carne de Clarín.

*  *  *

Estos días se ha hablado en los periódicos no poco de un libro de versos de un autor nuevo, y de una novela, de un principiante también. No falta quien advierta que se trata, en uno y otro caso, de obras que deben a la diligencia de los amigos complacientes el ruido que hacen, mucho o poco. Yo, de la novela, nada puedo decir, pues aunque su autor, el Sr. Reyes, de Málaga, ha tenido la bondad de regalarme su Cartucherita, todavía no he tenido tiempo de leer este elegante volumen. Si el libro me parece bien, lo diré; y si mal, o callaré o diré que me parece mal, según juzgue oportuno.

En cuanto a la colección de versos titulada Mujeres y cuyo autor se llama Vaamonde o Vahamonde, sólo puedo decir por ahora que el modo de querer imponer el libro a la opinión, que han empleado amigos oficiosos, me parece contraproducente. Además, la poesía «Fiel» publicada por El Liberal entre golpes de bombo, es mala, rematadamente mala. Pero puede lo otro ser bueno; y si recibo el libro y me gusta, lo diré sin empacho. Y si me disgusta, también.

*  *  *

De América sigo recibiendo multitud de obras en prosa y en verso, que agradezco infinito a los respectivos autores. Vienen tales libros de una y otra repúblicas hispano-americanas, y confieso que me halaga que en tantos y tan apartados países conozcan mi humilde nombre y estimen en algo mi opinión, pues todos solicitan mi parecer acerca de sus trabajos.

Como yo no escribo para América más correspondencias literarias que estas revistas de Las Novedades, me doy a entender que por Las Novedades (y algo tal vez por mis libros) he conseguido esa relativa notoriedad que me envanece. Y como yo siempre hablo claro, y censuro sin atenuaciones, y no siempre digo flores de la literatura americana, ni mucho menos, saco en consecuencia que por esos mundos, también, a la larga, se hace oír el que es franco, el que demuestra sinceridad. Claro que este no se consigue sin ganar también enemigos entre los descontentos.

Sin embargo, noto un fenómeno raro, quiero decir, mejor, extraño. Los literatos americanos que vienen a España y de quienes tengo que hablar mal, son de los más quisquillosos y pendencieros; y los americanos que se quedan allá, y de quienes tampoco digo grandes alabanzas, son más tolerantes, más sufridos, más amables, más imparciales. Ejemplo, el muy famoso Rubén Darío que, en cierta defensa de su ingenio y arte, estuvo conmigo finísimo y hasta respetuoso. Lo mismo puedo decir de un señor Estrepo y de otros que, aun después de defenderse de mis censuras, han tenido la amabilidad de enviarme sus obras. Todo esto me sorprende agradablemente. Aquí, autorzuelo a quien me veo en la obligación de llamarle badulaque, al día siguiente se va a El Liberal, o cualquiera otro periódico festivo, por el estilo, a llamarme... inédito.

Por lo visto las costumbres literarias están en el nuevo continente algo más adelantadas que entre nosotros.

*  *  *

Estos días han llegado a mi poder varios libros americanos que merecen por lo menos mención honorífica, y de ellos hablaré en una de las próximas revistas.

También tengo algo, y aun algos, que decir del excelente crítico Sr. Rodó, de Montevideo; y del poeta de Lima Sr. Chocano, hoy ya mi amigo, a pesar de mi franqueza, y acaso por ella.

Todo eso, y mucho más, para otro día.




ArribaAbajo24 de junio, 1897

Mientras algunos jóvenes precoces, con los que se mezclan no pocos viejos verdes, alborotan y dan codazos para que nos fijemos en ellos, y se les dejen los puestos más cómodos y más empingorotados en la república, hoy anarquía, de las letras; mientras esa tropa que a sí misma se llama gente nueva, aunque muchos de ellos nos ofrecen novedades oxidadas, se empeña en que se le admire bajo su palabra, o por dramas de brocha gorda y libracos llenos de extravagancias y galicismos, no pocos autores viejos, es decir, que no pertenecen al grupo de la gente nueva, se dejan arrinconar, se esconden motu proprio en el olvido, y algunos... hasta se dejan morir.

