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Capítulo LXXX

Los consejos del conde de Fuentidueña.

     Cuatro días habíanse transcurrido desde los acontecimientos que hemos narrado en los capítulos anteriores.

     El conde de Floridablanca hallábase solo en su despacho, y a juzgar por su actitud, se podía deducir que se encontraba profundamente preocupado.

     La luz que despedía la animada llama del quinqué, colocado sobre la mesa, daba de lleno sobre el inteligente rostro del eminente hombre de Estado.

     La casi imperceptible contracción de sus cejas, la tristeza de su mirada, fija a la sazón en un papel escrito que ante sí tenía, decían bien claramente que el ministro experimentaba alguna contrariedad reciente, que había venido a aumentar el número de los disgustos que de continuo le asediaban.

     Cuando más abstraído se hallaba en sus meditaciones, sacóle de ellas la voz de un criado, que anunció respetuosamente, aunque en voz alta:

     -El señor conde de Fuentidueña.

     A una seña del ministro se retiró el criado, apareciendo en breve el personaje que acababa de anunciar.

     El conde de Fuentidueña y Giacomo Zarini eran una misma persona.

     El conde de Floridablanca había sido su amigo. Cuando el primero pasó a Roma, a tratar el delicado asunto de la expulsión de los jesuitas, el segundo le prestó cierta clase de servicios, muy dignos de ser tomados en consideración, y tal proceder aumentó más y más la amistad que unía a ambos personajes.

     Andando el tiempo, perdiéronse de vista, y a pesar de hallarse el conde de Fuentidueña en Madrid desde hacía dos años, no acudió a su antiguo amigo hasta que lo juzgó oportuno, y Floridablanca, no sólo le recibió con verdadero cariño, sí que también, merced a su influjo, consiguió rehabilitar por completo a su amigo, al que fueron devueltos sus títulos y honores.

     Dada esta breve explicación, pasaremos a explicar la escena que entre los dos amigos tuvo efecto.

     Al aparecer el conde de Fuentidueña en el despacho del ministro, éste se incorporó y le alargó la mano, que aquel estrechó con efusión entre las suyas.

     -Vengo a darte las gracias.

     -No merecía la pena de que por eso te molestases.

     -Lejos de ser así, tengo gran placer en poder expresarte de viva voz la gratitud que hacia ti experimenta mi corazón.

     -Gran cosa es el hallar a un leal entre tanto ingrato.

     -No has de contarme jamás en el número de esos últimos.

     -�Dios lo haga y así lo deseo!

     -�Acaso dudarías?

     -Siéntate, amigo mío.

     El conde de Fuentidueña aceptó la invitación, y conociendo que a su amigo le aquejaba algún pesar, le dijo con tono de leal solicitud:

     -Algo te sucede. �Qué nueva contrariedad amarga tus instantes?

     -Nueva, tú lo has dicho, pero del mismo género que otras muchas de las que me mortifican.

     -�Sería indiscreción el preguntarte?...

     -No, amigo mío; se trata de un nuevo desengaño.

     -�Un desengaño?

     -Sí -dijo el de Floridablanca melancólicamente- y son tantos y tantos los que vengo sufriendo de algún tiempo a esta parte, que aquí para entre los dos te diré que ya se me va apurando la paciencia.

     -En efecto; carga pesada es la que descansa sobre tus hombros desde hace ya largos años.

     -Carga que deseo soltar, te lo aseguro.

     -�Es cierto, pues, que has intentado presentar la dimisión al monarca?

     -No.

     -Pues el vulgo así lo murmura.

     -Pues hoy por hoy se engaña; no trato de presentarla.

     -�Ah! -dijo con visible satisfacción Fuentidueña.

     -Y digo eso hablando en puridad; porque hace ya días que la presenté.

     -�Eso has hecho?

     -Sí, mi buen amigo; empero, a pesar de las sólidas y buenas razones en que fundé mi respetuosa petición, mi amado monarca no ha tenido a bien concederme el descanso que tanto he menester.

     -Y, perdóname que así me exprese; el rey ha obrado muy juiciosamente en ello.

     -Líbreme el Señor de censurar el más mínimo de los actos de mi soberano; pero, créeme, amigo mío, la carga va haciéndose en extremo pesada, y yo voy perdiendo la fuerza que hasta hoy me ha ayudado a sobrellevar su peso.

     -Comprendo los sacrificios sin cuenta, los sinsabores y los desvelos que soportas, pero la patria y el rey necesitan de ellos, y eres tú demasiado buen español y leal súbdito para no continuar sacrificándote en pro de la una y por el bien del otro.

     -Yo haré cuanto pueda, pero temo poder poco tiempo.

     -�Qué te lo hace creer así?

     -Lo que antes te signifiqué, los desengaños.

     -�Hasta ese extremo te mortifican?

