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- LXI -

     En vano habían buscado a monsieur Poulain para que asistiese a los moribundos de su parroquia: no le encontraron.

     Los gitanos habían saqueado su casa, prefiriéndola a todas las demás. Su criada estaba en cama a consecuencia de los malos tratos que le habían dado, y pedía al cielo que volviese el señor rector, de quien ella no podía dar razón alguna. Había desaparecido desde hacía dos días.

     Por fin, al anochecido, cuando messieurs Robin y Guillermo se disponían a retirarse con sus gentes, dejando ambos sus heridos a los buenos cuidados del marqués, vieron llegar a Juan Faraudet, el aparcero de Brilbault, que solicitó hacer a su amo una comunicación importante.

     Vamos a referir lo que contó, y al mismo tiempo diremos lo que había ocurrido la víspera en Brilbault, ya que todavía no hemos tenido ocasión de seguir a los numerosos personajes que se habían citado allí para asaltar e invadir el viejo castillo.

     Las disposiciones estaban tan bien tomadas, que nadie había faltado a la cita, salvo monsieur de Bois-Doré, cuya ausencia, al pronto, no fue advertida, porque todos los conjurados se hallaban diseminados en los alrededores del castillo por pequeños grupos, que se comunicaban en la obscuridad.

     Exploraron las ruinas de arriba abajo, y las hallaron silenciosas y desiertas. Pero vieron huellas de reciente ocupación en la parte de la planta baja, donde el marqués no se había atrevido a penetrar solo; en las chimeneas había ceniza; en el suelo, harapos y restos de comida.

     También descubrieron un pasaje subterráneo que tenía la salida a una distancia bastante alejada del recinto; estos pasajes existían en todos los castillos feudales. En la época en que acontece nuestra historia, estaban ya colmados casi todos; pero los gitanos habían sabido descombrar éste y ocultar su entrada con bastante habilidad.

     Los conjurados no hicieron más pesquisas, no solamente porque las juzgaban inútiles, puesto que el enemigo había partido, sino porque empezaron a preocuparse por monsieur de Bois-Doré y a buscarle por los alrededores. Estaban alarmados cuando la gitanita llegó y dio cuenta de los acontecimientos.

     Aun perdieron tiempo en perplejidades. Monsieur Robin, creyendo que el marqués había caído en alguna emboscada, se obstinaba en buscarle, mientras que monsieur de Ars, juzgando que las afirmaciones de la niña eran bastante verisímiles, se decidió a partir hacia Briantes con los suyos. Una hora más tarde monsieur Robin tomó el partido de hacer otro tanto.

     Cuando todos se alejaron, el aparcero de Brilbault, a quien habían ordenado que siguiese registrando el castillo, cedió a la fatiga, según dijo, aunque probablemente más bien a un resto de miedo, y aplazó la tarea hasta el día siguiente.

     -Cuando fue completamente de día -contó Juan Faraudet- me fuí allí; y después de registrar bien de arriba abajo todos los escombros, advertí un camaranchón que todavía no había visto, y encontré dentro un hombre mejor liado que un haz de espigas. Tenía las manos y los pies atados, y además la boca amordazada con un tapón de paja, que formaba una cuerda muy sutilmente retorcida alrededor de su cabeza. Tanto es así, que el hombre parecía muerto de pies a cabeza. Lo cogí y lo llevé a mi casa. Allí, desatado y aliviado, se repuso con un poco de aguardiente.

     -�Y quién era ese hombre? -preguntó el marqués, creyendo que se trataba de Alvimar-. �No le conocíais?

     -�Ya lo creo que sí, monsieur Silvain! -contestó el aparcero-. Era monsieur Poulain, el rector de vuestra parroquia. Estuvo más de cuatro horas sin poder decir una palabra ni hacer un movimiento, a consecuencia de los esfuerzos que había hecho para desatar sus ligaduras. Sólo al amanecer nos dijo: �No quiero hablar más que delante de la justicia. No soy culpable de lo que ha podido ocurrir. �Lo juro por mi crisma y mi bautismo!� Todo el día tuvo calentura y estuvo delirando. Por fin a la tarde se encontró mejor y quiso volver a su casa, donde le he llevado a la grupa de mi yegua preñada, sea dicho sin ofensa.

     -Vamos a interrogarle -dijo Guillermo, levantándose.

     -No -contestó el marqués-, dejémosle dormir. Le hace tanta falta como a nosotros; y �qué podría revelarnos que no sepamos ya de sobra? �Y de qué podríamos acusarle? Al ir a asistir a monsieur de Alvimar, moribundo, ha cumplido con su deber; y si al enterarse de lo que allí se tramaba contra mí no ha intentado impedirlo con amenazas, al menos se ha negado a asociarse a la empresa, y por eso los gitanos le han atado y amordazado.

     Guillermo repuso que monsieur Poulain era un rector peligroso para la señoría de Briantes, y que al menos había que amenazarle con comprometerle en el asunto de los reitres, para que se mantuviera sometido y alejado.

     Pero el marqués se negó en absoluto a atormentar a un hombre que le parecía bastante castigado por el trato brutal que había sufrido y el riesgo en que se había visto de perecer en un calabozo, olvidado y reducido al silencio.

     -�Cómo! -dijo-. Por la gracia de Dios hemos conseguido librarnos de cuarenta reitres bien equipados y provistos de un cañón; de una cuadrilla de ladrones ágiles y duchos; de un incendio terrible y de una emboscada infame; �y vamos a pensar en vengarnos de un pobre cura, que ya no puede nada contra nosotros?

     El marqués olvidaba que no estaba libre de todo peligro.

     El príncipe, que había partido precipitadamente para reunirse con la corte, podía no ser bien acogido, volver de pronto y desahogar su mal humor con los señores de la provincia.

     El marqués debía, por lo tanto, ocuparse de no dejar entre él y Condé un peligroso defensor de la causa de Alvimar.

     Fue Lucilio quien al día siguiente hizo estas reflexiones al marqués, quien corrió en el acto a casa de monsieur Poulain, so pretexto de informarse de su salud.

     El rector había sufrido tanto por el frío, la molestia y el miedo, que no podía levantarse de su butaca; intentó explicarlo diciendo que una caída de caballo le había puesto en aquel estado y lo había obligado a permanecer veinticuatro horas en casa de un compañero suyo.

     Pero Bois-Doré fue derecho al asunto y le habló con una firmeza dulce y generosa, sin olvidar el hacerle ver las notas de la Memoria de Alvimar y demostrarle la manera como aquel difunto amigo hablaba de él y del príncipe.

     Monsieur Poulain no luchó contra estas revelaciones. Las ansiedades atroces en que se había hallado sumido habían abatido considerablemente su orgullo.

     -Monsieur de Bois-Doré -dijo, suspirando y enjugándose el sudor frío que bañaba su frente al recuerdo de aquellas angustias-, he visto la muerte de cerca, y no creía temerla; pero se me ha aparecido bajo una forma tan fea y cruel, que he hecho el voto de retirarme a un claustro si salía de aquellos muros helados, tras los cuales me habían enterrado vivo. He salido, y no quiero ya luchar ni en pro ni en contra de nadie, ni de ningún interés en este mundo. En mi retiro no pensaré más que en mi salvación, y si quisierais concederme celda en la abadía de Varennes, de la que sois poseedor fiduciario, no desearía ya nada.

     -Sea -contestó Bois-Doré-; con la condición de que me deis aclaraciones sinceras acerca de lo que ha ocurrido en Brilbault. No os cansaré con preguntas inútiles; sé las tres cuartas partes de lo que vos sabéis. Lo único que deseo conocer es si monsieur de Alvimar os ha confesado el asesinato de mi hermano.

     -Me pedís que traicione el secreto de confesión -contestó monsieur Poulain-, y yo me negaría a ello, según es mi deber, si monsieur de Alvimar, sinceramente arrepentido en su última hora, no me hubiera encargado que lo revelase todo después de su muerte y de la de Sancho, que él no creía tan próxima. Sabed, pues, que monsieur de Alvimar, que pertenecía por su madre a una familia noble, y estaba autorizado por el secreto de su nacimiento a llevar el nombre del esposo de su madre, era, en realidad, el fruto de una intriga culpable con Sancho, antiguo jefe de bandidos que se había hecho labrador.

     -�Es posible! -exclamó el marqués-. Esto me explica, señor rector, las últimas palabras de Sancho. Pretendía sacrificarme a la memoria de su hijo. Pero �cómo habló de esto monsieur de Alvimar en su confesión?

     -Monsieur de Alvimar tuvo que revelarme su situación respecto a Sancho para arrancarme el juramento de no entregar a la justicia secular el hombre a quien él llamaba con vergüenza y con dolor �el autor de sus días�. También le llamaba el causante de su crimen y de sus desdichas.

     �Aquel hombre cruel y perverso le había hecho cómplice de la muerte de vuestro hermano; a él se le ocurrió primero la idea, y él fue quien lo apuñaló, mientras que Alvimar se resignaba a ayudarle y a aprovecharse del crimen.

     �Es absolutamente verdad que el único objeto de aquel asesinato, cuyos autores no conocían a la víctima, fue el apoderarse de una cantidad de dinero y de una caja de alhajas que vuestro hermano había tenido la imprudencia de dejar ver en una hostería la víspera.

     �En aquella época de su vida, monsieur de Alvimar era muy joven, y tan pobre, que dudaba si podría costearse el viaje hasta París, donde esperaba encontrar protecciones. Era ambicioso; éste es un gran pecado, lo reconozco, señor marqués; es la peor tentación de Satanás.

     �Sancho alimentaba y excitaba aquella ambición maldita en su hijo. Tuvo que vencer su repugnancia; lo consiguió demostrándole que aquel crimen se presentaba como una ocasión segura, que no volvería a encontrarse, y que le evitaría la necesidad de envilecerse implorando la caridad ajena.

     �Cuando monsieur de Alvimar me hizo esta confesión Sancho se hallaba presente y bajó la cabeza, sin intentar disculparse. Al contrario, cuando yo vacilaba en dar la absolución por un crimen que no me parecía lo suficientemente expiado, Sancho se acusó con energía, y debo confesar que había cierta grandeza en la pasión de aquel alma sombría por la salvación de su hijo.

     �Entonces creí que trataba con dos cristianos, ambos culpables, pero ambos arrepentidos; pero Sancho me llenó de horror y de espanto tan pronto como su hijo dejó de existir.

     �Aquello, señor, fue una escena horrible, y no la olvidaré en la vida.

     �La sala baja en que nos hallábamos en aquel castillo destartalado no tenía más que una chimenea; y a pesar de que el local era vasto, el espacio en que era posible ampararse contra el frío que caía de la bóveda derrumbada era muy reducido.

     �Monsieur de Alvimar tenía como lecho un montón de paja, y como abrigo, su capa y la de Sancho. Estaba tan extenuado por dos meses de agonía, que parecía un espectro.

     �Sin embargo, Sancho le había vestido lo mejor que pudo para que recibiera los últimos auxilios de la religión; y el espectáculo de aquel hidalgo distinguido y resignado en medio de una horda de gitanos, paganos e infames, entristecía el alma y los ojos.

     �Aquellos herejes, disgustados por asistir a una ceremonia cristiana, rugían, juraban y vociferaban de un modo irrisorio, para no oír las oraciones de la Santa Iglesia, que ellos execran.

     �Según me han dicho, esto ocurría continuamente durante los últimos tiempos de la deplorable existencia de monsieur de Alvimar en aquel lugar.

     �Todas las noches Sancho intentaba aprovechar el sueño de los gitanos para recitar a su hijo las oraciones que éste reclamaba; pero en cuanto alguno lo notaba, todos, hombres, mujeres y niños, empezaban a alborotar para ahogar su voz y para impedir que llegasen a los oídos del moribundo las santas palabras de nuestros ritos.

     �En medio de aquella bacanal espantosa, en la que Sancho conseguía a veces, gracias a su autoridad -fundada en que tenía algún dinero escondido, que les iba entregando poco a poco-, restablecer un instante de silencio, administró la Extremaunción al desdichado joven.

     �Creo que murió reconciliado con Dios, porque mostró mucho arrepentimiento por su crimen y me rogó que dijera la verdad al príncipe, en el caso de que éste, engañado, como yo lo había sido, sobre las circunstancias y las causas de vuestro duelo, os molestase por este particular.

     -�Y estáis resuelto a hacerlo, señor rector? -dijo Bois-Doré, examinando el rostro alterado de monsieur Poulain.

     -Sí, señor -contestó el rector-; con la condición de que volváis seria y sinceramente al camino del deber.

     -�Todavía me regateáis, en el nombre de la Verdad suprema, el testimonio de la verdad?

     -No, señor; porque lo que ha ocurrido después de la muerte de Alvimar me ha quitado la esperanza de convertiros con el ejemplo del arrepentimiento de vuestros enemigos. Sancho se inclinó sobre el lívido rostro de su hijo y permaneció un momento sin decir nada y sin verter una lágrima; luego se levantó, hizo en voz alta el odioso juramento de vengarle por todos los medios posibles, y puso su mano en la de un brutal hugonote que se hallaba allí.

     -�El capitán Macabro?

     -Sí, señor; tal era el nombre siniestro que le daban.

     -�Os he llamado -le dijo Sancho- para entregaros los tesoros de Bois-Doré; me uno a vosotros, y os aseguro la ayuda de esta partida de gitanos y de estradiotes voluntarios que veis aquí. Por medio de Belinda os he mandado a decir que podréis hacer un buen negocio, y el rector, aquí presente, que odia al tal Bois-Doré y que está en buenas relaciones con el príncipe, os garantizará la impunidad.� Entonces, señor, yo protesté.

     -Claro -dijo Bois-Doré, sonriendo-. Sabíais muy bien que el príncipe quería mi supuesto tesoro para él solo, y que no era hombre que consentiría en dejarte pasar por las manos de tales depositarios.

     Monsieur Poulain sufrió el reproche e inclinó la cabeza con una expresión fingida o sincera de arrepentimiento y de humildad.

     A instancia del marqués prosiguió su relato, y contó que Macabro había propuesto saltarle la tapa de los sesos, sin más ceremonia, para impedirle que hablase. Entonces los gitanos se precipitaron sobre él para quitarle sus ropas antes de que la sangre las hubiese estropeado.

     -Aquella tregua -añadió monsieur Poulain -me salvó la vida, porque dio tiempo a Sancho de hacer otra proposición. Él fue quien me ató y luego me encerró. �Pero qué medio de salvación! Me pareció peor que una muerte rápida y violenta, cuando, sin darme ni esperanza ni auxilio, el infame abandonó Brilbault con sus gitanos para ir a atacar vuestro castillo.

     -�Me podéis decir -preguntó el marqués- lo que se hizo con el cuerpo de Alvimar?

     -Comprendo -dijo el rector, con una pálida sonrisa, en la que apuntaba, a pesar suyo, un resto de aversión- que tenéis interés en encontrarle en caso de proceso criminal. Pero pensad que esta prueba podrá volverse contra vos. Quien quisiera mentir, podría decir con toda libertad que habíais enterrado allí a vuestra víctima con la ayuda de vuestro amigo, monsieur Robin. Por lo tanto, señor marqués, no debéis esperar vuestra seguridad futura más que de mi lealtad, cuya ayuda os ofrezco.

     -�Con qué condiciones, señor rector?

     -�Condiciones! Ya no impongo ninguna, hermano; desde ahora soy un recluso retirado del mundo. He implorado de vuestra bondad la abadía de Varennes.

     -�Ah! �Ah! -dijo Bois-Doré-. �La abadía! Hace un momento sólo pedíais una celda.

     -�Vais a permitir que se derrumbe una abadía tan venerable confiando a unos patanes la dirección de una comunidad llamada a dar buenos ejemplos al mundo?

     -�Vamos, ya comprendo! Veremos, señor rector, cómo os portáis conmigo; y si yo quedo satisfecho, vos lo quedaréis también. �Hasta entonces, sin duda, no me diréis dónde se halla enterrado el asesino de mi hermano?

     -Perdón, señor -contestó el cura, que tenía demasiada inteligencia para aparentar que quería regatear, y que además se esforzaba realmente en libertarse de las pasiones y de las luchas del mundo-, con tal de que no fuese en condiciones excesivamente duras, os diré cuanto he visto. Sancho parecía tener mucha prisa en substraer el cadáver a alguna profanación de los gitanos. Levantó una losa en medio de la sala donde estábamos, y seguramente allí es donde ha dado sepultura a su hijo. No he visto nada más; me arrastraron a mi horrible calabozo, donde he permanecido durante diez y ocho horas, con alternativas de desesperación y de desfallecimiento.