Como en España la crítica de las letras contemporáneas casi nadie la cultiva con asiduo estudio, a las generaciones que van presentándose nadie les habla de los libros de los escritores que pocos años ha llamaban la atención. Nuestro público literario vive al día; es un Príncipe desmemoriado; y la prensa gárrula y superficial le tiene reducido a los estrechos límites de la celebridad de la semana.

Pasma y entristece observar lo pronto que olvida, lo mucho que ignora de lo que pasó ayer por la tarde, esta juventud que se dice aficionada a las letras.

Escritor que haya dejado de producir diez o quince años hace, es tan antiguo, tan remoto para esta gente, como si fuera de tres siglos atrás. Por eso, cuando muere alguno de los veteranos de la literatura, de los que no escribían en estos últimos meses, las necrologías tienen que dar al vulgo explicaciones análogas a las que se dan cuando se descubren datos biográficos y bibliográficos de un autor antiguo.

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Pérez Escrich, hace pocos lustros, era popularísimo; en la novela y en el teatro, contaba con el entusiasmo incondicional de las masas sentimentales; era suyo el público que no busca en el arte lo bello, sino su propia pequeñez estética e intelectual; el público que hoy no lee libros, sino periódicos con monos y corridas de toros, crímenes célebres y patrioterías; el público que aplaude en el teatro puñaladas... pasionales, usando el bárbaro adjetivo que se empeñan en aclimatar algunos majaderos de bastante circulación.

Pérez Escrich sacaba de las sensiblerías y de los lugares comunes de la moral casera el mismo partido que hoy sacan de las broncas escénicas ciertos revolucionarios a lo chulo, que se llaman aquí representantes del modernismo; un modernismo de navaja, taberna y blasfemia en estilo cursi. Desde el punto de vista moral y de policía urbana, era preferible la literatura de Pérez Escrich.

Ha muerto don Enrique, pero el pueblo no se ha enterado apenas, porque hacía muchos años que no le leía.

Entre Juan José y El Cura de Aldea yo me quedo con El Cura de Aldea, porque arte fino, en rigor, no lo hay en ninguna de estas obras, y la de Pérez Escrich es más simpática por los buenos modos. Hoy, sin embargo, llamaría más la atención la muerte del autor de Juan José que la de Pérez Escrich... pero es posible que dentro de cincuenta años el popular los mida a todos por un rasero: el de la más absoluta ignorancia respecto de la existencia de tan apreciables señores.

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Federico Moja era un literato de verdad; joven todavía se retiró a la vida de periodista provinciano; y pocas semanas hace ha muerto en Málaga, muy apreciado por los malagueños, pero pobre, y apenas recordado en el resto de España.

Deja dos o tres libros que no dan, ni con mucho, la medida del mérito suyo.

Era uno de esos tímidos, no miedosos, que un psicólogo francés acaba de estudiar con gran perspicacia. La fortuna ayuda a los audaces, y la fortuna fue constante en castigar la timidez de Moja. Era modesto, además, y esta es una circunstancia agravante.

Creo que nació en Santander, que tan buenos ingenios produce, aunque no suelen ser de las ideas de Moja, que era de la cáscara amarga. Dentro de esa cáscara, Moja tenía la dulzura del mundo. No entregaba a cualquiera fácilmente su confianza, pero, en la amistad que tenía por segura, se resolvía en cariño, en recatadas expansiones de afecto, aquella reserva, como irónica, que para el mundo desconocido y temible tenía este escritor satírico que acababa por ser todo corazón.

Fue periodista en Madrid, secretario en Roma, de la Academia de Bellas Artes creada allí por Castelar, y acabó retirándose a Málaga donde dirigió y redactó periódicos; y murió pobre aunque muy estimado. No tiene comparación lo que fue Moja con lo que debió haber sido. Era de la raza de los Amiel; como este su tocayo, valía mucho más que sus obras, porque guardaba para sí lo mejor de su ingenio.

