Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajoCapítulo VI

Rápida ojeada a la corte de Castilla


Cuando se multiplicó por la tierra la especie humana, los hombres para ser felices salieron del fondo de los desiertos y se juntaron en sociedad. Andando los tiempos como la torpeza, el encono y mil vergonzosas pasiones devastasen las ciudades; los descendientes de Adán corrieron otra vez a los desiertos en busca de aquel puro silencio, de aquella misma tranquilidad y templanza por la cual los abandonaran en otra época, reuniéndose amistosamente en domésticos hogares.

La corte de Castilla en la ocasión de que hablamos podía dar una idea del grado de corrupción a qué habían llegado las sociedades humanas. Bandos, divisiones entre los grandes y otras borrascosas revueltas alteraron los ánimos, anunciando sangrientas calamidades a aquel célebre país, desde principios del reinado de don Juan el II. Atizaban estos vergonzosos desórdenes por una parte don Juan y don Enrique, infantes de Aragón, y por otra don Álvaro de Luna, gran valido del monarca castellano. Favorecían a aquellos el almirante don Fadrique, el conde de Benavente, los hermanos Pedro y Fernando de Quiñones, el conde de Castro y el de Pimentel; y apoyaban los pérfidos manejos del privado, su propio hijo don Pelayo de Luna, el conde de Alba, el marqués de Villena, Rodrigo de Alcalá, el gran maestre de Calatrava, el arzobispo de Toledo, hermano del mismo don Álvaro, el marqués de Santillana y el duque de Castromerín. Muchos grandes del reino se agregaban a uno de estos partidos según eran inclinados por deudo, amistad o carácter; mientras otros menos ambiciosos o turbulentos se mantenían quietos en sus castillos, y lamentaban en secreto aquellos sangrientos desacatos.

Generalmente parecían injustas las ambiciosas pretensiones de los infantes de Aragón, pero de todas maneras más tolerables que el orgullo y la desenfrenada codicia de don Álvaro de Luna. La soberbia de este favorito había enconado de tal suerte los ánimos, que era por do quiera aborrecido como el tirano de su país y el enemigo de la prosperidad ajena. Fácil y repentinamente subió distintas veces a la cumbre de la grandeza y buenandanza, y si los vicios no hubiesen envilecido su carácter, acaso diera muestras de blanda condición, unida a noble esfuerzo y perspicacia. Era de ingenio vivo, de juicio agudo, concertado en las palabras y aunque algo impedido en el habla, feliz y sazonado en los donaires. No obstante a mañosa astucia y profundo disimulo, juntaba mayor soberbia, ambición y atrevimiento: bajo tenía el cuerpo, pero recio y a propósito para las fatigas de la guerra; menudas las facciones de su rostro, pero graves, expresivas, llenas de espíritu y majestad. Acostumbrado a mandar en el ánimo del rey, había casi treinta años que estaba de tal modo apoderado de la casa real, que ninguna cosa grande ni pequeña se hacía sino por su orden; y así es, que además de los muchos castillos y dignidades de que le hiciera merced don Juan el II, había conseguido ser nombrado condestable de Castilla en mengua de don Ruy López Dávalos, y posteriormente gran maestre de Santiago después de la batalla de Olmedo. Ufano con tal ilimitado poder, creyéndose cada día más seguro por haber salido libre distintas veces de los destierros y asechanzas que le armaron sus contrarios, por la privanza que tenía con el rey, por sus cargos y tesoros y haber ya fallecido el infante don Enrique de Aragón, uno de sus más encarnizados enemigos; subió en tanto grado su aspereza, que se dejaba visitar con dificultad, mostrándose descomedido en la cólera, fieramente desdeñoso en la alta opinión que tenía de sí mismo. Exasperado por otra parte con la animosidad de sus adversarios, así que se vio de nuevo en la cumbre de la grandeza, restituido a sus honores y autoridad, hizo sangrientos estragos con el deseo ardiente de vengarse, a guisa de fiera que agarrochean en la leonera, y después la sueltan contra aquellos mismos que antes la irritaban befándola y escarneciéndola.

Igual a su padre en orgullo y poder, superior a él en el desenfreno de las costumbres y relajación propia de la mocedad, descollaba don Pelayo entre los partidarios del favorito, y se hacía igualmente odioso a los pueblos y a la grandeza del reino. Diestro en el manejo de las armas, intrépido y bravo en batallas y torneos, no pocas veces puso en fuga las haces del rey de Granada, y los escuadrones del monarca de Aragón. La nombradía que adquiriera en estas andanzas y revueltas le valió entre sus secuaces el renombre de Aquiles castellano; hasta que apareciendo en la escena el caballero del Cisne, sus grandes hechos de armas eclipsaron algún tanto el esplendor de sus proezas. La fortuna reunió felizmente a estos dos guerreros en el brillante torneo de Segovia, y desde el célebre encuentro que tuvieron en él, muchos hubo que declararon mejor lanza al caballero del Cisne; por otra parte querido y ensalzado de los pueblos en razón de la nobleza de sus principios, franco desprendimiento, mansa y apacible condición.

Asociado el hijo de don Álvaro de Luna con Rodrigo de Alcalá, Raimundo de Monfort, Ramiro de Astorga y otros caballeros jóvenes y disolutos, cometían los mayores desaguisados y torpezas, so color de las enemistades de los grandes, y apoyados en la debilidad del rey y en el prestigio de que gozaba en la corte el primogénito del valido. De aquí podía decirse que era aborrecido don Álvaro como varón público, y su hijo como hombre privado: aquel se dejaba arrastrar de una ambición que no conocía freno, éste de bajas y lujuriosas inclinaciones: el primero sembraba discordias entre los grandes, suscitaba querellas y desolaba los reinos; el segundo insultaba los ancianos, no respetaba las vírgenes y cubría de luto las familias.

A pesar de algunos leves rumores acerca de estos desmanes y del carácter violento de don Pelayo de Luna, el duque de Castromerín estaba resuelto a casarlo con su hija, infatuado con el poder del condestable y su absoluta privanza. Conociendo don Álvaro las inmensas ventajas que semejante matrimonio acarrearía a su familia, y enterado de la pasión que inspiraba a don Pelayo la hija de Castromerín, había sabido lisonjear con maña la vanidad del duque, haciendo que el mismo rey se interesase en este casamiento, y le ofreciese brillantes mercedes y espléndidas dignidades. No dejaba de haber muchos que conociesen lo vergonzoso de esta alianza y las secretas causas que la hicieran entablar, pero eran cabalmente los que por su probidad, modestia y pundonorosa hidalguía no tenían favor en la corte, viviendo por lo tanto obscuros y retirados en sus posesiones o castillos. Lejos pues de conseguir cosa alguna contrariando este proyecto, sólo hubieran contribuido a acrecentar la insolencia de sus autores por medio de su propio vencimiento. Desde su pacífico retiro auguraban a la nación largos días de llanto y desventura si se afianzaba el bando del soberbio favorito por medio del proyectado enlace con la ilustre heredera de Castromerín. El partido de los infantes que sólo pudiera resistir y acaso desbaratar estos planes, parecía haber enflaquecido desde la batalla de Olmedo, y el del condestable haber cobrado nuevos brios y absoluto dominio en el mando. En vista de tal empeño llevado adelante a pesar de la oposición de Blanca, no había alma honrada y generosa que dejase de llorar la suerte de esta amable doncella, a quien la gente sensata deseara ver unida al caballero del Cisne, no sólo en favor de la justicia que asistía a este guerrero, sino también por haberse traslucido su pundonorosa conducta en el último atentado de don Pelayo, tanto más digna de elogio, cuanto más baja y criminal aparecía la de este jactancioso paladín. Con esto además desvanecíase del todo el general deseo de dar fin a los bandos de Castilla por medio de una alianza entre dos familias de la primera nobleza aragonesa y castellana, que hubiesen figurado en primer escalón durante aquellas ominosas revueltas, y fuesen capaces por sí solas de mantener a sus jefes y secuaces en los justos límites de una capitulación prudente y ventajosa.

Un rey de más carácter y firmeza que don Juan el II habría conjurado con sesudas y acertadas providencias todo este fecundo vértigo de disensiones y horrorosos elementos de discordia. Pero el monarca castellano, si bien tenía algunas buenas partes, era de suyo flojo y pusilánime, y con la muelle educación que le diera la reina doña Catalina, más acostumbrado a la caza y los placeres, que a sostener con fuerte mano las espinosas riendas del gobierno. Ejercitábase y lucía el ingenio con estudios de música y poesía española, y gustaba también de que sus cortesanos se distinguiesen en el arte de trovar, y cantasen sus amores en fluidos y elegantes versos. Por esto florecieron en su corte esclarecidos poetas entre los cuales descollaba Juan de Mena, oráculo de aquellos tiempos, honra y gala de los ingenios, a quien debiera su naciente lozanía, su primitivo esplendor la poesía castellana. No es extraño pues que las floridas y vigorosas rimas de este famoso vate corrieran de boca en boca, sin que las pudiesen hacer olvidar con su belicoso estruendo las sangrientas guerras de aquel reinado, durante el cual y aún en los siglos posteriores han sido celebradas con extraordinaria admiración y aplauso.