     El marqués y el rector se separaron en buenos términos, y este último hizo un esfuerzo para levantarse y ocuparse del entierro de los muertos de su parroquia. Pero después de la ceremonia se encontró tan mal, que mandó llamar a maese Jovelin, cuyos bálsamos y elixires pregonaban como milagrosos.

     Al principio sintió mucho miedo de confiar su vida a quien él consideraba como un enemigo natural. Pero los cuidados del italiano le aliviaron tan enérgicamente, que sintió penetrar en su corazón una especie de gratitud, sobre todo cuando Lucilio se negó obstinadamente a percibir remuneración alguna.

     El rector se vio obligado también a dar sinceramente las gracias a los caballeros de Bois-Doré, que durante su enfermedad le habían atendido y habían hecho que le cuidasen con una solicitud igual a la que demostraban con sus amigos.



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- LXII -

     Después de la conversación que había tenido con Mario respecto a su matrimonio, Lauriana se había quedado con una sensación de intranquilidad por la sobreexcitación y las preocupaciones que había notado en el niño.

     Por poca experiencia que tuviera, tenía más conocimiento de la vida que él, y preveía que cuando Mario llegase a la edad de distinguir el amor de la amistad, sería todavía demasiado joven con relación a ella para inspirarle algo más que un sentimiento de protección fraternal.

     Sonreía melancólicamente ante la idea de una combinación de circunstancias que la obligase a casarse con un niño, después de haber estado casada siendo niña; y pensaba que en tal caso su destino sería un problema extraño, acaso doloroso y fatal.

     Se sentía triste, y se armaba de resolución para resistir a las influencias posibles, porque el marqués había tomado el proyecto en serio, y monsieur de Beuvre en sus cartas parecía disimular con bromas un gran deseo de que se realizase algún día.

     En sus ensueños de dicha y de matrimonio, Lauriana no llamaba resueltamente al amor; pero sentía vagamente que sería demasiado casarse dos veces sin conocerle.

     Y veía una nube, ligera todavía, pero inquietante, pasar sobre su tranquilidad presente y sobre la dulzura de sus relaciones con los caballeros de Bois-Doré.

     Sin embargo, al día siguiente se tranquilizó.

     Mario había dormido y se había repuesto de las fatigas de la víspera; las rosas de la infancia habían vuelto a florecer en sus suaves mejillas; sus hermosos ojos habían recobrado su limpidez angelical, y una sonrisa de felicidad confiada dibujábase en sus labios. Había vuelto a ser un niño.

     Tan pronto como vio a su padre descansando, a su Mercedes tranquila y a todos los suyos en pie, corrió a la cuadra a abrazar a su caballito; a la aldea, a informarse de la salud de todo el mundo, y luego al jardín, a jugar con su peón, y al corral, a corretear entre los escombros incendiados.

     Regresó al castillo para prodigar tiernos cuidados a su morisca, y le hizo una compañía fiel mientras tuvo que guardar cama.

     Y cuando toda inquietud se disipó, volvió a ser por completo el Mario dichoso, alternativamente asiduo al trabajo y apasionado en el juego, a quien Lauriana podía todavía querer y acariciar santamente, sin temor por el porvenir.

     La Naturaleza favorecía el organismo privilegiado de aquel amable niño. Si hubiera durado en él la impresión de las conmociones violentas que se habían acumulado durante aquella crisis, hubiera acabado loco o enfermo.

     Pero también hay que decir que como en aquellos tiempos las costumbres eran más rudas, hacían que los temperamentos fueran más flexibles y, por lo tanto, más resistentes. La excitación nerviosa, a la que sucumben hoy tantas almas precoces, existía entonces con más aspereza, pero de manera más general y menos sostenida. No había tampoco una necesidad tan grande de descanso y de seguridad.

     La sensibilidad, más frecuentemente despertada por las agitaciones de la vida exterior, se embotaba más pronto, y las vivas emociones producían esa necesidad de vivir, sea como sea, que salva al hombre en las épocas de confusión y de desdicha.

     El invierno transcurrió con dulce alegría en el castillo de Briantes.

     Se trabajaba en reconstruir la armadura de las granjas incendiadas, en espera de que la estación permitiera el trabajo de los albañiles. Se había descombrado el foso y levantado provisionalmente con piedras la parte derrumbada de la muralla exterior; en fin, Adamas había acabado de restablecer la comunicación subterránea con el campo, y el marqués había comprado la paz futura con las gentes de Corte y de Iglesia de la provincia, restituyendo a ciertas capillas del país, a modo de donativos voluntarios, varios objetos de precio. Rogó a la princesa de Condé que aceptase varias alhajas, y Adamas escondió hábilmente las que, según su creencia, debían servir para el adorno de la futura esposa de Mario.

     El marqués gastó gran parte de sus reservas de oro y plata en la reparación de sus edificios y en la compra de trigo para él y para sus vasallos pobres.

     También les proporcionó el ganado que habían perdido, porque los caballeros de Bois-Doré no toleraban la miseria en torno de ellos.

     Por último, el famoso tesoro, cuya importancia se había exagerado de tal manera y que había estado a punto de acarrear tales desastres y tan lamentables persecuciones, dejó de constituir un escándalo al dejar de estar oculto. A la vista de todo el mundo se abrieron las puertas de la habitación misteriosa, y abiertas continuaron.

     Se intentó ganar a monsieur Poulain, ofreciéndole una parte en el reparto; pero éste tuvo el talento de no aceptar: no codiciaba riquezas materiales, sino poder e influencia.

     Según decía, no quería poseer, sino ser. Por eso insistía en pedir la abadía de Varennes: era un retiro bastante pobre, situado en un verdadero rincón abandonado, junto al riachuelo de Gourdon.

     La deseaba sin más tierra de la que necesitaba para vivir, con dos o tres religiosos de la Orden. Codiciaba el título de abad y una apariencia de retiro que le libertase de los deberes de su cargo de rector.

     Al cabo de un mes estaba curado del deseo de renunciar al mundo y soñaba con tener el pan y un título asegurados, a fin de poder deslizarse entre los nobles y mezclarse en los asuntos diplomáticos, como hacían tantos otros menos capaces y menos pacientes que él.

     Bois-Doré comprendió el género de su ambición, y le satisfizo amablemente. Comprendía que, tarde o temprano, el príncipe, gran secularizador de abadías en beneficio propio, le quitaría ésta en malas condiciones, y no podía hallar ocasión más segura de oponer la autocracia del príncipe a los intereses personales de monsieur Poulain.

     Por lo tanto, le cedió la abadía mediante un censo muy módico, y Poulain marchó a solicitar del juez eclesiástico la autorización para abandonar su curato.

     Veía realizarse la primera fase de su sueño; lo que había anunciado a Alvimar empezaba a verificarse. Medraba, explotando oportunamente en torno suyo la cuestión de disidencia en materia religiosa; Alvimar, sediento de dinero y cegado por el odio, había sucumbido sin provecho ni honor; monsieur Poulain, acechando el crédito y el movimiento, exento de otras pasiones, y siempre dispuesto a sacrificar sus rencores a sus intereses, entraba por lo que él llamaba el buen camino. Al menos, era el más seguro.

     En el castillo se sorprendieron al no ver reaparecer a la niña Pilar. El marqués, al enterarse del importante servicio que había llevado a cabo, hubiera deseado recompensarla, y Lauriana decía que hubiera querido arrancarle al mal aquella pobre presa. Pero no pudo saberse lo que había sido de ella, y se supuso que había ido a reunirse con los gitanos que se habían salvado.

     Los reitres prisioneros habían sido trasladados a Bourges. Su proceso fue rápidamente instruido.

     El capitán Macabro fue condenado a la horca como bandido, rebelde y traidor.

     El marqués se apiadó de la Belinda, a la que las miserias de la cárcel tenían como loca: se negó a declarar contra ella, diciendo que la consideraba como un cerebro enfermo. La echaron de la ciudad y del país, prohibiéndola volver a él bajo pena de muerte.

     La morisca estaba curada. Lucilio, ante su valor en el sufrimiento, que soportó con una especie de alegría exaltada, empezó a sentir por ella un cariño muy particular. Pero hubiera temido parecer loco al decírselo, y el mutuo afecto que ambos ocultaban cuidadosamente lo desviaban hacia los niños, Lauriana y Mario, con una especie de emulación.

     Madame Pignoux y su fiel criada fueron cariñosamente recompensadas. Se habían librado con la huida de los malos tratos; y la hostería del Gallo Rojo había escapado al incendio, gracias a la prisa del enemigo en proseguir la expedición.

     De tarde en tarde se recibían noticias de monsieur de Beuvre. Hubo intervalos muy dolorosos para su hija, cuando los señores de la Rochelle y los que se habían asociado a ellos se hicieron corsarios en el océano y concibieron el atrevido proyecto de ocupar las embocaduras del Loira y del Gironda, a fin de poner a rescate todo el comercio de los dos ríos. Monsieur de Beuvre dejó entrever su intención de seguir a Soubise en tan peligrosa expedición.

     En aquellos momentos de dolor, Lauriana se vio rodeada de tiernos consuelos; pero ninguno era tan ingenioso ni tan maravillosamente asiduo como los de Mario. Su corazón amante y su inteligencia delicada encontraban palabras animosas, cuyo suave candor obligaba a Lauriana a sonreír a través de sus lágrimas. Cuando los demás no lograban distraerla de sus ideas sombrías, recurría a Mario.

     Entonces decía a Mercedes:

     -No sé qué espíritu luminoso ha puesto Dios en este niño; una palabra suya me consuela más que todas las frases de los demás. Sin embargo -pensaba-, aunque es un niño, no tengo edad para quererle como una madre. No sé por qué no puedo sufrir la idea de vivir lejos de él.

     A primeros del mes de abril de 1622 se recibieron mejores noticias.

     Monsieur de Beuvre había tenido la feliz ocurrencia de no acompañar a Soubise, que había sufrido una gran derrota en la isla de Re contra el rey en persona. Se había contentado con piratear en las costas de Gascuña, con provecho y salud, según decía él. Sin embargo, el mismo asunto de la isla Re acarreó una dolorosa consecuencia para Lauriana y sus amigos de Briantes.

     El príncipe de Condé había creído que el rey, siguiendo sus consejos, se arrojaría insensatamente al peligro.

     Así lo hizo el rey: el valor era la única virtud que había heredado de su padre. Pero Condé tuvo poca suerte. Ninguna bala enemiga alcanzó al soberano: su caballo salvó los vados con la marea baja, sin encontrar arenas movedizas, y Su Majestad esgrimió valerosamente la espada contra los hugonotes sin padecer daño ni fatiga.

     Además, mientras guerreaba con ardor, Luis XIII, bien aconsejado por su madre, a su vez bien aconsejada por Richelieu, dio oídos a las ideas de conciliación y a las negociaciones que tenían por objeto la terminación de la guerra civil.

     Y el príncipe, que no tenía más deseo que el de enredar las cosas, estaba muy aburrido y disgustado, y contestaba a las cartas que recibía de su gobierno del Berry con cartas melosas llenas de hiel.

     Entre otros actos de la represión que practicó contra los hugonotes de su provincia, aunque éstos permanecían, por lo general, muy tranquilos, ordenó que se pusiesen en secuestro los bienes de monsieur de Beuvre, si éste no reaparecía en el Berry tres días después de la publicación de la monitoria.

     Era difícil que a los tres días monsieur de Beuvre, que se hallaba entonces en Montpellier, estuviera de regreso en su señorío.

     Hubiera sido necesario, por lo menos, el doble de este tiempo para recibir el aviso de la medida que se había tomado contra él.

     El teniente general y alcalde de Bourges, monsieur Pierre Biet, que había tenido como costumbre toda su vida el ponerse de parte del más fuerte, y que en sus mocedades había sido un gran liguero, quiso dar prueba de celo y decretó, por su propia autoridad, que, puesto que Monsieur de Beuvre no había comparecido en el plazo señalado para dar cuenta de su ausencia, su hija, señora de Beuvre, de la Motte Seuilly y de otros lugares, fuera conducida desde su castillo a un convento de Bourges, para ser instruida en la religión del Estado.



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- LXIII -

     En un delicioso atardecer de primavera, Lauriana y Mario corrían por el prado del recinto, riendo con voz tan armoniosa como el canto de los ruiseñores, cuando Mercedes acudió hacia ellos con aire asustado.

     -�Venid, venid, mi querida señora! -dijo la morisca, abrazando a su amiga-; huyamos; antes de cogeros, tendrían que matarme.

     -�Y a mí! -exclamó Mario, cogiendo su pequeña tizona, que se había quitado para jugar-. Pero �qué es lo que pasa, Mercedes?

     Mercedes no tenía tiempo de explicarse. Sabía que la puerta estaba guardada por los soldados del prebostazgo; quería intentar volver al castillo, ocultando a Lauriana bajo su mantón, y facilitar su evasión por el pasaje secreto.

     Pero la empresa era imposible, y Mario se opuso a ella cuando vio que el postigo estaba guardado también.

     Mientras deliberaban, el marqués se hallaba en un gran apuro: había declarado a los agentes del prebostazgo, que le exhibían sus poderes en orden, que la señorita de Beuvre había salido a caballo con su hijo. Pero como le exigían su palabra de honor, y él, para evitar hacer un falso juramento, fingía mostrarse ofendido por la desconfianza, la sospecha crecía, y después de pedirle humildemente perdón, los agentes guardaron las puertas en nombre del rey, y procedieron a hacer dentro de la casa pesquisas minuciosas.

     La guardia prebostal de La Châtre no era tan numerosa ni estaba tan bien equipada que pudiera enviar a Briantes un gran contingente de tropa. Además, los oficiales y los soldados obedecían a disgusto, y hubieran preferido no enojar al buen monsieur de Bois-Doré. Pero temían ser denunciados al príncipe, que era muy temido en la ciudad y en el país.

     Cumplieron su misión concienzudamente, con la esperanza de que monsieur de Bois-Doré se resistiera; y como acaso no fuesen ellos los más fuertes, estaban dispuestos a largarse, según era costumbre en los altercados entre la fuerza provincial ejecutiva y los hidalgos campesinos recalcitrantes.

     El marqués se daba cuenta de la situación, y Aristandre se consumía de impaciencia, esperando la señal para acometer a los agentes. Pero Bois-Doré comprendía que el caso era grave y que no se trataba solamente de una sencilla escaramuza.

     Monsieur de Beuvre estaba tan comprometido, que la defensa de su causa había de constituir un acto de rebeldía contra la autoridad real, y para un castellano buen patriota, aquellas puertas, guardadas en nombre del rey, lo estaban mejor que si lo hubieran sido por un ejército entero.

     A pesar de su antiguo carácter batallador y de su viejo fondo de protestantismo incorregible, Bois-Doré, desde el fin de la dinastía de los Valois, había encarnado siempre la Francia en la persona del rey; y en aquella época, en que los últimos refuerzos de la Reforma iban, involuntariamente, sin duda, pero fatalmente, a entregarnos a los enemigos extranjeros, el sentimiento de patriotismo de Bois-Doré era el más justo.

     Sin embargo, no quería de ninguna manera abandonar a la hija de su amigo.

     Sabía las persecuciones que se ejercían en los conventos contra los hijos de las familias protestantes, y comprendía que Lauriana, con una resistencia enérgica, agravaría acaso el rigor de tales persecuciones.

     Era menester evitar esta nueva crisis a fuerza de ingenio, y el marqués imploraba con la mirada el genio fecundo de Adamas.

     Adamas iba y venía, dándoselas de amable con los arqueros, y rascándose la cabeza con desesperación cuando no le veían.

     Pensó en inundar el patio, alzando por aquel lado las palas del estanque, o en prender fuego a la casa por medio de algunos haces amontonados en el cobertizo, a trueque de chamuscarse algo la barba, para apagarle después de conseguir que el enemigo se alejase; pero en medio de sus perplejidades vio llegar a Lauriana, serena y altiva, dando el brazo a Mario, pálido y pensativo.

     La morisca les seguía llorando.

     Cuatro guardas del prebostazgo les acompañaban bastante respetuosamente.