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Feliú y Codina alcanzó toda la fama que merecía, y alcanzó no poca. No era este un olvidado ni un postergado. Si cultivó las letras de joven, de él no se supo hasta hace pocos años, cuando ya había llegado a la edad madura. Sus obras tienen más de fruto que de flor. Son más jugosas que brillantes. No era Feliú un espíritu adocenado de esos que le parecen oro lino a la multitud: en el alma y en el arte del autor de María del Carmen había delicadeza, noble sobriedad que no siempre estima el público; mas, con todo, no es Feliú de los autores que, en pugna con el mal gusto de su tiempo, superiores al pueblo que los juzga, se pueden quejar de injusticia. Verdad es que si, por lo general, se le aplaudió a Feliú todo lo que merecía, y acaso un poco más, en sus últimas obras no se comprendió todo lo que era bello. Feliú, a mi ver, progresaba, mejoraba... tal vez apartándose de la popularidad.

Antes de Dolores había producido dramas apreciables que no le dieron mucha gloria; La Dolores entusiasmó al público: fue el éxito más ruidoso en muchos años, hasta que vino tal vez a vencerle el de Juan José, de Dicenta.

El final de la Dolores conmueve y está bien pensado y bien escrito. Lo demás... no me ha gustado nunca, y no va a gustarme ahora porque el autor haya muerto y haya llegado a ser buen amigo mío.

Miel de la Alcarria obtuvo... descabelladas censuras de la pseudo-crítica que juzga aquí en los estrenos en perpetua interinidad. Sin embargo, la idea dramática de Miel de la Alcarria, de difícil expresión, es de poética profundidad, y el primer acto y el segundo, y las escenas del locutorio en el tercero, son de arte superior a la Dolores, en general. Por desgracia, Miel de la Alcarria tenía un desenlace muy difícil; y lo mismo el que el autor le da que el que esperaba cierta parte del público, pecan de inoportunos.

María del Carmen, que siguió a Miel de la Alcarria, es, a mi juicio, el mejor drama de Feliú. Tiene el movimiento de pasión exteriorizada y vulgar que fue lo que gustó en Dolores, y algo de la ternura íntima de Miel de la Alcarria, con más, cualidades de color, corrección y fuerza en que supera a sus hermanas mayores. Aunque el regionalismo pintoresco que Feliú cultivaba, con seria conciencia y asiduo trabajo, ofrecía sus peligros, no había llegado en sus manos al amaneramiento.

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La Dolores está escrita en verso; y Feliú era mediano versificador; abundan las incorrecciones, las palabras impropias; y, lo que es peor, las frases inútiles, que están allí por culpa de la rima, no por exigencias del diálogo. En Miel de la Alcarria y en María del Carmen tenemos una prosa fácil, noblemente sobria, discreta y correcta; pintoresca y patética cuando la situación lo exige.

En todos sentidos se puede decir que Feliú progresaba.

Ha muerto con él una de las más fundadas esperanzas de regeneración escénica.

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Feliú creía en la crítica; callaba ante las censuras que estimaba nacidas de convicción, aprovechaba los consejos que creía justos, y agradecía, sin engreírse, las alabanzas sinceras.

Mis relaciones con el malogrado dramaturgo me hicieron ver cuánto valía como hombre.

Me envió La Dolores y, lo poco que dije de ella no debió de halagarle mucho; pero no por esto me hizo la guerra solapada que me hacen otros amigos de quienes no siempre se puede estar diciendo flores.

Y cuando defendí los dramas que siguieron al más popular de los suyos, Feliú se apresuró a mostrárseme agradecido. Fuimos amigos desde entonces.

Lloro con esta pérdida la de un buen artista y la de un artista bueno. No abundan los buenos literatos ni los literatos de buen carácter.

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Don Ramón Navarrete (Asmodeo) era el periodista más viejo de Madrid, al menos entre los de renombre.

Tal vez era el más literato entre los revisteros de salones, muchos de los cuales no son nada literatos. Tienen más de modistos que de escritores.

Es claro que no entran en la cuenta algunos que, como Abascal (Kasabal), son hombres de estudio, de gusto, y que si hablan de bailes y trajes, a veces, es por afición; pero dedicándose principalmente a otros géneros propiamente literarios.

Asmodeo escribía novelas y comedias. De estas, muchas eran arreglos del francés... con certificado de origen. Y arreglos de cosas que tenían gracia, buena intriga dramática. No se dedicaba, como otros, a traducir lo insignificante para ocultar más fácilmente la procedencia.