Tan a propósito era el monarca para atender a estos literarios ejercicios, como pequeño y menguado para sufrir las incomodidades y trabajos del arte de mandar a los hombres. A poco rato que se dedicase a ello se sentía oprimido y congojoso, y soltaba el gobernalle del estado abandonándolo en manos de sus favoritos para entregarse de nuevo a la molicie y blandura, conducta bien opuesta al espíritu guerrero, robusto y varonil que siempre manifestaran los soberanos de Castilla. La elevación del cuerpo y blancura de su color prevenían de repente a favor de su persona; pero al examinarlo de cerca se desvanecía esta primera opinión notando ser algo metido de hombros, y trasluciéndose en su lánguido mirar y desmayados ademanes toda la pusilanimidad y abatimiento de su ánimo. Rey bondadoso y clemente, que acaso hiciera feliz a su pueblo en épocas de prosperidad y holganza; pero que ni pudo hacerse feliz a sí mismo luchando con los disturbios y alteraciones, que a manera de impetuosas oleadas inundaban por todas partes las Castillas en el siglo décimo quinto.

En medio de esta terrible confusión de sucesos, apenas se divisaba algún débil rayo de esperanza para aquel desgraciado reino. Verdad es que los torneos y el canto de trovadores alternaban con las continuas enemistades y los reñidos encuentros; pero muy poco aliviaban al pueblo tales espectáculos, puesto que a ellos sucedían otra vez los alborotos y las devastaciones. De frívolas cosas se originaban eternas desavenencias, grande avenida y creciente de sañas y de enojos: los que marchaban al frente de los partidos eran varones de irascible corazón, y al paso que dispuestos a irritar los ánimos de sus contrarios, incapaces de sufrir leves demasías, ni dejarse ablandar por el lastimoso cuadro de tantas calamidades.

No obstante don Enrique de Aragón, hijo del infante del mismo nombre, que murió de una herida en la batalla de Olmedo, daba muestras de carácter más brillante, generoso y elevado. Heredara de su padre el odio al condestable de Castilla y sus pretensiones a diversos estados de aquel reino; pero en atención a su espíritu marcial y caballeresco era de esperar que hiciese valer sus derechos con más nobleza y desinterés, moviendo abiertamente la guerra como esforzado, sin recurrir a la cábala o la intriga. Su juventud, las gracias de su persona y las prendas del ánimo de que tendremos ocasión de hablar le valieron un sinnúmero de partidarios que corrieron a pelear bajo sus banderas a do quiera que los llevase, seducidos por su afable condición y el elogio que hacía la fama de su intrepidez y talentos. Pero don Álvaro de Luna, temiendo como era de ver el prestigio de este nuevo contrario, más terrible por sus recomendables cualidades, que por su poder el otro infante de Aragón, entonces rey de Navarra, levantara contra él súbita e implacable persecución, obligándole a retirarse a su estado de Ampurias desde donde se disponía a vengar tamaño ultraje entrando por las Castillas al frente de ordenados y lucidos escuadrones. Por lo demás si a los buenos de este reino quedaba alguna esperanza de ver derribado algún día el partido de don Álvaro de Luna, podían únicamente apoyarla en el esplendor de este joven, digno por tantos títulos de la estimación y entusiasmo de los pueblos. Tal era el estado de las cosas de Castilla en la época de que hablamos, y tal la necesidad de que se solidase la marcha del gobierno, arrancando la raíz el poderoso bando, cuya desmesurada ambición y orgullo transtornaba los cimientos del estado, enemistaba entre sí los soberanos de la España, y hacía que continuamente ardiese el volcán de la discordia.




ArribaAbajoCapítulo VII

El abad


Habiendo descansado de las innumerables fatigas que últimamente sufriera, y casi cicatrizadas las heridas que recibió peleando con don Pelayo y sus secuaces, disponíase el caballero del Cisne a salir del monasterio de san Mauro y encaminarse al castillo de Arlanza, con el deseo de averiguar si eran ciertos los vagos rumores que corrían acerca de las violencias que se ejecutaban en su recinto. El haber visto que Blanca no era indiferente a sus afectos, y estar penetrado hasta lo sumo de los hidalgos principios que exaltaban el pecho de esta célebre hermosura, impulsábale a hacerse digno de ella convirtiéndose en el campeón de los que en aquel tiempo de desórdenes y revueltas gemían so el desapiadado yugo de tiránicos varones. Tal vez con este medio, se decía a sí mismo, lograré que lleguen mis hazañas a oídos de la deidad que reina en este desierto, y atraeré sobre mi cabeza las lágrimas de su alma sensible, y las bendiciones de los hombres de bien.

Pero la violenta inclinación a la hija de Castromerín contrariada por las dificultades que viera en el logro de estos amores y el odio al bárbaro don Pelayo, infundíanle atroz despecho, sombrío frenesí, y le hacían desear en medio de sus proyectos de venganza, la agitación y los peligros de la guerra. Ardía por arrojarse de nuevo al encuentro de su rival, atravesar buscándolo por encolerizados escuadrones y recibir si no lo alcanzaba la palma y la muerte de los héroes.

Sin embargo no efectuó inmediatamente estos deseos, detenido por los ruegos y persuasivas instancias del respetable abad de san Mauro.

-¿A qué viene, le decía, toda esa precipitación cuando corréis el riesgo, si vestís tan de pronto la armadura, de que se abran las heridas que recibisteis?

-Padre mío, exclamaba el hijo de Pimentel, no sabéis lo que sufre el guerrero pasando en la ociosidad los momentos que debe consagrar a la gloria.

-¡Ah! replicaba el anciano: si alguna vez tenéis la dicha de suspirar por el silencio del claustro, ya veréis como la ligereza juvenil se va convirtiendo en solidez, y la impetuosidad en mansedumbre. Ese corazón ora tan desasosegado y turbulento hallará quizás un horroroso vacío en el fondo de sí mismo, que no podrá llenar la gloria vana; un horroroso vacío que le hará odiar la vida cuando más le rodeen sus delicias, y anhelar en medio de ellas una felicidad menos estrepitosa, menos veloz y más pura. ¡Cuántas veces una tristeza que os parecerá fuera de sazón irá a sorprenderos en medio de vuestros triunfos! ¡Cuántas veces una lágrima indiscreta, un fugitivo suspiro, un ansia desconocida os harán recordar las dulzuras de esta pacífica morada! Así también llamaba un ave misteriosa al elocuente Agustino, y el eco de la trompeta del juicio estremecía a Jerónimo entre los blandos deleites de la capital del mundo.

Algo templado el impetuoso joven con este lenguaje místico y afectuoso, no salía de aquel antiguo santuario aguardando para hacerlo la completa restauración de sus fuerzas. La desesperación iba dando insensiblemente lugar a una melancolía más suave, y ya la quietud de aquellos sitios no dejaba de acomodarse al temple de su ánimo, naturalmente pensativo y melancólico. En esta situación apacible del espíritu observaba tristemente cual silbaban los vientos por los claustros del monasterio, e iban a estrellarse en la puerta de una celda solitaria, como también se estrellaban allí las pasiones mundanas y las vanidades de los hombres. Acaso llena de majestad y sosiego inspirábale la noche un suavísimo deleite: cuando apenas se percibía el manso rumor de las olas del cercano río algo confundido con el susurro de los árboles, y derramaba la luna su amortiguado brillo por entre las elegantes hileras de arcos góticos; envidiaba el fervor de aquellos solitarios, cuyo corazón puro, entonces en perfecta armonía con la calma de la naturaleza, se entregaba a las espirituales meditaciones de la felicidad que Dios promete a los justos.

En esto el eco lúgubre de la campana daba un colorido más tierno a las meditaciones del caballero: veía después los cenobitas con sus túnicas blancas y el mayor recogimiento bajando uno tras de otro por un corredor distante hacia el coro, y dudaba si era aquello una aparición sobrenatural, hasta que interrumpían con su canto el curso de sus ideas y el profundo silencio de la noche.

Pero de todos los solitarios que habitaban aquel convento, ninguno le parecía tan respetable y acreedor a su aprecio como el que obtenía el título de abad, con quien había hecho conocimiento desde que calmó su efervescencia, persuadiéndole con tanta dulzura que no saliese de allí hasta la perfecta curación de sus heridas. Era un anciano prudente y cariñoso, digno ministro del evangelio por su templanza, ilustración y virtudes. Su apacible rostro, poblada barba, y majestuosa estatura le daban a conocer por el patriarca de aquel desierto. Tenía los ojos vivos, gratas las palabras como los perfumes de la feliz Arabia, y en su sonrisa había algo de candoroso e inocente que recordaba la sencillez de la infancia. Muchas veces paseando con el hijo de Pimentel por los bosques que rodeaban aquel solitario edificio, referíale con el candor de los padres del yermo las circunstancias que le hicieron tomar la senda del monasterio.

-No por despecho, no por consideración, le decía, me sentí inclinado a la vida religiosa. Lecturas santas, venerables amigos, divinos coloquios me obligaron a hacer el cotejo entre la quietud del claustro y las borrascas del siglo. Hijo de una familia ilustre empecé la carrera de la vida dedicándome como vos al ejercicio de las armas. Aún me acuerdo del terror que se apoderó de todos los habitantes de la tierra cuando el agigantado Tamorlán, allegador de gente baja, caudillo de un número grande y descomunal de soldados se levantó al improviso, rompiendo por las provincias de levante, a manera de caudaloso torrente que todo lo devastase y destruyese. Los partos, los egipcios, los turcos se postraron bajo su sangrienta cimitarra, y adoraron a aquel bárbaro endiosado con tantos triunfos y desmedido poder. Los pueblos de occidente temieron que también les alcanzase aquel azote del género humano, y yo fui uno de los embajadores nombrados por el rey don Enrique de Castilla para ir al campamento del feroz escita, y en su nombre felicitarle por sus terribles victorias.