     He aquí lo que había ocurrido.

     Lauriana había pedido una explicación de lo que se trataba. Comprendió que toda resistencia para salvarla atraería sobre sus amigos la acusación de alta traición. Bien sabía ella que su padre se había jugado la cabeza, y al verle marchar había previsto que su propia libertad se vería amenazada algún día. No había hablado nunca de esto; pero estaba dispuesta a sufrirlo todo antes que negar sus creencias.

     Mario y Mercedes la suplicaron en vano que se callase y permaneciese tranquila; ella levantó la voz, declarando y jurando que quería entregarse, y cuando los guardias que la buscaban se acercaron al prado, la joven había salido ya y avanzaba hacia ellos.

     Los guardias vacilaban en apoderarse de ella, dudando, ante su serenidad, de que fuese efectivamente la que buscaban.

     Pero Lauriana dio su nombre y dijo:

     -No me toquéis, señores; me rindo de buen grado. Permitidme solamente ir a saludar a mi huésped, y haced el favor de acompañarme.

     El marqués se sintió dolorosamente impresionado por esta aparición; pero no pudo menos de admirar la grandeza de alma de aquella generosa niña.

     -Señor -dijo al teniente de la guardia prebostal -, me veis resignado a obedecer a vuestro mandato, ya que tal es la voluntad de madame de Beuvre; pero vos no querréis ser menos que ella en cuanto a grandeza. Permitidme que la conduzca a Bourges en mi carroza, con mi hijo y con su doncella. No llevaré conmigo más que dos o tres criados, y podéis hacer que nos escolten y nos vigilen con todo el rigor que os convenga.

     El teniente atendió a tan justa petición y dio a la familia un plazo de una hora para hacer sus preparativos de viaje.

     Lauriana se ocupó de ello con una serenidad admirable.

     Mario, abrumado y como atontado, dejaba que Adamas le vistiera sin pensar en nada.

     Mientras que le ponía las botas, estaba sentado y parecía que no tenía fuerzas ni para levantar sus piernecitas.

     Lucilio se acercó y le puso ante los ojos estas palabras, escritas en italiano:

     �Tened valor; seguid el ejemplo que os da su gran corazón.�

     -�Sí! -exclamó Mario, arrojándose en los brazos de su amigo-; me esfuerzo en ello, y comprendo lo que ella hace. �Pero no creéis que mi padre se ocupará en libertarla?

     -Si puede ser, no lo dudéis, señor -dijo Adamas-. Yo no me separaré de vos, a Dios gracias, y pensaré en ello a todas horas. Si el señor se ha resignado, es porque cabe esperanza.

     El marqués llevó en su carroza a Adamas y a Mercedes. Clindor subió al pescante con Aristandre.

     Quedó convenido que Lucilio, acerca de quien el marqués no estaba muy tranquilo, se fuera secretamente a Bourges.

     -Señor -dijo Adamas al marqués cuando hubieron pasado La Châtre-. �Ya la tengo!

     -�El qué, amigo mío? �Qué es lo que tienes?

     -�Una idea! Cuando lleguemos a Etalié, pediremos que nos dejen descansar un rato en casa de madame Pignoux. Tiene una ahijada de la edad de la señorita Lauriana. Haremos que cambie de traje con ella, y nos la llevaremos en su lugar.

     Pero �esa ahijada se hallará allí tan oportunamente?

     -Si no está -dijo Mario, animado por los proyectos de Adamas, yo me pondré el chal, la falda y la caperuza de Lauriana, y pasaré por ella; entre tanto, ella permanecerá en mi lugar en la hostería, desde donde le será fácil evadirse a casa de Guillermo o de monsieur Robin cuando nos alejemos.

     -Hijos míos -dijo el marqués-, haced lo que mejor os parezca; pero no me digáis nada, porque es muy violento tener que jurar en falso, y seguramente me interrogarán cuando la trampa se descubra. Intentad otra cosa y hablad bajo. No os escucho.

     -Olvidáis -dijo Lauriana- que yo no me prestaré a ninguna tentativa de evasión. No caviléis, Adamas; y tú, Mario, resígnate. He jurado a Dios aceptar mi suerte.

     Efectivamente, Lauriana se negó a apearse ante la hostería del Gallo Rojo, donde el cambio proyectado hubiera podido tener alguna probabilidad de éxito. Mario esperaba que cambiase de parecer y aceptase alguna otra combinación; pero en vano intentaron convencer a Lauriana de que las cosas podían arreglarse sin comprometer al marqués: fue inflexible.

     -No, no -decía-; nadie creerá que el marqués no ha cerrado los ojos voluntariamente. �Quién sabe, mi pobre Mario, si no te guardarían en rehenes hasta encontrarme? En cuanto a Adamas, iría seguramente a la cárcel. No quiero que tal cosa ocurra, y no consentiré en escaparme de ninguna manera; y si lo intentáis, gritaré para que vuelvan a prenderme.

     La resolución de Lauriana fue inquebrantable. Hubo que abandonar toda esperanza, y llegaron a Bourges mucho más abatidos y descorazonados que cuando salieron de Briantes.

     El resultado de esta sumisión fue bastante favorable.

     El teniente general, monsieur Biet, que había contado con la rebeldía del marqués, lo cual hubiera agravado el asunto, quedó muy sorprendido al verle presentarse ante él con Lauriana y reclamar para ella un retiro honorable y las consideraciones a que la dignidad de su conducta le daba derecho.

     Monsieur Biet tuvo que dulcificar su actitud: fingió que lamentaba hondamente las rigurosas medidas que, según él, obedecían a órdenes secretas del príncipe, y consintió que Lauriana fuese conducida al convento de religiosas de la Anunciada, del que fue fundadora Juana de Francia, tía de la ilustre Carlota de Albret; Lauriana tenía allí algunas amigas, y éstas consintieron que Mercedes se quedase con ella para servirla.

     Aquel convento era de los pocos en que la ardiente propaganda jesuítica no había penetrado todavía: las religiosas, dedicadas a la vida contemplativa, no emplearían con Lauriana un proselitismo demasiado riguroso.

     El marqués celebró con la superiora una entrevista, en la que supo disponerla en favor de la joven cautiva, y consiguió el permiso de visitarla a diario con Mario en el locutorio, en presencia de una hermana celadora.

     A pesar de esta esperanza, Mario sintió que el corazón se lo desgarraba cuando oyó cerrarse ante él y su querida compañera la pesada puerta del convento.

     Le parecía que Lauriana no saldría ya nunca de allí, y también estaba preocupado por Mercedes, que se esforzaba en sonreír al separarse de él, pero que pareció volverse loca cuando el niño desapareció y ella se vio condenada, por la primera vez en su vida, a dormir bajo otro techo.

     Casi no pudo pegar los ojos, lo mismo que Lauriana. Pasaron la mayor parte de la noche hablando y llorando, no temiendo ya afligir a Mario con su dolor.

     -Mercedes mía -decía Lauriana, abrazando a la morisca-, comprendo el sacrificio que haces separándote de tu hijo para consolarme.

     -Hija mía -le contestó Mercedes-, te confieso que también lo hago para consuelo de Mario, puesto que te quiere aun más de lo que me quiere a mí. No proteste, lo he visto perfectamente; pero no siento celos de ti, porque tengo el presentimiento de que tú harás la felicidad de su vida.

     No había medio de quitar a la morisca la idea de aquel matrimonio inverisímil, y Lauriana no se atrevía a contradecirla, sobre todo en aquel momento.

     Bois-Doré abrigaba ciertas dudas acerca de las órdenes dadas por el príncipe respecto a Lauriana.

     El príncipe era avaro, pérfido e ingrato por naturaleza; pero no era cruel, y su aversión por las mujeres no llegaba hasta la persecución.

     Además, el marqués había creído notar cierta turbación en el teniente general al interrogarle sobre las supuestas órdenes secretas del príncipe. Esperó conseguir, con dulzura y persuasión, que revocase su decisión.

     Mandó un mensajero al Poitou para que buscase a monsieur de Beuvre y le aconsejase volver cuanto antes, y él se quedó en Bourges, tanto para ejecutar su plan cerca de monsieur Biet como para no perder de vista a su protegida.

     El mensajero no pudo encontrar a monsieur de Beuvre: éste se había embarcado de nuevo, y no se sabía en qué parajes navegaba.

     Dos meses transcurrieron sin que se recibieran noticias de él.

     Lauriana le lloraba por muerto. No creía en los cuentos que inventaba el marqués para persuadirla de que algunas personas habían visto a su padre y de que se hallaba en perfecto estado de salud; Bois-Doré fingía que la presencia de la hermana celadora, que dormía constantemente, le cohibía, impidiéndole enseñar cartas que probaban sus afirmaciones.

     Lauriana tomó el partido de fingir tranquilidad para tranquilizar a Mario, que tenía siempre la mirada fija en ella con ansiedad.



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- LXIV -

     El verano de 1622 transcurrió sin que el marqués consiguiese, ni con ruegos ni con amenazas, la libertad, bajo fianza, de la cautiva.

     Monsieur Biet, que temía haber cometido una torpeza, había conseguido una autorización para hacer lo que ya estaba hecho.

     La ausencia prolongada y el silencio absoluto del padre empeoraban la situación. Era ya inútil negar los motivos. No cabía lugar a dudas respecto a ellos; a las instancias y a los reproches del marqués, monsieur Biet contestaba con una sonrisa, llena de amargura:

     -Pues que venga ese hidalgo a buscar a su hija; se la devolveremos en el acto, así como la administración de sus bienes.

     Lucilio residía con un nombre supuesto en Bourges, en el arrabal de Saint-Ambroise.

     No veía a nadie más que a Mario, que iba a pie, sin lujo y sin ostentación, a tomar sus lecciones.

     Mercedes, que tenía permiso para salir, iba a servirle sus comidas, de las que el filósofo, absorto en su trabajo, no se hubiera probablemente ocupado mucho.

     Hubo una circunstancia que demostró lo mucho que monsieur Poulain se había enmendado.

     Estaba en Bourges, ocupado en conseguir la autorización para ser abad, cuando un día Lucilio se encontró frente a frente con él en el jardinillo que rodeaba su humilde morada.

     El futuro abad y Jovelin descubrieron entonces que vivían bajo el mismo techo.

     Lucilio supuso que sería denunciado y molestado, pero no fue así.

     Monsieur Poulain encontró agrado en su compañía y demostró mucho interés por Mario, cuando le vio venir a tomar sus lecciones.

     El rector era demasiado inteligente para no haber rectificado sus opiniones, y comprendía cuán poco debía contar con el príncipe de Condé, porque el arzobispo de Bourges se negaba a hacerle abad hasta que el príncipe le diese su autorización para ello, y el príncipe no parecía tener mucha prisa en darla.

     La existencia de nuestros personajes se deslizó apaciblemente durante esta especie de destierro en Bourges. Hasta gozaron mayor seguridad de la que habían tenido en Briantes en los últimos tiempos.

     Pero el marqués se aburría por haber roto con todas sus costumbres de lujo, de bienestar y de actividad.

     Procuraba pasar inadvertido y borroso para no llamar la atención sobre Lauriana en una ciudad donde el espíritu de la Liga no había muerto del todo y donde el reinado breve y violento de la Reforma había dejado recuerdos desagradables.

     Mario se esforzaba en estar alegre para distraerle; pero el pobre niño no lo estaba ya; y mientras leía la Astrée a su tío durante las veladas, pensaba en otra cosa, o suspiraba ante aquellas descripciones de arroyos, de jardines y de bosques que le hacían sentir el aburrimiento y la dependencia de su situación actual.

     Mario estaba pálido y se hacía soñador; trabajaba con ahínco para instruirse, y era para él una alegría poner a Lauriana al corriente de sus estudios y comunicarle los conocimientos que adquiría.

     De esta manera ocupaban el tiempo de sus entrevistas diarias; porque no hay nada más violento que la imposibilidad de expansionarse con los seres amados ante testigos.

     Los jesuitas, que, deslizándose, iban penetrando ya en todas partes, intentaron persuadir al marqués de que les confiase la educación de su amable hijo. Bois-Doré se las arregló para entretener sus esperanzas, porque veía que no lo convenía ponerse a mal con ellos.

     Pero ellos no se dejaron engañar, y las idas misteriosas de Mario a los arrabales llamaron su atención. Lo siguieron, y entonces se fijaron en maese Jovelin.

     Pero monsieur Poulain lo arregló todo diciendo que conocía a Lucilio como ortodoxo, y que además él asistía a las lecciones del joven hidalgo.

     Monsieur Poulain temía más que amaba a los jesuitas; pero como era muy astuto, pudo engañarles.

     Los acontecimientos de la guerra se precipitaron; llegó la noticia de la paz de Montpellier, y esto dio lugar a grandes proyectos de festejos en honor del príncipe en su buena ciudad de Bourges. Pero fue menester abandonarlos; el príncipe llegó inopinadamente de muy mal humor, comprendiendo que su poderío había terminado.

     El rey le había engañado: primero, no había consentido en morir; luego, había negociado la paz sin contar con él.

     Además, la reina madre había recobrado alguna influencia; Richelieu había conseguido el capelo, y, a pesar de todos los esfuerzos del príncipe para evitarlo, se acercaba insensiblemente al poder.

     Condé no hizo más que cruzar la ciudad y la provincia. Ya no creía en la astrología; sus desilusiones le habían vuelto beato. Había hecho un voto a Nuestra Señora de Loreto.

     Partió para Italia, sin ocuparse para nada de los asuntos de su provincia. Monsieur Biet, comprendiendo que los hugonotes no tardarían en recuperar su libertad de conciencia y que no sería nada beneficioso para él tener que otorgar a la fuerza la libertad de Lauriana, fue en persona con el marqués a buscarla al convento.

     Las religiosas se separaron de ella con sentimiento y dieron testimonio de su dulzura y de su cortesía.

     Lauriana había sufrido mucho durante aquellos cinco meses de violencia moral; también ella había empalidecido y adelgazado; había asistido sin quejarse a todos los ejercicios religiosos, guardando una actitud firme y respetuosa, rezando a Dios con toda su alma ante los altares católicos y absteniéndose de toda reflexión que hubiera podido mortificar a las santas mujeres de la Anunciada; pero cuando la instaron para que hiciera acto de renunciación, inclinó la cabeza y guardó silencio obstinado. El momento en que su padre se hallaba acaso bajo el hacha del verdugo no era el más oportuno para que Lauriana proclamase su libertad de conciencia. Se calló y sufrió cuantos intentos hicieron para convencerla, con el estoicismo de un paciente maniatado que oyera zumbar las moscas en torno de su cabeza, sin poder apartarlas, pero sin querer hacer ningún gesto.

     En todas las demás circunstancias ganaba la voluntad de las hermanas con atenciones exquisitas. Hicieron votos por su conversión; rezaron por ella y la dejaron tranquila.

     En otro sitio Lauriana hubiera podido ser acusada de magia y condenada a las llamas temporales: tal era el último recurso que se empleaba con los acusados de herejía.

     Por fin, el 30 de noviembre, nuestros personajes, llenos de esperanza y de alegría, regresaron al castillo de Briantes.

     Se habían recibido buenas noticias de monsieur de Beuvre. Él había escrito a menudo; pero sus mensajeros habían sido detenidos o le habían sido infieles; no tardaría en llegar.

     Llegó, en efecto; se le festejó grandemente; luego se planteó el problema de la separación.

     Era conveniente que Lauriana regresase a su castillo, y el corpulento Beuvre no se hallaba a sus anchas en la pequeña morada de Briantes. Lauriana no podía mostrar ante su padre el menor disgusto en volver a vivir con él; realmente no lo experimentaba: tal era su alegría por haberle vuelto a ver. Sin embargo, sintió una especie de melancolía repentina e involuntaria en cuanto entró en el triste castillo de la Motte.

     Los caballeros de Bois-Doré la acompañaron y, a ruego de su padre, permanecieron con ella dos o tres días. Mercedes y Jovelin habían ido también. Además, �no debían verse casi diariamente?