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Don Francisco Ayuso, que en paz descanse también, era un filólogo que entró en la Academia tal vez para ayudar a otros a desfacer los entuertos etimológicos del diccionario. Escribió Ayuso muchas gramáticas de lenguas vivas y muertas. Era, sin duda, hombre de laboriosidad meritoria. El público y los chicos de la prensa no se habían enterado de que había tal Ayuso, y, naturalmente, tampoco saben que se ha muerto. Se le nombrará, acaso, cuando se hable de llenar la vacante que deje entre los Inmortales de real orden. En materia de lingüística yo no sé si Ayuso era o no verdadera notabilidad, en absoluto; pero seguro de que España, en esto, es tierra de ciegos, me atrevo a afirmar que Ayuso era, cuando menos, uno de nuestros pocos tuertos.

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Y basta de difuntos. En la próxima revista trataré de Misericordia, la reciente novela de Pérez Galdós.




Arriba18 de noviembre, 1897

Cuando yo ofrecí a los lectores de Las Novedades hablar de Misericordia, la última novela de Galdós, era el asunto de actualidad; mas no lo es ya ahora; y por esto, al cumplir mi palabra, he de reducir a las menos que pueda lo que, en sustancia, quiero decir de la citada obra. Ni Galdós trabaja en la novela con tanta fe y entusiasmo como antaño, ni el público presta la atención que antes prestaba al género. No importa; el gran ingenio siempre es quien es, y la fecundidad de imaginación en Galdós es inagotable. Argumento y personajes de Misericordia son nuevos, frescos, originales, sencillos, de realidad artística, eso que no pasa con las modas de escuela. Se trata de la pobretería madrileña, de la vida ordinaria e íntima de los mendigos de la corte, y Galdós, que tanta riqueza de observación ha sabido sacar de los barrios bajos madrileños, de los desperdicios que la vida cortesana arroja a las afueras, todavía en Misericordia encuentra nuevos aspectos de cosa tan vista y descrita por él, y todavía encuentra almas nobles e ingenuas entre los humildes corrompidos por la miseria; y hasta el amor más ideal y noblemente quijotesco se nos ofrece en aquellos lugares tristes donde el vicio, el crimen y la santa pobreza parecen una misma desgracia.

Si Goncourt idealizó, pese al naturalismo, a una pobre doméstica haciéndola enamorada, Galdós, con menos dudosa verosimilitud, da idealidad a su criada sisona que llega a la humildad de pedir limosna, no para probar el temple de su alma, sino para dar de comer a la señora ilusa que la tiene a su servicio. La hermosura de espíritu de esta ilustre fregona, sólo alcanza a verla... un ciego; un mendigo africano, moro, que se enamora de la luz de aquella caridad, sol que alumbra su corazón sin tener que pasar por la retina. Otro mérito de Misericordia es que a pesar de argumento tan sentimental y poco alambicado no hay sensiblerías en el libro, y sí mucha alegría, jugo cómico, de gracia tal, que recuerda los mejores días de la risa literaria en nuestra España. La risa de nuestras buenas letras es uno de sus principales méritos, y son muy pocos los que lo recuerdan y menos los que saben dar a esta virtud estética todo el valor que tiene.

De Misericordia se ha escrito poco, y no siempre con justicia. Recuerdo un artículo de un señor Blasco (no Eusebio), orador republicano de cierta fama, y autor de cuentos no despreciable, artículo en que se censuraba a Galdós porque pintaba con simpatía a los mendigos. Según el crítico, el pobre merece el arte, el mendigo no. No verá el crítico que a la fuerza ahorcan, y que si no todos los pobres son mendigos, la mayor parte de los mendigos son pobres. Y en cuanto a que el arte pueda tomar por asunto al mendigo, y con buen éxito, es afirmación que ni siquiera necesita defensa, porque la tiene en el buen sentido estético y en la historia, que nos da ejemplos tan conocidos y tantos que no hace falta siquiera mencionarlos.