-Perdonad mi ignorancia, padre mío, interrumpiole admirado el caballero del Cisne: ¿cómo había de creer hallar en este retiro uno de los famosos hidalgos que hicieron el viaje de que se cuentan tan maravillosos sucesos?

-Por eso, le respondió el anciano, no me admiro de que os seduzcan en edad tan vigorosa y juvenil las mágicas ilusiones de la gloria. Tal ¡ay! fuera en otros tiempos, pero los desengaños y las desgracias hiciéronme dar de mano al comercio de los hombres. Como me irritaba su aspecto me separé de las ciudades, y arrastrado de no sé que secreto impulso, perdíame por los bosques cual si hubiese de hallar en ellos alivio a mi saciedad y aburrimiento. Una tarde que andaba errando por lo más espeso de la selva, oí de repente el eco de una campana: acometiome cierta alegría desconocida, y acordeme de las dulces auroras de mi infancia, de los cariños de mi buena madre y de la consoladora religión en que me habían educado. Lágrimas saltaron de mis ojos con tan blandos recuerdos y encamineme taciturno al monasterio de donde salieran los misteriosos sonidos. No puedo pintar lo que por mí pasó mientras cantaron aquellos venerables solitarios los himnos de la tarde: oculto entre los arcos del templo, y viendo al través de las ventanas los estériles peñascos que circundan sus antiguos muros, figurábame estar en los desiertos de la Tebaida, oír a los Antonios y Macarios, y descubrirlos por entre las perfiladas columnas de aquel santuario, con su báculo blanco y su plateada barba. ¡Ah! desde aquel momento fui otro hombre: lloré y creí: dulcificose la violencia de mi desesperación, y sucedió a ella una agradable tristeza: medité día y noche las santas escrituras, y mi alma volvió insensiblemente la atención a objetos grandes, luminosos y sublimes.

Sentíase enternecido el caballero del Cisne al escuchar un lenguaje tan amoroso y puro. Miraba con cierta veneración aquel sacerdote de los tiempos antiguos, y se figuraba oír en él a uno de aquellos patriarcas de la familia de Abraham, cuya existencia iba sosegadamente a su fin como el curso majestuoso de los ríos que se deslizan por las llanuras fértiles del Asia.

-Nunca recorro las misteriosas páginas de aquel sagrado libro, continuó el santo monje con dulce entusiasmo, sin llenarme de sorpresa contemplando el orden y la creación del universo; de admiración sublime cuando a la voz del Criador divide el primer rayo de luz el tenebroso caos, y veo la tierra bordada de flores, los peces hendiendo las fugaces ondas, las aves atravesando los aires, y elevarse el hombre en medio de tantas maravillas como la obra maestra del Altísimo. Y no menos me sorprende aquel numeroso pueblo descendiente de santa y respetable familia, que prospera con la bendición del Señor en medio de las calamidades, se multiplica en las cadenas, y lleva la desolación y el espanto con terribles prodigios, con plagas ominosas al pecho de un rey soberbio y al corazón de vasallos no menos vengativos y feroces. Cámbiase empero la sorpresa en humillación y ternura, cuando al son del arpa oigo vaticinar a los profetas la elevación y caída de los imperios, y después de haberme deslumbrado con el cuadro de su viciosa prosperidad, hácenme sentar sobre las ejemplares ruinas de Menfis, Jerusalén y Babilonia. ¡Ah! ¡no sabéis cuanto suaviza los dolores del espíritu la profunda meditación de los libros santos!

-Veo, padre mío, díjole el caballero después de algunos momentos de silencio, que esas sabrosas pláticas calman el hervor de mi sangre y desvanecen la sombría desesperación que se había apoderado de mi espíritu. Hallo como un bálsamo consolador en la blanda persuasión que, semejante a un purísimo raudal, fluye de vuestros divinos labios. La religión os presta un carácter sagrado, y este desierto sublime, esta silenciosa inmensidad parece comunicar a vuestro acento la energía de los profetas y la dulzura de los ángeles. Acaso perseguido de la fortuna, aburrido también de las pompas y vanidades humanas, me veáis llamar algún día a las puertas de san Mauro, implorando de vuestra ardiente caridad algún consuelo. Si tal llegare, añadía casi con lágrimas, y si es en balde que se combata en la tierra por la humanidad y la virtud, no rehuséis entonces abrirme los paternales brazos y acogerme benignamente en el seno de estas soledades. Por lo demás sería un ingrato si os callase por más tiempo mi verdadero nombre: llámanme por las Castillas el caballero del Cisne...

-¡Qué oigo! exclamó el prelado: ¿el hijo del ilustre Pimentel? ¡Ah! ¡cuánto me complazco en estrecharos en mis brazos! ¡Cuánto en haber recibido bajo nuestro techo hospitalario al héroe de Aragón!

-Basta, padre, basta, decía Ramiro algo confuso con aquellos elogios; sólo deseo manifestar mi sincera gratitud a vuestra generosa acogida.

-El veros en estos sitios, continuó el anciano, me alegra y entristece al mismo tiempo. Sabed que he sido uno de los mejores amigos de vuestro padre: en nuestra juventud hicimos juntos la guerra contra Portugal, y desde entonces ni los años, ni la distancia han podido enflaquecer mi afecto. Algunas veces habreisle oído hacer mención de Gómez de Salazar.

-Nunca os apartáis de su memoria, respondiole el caballero, pero sin duda ignora que hayáis vestido los hábitos de Monje.

-Pues últimamente habrá llegado a su noticia. Hace no muchos días pasó por aquí un paladín aventurero diciendo que de su parte os buscaba por todo Castilla, tanto por el peligro que corréis en estas tierras, como porque os espera para abrir la campaña el infante don Enrique de Aragón. Iba de incógnito sin empresa en el escudo, a guisa de caballero novel, y habíale dicho el conde que sólo podía descubrirse al abad del monasterio de san Mauro. Sin duda supo que bajo de este sayal se oculta su antiguo amigo, y creería que acaso necesitase de mi auxilio aquel guerrero, si convenía a sus fines permanecer escondido en las inmediaciones de Castromerín.

-¿Y no indicó a qué punto debía dirigirme? preguntó Ramiro con impaciencia.

-Al castillo de san Servando donde reside el conde de Urgel. Ya os acordaréis de que el padre de este ilustre joven se atrevió a disputar al infante don Fernando de Castilla la corona de Aragón. Después de sangrientas lides, sitiáronlo en la ciudad de Balaguer, capital de su condado, donde por fin hubo de rendirse quedando su persona a merced del vencedor. Encerrole en un castillo el monarca aragonés, y allí acabó sus tristes días, dejando en la tierra dos infelices huérfanos. Arnaldo fue educado por orden del infante don Enrique en el mismo san Servando, edificio situado hacia la Francia en un rincón de Cataluña, única parte que le dejaran de la rica herencia de sus abuelos; y vuestro padre colocó a la joven Matilde en las monjas de san Dionisio de París, donde ha sido noblemente instruida a sus expensas.

-¿Según eso, replicó Ramiro, me habláis del bizarro joven cuya audacia en intrepidez han sido célebres en la guerra que la casa de Aragón hace en Italia?

-Precisamente, respondiole el buen prelado: allá fue siguiendo a su bienhechor, y en medio del estrépito de las armas, trabó estrecha amistad con su hijo, mozo de sus mismo años, el que para vengar la muerte del padre y recobrar los estados que le dejara en Castilla, emprende ahora la guerra contra don Juan el II, y os llama a fin de que le acompañéis en ella alagado sin duda por el esplendor de vuestra gloria. El intrépido Arnaldo conducirá la vanguardia, por lo cual el rey don Alonso de Aragón le restituye parte de sus bienes, y aún anda muy valido, que al concluirse la nueva lucha volverán a su poder las antiguas posesiones de los señores de Urgel.

-Muy amigo era mi padre del infeliz conde Armengol, mas no lo pudo salvar de su desgracia. De entonces se interesó tiernamente por los dos ilustres huérfanos, y diversas veces me ha hablado de las brillantes empresas de Arnaldo en las campañas de Nápoles.

-Pues ahora, según dijo también el mensajero, quiere que os reunáis con él para que juntos toméis la vuelta de Ampurias, residencia del esforzado don Enrique de Aragón. El noble infante trata de romper por las Castillas llevando la juventud más escogida y belicosa de aquel reino, y ved aquí por qué uno de los que más llaman su atención es el caballero del Cisne.

-Entonces hoy mismo me pondré en marcha para san Servando: siendo el condestable de Castilla el enemigo capital de los Pimenteles de Aragón, y contribuyendo con sus tramas a qué me arrebate su hijo la noble prez que yo ganara en el torneo de Segovia; no tengo menos motivos que el infante don Enrique para aborrecerlo de muerte y estar sediento de su sangre.