     El terror confuso que se había apoderado de Lauriana no podía ser todavía la sensación del aislamiento; era un desencanto del que no se daba bien cuenta. Siempre había querido considerar a su padre como un héroe; las inquietudes que había sentido en el convento al pensar en los peligros que corría por su ideal habían elevado hasta el entusiasmo la idea que tenía de él. Pero desde su regreso las cosas tomaban otro aspecto: primero, Beuvre, que siempre se había quejado de la obesidad mientras estaba en la inacción, estaba más colorado y más grueso que nunca. �Ella, que pensaba verle volver macilento y fatigado! Su espíritu parecía haberse embotado en la misma proporción. Su alegría brusca se había vuelto más brutal. Se las daba de hombre de mar; fumaba y juraba exageradamente; se olvidaba de disimular su escepticismo bajo los ingeniosos aforismos de Montaigne, y a ratos tomaba aires de satisfacción misteriosa y burlona, muy poco amables para sus amigos.

     Al día siguiente de su llegada a la Motte, dio la clave de este último enigma en una conversación que debemos reproducir.



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- LXV -

     El castellano de la Motte y sus amigos habían pasado el día cazando. Por la noche, después de cenar, se hallaban junto a la chimenea del salón principal, cuando Guillermo de Ars, que desde que se había hecho la paz venía mostrándose muy asiduo con Lauriana, solicitó con cierta emoción que le concediesen el permiso para decir unas palabras; este permiso fue solicitado especialmente de Lauriana, que asintió sin adivinar de lo que se trataba.

     Abandonaron los juegos y las conversaciones, y Guillermo habló en esta forma:

     -Señoras -Mercedes se hallaba presente-, señores, parientes y vecinos, todos honorables, respetados y amados: os ruego que escuchéis una historia, que es la mía. Como podéis ver, soy un hombre como muchos otros, ni muy guapo ni muy feo; bastante ignorante -maese Jovelin no dirá lo contrario-, bastante rico, bastante noble, lo que en realidad no constituye ninguna virtud, y, dicho sea sin jactancia, bastante valiente...; pero prefiero abandonar a otros el trabajo de hacer mi apología, porque yo no acierto a elogiarme a mí mismo, como podéis ver.

     -�Cierto! -exclamó el marqués con su benevolencia acostumbrada.- Valéis más de lo que decís; sois la flor y nata de los hidalgos del país, espejo de los caballeros y, como Alcidor, �tan apreciado de cuantos os conocen, que no hay nada que vuestros méritos no lograran alcanzar�.

     -Dejemos esas ñoñeces de la Astrée -dijo monsieur de Beuvre-. �Adónde queréis ir a parar, Guillermo? �Y por qué solicitáis nuestros elogios cuando nadie piensa en quejarse de vos?

     -Es que, como quiero haceros una petición muy importante, hubiera deseado que todas las personas de vuestra confianza abogasen por mi causa.

     -Todos proclamamos vuestra lealtad, vuestro valor, vuestra cortesía y vuestra intachable amistad -dijo Lauriana-. Por lo tanto, podéis hablar, porque estamos aquí dos mujeres, es decir, dos curiosas.

     Apenas hubo dicho Lauriana estas palabras, cuando se ruborizó y lamentó haberlas pronunciado; porque la mirada entusiasta y un tanto fatua del buen Guillermo le hizo presentir de qué se trataba.

     En efecto; Guillermo, más alentado por Lauriana de lo que ella hubiera deseado, hizo una petición de matrimonio, solicitando de nuevo el apoyo de las personas presentes y mezclando la hipérbole, la broma y el sentimiento de una manera que, dado el espíritu de la época, podía parecer agradable y correcta.

     La declaración fue bastante larga y enrevesada, según lo exigían las reglas del trato social, pero franca y cordial.

     Diversas emociones se manifestaron en el rostro de los auditores. Monsieur de Bois-Doré no logró disimular completamente una gran contrariedad y un profundo disgusto. Lauriana bajó los ojos con un aire más melancólico que turbado. Mercedes, con ansiedad, intentó leer en los hermosos ojos de Mario; Mario se había vuelto hacia la pared, y nadie vio su cara. Lucilio miró atentamente a Lauriana.

     Monsieur de Beuvre fue el único que permaneció impasible, sin que su cara denotase más que la reflexión; parecía hacer un cálculo imperceptible, pero absorbente.

     Todo el mundo guardó silencio, y Guillermo se quedó algo confuso.

     Pero aquel silencio podía ser lo mismo considerado como un estímulo que como una desaprobación. Puso una rodilla en tierra ante Lauriana, como para esperar su respuesta, en la actitud de una sumisión absoluta.

     -Levantaos, Guillermo -le dijo la joven, levantándose para darlo el ejemplo-. Nos sorprende vuestra petición, porque no la esperábamos, y no podemos contestar tan súbitamente como a vos se os ha ocurrido esa idea.

     -No se me ha ocurrido súbitamente -contestó Guillermo-. La llevo en mí desde hace dos o tres años; pero por vuestra edad y vuestro luto temía hablar inoportunamente.

     -Permitid que lo dude -dijo Lauriana, que sabía por la voz pública que Guillermo había llevado siempre una vida alegre y que recientemente había suspirado tras varias damas más o menos casaderas.

     -Mi señora hija -dijo al fin monsieur de Beuvre-, permitid que diga que Guillermo no miente. Yo sé que hace mucho tiempo que piensa en vos que piensa en el matrimonio. Pero, según mi opinión, se decide algo tarde a comunicároslo.

     -�Algo tarde! -exclamó Guillermo contrariado-. �Es que ya habéis dispuesto...?

     -No, no -repuso Beuvre riendo-; mi hija no está prometida a nadie, como no sea a nuestro joven vecino, el marqués de Bois-Doré, o a ese grave personaje, el otro monsieur Bois-Doré, que está durmiendo mientras me piden la mano de su prometida.

     Mario, confuso y mortificado, no volvió la cabeza; creyeron que dormía; solamente la morisca vio que lloraba; pero el marqués se levantó y contestó con más vivacidad de la que solía tener:

     -Apostaría, querido vecino, que vuestra burla es un reproche por nuestro silencio; perdonadle, Guillermo, porque tan cierto como hay un Dios, os tengo por el hombre más leal que existe, y digno por todos conceptos de ser el feliz esposo de nuestra Lauriana; pero, sin querer perjudicaros, declaro que mi petición se ha adelantado a la vuestra, y que he sido estimulado por la señorita de Beuvre y por su padre.

     -�Vos! -exclamó Guillermo estupefacto.

     -Sí, yo -contestó Bois-Doré-, en calidad de tío, tutor y padre adoptivo de Mario de Bois-Doré, aquí presente.

     -Aquí presente, no -dijo monsieur de Beuvre, siempre riendo-, puesto que duerme con el sueño de la inocencia.

     -�No duermo! -exclamó Mario, arrojándose en los brazos de su padre y dejando ver su cara, contraída por los sollozos, que había ahogado entre sus manos.

     -Ya, ya -dijo monsieur de Beuvre-; nos lo dice con los ojos hinchados de sueño.

     -No- repuso el marqués, examinando a su hijo-; con los ojos abrasados por el llanto.

     Lauriana se estremeció; el dolor de Mario le recordó la escena del laberinto y trajo de nuevo a su memoria las inquietudes que había olvidado. Las lágrimas del niño le dolieron, y la mirada, de Mercedes la inquietó como un reproche.

     Lucilio parecía compartir aquella ansiedad; Lauriana, comprendió que tenía entro sus manos, por largo tiempo, acaso para siempre, la felicidad de aquella familia a quien debía tanto agradecimiento.

     Acabó de entristecerse viendo que el marqués lloraba también; se acercó al anciano y al niño y les dio un beso con igual ternura, suplicándoles que fuesen razonables y que no se apenasen por un porvenir en el que ni ella había pensado todavía.

     Beuvre se encogió de hombros.

     -Sois todos ridículos -dijo-; y a vos, Bois-Doré, os encuentro triplemente loco, por haber llenado de novelas idiotas la cabeza de este pobre colegial. Aquí tenéis el resultado. Se cree un hombre, y quiere casarse a la edad en que sólo necesitaría azotes.

     Estas duras palabras acabaron de desesperar a Mario, y enojaron seriamente al marqués.

     -Os encuentro hoy -dijo a Beuvre- en vena de decir severidades superfluas. Los azotes no juzgo oportuno emplearlos con un niño que ha probado tener el alma de un hombre. Comprendo que no debe casarse hasta dentro de algún tiempo; pero también creo acordarme de que nuestra Lauriana no quería casarse hasta dentro de siete años a contar desde el día en que en esta misma habitación, el año pasado, me dio una prenda...

     -�Ah! �No hablemos de aquella horrible prenda! -exclamó Lauriana.

     -Al contrario, hablemos de ella, dando gracias a Dios -contestó el marqués-, puesto que aquel puñal me hizo encontrar al hijo de mi hermano. Por vuestras benditas manos, mi querida Lauriana, ha entrado esta dicha en mi casa, y si he sido loco al esperar que entraríais vos también, perdonadme. Cuanto más feliz se es, más avaro se vuelve uno de felicidad. En cuanto a vos, amigo Beuvre, no negaréis que acogisteis favorablemente mis proyectos; vuestras cartas pueden dar fe de ello; habéis escrito: �Si Lauriana tiene paciencia y no se encapricha con la idea de matrimonio hasta que Mario tenga diez y nueve o veinte años, os juro que me alegraré.�

     -No lo niego -contestó Beuvre-; pero sería tonto si no considerase la cuestión del casamiento de mi hija bajo sus dos aspectos: el porvenir y el presente. El porvenir es el menos seguro. �Quién me responde de que dentro de seis años estaremos aún en este mundo? Además, cuando yo os hablaba en la forma que decís, mi posición no era muy buena, mientras que ahora puedo asegurar sin rodeos que es mejor de lo que podéis suponer.

     �Por lo tanto, escuchadme vos, monsieur Ars; vos, marqués, y sobre todo vos, mi señora hija. Cuento con que guardaréis el secreto de lo que voy a confiaros a vosotros, todos gentes de honor y de prudencia: en esta última campaña he doblado mi fortuna. Tal era mi objeto principal, y lo he logrado, a la vez que servía mi causa, con riesgos y peligros.

     �He peleado con todas mis fuerzas contra los malvados y he contribuido tanto como el primero a la honrosa paz que el rey nos concede. Por esto, monsieur Ars, si me honráis al solicitar una alianza con mi hija, es solamente por vuestro nombre y vuestro mérito, porque soy acaso tan rico como vos.

     �Y en cuanto a vos, amigo Silvio, ya que manifestáis vuestra amistad con la misma petición, sabed que vuestro tesoro no tiene ya por qué deslumbrarme, porque yo también tengo el mío: tres buques en el mar, llenos de oro, plata y mercancías, como dice la canción.

     �Ahora, mis lindos y amados caballeros, dadme tiempo para reflexionar y poder contestaros. También mi hija, sabiendo que no le costará trabajo encontrar marido, lo pensará y nos comunicará su decisión.�

     Después de estas palabras, no quedaba ya nada que decir, y todo el mundo se despidió.

     Guillermo, como verdadero hombre de mundo, tomó a broma las pretensiones de Mario; pero sin acrimonia ni malicia, porque el niño parecía dispuesto incluso a pedirle explicaciones, y Guillermo lo quería demasiado para irritarle hasta tal punto.

     Se marchó con la esperanza, muy natural, de triunfar de un rival que no le llegaba al hombro.

     Mario durmió mal, y al día siguiente no tuvo apetito. Su padre se lo llevó, temiendo que cayera enfermo, y empezando a comprender que no es prudente jugar con el porvenir de los niños en su presencia. Pero este remordimiento tardío no le corrigió. Su espíritu novelesco y singular, que era como el de un niño, no tenía la noción justa del tiempo. Del mismo modo que se figuraba seguir siendo joven, creía que Mario estaba en la edad de sentir el amor frío y retórico, casto y amanerado de que la Astrée le había llenado la cabeza.

     Mario no comprendía las sutiles distinciones de las palabras: sólo sentía los tormentos del corazón, que son los únicos profundos y verdaderos.

     Pensaba: �Quiero a Lauriana�; y si le hubieran preguntado de qué género era su amor, hubiera contestado de buena fe que no existía más que uno. Puro como los ángeles, comprendía el verdadero ideal de la vida, que es amar por amar.

     Tan pronto como Beuvre y su hija se encontraron solos, él la animó para que se decidiese por Guillermo de Ars.

     -No he querido dar mi opinión por no molestar al marqués -le dijo-; pero su proyecto es una locura, y espero que no querréis conservar la caperuza negra durante seis años todavía, en espera de que ese nene haya mudado los dientes.

     -No he adquirido tal compromiso ante mí misma -contestó Lauriana, que estaba muy triste-; pero me temo que, sin yo saberlo, me hayáis comprometido con el marqués.

     -Me importaría muy poco -repuso Beuvre-, pero no hay tal cosa; tanto peor para ese viejo loco y para su chiquillo, si toman en serio palabras dichas en el aire; uno se consolará con un caballo de cartón; el otro, con un traje nuevo, porque son tan niños el uno como el otro.

     -Mi querido padre -dijo Lauriana-, ya no me es posible tomar a broma las cosas del marqués. Ha sido para mí más que un padre; algo así como un padre, una madre y un hermano juntos: tal protección, tal afecto, tal alegría amable ha puesto en su manera de ser conmigo. Si Mario no es más que un niño, en todo caso no es un niño como los demás. Es un niño por la dulzura y la delicadeza de sus atenciones; es un hombre por el valor, como lo demuestran sus actos y la cultura que tiene, extraordinaria dada su edad; sabe más que vos y que yo.

     -Ya, ya, hija mía -exclamó Beuvre, dándose golpecitos en el vientre-; estáis demasiado encaprichada con los caballeros de Bois-Doré, y me parece que ya no valgo gran cosa a vuestros ojos. El disgusto de ellos os importa mucho, y en cambio mi opinión no os importa nada, ya que os hacéis la sorda cuando os hablo de Guillermo de Ars.

     -Guillermo de Ars es un buen amigo -contestó Lauriana-, pero es un marido demasiado viejo para mí: tiene casi treinta años, conoce mucho el mundo, y me encontraría demasiado tonta o demasiado salvaje. Su petición me hubiera acaso halagado antes de la paz; cuando estábamos perseguidos, hubiera tenido cierto mérito al ofrecernos el apoyo de su nombre; pero tiene poco al hacerlo hoy, cuando nuestros derechos son reconocidos y nuestra tranquilidad está asegurada. Tendrá menos todavía si persiste en su opinión, ya que sabe que somos ahora más ricos que antes.

     Beuvre intentó en vano hacer cambiar de parecer a su hija. Esto le contrarió mucho; porque en el fondo, en igualdad de edad, hubiera preferido Guillermo a Mario; un yerno completamente dedicado a la vida física e inclinado a los placeres fáciles y a la despreocupación le convenía mucho más que un espíritu cultivado y un carácter selecto.

     Lauriana se defendía, añadiendo a cada una de sus palabras la fórmula �vuestra voluntad será la mía�. Pero al decir esto contaba con la promesa que su padre le había hecho, cuando ella enviudó, de no forzar nunca su inclinación.

     Beuvre, que al enriquecerse se había vuelto más duro -esta transformación se opera de pronto en edad madura-, tenía tentaciones de cogerle la palabra y de decir: �Sea.� Pero no era malo, y su hija era casi su único afecto.

     Se limitó a molestarla y a entristecerla hablándole continuamente de los intereses materiales, de los que ella le había creído completamente desligado al emprender su última cruzada calvinista.

     Lauriana no cedió; pero, para no mortificarle, consintió en no rechazar a Guillermo bruscamente y en recibir sus visitas hasta nueva orden.



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- LXVI -

     Los caballeros de Bois-Doré estuvieron echo días sin parecer por la Motte Seuilly; Mario tenía algo de fiebre; Lauriana, llena de inquietud, lloró. Su padre no quería llevarla a Briantes, con el pretexto de que no convenía alimentar ciertas ilusiones. Hubo entre ellos una pequeña disputa.

     -Seréis causa de que me crean ingrata -decía Lauriana-. Después de todas las atenciones que han tenido conmigo, yo debía ir a cuidar a Mario. Al menos, vos debíais ir todos los días. Dirán que los olvidáis ahora, porque ya no necesitamos de ellos. �Ah! �Por qué no seré yo un hombre! Iría a caballo a todas horas; sería el camarada, el amigo del pobre niño, y podría mostrarle mi amistad sin tener ningún compromiso suspendido sobre mi cabeza, y sin tener que temer ningún reproche.