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Muchos teatros se han abierto ya en Madrid. La mayor parte de ellos prefieren el género chico que, por lo visto, es el que da dinero. Se nota que el teatro chico se va al género grande y el teatro grande al género chico. En Martín, uno de los teatros más pequeños de Madrid, alla, en la calle de Santa Brígida, donde Cristo dio las tres voces, cultiva el notable primer actor don José Mata su antiguo repertorio de dramas y melodramas, y en cambio La Comedia, teatro grande, el más clásico que teníamos, después del Español, se ha remozado y vestido con elegancia para recibir el Tambor de granaderos, y demás zarzuelas por el estilo.

A mi ver, esta capitis deminutio de la gran comedia es de lamentar. Acaso alguien diga: no es capitis deminutio porque la empresa saldrá ganando. Es que la capitis deminutio, a pesar del nombre, muchas veces daba más derecho, más libertad al que experimentaba este cambio de estado.

Acaso la Comedia vaya ganando, pero ha perdido la familia.

No soy de los que desprecian el género chico; tal vez, aparte el teatro de Echegaray y algo de Galdós, en estos últimos tiempos lo mejor y más original de nuestra escena está en algunos sainetes y zarzuelas. Siempre he alabado lo mucho bueno que en esa forma del arte cómico han hecho Ramos Carrión, Vega, Burgos, Aza, M. Echegaray y muchos más; pero no es contradicción de este criterio el lamentar el exceso y el desequilibrio. El público, adulado y aconsejado por ciertos críticos que le bailan el agua, se inclina más cada día a lo frívolo, a ver en el teatro pasatiempo sensual, no placer estético, y el predominio extremado del género alegre y superficial nace de mal entendida condescendencia de empresas, autores, críticos y actores, que no oponen a la corriente perniciosa más energía que la que emplea un cortesano ante los caprichos de un déspota.

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Ceferino Palencia en el teatro de la Princesa, elegante, aristocrático, pero poco afortunado en general, lucha pro aris et focis, por el arte... y el puchero, pudiéramos traducir, muy libremente; y lucha con estas armas: el talento dramático de su mujer, María Tubau, y el ingenio de ilustres dramaturgos extranjeros. Merece Palencia triunfar, porque una de las maneras de educar el gusto del público es hacerle creer que en el mundo hay más. También es cierto que un repertorio casi todo extranjero necesita discreción en quien elija las obras... y gramática y estilo en quien las traduzca.

La obra benéfica, no de romper moldes, pero sí de ensanchar horizontes, se convertiría en perjudicial si el teatro de la Princesa viniera a ser... un folletín más. No lo temo.

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María Guerrero vuelve de América con dinero y muchos laureles, según se dice.

Pronto comenzará su nueva campaña en el Español. Se ha necesitado Echegaray y ayuda para que la autoridad competente (?) aprobara la lista de la compañía.

Indudablemente la compañía es incompleta; pero ¿cómo se completa una compañía con artistas que no quieren que se les contrate?

No pretende la empresa que la compañía sea la mejor que se podía formar, sino la mejor que se ha podido formar. Lo cual es muy diferente.

Falta un primer actor, se dice.

Con los primeros actores va pasando lo que en la ópera con los tenores. Son muy raros. Hay muchos medianos, y poquísimos buenos. Los de primera clase se mueren o se hacen viejos... no hay más remedio.

Hasta en la política nos van faltando los primeros espadas. Cánovas ha muerto, y Sagasta necesita sudar copiosamente en la cama para contestar a una mala nota diplomática o para proveer una buena canonjía. Otros, como Castelar, no admiten contrata en la compañía de real orden.

Es de esperar, o de desear, por lo menos, que Dios mejore sus horas, y que al cabo tengamos buenos cómicos en la administración pública y buenos administradores en la patria escena, o sea la española Talía como dijo don Aureliano Guerra y Orbe, q. e. p. d., con gran escándalo de Juan Montalvo, también difunto.

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Por cierto que el libro en que he leído esa noticia se titula Joya literaria y lo publica en Quito el Sr. Aristizábal. Por tratarse de algo inédito de Montalvo, tan admirado en el Ecuador, y aun en lo demás de América, y hasta en España, por algunos, en mi próxima revista diré algo de ese libro.

También pienso hablar, aunque sea poco, de un elegantísimo Almanaque Sud-Americano, y de otras obras americanas, v. gr. una muy simpática que viene de México llena de amor y respeto a España. Ese es el camino. Muy independientes... pero muy españoles todos.





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