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Los brazos largos del viento

Fernando Alonso




Presentación

Algunas veces la mirada se me perdía en la memoria.
En los largos pasillos y en las habitaciones más escondidas de mi infancia,
me detenía en algunos recuerdos luminosos: los amigos, el cine, los libros...
El cine era base e inspiración de nuestros juegos de pandilla;
y el libro, en los momentos de más ancha soledad, compañero y amigo.
Unas veces, el libro era para mí como una pupila enorme,
que me mostraba horizontes dilatados,
llanuras y desiertos en donde todo era posible;
otras, como una de aquellas ventanas ojo de buey de los barcos,
por donde mis ojos de niño castellano se asomaban al mar.
Y las Islas del Tesoro y de Robinsón y de los piratas de la Tortuga
llenaban de luz y de sol los días fríos de mi invierno de Castilla.
El libro era algo cálido y próximo y fascinante.
Entonces nos imaginábamos a los autores como amigos maravillosos,
que acudían, siempre que lo deseábamos, para susurrarnos al oído
las fantásticas aventuras que habían vivido o que habían soñado.

Pasó el tiempo y me convertí en escritor.
Aprendí a prestar mis ojos para que, a través de mis libros,
otras personas pudieran asomarse a otros mundos.
Y cuando me encontré con mis lectores,
en escuelas y colegios, en exposiciones y ferias del libro,
me sorprendió su sorpresa al conocerme.
Casi todos se imaginaban a los autores
como personas que ya estaban muertas,
como ancianos cascarrabias o como seres pretenciosos y distantes.
Y esto me llenó de inquietud porque entendí que, para ellos,
el libro ya no era un bien cotidiano y familiar y necesario.

No acertaba a comprender qué había sucedido
para que el libro fuera contemplado como un elemento ajeno y hostil.
Entonces, pensé que debía trabajar para acercar el libro a los lectores;
y que el primer paso consistía en ayudar a conocerlo.
Por eso, decidí escribir este libro.
Esta historia que narra la vida de un libro y de sus autores.
Su nacimiento de la misma materia con que se fabrican los sueños.
El momento en que se capturan las ideas,
con una red muy sutil tejida con las veintiocho letras del alfabeto
y los siete colores del arco iris;
y la ilusión que produce llegar a combinar todo con acierto
hasta dejarlo encerrado en el desierto blanco de una hoja de papel.
La vida del libro desde que se imprime hasta que se encuaderna;
desde que se edita hasta que se distribuye.
Y la vida del libro en librerías, estanterías y bibliotecas
esperando alcanzar cada día su meta: las manos de un lector.
Porque el libro sabe que si no encuentra un lector,
que pueda darle una vida nueva,
todo el esfuerzo habrá resultado inútil
y sólo le aguarda el triste destino de los castillos de arena.





Había una vez una niña que se llamaba Ada.
Una mañana de otoño, Ada salió de su casa para jugar.
Bajó la escalera saltando sobre el pie derecho,
recorrió el parque saltando sobre el pie izquierdo
y se detuvo en la acera,
hasta que el semáforo encendió su ojo verde.
Entonces, cruzó el paseo marítimo y entró en la playa.

En la playa, Ada recogió conchas y caracolas,
piedras brillantes y trocitos de madera de formas extrañas.
Luego, la niña comenzó a jugar con la arena:
levantó muros y torres y almenas;
excavó puertas y túneles y fosos...
Finalmente, sobre la arena de la playa,
se elevó el castillo de arena de Ada.
La niña estaba muy contenta,
porque el castillo que había construido era muy hermoso.

Pasó el tiempo y vino la marea.
El agua inundó las puertas, los túneles y los fosos.
Derribó los muros y las torres y las almenas.

Llegó una ola
                              y dos
                                        y tres...
                                                    Llegaron todas las olas
que el mar acercaba a la orilla.
Y fue como si, sobre la arena de la playa,
nunca se hubiera levantado el castillo de Ada.