-Cuidad no obstante, le dijo el prudente religioso, de que no sospechen quien sois al atravesar por los estados del rey don Juan. Tiemblo por vos, amable joven, y si pereciereis a manos de un aleve, estoy seguro de que el conde de Pimentel no sobreviviera a tal desgracia. Mucho me entristecen las desavenencias que hay entre los grandes de la tierra, y si el sacrificio de mis canas pudiese ablandar la ira del Ser supremo, no dudaría un momento en inclinar sobre el ara mi culpable cabeza; pero Dios envía para castigar a los hombres la cólera de los reyes, y el brazo de su justicia pesa de continuo sobre los pueblos rebeldes. Con todo, hijo mío, justo es que corráis a la defensa de la patria, y honréis la ancianidad de mi valeroso amigo.




ArribaAbajoCapítulo VIII

Un barón del siglo XV


Aquella misma tarde recibió Ramiro de Linares la bendición del noble abad de san Mauro y dirigiose con un escudero al norte de la península. No sin graves riesgos pudo llegar a los estados de la corona de Aragón por donde continuó su marcha hacia el sitio en que habitaba el bravo Arnaldo de Urgel. A medida que se iba acercando al condado de este nombre, presentábase el terreno más salvaje y montuoso. El Segre corría silenciosamente por entre dos altas montañas describiendo caprichosos giros, y por el hueco que ellas formaban se descubría un edificio oscuro elevado en lo más áspero y silvestre de la sierra: era el castillo de san Servando. Sólo distaba una jornada de la ciudad de Balaguer, famoso a la sazón y muy conocido en aquella comarca por residir allí el heredero del antiguo conde. Y como muchos de los habitantes se habían armado para acompañarle a la guerra de Castilla, país considerado por ellos como su eterno y natural enemigo; veíanse varios pelotones de hombres de armas vadeando el río o ya subiendo por las áridas cumbres, cuyas sombrías facciones los hicieran tomar fácilmente por los bandidos de aquellos montes.

Guiado el hijo de Pimentel por ellos, poco antes del medio día divisó algunos perros corriendo tras de un lobo y a poco rato el caballero, que acompañado de un solo criado, iba en su persecución, hollando con ligera planta tan arduas y encumbradas selvas. Llegose el paje al escudero de Ramiro para preguntarle el nombre del paladín que al parecer se dirigía a san Servando, y así que lo supo corrió a decirlo a su señor, el cual mudando la dirección fuese inmediatamente al encuentro del extranjero, y tendiole la mano diciendo: bien llegado sea el caballero del Cisne a los estados de mis padres. Apeose al mismo punto el hijo de Pimentel, y mientras correspondía con noble cordialidad a las afectuosas demostraciones de Arnaldo, admiraba interiormente su hidalgo y cortesano porte. Era de mediana estatura, pero suelto, proporcionado, y un gabán de color oscuro orillado de ricas pieles, muy ceñido y largo solamente hasta las rodillas, realzaba la gentileza y elegancia de sus formas. Apretado botín del mismo color subía hasta la mitad de la pierna, y la graciosa gorra coronada de plumas que llevaba en la cabeza, de la que se desprendía en numerosos bucles la rizada cabellera, daba marcial expresión a sus ojos ardientes y perspicaces, y animaba las facciones de aquel rostro varonil. Salía del cinto de terciopelo carmesí, que sujetaba el gabán en derredor de su airoso talle, un puñal con rica empuñadura de oro, y el paje llevaba el arco y las flechas de que se servía el intrépido barón contra los jabalíes y otras fieras de aquellas hórridas montañas.

Aunque cierto aire de afabilidad y franqueza daba a primera vista mayor recomendación a las gracias de su persona, hábiles fisonomistas hallaran que criticar en él examinándolo de cerca. Las cejas y el labio superior anunciaban la costumbre del mando; los ademanes, aunque naturales y sencillos, la ventajosa idea que tenía concebida de su propia superioridad, y a veces el involuntario movimiento de los ojos, su carácter fiero, orgulloso y vengativo. Por otra parte la expresión de sus rasgos era tanto más fuerte, cuanto se veía que podía darles la que juzgase a propósito a sus miras, en razón de lo cual era algo parecido su primer encuentro a los hermosos días de verano, que al paso que nos embelesan, anuncian con señales casi imperceptibles que no desaparecerán del horizonte sin que amenace el huracán las mieses de las campiñas.

En la primera entrevista no tuvo lugar el caballero del Cisne para hacer todas estas observaciones, por cuanto recibiole Arnaldo de Urgel como un amigo y compañero de armas, manifestando la mayor satisfacción en hacer la próxima campaña con tan famoso guerrero.

-Si alguna vez, le decía, he alimentado la esperanza de recobrar los estados de mi malogrado padre combatiendo contra don Álvaro de Luna, es cuando voy a perseguirle con el que ha sido desde sus primeros años el terror de las falanges castellanas.

-Os suplico que me habléis del conde de Pimentel, le dijo atajándole el del Cisne: figúromelo lleno de entusiasmo por una guerra como la que vamos a emprender.

-¡Oh! no lo dudéis, respondió Arnaldo: inflámanle por una parte los alevosos manejos del condestable contra el reino de Aragón, y la reunión por otra de tantos caballeros jóvenes, entusiastas y bizarros.

-Y decidme, amado conde, ¿hace mucho tiempo que le hablasteis?

-Apenas un mes: gozoso por el triunfo que acababais de conseguir en el torneo de Segovia, aunque algo resentido de que no le hubieseis dado parte de vuestra última andanza, no se cansaba de hablar de vos, y ponderar cual sería la humillación de sus enemigos. Hice un viaje a su castillo a fin de suplicarle de parte del infante don Enrique que vinieseis a pelear bajo de nuestras banderas, y sensible el noble conde a distinción tan honrosa envió al momento uno de sus pajes para que en traje de aventurero os anduviese buscando por los reinos de Castilla.

Hablole en seguida de los preparativos de aquella guerra, de las hermosas cualidades de don Enrique, y de lo mucho que contribuyó don Álvaro de Luna a que el infante don Fernando, tío del rey don Juan el II, se sentase en el trono de Aragón, y encerrase perpetuamente en un castillo a Armengol de Urgel su desventurado rival.

Sin embargo, temiendo el conde el modo de pensar recto, a la par que franco, que a primera vista ya se echaba de ver en don Ramiro, calló que abrigase en el fondo de su corazón un proyecto de alguna más importancia que el de recuperar a fuerza de servicios y valor los estados de la casa de Urgel. Inclinado desde su más tierna infancia al joven don Enrique de Aragón, las prendas caballerescas de este príncipe, y las pruebas que le diera de la amistad con que lo distinguía, habían hecho concebir al atrevido Arnaldo el audaz proyecto de aprovecharse de los bandos y disensiones que dividían entonces la corte de Valladolid para colocarlo en el trono de Castilla. El ardiente entusiasmo con que lo había concebido, y la actividad que desplegara para su realización, traían su origen de la esperanza de participar de inmensos bienes y esclarecida gloria, al mismo tiempo que del deseo de vengarse de los enemigos de su linaje. He aquí porque había visitado a menudo desde su vuelta de Italia algunas principales familias del reino de Aragón, extinguido sus desavenencias, lisonjeado su avaricia u orgullo, y hécholas entrar con esto secretamente en sus planes.

Ya llegaban entonces los dos jóvenes caballeros al castillo de san Servando, vasto y grosero palacio sin ninguno de los prolijos adornos que hermoseaban en aquella época las moradas de poderosos barones. Los muros que lo rodeaban y las paredes del cuerpo del edificio eran de singular robustez: en todo se descubría la infancia del arte, y hasta las escasas labores que coronaban algunas de las ventanas, daban idea de una mano harto rústica y pesada. Elevábase en la cumbre de la sierra desde donde dominaba un dilatado país, tan áspero e inculto al parecer como la arquitectura de aquel alcázar solitario. No obstante la rudeza de los vasallos de san Servando era en algún modo compensada por un valor a toda prueba, y una fidelidad que jamás se vio desmentida. Zafios y feroces, pero robustos y esforzados, seguían a su señor al campo de batalla, y celebraban en versos provenzales, rebosando de energía sus inmortales proezas.

El caballero del Cisne fue agradablemente sorprendido de ver al entrar en el castillo más de cien montañeses perfectamente armados, que se ejercitaban en disparar el arco, blandir la lanza y disputarse el premio en la lucha y la carrera. Era por demás la agilidad y la astucia de que daban muestras en estos juegos gimnásticos: atravesaban con el dardo una hojita sutil a larga distancia, y despedían la pica con tal ímpetu y certeza, que haciéndola silbar por los aires, dejábanla temblando en el tronco del árbol donde clavaran el ojo.

Concluido este marcial espectáculo dijo el conde a su nuevo amigo que ya era hora de ir a comer. Extendíase el salón destinado para comedor en la parte baja del edificio, y una sólida mesa de encina casi lo ocupaba desde el uno al otro extremo. La comida fue abundante, pero algo tosca y sencilla: infinitos los convidados, algunos de ellos nobles barones de las cercanías, los restantes, ricos vasallos de la casa de Urgel, o capitanes de la vanguardia a cuya frente iba a colocarse el conde Arnaldo. Amén de estas prolongadas hileras de huéspedes, notábase sobre la yerba, más allá de la puerta grande del castillo abierta de par en par, multitud de montañeses que recibía las sobras del abundoso festín. Veíanse formando a lo lejos grupos inquietos y movedizos de mujeres, niños, soldados y mendigos, por entre los cuales igualmente se agitaban enormes perros de caza, prontos, obedientes y ligeros.