     -Sí, no puedo negártelo. Cada día un nuevo escrito que me calumnia, a cada hora una nueva intriga fraguada en mi desdoro, a cada momento nuevas y más complicadas conspiraciones en contra mía; los amigos de ayer, enemigos hoy y unidos éstos a aquellos que más favores me deben; esto se me hace insoportable, te lo confieso; a cada nueva decepción que sufro, experimenta mi corazón un rudo golpe. �Quién hubiera de decirme que el conde de Santillán fuera uno de mis más ardientes detractores? �Ni quién pudiera imaginarse tampoco que don Luis de Guevara se revolviera en contra mía? El primero jamás dejó de tener aficiones hacia el conde Aranda, pero a pesar de no haberle podido atraer jamás a mi bando, nunca le hubiera creído capaz de ejercer la calumnia en mi persona; el segundo me ha encontrado dispuesto siempre a protegerle y a encumbrarle, y sin embargo, hame puesto en la dura alternativa de tener que tomar severas medidas en su contra.

     -�Está preso?

     -Sí.

     -�Y el conde?

     -También.

     -Has obrado cuerdamente.

     -Sí; me ponen en el caso de tener que desterrar a unos y encarcelar a otros, y como quiera que el tener que proceder con tal dureza, me repugna, de aquí el que quisiera se me hubiese permitido retirarme del poder.

     -La patria necesita de ti, y ella es primero.

     -Bien conozco que en los momentos actuales pudiera ser un inconveniente mi retirada, y comprendo en parte la negativa del rey a acceder a mis deseos.

     -�Quién pudiera sustituirte dignamente?

     -El mismo conde de Aranda.

     -Yo respeto mucho tu opinión, pero perdóneme el general si no le creo el más a propósito para ocupar el alto cargo que tú ejerces.

     -�Y eso por qué?

     -Es demasiado impetuoso su carácter, se arrebata fácilmente, cree siempre que su opinión es la mejor, y de ella no se separa por más que se le ocurra un desatino; es de aquellos que creen que basta con la buena intención, y esa no es la cualidad más sobresaliente que ha de adornar al que gobierna.

     -Aunque así sea, otro habrá sin ese que pueda sustituirme.

     -No sé verle.

     -�Diablo! -dijo el conde sonriendo- �y si yo muriera hoy o mañana?

     -En ese desgraciado caso, habría que elegir a alguno a fin de que ocupara el lugar que tú dejaras, bien lo comprendo; pero no quiere decir que se hallase el que pudiere sustituirte dignamente para la prosperidad y bienestar de la patria.

     -Amigo mío, la amistad que me profesas hace que creas mi sustitución más difícil de lo que es en realidad.

     -Pues son muchos los que piensan como yo.

     -Así será, no lo dudo; pero yo me permito creer lo contrario.

     -Porque siempre fue mucha tu modestia.

     -No; porque realmente pienso así.

     -Sea lo que tú dices, pero aun así tropezaría con mil dificultades tu sustituto.

     -�Cuáles?

     -Hace ya años que estás al frente de los negocios del Estado.

     -Esa es una gran verdad.

     -Aparte de tu reconocida habilidad política, �crees que sería muy fácil el que se impusiera en poco menos que en horas de los intrincados negocios que tú tienes hoy tan a la mano, el nuevo ministro, mucho más teniendo en cuenta el actual estado de cosas de Europa?

     -Eso pudiera ofrecerle algunas dificultades.

     -Y algo graves.

     -No lo niego.

     -Pues creo que aunque fuese esa la única y sola razón, es por sí sola bastante poderosa para obligarte a continuar en el puesto que ocupas.

     -Bien a pesar mío -repuso tristemente el ministro.

     -�Oh! si me permitieras que te diera un consejo...

     -�Y por qué no, amigo mío? jamás de nadie los he desatendido si me han parecido oportunos.

     -Como siguieras el camino que yo te indicara, pronto te hallarías libre de las dificultades que tus enemigos siembran a tu paso, dificultades que se vuelven en contra de la nación.

     -�Y qué crees que es necesario hacer para conseguir eso?

     -Sencillamente, matar.

     -�Oh! jamás; la sangre me repugna.

     -Tampoco soy yo sanguinario, pero en ciertas ocasiones se hace indispensable el derramar una poca a fin de evitar que corra mucha.

     -No digo lo contrario.

     -Si tuvieras tiempo que perder, podría referirte cierto pasaje histórico en que danzó uno de mis antepasados y que es ahora muy del caso.

     -Habla, amigo mío, te escucho con atención.

     El conde de Floridablanca dio orden al conserje que en tanto él no lo llamara, no se permitiera interrumpir la conversación que iba a tener con el conde de Fuentidueña para anunciarle la llegada de persona alguna.

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     Una vez de nuevo solos los dos amigos, el conde de Fuentidueña dio comienzo a la ofrecida historia que es la que sigue.

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