     Al fin convenció a su padre de que la llevase a Briantes.

     Halló a Mario bastante consolado y sin fiebre. Parecía haberse resignado una vez más a ser un niño. El marqués estaba algo dolido por la conducta de monsieur de Beuvre. Pero era imposible guardarse rencor. Poco a poco los padres se pusieron a conversar como si tal cosa, y Lauriana empezó a reír y a jugar con su inocente adorador.

     -Vecino -dijo entonces Beuvre a Bois-Doré-, no debéis guardarme rencor. Vuestra idea referente a estos niños era una ilusión. �Ved qué bien se entienden juntos para los juegos inocentes! Señal de que se llevarían mal en los juegos del amor. Pensad que un marido demasiado joven no se contenta por mucho tiempo con una sola mujer, y que una mujer abandonada se torna en celosa y malhumorada. Además, hay entro estos niños un obstáculo en el que no habíamos pensado: él es católico y ella protestante.

     -Eso no es un obstáculo -dijo el marqués-. Se les casa en la misma Iglesia, y luego cada cual vuelve a la que prefiere.

     -Sí, sí; eso está bien para vos, viejo incrédulo, que pertenecéis a ambas Iglesias, o más bien a ninguna; pero nosotros...

     -�Vos, vecino? Ignoro en qué religión comulgáis; yo creo en Dios, y vos no.

     -�Acaso! �Quién sabe?, ha dicho Montaigne. Pero mi hija cree, y no la haréis ceder.

     -No tendría por qué ceder. Aquí ha tenido libertad de rezar según sus ideas. Mario y ella hacían por la noche sus oraciones juntos, y no se les ocurría disputar. Además, Mario estaría dispuesto a hacer como yo...

     -Sí, a decir como vos, en tiempos del buen rey: ��Viva Sully!� y ��Viva el Papa!�

     -Tened la seguridad de que Lauriana tampoco se empeñaría en el calvinismo.

     Bois-Doré se equivocaba. Cuanto más escéptico se declaraba monsieur de Beuvre, más empeño tenía Lauriana en adherirse desinteresadamente a la Reforma. Beuvre, que lo sabía y que buscaba la ocasión de suscitar obstáculos, promovió la cuestión durante la comida. Lauriana manifestó sus ideas con dulzura, pero con energía notable.

     El marqués no había hablado nunca de religión con ella ni delante de ella. No hablaba de religión con nadie, y le parecía que los dioses medio galos y medio paganos de la Astrée eran muy conciliables con sus vagas nociones sobre la divinidad. Sintió pena al ver a Lauriana en una actitud de intransigencia, y no pudo menos de decirle:

     -�Ah!, mala niña, no seríais tan testaruda en esta controversia si me quisierais un poquito más.

     Lauriana no se había dado cuenta del juego de su padre. El reproche del marqués se lo hizo comprender. Era el primer reproche que le dirigía, y le llegó al alma; pero el temor de irritar a su padre la impidió responder según el impulso de su corazón. Bajó los ojos y contuvo una lágrima al borde de sus párpados.

     Mario, que no parecía ocupado más que en preparar la delicada comida del perrito Pleurial, vio aquella lágrima, y dijo de pronto, con un aire serio, casi viril, que contrastaba con la pueril ocupación de sus manos:

     -Padre, estamos apenando a Lauriana; no hablemos más de esto. Tiene voluntad; hace bien. Yo en su lugar haría lo mismo, y no abandonaría mi partido en la desgracia.

     -�Bien dicho, hombrecito! -dijo Beuvre, sorprendido por el aire razonable de Mario.

     -Además -añadió el marqués-, estamos por encima de estas vanas discusiones. Mi hijo tiene ya la amplitud de ideas de los espíritus nobles, y él no contrariaría nunca las opiniones de Lauriana.

     -Contrariarlas, no -dijo Mario-; pero...

     -Pero �qué? -preguntó vivamente Lauriana-. �No llegaríais a compartirlas, Mario, ni aun por amistad a mí?

     -�Ah! �Ah! -exclamó Beuvre, asaltado por una idea repentina-, si eso fuera posible; si este niño, con su nombre y sus bienes, consintiese en entrar resueltamente en nuestra causa, no digo que no aconsejaría a Lauriana que guardase durante algún tiempo más su caperuza negra.

     -Si no se trata más que de eso -dijo el marqués-, cuando llegue el momento...

     -�No, no, padre! -dijo Mario con una energía extraordinaria-. Ese momento no llegará para mí. He sido bautizado por el abate Anjorrant; él me ha educado en la idea de que no debo cambiar; y aunque no me haya hecho jurar nada al morir, creería desobedecerle si no permaneciese en la religión en que él me inició. Lauriana me ha dado el ejemplo; yo le imitaré; seguiremos como hasta ahora, y todo estará bien. Esto no me impedirá quererla; y si ella deja de quererme a mí, entonces hará mal y será mala.

     -�Qué contestáis a esto, hija mía? -dijo Beuvre-. �No creéis que este maridito, si os viera en la hoguera, se limitaría a decir: �Lo lamento; pero no lo puedo remediar, porque tal es la voluntad del Papa�?

     Lauriana y Mario discutieron, como niños que eran, y se enfurecieron. Lauriana continuó malhumorada; Mario no cedió, y acabó por exclamar fogosamente:

     -Dices, Lauriana, que te rebajarías si cambiaras; entonces, si yo cambiase, �me despreciarías?

     Lauriana comprendió la justeza de esta réplica, y no contestó; pero se sentía ofendida como una mujercita que riñe con su novio, y su mirada decía: �Creía que me querías más de lo que me quieres.�

     Cuando volvió a casa con su padre, éste le dijo:

     -Y bien, hija mía, �no veis ahora que Mario, ese niño encantador, es un papista de pura cepa, como su difunto señor padre, que servía a España en contra nuestra? Y algún día, avergonzado por la nulidad de su tío, nos hará sencillamente la guerra. �Qué diríais entonces al ver a vuestro marido y a vuestro padre frente a frente en el combate?

     -En verdad, padre -dijo Lauriana-, me habláis como si yo hubiera manifestado el deseo de permanecer viuda, y yo no he tomado nunca semejante resolución. Pero no veo cómo se libraría monsieur de Ars de lo que predecís; �no es católico y gran partidario del rey?

     -Monsieur de Ars no tiene voluntad -repuso Beuvre-, y respondo de que en cualquier circunstancia le haríamos servir a nuestros fines. Otros más listos que él han cambiado cuando la Reforma ha estado en auge.

     -Si monsieur de Ars no tiene voluntad, peor para él -declaró Lauriana-; entonces no es un hombre, y él ya tiene edad de serlo.

     Lauriana no se equivocaba; Guillermo era nulo de carácter, pero era un buen mozo y un vecino agradable; era valiente cual un león, y su alma era muy generosa para sus amigos.

     Dulce y fácil para los aldeanos, se dejaba robar por ellos con desprendimiento; pero también hacía como los señores de su tiempo: los dejaba estancarse en la ignorancia y en la miseria. Le parecía muy hermoso que los vasallos de Lauriana estuviesen limpios y bien alimentados, y muy gracioso el que los de Bois-Doré estuviesen gordos; pero cuando le decían que en Saint-Denis-de-Touhet los aldeanos morían como moscas por las epidemias; que en Chassignoles y en el Magny no conocían el sabor del vino ni de la carne, apenas el del pan, y que en los países de Brenne comían hierba, mientras que en otras provincias, más desdichadas todavía, se comían unos a otros, él contestaba:

     -�Qué se le va a hacer! No todo el mundo puede ser feliz.

     Y no se torturaba el cerebro para encontrar un remedio. No se le hubiera ocurrido la idea de vivir en sus tierras, como hacía Bois-Doré, y asociar a su bienestar a todos los que dependían de él. Iba a Bourges y a París cuantas veces podía, y aspiraba hacer un buen matrimonio para llevar una vida aun mejor, con una mujer que él haría perfectamente feliz con la condición de que no tuviera más corazón ni más cabeza que él.

     Era el hombre de su casta y de su tiempo, y nadie pensaba en censurarle.

     Por el contrario, Lauriana era considerada como una calvinista exaltada, y Bois-Doré como un viejo loco. La misma Lauriana no juzgaba a Guillermo con tanta severidad como nosotros; pero notaba en él una falta de fondo y de consistencia, y a su lado sentía un aburrimiento invencible. Entonces el recuerdo de los días pasados en Briantes se le ofrecía como un sueño delicioso. Casi hubiera dicho: Et in Arcadia ego.

     Sin embargo, no admitía la idea de ser la mujer de Mario. En sus pensamientos más íntimos seguía siendo su hermana amada, orgullosa de él y llena de emulación. Pero no le agradó ningún pretendiente, a pesar de que se presentaron muchos en cuanto vieron a su padre adquirir nuevas tierras. Y al comparar involuntariamente a su padre, tan positivo y calculador, que la criticaba a menudo por sus limosnas, con el buen Silvain, que vivía y hacía que viviera todo el mundo a su alrededor, como en un cuento de hadas, tomó odio a todo lo razonable y se tornó la muchacha más soñadora y más romántica del mundo, según opinión de monsieur de Beuvre y demás parientes. En su familia se burlaban de ella y de su amor ridículo -decían- por un niño apenas destetado.

     A fuerza de oír decir que estaba enamorada de Mario, Lauriana, algo atormentada en su casa, se sentía impulsada, a pesar suyo, a considerar este amor como posible, y llegó a admitirle en idea. Era la época en que Mario cumplía los quince años.

     Pero no tardó en rechazar esta idea, porque Mario, a los quince años, no parecía distinguir todavía el amor de la amistad. Se mostraba con ella respetuoso en sus maneras, a la vez que familiar en sus palabras, como un hermano bien educado. No decía una palabra que pudiera dejar suponer que la pasión se hubiese revelado en él. A veces solamente se ruborizaba, cuando Lauriana llegaba de improviso a un lugar en que no la esperaba, y palidecía cuando se hablaba delante de él de algún nuevo proyecto de matrimonio. Al menos, Adamas transmitía estas observaciones a su amo, a Mercedes y a Lucilio. Pero podía equivocarse; el joven crecía y leía mucho; acaso experimentaba cierto malestar en la cabeza y en las piernas.

     No hablaremos extensamente de aquella época en que Mario tenía quince años y Lauriana diez y nueve. La existencia sedentaria y la tranquilidad de sus relaciones ofrecían, sin duda, un carácter de armonía dichosa que no nos permite hallar su huella en nuestros archivos acerca de Briantes y de la Motte Seuilly.

     Lo único que encontramos es el casamiento de Guillermo de Ars con una rica heredera del Dauphiné. Las nupcias se celebraron en Berry. y no parece que la negativa de Lauriana hubiese enojado al buen Guillermo, pues ella tomó parte en la fiesta, así como los caballeros de Bois-Doré.

     Un año más tarde, en 1620, vemos dibujarse la vida de nuestros personajes más claramente. La época del bautizo de monseñor el duque de Enghien -el futuro gran Condé- apresuró para ellos el curso de los acontecimientos.

     El bautizo tuvo lugar el día 5 de mayo en Bourges. El joven príncipe tenía entonces aproximadamente cinco años. Se celebraron grandes festejos, que atrajeron a toda la nobleza y a toda la burguesía de la provincia.

     El marqués de Bois-Doré, que había conquistado por fin, si no los peligrosos favores, al menos la saludable indiferencia de Condé y del partido jesuítico, accedió a los deseos de Mario, que sentía curiosidad por ver un poco el mundo, y a sus propios deseos, que eran exhibir a su heredero con más ventajas que en 1622, cuando se hallaban bajo el peso de una situación inquietante y dolorosa.



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- LXVII -

     Una vez decidido, Bois-Doré, que no sabía hacer las cosas a medias, utilizó por espacio de un mes el talento y la actividad de Adamas para preparar los lindos trajes y los ricos carruajes que quería exhibir ante la corte y la sociedad.

     Se abastecieron de nuevos caballos y arneses de lujo; se enteraron de las últimas modas. Estaban decididos a eclipsar a todo el mundo. El viejo hidalgo, siempre tieso y ágil, siempre pintado y rizado, de imaginación siempre sana y juvenil, quiso vestirse con las mismas telas y las mismas hechuras que su nieto.

     Llamaban así a Mario en Bourges; porque el príncipe, queriendo decir a Bois-Doré una frase de agradable ironía y no recordando el parentesco que existía entre los caballeros de Bois-Doré, le había preguntado si era por economía por lo que vestía a su nieto con los restos de sus trajes; Mario comprendió el desdén del alto vasallo, y se sintió más monárquico que nunca.

     Lauriana también había deseado ver, por primera vez en su vida, una gran fiesta. Como su padre no había tomado parte en la última sublevación de los hugonotes, y además, como desde hacía tres meses una nueva paz había sido firmada con ellos, podían dejarse ver sin peligro. Quedó convenido que irían todos juntos.

     Festines espléndidos, trofeos con dísticos latinos y anagramas en horror del príncipe niño; regimientos infantiles marcialmente equipados y que le escoltaban, maniobrando perfectamente; motetes cantados; arengas de los magistrados; presentación de las llaves de la ciudad; conciertos, danzas, comedia ofrecida por el colegio de jesuitas; ángeles que descendían de los arcos de triunfo y presentaban ricos regalos al duquesito -es decir, a su señor padre, que no se hubiera contentado con almendras-; maniobras de la milicia; ceremonias y festejos; todo ello duró cinco días.

     Allí se vieron grandes personajes.

     El célebre y hermoso Montmorency -a quien Richelieu mandó más tarde al patíbulo- y la princesa, madre de Condé -llamada la envenenadora-, fueron padrinos, en representación de los reyes de Francia.

     El señor duque recibió el bautizo con un gorrito de pedrerías y un faldón de tisú de plata. El príncipe de Condé llevaba un traje gris recamado de oro.

     Monsieur Biet invitó a los caballeros de Bois-Doré a que se colocasen en el estrado de la alta nobleza, no porque fuesen grandes amigos de aquella Corte, sino porque su elegancia honraba el espectáculo.

     La belleza de Mario llamó la atención más aún que su traje; Lauriana oyó a las señoras -principalmente a la joven y hermosa madre del principito- hacer observaciones acerca de los encantos de aquel lindo adolescente. Por primera vez sintió cierta turbación, como si hubiera tenido celos de las miradas y las sonrisas que iban hacia él.

     Mario no prestaba atención a ello. Miraba al hijo del príncipe con curiosidad. El niño era feo y enclenque; pero había mucha inteligencia en sus ojos y mucha decisión en sus movimientos.

     El día 6 de mayo, cuando nuestros personajes se disponían para la marcha, Beuvre cogió aparte al marqués y le dijo:

     -�Vaya!, habrá que acabar por tomar una resolución.

     -Tened paciencia; los caballos estarán dispuestos en seguida -le contestó Bois-Doré, que creyó que tenía prisa de regresar a su castellanía.

     -No me comprendéis, vecino. Digo que habrá que resolverse a casar a nuestros hijos, puesto que tal es su idea y la nuestra. Debo deciros que pienso emprender otro viaje. No he venido aquí más que para ponerme de acuerdo con unas personas que me prometen buenos negocios en Inglaterra; y si debo confiaros de nuevo mi Lauriana, más valdría que fuese casada ya con vuestro heredero. Es una suerte para él, porque mis buques van a aumentar, según me dicen, y la paz dará libre curso a la piratería angloprotestante. Por lo tanto, mi hija hubiera podido aspirar a quien valiera más que vos, en nombre y dinero, pero no en corazón, y como la preocupación de cuidar de ella me desvía mucho del cuidado de mis negocios, deseo, al recobrar mi libertad, dejar a mi Lauriana entre buenas manos. Decid que sí, y apresurémonos.

     El marqués quedó asombrado ante una proposición que monsieur de Beuvre parecía poco dispuesto a acoger, desde hacía cuatro años, en el caso de que se la hubiera hecho. Pero no necesitó reflexionar mucho para comprender la inconveniencia de aquel proyecto y la egoísta ligereza del padre de Lauriana. Bois-Doré también pecaba a menudo por ligereza y por estar fuera de la realidad; pero era verdaderamente padre, y le parecía que Mario, casado a los diez y seis años, se hallaría en una situación más temible que Mario novelescamente enamorado a los once.