Si bien la hospitalidad del conde parecía tan pródiga como la de un príncipe, no dejaba de estar sujeta a las reglas de la más prudente economía. Habíase recurrido a la despensa reservada del castillo a fin de poder presentar al caballero del Cisne algunos platos dignos de tan ilustre huésped. Por lo demás proveíase el resto de la mesa con enormes pedazos de vaca y de carnero, sabrosos quesos, frutas aunque secas incitativas, pan medianamente blanco, y sendos jarros del vino, a la verdad algo flojo, que producen aquellas comarcas. Pero en medio de este laberinto de platos y diversidad de manjares, lo que más campeada en aquella mesa era un carnero que sobresalía en el centro asado con tan diestro artificio, que para ello no tuvo el cocinero necesidad de dividirlo. Sin duda a fin de dar una idea de sus talentos había hecho que conservase la pobre víctima su posición natural, rareza singular que no la salvó de la voracidad de aquellas gentes. Mirábanla rato había con ojo examinador cual si cada uno espiase el hueco por donde la debía herir, y en efecto a una señal del conde Arnaldo atacáronla vigorosamente con los puñales, sin que pasado un instante quedase otra cosa de ella que un limpio y desagradable esqueleto.

Mientras duraba el festín mezclábanse las ásperas consonancias de una música guerrera con la algazara y los vivas de los bulliciosos concurrentes. Producíala un grupo de clarineros colocado a calculada distancia, sin duda con el objeto de que los sonidos poco delicados de sus instrumentos no aturdiesen la sala del banquete con sus robustos ecos. Las proezas que recordaban aquellos belicosos aires a los valientes allí reunidos, el entusiasmo que ardía en sus pechos escuchando o refiriendo lances de grandes peligros, descomunales cuchilladas y reveses, y sobre todo el menudeo de los brindis y el vigor de los manjares; hacía que ya se hubiese como desencadenado la alegría, y se guardase menos moderación en las acciones y comedimiento en las palabras.

Pero en medio de tanto estrépito óyese de repente la voz del conde de Urgel, y callaron todos en el mismo punto para prestarle atención.

-¿Pues qué, amigos míos, no hay por aquí, les dijo, algún inspirado trovador que haga oír a nuestro huésped los grandes hechos de armas en que se señalaron nuestros mayores? ¿Es posible que ya no se eleven debajo de estas venerables bóvedas los acentos de un sublime cantor para enardecer los espíritus? No se diga de nosotros que miramos con desprecio las costumbres de nuestros padres: ellos escuchaban con ternura el elogio de los héroes, y este célebre caballero, aunque no tiene mayor motivo para entender la lengua provenzal, también prestará grato oído a las celestiales inspiraciones de nuestros poetas.

Apenas había dicho estas palabras, levantose un joven en medio de la tumultuosa asamblea, y al plácido son del arpa se puso a cantar con voz bastante débil, interrumpida por ardientes suspiros. Animándose luego por grados no sólo logró cual si verdaderamente fuese un mortal inspirado, sino advertir que su férvido entusiasmo comenzaba a conmover la concurrencia. Al principio tenía los ojos bajos, pero muy luego los revolvió fieramente por la estancia, exigiendo más bien que suplicando la atención de sus oyentes. La Sibila que en medio de tormentosa noche evoca los muertos con su canto desde el fondo de lúgubres cuevas, o la Pitonisa de Delfos agitándose sobre la trípode a fin de augurar el destino de los imperios, son débiles comparaciones para pintar la robusta expresión, la frenética energía del trovador que en el castillo de san Servando ensalzaba a los antiguos héroes de Cataluña.

Aunque entendiese muy poco el caballero del Cisne la lengua provenzal, tenía fijos los ojos en el Orfeo de aquellos desiertos. Parecíale al principio que lamentaba el desastrado fin de famosos guerreros, al paso que dirigiendo a otros la palabra les animaba con elogios, afeaba su cobardía con denuestos, o embravecíales con amenazas. De pronto creyó distinguir su nombre en los labios del joven cantor, y confirmole en esta idea el ver que los ojos de todo el concurso se volvieron hacia él por un rápido y espontáneo movimiento. Ya en esto la llama del poeta se había comunicado con la velocidad de un fuego eléctrico a todos los circunstantes: pintábase en sus figuras montaraces y ennegrecidas el furor de las pasiones; agitábanse sus músculos, y cualquiera hubiese dicho que de sus entreabiertos labios destilaba sangre impura. Arrebatados en fin de la fuerza y armonía de los versos corrieron a colocarse en torno del trovador; y levantando los brazos con una especie de éxtasis, los llevaban involuntariamente a la empuñadura de sus espadas. Entonces con los trajes guerreros, las plumas que tremolaban sobre sus cabezas, y los feroces rasgos de sus fisonomías formaban un grupo digno del vigoroso y sombrío pincel del Salvator Rosa. Sin embargo cesó el canto, reinó por algunos instantes el más profundo silencio, y se calmaron poco a poco aquellos bárbaros continentes, recobrando cada uno el carácter que le era propio.

El conde Arnaldo que durante esta escena se ocupara más en observar los efectos producidos por el poeta que en dejarse arrebatar él mismo de su mágica influencia, llenó de fuerte licor una copa de plata que cabía lo menos media azumbre, y presentándola al hijo de Apolo le rogó que la aceptase como muestra de su agradecimiento, así que hubiera bebido el espirituoso néctar que encerraba.

-Sabed, añadió, que os venero como al Píndaro de estas selvas, al más canoro cisne del país del arpa, y al más digno descendiente del celebrado Blondel de Nesle.

El regalo fue recibido con las más sinceras demostraciones de gratitud y cortesía, y no hubo uno solo de los caudillos y demás gente allí reunida, que no aplaudiese hasta las nubes la generosidad del noble conde.

Manifestole Ramiro un vivo deseo de penetrar el verdadero sentido del himno que acababa de producir en aquella reunión tan extraordinarios efectos.

-A vuestro taciturno aspecto, respondiole Arnaldo, me había sido fácil adivinar que os ocupaba semejante idea, e iba a proponeros si queríais subir a los aposentos de mi hermana Matilde, que tanto debe a la casa de Pimentel, a fin de que como más inteligente que yo en la gaya ciencia satisfaga vuestra natural curiosidad.

Aceptó gustoso el hijo de don Íñigo aquel ofrecimiento, y encaminose con su amigo a las estancias superiores del palacio donde habitaba la hermana del gallardo conde, después de haber dicho este algunas palabras a los convidados que estaban a su alrededor. Apenas habían salido de la sala del festín, oyeron como resonaban por mucho tiempo en ella mil fervorosos brindis en honor de Arnaldo y a la prosperidad de su casa, lo cual dio al caballero del Cisne una idea de lo mucho que lo estimaban sus vasallos.




ArribaAbajoCapítulo IX

Los dos hermanos


Las salas ocupadas por Matilde de Urgel y sus sirvientas tenían muy sencillos adornos, al paso que brillaba en ellos un pulidísimo aseo y el más exquisito gusto. Parece que se habían propuesto los dos hermanos gastar lo menos posible en ornatos lujosos, a fin de que no faltasen al conde los medios de ejercer con brillantez, y aún con profusión las virtudes hospitalarias, para aumentar de esta manera el número de sus vasallos y prosélitos. Sin embargo, no se advertía la misma simplicidad en las ropas de la nobilísima doncella: era su traje rico a la vez y elegante, y tanto en la forma como en la manera de llevarlo ostentaba la cultura de las costumbres de Venecia, y el aliño seductor de las damas de París. Caíanle los cabellos en luengos bucles sobre el seno y las espaldas, y una especie de diadema de oro, salpicada de diamantes, realzaba gallardamente su color de ébano, dando a toda su figura la apacible majestad de una reina asiática.

Matilde de Urgel tenía mucha semejanza con su hermano: igual forma de rostro, igual perfil a la griega, los brillantes ojos, las graciosas cejas, la penetrante ojeada; pero el conde estaba algo tomado del sol, y era Matilde más blanca que el alabastro: chocaba en Arnaldo un aire de marcialidad juvenil, y esta misma fiereza se veía en los rasgos de su hermana suavemente dulcificada con seductora sonrisa, y el metal de voz más sonoro y halagüeño. Cuando era de su gusto la conversación, no solamente sabía desplegar en ella los giros de una flexible elocuencia, sino tomar los tonos propios para persuadir, convencer, y hacerse escuchar sobre todo con interés y embeleso. La impetuosa mirada de Arnaldo parecía anunciar cierto despecho interior en razón de los obstáculos que había de vencer; pero pintábase en la de Matilde el irresistible encanto de una afectuosa tristeza.