Cuando perdió su castillo de arena, Ada se fue al parque.
El suelo estaba cubierto de hojas muertas,
que el viento del otoño había arrancado de los árboles.
La niña jugó a arrastrar las hojas para hacer montones.
Luego, jugó a deshacer los montones con el pie.
Finalmente, recogió las hojas más doradas y brillantes
y comenzó a colocarlas con cuidado sobre el suelo.
De esta forma, Ada dibujó con ellas un sol,
un árbol y una paloma con una ramita en el pico.

La niña se subió sobre un banco del parque,
para contemplar aquel dibujo que había hecho
con las hojas caídas de los árboles.
El cuadro de Ada era muy hermoso;
por eso, la niña aplaudió y rió y saltó alrededor.

De pronto, sopló el viento fuerte del otoño
y arrastró todas las hojas en una danza vertiginosa y turbulenta.
Ada se quedó muy triste
al ver que el cuadro que había hecho
volaba en pedazos por los aires.

Entonces, la niña pensó:
-No se puede construir nada junto al mar o expuesto al viento.
Por eso, cogió una ramita que había en el suelo
y comenzó a dibujar sobre la tierra.
Hizo las rayas muy profundas,
para que el viento no pudiera borrarlas.
Y cuando terminó su dibujo, Ada sonrió de nuevo;
porque allí estaba otra vez el sol
y el árbol y la paloma con una ramita en el pico.

De pronto, se oyó el ruido de un trueno.
Era como si, en alguna parte,
se hubiera cerrado de golpe una gran puerta.
Ada vio caer sobre su dibujo gruesas gotas de lluvia.
Y cuando las gotas de la lluvia borraron su dibujo,
la niña regresó a su casa.

Ada se asomó a la ventana.
Miró las olas del mar,
que chocaban contra las rocas y la arena de la playa.
Miró los brazos largos del viento,
que arrastraban las hojas muertas
por los paseos del parque,
por las calles y las plazas.
Miró las monótonas gotas de la lluvia,
que corrían paralelas por el cristal de la ventana;
igual que las lágrimas, por sus mejillas.
La niña estaba triste,
porque el mar y el viento y la lluvia
habían destruido aquellas cosas tan hermosas que había creado.

Ada ya no tenía ganas de jugar;
por eso, sacó sus libros y comenzó a leer.
De pronto, pasó la mano por las páginas del libro y sonrió.
Reía porque ni la fuerza del viento, ni la fuerza del tiempo,
podían destruir aquellas palabras y aquellos dibujos.

Ada cogió un cuaderno y la caja de los lapiceros.
Escribió:

primavera

Y todas las letras se llenaron del recuerdo de las flores,
las mariposas y los pájaros.

Escribió:

verano

Y las vocales y las consonantes se llenaron del calor del sol,
que había dorado la espalda de las playas.

Escribió:

invierno

Y los puntos de las íes bailaron igual que los copos de nieve,
que pronto comenzarían a caer.
Ada miró por la ventana y contempló la calle.
Entonces, escribió:

otoño

Y dentro de aquella palabra vivían todas las hojas de los árboles,
las hojas de un tebeo roto
y un sombrero gris, que el viento llevaba en volandas.

La niña continuó dibujando.
Inventó la historia de una hoja de árbol
que, gracias al viento del otoño, encontró muchas amigas
y pudo bailar con ellas una danza llena de alegría.
Y la historia de las hojas de un tebeo,
que habían escapado de las manos de un niño,
porque ya era hora de que aquel niño comenzara a leer libros.
Y la historia del sombrero gris,
que había escapado de la cabeza de su dueño;
porque soñaba con ser una maceta
y que le floreciera en la copa una rosa roja.

Cuando terminó de escribir, Ada sonrió satisfecha.
Porque el viento nunca podría
llevarse aquellas historias tan hermosas.

Entonces, cogió la caja de los colores
y, casi sin darse cuenta, dibujó en el papel
el castillo de arena, el sol y el árbol y
la paloma con una ramita en el pico.





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