     -�Qué ocurrencia! -exclamó-. Que nuestros hijos sean prometidos, �muy bien! Pero para casarlos es pronto todavía.

     -Así lo creo yo también -dijo Beuvre-. Pues bien, que sean prometidos, y guardad de nuevo a mi hija en vuestra casa. Vigilaréis a los novios, y dentro de dos o tres años volveré para celebrar la boda.

     Bois-Doré era lo bastante novelesco para ceder; sin embargo, vaciló. Había olvidado el amor, o al menos sus tormentos. Pero Adamas, que fingía arreglar los equipajes y que lo escuchaba todo, lo recordó con una mirada los rubores y las palideces que había advertido en el rostro de Mario, y que bien podían ser la revelación de un sufrimiento cuidadosamente ocultado.

     -No, no -dijo-; no colocaré a mi hijo junto al fuego; no le expondré a consumirse o a faltar a las leyes del honor. Quedaos en vuestro castillo, vecino, y seamos prudentes. Ya sois bastante rico; cambiemos nuestras palabras, pero esta vez sin que se enteren nuestros hijos. �Para qué vamos a quitarles el sueño? Dentro de tres años les haremos felices sin turbación ni reproche.

     Beuvre comprendió que la ambición y la codicia le habían hecho desear una tontería; pero se había vuelto testarudo e iracundo. Se enfadó, se negó a cambiar las palabras, y decidió que conduciría a su hija al Poitou, a casa de su parienta la duquesa de la Tremouille.

     En el momento de subir al coche, Mario tuvo un desfallecimiento al enterarse de que Lauriana no regresaba con él y se alejaba por un espacio de tiempo ilimitado. Su padre había intentado atenuar el golpe; pero monsieur de Beuvre tenía interés en probar sus sentimientos y en vengarse de la lección de prudencia que acababa de recibir, con gran despecho suyo, del hombre menos prudente del mundo. Lauriana, que todavía no sabía nada -su padre le había dicho solamente que tenían que quedarse unos días más en Bourges-, bajó precipitadamente la escalera al oír la exclamación dolorosa que lanzó el marqués ante el espectáculo de su hijo, lívido y desfallecido. Pero Mario se repuso en seguida, diciendo que sólo había tenido un calambre, y subió a la carroza cerrando los ojos. No quería ver a Lauriana, cuyo aire apacible le hería en el alma. Suponía que estaba enterada de todo y decidida, sin pena, a abandonarle para siempre.

     El marqués quiso aplazar la partida y tener una explicación con monsieur de Beuvre. Ante la energía de Mario, tuvo el valor de no hacerlo; ocurriese lo que ocurriese, había llegado para Mario la edad en que se imponía una separación de algunos años.

     Mario, tan expansivo en todos conceptos, no abrió su corazón a nadie, y afectó durante el trayecto una serenidad perfecta.

     En Briantes, el marqués le interrogó con habilidad y Mercedes con imprudencia. Mantuvo su actitud, diciendo que quería mucho a Lauriana; pero que esta pena no perjudicaría ni a su corazón, ni a su razón, ni a su trabajo.

     Cumplió su palabra; su salud sufrió un poco; pero se sometió a todos los cuidados que le rogaron que tuviese, y no tardó en reponerse.

     -Espero -decía a veces el marqués a Adamas- que no será demasiado sentimental y que olvidará a esa niña despiadada, que no le quiere.

     -Yo -decía el prudente Adamas- quiero esperar que ella le quiera más de lo que parece; porque si nuestro Mario perdiese la esperanza que lo hace vivir, puede ser que esto nos costase muchos disgustos.

     Al año siguiente, es decir, el 1627, una nueva crisis amenazó el castillo de Briantes. Se habló de arrasar sus murallas, sus baluartes y sus entradas fortificantes.

     Richelieu, ya definitivamente instalado en el poder, había decretado la destrucción de las fortificaciones de ciudades y ciudadelas en todo el reino.

Esta excelente medida, considerada en todo su rigor, abarcaba �todas las fortificaciones hechas desde hacía treinta años, sin autorización expresa del rey�, incluso los castillos y casas particulares.

     Briantes no estaba en este caso: sus defensas databan de la época feudal, y no hubieran resistido a los cañones. Los magistrados y regidores de La Châtre, descontentos por tener que arrasar sus propias defensas, hubieran deseado hacer otro tanto con las de todos los hidalgos vecinos. Pero Bois-Doré, que sentía la necesidad de ampararse contra las bandas de guerrilleros y ladrones de camino, sostuvo sus derechos y los hizo respetar. Sus vasallos le querían mucho, y no era de temer que hiciesen como los de otros hidalgos, que se ofrecieron voluntariamente como ejecutores de las órdenes del gran cardenal.

     Aquella medida era muy popular, a la vez que muy absoluta. Perseguía el espíritu de la Liga hasta en sus guaridas feudales. Pero las órdenes no se ejecutaron más que en las regiones protestantes, y aquel audaz decreto se quedó a medio cumplir, como muchos actos de autoridad de Richelieu.

     El Berry lo evitó con habilidades, como siempre. El príncipe no dejó que quitaran una piedra de su fortaleza de Montrond; los castillos de la alta y de la pequeña nobleza permanecieron en pie, y la torre principal de Bourges no cayó hasta el reinado de Luis XIV.

     Apenas Bois-Doré se había repuesto de esta emoción, tuvo otra más importante, aunque más dulce.

     -Señor -le dijo una noche Adamas-, debo contaros una historia de la cual monsieur de Urfé hubiera sacado una novela.

     -Veamos tu historia, amigo -dijo el marqués, colocando su gorro de encajes sobre su cráneo calvo.

     -Se trata, señor, de vuestro virtuoso druida y la hermosa morisca.

     -Adamas, os estáis volviendo mordaz y satírico, amigo mío. Nada de calumnias, os lo ruego, acerca de mi digno amigo y de la casta Mercedes.

     -Pero, señor, �qué mal habría en que estas honradas personas se uniesen con los lazos del himeneo? Sabed, señor, que esta mañana, mientras yo arreglaba la biblioteca del sabio... -no consiente que nadie más que yo arregle sus libros, y la verdad es que hace falta para ello un hombre de cierta cultura-, vi a la morisca besar con cariño, a hurtadillas, una rama de rosas que cada mañana coloca sobre su mesa, mientras que él está desayunando con vos. Luego, al verme de pronto, se puso pálida como su toquilla, y huyó como si hubiera cometido un gran crimen. Hacía tiempo ya, mucho tiempo, señor, que yo me sospechaba algo. Tanta amistad, tantas consideraciones, tantas atenciones como tiene ella para él..., ya pensaba yo que eso podía conducirles a los dos al amor.

     -Al grano -dijo el marqués-. Prosigue, Adamas.

     -Pues bien, señor; mi descubrimiento me hizo soltar una carcajada, no de burla, sino de satisfacción, porque siempre alegra el adivinar o el sorprender un secreto, y cuando se está alegre, es natural que se ría uno. Tanto es así, que maese Jovelin, al entrar en el cuarto, me preguntó dulcemente con los ojos de qué me reía, y yo se lo dije inocentemente, para que se riera él también...; y además, lo confieso, para saber cómo iba él a tomar la aventura.

     -�Y cómo la tomó?

     -Con una insolación en cada mejilla, ni más ni menos que una niña bonita, y es de suponer que la alegría embellece a los hombres; porque éste, con sus ojos inmensos, su boca enorme y su gran bigote negro, se iluminó como un astro, y me pareció tan hermoso como lo es a veces cuando toca su melodiosa sordina.

     -Bravo, Adamas; te vas acostumbrando a hablar bien. �Y entonces?...

     -Entonces me marché, o más bien fingí que me marchaba; y al mirar por la puerta entreabierta, vi que el buen Lucilio cogía las flores, las besaba con pasión y se las guardaba en su casaca, con espinas y todo, como si le hubiera sido agradable sentir el pinchazo al mismo tiempo que la dulzura; y anduvo por la habitación apretando con sus dos manos aquel cáliz de amor sobre su pecho.

     -�Mejor que mejor, Adamas! �Y luego?

     -Luego, la morisca entró por otra puerta y le preguntó: ��Es hora de llamar a Mario para la lección?�

     -�Y él qué contestó?

     -Contestó que no con los ojos y con la cabeza; esto medio a comprender que deseaba que ella se quedase con él. Mercedes quiso alejarse, suponiéndole ocupado con sus grandes bobadas; porque ella, señor, está ante él como una criada que no aspira siquiera a agradar a su amo. Pero él dio una palmada para llamarla. Ella volvió. Se miraron, no mucho rato, porque ella bajó en seguida sus hermosos ojos negros, y le dijo en árabe, al menos yo lo entendí así por su aire:

     ��Qué quieres, mi amo?�

     Él le enseñó el búcaro vacío, y ella, al no ver las flores que había colocado en él, dijo:

     �Sin duda, las habrá quitado ese revoltoso de Adamas, porque yo no las olvido nunca.�

     -�Dijo eso?

     -Sí, señor; en árabe. Lo he adivinado todo muy bien. Luego se fue corriendo a buscar otras flores, y él la siguió hasta la puerta, como un hombre que lucha contra sí mismo. Luego volvió a su mesa, se cogió la cabeza entro las manos, y experimentó, os lo aseguro, señor, los más hermosos sentimientos del mundo para conciliar su amor con su virtud.

     -�Y qué necesidad tiene de luchar? -exclamó el marqués-. �No sabe que yo me alegraría de verle casado con esta hermosa y digna mujer? Va a buscarlo, Adamas; se acuesta tarde, y todavía estará levantado. Mario duerme; el momento es oportuno para una explicación tan delicada.



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- LXVIII -

     No le costó ninguno trabajo al marqués saber la verdad por Lucilio.

     Éste confesó candorosamente que hacía mucho tiempo que adoraba a la morisca, y que le parecía ser correspondido; con sin escritura concisa definió la situación.

     En un principio, había temido provocar las persecuciones que por verdadero milagro había evitado en Francia. Luego, cuando le pareció evidente que la política de Richelieu, a pesar de sus luchas contra la Reforma, estaba inflexiblemente resuelta a mantener el edicto de Nantes en favor de toda libertad de conciencia, se había decidido a esperar el enlace de Mario con Lauriana, o con otra mujer elegida por su corazón; en el estado de esperanza o de sentimiento, de espera apacible o de agitación secreta en que podía hallarse su querido discípulo, no quería ofrecerle el espectáculo peligroso y egoísta de un casamiento por amor.

     El marqués aprobó la generosa prudencia de su amigo, pero encontró un medio de conciliación.

     -Mi gran amigo -le dijo-: la morisca tendrá pronto treinta años, y vos ya pasáis de los cuarenta. Todavía sois lo bastante jóvenes para agradaros, y vuestras edades están perfectamente proporcionadas; pero, dicho sea sin ánimo de ofenderos, ya no sois unos adolescentes para dejar páginas en blanco en el libro de vuestra dicha. Aprovechad los hermosos años que os quedan y casaos. Viajaré con Mario durante algunos meses, y le diré que a mí solo se me ha ocurrido la idea de este casamiento de conveniencia entre Mercedes y vos. Inventaré pretextos para que no tengáis que esperar nuestro regreso; y cuando os vuelva a ver, Mario se habrá acostumbrado ya a la idea, de la nueva situación. El matrimonio pone seriedad en todo, y además fío en vos para ocultar vuestra luna de miel tras las densas nubes de la prudencia y de la discreción.

     El marqués condujo a Mario a París. Hizo que viera al rey en la corte, pero de lejos, porque la sociedad había cambiado mucho en los quince años que el buen Silvio había permanecido alejado en sus tierras. Los amigos que tuvo en su juventud habían muerto o se habían retirado como él del tumulto de la nueva sociedad. Los escasos personajes que había conocido antaño y que vivían aún se acordaban poco de él y apenas le hubieran reconocido con sus trajes anticuados.

     Pero la interesante figura y las discretas maneras de Mario llamaron la atención: los caballeros de Bois-Doré fueron bien acogidos en algunas casas distinguidas; no les ofrecieron influencias, pero ninguno de los dos deseaba mucho acercarse al pálido sol de Luis XIII.

     Mario había experimentado una gran desilusión al ver pasar a caballo al hijo de Enrique IV, y aquel rostro asustado no animó al marqués a proseguir sus designios de ratificación real para su título de marqués.

     Todos los días se publicaban nuevos edictos contra las usurpaciones de nobleza; estos edictos eran poco respetados, puesto que los rancios o recientes hidalgos seguían tomando nombres de fincas muy discutibles. Estaban garantizados por su obscuridad; Bois-Doré tuvo que convencerse de que ésta era la mejor protección que podía tener.

     Además comprendió que en París no se podía sobresalir cuando no se formaba parte de la Corte. Verdad es que en los paseos y en la plaza Royale algunas personas volvían la cabeza para considerar el contraste de su extraño rostro pintarrajeado con la deliciosa lozanía de Mario; al principio, el buen señor, creyendo que le reconocían, sonreía a los transeúntes y llevaba la mano a su chambergo, dispuesto a acoger las amabilidades que nadie pensaba en hacerle. Esto le daba un aire de incertidumbre atontada, de cortesía vulgar, que inspiraba ganas de reír. Las damas que se hallaban sentadas o que se paseaban abanicándose bajo los árboles del Cours-La-Reine se preguntaban:

     -�Quién será ese viejo loco?

     Y si entre aquellas damas había alguna perteneciente a la sociedad en la que Bois-Doré había vuelto a presentarse, o a la burguesía del barrio en que se había alojado, contestaba:

     -Es un hidalgo de provincia que pretende haber sido amigo del difunto rey.

     -�Algún gascón? �Todos han salvado a Francia! �O algún bearnés? �Todos han sido hermanos de leche del buen Enrique!

     -No, es un viejo natural del Berry o de la Champaña. En todas partes hay gascones.

     El buen Silvio, a pesar de erguir su alta estatura, se hallaba borrado y perdido entre aquella sociedad olvidadiza y rozagante. Pensaba, con cierto despecho, que más vale ser el primero en un pueblo que el último en la corte. Sin embargo, es seguro que con un poco de audacia y de intriga hubiera podido elevar a Mario, como se elevan tantos otros; pero temió alguna afrenta a propósito de su problemático marquesado.

     Se resignó a su papel de provinciano, y se hubiera aburrido grandemente a no ser por Mario, quien, siempre estudioso y de gustos seriamente artistas, le animó a visitar los monumentos de arte y de ciencia, que constituían para él el principal atractivo de la capital.

     La alegría y el provecho que estas visitas valieron al joven consolaron un poco al anciano de lo que en su fuero interno consideraba un viaje fracasado.

     No comunicaba a Mario todas sus decepciones. Había abrigado siempre la esperanza de encontrar la familia materna del niño, y reconquistarle así algún hermoso título español con una herencia cualquiera.

     Repetidas veces había escrito a España para pedir informes y para darlos acerca de Mario, por si pudiesen interesar a la citada familia. No había recibido más que contestaciones vagas, acaso evasivas.

     En París se había decidido a ir en persona a la Embajada de España. Fue recibido por una especie de secretario particular, que le contestó en concreto que, en vista de sus frecuentes peticiones, el misterioso asunto había sido esclarecido. La joven raptada y desaparecida pertenecía, efectivamente, a la noble familia de Mérida, y Mario era el fruto de un matrimonio clandestino, sobre el que cabía litigar.

     La joven no había dejado derechos a ninguna fortuna, y sus parientes tenían pocos deseos de reconocer a un muchacho educado por un viejo hereje mal convertido.

     El marqués se dio por enterado, y decidió devolver olvido por desprecio a aquellos vanidosos españoles. Demasiada violencia le había costado dirigirse a una Embajada cuyas insignias aborrecía, en su calidad de antiguo protestante y de buen francés.

     Pero se sentía triste, y confiaba sus pesares a su inseparable Adamas.

     -Indudablemente -le decía-, la existencia más suave y más honrada es la de la nobleza sedentaria. Pero si conviene a los que han pagado ya su deuda de valor, en cambio puede tornarse pesada y hasta vergonzosa para un corazón juvenil como el de Mario. �Es que le habré dado una educación tan esmerada y conseguido que, gracias a su inteligencia precoz, se haya convertido en un hidalgo perfecto y apto, para enterrarle en un solar con el pretexto de que no necesita hacer fortuna y que tiene el corazón dulce y humano? �No sería conveniente que guerrease un poco, para conquistar con alguna proeza este marquesado, que las ideas de reforma universal del gran cardenal pueden arrebatarle un día u otro? Ya sé que el niño es muy joven y que todavía no se ha perdido el tiempo; pero me parece que sus inclinaciones son pacíficas y cortesanas, y quisiera encontrar los medios necesarios para que se distinguiese en este camino.