Bien se descubría en estos síntomas que sólo respiraba el uno por el poder, las dignidades y la gloria, mientras la otra satisfecha con su suerte plañía de todo corazón a los que se dejaban dominar de la sed de las riquezas y los prestigios del orgullo. Entrambos ya por los principios en que se habían educado, ya por lo mucho que debían a sus ilustres bienhechores, miraban cual obligación sagrada el sacrificarse por ellos. Arnaldo como hombre que deseaba medrar, como guerrero criado entre el estruendo de las armas se inclinaba al infante de Aragón: Matilde aunque agradecida al joven príncipe la desinteresada amistad que profesaba al último vástago de su familia, creíase secretamente más obligada al señor de Pimentel: respetábalo como a un padre, y pedía de continuo al cielo en sus inocentes plegarias le permitiese consagrar sus días en beneficio de aquel anciano, y suavizarle las incomodidades de la vejez con su cariño filial. Así que supo que su famoso hijo era el objeto de las iras del condestable don Álvaro, y que por este motivo entraba el conde en los planes del infante de Aragón contra el monarca de Castilla, se alegró de ver reunidos los deseos de sus respetables protectores, y juró arrostrar toda suerte de obstáculos y hacer los más altos sacrificios para coadyuvar al feliz éxito de sus osados proyectos.

Harto se comprende por lo que acabamos de referir que su modo de pensar sobre este punto había de ser algo más generoso que el de su hermano. Acostumbrado este a los manejos de la corte, y siendo por naturaleza ambicioso, mezclábanse hasta cierto punto estas cualidades en la amistad que manifestaba al infante don Enrique. Ocupábase ante todo de su propio engrandecimiento, y a pesar del celoso fervor con que entonces reuniera sus vasallos y corría a ponerse al frente de la nueva expedición; no era fácil decidir si tenía mas parte en ello el agradecimiento a su augusto amigo, o el deseo de ensanchar sus dominios y volver a su familia la antigua y eclipsada pompa. Pero el corazón de Matilde ardía en el amor más puro y desinteresado por los que honraron la memoria del autor de sus días, enjugando las lágrimas de sus inocentes huérfanos. En obsequio de tan dulce recuerdo gran parte de una pensión, que recibía de la corte de Zaragoza, estaba consagrada a socorrer los enfermos y ancianos de los estados del conde, y era por lo mismo tan grande el amor de aquellas gentes, que la miraban como un serafín enviado del cielo para alivio de sus cuitas y miserias. En fin, los dones de que la colmó naturaleza, los elegantes modales de una fina educación, y lo mucho que entendía en la literatura italiana y provenzal, hacíanla muy superior no solamente a su hermano, sino también a todas las bellezas de los dominios de Aragón.

Y si nos fuese permitido trazar un paralelo entre las dos célebres beldades de aquel siglo Matilde de Urgel y Blanca de Castromerín, diríamos que esta parecía más tierna, y aquella más melancólica. Una y otra habían nacido para embellecer la sociedad y entusiasmar a los héroes; sin embargo, Blanca tenía más brillantez por haberse criado siempre en la opulencia, y Matilde más recogimiento por haber conocido la desgracia. Aquella lo debía casi todo a la naturaleza, esta debía mucho a la educación: si la una lloraba era porque en aquel momento se creía desdichada; pero vertía la otra lágrimas involuntarias de ternura sólo para dar pábulo a su tristeza habitual. Aunque ambas eran de carácter blando, primero se echaba de ver en Blanca la belleza que la dulzura, y esta cualidad en Matilde era aún más reparable que la de su rara belleza. La heredera de Castromerín amorosa, inocente, a veces jovial, era como el parto más risueño de la imaginación, el ser más lindo de la especie humana; la hija del infeliz conde de Urgel lánguida, pensativa y solitaria parecía en su tristeza misma ser superior a los hombres y participar de la naturaleza de los ángeles. ¡Ah! con un corazón igualmente tierno, igualmente formado para el amor, al parecer había de hallar Blanca la felicidad de su vida en esta pasión violenta, y en ella la sensible Matilde su desgracia por leerse en los rasgos de esta última aquella especie de fatalidad que apareció más tarde en los de María de Escocia.

Terminadas las ceremonias de esta presentación, tomó Arnaldo la palabra y dirigiéndose a su hermana: antes que yo baje, le dijo, a llenar los deberes que me impone la hospitalidad y la usanza de nuestros mayores, tengo el placer de participaros que el caballero del Cisne es un admirador entusiasta de los poetas provenzales, aunque con la desgracia de entender muy poco su lengua. Le he dicho que se hallaba en vos rara facilidad y talento para traducirlos en castellano, y desearía tuvieseis la condescendencia de recitarle en este idioma la composición provenzal, que Cabestany nos ha cantado en la comida. Y si no temiera vuestra inocente ira, no tendría reparo en decir a don Ramiro que sois como la musa de los trovadores, y que someten sus versos a vuestro examen antes de publicarlos.

-¿Cómo es posible que digáis eso, querido Arnaldo? Harto sabéis que mis traducciones pueden interesar muy poco a quien las oiga, aun cuando fuesen hechas con la maestría que habéis indicado.

-Yo juzgo de los demás por mí mismo: hoy me han costado los versos de Cabestany la mejor copa de plata que había en san Servando, porque ya os acordareis de aquel antiguo proverbio: «cuando la mano del barón se cierra, enmudece el trovador.»

-Muy bien dicho, Arnaldo, pero de aquí en adelante sed más prudente en guardar mis secretos si queréis que haga otro tanto con los vuestros...

-¡Bravo! carissima sorella: he aquí lo que se llama herir por los mismos filos; pero esperan mis convidados y os dejo para que habléis a vuestro sabor acerca de la belleza de los versos provenzales, sin ser incomodados por la presencia de un hombre enteramente profano a sus misterios.- Dijo, y salió del aposento.

Su amable hermana y el caballero del Cisne hicieron desde entonces el gasto de la conversación; pues aunque había en la misma estancia dos doncellas, destinadas al parecer a amenizar la vida solitaria y uniforme de Matilde, no tomaron parte alguna en el diálogo. Tuvo este por objeto el mismo tema que el conde había propuesto, y el entusiasmado Ramiro no experimentó menos sorpresa que satisfacción oyendo cuanto le refirió aquella hermosa joven acerca de la poesía de Provenza.

-Los habitantes de estas montañas, decíale Matilde, pasan las noches de invierno oyendo junto al hogar los versos en que se cuentan las guerras donde se hicieron célebres nuestros mayores, y las exageradas aventuras de los héroes. Tienen estas poesías cierto perfume de antigüedad que les da un afectuoso interés: por eso son tan conocidas en la Europa y las cantan nuestros poetas en los palacios de los reyes. Pero es preciso convenir en que pierden de su belleza cuando se traducen, y como si se evaporase el genio poético que las dictó, dan sólo una débil idea de la energía que brilla en la inspiración del trovador.

-¿Me atreveré a deciros, repuso tímidamente el caballero, que he creído oír mi nombre en los versos de Cabestany?

-Y no os habéis engañado, respondió Matilde: los poetas provenzales tienen el talento de improvisar, y como su lengua fluida, abundante y sonora se presta maravillosamente a los raptos de la fantasía; acontece que añaden por lo regular a sus cantos estrofas análogas a las circunstancias presentes.

-No sé qué daría por saber lo que le ha ocurrido decir acerca de un paladín como yo obscuro y desconocido.

-Pronto, respondió Matilde, será satisfecha vuestra curiosidad... y llamando a una de sus sirvientas, encargola que condujese al caballero a cierto paraje del bosque, más agradable que los floridos vergeles del oriente, prometiendo acudir también allí dentro de breves instantes.




ArribaCapítulo X

El canto del trovador provenzal


Hízolo salir la doncella por una puerta trasera, de donde oyeron a lo lejos el son de los clarines y los aplausos de los convidados, que aún no habían dejado la mesa del festín. Condújole después por un angosto sendero que se abría paso en medio de un valle más abajo del palacio, donde serpenteaba también un riachuelo cristalino. Habían andado cerca de un cuarto de hora, cuando llegaron a cierto sitio en qué la reunión de dos arroyos formaba el río poco caudaloso de qué acabamos de hablar. El más considerable de ellos venía del fondo del mismo valle, y parecía extenderse a largo trecho sin ser cortado por las rocas y colinas que se elevaban a cierta distancia como una majestuosa barrera. El otro traía su origen del seno de aromáticas montañas, y salía a borbotones de una gruta de granito que separaba en su falda dos empinados peñascos. Era el primero de blanda y apacible corriente y sus plateadas ondas si tal vez se derramaban como rociado con las perlas de la aurora; pero el segundo precipitábase rugiendo desde lo alto de las rocas, cubriéndolas a menudo de blanca y rabiosa espuma.

Hacia el nacimiento de este caprichoso manantial llevaba la hija del desierto al sorprendido guerrero, y un caminito recientemente arreglado a fin de que fuese más cómodo para Matilde, los condujo a una soledad mansa y deliciosa, absolutamente distinta de la que acababan de ver. Si los alrededores ásperos y descarnados del castillo tenían un carácter de uniformidad y desolación que abatía el espíritu, en cambio el cuadro que se desplegaba ahora ante sus ojos parecía realizar los más exaltados sueños de la imaginación y dar una idea del mágico país de los encantos.

Dos altas peñas cual terribles gigantes parecían defender la entrada de este misterioso retiro, y sólo al llegar junto a ellas advirtió el caballero que la senda por donde iba daba la vuelta en torno de sus masas imponentes. Las que se elevaban algo más lejos desde una y otra margen del arroyo inclinábanse tanto por lo más alto de su cumbre, que dos largos pinos cubiertos de musgo, colocados acaso sobre esta abertura formaban un puente rústico de más de ciento cincuenta pies de elevación sobre tres de ancho, suspendido al parecer entre la tierra y las nubes sin baranda ni apoyo alguno.

Al fijar la vista en aquel liviano tronco, que sólo parecía desde abajo una línea negra trazada en el vago espacio de la atmósfera, quedose como asombrado el caballero del Cisne; mas no pudo dejar de estremecerse descubriendo a Matilde y su doncella que semejantes a dos ninfas aéreas iban ligeramente a atravesarlo, sin que reparasen siquiera en aquel horroroso abismo. Y notando por azar la hermana del conde Arnaldo en el gentil caballero, detúvose en la mitad del frágil leño, y con ademán lleno de gracia y finura hízole desde allí un galán saludo moviendo el pañuelo blanco. Trémulo y pálido el hijo de Pimentel al contemplarla como suspensa en el aire, apenas tuvo valor, para corresponder a tal fineza, y sólo empezó a respirar cuando más veloz que el pensamiento viola correr a la opuesta orilla y ocultarse entre los árboles de sus bosques.

La otra joven hizo pasar a Ramiro por debajo del mismo puente que le había causado tanto susto.

Al paso que se acercaban al nacimiento del raudal hacíase más rápida la pendiente, terminando la pradera en un tosco anfiteatro donde estaban agradablemente confundidos el álamo blanco, la verde encina y los frondosos nogales. Comenzaba a ensancharse la garganta formada por aquellos montes, mas no por eso dejaban de ostentar las peñas sus erizados picos, ya pálidos y espantosos en su misma desnudez, ya cubiertos de zarzales y otros áridos arbustos. Haciendo un corto rodeo hallose repentinamente Ramiro ante una brillante cascada, más notable por el efecto pintoresco de su colocación que por la abundancia de las aguas o la altura de su caída. Producíala el mismo arroyo arrojándose desde la cumbre de una roca en profundo recipiente formado por la naturaleza, y aunque al estrellarse en él se deshacía en espuma y levantaba en torno como un ligero vapor, eran las ondas tan limpias y transparentes que se veía en el fondo hasta el más leve guijarro. Hinchábanse en aquella especie de espectáculo y corrían después con bastante mansedumbre a ocultarse por entre amontonadas peñas, de donde se veían precipitar más turbulentas hacia la pradera que últimamente atravesara el caballero del Cisne. Por los alrededores todo estaba en armonía con las bellezas de esta soledad majestuosa: bancos de césped colocados en el hueco cóncavo de las peñas, húmedas y sosegadas cuevas como practicadas en la vertiente misma de las colinas, sombrías arboledas inspirando silencioso temor cual si fuesen habitadas por las rústicas deidades; aumentaban el efecto de aquel plácido recinto, verdaderamente romántico y solitario.

Viendo Ramiro a Matilde en ademán de admirar el salto de las aguas se le figuró un ser formado por la emanación de su luminosa espuma, o el más querido de los ángeles contemplando la hermosura del universo en los primeros días de la creación. Su doncella la seguía con el arpa a poca distancia y el sol empezaba a ocultarse por la espalda de los montes. Sus débiles rayos derramando suave luz sobre los objetos daban más expresión a los ojos negros de Matilde y hacían resaltar la blancura de su tez y las dedicadas formas de su flexible cuerpo. El absorto joven convino interiormente en qué los delirios de su exaltada imaginación nunca le dieron la idea de una mujer tan perfecta, y en medio de su entusiasmo creíase transportado a los jardines del aromoso Edén.

Conociendo Matilde como toda mujer linda la influencia de sus gracias, no se le escapó la turbación del amable paladín, y diose prisa a cortar una escena que alarma siempre la delicadeza del pudor, sin manifestar haber comprendido las emociones que inspiraban sus encantos. Encaminose pues tranquilamente hacia una selva poco distante para que el ruido de la cascada no sufocase el son del arpa, sino que formase con ella una especie de armonía misteriosa. Sentose debajo de un arco aunque tosco muy gentil descrito por peñas cubiertas de blando musgo, y tomando el instrumento de manos de su doncella, volvió los ojos en torno cual si se complaciese en el cuadro que presentaba aquel agreste y apartado sitio.

-Ya veo, dijo después de algunos momentos de silencio, que acaso he abusado de vuestra condescendencia haciéndoos andar más de lo justo, pero me lo debéis perdonar en gracia de la buena intención que tuve en ello. No sólo creí que este sitio os podría embelesar, sino haceros indulgente en favor de una traducción inculta y desaliñada: mis versos por naturaleza rudos tienen necesidad de esos acompañamientos selváticos, y las musas provenzales, suspirando de continuo por las dulzuras de un silencioso retiro, gustan mezclar su voz con el ruido del torrente, y prefieren para su adorno las flores silvestres del desierto, a las brillantes guirnaldas de los jardines.

-¡Ah! respondió el caballero, nunca tuvieron las musas un intérprete tan digno de sus gracias y su genio.

-¿Por qué me habláis en ese tono de pura galantería? Matilde debe esperar más franqueza del hijo de su bienhechor. Por lo demás en medio de esa calma majestuosa me complazco en cantar las proezas de nuestros famosos abuelos. De ellas fueron testigos estos mismos lugares ora tan desconocidos y solitarios: ¡Berenguer de Prades! ¡Roger de Lluria! ¡Raimundo de Urgel! si vuestras almas vagando sobre nubes flotantes han escuchado mi débil canto muchas veces confundido con el agudo silbo de la tempestad, y si al compás de mis rústicas canciones se han agitado de placer con la memoria de sus grandes hechos; no olvidéis que aún existe un guerrero descendiente de vosotros, aspirando con sagrada emulación al empeño de imitaros.

-Ahora conozco por qué decía mi padre que el espíritu marcial y el deseo de gloria de todos los héroes de la casa de Urgel, se encerraban en el pecho de sus dos ilustres huérfanos. No, Matilde, no llevéis a mal que os hable en lenguaje que pudiera incomodaros, si no fuese el de la pura verdad. Hasta hoy no había tenido ocasión de conoceros, y sin embargo tanto por vuestra nombradía como por los enérgicos principios de que hacéis alarde, fácilmente hubiera descubierto en vos la hija del desgraciado Armengol.

-No dudo que hallareis en mis ideas algo de familiar con las vuestras porque todo lo debo a la casa de Pimentel. Desde mis tiernos años me colmó de beneficios, y hasta que el conde Arnaldo de vuelta de las campañas de Italia llevome consigo a uno de los castillos de mis padres, me sostuvo el vuestro con fastuoso decoro en las monjas de san Dionisio. ¡Con qué ansia deseo consagrar los días que me restan en obsequio del generoso barón, que tendió una mano piadosa a mi desamparada niñez!

-Tan fino agradecimiento sobrepuja el valor del obsequio. No volváis los ojos al cielo con esa tierna expresión, y olvidad por Dios las desgracias de vuestra familia: los esfuerzos de tantos guerreros, ya reunidos en san Servando, procurarán restituirle su amortiguado esplendor; también, noble Matilde, voy a enristrar la lanza para conseguirlo, y juro, aunque débil apoyo, poner a vuestros pies el laurel que recompense nuestros triunfos, o perecer gloriosamente en la demanda.

-Bien sabe el cielo que desearía desvaneceros de semejante idea, pues creo que obráis mal en exponer una vida tan sumamente cara a mi ilustre bienhechor. Halagárame, es verdad, ver en su brillantez primera la soberana casa de Armengol; pero prefiero bajar al sepulcro sin conseguirlo, a causar con ello la más leve desazón al señor de Pimentel. Cuando pienso en que el ser famoso y valiente no os libra de un funesto azar, que una flecha disparada por mano certera, una lanza que vuele por los aires sin que la veáis venir... ¡ah! perdonadme, noble señor, si os suplico que no os comprometáis en una empresa, que puede ser fatal a las canas de vuestro padre y a mi justo agradecimiento.

-¡Qué es lo que decís, Matilde! esa generosidad mal entendida acaso me librará de la muerte, pero ajaría el lustre de mi fama. Sabed que sería un vil si no me mostrase digno en esta ocasión de la hidalga conducta de mi padre: a imitación suya me jacto de amar la familia de Urgel, y combatiendo por ella peleo también contra los enemigos de la nuestra.

Matilde al oírle bajó los ojos y guardó triste silencio. Deseosa empero de templar la agitación del paladín paseó los ágiles dedos por las cuerdas del instrumento, y lo hizo suspirar tan blandamente, que no sólo logró calmarle, sino dispertar en su fantasía las vagas ilusiones de una dolorosa ternura. Conmovido y taciturno separose algún tanto para saborear mejor los ecos de aquella música celestial, y apoyándose contra un roble cruzó las manos sobre el pecho y escuchola con dulce arrebato. Desaparecía el crepúsculo vespertino, y la luna, dando principio a su lenta carrera, iluminaba con el más puro de sus rayos el lánguido rostro de Matilde. El acompañamiento monótono del trovador fue reemplazado por ella con un aire patético y doliente, muy propio para mezclarse con el lejano rumor de la cascada y el manso susurro del céfiro que silbaba entre las hojas. Soltó en seguida su voz blanda y sonora, y dio principio al canto.