     -Señor -contestó Adamas -, si creéis que vuestro hijo se mostrará menos valeroso que vos en la guerra, es que no le conocéis.

     -�No conozco a mi hijo?

     -Pues no, señor, no le conocéis. Es una criatura que os ama hasta el punto de no atreverse a manifestar una idea que pudiera preocuparos o una pena que pudierais compartir. Pero yo conozco el mundo: Mario sueña con la guerra tanto como con el amor, y ya se acerca el momento en que, si no adivináis sus anhelos, se tornará triste o enfermo.

     -�No lo quiera Dios! -exclamó el marqués-. Mañana mismo quiero interrogarle.

     Aplazar asuntos de esta índole es retroceder; y el marqués retrocedió, en efecto. La debilidad paternal entabló en él un gran combate con el orgullo, y triunfó. Mario no se encontraba todavía apto para resistir las fatigas de la guerra, y, además, la guerra con Inglaterra o con España parecía aplazada por los esfuerzos que hacía Richelieu para crear una marina francesa. No había por qué darse prisa: el tiempo no apremiaba; �ya llegaría demasiado pronto!

     Volvieron a Briantes al final del otoño y encontraron a Lucilio casado con Mercedes.

     Al enterarse en París de esta noticia, Mario había manifestado más alegría que sorpresa. Hacía mucho tiempo que había notado en el fuego de las miradas de la morisca, en la suave melancolía de Lucilio y hasta en el lenguaje ardiente y tierno de la sordina los efluvios de pasión que a veces le abrasaban a él también. La idea del amor dichoso le oprimió el corazón; pero tenía un imperio inmenso sobre sí mismo. Como su padre no vivía más que por él, se había acostumbrado a ocultarle sus emociones, y cuando Adamas le reprochaba el disimular demasiado sus pensamientos, contestaba:

     -Mi padre es viejo; me quiere como una madre quiere a su hijo. No debo abreviar sus días con disgustos, ya que el cielo me ha impuesto la obligación de conservar esta vida.

     Lauriana vivía en el Poitou, y daba rara vez noticias suyas; su estilo era cariñoso y respetuoso hacia el marqués; pero apenas nombraba a Mario, como si hubiera temido hacerse recordar.

     En cambio, se expresaba con una gran ternura acerca de la morisca, de Lucilio y de los buenos servidores de la casa. Parecía como si, al reprimir el cariño hacia los que le merecían en primer término, necesitara desquitarse con los demás. Incluso anunció varias veces, con una especie de afectación, que se formaban proyectos de casamiento para ella, y que no tardaría probablemente en participar una decisión, deseando, según decía, que su elección agradase al marqués, a quien consideraba como a un segundo padre.

     Estos casamientos que Lauriana anunciaba ofrecían la particularidad de que parecían proyectos reanudados o renovados, sin la menor indicación de lo que podía interesar a sus amigos; era, como si en el fondo ella hubiera querido dar a entender: �No me caso porque no quiero, pero no vayáis a creer que me guardo para vosotros.�

     Tal era, efectivamente, su intención al escribir aquellas cartas, y he aquí cuál era su estado de ánimo.

     Su padre, al separarse de ella, le había herido en el alma, diciéndole que había consultado en Bourges al marqués y a su heredero, quienes habían contestado con mucha frialdad. También inventó que Mario se había mostrado en aquella circunstancia católico ferviente y había jurado que no haría nunca un matrimonio mixto.

     Lauriana hubiera debido desconfiar de su padre, a quien la codicia del oro mordía hasta el fondo de las entrañas y que quería a toda costa decidirla a un casamiento precipitado, para poder alejarse cuanto antes. Ella se negó a casarse, por despecho, a tontas y a locas; pero prometió que pensaría en ello, y en su alma renunció fieramente al ingrato Mario. En Bourges lo había amado, amado de amor por la primera vez, después de transcurrir años de amistad apacible. Y apenas se le revelaba a ella misma el-primer amor de su vida, tenía que avergonzarse de él y destrozarlo sin debilidad.

     Sin embargo, algunas dudas la asediaron; pero su padre, aunque no le juró que no exageraba nada, pudo al menos darle su palabra de honor de que había propuesto el noviazgo al marqués, y que éste había eludido la oferta con el pretexto de que Mario era demasiado joven todavía para pensar en el amor. Lauriana era muy pura, y no podía darse cuenta de los peligros que hubiera corrido volviendo a Briantes. Recordó que en el momento de la separación, Mario, que pretendía que estaba indispuesto, se había encogido de hombros y había vuelto la cabeza, diciendo: �Dais demasiada importancia a un calambre. Ya no siento ningún dolor.�

     Repitió a su padre lo que unos meses antes le había dicho con sinceridad, o sea que nunca había considerado aquel matrimonio como posible, y le animó a que se marchase, según lo deseaba, jurándole que se casaría con el pretendiente que le conviniese y no le inspirase aversión.

     Pero este pretendiente no se encontró. Todos los que madame de la Tremouille le presentó le desagradaron.

     Lauriana veía en ellos el positivismo, que se había apoderado de su padre como una pasión, y que era en ellos un cálculo frío y algo cínico. Los buenos tiempos de la Reforma se alejaban, disueltos como la antigua sociedad del siglo presente. La Reforma no se mostraba heroica más que en las grandes persecuciones, y Richelieu, que por la fatal necesidad de las cosas aplastaba los restos de un partido, no tenía nada de tirano. Por su boca, Francia decía a los protestantes: �Contentaos con la libertad religiosa; salid de la política. Uníos a nosotros contra el enemigo de fuera.� Los protestantes habían querido ser una república, y eran una Vendée.

     Salvo los puritanos de Francia -el grupo terrible, heroico, indomable, que se constituyó y se inmoló en la Rochelle dos años más tarde-, los protestantes franceses estaban por aquel entonces dispuestos a unirse al príncipe de la unidad francesa; pero varios entre ellos estaban resueltos a no reunirse hasta después de conseguir una victoria que valiese a su partido consideraciones buenas y duraderas.

     Entre los que razonaban bien, pero que iban a verse obligados a razonar mal y a escoger entre la alianza extranjera y el aplastamiento final, la nobleza tenía, por lo general, intenciones menos puras que el pueblo y la burguesía. Hacía reservas personales; los que tenían una posición elevada querían vender su alianza y traducían sus necesidades de libertad religiosa en necesidades de empleo y de dinero.

     Lauriana se indignaba ante aquellas numerosas defecciones que se declaraban diariamente o que se mantenían en una expectativa vergonzosa. La joven se había hecho una idea más caballeresca del honor de su partido. Ahora se veía forzada a reconocer que su padre, cuya avidez la había humillado tanto, se había limitado a hacer un poco más tarde lo que la mayoría de los hombres de su edad había hecho durante toda la vida y lo que la mayoría de los jóvenes no tardaría en hacer a su vez. Hasta puede decirse que monsieur de Beuvre era de los mejores, porque no pensaba en hacer traición a su partido. Se apresuraba solamente en despachar sus asuntos antes de verle vencido.

     Podía encontrarse una excepción para Lauriana. Había excepciones, puesto que ella era una. No la encontró, acaso porque, siendo soñadora y distraída, no la supo buscar.

     La juventud y la belleza son altivas, y lo son con justicia. Esperan a que se las descubra, y ellas no descubren nada por miedo a parecer que se ofrecen.



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- LXIX -

     Nos hemos esforzado hasta aquí en seguir a nuestros personajes en la vida de nobleza sedentaria, que, merced a nuestros informes, conocemos bastante bien; pero ahora nos vemos obligados a saltar cierto espacio de tiempo y a buscar a los caballeros de Bois-Doré bastante lejos de su apacible mansión.

     Era en el año 1627, creo que el día 1� de marzo. Las dos vertientes del monte Genèvre, cubierto de escarcha, ofrecían el espectáculo de una animación extraordinaria hasta la entrada del pueblo llamado el Pas de Suze.

     Era que el ejército francés marchaba contra el duque de Saboya, es decir, contra España y Austria, sus aliadas.

     El rey y el cardenal subían por la montaña, a pesar del frío excesivo. Los cañones rodaban entro la nieve. Era aquélla una de las grandes escenas que los soldados franceses han sabido siempre representar tan bien en el cuadro grandioso de los Alpes, lo mismo con Napoleón que con Richelieu, lo mismo con Richelieu que con Luis XIII, sin preocuparse de las rocas, como aseguran que hacía Aníbal, y sin emplear más artificio que la voluntad, el ardor de la alegría y la intrepidez.

     En uno de los senderos que la nieve pisoteada formaba paralelamente al camino, dos jinetes subían la escarpada montaña.

     Uno de ellos era un joven de diez y nueve años, robusto, y cuya flexibilidad de movimientos se revelaba bajo el gracioso traje de guerra de la época. Los colores de su indumento eran de fantasía; su equipo y sus armas, así como su alejamiento del ejército, denunciaban a un soldado voluntario.

     Mario de Bois-Doré -ya se habrá supuesto que me refiero a él -era el más lindo jinete del ejército. El desarrollo de su fuerza juvenil no había restado nada a la adorable dulzura de su fisonomía, inteligente y noble. Su mirada era, por la pureza, la de un ángel; pero la naciente barba recordaba que aquel joven de celeste mirada era un sencillo mortal, y el bigote juvenil acusaba suavemente una sonrisa indolente, pero llena de benevolencia cordial a través de su melancolía.

     Una espléndida cabellera castaña, naturalmente rizada, rodeaba su rostro hasta el nacimiento del cuello y caía en una gruesa trenza -las trenzas estaban de moda más que nunca -hasta los hombros. Las mejillas eran delicadamente sonrosadas, pero algo pálidas. Una distinción exquisita en las maneras y en el indumento era el principal carácter de aquella figura, que no llamaba la atención, pero de la que no podía desprenderse la mirada después de haberse posado en ella.

     Tal fue la impresión del jinete que el azar acababa de colocar junto a Mario.

     Este jinete, tenía unos cuarenta años: era enjuto y pálido; sus facciones eran bastante regulares; sus labios eran muy finos; sus ojos, muy penetrantes, y había en él una expresión de astucia, atenuada por una inclinación marcada hacia la reflexión. Estaba ataviado de una manera bastante enigmática: de negro, con una sotana corta, como un cura en viaje, pero armado y calzado militarmente.

     Su caballo, seco y ágil, alargaba el paso tanto como el ardiente y noble corcel de Mario.

     Los dos jinetes se saludaron en silencio, y Mario moderó el trote de su caballo para ceder el paso al viajero más viejo que él.

     El jinete pareció agradecer una cortesía tan escrupulosa y se negó a adelantarse al joven.

     -Después de todo, señor -dijo Mario-, me parece que nuestros caballos tienen el mismo paso; me cuesta trabajo contener al mío, y he tenido que dejar que mis compañeros tomasen la delantera para no llegar yo antes que ellos a la cima de la montaña.

     -Lo que censuráis en vuestro magnífico caballo me es de gran utilidad en el mío -contestó el desconocido-. Como viajo casi siempre solo, puedo avanzar sin que nadie me lo reproche. �Me será permitido preguntaros, señor, dónde he tenido ya el honor de veros? Vuestra agradable fisonomía no me es del todo desconocida.

     Mario miró atentamente al jinete y le dijo:

     -La última vez que tuve el honor de veros fue en Bourges, hace cuatro años, en el bautizo de monseñor el duque de Enghien.

     -�Entonces sois, en efecto, el conde de Bois-Doré?

     -Sí, señor abad Poulain -contestó Mario, llevando por segunda vez la mano a su chambergo empenachado.

     -Me alegro encontraros tal como estáis -contestó el rector de Briantes-. Habéis ganado en estatura, en presencia y también en calidad, por lo que veo. Pero no me llaméis abad, porque, �ay!, no lo soy todavía, y puede que no lo sea nunca.

     -Ya sé que el príncipe no ha querido interesarse por vuestro nombramiento; pero creía...

     -�Que había encontrado algo mejor que la abadía de Varennes? �Sí y no! En espera de un título cualquiera, he abandonado el Berry; la casualidad me ha unido a la suerte del cardenal, y estoy al servicio del padre José, a quien soy fiel en cuerpo y alma; puedo deciros en confianza que soy mensajero suyo; por eso tengo tan buen caballo.

     -Os doy mi enhorabuena, señor. El servir al padre José es digno de un buen francés, porque la suerte del cardenal está unida a la de Francia.

     -�Habláis sinceramente? -preguntó el eclesiástico con una sonrisa de duda.

     -�Sí, señor, por mi honor! -contestó el joven con una lealtad que hizo desvanecer las sospechas del agente diplomático-. No tengo interés en que el cardenal se entere de que tiene en mi padre y en mí dos admiradores más; pero háganos la merced de creer que somos lo bastante buenos patriotas para querer servir en cuerpo y alma, lo mismo que vos, si podemos, la causa del gran ministro y del hermoso reino de Francia.

     -Os creo firmemente -repuso monsieur Poulain-, pero no confío igualmente en vuestro señor padre. Por ejemplo, el año pasado no os envió al sitio de La Rochelle. Ya sé que erais todavía muy joven; pero había otros más jóvenes que vos, y seguramente habéis debido de contrariar vuestros deseos de asistir a la gloriosa cita de toda la juventud noble de Francia.

     -Monsieur Poulain -contestó Mario, con cierta severidad-, creía que el agradecimiento os unía a mi padre. Ha hecho por vos todo cuanto le ha sido posible y no podéis culparle porque la abadía de Varennes haya sido secularizada en beneficio del príncipe; él mismo se ha visto perjudicado en este asunto.

     -�Oh! �No lo dudo! -exclamó Poulain-. Ya sé que el príncipe de Condé sabe enredar las cuentas; no culpo a nadie más que a él. En cuanto a vuestro padre, sabed, señor conde, que le quiero y le aprecio siempre. Lejos de pensar en perjudicarle, yo daría mi vida por tener la seguridad de que se ha unido sinceramente a la causa católica.

     -Mi padre no ha tenido necesidad de unirse a la causa de su patria, señor. Quiero decir que abraza apasionadamente la del cardenal en contra de todos los enemigos de Francia.

     -�Incluso en contra de los hugonotes?

     -Los hugonotes han dejado de existir, señor; �dejemos en paz a los muertos!

     La dignidad de la expresión de aquel rostro tan dulce sorprendió a monsieur Poulain. Comprendió que no se las tenía que haber con un joven ambicioso y frívolo como los demás.

     -Tenéis razón, señor -dijo-. �Paz al calvinismo, muerto en La Rochelle, y que Dios os oiga, a fin de que no resuciten en Montaubán o en algún otro sitio! Puesto que vuestro padre ha abandonado por completo su indiferencia religiosa, esperemos que os permitirá, en caso necesario, marchar contra los rebeldes del Mediodía.

     -Mi padre me ha permitido, y me permitirá siempre, que yo manifieste mi inclinación; pero sabed, señor, que ésta no será nunca la de marchar contra los protestantes, al menos de ver la Monarquía en un gran peligro. Jamás, por ambición o por vanidad, sacaré mi espada contra franceses; jamás olvidaré que esta causa, antaño gloriosa, hoy desdichada, ha puesto a Enrique IV sobre el trono. Vos, monsieur Poulain, os habéis educado en el espíritu de la Liga, y ahora la combatís con todas vuestras fuerzas. Habéis ido del mal al bien, de la mentira a la verdad; yo he vivido y viviré en el camino que me han colocado: fidelidad a mi país, horror a las intrigas con el extranjero. Tengo menos mérito que vos, porque no he necesitado convertirme; pero os juro que haré cuanto pueda, y, sin dejar de respetar la libertad de conciencia en los demás, lucharé con todas mis fuerzas contra los aliados del duque de Saboya...

     -Olvidáis que son ahora los aliados de la Reforma.

     -Decid más bien de monsieur de Rohan. De este modo, monsieur de Rohan acaba de aniquilar su partido; por lo cual os digo: �Paz a los muertos!