10

Brilla la estrella de la noche suspendida en medio de un cielo azul, y baña en suave lumbre las riberas del Segre: los antiguos torreones de San-Telmo elevan hasta las nubes sus afiligranadas almenas: reina en torno un silencio sepulcral, y el sonoro ruido de espadas y armaduras ya no se oye so los arcos de su techo solitario.


¡Fueron los días en qué los pálidos rayos de la luna reflejaban en los plateados yelmos de sus intrépidos barones! ¡Fueron los días en qué al abrigo de la húmeda noche atravesaban los campos cubiertos de resplandeciente acero!


El astro nocturno era para aquellos héroes el brillante faro que los guiaba a las batallas, y el melancólico genio que les hacía suspirar de amor. ¡Ay de mí! ahora no es más que una antorcha fúnebre, que alumbra sus urnas sepulcrales desde la bóveda celeste.


¡Estrella de la noche! ¿qué ha sido de su valor? ¿cómo se ha eclipsado su brillante audacia? Al furor que los animaba, al ardiente deseo de hacer célebre su nombre, furiosos ejércitos apenas contenían su ímpetu, y los ríos y los mares eran débiles barreras.


¿No veis un paladín viniendo a todo escape de la parte de occidente? Lleva un caballo negro como el ébano, y los ecos de las cavernas repiten sus veloces pasos cuando hiere con férrea planta la dura superficie de las rocas. ¡Detente, detente, desgraciado campeón! en balde la tempestad brama sobre tu cabeza; más terrible es la que destroza tu rencoroso pecho, y la sufres sin embargo, y la ensañas de continuo con el deseo de nuevos crímenes.


A pesar de los pocos años se leen en tu frente lívida las huellas de las bárbaras pasiones, que han envenenado tu espíritu: ¿por qué inclinas el ojo feroz hacia la tierra y velozmente pasas cual un meteoro de funesto augurio? ¡Berenguer de Entenza! mi corazón ha palpitado a tu tránsito, y mis ojos ya no te han desconocido.


Fuiste a sembrar el terror por los campos de la enlutada Grecia con Roger de Lluria, Raimundo de Urgel, Feliu de Moncada y los Pimenteles de Aragón, sus hijos se postraron llorosos a tus plantas y ella misma envuelta en el antiguo manto, sosteniendo con las manos la urna de alabastro que encerraba el polvo de sus héroes te pidió misericordia... ¡ay de los vencidos! dijiste; y la noble matrona sin fuerzas para resistir este último ultraje, sepultó en el Eurotas su impotente despecho.


Viniste desesperado para engruesar tu bando, y vuelves ya contra el implacable Roberto de Rocafort, que osa disputarle el imperio. Huyes de la dulce esposa y de la anciana madre, que sin fruto se asomaron largo tiempo a la más alta peña con el falaz deseo de descubrir a lo lejos las ondas del agitado mar. ¡Yo las vi cubiertas de lágrimas tendiendo los brazos hacia las playas de Oriente...!


Al estrecharse en ellos ¡cuán otro te encontraron del que fueras cuando hacías sus delicias! Observaron en tu rostro tomado del sol y sombreado por los polvorosos rizos de tu negra cabellera, la sed de sangre que enardece tus fauces: el movimiento convulsivo de tus labios les reveló las impuras blasfemias que apenas podían reprimir, y en las móviles arrugas de tu frente leyeron el rencor de los tiranos y la fría indiferencia de los verdugos. En vano te conjuran para que no salgas del techo paternal; tu alma fiera suspira por los combates, por las sangrientas revueltas, y mira con insultante desdén las floridas cadenas del amor, y los blandos deleites de la holganza.


Tal la ruina de las aves desprecia la suave llanura, y sólo detiene su vuelo sobre escarpadas rocas cubiertas de eternas nieves, o en tempestuosas playas donde se ve al náufrago luchando para salvar la vida rodeado de tablas, mástiles y cadáveres. Mientras suspira el dulce ruiseñor entre las flores, arrebata ella sus víctimas a la áspera cumbre del Caúcaso, y se complace el devorarlas en sus moribundos gemidos.


¡O Grecia! preciso es que sucumbas a la pujanza de tantos valientes. El más terrible de ellos caerá en tu mismo seno para aplacar con su muerte los irritados manes de Temístocles; pero ¡cuántos de tus más dulces hijos habrá inmolado antes a su fulminante rencor! En balde te inmortalizan los anales, en balde mientras millares de reyes olvidados en la noche de los siglos dejan una pirámide sin nombre, ha respetado el tiempo la columna elevada cabe el sepulcro de tus héroes, o les ha dejado un monumento más duradero de su gloria en las montañas de su país natal... Entenza no se enternece, antes se burla con grosera arrogancia del esplendor de tus fastos y de tus antiguos laureles.


¿Oís el marcial son de los clarines, el estruendo de las falanges, el relincho de los caballos?... ¡Estrella de la noche! tú alumbras débilmente al impío Roberto cuando acechaba a su feroz rival por las olorosas márgenes del Estrimon. Con pérfida y silenciosa planta espiaba el orden de sus haces y el número de los guerreros que iban en ellas: en tanto sus escuadrones permanecían ocultos en las concavidades de las peñas, sólo aguardando un grito del capitán para caer sobre sus valientes enemigos.


¿Quién es el atrevido campeón que marcha a su frente? Cubre un sombrío penacho su inalterable faz, y las pobladas cejas que frunce, anuncian de lejos su mal reprimida cólera... ¡él es! reconocedlo en la palidez de sus rasgos, y en la siniestra ojeada que arroja en torno de sí... ¡muera! exclama Rocafort ardiendo en ira, y los escuadrones de Entenza rechazan animosamente el ímpetu de los contrarios.


Cuando un río precipita en la mar el arrebatado curso de sus aguas, levanta el Océano las suyas en azuladas columnas para resistir soberbio la impetuosa corriente: avánzanse las ondas, y su terrible choque resuena en la estremecida ribera: brillan tal vez espumeantes y desaparece por un momento la superficie de las socavadas peñas, eternos límites de su eterno furor.


Tal fue el encuentro de los dos héroes. Animados del mismo espíritu de venganza, cierran uno contra otro y pugnan para saciarse de sangre, anunciando el infernal deseo de celebrar su triunfo bebiéndola en el cráneo mismo de su contrario. No pelean sus soldados con menos encono: el crujido de las lanzas que se rompen, las amenazas de los que hieren, los ayes de los que expiran espantan los ecos del valle, sólo acostumbrados a repetir las canciones de algún pastor solitario.


¡Ay! ninguno pide cuartel: todos descargan la diestra para vencer o morir. Los amigos se buscan y se separan; rompen fácilmente los amantes su frágil cadena de flores; pero sólo la muerte puede dividir a los que se odian si por desgracia llegan a agarrarse una vez. Raimundo traspasa a Lluria con tres lanzas, y Feliu de Moncada expira a los pies de Pimentel: cae en uno y otro bando la flor de los valientes, y cual si el demonio de las venganzas anduviese discurriendo por las filas, sólo se oyen denuestos, blasfemias e imprecaciones.


Pero vuela en pedazos el acero de Berenguer de Entenza, y su diestra arrojada después a larga distancia del cuerpo, aún lo empuña con desesperado furor. El agigantado paladín yace tendido en el mismo sitio donde cayó, y en su torno se descubre la impresión sangrienta de la mano que le queda sobre la cual se apoyaba agitado por las últimas convulsiones de la vida. Tiene el rostro vuelto hacia las nubes, y su ojo entreabierto parece amenazar a su triunfante enemigo, cual si la muerte no hubiese podido extinguir el aborrecimiento que le tenía.


¡Torres de San-Telmo! no volveréis a ver a vuestro último señor. Con la nueva del fatal suceso expiró también su cariñosa madre, y un veneno puso fin a los días de la tierna esposa. Desde entonces sólo interrumpen el silencio de aquel castillo desierto los acentos lamentables del pájaro, que pasa emigrando a otras riberas, o los vaivenes de alguna puerta agitada por el borrascoso aquilón. El extranjero que descubre con placer sus elegantes agujas huye al acercarse a ellas de tan espantosa soledad. ¡Ay! los cardos y la grama ocupan el lugar del vicioso césped: las ortigas esconden el rostro de Venus; los olmos y acebuches taladran con sus fuertes raíces hasta lo alto de las almenas, y cubre el verde musgo la graciosa urna de las náyades. ¡Torres de San-Telmo! en vano el piadoso peregrino quiere orar por los héroes que os habitaban: aunque contempla admirado los restos de su antigua opulencia, ninguna piedra sepulcral le indica sus nombres, ni el sitio do reposan tranquilamente sus cenizas.

Calló Matilde y fijos los ojos en el cielo estuvo como embelesada un breve espacio sin que nada interrumpiese su doliente actitud y tierna melancolía. Detuvo su mano trémula sobre el arpa mientras el viento del desierto continuaba vibrando sus cuerdas de oro, haciéndolas despedir algún tímido suspiro. El caballero la contemplaba con admiración respetuosa cual si viese en ella la amante del Petrarca suspirando los dulcísimos versos de este poeta bajo los mirtos, que sombrean la fuente de Valclusa, o la enamorada Safo entonando su canción de muerte en el promontorio de Léucade para arrojarse después desde su cumbre a ser presa de las ondas.




 
 
FIN DEL TOMO PRIMERO
 
 


imagen