     -Vaya -dijo el afiliado al padre José-, ya veo que sois un espíritu tan novelesco como el buen marqués, y que, siguiendo su ejemplo, os dejaréis guiar por el sentimiento. �Puedo, sin indiscreción, pediros noticias de vuestro padre?

     -Le vais a ver en persona, señor. Se alegrará de saludaros. Ha tomado la delantera y dentro de un cuarto de hora nos reuniremos con él.

     -�Qué me decís? Monsieur de Bois-Doré, a los setenta y cinco u ochenta años...

     -Combate todavía contra los enemigos y los asesinos de Enrique IV. �Os sorprende, monsieur Poulain?

     -No, hijo mío -contestó el ex liguero, que, por la fuerza de las cosas, se había vuelto practicante y admirador de la política del bearnés-; pero me parece que empieza algo tarde.

     -�Qué queréis, señor! Él no podía combatir solo; esperaba el ejemplo del rey de Francia.

     -�Vaya! -exclamó monsieur Poulain sonriendo-. Tenéis contestación para todo. Tengo ansia de saludar al noble anciano. Pero aquí es imposible galopar. Dadme también noticias de un hombre a quien debo la vida: maese Lucilio Giovellino, o sea Jovelin, el gran músico.

     -�Es dichoso, a Dios gracias! Se ha casado con mi mejor amiga, y entre los dos nos hacen el favor de regentar nuestra casa y nuestros bienes durante nuestra ausencia.

     -Vuestra mejor amiga... �Os referís a Mercedes, la bella morisca? Yo hubiera creído que preferíais, aunque bien es verdad que con otra clase de sentimientos, una amiga más joven y más bella.

     -�Os referís a la señorita de Beuvre? -repuso Mario, con una lealtad que contrastaba con la curiosidad insinuante de monsieur Poulain-. Puedo contestaros con facilidad, como podría hacerlo a todo el mundo. En efecto, la he querido apasionadamente en mi infancia y la respetará toda mi vida; pero nuestra amistad es muy tranquila, y podéis interrogarme acerca de ella sin rodeos. �No se ha casado?

     No lo sé, señor. Viajamos desde hace varios meses y no tenemos noticias de nuestros amigos.

     Monsieur Poulain examinó a Mario a hurtadillas. Tenía la calma de un corazón destrozado, pero no el decaimiento de un alma agotada.

     -�Ignoráis -preguntó el rector- que monsieur de Beuvre estaba en la flota inglesa ante La Rochelle?

     -Sé que allí fue muerto, y que Lauriana no depende ya de nadie.

     -Estaba en el Poitou cuando el duque de la Tremouille fue a abjurar de su herejía al campamento del rey, después del abandono de los ingleses.

     -Lauriana le siguió, señor - dijo vivamente Mario-. Solicitó compartir el cautiverio de la heroica duquesa de Rohan, que se negó a someterse, y, no habiendo logrado esta fin se disponía a regresar al Berry, cuando nos marchamos de nuestra provincia.

     -Ya sabía todo eso -dijo monsieur Poulain, que parecía, en efecto, estar enterado de todo.

     -Aunque no lo hubierais sabido -dijo Mario-, no me arrepiento de habéroslo dicho. �No querríais dar al príncipe de Condé un nuevo pretexto para confiscar los bienes de la señorita de Beuvre?

     -No, por cierto -dijo el ex rector, riendo casi con cordialidad-. Razonáis bien, y cuando tan bien se conoce a la gente, se puede ser, sin gran peligro, tan sincero como vos. Pero podéis tener absoluta, confianza en mí: he roto abiertamente con los jesuitas, a mi costa y riesgo.

     Monsieur Poulain no mentía.

     Pocos momentos después se encontró en presencia del marqués de Bois-Doré, y la entrevista fue por ambas partes muy cortés, casi amistosa.



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- LXX -

     El marqués no necesitaba hacer grandes esfuerzos para poner en pie un pequeño ejército de voluntarios: sus mejores hombres, seguros de ser bien recompensados, le habían seguido con entusiasmo.

     El intrépido Aristandre tenía la esperanza de una satisfacción personal dando una paliza a los españoles, a los que aborrecía por el recuerdo de Sancho. El fiel Adamas montaba a retaguardia una dulce jaquita, y llevaba a la grupa las esencias y las tenacillas de su señor.

     A excepción del rizado de los escasos cabellos que aun le quedaban en la nuca y de algunos perfumes que aun utilizaba para su agrado particular, el marqués se había vuelto tan sencillo como deslumbrante fue antaño. Nada de peluca; nada de colorete; casi nada de encajes, de canutillos, de bordados, de galones; un jubón de paño carmesí, con las mangas abiertas, las calzas iguales y, llegando hasta más abajo de las rodillas, botas con vueltas de batista lisa, y una amplia y fuerte capa forrada de piel; tal era el traje del caballero de Bois-Doré.

     Explicaremos esta metamorfosis en pocas palabras.

     Mario había tenido un duelo para castigar a un impertinente que se había burlado en su presencia de la careta de yeso, de la cabellera negra y de los mil perifollos del marqués. Mario había malherido a su adversario: �fue su primer duelo! Pero Bois-Doré, enterado más tarde del asunto, no quiso exponer a su hijo a una segunda aventura. Un día, de pronto y sin avisar a nadie, suprimió el colorete y la peluca, con el pretexto de que monsieur de Richelieu tenía razón al proscribir el lujo, y que había que dar el buen ejemplo. Ya resignado a parecer viejo y feo, se presentó heroicamente ante su familia; pero, con gran sorpresa suya, todo el mundo lanzó una exclamación de alegría, y la morisca le dijo ingenuamente:

     -�Ah! �Qué hermoso estáis, señor! Yo creía que erais mucho más viejo.

     La verdad es que bajo su careta el marqués estaba muy bien conservado, y era extraordinariamente hermoso, dada su avanzada edad. No conocía ni había de conocer nunca las enfermedades. Conservaba todos los dientes; su ancha frente calva, estaba surcada por hermosas arrugas, bien trazada, sin huella de malicia o de odio; su bigote y su barba, blancos como la nieve, se destacaban sobre su cutis moreno, y sus grandes ojos, brillantes y risueños, lanzaban todavía dulces miradas a través del matorral de sus tupidas cejas enmarañadas.

     Iba siempre derecho como un pino; pero ya no se ocultaba para apoyar su delgada rodilla en la potente mano de Aristandre al montar a caballo, aunque, una vez sobre la silla, estaba firme como una roca.

     Le hicieron tantas alabanzas sobre su hermoso aspecto, que cambió por completo su sistema de coquetería: en lugar de disimular su edad, la aumentó; pretendió tener ochenta años, aunque sólo tenía setenta y seis, y se divirtió maravillando a sus jóvenes compañeros de armas con el relato de las antiguas guerras, que él había conservado en los archivos de su memoria.

     El día 3 de marzo, o sea dos días después del encuentro de los caballeros de Bois-Doré con monsieur Poulain, la vanguardia real, compuesta de una selección de diez o doce mil hombres, acampó en Chaumont, último pueblo de la frontera. Los voluntarios, como no tenían tiendas de campaña, pasaron la noche como pudieron en el pueblo.

     El marqués se metió tranquilamente en la primera cama que encontró, y durmió como hombre ducho en el oficio de la guerra que sabe aprovechar los momentos de descanso y dormir una hora cuando no puede ser más, o doce, a modo de provisión, cuando no tiene otra cosa que hacer.

     Mario, muy excitado por la impaciencia de batirse, pasó la velada con varios jóvenes, voluntarios como él, con quienes había hecho conocimiento en el camino.

     Estaban en la sala baja de una taberna bastante miserable, tan llena de gente, que apenas había sitio para moverse, y tan llena de humo, que apenas se veían unos a otros. Así como el ejército regular era silencioso y sobrio cual una comunidad de frailes austeros, los cuerpos de voluntarios eran alegres y revoltosos. Bebían, reían, cantaban canciones libertinas, recitaban versos eróticos o burlescos, hablaban de política y de galantería, se peleaban y se abrazaban.

     Mario, sentado bajo la campana del hogar, soñaba en medio del tumulto.

     A su lado estaba Clindor, que se había vuelto bastante decidido, pero que se sentía intimidado al verse en medio de tanta nobleza. No tomaba parte en las ruidosas conversaciones, porque no se atrevía, a pesar de su deseo, mientras que Mario se dejaba mecer en sus meditaciones por aquel tumulto, que, si no le atraía, no le molestaba tampoco.

     De pronto, Mario vio entrar a una criatura extraña.

     Era una muchacha menuda, delgada y morena, que llevaba un traje incomprensible: cinco o seis faldas de colores llamativos, puestas unas encima de otras, un cuerpo cubierto de galones y lentejuelas, un amontonamiento de plumas abigarradas en sus cabellos crespos y rizados y una gran cantidad de cobres y cadenas de oro y plata, de pulseras y de sortijas; tenía cuentas de vidrio hasta en los zapatos.

     Aquella extraña figura no tenía edad: podía ser una niña precoz, o una muchacha marchita. Era muy bajita; fea cuando quería sonreír o hablar como todo el mundo, y hermosa cuando se enfurecía: lo que parecía ser en ella una necesidad continua o un estado normal. Insultaba a las criadas de la casa que no la servían bastante de prisa; injuriaba a los jinetes que no le cedían el sitio; arañaba a los que querían propasarse con ella, y contestaba con imprecaciones inauditas a los que se burlaban de su absurdo indumento y de su mal genio.

     Mario no comprendía con qué intención una criatura tan antipática se mezclaba en semejante reunión. Una mujer gorda, herpética y ridículamente ataviada con harapos miserables, entró a su vez, cargada de cajas como una mula, e impuso silencio. Lo consiguió difícilmente, y al fin hizo, en francés, una especie de pregón en honor de la incomparable Pilar, su compañera, danzarina morisca y adivinadora infalible por la ciencia de los árabes.

     Aquel nombre de Pilar sacó a Mario de su meditación: examinó a las dos gitanas, y, a pesar del cambio que se había operado en ellas, reconoció en una a la discípula, víctima y verdugo del miserable La Fleche; en la otra, a la ex Belinda de Briantes, ex Proserpina del capitán Macabro, que en la actualidad se anunciaba con los títulos y nombres de Narcisa Bobalina, tocadora de laúd, vendedora de encajes y, en caso necesario, zurcidora y rizadora de chorreras.

     La concurrencia aceptó la exhibición de los talentos anunciados; la Belinda tocó el laúd con más vehemencia que corrección, y la bailarina, a quien los espectadores hicieron un sitio amontonándose sobre las mesas, se entregó a una especie de pantomima epiléptica, cuya fabulosa flexibilidad y gracia violenta provocaron el entusiasmo de una asamblea ya muy excitada por el vino, la charla y el tabaco.

     El éxito que obtuvo Pilar sobre aquellos espíritus turbados causó en Mario una viva repulsión, y se disponía a retirarse, cuando sintió curiosidad por escuchar lo que la gitana empezaba a decir en términos generales, en espera de que alguien le pidiese el secreto de su porvenir.

     -�Habla! �Habla, joven sibila! -le gritaban de todas partes-. �Seremos felices en la guerra? �Forzaremos mañana el Pas de Suze?

     -Sí, si estuvierais todos en estado de gracia -contestó desdeñosamente Pilar-; pero no hay uno solo aquí que no esté cubierto con una lepra de pecados mortales, y mucho temo por vuestra blanca piel.

     -Esperad -dijo alguien-; tenemos aquí un mocito dulce y casto, un ángel del cielo, Mario de Bois-Doré. Que comience la prueba, y que interrogue a la adivinadora.

     -�Mario de Bois-Doré? -exclamó Pilar, y sus ojos centelleantes se tornaron lívidos y descoloridos-. �Está aquí? �Dónde? �Dónde? �Mostrádmelo!

     -Vamos, Bois-Doré -exclamaron varias voces-, no ocultéis vuestro rostro, y enseñad vuestras manos.

     Mario salió de su rincón y se presentó ante las dos gitanas; una se precipitó para coger su mano, y la otra bajó la cabeza, como para no ser reconocida.

     -Os he visto, Belinda -dijo Mario a esta última-; en cuanto a ti, Pilar -añadió, retirando su mano, que la joven parecía querer llevar a sus labios-, mira mis líneas, y basta.

     -Mario de Bois-Doré -exclamó Pilar súbitamente irritada-, conozco de sobra las líneas de tu mano fatal. Las he estudiado en otros tiempos. Nunca te dije tu destino: es demasiado desdichado.

     -Y yo -contestó Mario encogiéndose de hombros- conozco tu ciencia: depende de tu capricho, de tu odio o de tu locura.

     -�Pues haz la prueba! -repuso Pilar, cada vez más indignada-, y si no crees en mi ciencia, no tiembles al oír tu fallo: Mañana, hermoso Mario, dormirás boca arriba al borde de un barranco; y tus ojos, por muy abiertos que estén, no verán ya la luz de las estrellas.

     Sin duda, porque el cielo estará nublado -contestó Mario sin inmutarse.

     -�No, el tiempo estará claro, pero tú estarás muerto! -contestó la sibila, enjugando con sus cabellos el sudor frío que bañaba su frente-. �Basta!, que no me pregunten más; diría cosas demasiado duras para todos los que están aquí.

     -�Revocarás tus palabras, mala bruja! -exclamó el joven que había facilitado a Mario aquella agradable predicción-. �Amigos míos, no la dejéis salir! Estas brujas odiosas nos llevan a la muerte por la turbación que ponen en nuestros espíritus. Por su causa perdemos en el peligro la confianza que salva. Obliguémosla a retractarse de sus palabras y a confesar que las ha pronunciado por maldad.

     Pilar, ágil cual una víbora, se deslizó a través de las mesas; algunos corrieron tras ella; la Belinda huía por otra puerta.

     -Dejadlas -dijo Mario-. Son dos seres despreciables, cuya historia os contaré en otra ocasión. No me preocupa su predicción; de sobra sé lo que vale esa ciencia.

     Agobiaron a Mario a preguntas.

     Mañana hablaré -contestó-; después de la batalla, después de mi supuesta muerte. Por ahora, permitidme que vaya a ver si mi padre está bien guardado por sus gentes; porque creo que una de estas mujeres, acaso las dos, son muy capaces de querer hacerle daño.

     -Y nosotros -contestaron sus amigos- haremos una ronda para cerciorarnos de que no hay alguna banda de gitanos, ladrones y asesinos por los alrededores de este pueblo.

     Hicieron la ronda con cuidado. Parecía inútil, puesto que el campamento regular tenía centinelas y estradiotes vigilantes que registraban y guardaban los alrededores hasta una gran distancia. Se supo por las gentes del pueblo que las dos gitanas habían llegado solas la víspera, y que paraban en una casa que fue designada a los jóvenes. Se aseguraron de que las gitanas estaban en ella, y Mario no juzgó necesario vigilarlas. Le bastaba con hacer que se vigilase bien la casa donde descansaba su padre.

     La noche transcurrió tranquilamente, demasiado tranquilamente para aquella juventud impaciente, que esperaba verse despertada por la señal del combate. No ocurrió tal cosa. El príncipe de Piemont, cuñado de Luis XIII, había ido a entablar negociaciones con Richelieu, de parte del duque de Saboya, y la conferencia suspendió las hostilidades, con gran descontento del ejército francés.

     El día siguiente transcurrió en una espera febril, y la predicción abortada de la gitana dejó de preocupar a los amigos de Mario.

     Las dos vagabundas habían levantado el campo y cruzado las vanguardias, para ir a ejercer en Francia su industria nómada. No era de temer que volviesen. El cardenal tenía dadas las órdenes más severas para que se expulsase del séquito de los ejércitos a las mujeres y a los niños, y sobre todo a las mozas de partido. Contra éstas, fuesen gitanas, bailarinas o adivinadoras, había pena de muerte.

     La víspera del día 4 de marzo Mario se vio obligado a contar las aventuras de la gorda Belinda y de la niña Pilar. Lo hizo con una claridad y una sencillez que sorprendieron a todos los que se hallaban presentes. Hasta entonces su modestia le había impedido llamar la atención; su interesante historia y su manera de contarla, a la vez conmovedora, natural y animada, hicieron olvidar a sus compañeros, encantados, el juego y la hora tardía.

     Hubiera podido contar toda su vida; pero un sentimiento indefinible, de reserva temerosa, le hizo callar el nombre de Lauriana.

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